Isabelle, 1939
Si mi madre era sobreprotectora antes de descubrir que no había estado pasando las tardes de los miércoles en la biblioteca, ahora escudriñaba absolutamente todos mis movimientos. El día que me hizo frente en el porche mascullé algo de que los miércoles había estado paseando por el río sin permiso porque sabía que no me lo concedería y que había perdido la noción del tiempo. Mi aspecto desaliñado y mi rostro, colorado y sudoroso de haber vuelto a casa corriendo, respaldaban mi historia. No lo puso en duda, pero, tanto si sospechaba la verdadera naturaleza de mis actividades como si no, obviamente creía que mi reputación estaba en peligro.
Durante los días siguientes anduve rondando los rincones mientras Nell y Cora trabajaban en diversas habitaciones, aguzando el oído por si hablaban de Robert. No había vuelto a verlo desde mi confesión, y mi orgullo mermaba cada vez que recordaba cómo había metido la pata y nos había avergonzado, por lo visto, a los dos. Aunque todo lo que había dicho fuera verdad.
Oí retazos alegres de conversación sobre qué vecino había conseguido por fin trabajo, chismorreos a media voz sobre una prima que había echado de casa por última vez a su marido alcohólico, susurros aún más discretos sobre una joven desafortunada que se había quedado embarazada, avergonzando a su familia de la peor de las maneras, pero ni una palabra sobre Robert, como si hubieran acordado no mentarlo en mi casa. Sabía que él no les habría hablado de nuestras tardes en la pérgola, ni de los sentimientos que yo había reconocido. Más bien parecía que una especie de corazonada impregnara su subconsciente colectivo y los llevara a trazar una línea defensiva invisible entre nosotros dos.
Intenté recuperar la confianza de Nell cuando nuestros caminos se cruzaban. Esperaba que ella me diera alguna noticia de Robert, por pequeña que fuera, pero también la echaba muchísimo de menos a ella.
Nell se mantenía a una distancia prudencial y respondía a mis preguntas con las palabras justas, con la mirada fija por debajo de la mía, lo bastante alta para no resultar irrespetuosa, pero lo bastante baja como para que supiera que aún estaba sobre aviso.
Después, un día en que yo estaba hecha un ovillo en un rincón del columpio del porche fingiendo que leía, aunque en realidad me sentía abatida y absorta mientras pensaba en Robert, la puerta de mosquitera se abrió con un chirrido y Nell salió con la fregona y el cubo. Pensé que me había visto. No me saludó, si bien eso no era nada nuevo últimamente. Devolví la mirada a las páginas de mi libro, pero mi dispersa atención me hizo bizquear un poco y las letras se me emborronaron. De los lechos que bordeaban el porche subía un fuerte aroma a madreselva. Lo inhalé y espiré la frustración que la situación había generado en mi pecho con la confianza de que el intercambio resultara productivo.
Nell sumergió la fregona en el cubo, la escurrió y la pasó de un lado a otro una y otra vez por la superficie gris oscuro con un ritmo relajante. De pronto empezó a tararear al tiempo que fregaba y terminó cantando una canción.
Estaba de espaldas a mí. La escuché, embobada. De niñas habíamos cantado juntas cancioncillas infantiles, pero nunca había reparado en lo hermosa que era su voz. Cuando llegaba a las notas más graves se me encogía el corazón, y cuando ascendía a las más altas, mis latidos se disparaban igualmente. Era maravillosa. Cuando terminó, solté el libro, me levanté de un brinco y aplaudí.
Nell se sacudió como si le hubieran disparado entre los omóplatos. Se volvió y sus ojos se toparon con los míos por primera vez en semanas. En ellos vi un destello de gozo e irritación a la vez.
—Cielo santo, señorita Isabelle, me acaba de dar un susto de muerte. ¿Cuánto tiempo lleva viéndome hacer el ridículo?
Aquella era la Nell a la que yo había echado de menos. La que no temía decirme casi todo lo que pensaba y muchas de las cosas que opinaba, hasta que yo lo había estropeado quitándomela de en medio con tan poca delicadeza como un vestido que me hubiera quedado pequeño.
—Ay, Nell, no tenía ni idea de que cantaras tan bien. ¿Qué canción es esa?
Bajó de nuevo la mirada mientras yo me deshacía en elogios.
