14

Dorrie, en la actualidad

Salimos de Memphis en un tiempo razonable y conduje tres horas antes de que necesitáramos estirar las piernas. No nos apetecía comer, pues aún estábamos llenas del bufet de desayuno de regalo, pero la señorita Isabelle me pidió que dejara la carretera en Nashville. Aparcamos en una plaza para visitas a la puerta de una universidad de la que nunca había oído hablar.

Miré el teléfono, impaciente por ver si Teague me había vuelto a llamar. Maldita sea. Tenía cuatro llamadas perdidas y un montón de mensajes de texto. Pero no eran de Teague. Se me desbocó el corazón cuando vi el nombre de Stevie Junior en todos ellos. Si me llamaba, no podía ser nada bueno. Los mensajes eran ambiguos, eso sí. «Llámame» o «Mamá, llámame en cuanto puedas» una y otra vez. Pulsé la tecla de rellamada con dedos temblorosos. ¿Le habría pasado algo a mi madre? ¿Un infarto o una caída mientras yo estaba de viaje? ¿O, Dios no lo quisiera, le habría ocurrido algo a Bebe? Mi pequeña era muy inocente. Como alguien le hubiera hecho algo, que Dios me asistiera.

No era nada de eso. Pero sí era motivo de pánico para mí.

—¿Qué pasa, Stevie? ¿La abuela está bien? ¿Y Bebe?

—Están perfectamente, mamá, pero prepárate, porque tengo dos cosas que contarte y ninguna de las dos te va a gustar. De hecho, seguramente tengo suerte de que no estés aquí, porque apuesto lo que sea a que me matarías.

Hacía semanas que Stevie Junior no pronunciaba un discurso tan largo en mi presencia. Apenas había podido sacarle unos cuantos «qué» o «sí» guturales cuando le pedía que hiciera algo o, Dios me librara, le preguntaba por su vida. No era buena señal.

—Vale. Bien. Dispara.

Respiraba con cierta dificultad.

—Mamá, ¿por un casual estás sentada?

No lo estaba. Paseaba nerviosa de un lado a otro junto a la placa conmemorativa de la entrada de la universidad que la señorita Isabelle estudiaba con atención. Sospechaba que iba a convertirse en una placa conmemorativa de mi histeria.

—No, no tengo dónde sentarme. Vamos, suéltalo ya, Stevie.

—Tengo que contártelo por orden, mamá. Primero lo primero, para que entiendas lo segundo. Claro que no lo vas a entender de todas formas, ni te vas a poner menos furiosa por eso.

Estaba poniendo a prueba mi paciencia.

—Stevie. Suéltalo. Ya.

—Mamá… Bailey… está…

—¿Embarazada?

Treinta segundos de silencio absoluto al otro lado de la línea. Ahí tenía la respuesta.

—¿Lo sabías? —preguntó al fin, asombrado. Y aliviado.

—¿Crees que me he pasado los últimos treinta y tantos años dando vueltas por ahí con los ojos y los oídos tapados, hijo? ¿Crees que no he aprendido nada de los chicos y las chicas, de los líos en que se meten y de cómo se portan cuando eso ocurre? Dispara, Stevie. Estaba esperando la noticia. Pero me habría gustado que me lo contaras antes. En la intimidad de nuestro hogar, por ejemplo. No cuando estoy de viaje, intentando ayudar a una amiga en un asunto delicado. Por el amor de Dios, Stevie, ¡vamos a un funeral!

—Lo siento, mamá.

—Ya.

No estaba escandalizada ni sorprendida, pero tampoco mentía. Mi hijo me había decepcionado. Había hecho todo lo posible para darle lo necesario para que saliera mejor que yo, para asegurarme de que sabía cuidar de sí mismo y de las chicas con las que tonteaba. Pero por lo visto los adolescentes de una generación nunca son más listos que los de la anterior.

Aun así.

—Ay, Stevie, yo también lo siento. Sé que ha sido un accidente. Te quiero, y lo arreglaremos juntos.

Hala. Le había dicho las palabras de apoyo y ánimo correctas, había hecho lo que debía, aunque en ese instante me dieran ganas de atravesar el teléfono y estrangularlo.

—Bueno, ese es el otro tema. Bailey y yo hemos decidido que es demasiado joven para tener un bebé. No es un buen momento para ninguno de los dos. Ha… hemos pedido cita para… ya sabes… para abortar.

Se me paró el corazón. Sí, se me paró. Oí el murmullo de las hojas secas a mi alrededor. ¿Qué demonios? ¿Un aborto? No. Ni hablar. ¿Que era «un mal momento»? Que lo hubieran pensado cuando se estaban metiendo mano.

—Sé lo que estás pensando, mamá.

—Sí.

—Pero Bailey lo tiene muy claro. No se imagina gorda, ni embarazada, ni dando a luz; no podría ir a la universidad el año que viene y todo eso. Además, sus padres se cabrearían muchísimo. Probablemente la echarían de casa si se enteraran.

—¿Sus padres no lo saben?

—No. Ahora mismo tú eres la tercera persona, contándonos a nosotros. Bueno, igual se lo ha contado a Gabby, su mejor amiga. No estoy seguro.

¿Una niña que se llama Gabby iba a guardar un secreto? Me habría echado a reír de no haber sido porque tenía más ganas de llorar.

