13

Isabelle, 1939

Dos semanas.

Hacía dos semanas que no lo veía. Dos semanas desde que me había besado. Dos semanas desde que le había dicho que lo quería.

Empecé a imaginar que mi confesión le había parecido el ridículo desvarío de una colegiala. Que no le había hecho gracia. Que jamás volvería a acercarse a mi casa y que evitaría todo lo posible que volviéramos a encontrarnos.

Pero un buen día apareció para ayudar a mi padre a reparar el muro de contención. La arena amontonada alrededor de los pedazos de piedra caliza acanalados se estaba erosionando y mi padre temía que todo el trabajo que habían hecho el verano anterior se fuera al traste, que las piedras terminaran soltándose y que el patio principal fuera deslizándose poco a poco hacia el sur hasta separarse de la casa y nos dejara balanceándonos en lo alto de la colina.

El lunes los de la tienda dejaron tres sacos de cemento a la puerta de casa. A última hora de la tarde, Robert se reunió allí con mi padre. Papá le explicó cómo debía hacer la mezcla de hormigón. Yo los miraba por una ventana del piso de arriba, oculta tras unas cortinas de encaje. Empezaba a anochecer y Robert le estrechó la mano a mi padre. Se alejaba calle abajo, volvía a separarse de mí.

Sin embargo, a la mañana siguiente regresó antes de que yo despertara para preparar el hormigón en la carretilla, repartirlo con cuidado entre las piedras y quitar con un trapo húmedo los restos de la superficie de forma que las texturas pudieran apreciarse desde la calle. Mi padre, ocupado con sus pacientes, dejó el trabajo en las capaces manos de Robert.

Los nervios se me dispararon esperando una oportunidad para hablar con él con una excusa factible. Cuando mi madre se retiró a descansar después de la comida, fui corriendo a la cocina. Cora estaba pelando huevos para preparar una salsa picante para la cena. Nell estaba ocupada en algún lugar de la casa, quizá incluso se había ausentado. Hacía varias horas que no la veía ni la oía.

—No hay quien pare ahí fuera otra vez —le dije a Cora, y me dejé caer en una silla enfrente de ella.

—Cielos, sí, señorita Isabelle. Este verano me va a matar. Me angustia pensar en mi hijo, ahí fuera, con este calor abrasador, pero supongo que sobrevivirá. Ustedes los jóvenes toleran este tiempo mucho mejor que nosotros.

Hacía mucho tiempo que Cora no mencionaba a Robert en mi presencia.

—¿Tenemos limonada, Cora? Me apetece un vaso de limonada fría.

—Claro. Deme un minuto y se la sirvo.

—Ya la cojo yo.

Fui corriendo al armario y saqué dos vasos. Cora arqueó las cejas al verlos, pero no dijo nada. Piqué un poco de hielo del bloque y llené los dos vasos, luego vertí aquella delicia de limones recién exprimidos de Cora encima del hielo.

—Gracias, Cora. Le voy a llevar un vaso a Robert también. Debe de tener sed, con tanto calor.

—Oh, no, señorita Isabelle. —Acababa de pelar el último huevo, y en cuanto los lavó en la pila, se apresuró a secarse las manos en el delantal—. No es necesario. Ya se la llevo yo. Pero ese vaso es demasiado…

—Se la llevo yo —repliqué.

La expresión de mi rostro no daba cabida a la discusión, pese a lo mucho que odiaba servirme de mi posición para conseguir lo que quería. Me estremeció el hondo suspiro que emanó de la cocina a mi espalda mientras enfilaba el pasillo a toda prisa. Abrí la puerta de mosquitera con el brazo y la cadera, luego dejé mi vaso en una de las losas planas que sobresalían del porche a ambos lados de los escalones. Daría la impresión de que lo único que pretendía era llevarle a Robert su bebida. Recorrí el sendero cargada con su vaso y descendí los escalones hacia la calle.

Pestañeó asombrado al verme, después hundió la pala en la carretilla. Acababa de preparar una mezcla de hormigón. Esperó sin decir nada; yo me sentí de pronto tímida.

Por fin, le ofrecí el vaso de limonada. La confusión le nubló los ojos mientras miraba el vaso y sus manos alternativamente. Como Cora me había hecho ver, había usado sin pensarlo uno de nuestros mejores vasos. Obviamente, a Robert le preocupaba estropearlo con las manos manchadas de mezcla a medio secar. Pero yo llevaba un pañuelo guardado en el bolsillo lateral. Lo saqué y envolví el vaso con él.

—¿Cómo va a ser mejor un pañuelo tan bonito? Lo estropearé igual.

—Es un pañuelo viejo.

O quizá fuera uno de mis mejores pañuelos, cortado y bordado por mí en un ataque de aburrimiento a principios de ese mes, y probablemente lavado, planchado y almidonado por su madre o su hermana hacía uno o dos días.

