1

La muerte del gato

Doce años después de la muerte de Robin, nadie sabía nada más sobre cómo había acabado el niño colgado de un árbol en su propio jardín de lo que supieron el día que ocurrió.

En el pueblo se seguía hablando de aquella muerte. Generalmente se referían a ella como «el accidente», pese a que los hechos (como se comentaba en los salones de bridge, en la barbería, en las tiendas de cebos, en la sala de espera de las consultas de los médicos y en el comedor del club de campo) indicaban otra cosa. Desde luego era difícil imaginar que un niño de nueve años hubiera podido ahorcarse por infortunio o mala suerte. Todo el mundo conocía los detalles de lo ocurrido, que daban pie a numerosas conjeturas y debates. Robin se había colgado con un tipo de cable de fibra poco habitual que a veces utilizaban los electricistas, y nadie sabía de dónde había salido ni cómo Robin había podido hacerse con él. Era un cable grueso y difícil de manipular, y el investigador de Memphis le había dicho al sheriff del pueblo, que ahora estaba retirado, que en su opinión un niño de la edad de Robin no podía haber hecho solo aquellos nudos. El cable estaba atado al árbol de cualquier manera, pero nadie sabía si eso indicaba inexperiencia o prisa por parte del asesino. Y las marcas que presentaba el cadáver (eso dijo el pediatra de Robin, que había hablado con el médico forense del estado, quien a su vez había examinado el informe del juez instructor del condado) apuntaban a que Robin no había muerto a causa de una fractura de cuello, sino por estrangulamiento. Había quien creía que se había estrangulado con la cuerda; otros, en cambio, opinaban que lo habían estrangulado en el suelo y después lo habían colgado del árbol.

Para la gente del pueblo —y para la familia de Robin— no había duda de que este había sido víctima de un acto criminal, pero nadie sabía exactamente qué tipo de acto criminal ni quién lo había cometido. En sendas ocasiones, desde los años veinte, dos mujeres de familia acaudalada habían perecido a manos de sus maridos celosos, pero esos eran escándalos del pasado y las partes implicadas hacía mucho tiempo que habían fallecido. De vez en cuando aparecía un negro muerto en Alexandria, pero (como se apresuraban a señalar la mayoría de los blancos) esos asesinatos generalmente los perpetraban otros negros, casi siempre por asuntos de negros. La muerte de un niño era diferente (asustaba a todos, ricos y pobres, blancos y negros), y a nadie se le ocurría quién podía haber hecho una cosa así ni por qué.

En el barrio se hablaba de un merodeador misterioso, y años después de la muerte de Robin la gente seguía asegurando haberlo visto. Era, a decir de todos, un auténtico gigante, pero por lo demás las descripciones no coincidían. A veces era negro, a veces blanco; a veces tenía impresionantes marcas distintivas, como un dedo cortado, un pie deforme, una cicatriz en la mejilla. Decían que era un asesino a sueldo que había estrangulado al hijo de un senador de Texas y luego se lo había echado a los cerdos; un antiguo payaso de rodeo que engatusaba a los niños con los fabulosos trucos que sabía hacer con el lazo y después los asesinaba; un psicópata retrasado mental buscado en once estados, huido del manicomio de Whitfield. Sin embargo, pese a que los padres de Alexandria prevenían a sus hijos sobre aquel personaje, y pese a que todos los años en Halloween alguien afirmaba haber visto su colosal figura cojear por los alrededores de George Street, el merodeador seguía siendo un misterio. Tras la muerte del hijo de los Cleve habían detenido e interrogado a todos los vagabundos, vendedores ambulantes y mirones en un radio de cien millas, pero las investigaciones no habían dado ningún resultado. A nadie le gustaba pensar que había un asesino en libertad, y el miedo persistía. Lo que la gente temía, concretamente, era que todavía siguiera paseándose por el barrio y que observara cómo jugaban los niños desde un coche discretamente aparcado.

Los que hablaban de esas cosas eran los vecinos del pueblo. La familia de Robin nunca mencionaba el tema, jamás.

La familia de Robin hablaba de Robin. Contaban anécdotas de cuando era un bebé, de cuando iba al parvulario y de la liga de béisbol infantil; toda clase de cosas intrascendentes, divertidas y graciosas que recordaban haber oído decir o haber visto hacer a Robin. Sus tías recordaban infinidad de nimiedades: juguetes que había tenido, ropa que había llevado, maestras que le habían gustado o que había detestado, juegos a los que había jugado, sueños que había contado, cosas que no le habían gustado, cosas que había deseado, cosas que había adorado. Generalmente acertaban, pero algunas veces no; en realidad nadie tenía forma de saber gran parte de todo aquello pero, cuando los Cleve decidían ponerse de acuerdo sobre algo, aquello se convertía, automática e irrevocablemente, en la verdad, sin que nadie fuera consciente de la alquimia colectiva que la había producido.

Las misteriosas y confusas circunstancias de la muerte de Robin no se sometían a esa alquimia. Por muy fuerte que fuera el instinto revisionista de los Cleve, a aquellos fragmentos no se les podía imponer ningún argumento, ni se les podía atribuir ninguna lógica; era una historia que ni siquiera en retrospectiva arrojaba ninguna lección, ninguna moraleja. Lo único que tenían era al propio Robin, o lo que recordaban de él, y la exquisita descripción de su personaje (concienzudamente adornada a lo largo de los años) era su obra maestra. Como había sido un chiquillo encantador y travieso, y como sus caprichos y sus peculiaridades eran precisamente por lo que todos lo querían tanto, en sus reconstrucciones la impulsividad y la rapidez de Robin quedaban a veces retratadas con una claridad aplastante, y de pronto casi les parecía verlo bajar a toda velocidad por la calle en su bicicleta, con el cuerpo inclinado, el cabello hacia atrás, pedaleando con fuerza de modo que la bicicleta oscilaba ligeramente; un niño inestable, caprichoso, incansable. No obstante, esa claridad era engañosa, confería una falsa verosimilitud a lo que en gran medida era un todo fabuloso, pues en otros momentos la historia estaba tan gastada que se volvía casi transparente, radiante pero extrañamente monótona, como ocurre a veces con la vida de los santos.

«¡Cómo le habría gustado esto a Robin!», solían decir las tías con cariño. «¡Cómo se habría reído Robin!». La verdad era que Robin había sido un niño atolondrado e inconstante (tan pronto estaba serio como reía a carcajadas), y lo imprevisible de sus reacciones en vida constituía una parte importante de su encanto. Aun así sus hermanas pequeñas, que no habían tenido ocasión de conocerlo, crecieron convencidas de cuál era el color favorito de su difunto hermano (el rojo), su libro favorito (El viento en los sauces) y su personaje favorito del libro (el señor Sapo), su helado favorito (el de chocolate), su equipo de béisbol favorito (los Cardinals) y un millar de cosas más que ellas (que eran niñas y, por tanto, una semana preferían el helado de chocolate y la siguiente el de melocotón) ni siquiera sabían sobre sí mismas. De ahí que su relación con su difunto hermano fuera de una índole sumamente íntima; el fuerte, intenso, inmutable temperamento de Robin brillaba, inalterado, frente a la vaguedad y la vacilación de su propio carácter y del de todas las personas que conocían, y crecieron creyendo que eso se debía a la intrínseca y extraña naturaleza angelical de Robin, al hecho de que estuviera muerto.

Las hermanas de Robin habían crecido y no se parecían en nada a él, ni tampoco la una a la otra.

