12

Dorrie, en la actualidad

Me pasé la noche dando vueltas en la cama, preocupada por mi dinero. Luego preocupada por haberle confiado a Teague mi dinero. Después por cualquier otra cosa por la que se me ocurriera que podía preocuparme. Por la mañana estaba derrengada, como si me hubiera pasado la noche paseando a un recién nacido que no parara de llorar. No era algo que tuviera pensado hacer de verdad en breve, así que empecé a preocuparme por mi hijo y la probabilidad de que hubiera dejado embarazada a su novia.

Confiaba en que mi agitación no hubiera tenido en vela a la señorita Isabelle, sobre todo porque ella decía que, de por sí, no dormía muy bien. Menudo par íbamos a hacer en la carretera, intentando mantenernos despiertas.

Pero volvió a sorprenderme, vivaz y dispuesta a coger el ascensor al restaurante para disfrutar del desayuno de regalo que, a su juicio, había pagado como parte del precio de la habitación. Le gustaba sacarle provecho a su dinero. Cuando yo le arreglaba el pelo, siempre me señalaba lo que se me había pasado por alto, aunque no ocurría muy a menudo, eso sí.

—Arriba, Dorrie Mae. Ya ha salido el sol.

Gruñí al oír su voz y dije:

—Maldita seas, Susan Willis.

Cuando la señorita Isabelle descorrió de golpe las cortinas me tapé los ojos con la almohada, porque, desde luego, el sol estaba ahí, deslumbrándome. A regañadientes, me quité la almohada de la cara y, sentándome al borde de la cama, me la tapé con las manos mientras le ordenaba al resto de mi cuerpo que despertara. No sirvió de mucho.

—Te he notado inquieta toda la noche. Siento que tengas que levantarte tan temprano, pero debemos salir cuanto antes o nos retrasaremos.

Siempre había supuesto que sería madrugadora, y ahora no me cabía duda. Pero también la veía muy contenta y no estábamos precisamente de vacaciones.

—No se preocupe, señorita Isabelle. Solo me estoy haciendo un chequeo de las extremidades para asegurarme de que sigo viva. En cuanto me tome la primera dosis de cafeína, estaré estupendamente.

Me obligué a levantarme y me vestí rápidamente. Me había dado una ducha rápida antes de acostarme y, como no podía arreglarme mucho el pelo en ruta, me lo aplasté todo lo que pude y me prometí que lo haría mejor cuando llegáramos a nuestro destino.

A la gente a menudo le sorprendía que, siendo peluquera, llevara un peinado tan sencillo. Ya hacía tiempo que había descubierto que no estaba en disposición de dedicarle mucho tiempo a mi propio pelo. Me lo dejaba igual por todas partes, corto y natural, a veces con un tinte caoba intenso. En mi modesta opinión, tenía una cabeza bonita y mi peinado siempre recibía muchos cumplidos, aunque siempre fuera de blancos. Mamá se quejaba sin parar de que estaba desperdiciando una buena mata de pelo, porque creía que debía publicitar mis servicios de todas las formas posibles. Yo no estaba de acuerdo. Mis clientes venían a mí por una cosa: para salir de mi establecimiento hermosos y resplandecientes como un centavo nuevo. Les importaba un pepino el aspecto de mi pelo, siempre que lo llevara limpio y discreto. (Diecisiete horizontal, ocho letras: moderado, sin exceso. Discreto. Hermosa palabra). Yo era el vehículo que los llevaba de la nada a la hermosura en sesenta minutos o menos. Si por el camino nos convertíamos en algo más que simples conocidos por azar, entonces aleluya y a otra cosa, mariposa, porque a partir de ese momento mi pelo habría de ser la menor de sus preocupaciones. Eso esperaba de mi amiga, la señorita Isabelle, mientras me daba una última palmadita para aplastármelo.

Ya en el restaurante, nos acomodamos delante de unos platos con huevos humeantes y tostadas, cereales con leche fría y café tibio. La señorita Isabelle miró con desdén los rollitos de canela, con toda la grasa que, a su juicio, había que usar para glasearlos. No me extrañaba que estuviera tan delgada. En su casa había visto fotos de ella a diversas edades, y en todas y cada una de ellas parecía que acabara de pasar seis meses en una clínica de adelgazamiento, con una cinturita de avispa ceñida por cinturones de los que yo no había vuelto a llevar desde antes de que naciera Stevie Junior. O que no había llevado jamás. Suspiré y también pasé de largo de los rollos de canela, suponiendo que no me vendría mal seguir su ejemplo. Aun así los olía, y me mataba no tener uno entre los labios. O un cigarrillo.