Miró alrededor indeciso, pero le acerqué aún más el vaso y lo cogió. El contraste del dorso de su mano con el cuadrado níveo resultaba asombroso con aquel sol intenso. Levanté la mano para hacerme sombra en la cara.

Se bebió la limonada de un trago y me devolvió el vaso antes de que pudiese siquiera apoyarme en las piedras que aún no había reparado. Pero me apoyé. Él se volvió hacia la carretilla y sacó la pala de la mezcla que se iba solidificando.

—Tengo que darme prisa. Esto endurece rápido.

—Sigue trabajando, no pares por mí. Finge que no estoy aquí.

Fue una orden, no una frase de cortesía. Él estiró el cuello para mirar a las ventanas de la fachada principal de la casa, pero su madre era la única que sabía que yo estaba allí. No podría verme aunque estuviera mirando. Además, la calle se curvaba un poco antes de llegar a mi casa, al final del estrecho sendero, de modo que ni siquiera los chismosos de mis vecinos podían verme apoyada en el muro. El sendero desembocaba en un páramo demasiado húmedo para construir en él y terminaba topándose con el arroyo donde Robert me había enseñado a coger pececillos, donde nos había sorprendido aquella fatídica tormenta.

—Bueno, ¿qué has estado haciendo estas últimas semanas, Robert? Desde la última vez que te vi.

Introducía la consistente mezcla entre las piedras de forma rítmica, alisándola alrededor de cada una y limpiándolas luego.

—Nada fuera de lo corriente.

—Te he echado de menos —dije, sin perder el tiempo en banalidades.

En cualquier momento alguien podía interrumpirnos, alguien que viniera a buscarme, preguntándose por qué se me estaba derritiendo el hielo de la limonada que me había dejado en el porche mientras yo andaba por ahí.

Su mano, que sostenía el mango de la pala, se detuvo en una piedra con fósiles claramente incrustados en su superficie.

—No puedes. No es buena idea. Ya te lo dije. Toda esa noche… ya sabes que fue un error.

—No me digas lo que siento. Te he echado de menos. Muchísimo, durante los últimos quince días. Los he contado. Pensé que me desvanecería antes de volver a verte.

Se volvió y vi en sus ojos que mi dramático comentario le había hecho sonreír por dentro, pero al ver mi expresión grave (yo hablaba completamente en serio) dejó de divertirle.

—Muy bien —dijo—, lo reconozco, yo también te he echado de menos. Te oigo. Te entiendo. Pero, Isa, ahora te pregunto, ¿qué otra cosa podemos hacer? Nada. Tú lo sabes. Yo lo sé. Somos como este hormigón. Si tú y yo nos mezclamos, el resultado será algo demasiado duro con lo que no se puede trabajar en el lugar equivocado. Esto —prosiguió señalando a su alrededor, refiriéndose no solo a la calle de delante de la casa, sino englobando con la mano todo el pueblo, quizá incluso el mundo entero— es el lugar equivocado. Es completamente ilegal. Sería una locura considerarlo siquiera.

—Demasiado tarde. Ya lo hemos considerado. Esto es algo bueno, Robert. Sabes que lo es.

—Pensarás que soy cruel y vil, pero, Isabelle, tienes que dejarme en paz. —Había vuelto al trabajo, pero paró y me miró a la cara—. ¿Acaso quieres que me maten?

Temblé. Decía la verdad.

Su rechazo ya me había partido el alma, me había destrozado, aunque fuera un rechazo de lo que podría ser y no de lo que sentíamos los dos. La verdad me había desgarrado el corazón.

Los ojos se me anegaron en lágrimas y él se dio la vuelta enseguida, pero antes de que lo hiciera sentí la intensidad de su propia emoción y el mazazo de su reacción a mi tristeza. Cogí el vaso vacío; mi pañuelo se soltó y cayó flotando al suelo mientras yo daba media vuelta. Cuando me detuve a recuperar mi vaso del porche, lo vi inclinarse a coger el delicado pedazo de tela y alzarlo hacia mí. Yo negué con la cabeza y él bajó la mano, luego se lo llevó al bolsillo que tenía cosido en el pecho, a la altura del corazón.

Dentro estuve a punto de arrollar a Nell, inmóvil junto a la puerta, afligida. Supe que había sido testigo de lo poco que podía ver desde allí. La última parte, la más importante. Inclinó la cabeza cuando pasé por su lado. Furiosa, dejé los vasos en la encimera de la cocina, sin molestarme en vaciar el mío ni limpiar el charco pegajoso que produjo la limonada al salpicar por el borde. Cora no estaba allí. Pasé de nuevo corriendo por delante de Nell y subí a mi cuarto, donde me tiré en la cama, con la cara enterrada en la almohada. Aun así, cualquiera habría podido oír desde el pasillo mis gritos de rabia.