Allison tenía dieciséis años. Era poquita cosa, delicada; le salían moretones con facilidad, se quemaba enseguida con el sol y lloraba por casi todo. Inesperadamente, resultó ser ella la guapa: largas piernas, cabello castaño rojizo, brillantes ojos castaños. Todo su encanto radicaba en su vaguedad. Hablaba en voz baja, sus gestos eran lánguidos, y sus facciones, finas; para su abuela Edie, que valoraba el brío y el color, suponía cierta decepción. La juventud de Allison era delicada e ingenua, como la hierba que florecía en junio; consistía únicamente en una frescura juvenil que (nadie lo sabía mejor que Edie) era lo primero en perderse. Soñaba despierta, suspiraba mucho, era torpe al andar (arrastraba los pies, con los dedos torcidos hacia dentro) y también al hablar. Sin embargo era guapa, pese a su carácter apocado y su palidez, y los chicos de su clase habían empezado a llamarla por teléfono. Edie la había observado (la mirada baja, el rostro ruborizado) con el auricular sujeto entre el hombro y la oreja, llevando la punta de su zapato de cordones hacia delante y hacia atrás, y balbuceando de vergüenza.

Era una lástima, renegaba Edie en voz alta, que una niña tan encantadora (un «encantadora» que, en su boca, significaba también «débil» y «anémica») no supiera dominarse. Allison debería evitar que el cabello le tapara los ojos. Allison debería echar los hombros hacia atrás, caminar erguida, con seguridad, en lugar de ir encorvada. Allison debería sonreír, hablar más fuerte, interesarse por algo, hacer preguntas a los demás si no se le ocurría nada interesante que decir. Edie solía pronunciar esos consejos, aunque bienintencionados, en público y con tanta impaciencia que Allison salía de la habitación hecha un mar de lágrimas.

«Mira, no me importa —decía Edie rompiendo el silencio que sucedía a aquellas escenas—. Alguien tiene que enseñarle cómo comportarse. Si yo no estuviera todo el día encima de ella, esa chica no habría pasado de décimo, os lo aseguro».

Era verdad. Aunque Allison nunca había repetido curso, había estado a punto varias veces, sobre todo en la escuela primaria. «Está siempre en la luna», señalaba el apartado de conducta de sus boletines de notas. «Es desordenada. Lenta. No se esfuerza». «Bueno, tendremos que apretar un poco», proponía Charlotte vagamente cada vez que Allison llegaba a casa con otra lista de aprobados justos y suspensos.

Así como ni a Allison ni a su madre parecían importarles demasiado sus malas calificaciones, a Edie sí le importaban, y mucho. Se presentaba en la escuela y exigía entrevistarse con los profesores de su nieta; torturaba a Allison con listas y tarjetas de lectura y problemas que se resolvían con largas divisiones; corregía las redacciones y los trabajos de ciencias de Allison con bolígrafo rojo incluso ahora que la niña iba al instituto.

Cuando alguien le recordaba que Robin tampoco había sido un estudiante ejemplar, Edie replicaba con aspereza: «Pero era voluntarioso. Él se habría puesto a trabajar enseguida». Eso era lo máximo que se acercaba al reconocimiento del verdadero problema, pues, como sabían todos los Cleve, si Allison hubiera sido igual de vital que su hermano, Edie le habría perdonado todos los aprobados justos y los suspensos.

A Edie la muerte de Robin, y los años posteriores, le había agriado un tanto el carácter; en cambio Charlotte se había sumido en una indiferencia que apagaba y decoloraba todos los aspectos de su vida, y si intentaba sobreponerse por el bien de Allison, lo hacía sin mucho entusiasmo y con escasos resultados. En eso había acabado pareciéndose a su marido, Dixon, quien pese a ser el sostén económico de la familia nunca había manifestado mucho interés ni preocupación por sus hijas. Su despreocupación no era nada personal; Dixon tenía sus propias opiniones, y la mala opinión que tenía de las niñas en general la expresaba sin reparos y con un jovial desparpajo. (Ninguna hija suya, le gustaba repetir, heredaría jamás ni un centavo).

Dix nunca había pasado mucho tiempo en casa y ahora apenas la pisaba. Procedía de lo que Edie consideraba una familia de advenedizos (su padre era propietario de una empresa de suministros de fontanería), y cuando se casó con Charlotte (deslumbrado por su familia y su apellido) creyó que ella tenía dinero. El matrimonio nunca había sido feliz (largas noches en el banco, largas noches jugando al póquer, la caza, la pesca, el fútbol y el golf, cualquier excusa para pasar un fin de semana fuera), pero tras la muerte de Robin su actitud empeoró. Quería terminar cuanto antes con el duelo; no soportaba el silencio que reinaba en las habitaciones, el ambiente de dejadez, de lasitud, de tristeza, y ponía el volumen del televisor al máximo y se paseaba por la casa sumido en la frustración, dando palmadas, subiendo persianas y diciendo cosas como: «¡Venga, despierta!», «¡Hay que levantarse!» o «¡Somos un equipo!». Y le sorprendía que nadie valorara sus esfuerzos. Al final, al ver que con sus comentarios no conseguía ahuyentar la tragedia de su hogar, dejó de interesarse por él y, después de pasar varias semanas en su coto de caza, un buen día aceptó un empleo muy bien pagado en un banco de otra ciudad. Dixon fingía que para él suponía un gran sacrificio y que lo asumía desinteresadamente. Sin embargo, cuantos lo conocían sabían que si se había ido a vivir a Tennessee no era por el bien de su familia. Dix quería vivir la vida, quería Cadillacs, timbas, partidos de fútbol, clubes nocturnos de Nueva Orleans, vacaciones en Florida; quería cócteles y risas, una esposa que estuviera siempre bien peinada y tuviera la casa impecable, y capaz de sacar una bandeja de entremeses en cualquier momento.

Pero la familia de Dix no era ni animada ni extravagante. Su esposa y sus hijas eran reservadas, excéntricas y melancólicas. Peor aún, debido a lo que había pasado, la gente las veía —y veía también a Dix— marcadas por la desgracia. Los amigos los evitaban. Las parejas ya no los invitaban a ningún sitio; sus conocidos dejaron de llamar. Era inevitable. A nadie le gustaba que le recordaran la muerte ni la desgracia. Y por todo eso Dix decidió cambiar su familia por un despacho con las paredes revestidas de madera y una vida social activa en Nashville sin sentir el más leve remordimiento.

Allison ponía muy nerviosa a su abuela, pero sus tías la adoraban y consideraban agradables y hasta poéticos muchos de los rasgos que Edie encontraba tan decepcionantes. En su opinión, Allison no solo era la guapa de la familia, sino también la buena: paciente, resignada, dulce con los animales, los ancianos y los niños; virtudes que, en opinión de las tías, eclipsaban con mucho las buenas notas o la facilidad de palabra.

Las tías, por lealtad, siempre defendían a Allison. «Después de todo por lo que ha tenido que pasar la niña», dijo en una ocasión Tat a Edie con fiereza. Eso bastó para hacer callar a Edie, al menos por un tiempo. Porque nadie podía olvidar que Allison y la pequeña eran las únicas que estaban en el jardín aquel terrible día y, aunque entonces Allison solo contaba cuatro años, no cabía duda de que había visto algo, algo a buen seguro tan espantoso que la había trastornado ligeramente.

Inmediatamente después la familia y la policía la habían sometido a rigurosos interrogatorios. ¿Había alguien en el jardín, un adulto, un hombre? Pero Allison, que inexplicablemente había empezado a mojar la cama y a despertarse gritando en plena noche, presa de terrores nocturnos, no decía ni que sí ni que no. Se metía el pulgar en la boca, agarraba con fuerza su perro de peluche y se negaba a decir cómo se llamaba o cuántos años tenía. Nadie (ni siquiera Libby, la más dulce y paciente de sus ancianas tías) pudo sonsacarle ni una palabra.

