Dorrie, en la actualidad
Los niños estaban bien. Bueno, Bebe estaba bien. Cuando digo bien, quiero decir tan cariñosa como de costumbre, duchada, lista para acostarse y leyendo uno de sus libros favoritos por enésima vez antes de irse a dormir, pese a que una de mis clientas de toda la vida me regalaba un montón de libros nuevos cada vez que iba a verme. Sabía que a Bebe le encantaba leer.
Bebe le pasó el teléfono a su hermano.
—¿Cómo va, Stevie Wonder? —le pregunté. Con eso solía sacarle al menos una carcajada a mi chico.
—Bien.
Aunque todo el mundo sabe que, cuando tu hijo te dice eso y luego se queda callado, nueve de cada diez veces significa que no está precisamente bien. De lo contrario, estaría deseando soltar el teléfono y volver a lo que fuera que estuviera haciendo o me estaría hablando sin parar de ese coche alucinante que ha visto al final de la calle, justo el que quería, con un cartel de SE VENDE y un precio de solo cuatro cifras, bueno, casi cinco, pero que era una ganga, mamá, y que cuando se comprara ese coche, o cualquier otro, sus colegas y él harían un viaje por carretera de seis semanas para celebrar la graduación, y que, tal y como lo había planeado, solo les iba a costar unos mil dólares por cabeza.
Que me iba a costar mil dólares a mí, quería decir, si leía entre líneas.
Pero no. Solo dijo: «Bien».
Aunque no es que me sorprendiera.
Intenté sonsacarle algo. Le pregunté por Bailey, si estaba bien y por qué tenía esa cara tan larga últimamente, pero se limitó a responderme:
—Ella también está bien, mamá. Qué cotilla, por Dios.
El «por Dios» me dolió, pero me lamí las heridas y le dejé colgar.
Esperé unos minutos antes de llamar a Teague. No quería interrumpirlo mientras acostaba a sus hijos. Sí, esos niños, esos tres pequeñines adorables. Esa era otra de las pegas, la principal causa de mi vacilación. Mis hijos casi estaban criados: Stevie Junior estaba a punto de graduarse (quizá) y Bebe avanzaba sin esfuerzo todo lo bien que podía hacerlo una adolescente. La idea de acompañar a otros tres más desde la escuela primaria hasta la adolescencia hacía que me faltara el aire.
Y no es que Teague tuviera a los niños cada dos fines de semana. Su exmujer los había abandonado por completo, sin previo aviso. Resulta que no estaba preparada para el matrimonio, ni para la atadura de unos hijos después de todo. Había reorganizado sus prioridades. El primer, tercer y quinto fin de semana de cada mes, los niños y ella jugaban a las casitas, y el resto del tiempo Teague hacía de papá y de mamá.
Al principio me pregunté si quizá buscaba a alguien que tomara el relevo de la mujer que lo había abandonado, pero poco a poco me fui convenciendo de lo contrario. Contrataba a una canguro cuando salíamos y le pagaba bien; de hecho, al enterarme de lo que cobraban casi me atraganto del susto. Iba a trabajar todos los días. Les daba a sus hijos bocaditos de pollo rebozados y bolitas crujientes de patata, como todas las madres solteras. Iba a los partidos de fútbol y a las exhibiciones de danza, y a todos los entrenamientos. Había negociado un acuerdo con su empresa gracias al cual casi nunca tenía que moverse de la ciudad y todos sus clientes estaban en el área metropolitana. En las contadas ocasiones en que viajaba, buscaba a alguien que se ocupara de los niños, a ser posible que no fuera su exmujer.
Inspiré hondo y marqué su número, rezando, después de la discusión con Stevie Junior, para que la conversación estuviera repleta de luz y afecto en lugar de odio y desprecio. Y, ay, cielo santo…
Teague ya había acostado a los niños y de fondo sonaba algo de jazz relajante. Lo imaginé tendido en su sofá de cuero, descalzo y con el torso descubierto, manteniendo en equilibrio una copa de vino tinto sobre sus abdominales perfectamente esculpidos. Le daría un sorbo y luego la dejaría sobre la mesa para pasarse aquellos largos dedos por el pelo rapado al estilo militar hasta la nuca. Su peluquero era bueno, mal que me pesara reconocerlo.
