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Dorrie, en la actualidad

Me daba mucha vergüenza llamar a Teague después de todo. Le mandé un mensaje y crucé los dedos para que me confirmara enseguida que lo había recibido. De lo contrario, no tendría más remedio que llamarlo.

«Teague. Gran error. Por favor, di a la Policía que lo olvide. No quiero denunciar».

El mensaje era como un telegrama de los de antes. No tenía tiempo ni energías para más.

Intentó llamarme enseguida, pero yo ignoré la seductora voz de Marvin Gaye. No podía enfrentarme a Teague, ni siquiera por teléfono. Sabía que en cuanto le explicara lo que había sucedido, saldría disparado lo más rápido que sus piernas interminables le permitieran. Que se ofreciera a ayudarme con los lamentables actos de un desconocido era una cosa, pero meterlo en aquel lío provocado por la reciente carrera delictiva de mi hijo era otra muy distinta.

Los mensajes no tardaron en llegar.

«Eh… ¿estás bien?», decía el primero.

Luego: «Dorrie, ¿qué ha pasado? He hecho lo que me has pedido, pero no lo entiendo».

«Aún quieres que arregle la puerta, ¿no?».

«Dorrie, llámame, por favor. Estoy preocupado por ti».

«¿Dorrie?».

Se amontonaban, uno detrás de otro. La señorita Isabelle sacó del bolso un par de pañuelos de papel y los extendió por el banco antes de sentarse a mi lado. Supe por su expresión que había oído lo suficiente para entender lo sucedido y que no era necesario que le explicara nada salvo que quisiera o hasta que me viera preparada para hacerlo.

Me quedé allí sentada, resoplando. Me enjugué de un manotazo las condenadas lágrimas que me rodaban por la cara, sin saber si me enfurecía más lo que había hecho mi hijo o que me hubiera hecho llorar por primera vez después de quién sabe cuántos años. La única respuesta de la señorita Isabelle a mis lágrimas fue ofrecerme otro pañuelo de papel que sacó de aquel bolso sin fondo sin mediar palabra cuando ya no pude recoger más líquido salado con las manos y, además, había empezado a moquear. Ella me entendía.

Al final se levantó y se alejó por la acera con pasitos delicados. Suspiré y la seguí, pensando que quizá me vendría bien olvidarme de mis problemas un rato. Habíamos parado por un motivo, así que le devolví mi atención mientras recorríamos una media manzana.

Llegué al poste indicador más o menos a la vez que ella; yo caminaba más rápido, aunque no quisiera. Pero me rezagué mientras ella estudiaba la inscripción. Luego las dos nos acercamos. Un gran rótulo de piedra señalaba la entrada a uno de los edificios del campus. En el cartel estaba grabada la imagen erosionada de un soldado arrodillado que sostenía la cabeza a un compañero abatido y lo auscultaba con un fonendoscopio. Bajo el grabado habían labrado en la piedra unos cincuenta nombres con el epígrafe «Promoción de guerra de 1946. Murray Medical College». La señorita Isabelle pasó el dedo por una columna de nombres hasta que se detuvo en uno y me miró sonriente, con los ojos de pronto llenos de lágrimas.

«Robert. S. Prewitt».

La miré, luego miré el nombre y de nuevo a ella. Ladeé la cabeza y le pregunté con la mirada. Luego susurré:

—Ay, señorita Isabelle, ¿es él? ¿Su Robert?

Ella se irguió.

—Ir al Murray College era el mayor de sus sueños.

Fueran cuales fuesen los problemas que Robert y la señorita Isabelle habían tenido —y yo aún no conocía la historia completa—, él había logrado su sueño después de todo.

De nuevo en el coche, nos refugiamos entre vasos de bebidas, cuadernillos de crucigramas y otros detritus de nuestro viaje (detritus, veintisiete horizontal). Arranqué el motor, pese a que estaba demasiado agotada para salir incluso del aparcamiento de visitantes. La señorita Isabelle detectó mi falta de energía.

—Ay, Dorrie, esto es demasiado. Debes volver a casa. —Esperó a que reaccionara—. Lo digo en serio. Demos la vuelta.

Bendita señorita Isabelle. Allí estábamos, camino de un funeral, y ella era capaz de olvidarlo todo para que yo pudiera solucionar los problemas que me esperaban en casa. Sabía que no haría mal aceptando su propuesta. Mi casa se estaba derrumbando en mi ausencia mientras yo hacía una especie de viaje misterioso y me dirigía en coche al funeral de alguien a quien ni siquiera conocía, alguien cuya identidad aún no estaba clara, aunque mis sospechas cada vez eran mayores.

—Señorita Isabelle… este funeral… es muy importante para usted, ¿no? ¿Se trata de alguien especial?

No respondió enseguida, como si estuviera meditando la respuesta.

—Es importante, desde luego que lo es. Pero, Dorrie, nada, nada en absoluto es más importante que la responsabilidad de una madre. Hazme caso, si hace falta…

—No —la interrumpí. Su afirmación me lo dejó todo meridianamente claro—. Es preferible que no esté cerca de casa ahora mismo. Tendría que ocuparme de Stevie Junior. Mi hijo tiene razón. Si lo viera ahora, seguramente haría y diría cosas que lamentaría. Teague le ha dicho a la policía que no se molesten en investigar el robo. Robo… —Reí amargamente. ¿Se consideraba robo cuando tu propio hijo entraba por la fuerza en tu local? A mi juicio, debería haber una pena mayor para este tipo de delito. Además, al parecer Bailey iba a hacer lo que iba a hacer de todas formas, pero sin mi dinero—. Vámonos, señorita Isabelle. Ya me encargaré de Stevie Junior cuando vuelva a casa.

No había contestado al mensaje de Teague sobre el arreglo de la puerta, pero, conociéndolo, la arreglaría igual. Confiaba en poder contar con que Stevie Junior se pasara a echar un vistazo después de que hablara con él la próxima vez. Era lo mínimo que podía hacer para empezar a compensar la que había sido, sin duda, la peor decisión de toda su vida.