Allison no se acordaba de su hermano ni recordaba nada de su muerte. Cuando era pequeña, a veces se quedaba despierta en la cama, cuando todos los demás dormían y contemplaba la selva de sombras del techo de la habitación retrocediendo en su memoria cuanto podía, pero la búsqueda era inútil; no había nada que encontrar. Reconocía los elementos cotidianos de su infancia: porche delantero, estanque, gatito, parterres de flores; todo era perfecto, incandescente, inmutable. Sin embargo, si llevaba su mente lo bastante lejos siempre llegaba a un extraño punto en que el jardín estaba vacío, la casa llena de ecos y abandonada, señales evidentes de una reciente ausencia (ropa colgada en el tendedero, los platos de la comida por recoger); toda la familia se había marchado, había desaparecido, y ella no sabía adónde habían ido, y el gato naranja de Robin (todavía un gatito, no el lánguido gato de enormes mandíbulas en que se convertiría) se comportaba de forma rara, tenía la mirada ausente, extraviada, corría por el césped y subía a un árbol, y tenía miedo de ella, como si no la conociera. Allison no se reconocía del todo en aquellos recuerdos, al menos cuando llegaba tan lejos. Aunque reconocía muy bien el entorno físico en que se desarrollaban (el número 363 de George Street, la casa donde había vivido siempre), ella, Allison, no se reconocía a sí misma; no era una niña pequeña ni un bebé, sino solo una mirada, un par de ojos que se detenían en rincones que le resultaban familiares y pensaban en ellos, vacíos de personalidad, de cuerpo, de edad, de pasado, como si estuviera recordando cosas que habían sucedido antes de que ella naciera.

Allison no pensaba en nada de todo eso conscientemente, sino de forma vaga y fragmentada. Cuando era pequeña no se le ocurría preguntarse qué significaban aquellas incorpóreas impresiones, y menos aún se le ocurría hacerlo ahora que era mayor. Casi nunca pensaba en el pasado, y en eso se distinguía notablemente del resto de su familia, que apenas pensaba en nada más.

Ningún miembro de la familia lo entendía. Ni siquiera habrían acertado a entenderlo si ella hubiera intentado contárselo. Pues para mentes como las suyas, acosadas sin cesar por los recuerdos, para las cuales el presente y el futuro existían únicamente como proyectos de repetición, esa actitud ante la vida era inimaginable. Para ellos la memoria (frágil, vaga, milagrosa) era la chispa de la vida y casi todas las frases que pronunciaban empezaban con alguna referencia a ella. «¿Te acuerdas de aquella batista verde estampada?», insistían su madre y sus tías. «¿Y de aquellas rosas floribundas? ¿Y de las pastas de té de limón? ¿Te acuerdas de aquella hermosa y fría Semana Santa, cuando Harriet era un bebé, en que saliste a buscar huevos por la nieve e hiciste un enorme muñeco de nieve con forma de conejo en el jardín de Adelaide?».

«Sí, sí —mentía Allison—. Me acuerdo, me acuerdo». Y en cierto modo era verdad. Había oído tan a menudo aquellas historias que se las sabía de memoria, podía repetirlas si quería, a veces hasta introducir algún detalle que el narrador había pasado por alto; que Harriet y ella, por ejemplo, habían empleado capullos de color rosa caídos del manzano silvestre, que se había congelado, para hacer la nariz y las orejas del conejo de nieve. Aquellas historias le eran tan familiares como las historias sobre la infancia de su madre o las historias de los cuentos, pero ninguna parecía estar fundamentalmente relacionada con ella.

Lo cierto era (y eso era algo que ella nunca había reconocido ante nadie) que había un montón de cosas que Allison no recordaba. No tenía ningún recuerdo claro del parvulario, ni del primer curso de primaria, ni de nada que ella pudiera situar con seguridad antes de los ocho años de edad. Era una verdadera lástima, y Allison intentaba ocultarlo, casi siempre con éxito. Su hermana Harriet afirmaba recordar cosas que habían ocurrido antes de que cumpliera un año.

Aunque cuando Robin murió Harriet todavía no había cumplido seis meses, ella aseguraba que se acordaba de él, y Allison y el resto de los Cleve no lo ponían en duda. De vez en cuando Harriet aportaba alguna información remota pero increíblemente precisa (detalles sobre el tiempo, la ropa, menús de fiestas de cumpleaños celebradas cuando ella todavía no tenía dos años) que dejaba boquiabiertos a todos.

En cambio Allison no conservaba el menor recuerdo de su hermano Robin. Y eso no tenía perdón. Allison tenía casi cinco años cuando él murió. Tampoco recordaba el período posterior a su muerte. Sabía perfectamente lo que había pasado: las lágrimas, el perro de peluche, sus silencios; que el detective de Memphis, un individuo corpulento con cara de camello y canas prematuras que se llamaba Snowy Olivet, le había enseñado fotografías de su hija, Celia, y le había dado bombones Almond Joy de una caja que llevaba en el coche; que también le había mostrado otras fotografías, de hombres de color, de hombres blancos con el pelo cortado a cepillo y gruesos párpados, y que ella estaba sentada en el confidente de velludillo azul de Tattycorum (Harriet y ella se habían trasladado a casa de su tía Tat, porque su madre todavía estaba en la cama) y que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y que cogía los bombones y se negaba a decir ni una palabra. Todo eso lo sabía no porque lo recordara, sino porque su tía Tat se lo había contado, muchas veces, sentada en su butaca cerca de la estufa de gas, cuando Allison la visitaba después del colegio las tardes de invierno, con los debilitados ojos de color jerez clavados en un punto del fondo de la habitación y con una voz cariñosa, animada, nostálgica, como si estuviera narrando la historia de una tercera persona que no se encontraba allí.

La abuela Edie no era ni tan cariñosa ni tan tolerante. Las historias que contaba a Allison solían tener un peculiar tono alegórico.

«La hermana de mi madre… —empezaba Edie mientras llevaba en coche a Allison después de la clase de piano, sin apartar la vista de la calzada y levantando la fuerte y elegante nariz aguileña—, la hermana de mi madre conocía a un niño llamado Randall Scofield cuya familia murió en un tornado. Llegó a casa del colegio, ¿y sabes con qué se encontró? Pues encontró su casa hecha añicos, y a unos negros que sacaban el cuerpo ensangrentado de su padre, de su madre y de sus tres hermanos pequeños de entre los escombros y los colocaban uno junto a otro como un xilófono. A uno de los hermanos le faltaba un brazo, y su madre tenía una cuña de puerta clavada en una sien. Pues bien, ¿sabes qué le pasó a aquel niño? Se quedó mudo. No volvió a pronunciar ni una sola palabra hasta pasados siete años. Mi padre decía que siempre llevaba encima un montón de cartones de camisa y un lápiz, y que tenía que escribir lo que quería decir a la gente. El dueño de la tintorería del pueblo le daba los cartones de camisa gratis».

A Edie le gustaba contar esa historia. Había variaciones: niños que se habían quedado temporalmente ciegos o mudos o se habían vuelto locos al enfrentarse a una variedad de imágenes dramáticas. Tenían un deje ligeramente acusador que Allison no alcanzaba a identificar.

Allison pasaba gran parte del tiempo sola. Escuchaba discos. Hacía collages con fotografías recortadas de revistas y velas con lápices de cera deshechos. Dibujaba bailarinas, caballos y ratoncitos en los márgenes de su libreta de geometría. A la hora de comer se sentaba a la mesa con un grupo de chicas muy populares entre los estudiantes, aunque rara vez las veía fuera de la escuela. Aparentemente era una de ellas; iba bien vestida, tenía la piel clara, vivía en una gran casa en un barrio agradable, y, si bien no era ni muy inteligente ni muy alegre, tampoco tenía ningún rasgo que resultara desagradable.

