Isabelle, 1939
Más tarde ese mismo día, Nell me propuso llevarle una nota mía a Robert. La voz le tembló al decírmelo, pero me hizo callar cuando intenté rebatírselo.
Pasé la noche entera componiendo mentalmente una carta y la mañana del día siguiente escribiéndola en papel. ¿Qué podía yo decirle que cambiara las cosas? Me había pedido que me mantuviera alejada de él y yo lo había complacido hasta que su hermana había roto nuestra horrible tregua. Decidí culpar a Nell, citando la pena que le causaba nuestra sombría actitud, pero después pensé que aquello era una cobardía. Hice pedazos la carta y empecé otra. Y otra. Cada vez que leía lo que había escrito lo hacía añicos.
Por fin logré escribir una epístola con la que creí conseguir un punto intermedio entre lastimera y valiente. Una carta de longitud probablemente excesiva, si bien la había examinado desde todos los ángulos posibles y no había encontrado nada que pudiera permitirme omitir.
Nell y yo acordamos unas señas. Cuando yo estuviera lista para que recogiera la nota, me encontraría con ella en el pasillo. Mi madre me observaba sin tener ni idea de lo que significaba que yo me diera un golpecito en la barbilla con el dedo índice, como si estuviera meditando algo que debía hacer. Nell me respondía tirándose de la oreja como si le picara. Más tarde volví a mi cuarto a «descansar» y ella vino a buscar el sobre en blanco perfectamente cerrado.
—Ay, Nell, no tienes ni idea de lo que esto significa para mí. Solo espero que Robert no se enfade. Me pidió que me mantuviera alejada de él.
—Esto ha sido idea mía —dijo—. A mí me da igual que se enfade conmigo. Le diré que amenacé con dejar mi trabajo si usted no lo hacía. —Me miró fijamente. Ella jamás dejaría su puesto de trabajo—. Además, no es más que una carta.
Quizá fuera solo una carta, pero las dos sabíamos que era mucho más importante que eso. Su actitud despreocupada me relajaba y angustiaba a la vez.
Esperé el tirón de oreja de Nell, indicativo de que me traía la respuesta de Robert, pero al ver que, día tras día, movía negativamente la cabeza al pasar por mi lado, volví a sumirme en una absoluta desesperación. Al final, su rostro empezó a revelar arrepentimiento, como si deseara no haberme propuesto que escribiera la nota. No la culpaba. Merecía la pena probar, pero el silencio de Robert dolía.
Entonces, una mañana temprano, mientras me tomaba a la fuerza un desayuno de tostadas secas con café por insistencia de mi padre, Nell entró en el comedor.
—Más crema, por favor, Nell —le pidió mi madre, con la nariz enterrada en la sección de sociedad, la única que le interesaba del diario.
Mi padre se empapaba de las noticias, más satisfactorias, sobre la economía nacional, el único resquicio de luz entre los rumores de guerra, mientras el resto del mundo se sumía en el caos como consecuencia del fallido Tratado de Versalles y la agresividad creciente del canciller alemán. Yo hacía el crucigrama hasta que me pasaba la sección principal. Él terminaba el crucigrama mientras yo leía las noticias.
Nell regresó entonces de la cocina con la jarra de la crema y se entretuvo más de lo necesario, toqueteando la cesta del pan.
—Eso es todo —le dijo mi madre, impaciente.
Eso me llamó la atención. Nell me miró y se tiró de la oreja. Creí que iba a salir disparada por el techo. Me di un toquecito en la barbilla y engullí el resto del desayuno.
—¿Puedo retirarme? —pregunté.
Mi padre miró mi plato, vacío salvo por las migas.
—Así me gusta, mariposita. Eso es que te encuentras mejor. Adelante.
—Gracias, papá.
Conté en silencio y ajusté mis pasos a la cuenta, obligándome a caminar tan derecha y firme como cuando llevaba un libro en equilibrio sobre la cabeza en las clases de baile de salón que había recibido a los trece años. Pero en cuanto las puertas batientes se cerraron a mi espalda, crucé con estrépito la cocina, haciéndole una seña con la cabeza a Nell para indicarle que la esperaría en el patio trasero.
Mientras ella terminaba sus quehaceres del desayuno, paseé nerviosa por el lugar donde solíamos jugar de niñas, entre el jardín de la cocina y el tendedero en el que Cora y un anciano roble solían vigilarnos al tiempo que ella trabajaba. Me puse de puntillas al ver a Nell y crucé las manos con fuerza a la altura de la cintura para parecer más educada.