—Algo que estoy ensayando para el festival de nuestra congregación. Es una canción nueva del señor Thomas Dorsey.
—He oído hablar de Tommy Dorsey. ¿La ha escrito él?
—No, no es el tipo de la Big Band. El señor Dorsey compone gospel. A mi pastor y a mí nos encanta todo lo que escribe.
Alzó la vista un instante para estudiar mi reacción.
—Es hermosa. ¿Y vas a hacer un solo? Ay, eso es maravilloso, Nell. Ojalá pudiera oírtela cantar allí.
Me interrumpí ante mi absurda propuesta. Suspiré.
Nell volvió a sumergir la fregona en el agua jabonosa.
Una idea empezó a forjarse en mi cabeza. Hablé con fingida serenidad, como si preguntara por cortesía.
—¿Y cuándo es vuestro festival? ¿Será pronto?
—Durante toda la semana que viene. Celebraremos una cena al aire libre, luego empezaremos con los encuentros hacia el anochecer, todas las tardes a partir del domingo. Yo cantaré al final, durante la invitación al altar.
No podía ocultar su orgullo y una sonrisa transformó su rostro como el sol al tocar el agua.
—Ay, qué orgullosa debe de estar Cora, Nell. Toda tu familia, de hecho. Deben de estar deseando escucharte.
Ante mi mención indirecta de Robert, la sonrisa de Nell se desvaneció. Primero abandonó sus ojos, luego sus labios se curvaron hacia abajo.
—No dejo que se me suba a la cabeza, señorita Isabelle. Es por la gloria del Señor.
Se volvió, encogiéndose de hombros con desdén, y fregó el resto del porche en silencio. Al final cogí mis cosas y entré en casa; no podía soportar su renovada frialdad ni siquiera con el calor de aquella tarde abrasadora.
Pero yo seguí dándole vueltas a esa idea.
El domingo por la tarde contraje una súbita y horrible jaqueca, tan mala que tuve que acostarme y quedarme allí mientras el resto de la familia jugaba a las cartas y bebía limonada a la sombra del patio trasero.
Mi madre vino a verme cuando el sol por fin empezaba a ponerse en el cielo. Flotaba en el horizonte como una gigantesca sandía y su resplandor se colaba por la ventana de mi cuarto.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó. Me pareció que se acercaba a mí más por la preocupación que por la sospecha, casi como si la inquietara que su constante vigilancia de los últimos días me hubiera provocado el dolor de cabeza. Me sentí culpable… un instante—. ¿Quieres que te traiga algo antes de acostarme, cielo?
Ya tenía una palangana de agua fría para remojar el paño que llevaba en la frente y mi padre me había dado una aspirina, que no afectaba en absoluto a mi fingida enfermedad.
—Estoy mejor, madre. —Suspiré y me recoloqué el paño. La había visto con jaqueca tantas veces que sabía bien lo que debía decir—. Solo necesito oscuridad y silencio. Y dormir. Seguro que mañana estaré como nueva. No te preocupes por mí.
—Muy bien, cariño. Entonces te dejo sola.
Me besó en la mejilla y se fue, aunque se detuvo en el umbral de la puerta y me observó en silencio, con el rostro privado de su habitual escrupulosidad, indicio de lo que podía haber sido. Su mirada, súbitamente tierna, me hizo desear pedirle que volviera, fingir que, en el fondo, sí la necesitaba, pero dejé que se me cerraran los ojos y, al poco, la oí alejarse de puntillas.
El leve murmullo de mi familia repartiéndose por sus habitaciones por fin se tornó en silencio, y yo salí de la cama. Ahuequé las sábanas y las almohadas para que pareciera que estaba acurrucada de lado con la cabeza escondida debajo de la ropa. Recé para que mi madre no pasara de la puerta si se le ocurría venir a verme otra vez.
Me quité el camisón de verano y me puse unos pantalones que a mi hermano se le habían quedado pequeños hacía años. Me metí por dentro una camisa de cuadros hecha a medida que creí que podía pasar por ropa de chico, por lo menos de lejos, y me ceñí los pantalones con un cinturón. Mis zapatos de la escuela eran obviamente de chica, pero los pantalones los tapaban casi por completo. Luego me recogí la melena todo lo que pude, la escondí bajo la raída gorra de pescar de mi hermano y me miré al espejo. Muy de cerca, cualquiera se daría cuenta enseguida de que no era un chico, pero no tenía pensado aproximarme tanto. Sudando ya por culpa del calor asfixiante que hacía en mi cuarto, me pregunté cómo los hombres podían llevar pantalones largos todos los días de verano, como si la estación ni siquiera hubiese cambiado.