«Si quisieras podrías ser muy popular —decía Edie, que no se perdía el menor detalle cuando se trataba de dinámicas sociales, ni siquiera las que se daban entre adolescentes—. Podrías ser la chica más popular de tu clase si te molestaras en intentarlo».

Allison no quería intentarlo. No quería que sus compañeros la trataran mal ni que se rieran de ella. Mientras nadie se metiera con ella, estaba contenta. Y la verdad es que nadie se metía con ella, excepto Edie. Dormía mucho. Iba a la escuela a pie, sola. Se paraba a jugar con los perros que encontraba por el camino. Por la noche soñaba con un cielo amarillo y una cosa blanca que parecía una sábana y se inflaba, y eso le producía un profundo desasosiego, pero lo olvidaba todo en cuanto despertaba.

Allison pasaba gran parte del tiempo con sus tías abuelas, los fines de semana y después del colegio. Les enhebraba las agujas de coser y les leía en voz alta cuando a ellas les fallaba la vista, se subía a las escaleras de tijera para buscar cosas en los altos y polvorientos estantes, y escuchaba sus historias sobre compañeras de clase muertas y conciertos de piano de sesenta años atrás. A veces, después de las clases, elaboraba golosinas (dulce de leche, merengue, tocinillos de cielo) que ellas llevaban a los mercadillos benéficos de la parroquia. Para prepararlas enfriaba antes el mármol, utilizaba un termómetro, meticulosa como un químico, y seguía las instrucciones de la receta paso a paso, rasando el recipiente de las medidas con un cuchillo de untar mantequilla. Las tías (ingenuas como niñas, con colorete en las mejillas, el cabello rizado, encantadas) iban de aquí para allá sin parar, contentas de que hubiera tanta actividad en la cocina, y se llamaban unas a otras por sus apodos infantiles.

«Qué buena cocinera eres», comentaban las tías. «Qué guapa eres». «Eres un ángel». «Cómo te agradecemos que vengas a vernos». «Qué buena niña». «Qué guapa». «Qué dulce».

Harriet, la pequeña, no era ni guapa ni dulce. Harriet era inteligente.

Desde que empezó a hablar siempre había sido una presencia un tanto angustiosa para los Cleve. En el parque era temible, no le gustaba tener compañía, discutía con Edie, se llevaba de la biblioteca libros sobre Gengis Kan y le producía dolor de cabeza a su madre. Tenía doce años y estaba en séptimo. Sus notas eran excelentes y sin embargo sus profesores nunca habían sabido cómo tratarla. A veces telefoneaban a su madre o a Edie, que, como sabía todo el que supiera algo sobre los Cleve, era con quien había que hablar; ella era a la vez el mariscal de campo y el autócrata, la persona con mayor poder en la familia y la más capacitada para actuar. No obstante, ni siquiera Edie sabía cómo manejar a Harriet. Esta no era exactamente desobediente, ni revoltosa, pero era altanera y de un modo u otro siempre se las ingeniaba para fastidiar a prácticamente todos los adultos con los que se relacionaba.

Harriet no poseía ni un ápice de la sutil fragilidad de su hermana. Tenía una constitución robusta; parecía un tejón, con sus mejillas redondas, la nariz afilada, el cabello negro y corto, y los labios delgados, que denotaban decisión. Hablaba deprisa, con una voz aflautada y aguda, y un acento muy entrecortado para tratarse de una niña de Mississippi (muchas veces los desconocidos preguntaban de dónde demonios había sacado aquel acento yanqui). Tenía los ojos claros, la mirada penetrante, como Edie. El parecido entre Harriet y su abuela era notorio, no pasaba inadvertido, pero la belleza de la abuela, que radicaba en sus ojos, despiertos y feroces, se reducía en la nieta a mera ferocidad, y su mirada resultaba un tanto inquietante. Chester, el jardinero, las comparaba en privado con un halcón y su polluelo.

Para Chester, y para Ida Rhew, Harriet era una fuente de exasperación y de diversión. Desde que empezó a hablar los perseguía mientras ellos realizaban sus tareas, interrogándolos a cada momento. ¿Cuánto dinero ganaba Ida? ¿Sabía rezar Chester el padrenuestro? ¿Podía demostrárselo? También les divertía cuando armaba líos entre los Cleve, que eran gente básicamente pacífica. En más de una ocasión Harriet había sido la causa de conflictos de gravedad considerable: cuando le dijo a Adelaide que ni Edie ni Tat conservaban las fundas de almohada que bordaba para ellas, sino que las envolvían y las regalaban; cuando informó a Libby de que sus pepinillos al vinagre de eneldo no eran una exquisitez culinaria como ella creía, sino que eran incomestibles, y que si los vecinos y la familia seguían pidiéndoselos era por su extraña eficacia como herbicida. «¿Te has fijado en ese pedazo pelado que hay en el jardín —le preguntó Harriet—, junto al porche trasero? Tatty tiró unos cuantos pepinillos de los tuyos allí hace seis años, y desde entonces no ha vuelto a crecer nada». Harriet se estaba planteando embotellar los pepinillos y venderlos como herbicida. Libby se haría millonaria.

La tía Libby estuvo tres o cuatro días sin parar de llorar por aquello. Lo de Adelaide y las fundas de almohada había sido incluso peor. Adelaide, a diferencia de Libby, era rencorosa; durante dos semanas ni siquiera dirigió la palabra a Edie y a Tat, e, imperturbable, permitió que los perros de los vecinos se comieran los pasteles y las tartas de conciliación que ellas dejaban en el porche de su casa. Libby, impresionada por aquel conflicto (en el que no tenía ninguna responsabilidad; era la única hermana lo bastante leal para conservar y utilizar las fundas de almohada de Adelaide, pese a lo feas que eran), iba de un lado para otro, nerviosísima, intentando poner paz. Y casi lo había conseguido cuando Harriet volvió a enfurecer a Adelaide diciéndole que Edie nunca abría los regalos que le hacía, sino que se limitaba a quitar la etiqueta de felicitación y poner otra antes de enviarlos a algún otro sitio, a organizaciones benéficas, sobre todo, algunas relacionadas con los negros. El incidente fue tan desastroso que, pasados los años, cualquier referencia a él todavía desencadenaba comentarios maliciosos y sutiles acusaciones, y ahora Adelaide, con ocasión de los cumpleaños y por Navidad, compraba a sus hermanas regalos caros (una botella de Shalimar, por ejemplo, o un camisón de Goldsmith’s, en Memphis) y curiosamente la mayoría de las veces olvidaba quitar la etiqueta del precio. «Yo prefiero que me regalen cosas hechas por uno mismo —decía en voz bien alta, para que todos la oyeran, a sus amigas del club de bridge, a Chester, en el jardín, a sus humilladas hermanas cuando se disponían a desenvolver aquellos extravagantes artículos—. Eso tiene mucho más valor, porque quiere decir que han pensado en ti. Pero a mucha gente solo le importa saber cuánto dinero te has gastado. Creen que un regalo no tiene ningún valor si no lo has comprado en la tienda».