Nell sacó del bolsillo de su vestido una hoja de papel muy doblada, bien escondida debajo del delantal. Solo un folio, observé, y se me encendieron las mejillas al recordar el montón de páginas que yo le había enviado. Pero los chicos eran diferentes. Tanto al escribir como al hablar, expresaban sus pensamientos en párrafos breves carentes del exceso emocional al que tendíamos las chicas.
—Espero haber hecho lo correcto, señorita Isabelle. —Nell me puso en la mano la nota de Robert—. No sé lo que habrá querido decirle.
—Pero ¿te pareció contento cuando le entregaste mi carta? ¿Y al darte la respuesta?
Nell arrugó la nariz y puso cara de intentar recordar.
—No podría decirle. Está mejor, pero va a empezar la universidad en poco tiempo, así que no lo tengo claro. Sé que eso le hace ilusión.
Agradecí su sinceridad, aunque esperaba que confiara más en la satisfacción que a Robert podía producirle tener noticias mías. No obstante, él me había pedido que me mantuviera alejada, y suponía que no iba a cambiar de opinión solo porque yo le hubiera escrito para decirle que me gustaría saber de sus estudios de vez en cuando, o de cualquier nueva aventura que lo tuviera ocupado en la universidad.
En todo caso, me proponía insistirle hasta que no pudiera soportar no verme como yo no podía soportar no verlo a él. Quizá fuera una medida desesperada y egoísta. Quizá porque yo estaba desesperada y era egoísta.
La primera carta de Robert satisfizo mi solicitud: era un relato insulso de su actividad desde que había terminado de arreglar el muro de contención. Nada más y nada menos. Si aquella carta hubiera caído por accidente en manos de alguien a quien no correspondiera leerla, no habría podido reprocharle nada. Ni siquiera iba dirigida a nadie en particular. Ni «Querida Isabelle» ni ningún saludo de ninguna clase. Solo llevaba la fecha en una esquina y su firma al final, un parco Robert Prewitt. Cualquiera podía haberla confundido con la página de un diario que hubiera ido a parar por accidente a nuestra casa. Aunque, como es lógico, si lo hubieran encontrado entre las páginas de lo que yo estaba leyendo por entonces, habría suscitado suspicacias.
Y así llegó el otoño. Yo empecé mi último año en la escuela y Robert, en la universidad para negros de Frankfort, a unos ochenta kilómetros. Iba a casa casi todos los fines de semana. Sabía que debía esperar sus cartas solo los domingos o los lunes, o cada dos semanas si se quedaba en la escuela para preparar exámenes o trabajos. Nuestras cartas empezaron a solaparse, algo que podía resultar confuso cuando las entregas se cruzaban.
Las de Robert seguían siendo impersonales, pero con el tiempo empezaron a adquirir un tono distinto, y las cosas que me contaba de las clases y de sus compañeros y de todo lo que aprendía ya no expresaban solo los hechos, sino también sus sentimientos. Entonces, un día, me senté de golpe en el suelo de mi cuarto, por el que había estado paseando nerviosa de un lado a otro mientras leía su última carta, estupefacta al observar que había utilizado el pronombre personal «tú». Si alguien encontrase aquella carta, ya no creería que se trataba de la página de un diario. Para regocijo mío, había cometido el desliz de dirigirse a mí como a un ser humano. Me llevé la carta al pecho, agarrándome los brazos con las manos. Me sentí como si me hubieran abrazado.
A partir de entonces, me atreví a verter en mis cartas más sentimientos, mencionándole a menudo lo mucho que lo echaba de menos y cuánto deseaba que las cosas fueran diferentes. Otro día se produjo otro cambio. Reconoció que él también me echaba de menos, que creía que iba a estallarle la cabeza de tanto pensar en mí, en pasear juntos abiertamente, cogidos de la mano. Al leer esas palabras, un fuego abrasador me recorrió por dentro, desde lo más hondo de mis entrañas hasta el corazón.
Después de eso, nos vimos unas cuantas veces. Nell me avisaba de cuándo iba a pasar Robert un fin de semana largo en casa y nos veíamos en la pérgola, pese a que hacía frío y a menudo estaba mojada y embarrada por la lluvia, y amenazaba a nieve con la proximidad del invierno. Los jueves en que Robert llegaba a casa, yo ponía como excusa que había quedado para estudiar con una amiga después de clase y, en cuanto sonaba la campana, salía corriendo para reunirme con él. Nuestros encuentros eran inocentes; solíamos pasarlos mirándonos con una inmensa sonrisa en los labios, contándonos atropelladamente cualquier cosa que no nos hubiéramos atrevido a mencionar en nuestras cartas. Al final de la visita, nos dábamos unos besos castos aunque apasionados antes de separarnos, nada más allá de aquellos primeros besos que nos habíamos dado después del festival.