Oh, su voz. Un bálsamo para mi alma agotada por el viaje. Desde el «hola», me adentré en un mar cálido y salado, más allá del punto donde rompía el oleaje, sin necesitar apenas apoyo, pues las olas me mecían. Algo así como en el golfo de México, en la playa de Panama City, en Florida. La única playa en la que había estado.
Si hubiera llamado a Steve mientras estaba al cuidado de los niños cuando eran pequeños, esto es lo que habría oído: a Stevie Junior y Bebe peleándose, los anuncios de cerveza bramando desde la tele entre penaltis y goles y a Steve protestando y gruñendo sobre cuándo iba a volver a casa, porque los niños estaban a punto de volverlo loco. Habría colgado a la primera ocasión.
En cambio, un hombre que tenía a sus hijos bajo control, felices y acostados a una hora decente… Cielos, ¿no era de lo más sexy?
Procuraba recordarme a mí misma que era imposible que fuese perfecto, que sus hijos a veces también vomitaban y se portaban mal, y que él igualmente tenía sus días malos. Pero no era fácil. Me pregunté al menos diez veces en el transcurso de la conversación por qué un tipo como Teague estaría interesado en mí.
La respuesta evidente era que era demasiado bueno para ser verdad.
Me preguntó educadamente cómo iba nuestro viaje, cuántos kilómetros habíamos hecho, si habíamos tenido algún problema con el coche, o durante el recorrido, o en las paradas del camino. Le conté el encontronazo con don Jefecillo de Noche, exagerando un poco la gracia del final, y le hablé de la pequeña obsesión de la señorita Isabelle por los crucigramas. Pero mientras nos reíamos de la cantidad de chucherías que una anciana de ochenta y nueve años no mayor que un chihuahua puede llegar a zamparse, el estómago me dio un vuelco, un hormigueo me recorrió el cuero cabelludo y enmudecí a media carcajada.
—¿Dorrie…? ¿Hola?
—Sí, sigo aquí.
Traté en vano de ocultar el pánico que sentía.
—¿Qué pasa?
Inspiré hondo y me clavé los codos en las entrañas revueltas, sopesando la conveniencia de confesarle aquello. Luego me lancé, sin molestarme en controlar ya mi angustia.
—Ay, Teague. Acabo de acordarme de que no ingresé la caja del sábado. Mal asunto. Muy mal asunto.
Y entonces quise retirar lo que había dicho. Aquello no era algo que él tuviera que saber.
¿O sí?
—Ajá —dijo él—. ¿Tendrás problemas con el banco si no lo ingresas en los próximos días?
—No, no, no tengo ningún cargo pendiente, así que eso no me preocupa. No van a venir a por mí, pero, Dios, qué imbécil soy. Me dejé el sobre en la peluquería.
—¿Lo tienes guardado bajo llave? ¿Sabe alguien dónde lo guardas o lo pueden coger fácilmente?
—El dinero está bien guardado, pero ya sabes que mi establecimiento no está en el mejor de los barrios. Si alguien cae en la cuenta de que he cerrado unos días, puede que decidan investigar. No sería la primera vez, aunque generalmente no dejo dinero allí. Y, mierda, si encuentran el dinero, la semana que viene sí que tendré problemas.
Suspiré y resoplé, más furiosa y avergonzada de mí misma de lo que jamás habría admitido en voz alta. Había olvidado el dinero el sábado y había tenido suerte. Luego, con todos los otros preparativos del viaje con la señorita Isabelle, me había vuelto a despistar el lunes, cuando había ido a la peluquería a reorganizar mi calendario. Había hecho unos cuantos cortes y tintes ese sábado, además de algunos trabajos sin cita previa, y me había sacado varios cientos de dólares en efectivo. No era una cantidad enorme, dadas las circunstancias, pero sí lo suficiente para pagar las facturas de la luz y del agua, y contaba con ello. Me habían entrado chiquillos en la peluquería otras veces, pero, como mucho, lo habían revuelto todo en busca de dinero. Los profesionales sabían el castigo por entrar a robar en una peluquería pequeña; no era gran cosa y el riesgo no valía la pena.