«A mí me gustan las cosas que tú haces, Adelaide», decía Harriet. Y era verdad. Aunque nunca utilizaba delantales, fundas de almohada ni paños de cocina, acumulaba los chabacanos regalos de Adelaide, de los que tenía cajones llenos en su dormitorio. Lo que le gustaba no eran los artículos en sí, sino los dibujos: holandesitas, teteras danzarinas, mexicanos dormidos con la cara tapada por el sombrero. Tanto los codiciaba que los robaba de los armarios de los otros, y le fastidiaba muchísimo que Edie enviara las fundas de almohada a organizaciones benéficas («No digas tonterías, Harriet. ¿Qué demonios quieres hacer con esto?»), cuando a ella le habría gustado quedárselas.

«Ya sé que a ti te gustan, cariño —murmuraba Adelaide con voz temblorosa, cargada de autocompasión, y se encorvaba para dar a Harriet un teatral beso mientras Tat y Edie se miraban a sus espaldas—. Algún día, cuando yo ya no esté, será para ti un consuelo tener todas esas cosas».

«A esa niña —le comentó Chester a Ida— le encantaría tener una trapería».

Edie, que también tenía algo de trapero, había encontrado en la menor de sus nietas a una sólida competidora. Pese a ello, o quizá precisamente por eso, les gustaba estar juntas, y Harriet pasaba mucho tiempo en casa de su abuela. Edie solía criticar su tozudez y sus malos modales, y se quejaba de que siempre anduviera pegada a sus faldas, pero, si bien es cierto que Harriet podía ser exasperante, la abuela prefería con mucho su compañía a la de Allison, que raramente abría la boca. Le gustaba tenerla cerca, aunque jamás lo habría admitido, y las tardes en que su nieta no la visitaba, la echaba de menos.

Las tías querían mucho a Harriet, aunque no era tan cariñosa como su hermana, y les molestaba su altanería. Harriet era demasiado directa. No conocía la reserva ni la diplomacia, y en eso se parecía a Edie más de lo que esta sospechaba.

Las tías intentaban en vano enseñarle a ser educada.

—¿Es que no entiendes, querida —decía Tat—, que aunque no te guste el pudin es mucho mejor comértelo que herir los sentimientos de tu anfitriona?

—Es que no me gusta el pudin.

—Ya lo sé, Harriet. Por eso precisamente lo he puesto como ejemplo.

—Es que el pudin es asqueroso. No conozco a nadie a quien le guste. Y si le digo que me gusta, seguirá ofreciéndomelo.

—Sí, cariño, pero no se trata de eso. Tienes que pensar que, si alguien se ha tomado la molestia de cocinar algo para ti, es de buena educación comértelo aunque no te apetezca.

—La Biblia dice que no hay que mentir.

—Eso no tiene nada que ver. Se trata de una mentira piadosa. La Biblia se refiere a otro tipo de mentiras.

—La Biblia no habla de diferentes tipos de mentiras. Solo habla de mentiras.

—Créeme, Harriet. Es verdad, Jesús nos enseña que no hay que mentir, pero eso no quiere decir que tengamos que ser maleducadas con nuestras anfitrionas.

—Jesús no habla de anfitrionas. Dice que mentir es pecado. Dice que el diablo es un mentiroso, que es el príncipe de la mentira.

—Pero Jesús también dice que tenemos que amar a nuestros semejantes, ¿no? —terció Libby, inspirada, relevando a Tat, que se había quedado sin argumentos—. ¿No se refiere a nuestras anfitrionas? Nuestras anfitrionas también son nuestros semejantes.

—Eso es —dijo Tat, satisfecha—. Amar a nuestros semejantes —se apresuró a añadir— significa que tenemos que comernos lo que nos ofrezcan y mostrarnos agradecidas.

—No entiendo que para amar a mi anfitriona tenga que decirle que me encanta el pudin, cuando la verdad es que me da asco.

Nadie, ni siquiera Edie, sabía cómo reaccionar ante tan denodada pedantería. Aquellas conversaciones podían durar horas. Podías hablar hasta quedarte sin aliento. Y lo más irritante era que los argumentos de Harriet, pese a ser absurdos, en el fondo solían tener un punto de lógica bíblica. A Edie eso no le impresionaba. Aunque hacía obras de caridad y de evangelización, y cantaba en el coro de la iglesia, en realidad no se creía a pies juntillas cuanto decía la Biblia, no más de lo que, en su fuero interno, se creía algunos de sus dichos favoritos; por ejemplo, que todo lo que pasaba era siempre para bien, o que en el fondo los negros eran iguales que los blancos. Pero las tías (sobre todo Libby) se hacían un lío si pensaban demasiado en algunas afirmaciones de Harriet. Era innegable que sus sofismas estaban basados en la Biblia, y sin embargo contradecían el sentido común y el decoro.

—Quizá —comentó Libby, inquieta, cuando Harriet se hubo ido a su casa a cenar—, quizá el Señor no hace diferencias entre las mentiras piadosas y las demás. Quizá para él todas son malas.

—Oye, Libby…

—Quizá hace falta que una niña pequeña nos lo recuerde.

—Prefiero ir al infierno —intervino Edie, que había estado ausente durante el diálogo anterior— a pasearme por el pueblo haciendo saber a todo el mundo lo que pienso de cada uno.

—¡Edith! —exclamaron todas sus hermanas al unísono.

—¡Edith! ¡No lo dirás en serio!

—Pues sí. Y tampoco me interesa saber lo que piensan los demás de mí.

—No quiero ni pensar qué habrás hecho —observó Adelaide con tono de superioridad moral— para creer que todo el mundo tiene tan mala opinión de ti.

Odean, la empleada de Libby, que fingía ser dura de oído, escuchaba impasiblemente desde la cocina, donde estaba calentando un poco de pollo asado para la cena de la anciana. En casa de Libby la vida no era muy emocionante, y la conversación siempre subía de temperatura cuando Harriet iba de visita.

A diferencia de Allison, a la que los otros niños aceptaban, aunque sin saber muy bien por qué, Harriet era una chiquilla mandona que no caía muy bien a sus compañeros. Los escasos amigos que tenía no eran poco entusiastas ni ocasionales, como los de Allison. La mayoría eran niños, casi todos menores que ella, y devotos hasta el fanatismo. Al salir de la escuela cruzaban medio pueblo con sus bicicletas para ir a verla. Harriet los hacía jugar a las Cruzadas y a Juana de Arco; los hacía disfrazarse con sábanas y representar el esplendor del Nuevo Testamento, en el que ella interpretaba el papel de Jesús. La Última Cena era su escena favorita. Sentados todos a un lado de la mesa de picnic, al estilo Leonardo, bajo la pérgola cubierta de parra del jardín de atrás, esperaban ansiosos el momento en que, tras ofrecer la cena a base de galletas Ritz y Fanta de uvas, Harriet recorría con la vista a los comensales, uno a uno, y les sostenía la mirada unos segundos con sus ojos de hielo. «Y, sin embargo, uno de vosotros —decía con una serenidad que impresionaba a sus compañeros—, uno de los que estáis aquí esta noche me traicionará».

«¡No! ¡No!», exclamaban los niños, encantados, incluido Hely, el que interpretaba a Judas; pero resultaba que Hely era el favorito de Harriet, y tenía que representar no solo a Judas, sino también a todos los otros discípulos destacados: san Juan, san Lucas, san Pedro. «¡Eso nunca, Señor!».

Después venía la procesión a Getsemaní, bajo la sombra del tupelo del jardín de Harriet. Allí la niña, en el papel de Jesús, era capturada por los romanos (una captura violenta, mucho más bulliciosa que la que se narraba en los Evangelios), y eso ya resultaba bastante emocionante; pero si a los chicos les gustaba Getsemaní era sobre todo porque aquella escena la representaban bajo el árbol del que habían colgado al hermano de Harriet. El asesinato había tenido lugar antes de que nacieran la mayoría de ellos, pero todos conocían la historia, la habían ido componiendo a partir de los fragmentos de conversación de sus padres o de las grotescas mentiras que sus hermanos mayores les habían susurrado al oído en el dormitorio por la noche, y aquel árbol había proyectado su oscura sombra en su imaginación desde la primera vez que sus niñeras se detuvieron en la esquina de George Street, juntaron las manos y se lo señalaron, al tiempo que murmuraban advertencias, cuando ellos eran todavía muy pequeños.