Me remangué los pantalones y me puse la bata encima del disfraz. Con los zapatos y la gorra en la mano, me acerqué con sigilo a la puerta. Sabía por dónde y cómo agarrarla, tras años de experiencia y porque había estado ensayando esa misma tarde mientras mi familia estaba en el patio, aplicando presión en los puntos correctos para evitar que chirriara al abrirla lo justo para colarme por la ranura. A la vuelta, treparía por la celosía del costado de la casa y entraría por mi ventana, pero podía salir de forma convencional si no hacía ruido. Rara vez cerrábamos las puertas con llave, pero no había forma de saber quién podía andar levantado después, en el baño del pasillo o en la cocina, bebiendo un vaso de agua fresca. Quizá mis hermanos hubieran salido y, en ese caso, a saber a qué hora volverían.
Conseguí bajar las escaleras sin que crujieran mucho y la puerta trasera se cerró silenciosamente, sin que su marco, siempre descompensado, chascara. Descendí de un salto los peldaños y enfilé corriendo el sendero. Me detuve solo para esconder la bata debajo de un arbusto. Me recordó otra escapada que había hecho recientemente, solo que esta vez, esperaba, correría hacia Robert en lugar de alejarme de él.
Cerca de Main Street aflojé el paso, me desenrosqué las perneras de los pantalones y me calcé los zapatos. Ya en el centro, caminé pegada a los edificios, deslizándome de un portal oscuro al siguiente. La calle estaba desierta salvo por los corrillos de muchachos que fumaban y charlaban. Los más jóvenes merodeaban cerca de algunos grupos, con las manos en los bolsillos, soñando con que los invitaran a esos círculos. Cuando pasaba demasiado cerca, apretaba el paso, me clavaba la barbilla al pecho y me calaba hasta las cejas la gorra de mi hermano, por si alguno me reconocía. Volví a respirar tranquila cuando las viviendas unifamiliares empezaron a sustituir a los edificios de pisos. A la salida del pueblo, le di un fuerte manotazo a aquel cartel y solté un grito de alegría. Fue como si vestirme de chico me otorgara licencia para comportarme como uno. En ningún momento me inquietó lo que pudiera acechar a los lados de aquella carretera. Las luciérnagas titilaban, pero siempre a lo lejos, como si me fueran mostrando el camino, aunque mis pies sabían bien por dónde ir, aun en aquella oscuridad púrpura.
La voz del predicador y las respuestas rítmicas, casi cantarinas, de su congregación llegaron a mis oídos mucho antes de que alcanzara mi destino. Al aproximarme a aquel coro desconocido para mí, aflojé el paso; no tenía claras mis intenciones. No podía colarme bajo la pérgola y convertirme en parte de la congregación, por mucho que el rótulo de la iglesia rezase tal cosa. Una niña blanca delgaducha vestida con los pantalones de su hermano causaría una gran conmoción.
Así que rodeé furtivamente la iglesia, procurando ocultarme en las sombras. Exploré la pequeña multitud que se agolpaba bajo la pérgola en busca de alguna figura familiar. Solo veía las espaldas de la mayoría de los miembros de la congregación, sentados o de pie, mirando al predicador, salvo los que estaban en las pocas filas situadas detrás del pastor. Divisé el perfil de Nell, allí, en el altillo improvisado para el coro. Miraba fijamente al predicador y, junto con el resto, asentía con la cabeza o respondía con amén, aleluya o frases más largas que yo no podía distinguir desde donde estaba. El predicador era más joven de lo que esperaba, apenas unos años mayor que Nell, y entonces comprendí su embeleso. No solo decía verdades evidentes, sino que además era un tipo guapo.