—¿Cómo se reconoce a un buen hombre? —le pregunté.

Brusca, lo sé, pero necesitaba saberlo. No había dormido lo suficiente para andarme con rodeos.

—Un buen hombre —repitió, y levantó el tenedor para comer un bocado de huevos revueltos. Eso sí que era una respuesta rápida.

—Verá, yo sé identificar a los que son escoria, con esos no hay problema —añadí—. Bueno, a esos ni siquiera los busco: en cuanto sale uno por la puerta entra otro corriendo. Soy un imán para los desgraciados.

—Un buen hombre —empezó de nuevo la señorita Isabelle—. Para empezar, te trata bien. Pero es igual de importante cómo trata a los demás.

—¿A qué se refiere? ¿A los niños? ¿A su mamá?

—Claro, pero hay más. Cuando te lleva al cine, ¿le da las gracias al acomodador? Cuando conduce su coche, ¿cree que la carretera es suya? Aun después de dos semanas, o dos meses, ¿es respetuoso con su prójimo, sea cual sea el estatus de esa persona o su relación con él? En otras palabras, ¿sigue dándole propina al camarero?

—Eso es bueno, señorita Isabelle. Eso es muy bueno.

Tenía razón. Nunca lo había pensado antes, pero casi todos los hombres con los que había salido me habían tratado como una reina las primeras veces, pero se habían quejado a los camareros de que la comida estaba fría o insípida cuando estaba perfecta o no habían cedido el paso a los conductores que estaban desesperados por incorporarse a la autopista aunque tuviéramos tiempo de sobra para llegar a donde fuera. ¿Al final? Habían terminado tratándome igual a mí.

—Yo he conocido a unos cuantos hombres buenos. Los hay. —Entornó un poco los ojos y se le pusieron vidriosos, como si se hubiera sumergido en un recuerdo, y sus labios formaron una pequeña sonrisa que solo ella entendía. Deseé poder revivir sus recuerdos con ella. Quería ver las cosas que aún la hacían feliz después de tantos años—. Mi esposo era un buen hombre. Pero no el único —dijo. Entonces me miró fijamente—. ¿Crees que has encontrado un buen hombre, Dorrie?

—No lo sé. Querría pensar que ese hombre al que he visto unas cuantas veces, Teague, ¿se acuerda?, es un buen hombre, pero ya no me fío de mí misma. Casi prefiero lo malo conocido, esos tipos que sé que me doran la píldora y de paso me parten el corazón una vez más. Pero ¿este? Ya sabe lo que se dice, señorita Isabelle, si parece demasiado bueno para ser verdad…

—… probablemente lo es —terminó ella—. Pero quizá no siempre.

Le conté que le había pedido a Teague que se pasara por mi local, lo mucho que deseaba que fuera de fiar e hiciera lo que me había dicho, ni más ni menos. Que mi media de acierto en la selección de hombres de fiar andaba por los suelos.

—¿Cuánto tiempo hace que lo conoces?

—Llevamos un tiempo saliendo, pero…

—¿Cuándo fue la última vez que le pediste a alguien que te hiciera un favor tan importante? —me preguntó—. A un hombre, cualquiera —añadió.

Sorbí el café e hice inventario de mis relaciones pasadas.

—Hace tiempo. —Negué con la cabeza—. Vale, hace muchísimo tiempo.

—Entonces sabes más de lo que crees saber. Ten un poco de fe en ti misma.

—Puede. Pero, jod… jolines, como me falle, he terminado con los hombres. Se acabó. ¿Quién los necesita?

Ella suspiró y se encogió de hombros, con la mirada borrosa y descentrada. Terminamos de desayunar en silencio.

Acababa de llenar el depósito en una gasolinera cercana al hotel de Memphis y había vuelto a meterme en el coche cuando me sonó el teléfono. La señorita Isabelle esperó pacientemente a que me sacara el aparato del bolsillo.