La gente se preguntaba por qué seguía allí el árbol. Todos opinaban que había que cortarlo, no solo por lo de Robin, sino porque había empezado a morir por las ramas más altas, y unos melancólicos huesos negros y rotos sobresalían del follaje, como si le hubiera caído un rayo. En otoño se ponía de un rojo brillante y escandaloso, y estaba muy bonito durante un par de días, hasta que de pronto se le caían todas las hojas y quedaba completamente desnudo. Cuando volvían a aparecer, las hojas eran duras y tersas, y tan oscuras que parecían negras. Producían una sombra tan densa que debajo del árbol apenas crecía hierba. Además, era demasiado grande y estaba demasiado cerca de la casa; el jardinero le había dicho a Charlotte que, si soplaba un viento fuerte, una mañana se lo encontraría incrustado en la ventana de su dormitorio. («Por no hablar de lo del crío —le comentó a su compañero cuando subió al camión y cerró la portezuela—. No entiendo cómo esa mujer puede despertar cada mañana de su vida y mirar al jardín y ver ese árbol»). La señora Fountain hasta se había ofrecido a pagar la tala del árbol, mencionando con tacto el peligro que suponía para su casa.

Aquello era extraordinario, pues la señora Fountain era tan tacaña que lavaba el papel de aluminio usado y volvía a utilizarlo; pero Charlotte se limitó a negar con la cabeza.

—No, gracias, señora Fountain —repuso con tanta vaguedad que la señora Fountain se preguntó si la había entendido bien.

—¡Lo digo en serio! —exclamó la señora Fountain—. ¡Me ofrezco a pagar los gastos! ¡Lo haré de buen grado! Ese árbol supone un peligro para mi casa, y si viene un tornado y…

—No, gracias.

Charlotte no miraba a la señora Fountain; ni siquiera miraba el árbol, donde la cabaña de su difunto hijo se pudría con tristeza en una horqueta. Miraba al otro lado de la calle, más allá del solar donde crecían la flor de cuclillo y la grama, hacia donde se extendían, sombrías, las vías del tren, más allá de los herrumbrosos tejados del barrio negro, muy lejos.

Cambiando el tono de voz la señora Fountain añadió:

—Mira, Charlotte, tú crees que no lo sé, pero sé muy bien lo que significa perder a un hijo. Pero es la voluntad de Dios, y tienes que aceptarlo. —Animada por el silencio de Charlotte, continuó—: Además, no era tu único hijo. Al menos tú tienes a las niñas. En cambio, el pobre Lynsie era mi único hijo. No pasa ni un día sin que piense en la mañana en que me enteré de que habían derribado su avión. Nos estábamos preparando para celebrar la Navidad, yo estaba subida a una escalera, en camisón y bata, e intentaba colgar una ramita de muérdago de la araña de luces cuando oí que llamaban a la puerta. Porter, que Dios lo bendiga (aquello fue después de su primer infarto, pero antes del segundo)…

Se le quebró la voz, y entonces se volvió hacia Charlotte. Pero ya no estaba allí. Había dejado plantada a la señora Fountain y se dirigía hacia la casa.

Eso había ocurrido años atrás, y el árbol seguía allí, con la cabaña de Robin pudriéndose en lo alto. La señora Fountain ya no era tan agradable con Charlotte.

—No se ocupa de sus hijas —decía a sus amigas en la peluquería de la señora Neely mientras la peinaban—. Y la casa está llena de basura. Si miráis por la ventana, veréis que hay montones de periódicos que llegan hasta el techo.

—Seguro —observó la señora Neely, una mujer con cara de zorro, mirando a la señora Fountain en el espejo y sosteniéndole la mirada mientras estiraba el brazo para coger la laca— que de vez en cuando… se bebe una copita.

—No me extrañaría nada —repuso la señora Fountain.

Como la señora Fountain solía gritar a los chiquillos desde su porche, estos huían e inventaban historias sobre ella: que secuestraba (y se comía) a los niños; que su rosal, que había ganado varios premios, estaba fertilizado con los huesos molidos de esos niños. La proximidad a la casa de los horrores de la señora Fountain hacía que la representación del arresto en Getsemaní en el jardín de Harriet resultara mucho más emocionante. Sin embargo, así como los niños a veces conseguían asustarse unos a otros contando historias acerca de la señora Fountain, sobre el árbol no hacía falta que inventaran historias para asustarse. Su forma tenía algo que los inquietaba; su negra sombra (a solo unos pasos del reluciente césped, y aun así inmensamente alejada) resultaba perturbadora incluso aunque no se conociera la historia. Ellos no necesitaban que nadie les recordara lo que había ocurrido porque el árbol ya se encargaba de recordárselo. Tenía su propia autoridad, su propia oscuridad.

A causa de la muerte de Robin, Allison había sido víctima de crueles bromas en sus primeros años de colegio («Mami, mami, ¿puedo salir a jugar con mi hermano?». «Ni hablar, esta semana ya lo has desenterrado tres veces»). Allison había soportado en silencio aquellas provocaciones (nadie sabía hasta qué punto, ni durante cuánto tiempo), hasta que una maestra compasiva descubrió lo que estaba pasando y le puso fin.

En cambio Harriet, quizá por su carácter, mucho más agresivo, o quizá únicamente porque sus compañeros de clase eran demasiado pequeños para recordar el asesinato, había escapado de aquella persecución. La tragedia de su familia le aportaba un aire siniestro que los niños encontraban irresistible. Harriet hablaba a menudo de su querido hermano, con una extraña terquedad, y no solo insistía en haber conocido a Robin, sino en que todavía vivía. De vez en cuando los niños se quedaban mirándole la nuca o el perfil. En ocasiones tenían la impresión de que Harriet era Robin, un niño como ellos, que había vuelto del más allá y sabía cosas que ellos ignoraban. En los ojos de Harriet les parecía detectar el destello de la mirada del hermano, mediante el misterio de su sangre compartida. De hecho, aunque ninguno se daba cuenta, Harriet se parecía muy poco a su hermano, incluso en las fotografías; Robin, rápido, audaz, escurridizo como un pececillo, no habría podido parecerse menos a la ceñuda, altanera y poco bromista Harriet, y era la fuerza del carácter de la niña lo que los impresionaba y paralizaba, no la de él.

Para los niños no había ironía en aquel juego, no había paralelismos entre la tragedia que ellos representaban en la oscuridad, bajo el tupelo, y la tragedia que había tenido lugar allí doce años atrás. Hely estaba ocupadísimo, pues en su papel de Judas Iscariote era el encargado de entregar a Harriet a los romanos, pero también, como Simón Pedro, tenía que cortar una oreja a un centurión para defender a Jesús. Satisfecho y nervioso, contaba los treinta cacahuetes por los que iba a traicionar a su Salvador y, mientras los otros niños le daban empujones y codazos, se humedecía los labios con un trago extra de Fanta de uvas. Para traicionar a Harriet tenía que besarla en la mejilla. Una vez, incitado por los otros discípulos, la había besado deliberadamente en los labios. La decisión con que ella se los secó (pasándose el dorso de la mano, con gesto de profundo desprecio, por la boca) lo emocionó más que el beso en sí.