Mis ojos se adaptaron a la oscuridad y yo me apoyé en las deterioradas tablillas de la fachada de la iglesia. Entonces me asustó descubrir a una joven sentada en un tocón a menos de tres metros de distancia. Sostenía un fardo junto a su pecho, y en un raro silencio de la congregación distinguí primero el sonido inconfundible de un bebé soltándose del pecho de su madre y luego suaves suspiros infantiles mientras ella se lo colocaba en el hombro para que echara el aire. Supe de inmediato que había interrumpido un momento de intimidad, pero también vi entonces el brillo de sus ojos, muy abiertos, que me miraban espantados. Un muchacho blanco oculto en las sombras de una iglesia de negros probablemente no solo era poco corriente, sino también una amenaza en general.
Tragué saliva una vez, dos. ¿Cómo podía tranquilizarla sin revelar a los otros mi escondite?
—No… no te asustes —le susurré, falta de palabras y farfullando las pocas que pude hallar.
Se arrimó el bebé al cuerpo y abrió aún más los ojos, si eso era posible. Entonces se apartó y yo me acerqué.
—No le haga daño a mi bebé. Por favor, deje en paz a mi bebé.
Aquel miedo a que pudiera hacerle algo inimaginable a su bebé me desató la lengua y me apresuré a tranquilizarla.
—No voy a hacerle daño a tu bebé. No voy a hacerle daño a nadie. He venido a asistir al oficio, igual que tú.
Me quité la gorra, cubrí la distancia que nos separaba y me incliné para ver al bebé. La mujer se tapó deprisa el pecho. Algunas de las madres jóvenes de mi pueblo le daban el pecho a sus bebés, pero siempre a escondidas, y nunca lo reconocían en voz alta, como si fuera un oscuro secreto que hubiera que ocultar. Albergaba la esperanza de ser también madre algún día y de poder alimentar así a mi bebé, pero al ver un pecho al aire me sonrojé de todos modos. Ni siquiera había visto nunca el pecho desnudo de mi propia madre.
—Es un bebé precioso —le dije, con la esperanza de diluir su angustia y mi vergüenza.
—Ah, eres una chiquilla —respondió la mujer chascando la lengua ahora que podía verme y oírme bien—. Mi bebé también es una niña. Mi pequeña. —Se apartó el bebé del cuerpo y contempló sonriente su diminuto rostro. La pequeña ya se había dormido en la serenidad de las sombras, y su madre le limpió un poco de leche de la comisura de su sonrosada boquita. Pese a su nueva actitud, ahora de relajado orgullo, noté que aún le desconcertaba mi presencia. Supe qué iba a preguntarme antes de que lo hiciera—. ¿Qué haces aquí? Me has dicho que has venido al oficio, pero… —Negó con la cabeza.
—Bueno… —Hice una pausa para darme tiempo a pensar en una excusa mejor que las que se me habían ocurrido hasta entonces. Opté por dos verdades—. Ese rótulo de la puerta dice que todo el mundo es bienvenido aquí.
Enarcó las cejas, pero se encogió de hombros.
—Eso no te lo puedo discutir, supongo. Que yo sepa, nadie lo ha puesto a prueba antes. Aunque en realidad tú estás aquí, escondida entre las sombras.
—Bueno, sí. Pero… —Inspiré hondo y me lancé—. Esa chica de ahí delante, la del coro, la de la izquierda que lleva el vestido rosa…
Esperé para ver si me seguía.
—¿Nell Prewitt?
—¡Sí, Nell! Trabaja para mi familia. Me dijo que cantaba esta noche y quería oírla. Un día le oí ensayar la canción en mi casa y, ay, Dios mío, fue como oír a un ángel en mi porche. Quería oírla cantar en la iglesia, donde supongo que sonará aún más celestial.
La mujer sopesó mi respuesta, luego asintió con la cabeza y sus hombros se relajaron por completo. Al parecer, mi explicación contenía demasiados argumentos irrefutables para ser mentira. No le expuse la tercera razón, que consistía en que también confiaba en ver a Robert y, si no era demasiado pedir, hablar con él. Lo había echado muchísimo de menos.
—Bueno, aún estás a tiempo, y ya no tardará mucho. El predicador casi ha terminado.
—¿Conoces a Cora, la madre de Nell? ¿Y a su hermano?
—Por supuesto que sí. Todos los Prewitt han venido a esta iglesia desde que yo tengo uso de razón. Todos nos criamos aquí. Nos bautizan, nos casan y nos entierran. Su familia, la mía, muchas otras.