—Hola, Teague, ¿qué hay?

—Hola.

Lo supe por su voz, por el tono con el que me saludó, por lo que no me dijo y el silencio que se produjo, largo y pesado, en la línea telefónica.

—Cuéntame.

—Estoy en la peluquería.

—¿Sí?

—Desde luego alguien ha entrado desde que te fuiste. Lo siento, Dorrie. Ojalá tuviera mejores noticias.

Cerré los ojos y suspiré.

—¿Y el dinero?

—Ha desaparecido.

Solté un fuerte manotazo en el volante del coche de la señorita Isabelle y ella se sobresaltó y dio un pequeño bote en el asiento.

—Perdón —mascullé tapando el micro.

—No pasa nada, cielo —susurró, y me hizo una seña para que continuara.

—¿Qué más?

—Han forzado la cerradura. El archivo está completamente revuelto. Lo han abierto con una palanqueta o algo parecido. Han tirado al suelo algunas cosas, por aquí y por allí. Eso es todo.

Era más que suficiente. Yo nunca dejaba el archivo cerrado con llave por la noche; probablemente eso les habría dado la pista de dónde estaba el dinero. Me maldije por no haber instalado un sistema de alarma. Todos los meses me juraba que lo haría. Hasta que pagaba las facturas. Luego decidía esperar otro mes. Las puertas de aquel anticuado centro comercial eran demasiado fáciles de reventar. Tampoco había importado mucho que me gastara el dinero en arreglar la cerradura las otras veces. A la larga me había costado menos cambiar la cerradura de lo que habría pagado por instalar y monitorizar un sistema de alarma. Pero nunca me había olvidado el dinero en la tienda. La balanza se había inclinado.

—¿Sigues ahí?

—Sí —suspiré—. Oye, ¿te supondría mucho trastorno ir a poner la denuncia a la comisaría?

—Por supuesto que no. También me pasaré por Home Depot a comprar algo para cubrir la puerta hasta que vuelvas. ¿Te parece bien?

—Ay, Teague —respondí a la vez que movía la cabeza—, eres mi salvavidas. Siento que te hayas visto involucrado en esto.

—No te disculpes. No me trastorna en absoluto. Además, quiero pensar que tú harías lo mismo por mí si fuera al revés.

Me lo pregunté. Sinceramente, lo más probable es que hubiera salido corriendo, veloz como una bala. Ya había cubierto el cupo de hombres gorrones para un par de vidas. Claro que ninguno de ellos era Teague. Me tenía en el bote. No solo era amable, sino que además se tomaba todas las molestias del mundo.

Sin embargo, en cuanto colgué empecé a dudar. La señorita Isabelle me observaba. Probablemente veía los nervios que me corrían por los músculos del estómago y que me gritaban, con los puños al aire: «¡Huye, huye, huye!». Y me decían que podía haber sido Teague quien me hubiera robado, haberse guardado el dinero y haberme mentido por teléfono. Me incorporé a la interestatal y me quedé mirando fijamente la carretera plana que salía de Memphis.

—Lo siento, Dorrie. Me siento responsable. Si yo no te hubiera pedido que me acompañaras en este viaje, esto nunca habría ocurrido. Entre esto y tu preocupación por Stevie Junior, tengo la sensación de que deberíamos volver a casa. Como mínimo, me gustaría reembolsarte el dinero que has perdido.

Yo me encogí de hombros. Quería ponerme a gritar y montar una pataleta por lo del dinero. Aún peor, sabía que debía haberme comido el orgullo y aceptar el reembolso, como préstamo, desde luego. Pero volver a casa no iba a cambiar nada en esos momentos.

No habló más en un rato. Unos quince kilómetros después, sacó el cuadernillo de crucigramas y lo abrió por una página limpia. Leyó las definiciones y garabateó algunas respuestas. Yo apretaba con fuerza el brazo del asiento, y ella alargó la mano y me dio una palmadita en la mía.

—Intenta no preocuparte, Dorrie. Ni por el dinero ni por el hombre. Tengo el presentimiento de que las dos cosas se arreglarán. Venga, ayúdame. La primera es el dos horizontal: que casi nunca sucede, de seis letras…

La escuché a medias mientras me devanaba los sesos en busca de otro tipo de solución.