Las figuras ataviadas con sábanas de Harriet y sus discípulos eran una presencia fantasmal en el barrio. A veces Ida Rhew asomaba la cabeza por la ventana de la cocina y se sorprendía al ver aquella extraña procesión que avanzaba con tristeza por el jardín. No veía cómo Hely acariciaba sus cacahuetes mientras caminaba, ni sus zapatillas de deporte verdes debajo de la sábana, ni oía a los otros discípulos susurrar, resentidos, que no les habían dejado llevar sus pistolas de juguete para defender a Jesús. Aquella fila de pequeñas figuras cubiertas con sábanas blancas que se arrastraban por la hierba le producía la misma curiosidad y la misma aprensión que habría sentido de haber sido una lavandera palestina que, con los brazos sumergidos hasta los codos en una tina de sucia agua de pozo, hiciera una pausa en la calurosa penumbra de la noche de Pascua para secarse la frente con el dorso de la muñeca y contemplar por unos instantes, desconcertada, a las trece figuras encapuchadas que pasaban deslizándose por la polvorienta carretera hacia el olivar cercado por una tapia que había en lo alto del monte, la importancia de su misión patente en su porte, lento y grave, pero cuya naturaleza era inimaginable. ¿Un funeral, quizá? ¿La visita a un moribundo, un juicio, una ceremonia religiosa? Algo inquietante, fuera lo que fuese; suficiente para atraer su atención por un instante, aunque volvería a su trabajo sin saber que aquella pequeña procesión iba a hacer algo lo bastante importante para cambiar el curso de la historia.

—¿Por qué os gusta tanto jugar debajo de ese árbol tan feo? —le preguntaba a Harriet cuando esta entraba en la cocina.

—Porque es el rincón más oscuro del jardín —respondía ella.

Desde muy pequeña le obsesionaba la arqueología, los túmulos funerarios indios, las ruinas de ciudades, los objetos enterrados. Todo empezó con su interés por los dinosaurios, que acabó derivando en otras cosas. En cuanto Harriet fue lo bastante mayor para explicarse, quedó claro que lo que le interesaba no eran los dinosaurios (los brontosaurios de largas pestañas de los dibujos animados de los sábados, que se dejaban montar e inclinaban el cuello dócilmente para que los niños los utilizaran como tobogán), ni siquiera los ruidosos tiranosaurios ni los aterradores pterodáctilos. Lo que le interesaba era que ya no existían.

—¿Cómo podemos saber —le había preguntado a Edie, que estaba harta de la palabra «dinosaurio»— qué aspecto tenían?

—Porque mucha gente ha encontrado huesos suyos.

—Pero si yo encontrara tus huesos, Edie, no podría saber qué aspecto tenías.

Edie, que estaba entretenida pelando melocotones, no dijo nada.

—Mira, Edie. Mira. Aquí dice que solo encontraron un hueso de la pata. —Se subió a un taburete y acercó el libro a su abuela con una mano—. Y aquí hay un dibujo de un dinosaurio entero.

—¿No conoces esa canción, Harriet? —las interrumpió Libby, que estaba frente al mármol de la cocina deshuesando melocotones, y cantó con su temblorosa vocecilla—: «El hueso de la rodilla está unido al hueso de la pierna… El hueso de la pierna está unido al…».

—Pero ¿cómo pueden saber cómo era? ¿Cómo saben que era verde? Mira, en el dibujo lo han pintado de color verde. Mira. Mira, Edie.

—Ya miro —dijo Edie con hastío, aunque no estaba mirando.

—¡No; no miras!

—Con lo que he visto ya tengo bastante.

Cuando Harriet se hizo un poco mayor, a los nueve o diez años, su fijación derivó hacia la arqueología. Ahora tenía una interlocutora dispuesta, aunque chiflada: su tía Tat. Tat había enseñado latín durante treinta años en el instituto del pueblo; una vez jubilada, se había interesado por diversos misterios de la Antigüedad, muchos de los cuales, según ella, estaban relacionados con la Atlántida. Los atlantes, le contó a Harriet, habían construido las pirámides y los monolitos de la isla de Pascua; su sabiduría era la responsable de los cráneos trepanados hallados en los Andes y de las pilas eléctricas modernas descubiertas en las tumbas de los faraones. Sus estanterías estaban llenas de obras pseudocientíficas de la década de 1890 que había heredado de su educado pero excesivamente crédulo padre, un distinguido juez que había pasado los últimos años de su vida intentando huir en pijama de un dormitorio cerrado con llave. La biblioteca del juez, que este había dejado a su hija Theodora, a quien apodaba Tattycorum (abreviado, Tat), incluía obras como La controversia antediluviana, Otros mundos que no conocemos y Mu: ¿realidad o ficción?

Las hermanas de Tat no compartían aquellas tendencias; Adelaide y Libby porque las consideraban anticristianas, y Edie porque las consideraba sencillamente absurdas.

—Si la Atlántida existió —decía Libby frunciendo la frente, inocente—, ¿por qué no la menciona la Biblia?

—Porque todavía no la habían construido —intervenía Edie con crueldad—. Atlanta es la capital de Georgia. Sherman la quemó durante la guerra civil.

—Ay, Edith, no seas tan desagradable.

—Los atlantes —afirmaba Tat— eran los antepasados de los antiguos egipcios.

—Precisamente. Los antiguos egipcios no eran cristianos —replicaba Adelaide—. Adoraban a gatos, perros y animales por el estilo.

—¿Cómo iban a ser cristianos, Adelaide? Jesucristo todavía no había nacido.

—Puede que no, pero Moisés y todos los demás al menos obedecían los Diez Mandamientos. No se dedicaban a adorar gatos y perros.

—Los atlantes —insistía Tat con altanería, sin prestar atención a las risas de sus hermanas— sabían muchas cosas que a los científicos modernos les encantaría saber hoy en día. Papá sabía mucho sobre la Atlántida y era un buen cristiano, y era más culto que todas nosotras juntas.

—Papá —murmuró Edie— me hacía levantar de la cama en plena noche y me decía que venía el káiser Guillermo y que teníamos que esconder la plata en el pozo.

—¡Edith!

—No digas eso, Edith. Por aquel entonces estaba enfermo. ¡Con lo bien que se portó con todas nosotras!

—Yo no digo que papá no fuera bueno, Tatty. Solo digo que yo era la que tenía que ocuparse de él.

—A mí papá siempre me reconoció —terció Adelaide con entusiasmo. Era la menor de la familia y, según ella, la favorita de su padre, y nunca dejaba pasar una oportunidad de recordárselo a sus hermanas—. Me reconoció hasta el final. El día que murió, me cogió la mano y dijo: «Addie, cariño, ¿qué me han hecho?». No me explico por qué era a mí a la única que reconocía. Es muy raro.

A Harriet le encantaba consultar los libros de Tat, entre los que no solo había volúmenes sobre la Atlántida, sino también obras más reconocidas, como la Historia de Gibbon y Ridpath, así como varias novelas en rústica ambientadas en la Antigüedad con dibujos a color de gladiadores en la portada.

—Estos no son libros de historia —comentaba Tat—. Solo son novelitas ligeras con detalles históricos, pero son muy entretenidas, y muy instructivas. Yo solía dárselas a mis alumnos del instituto para que se interesaran por la época romana. Con la clase de libros que se escriben hoy en día eso sería imposible, pero estas novelitas son muy correctas, no como las porquerías que publican ahora. —Pasó un huesudo índice (con un nudillo enorme, deformado por la artritis) por una hilera de lomos idénticos—. H. Montgomery Storm. Creo que también escribía novelas sobre la Regencia, con un pseudónimo de mujer que no recuerdo.