—¿Los has visto esta noche? ¿A Cora? —titubeé—. ¿Y a Robert?
—Cora está en la primera fila —dijo señalando hacia allí— con su hombre, Albert, el padre de Robert y Nell. Probablemente hayan llegado con una hora de antelación para sentarse en los mejores sitios y poder oír cantar a su niña como los ángeles. —Sonrió mientras repetía mi elogio a Nell—. No sé dónde estará Robert. O sentado con los chicos en la parte de atrás, haciendo el tonto y fastidiando, como hacen siempre, o fuera, haciendo algo que le haya pedido el predicador antes del oficio. Probablemente eso. Es un buen chico. Se llevan muy bien, y pronto serán familia política, si no me equivoco. Últimamente el hermano James y Nell se miran más de lo estrictamente necesario.
Mi capacidad de observación no era del todo mala. Sonreí por Nell. Adoraba su iglesia, y no podía imaginar una vida mejor para ella que la de ser la esposa del predicador en lugar de desempeñar labores domésticas toda la vida como su madre. Las dos nos habíamos estado ocultando cosas, aunque la culpa era solo mía.
—Mi pequeña ya está contenta. Es hora de que vaya a sentarme con mi familia. ¿Les digo a Nell o a Cora que estás aquí escondida?
—¡Ah, no! —Di un paso atrás y el corazón me azotó el pecho con fuerza—. Cora se preocuparía si lo supiera. Probablemente se vería en la obligación de contárselo a mi madre o a mi padre mañana y me metería en un lío mayor de lo que imaginas.
Negué con la cabeza con vehemencia, imaginando a cualquiera de los cuatro si se enteraran. Casi me arrepentí de haber mentido sobre la razón por la que me encontraba allí, pero estaba convencida de que aquella joven madre no me delataría.
—De acuerdo. Tranquila. Pero ¿podrás volver a casa sola? ¿Dónde vives?
—En Shalerville.
Reculó asustada.
—Eso es un buen paseo en la oscuridad. Pero qué le vas a hacer.
No era una pregunta. Las dos sabíamos lo que quería decir. Me pregunté cómo reaccionaría si supiera que Robert me había acompañado hasta casa de noche antes.
—Hay algo que podrías hacer por mí —dije—. Si ves a Robert, ¿le avisarás de que estoy aquí? Lo esperaré allí, a la vuelta de la esquina, cerca del edificio. Después del oficio, quizá Nell y él puedan acompañarme un trozo. Pero que se lo cuente él a Nell. No la preocupes a ella diciéndole que me has visto.
Sin dejar de mirarme, se arrimó de nuevo el bebé al pecho y se levantó del tocón empujándose con la mano libre. Casi pude ver cómo rumiaba mi petición, pero al final asintió con la cabeza.
—Ten cuidado, jovencita. Le diré a Robert que estás aquí. Que disfrutes de la interpretación de Nell.
—Gracias —le susurré en voz baja mientras se iba—. Tu bebé es precioso.
La preocupación de su rostro se desvaneció y me devolvió la sonrisa.
Luego se acercó a la pérgola, se detuvo a examinar a los jóvenes agrupados casi al final y le murmuró algo a uno de los adolescentes que estaban allí sentados. Este señaló a un lado, y entonces divisé a Robert, apoyado en uno de los gruesos postes de madera que soportaban la pérgola; estaba fuera, no debajo. Con las manos en los bolsillos, daba la impresión de que escuchaba al predicador, pero vi la expresión ausente de su rostro. ¿Estaría pensando en mí, en el tiempo que habíamos pasado en la pérgola? Negué con la cabeza. Tenía cosas más interesantes en que reflexionar que en mí, aunque yo pensara en él más de lo que quería reconocer.
La mujer se acercó a Robert y le dio un golpecito en el hombro. Él se llevó la mano al lugar donde ella le había tocado como para espantarse un escarabajo, y entonces la vio allí. La joven le susurró algo y señaló hacia la iglesia y la esquina donde yo le había prometido que esperaría. Su expresión pasó de indiferente a recelosa. La joven madre le dio un apretón en el brazo, luego rodeó la pérgola hasta el otro lado, donde pasó por delante de un hombre para sentarse al lado de un niño pequeño, que la llenó de besos como si hubiera estado fuera muchísimos días. Podría haber protestado, pero la joven era la segunda persona en una noche a la que podía haber comparado con un ángel.