Había ansiado tanto volver a ver a Robert en algún sitio donde pudiera sacar el tema y aclarar las cosas. Sabía que era más probable que él me rechazara que recibiera con los brazos abiertos nuestra relación prohibida. Pero la realidad dolía más de lo que había imaginado.

Me había permitido soñar que nos veríamos a escondidas de nuestras familias si hacía falta, que sacaríamos tiempo de donde fuera. No se me había ocurrido pensar en nuestro inevitable destino, porque al final tendríamos que dejarlo.

Robert tenía razón. El matrimonio entre negros y blancos no solo era tabú, sino que además era ilegal. ¿De qué servía nuestro amor si su legitimación ante Dios y ante la ley estaba prohibida?

En cambio yo, en mi egoísmo, me sentía desolada por que Robert no estuviera dispuesto a disfrutar mientras pudiéramos. Estaba furiosa, no solo con él sino también conmigo misma por dejar que mi corazón soñara. Me sentía avergonzada y abochornada.

Pasé muchos días bajando solo para las comidas cuando mi madre o mi padre insistían, o para ir a la iglesia los domingos.

Mi madre se inquietó, temiendo que su tendencia a las jaquecas fuera hereditaria. Mi padre parecía resignado, aunque también decepcionado porque yo siempre había poseído un espíritu aventurero, nada que ver con la hermosa flor con la que se había casado, de la que después descubrió que marchitaba a mediodía.

Como hacía a menudo en el pasado, papá insistió en que lo acompañara a una visita a domicilio para la que debía coger el coche y adentrarse en el campo. Por aquel entonces, la mayoría de las veces yo me limitaba a vagar por las fincas de sus pacientes, emocionada por explorar nuevos espacios, o leía en el coche, con la capota bajada, a la sombra de las frondosas copas de los viejos y sabios árboles. Si había niños, jugaba con ellos, los padres agradecidos por el entretenimiento mientras el mío los examinaba o trataba y los hijos entusiasmados de tener compañía en aquellos parajes solitarios. En ocasiones papá incluso me dejaba mirar mientras ejecutaba procedimientos menores, y le pasaba el material siempre y cuando me hubiera lavado antes y el paciente no se opusiera. Cuando salíamos, papá me llamaba cariñosamente «enfermera» y aseguraba que podría contar con mi ayuda en cualquier momento.

Pero esta vez me negué a salir del coche, pese a que corría el riesgo de achicharrarme los brazos y las piernas con la tapicería. Cuando me pidió que le contara qué ocurría, miré para otro lado por miedo a que pudiera ver en mis ojos algo más que el dolor físico, por miedo a que descubriera mi secreto.

Ansiaba compartirlo con él. Mi silencio vulneraba nuestra conexión, esa que no tenía con mis hermanos, que pasaban los días y las noches de juerga, derrochando su dinero y metiéndose en líos constantemente. Sabía que, aunque nunca lo había confesado en voz alta, sino que poco a poco, sutilmente, me iba encaminando hacia ello, esperaba cosas mejores de mí, de su hija curiosa y estudiosa. Por lo menos, creo que pensaba que sería una excelente esposa de médico, más adecuada como ayudante de un médico de pueblo de lo que su propia mujer había resultado ser. De haber sabido lo que había entre Robert y yo, le habría sorprendido lo acertado de su predicción, si nuestra relación no hubiera sido imposible.

Entonces me di cuenta de que él nunca había hecho frente a mi madre cuando se trataba de cosas importantes. Aunque comprendiera las emociones que me laceraban por dentro, no podía confiar en que me ofreciera otra cosa que un hombro en el que llorar, y ya no me quedaban lágrimas.

El viento me abrasaba la cara camino de casa. Mantuve la vista fija en el paisaje emborronado del lateral de la carretera. Noté que papá me observaba cuando apartaba la mirada de la autopista y se me ocurrió desear que, quizá por primera vez en mi vida, fuera distinto. Me pregunté si mi madre también habría querido que fuera más fuerte. Quizá fuese eso lo que siempre había deseado.

Los días aburridos se sucedían uno tras otro. Seguía haciendo un calor abrasador, aunque el aroma agridulce del final del verano empezaba a impregnar el aire. La tímida llamada de alguien a la puerta me despertó de una siesta inquieta. Me había quedado dormida leyendo Mujercitas. Mis relatos favoritos me distraían de la autocompasión, al menos temporalmente. Pese a lo discreto del golpe de nudillos, me levanté de la cama como un resorte y el libro se me cayó al suelo.

Ella se asomó por una rendija de la puerta.

—Señorita Isabelle, ¿puedo entrar?

Le hice una seña para que pasase y volví a acomodarme en la cama.