Pero, por supuesto, tras cada visita y cada beso me costaba más volver a mi vida rutinaria. Existía en dos planos, llevaba dos vidas bien distintas: una, la que había llevado siempre, aunque ahora me sintiera extraña en ella, como aturdida, como si ya no encajara en los espacios que antes había ocupado sin problema, aunque siempre un poco de lado; y la otra, que me parecía la de verdad, y vivía para los momentos en que pudiera trasladarme a esa realidad leyendo una y otra vez las cartas de Robert o pasando con él los pocos ratos que pudiéramos encontrar.
Después de una visita a finales de otoño, de pronto necesité una pizca de esperanza de que aquello no iba a terminar.
—Rezo todas las noches para que encontremos un modo de estar juntos —le dije apoyándome en él para volver a abrazarlo después de que los dos nos hubiéramos dicho que ese era el último de ese día—. Tiene que haber un modo, uno que no cause problemas a tu familia ni ponga en peligro a nadie. Tiene que haberlo —insistí con la voz rota.
Aún estrechándome en sus brazos, rió discretamente, pero con inquebrantable resignación. En el fondo sabía que era una fantasía, pero su risa me dolió más de lo que podía soportar con elegancia.
Me levanté como un resorte del banco en el que había puesto su chaqueta para que la humedad no me estropeara la falda y me marché furiosa, al principio hacia mi casa, pero luego en una dirección en la que nunca había ido, por un sendero abierto en la espesura del bosque. Quería estar sola, lejos de todo lo que me era familiar. Pero Robert me siguió, esforzándose por meter los brazos por las mangas de su chaqueta húmeda mientras intentaba darme alcance.
Por fin me alcanzó, me cogió del brazo desde atrás y me detuvo en medio del bosque. Con la chaqueta aleteándole, me atrajo hacia sí y pegó mi mejilla con fuerza a su pecho, tanta que su corazón me latía en la sien alborotada. Respiré hondo hasta que el ritmo de nuestro pulso casi se igualó, o por lo menos hasta que dejó de ir descompensado y el caos de mi cabeza se calmó también.
—No sé cómo hacer esto, Isabelle. No puedo prometerte nada más que la próxima carta o la próxima visita. Lo sabías cuando me enviaste esa primera nota después de que te hubiera dicho que te mantuvieras alejada, que lo único que podía ofrecerte era el presente. El instante que se nos concede. Eso es lo único de lo que siempre hemos estado seguros.
Su discurso era más refinado cada vez que lo veía. La universidad lo había pulido y había dejado al descubierto una joya esplendente. No me habría importado que aún hablara como su madre o su hermana a veces, comiéndose consonantes o utilizando tiempos verbales erróneos, porque ese era el joven del que yo me había enamorado, pero de pronto lo contemplaba y me asombraba que alguien pudiera pensar que le faltaba algo. Era la pareja perfecta, salvo por el color de su piel, hermosa y preciosa como el zafiro negro del anillo de boda de mi madre. El color era lo único que se interponía entre nosotros. La injusticia me dio ganas de gritar. Habría querido subirme a la más alta de las montañas y gritar hasta que nuestro mundo viera su error. Pero esa tarde llegué a una encrucijada. Me hice una promesa de corazón y la expuse en voz alta. Había llegado el momento de que yo lo rechazara.
—Se acabó, Robert. El verse a escondidas. El ocultarse. El que se me vaya partiendo el corazón poco a poco cuando sé bien que esto es todo lo que tendremos jamás. Ya no me basta. Y no voy a volver a verte. Hasta que encontremos un modo de estar juntos.
Entendía de pronto lo que no había entendido antes de las cartas, antes de enamorarme aún más de él. La relación que teníamos, el escondernos de nuestras familias para hablar y besarnos apenas unos instantes solo duraría hasta que los dos nos halláramos al borde de la locura.
Ahora era Robert el que miraba con incredulidad cómo daba media vuelta y lo dejaba, esta vez sin ni siquiera un pañuelo que llevarse al pecho, pudiendo aferrarse tan solo a mi penosa promesa.
No lamenté el trato que había hecho. Solo hacía que la situación aún me enfureciera más y estuviera más decidida a urdir un plan para unirnos. Pasé semanas maquinando y tramando, valorando ideas tan absurdas como teñirme permanentemente la piel o adoptar una nueva identidad. ¿Irrisorio? Sí. Así de desesperada estaba.