Confiaba en que Robert la considerara portadora de buenas noticias. Aunque seguramente estaría furioso por mi creciente audacia. Se cruzó de brazos y se apoltronó en el poste de madera, casi como si deseara fundirse con él hasta desaparecer. Estuve a punto de salir corriendo. Pese a que la oscuridad era ya absoluta, su cara me hizo entender lo ridícula que debía de parecerle: una niña estúpida y temeraria que se había colado allí, y que no solo se había puesto a sí misma en peligro, sino a él también una vez más. Me oculté en la zona de mayor sombra y avancé hacia la esquina. Si me marchaba, Robert se vería en la obligación moral de seguirme en la oscuridad todo el camino hasta Shalerville. Apoyé la frente en las toscas tablillas de la pared del edificio y esperé.
Sin embargo, al final, con las manos aún enterradas en los bolsillos, Robert se dirigió despacio al fondo de la pérgola y cruzó la finca en diagonal. Alejándose de mí. Me dejó sin aliento. ¿Se iba sin más, evitando mi imprudencia? ¿O acaso había malinterpretado las instrucciones de la joven madre?
Me derrumbé sobre el edificio y suspiré con fuerza. Si el predicador hubiera hecho una pausa entonces o pedido a los fieles que rezaran en silencio, todo el mundo habría detectado mi presencia.
Entonces oí un susurro frenético.
—¡Isabelle!
Volví la cabeza de golpe, casi perdiendo el equilibrio. Robert me hizo callar con una mano y me sostuvo con la otra. Luego retrocedió y se me quedó mirando cinco largos segundos antes de negar con la cabeza.
—Chiquilla loca.
Crucé las manos a la espalda y forcé una sonrisa. Confiaba en poder encandilarlo, o al menos desarmarlo.
—Tienes razón. Estoy loca. Pero siempre eres tú quien me tienta a hacer estas tonterías. Debo de estar perdiendo la cabeza.
—Bueno, si has venido aquí a oír a Nell, como me ha dicho esa señora, más vale que cerremos la boca. Va a empezar.
Me volví y, en efecto, Nell estaba de pie en el pedestal, a solo unos metros del predicador. Él se había acercado a su congregación y estaba invitando a los fieles al altar, tendiéndoles los brazos. Señaló a Nell y la chica abrió la boca. De ella salieron, como flotando, las notas y las palabras que había ensayado en el porche de mi casa la semana anterior, tan puras y dulces que quedaban suspendidas en el aire que nos rodeaba, aun donde yo estaba, tan lejos de ella.
Nell no miraba al hermano James y el hermano James no la miraba a ella, pero entre ellos dos fluía una conexión casi palpable mientras instaban a los miembros de la congregación a que respondieran al mensaje.
Era evidente que estaban hechos para aquella labor. Y para hacerla juntos.
Me dolió el corazón. Se me inflamó la garganta. Los ojos se me anegaron en lágrimas. ¿Tendría alguna vez esa relación con el hombre al que amara? Hasta la fecha, el interés que mi madre había tratado de despertar en mí por los chicos de la zona había fracasado. Solo había conocido a un chico con el que podía imaginar compartir mi vida y vivir mis sueños, y era un imposible.
En cambio, allí estaba yo.
Mis hombros se estremecieron, las lágrimas rompieron mi suspiro.
—Juntos son imparables, Nell y James —susurró Robert.
No pude más que asentir con la cabeza. Nell inició un nuevo verso y varias personas se acercaron y se colocaron delante del hermano James, donde hablaron y rezaron con él uno por uno, algunos llorando abiertamente. Otros se arrodillaron donde estaban, agacharon las cabezas hacia los rústicos bancos y enviaron sus peticiones silenciosas directamente a Dios, sin intercesor humano. Era hermoso y más inspirador que nada que yo hubiera visto en mi propio lugar de culto, donde cantábamos los mismos himnos una y otra vez y nuestro sacerdote, que llevaba allí más años de los que yo había vivido, ofrecía, domingo tras domingo, los mismos sermones de fuego y azufre, tan monótonos que nadie se estremecía de miedo salvo que el reverendo Creech les llamara la atención públicamente por quedarse dormidos durante su sermón.