—Ay, cariño. Hay que pensarlo bien. ¿No podéis esperar a que vuelva? Estaré en casa en unos días. Podemos sentarnos los tres y hablarlo. Ya sabes lo que pienso de esto.

—Mamá, la gente lo hace a todas horas.

—Me da igual lo que haga otra gente. Eso es cosa suya. Me preocupa lo que hagamos nosotros. Nuestra familia. Pienso en ti, Stevie.

Lo oí respirar con dificultad y supe que estaba meditando lo que yo siempre le había dicho. Que yo misma me lo había pensado unos diez segundos. Que me alegraba tanto de haberlo tenido. Que no podía imaginar mi vida sin él.

Pero también sabía, y era duro de digerir, que esta vez no era decisión mía.

—No digo que hagáis lo que yo quiero, pero creo que tenemos que hablar. Un par de días más no son nada.

—La cita es mañana.

Se me cayó el alma a los pies. De pronto me sentí impotente, como si diera vueltas alrededor del planeta con una gravedad de casi cero, sosteniéndome apenas, viendo, desde mi lado de la bola de cristal, cómo se descontrolaba todo.

—Bueno, mamá, y aquí viene lo segundo.

—¿Lo segundo? ¿No era eso lo segundo? Stevie…

—No. Aún hay más. Verás, el aborto cuesta unos trescientos dólares. Ninguno de los dos tenía dinero. Ya sabes que yo no tengo.

Un escalofrío de pánico me recorrió la columna hasta la nuca. Entonces encontré un sitio donde sentarme. Un banco de hormigón se interpuso oportunamente en mi camino, en realidad, y me dejé caer, sin preocuparme de que la superficie estuviera cubierta de excrementos de pájaro. Por lo menos estaban secos.

—Ay, no, no me digas que… ¡No!

—Si aún no te lo he contado.

—Stevie, por favor, dime que no has sido tú.

Se hizo un gran silencio entre nosotros. Lo sabía y él sabía que yo lo sabía, aunque no estuviera dispuesto a reconocerlo.

El dinero de la peluquería. Dios mío. Había sido él quien había entrado y se lo había llevado. Mi niño, que hasta hacía apenas un año más o menos no había sido nunca capaz de mirarme a los ojos y mentirme. Ese niño del que todos los profesores decían que confiaban en que hiciera bien las cosas aunque no lo vigilaran.

¿Un embarazo no planeado? Le podía pasar a cualquiera. Yo lo sabía bien.

¿Un robo con allanamiento? Por el amor de Dios.

Por fin volvió a hablar, con un hilo de voz, y supe que le costaba decirme la verdad, pero no le iba a pasar ni una en eso.

—Estaba aquí cuando Teague ha venido a por la llave esta mañana, mamá. La abuela se la ha dado, y yo me he quedado allí mirando, con ganas de vomitar. Pensaba que cuando volvieras a casa supondrías que alguien había entrado y arreglarías la puerta como siempre. Pero no pensaba con claridad, ¿verdad? No creí que hubieras dejado dinero —prosiguió alzando la voz— y, de algún modo, confiaba en que no lo hubieras hecho. Porque entonces le podría haber dicho a Bailey que no había habido suerte. Habríamos tenido que buscar otra solución, o esperar. Pero allí estaba. Trescientos dólares. No me quedó más remedio, mamá.

Así que ahora era culpa mía. Pero entonces a Stevie Junior se le entrecortó la voz, y mi hijo se echó a llorar como hacía años que no lo oía hacerlo, desde que había entendido que su padre se había ido para siempre, que no volvería a casa con el rabo entre las piernas una vez más, suplicándome que lo aceptara.

—Lo siento, mamá. Soy estúpido. Me odio. No sabía qué hacer. —Lloró unos minutos mientras yo lo dejaba sufrir. Mientras sufría yo también.

Quien piense que un adolescente de diecisiete años es lo bastante maduro como para distinguir entre una decisión inteligente y una metedura de pata es que no ha sido madre de un adolescente de diecisiete años. Me fastidiaba recordarlo. Y yo también me sentía culpable. ¿Por qué demonios me habría dejado el dinero en la peluquería? Aporreé el duro banco de hormigón, pero el dolor del golpe apenas logró aliviar el martilleo de mi cabeza.

Entonces me levanté de un respingo. Maldita sea. Mientras yo estaba allí sentada perdiendo el tiempo, probablemente Teague estuviera enseñándole a la policía mi local, mostrándoles el desastre que yo había supuesto obra de algún delincuente juvenil desconocido.

Cielo santo, había mandado a galeras a mi propio hijo. Incluso un problema sin importancia con la ley podía constituir el comienzo de un largo y duro viaje para un joven negro, fuera o no la primera vez, por lo que debía mantenerlo alejado de esa sentencia. Solucionaríamos ese asunto entre nosotros.

Pero no se iba a ir de rositas. Estaba furiosa. Hablé, y lo hice rápido. Le pedí a Stevie con absoluta claridad que guardara mi dinero en un lugar seguro. Le dije que si Bailey tenía algo que objetar a esa parte, se las podía ver conmigo. Luego abrevié. Necesitaba colgar para pedirle a Teague que retirara la denuncia a la policía.