—¿Te puedo ayudar? A ver, podría…
Teague se interrumpió, y noté que quería hacer algo pero le preocupaba que me tomara a mal cualquier cosa que me propusiera.
Me sorprendió mi respuesta.
—Escucha, ¿cómo tienes el día mañana por la mañana?
—¿Después de dejar a los niños en el colegio? No tengo citas, ni tengo que fichar en la oficina. La tengo aquí, al final del pasillo, ¿recuerdas? Nadie me echará de menos si llego un poco tarde.
Trabajaba desde casa como representante de ventas de una farmacéutica. Se organizaba la jornada a su gusto casi todos los días, otra cosa que teníamos en común.
—Pues ¿me harías un favor? Le he dejado la llave de la peluquería a mi madre. Ella está en casa, la encontrarás allí por la mañana. ¿Te importaría pasar a buscarla y comprobar si todo está en orden? Te puedo decir dónde está el dinero y me lo guardas hasta que vuelva. O me lo dejas en casa, pero, la verdad, me fío más de ti que de mi madre.
Reí nerviosa, preguntándome cómo se tomaría eso. ¿Quién no se fiaba de su propia madre?
Prosiguió como si nada. Le expliqué cómo encontrar la llave del archivo donde guardaba el dinero y le dije que a primera hora de la mañana avisaría a mamá de que pasaría por casa. Crucé los dedos, contuve la respiración y rogué a Dios no haber hecho una estupidez aún mayor.
—Yo me encargo, Dorrie. No pasará nada. Si el casero me para porque me confunde con un matón, le pediré que te llame para confirmar que estoy en la lista de invitados. —Pensaba en todo—. Si quieres, también te puedo ingresar el dinero. Apuesto a que en tu banco aceptarán el dinero en efectivo sin el número de cuenta simplemente con que les diga tu nombre, tu dirección y les explique lo que ha pasado.
Me había leído el pensamiento e intentaba ayudarme a entender que no me la iba a jugar.
Cuando colgamos me quedé quieta, mirando por los ventanales el vestíbulo del hotel, pensando en lo grande que me quedaba todo aquello. Vi a una parejita muy mona registrarse, la joven esperando junto al ascensor con todo el equipaje mientras él pagaba. Los dos parecían tan felices de estar allí que debían de ser recién casados, o casi. ¿Cuánto hacía que yo no confiaba así en un hombre? ¿Cuánto hacía que yo no confiaba sin más en un hombre?
De vuelta en la habitación, vi que la señorita Isabelle se había quedado dormida en la silla mientras yo hacía mis llamadas. Cuando abrí la puerta, se sobresaltó. Las gafas de leer le resbalaron de la punta de la nariz al suelo, junto a la cama. Cuando fui corriendo a recogerlas, vi su bolso escondido debajo de su lado de la cama. Siendo sincera, no me habría extrañado, salvo porque, al inclinarme, vi con el rabillo del ojo que sus mejillas casi traslúcidas se sonrojaban muy levemente.
—Siempre me preocupa —me dijo enseguida—. He pensado ¿y si entra alguien durante la noche e intenta llevarse mi bolso, qué haría entonces?
—¿Está segura, señorita Isabelle? A ver, me está usted confiando su vida, más o menos, dejándome que conduzca su coche y que duerma en la misma habitación que usted. Pero, vale, me da mucha envidia ese bolso inmenso que lleva usted a todas partes e igual podría metérmelo en la maleta furtivamente y llevármelo a casa.
Le guiñé un ojo y le devolví sus gafas. Sabía que no era yo quien le preocupaba, pero aun así me entristecía que se viera en la necesidad de explicarse, que le preocupara que pudiera malinterpretarla. Éramos íntimas, eso estaba claro, y más con cada minuto de aquel viaje, pero, siendo realistas, siempre existiría entre nosotras esa pequeña brecha, simplemente porque éramos distintas.
Nos habían condicionado así.