Cuando el último de ellos llegó al hermano James y nadie más se levantó, Nell empezó a tararear el estribillo en voz baja, y el coro la acompañó en una especie de relajante nana. James volvió a alzar las manos en alto, instando una vez más a su congregación, y, al ver que nadie más respondía, las bajó y se las cruzó a la espalda. Ofreció una oración en voz alta para finalizar el oficio.
Tras su bendición, el coro volvió a cantar y los fieles lo siguieron, esta vez en un tono rápido y rítmico. Algunos cantaban y daban palmas; otros cogían en brazos a sus hijos medio dormidos o se abrazaban unos a otros. Jamás había visto un grupo tan feliz. El estado de sus ropas, ajadas y pasadas de moda en la mayoría de los casos, indicaban que eran víctimas de la pobreza, que apenas se sostenían aun cuando América empezaba a recuperarse de una época terrible, pero parecían agradecidos de todos modos.
—¿Y bien, señorita Isabelle…?
La voz de Robert me sobresaltó. Parecía divertido pese a su enfado, y supe que había vuelto a su «señorita Isabelle» solo para fastidiarme. Por un momento había olvidado que lo tenía a mi espalda, y entonces ladeó la cabeza y me miró con curiosidad. Me costó hablar; había perdido la voz brevemente después de ver a su familia y a sus amigos celebrar su culto. Por fin, dije:
—Sé que piensas que soy tonta por venir aquí. Isabelle y otra de sus ideas peligrosas. —Suspiré—. Pero eso ha sido lo más bonito que he visto en mi vida. A veces te envidio, Robert, aunque te cueste creerlo. Tu familia y tu iglesia y todas las personas que te rodean me asombran. Esa madre joven que ha ido a buscarte… En cuanto se ha dado cuenta de que no era un chico blanco en busca de bronca, ha sido amabilísima. Como dice el cartel de la puerta. Antes ni siquiera sabía lo que ansiaba, pero ahora ya lo sé: esto. —Extendí las manos señalando a los pocos fieles que aún quedaban bajo la pérgola y todo lo demás. Se me quebró la voz y estuve a punto de echarme a llorar—. Ojalá pudiera tenerlo.
Robert entrelazó los dedos y apoyó en ellos la barbilla de forma extraña, como si no supiera muy bien qué hacer con las manos.
—Ten cuidado, Isabelle. Me harás sentir algo que no debería sentir. Harás que quiera hacer algo que no puedo hacer.
Retrocedió un poco.
—¿Qué, Robert? ¿Qué sientes? ¿No me equivocaba ese día en la pérgola? ¿No es solo cosa mía? Dime. Demuéstramelo.
La multitud agolpada detrás de la iglesia se había disipado enseguida a tan intempestiva hora, y una suave brisa que había empezado a soplar mecía los farolillos colgados cerca de la pérgola. El aire me erizó el vello de la nuca, a la que se me pegaba la melena, ya liberada de la gorra de mi hermano y humedecida por el sudor.
—Sabes que no puedo —replicó—. Sabes que estaría mal, que causaría toda clase de problemas.
Tenía razón. Yo sabía que tenía razón. Entonces ¿por qué sus protestas no enfriaban mis sentimientos? ¿Por qué no podía olvidarme de aquella locura y pedirle que me acompañara hasta la entrada de Shalerville de una vez por todas, donde estaba mi sitio, aunque allí ya no me sintiera como en casa?
—Robert —dije. Moví la cabeza un poco y lo miré, con más descaro que nunca, a los ojos. De pronto lo vi allí. Había hecho desaparecer el espacio que nos separaba. Deslizó las manos por mi cintura para atraerme hacia sí, luego llevó una a mi cabeza para apoyármela en su hombro, como durante la tormenta. Me quedé allí, casi sin respirar, escuchando el latido de su corazón cerca de mi oído. Me sentía segura, refugiada en sus brazos, y no quería estar en ningún otro sitio, nunca más. No quería moverme.
Pero entonces me levantó la barbilla con un dedo y sus ojos se toparon con los míos y me hicieron una pregunta que nadie me había hecho nunca, todo con aquellos gestos sencillos. Eché hacia atrás la cabeza, aún en su mano, y me puse de puntillas. Sí.