—Creo que se me acaba de parar el corazón —dije. Claro que ya lo tenía roto, pero ¿cómo iba a saber ella eso?

—Lo siento, señorita Isabelle. No quería asustarla.

Recogió mi libro del suelo, marcando con el dedo la página por la que había caído boca abajo. Alargué el brazo para cogerlo y lo cerré, luego lo devolví a la estantería que había sobre mi cama.

Ella no traía nada, ni ropa limpia para guardar, ni productos de limpieza. Se quedó plantada delante de mí, enredándose el delantal en los dedos.

—¿Qué ocurre, Nell? ¿Necesitas algo?

—Sí, señora —contestó. Pero no se movió ni dijo nada más.

—Ay, Nell, por el amor de Dios, no me llames «señora». Me entristece que ahora que somos mayores te dirijas a mí como si fuera mi madre. Te aseguro que no lo soy.

Me estremecí.

—Lo sé, señorita Isabelle. Pero mamá dice que debo tratarla con el mismo respeto ahora que es usted una jovencita.

—Bobadas. Tú me respetas. Y yo te respeto. Dime, ¿a qué has venido? Casi no lo puedo soportar.

—Bueno… Aquel día… ¿sabe? El día en que habló con Robert mientras él reparaba el muro de contención.

Asentí con la cabeza y esperé.

—Mi hermano se pasea como alma en pena por la casa desde entonces. Como usted por esta. Entre los dos hay algo que me tiene muy preocupada.

Sopesé sus palabras. Habiendo crecido juntas, sabía que podía confiarle cualquier cosa, pero, cuando pensaba en contárselo, la situación me parecía tremendamente absurda. Jugueteé con un lápiz que tenía en la mesilla.

Nell golpeteó con la rodilla el borde de mi cama.

—Entonces… ¿se le ocurre algo que yo deba saber de Robert? ¿Algo que pudiera ayudarlo a no estar tan malhumorado, tan abatido?

—Ay, Nell. No quiero implicarte en esto. No puedo.

Se irguió, se puso seria.

—Le estoy pidiendo que me implique. No soporto verlos a los dos así.

Permaneció inmóvil mientras yo lo meditaba. Por fin, comprobé que la puerta estaba bien cerrada. Le hablé en voz baja, esforzándome por proteger cada sílaba de mi confesión. Me sorprendió descubrir que mi relato, hablarle del profundo afecto que sentía por Robert, no sonaba raro en absoluto, aunque fuera su hermano. No le conté todos los detalles, pero tuve la impresión de que entendía la intensidad de mis emociones. Además, en todo momento se mostró muy serena. Resultó evidente que no le sorprendía nada de aquello.

Terminé. Ella negó con la cabeza.

—Es lo que me temía. Le he preguntado a Robert qué le pasa, por qué está tan triste, pero no quiere hablar conmigo. Aunque yo sé el aspecto que tiene un hombre cuando está enamorado.

Le tembló la voz y se le encendieron las mejillas.

—Lo sé, Nell. Lo vi aquella noche en la pérgola. Es obvio que el hermano James y tú os amáis, y él es un buen hombre. Me alegro mucho por ti. Es… es una lástima que las cosas no sean tan fáciles para Robert y para mí.

Me tiré del flequillo y me lo enrosqué en un dedo; debía de estar ya medio calva por culpa de aquella manía que siempre había tenido pero que recientemente había perfeccionado.

—No es buena idea —dijo Nell. Yo asentí compungida, retorciéndome el pelo aún más—. Pero pensaré en ello mientras hago mis tareas de hoy, señorita Isabelle —añadió. Levanté la cabeza de golpe—. Que mis dos personas favoritas del mundo estén tan hundidas… también me entristece a mí.

Se acercó más a la cama y me acarició el hombro. De niñas nos habíamos cogido de la mano, habíamos bailado y jugado juntas en el jardín o nos habíamos acuclillado tan cerca para susurrarnos secretos que nuestras frentes se habían tocado. Pero en los últimos años habíamos empezado a observar las convenciones de nuestras madres y yo había procurado no hacer nada por lo que mi madre pudiera regañarme o, peor aún, regañar a Nell. Desde aquella noche en que yo la había menospreciado, no habíamos vuelto a tocarnos salvo por accidente.

Se me hizo un nudo en la garganta al notar la presión de sus dedos. Una presión que me dolía y me hacía tristemente consciente de lo mucho que me había adelgazado. Demasiado delgada, tanto que probablemente me hubiera puesto en peligro con mi reciente negativa a comer más de lo imprescindible, y me encogí de dolor al imaginar lo que Robert pensaría de mí si me viera ahora, convertida en un espectro. Sin embargo, en ese instante me pesaba más el remordimiento por la ruptura entre su hermana y yo. Por suerte, Nell había vuelto a mí.