Pero un día un ponente invitado fue a mi escuela. A los profesores les preocupaba la falta de ambición de los chicos de mi comunidad, que los fuera a atraer demasiado el crimen organizado que había empezado a infiltrarse incluso en nuestra tranquila localidad, que se propagara despacio por el monte desde Newport como una enfermedad contagiosa. Encontraban trabajo fácilmente como chicos para todo de los capos, haciendo entregas o trabajando de aparcacoches en el Beverly Hills Country Club de la autopista, regentado por la mafia. El director del centro invitaba a hombres de carrera a que nos hablaran en clase. De nosotras, las chicas, se esperaba que escucháramos con atención o estudiáramos mientras los invitados contestaban las preguntas de nuestros compañeros varones. El plan era perfecto, en teoría, pero un abogado de Cincy que nos visitó, tío o primo de nuestra profesora, se encontró con un muro de silencio cuando les tocó a los chicos hacerle preguntas sobre su trabajo.
Levanté la mano, ignorando el descontento de mi profesora, hasta que el hombre reparó en mí.
—¿Sí, jovencita? Quiere saber cómo conocer a uno de nuestros brillantes socios para casarse con él, ¿verdad?
Hice oídos sordos a las risitas de mis compañeras y pasé por alto la mirada de odio de mi profesora.
—Señor Bird, sé que hay que ir a la universidad, pero ¿qué hay que saber para ser abogado?
Por lo visto, mi pregunta lo dejó de piedra, pues además de no ser fácil, provenía nada más y nada menos que de una chica. Al fin se recuperó.
—Bueno, señorita…
—McAllister. Isabelle McAllister.
—Señorita McAllister, cuando sus jóvenes compañeros se matriculen en varias de las más prestigiosas facultades de Derecho después de terminar el bachillerato, tendrán que leer y estudiar más de lo que jamás habían imaginado estando sentados en esta aula, donde los tienen a todos tan consentidos.
Dudé que a mi profesora le hubieran agradado la observación o la táctica disuasoria, que muy probablemente anulaban el efecto que ella y sus colegas confiaban en lograr motivando a los chicos vagos. Pero, antes de que la profesora pudiera distraerlo, le formulé otra pregunta.
—¿Leer y estudiar qué, señor?
—La ley —contestó sin más, en un tono inquietante, como si hablara de la Biblia. Como si de su corta respuesta pudieran extraerse todas las conclusiones.
—¿La ley? —dije confiando en que se explicara.
—Usted, niña, no tiene ni idea de cuántos volúmenes se alojan en las bibliotecas de las mejores facultades de Derecho de los Estados Unidos. Un grupo de reporteros bien formados registra concienzudamente los pormenores de cada caso: los hechos, las consecuencias, los precedentes y las decisiones.
—Y para conocer la ley, ¿habría que leer todos y cada uno de esos libros?
No estaba segura de entenderlo, pero, para entonces, ya había picado la curiosidad del abogado visitante. Supuse que ninguna chica lo había interrogado así antes y de pronto parecía decidido a ofrecerme una respuesta satisfactoria.
—Empezamos por la Constitución de los Estados Unidos. Tiene jurisdicción en todos los estados y ciudades americanos. Pero lo que no se define en la Constitución lo decide cada estado o municipio. Supongo que podría ir a cualquier oficina local del gobierno y solicitar una copia de sus leyes. Incluso podría encontrar la legislación constitucional y local en una biblioteca pública, siempre que sea lo bastante grande. Pero, querida mía, la clave reside en saber interpretar la ley. Eso es lo que hacen los abogados y los jueces. Nosotros aprendemos las leyes, luego procuramos aplicarlas de forma justa. Entretanto, se crean nuevas leyes.
Aquel hombre no tenía ni idea de que, pese a mi curiosidad, había desconectado nada más oír el final de su respuesta. Solo necesitaba una respuesta sencilla a una pregunta sencilla: si Robert y yo podíamos casarnos legalmente y dónde. Su extensa explicación contenía el dato que yo buscaba. Habíamos estudiado la Constitución en la escuela, y no decía nada del matrimonio.
Antes de ese día, supongo que sabía, al menos en teoría, que cada estado tenía sus propias normas sobre muchas cosas, pero nunca se me había ocurrido que mientras el matrimonio entre un negro y una blanca podía ser ilegal en Kentucky, quizá no lo fuera en otras partes.
Al final del día, mi profesora se me quedó mirando mientras recogía los libros y los deberes de clase, luego negó con la cabeza y siguió limpiando la pizarra.
Más adelante esa misma semana, falsifiqué una nota para secretaría donde decía que al día siguiente faltaría a clase para acompañar a mi madre fuera del pueblo con motivo de un asunto familiar. La secretaria apenas lo miró antes de pasárselo a mi profesora.
A la mañana siguiente me dirigí a la escuela, como siempre, pero al llegar al centro, giré en dirección contraria y subí a un tranvía desde el que haría transbordo a otro que me llevaría a Cincinnati, donde visitaría la oficina que expedía las licencias matrimoniales. Tenía una pregunta.