Pegó su boca a la mía, suave y voraz a la vez, y sus labios, tiernos y cálidos, se anclaron a los míos. Gemí cuando su lengua los separó despacio para explorar los bordes mismos de mi interior. Se retiró de nuevo y me regó de besos imperceptibles la frente, las mejillas, la mandíbula e incluso la parte inferior de la barbilla, que jamás había imaginado tan sensible a una caricia suave como el cosquilleo de una brizna de hierba.
No pude contener la risa tonta. Paró. Me apartó de sí y examinó mi rostro. Me pregunté si me veía distinta de repente.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —le pregunté.
Se lo decía en serio. No lo imaginaba leyendo las historias picantes que mis compañeros ocultaban a sus madres. Quizá lo había visto en alguna película, una historia de amor en uno de esos cines de Cincy donde permitían a los negros sentarse en el gallinero.
Él ladeó la cabeza.
—Tal vez tenga un talento natural. O quizá no pueda revelar mis fuentes. Sentí una punzada de algo. ¿Celos? ¿Celos de otras chicas a las que pudiera haber besado de ese modo antes que a mí? Pero ¿qué derecho tenía yo a pensar que debía ser la primera, la única?
¿Qué derecho tenía yo?
Debió de detectar mi repentina vacilación, porque deslizó los dedos por mis codos, me apartó un poco y descansó las manos en mis caderas.
—De chico estás guapísimo, Isa, pero me temo que es hora de que vuelvas a casa.
Al principio caminamos en silencio. Yo había vuelto a olvidar mis preocupaciones y me sentía tan atrapada por la euforia de la noche que no me di cuenta de que empezaba a rezagarse. Su expresión se volvía más seria y angustiada cuanto más nos acercábamos al cartel de la entrada de Shalerville.
—¿Isabelle? —me dijo al fin, y el miedo se me enredó en el estómago.
—No lo digas. No —mascullé, y le cogí la mano sin importarme que estuviéramos a solo unos metros del lugar que se oponía a su mera existencia salvo por los servicios que pudiera prestar a la luz del día.
Pero lo dijo.
—Esto no puede ser. Lo de antes no ha ocurrido.
—Ellos no me importan, ya lo sabes —espeté señalando con desdén hacia el pueblo. Luego eché atrás la cabeza y lo miré descaradamente a los ojos—. Me da igual lo que piense cualquiera. Todo lo que he dicho, lo he dicho de corazón. Todas y cada una de las palabras.
—Isabelle, lo que ha ocurrido esta noche… no puede ser más que un bonito recuerdo. Para los dos. Lo sabes. Si alguien se enterara alguna vez de que te he besado, ¿sabes lo que me harían? ¿Lo que me haría tu madre? Es imposible.
—Pero… —Inspiré hondo—. Robert Prewitt, yo creo… creo que te quiero.
El corazón se me aceleró, la cara me ardía y los dedos, enroscados en los suyos, me temblaban.
—Si no eres… no eres más que una chiquilla, Isa. Una cría. No sabes lo que estás diciendo.
Su rechazo hizo que me estremeciera. Pero estaba convencida de que era su forma de negar lo que yo creía que también él sentía. Tenía razón, yo no era más que una niña, ni siquiera había cumplido los diecisiete, pero no podía negar los sentimientos que por fin había identificado, los sentimientos que habían ido creciendo con cada uno de nuestros encuentros. En mi patio. En el arroyo. Todas las semanas bajo la pérgola. Esa noche. Sobre todo esa noche.
—Pero sí sé lo que estoy diciendo. Lo sé, Robert. ¿Vas a decirme que tú no lo sientes también? ¿Que no sientes lo mismo? Tengo que preguntártelo. Sé que tienes miedo. Yo también tendría miedo. Lo tengo. —Intentó volverse, fijar la vista en otro sitio, pero le solté la mano y alargué el brazo para hacer que me mirara—. ¿Tú también me quieres?
Se encogió de hombros.
—¿Y si dijera que sí? Si dijera que sí, que creo que yo también te quiero… ¿de qué nos serviría?
No pude responder a su pregunta, y no lo hice. Lo único que quería, más que nunca, era saber que mis sentimientos no eran infundados. Su declaración, aunque indirecta, me bastó para entender que también él sentía lo mismo.