A Harriet no le interesaban lo más mínimo las novelas de gladiadores. No eran más que relatos de amor con disfraces de romano, y ella detestaba todo cuanto tuviera algo que ver con el amor o los romances. Su libro favorito de la biblioteca de Tat era un volumen muy grueso titulado Pompeya y Herculano: las ciudades olvidadas, ilustrado con láminas a color.

A Tat también le gustaba mirarlo con Harriet. Se sentaban en el sofá de pana de Tat, y juntas pasaban las páginas y observaban los delicados murales de las villas en ruinas, los tenderetes de pan perfectamente conservados, con pan y todo, bajo una gruesa capa de ceniza; los anónimos restos de romanos que conservaban todavía las retorcidas y elocuentes posturas de angustia en las que habían caído sobre los adoquines dos mil años atrás bajo la lluvia de toba volcánica.

—No entiendo cómo a esa gente no se le ocurrió marcharse antes —decía Tat—. Supongo que en aquella época no sabían qué era un volcán. Y supongo que también debió de pasar lo mismo que cuando el huracán Camille asoló la costa del golfo de México. Hubo muchos insensatos que no quisieron marcharse cuando dieron la orden de evacuar la ciudad, y se quedaron bebiendo en el hotel Buena Vista como si todo aquello fuera una gran fiesta. Pues bien, Harriet, cuando bajó el nivel de agua, se pasaron tres semanas recogiendo aquellos cadáveres de las copas de los árboles. Y del Buena Vista no quedó ni rastro. Tú no puedes acordarte del Buena Vista, querida. Las copas de agua del hotel tenían chiribicos pintados. —Pasó la página—. Mira. ¿Ves este perro? Todavía tiene una galleta en la boca. Una vez leí, no sé dónde, una historia genial que alguien escribió sobre este perro. En la historia, era de un chiquillo vagabundo pompeyano; el perro quería mucho a su amo y murió intentando buscar comida para él, para que pudiera comer algo durante la evacuación de Pompeya. ¿Verdad que es triste? Evidentemente, nadie sabe con certeza lo que pasó, pero seguramente la historia no esté muy lejos de la verdad, ¿no crees?

—Tal vez el perro quería comerse la galleta.

—Lo dudo mucho. Seguro que la comida era lo último en que se le habría ocurrido pensar a ese animalito, con tanta gente corriendo y gritando, y las cenizas cayendo por todas partes.

Aunque Tat compartía el interés de Harriet por la ciudad enterrada por la lava, al menos en el aspecto humano, no entendía por qué la fascinación de la niña se extendía incluso a los más bajos y menos impresionantes aspectos de la ruina: utensilios rotos, trozos de vasijas insulsos, pedazos de hierro corroídos e inidentificables. Sin duda Tat no se daba cuenta de que la obsesión de Harriet por los fragmentos estaba relacionada con la historia de su familia.

Los Cleve, como la mayoría de las familias antiguas de Mississippi, habían sido en otro tiempo más ricos de lo que eran ahora. Como ocurría con la desaparecida Pompeya, solo quedaban restos de la riqueza de antaño, y les gustaba contarse unos a otros historias de su fortuna perdida. Algunas de ellas eran ciertas. Era cierto, por ejemplo, que los yanquis habían robado parte de las joyas y la plata de los Cleve, aunque no los inmensos tesoros que recordaban las hermanas; el juez Cleve había salido muy malparado del crac del veintinueve, y en la vejez había hecho varias inversiones desastrosas, la más sonada de las cuales fue invertir todos sus ahorros en un descabellado proyecto para diseñar el coche del futuro, un automóvil que volaba. Las desconsoladas hijas del juez descubrieron después de su muerte que su padre era uno de los principales accionistas de la fracasada empresa.

De modo que hubo que vender apresuradamente la gran casa, que pertenecía a la familia Cleve desde su construcción, en 1809, para pagar las deudas del juez. Las hermanas todavía lo lamentaban. Se habían criado allí, igual que el juez y la madre y los abuelos del juez. Peor aún, la persona a la que se la vendieron la vendió a su vez a otra persona que la convirtió en una residencia para jubilados y posteriormente, cuando a la residencia para jubilados le retiraron la licencia, en apartamentos de protección social. Tres años después de la muerte de Robin la destruyó un incendio. «Sobrevivió a la guerra civil —se lamentaba Edie con amargura—, pero los negros pudieron con ella».

En realidad fue el juez Cleve el que destruyó la casa, no los negros; no había realizado ninguna reparación durante casi setenta años, y su madre tampoco lo había hecho durante otros cuarenta años. Cuando falleció el juez, los suelos estaban podridos, las termitas habían debilitado los cimientos, toda la estructura estaba a punto de derrumbarse. Sin embargo, las hermanas seguían hablando tiernamente del papel pintado a mano (azul claro con capullitos de rosa) que habían enviado desde Francia; de las repisas de chimenea de mármol con serafines esculpidos y la araña de cristal de Bohemia ensartada a mano; de la escalera doble diseñada especialmente para acomodar a los invitados cuando se celebraban reuniones sociales mixtas, una para los chicos y otra para las chicas, y una pared que dividía el piso superior de la casa por la mitad, de modo que los chicos traviesos no pudieran colarse en los aposentos de las chicas en mitad de la noche. Casi se les había olvidado que en la época en que murió el juez la escalera de los chicos, situada en la parte norte, no la pisaba nadie desde hacía cincuenta años y estaba tan desvencijada que prácticamente había quedado inservible; que el comedor lo había quemado el juez cuando estaba ya senil en un accidente con una lámpara de parafina; que los suelos estaban combados, que el tejado tenía goteras, que la escalera del porche trasero se había desplomado en 1947 bajo el peso de un empleado de la compañía del gas que había ido a leer el contador, y que el famoso papel pintado a mano se estaba despegando del yeso formando grandes festones cubiertos de moho.

Curiosamente, la casa se llamaba Tribulación. El abuelo del juez Cleve le había puesto ese nombre porque afirmaba que había estado a punto de morir durante su construcción. No quedaba de ella más que las dos chimeneas y un mohoso sendero de ladrillos que formaban un difícil diseño en espiga que iba de los cimientos hasta la escalera frontal, donde, en una contrahuella había cinco resquebrajados azulejos, de un azul descolorido, que componían la palabra CLEVE.

En opinión de Harriet, aquellos cinco azulejos holandeses eran una reliquia de una civilización perdida más fascinante que cualquier perro muerto con una galleta en la boca. Para ella, su delicado y desvaído azul era el azul de la riqueza, de la memoria, de Europa, del cielo, y la Tribulación que deducía de ellos resplandecía con la fosforescencia y el esplendor de los sueños.

En su imaginación su difunto hermano se movía como un príncipe por las habitaciones de aquel palacio perdido. Vendieron la casa cuando ella solo tenía seis semanas, pero Robin se había deslizado por el pasamanos de caoba (en una ocasión, le contó Adelaide, estuvo a punto de estrellarse contra el armario de la porcelana con la puerta de vidrio que había al pie de la escalera) y había jugado a dominó encima de la alfombra persa mientras el serafín de mármol lo observaba, con las alas extendidas, con sus pícaros ojos de gruesos párpados. Robin se quedaba a veces dormido a los pies del oso que su tío abuelo había cazado y disecado, y había visto la flecha, con desteñidas plumas de arrendajo en el extremo, que un indio natchez había disparado a su tatarabuelo durante un ataque militar de 1812 y que había permanecido incrustada en la pared del salón, en el mismo lugar donde se había clavado.

Aparte de los azulejos holandeses, quedaban muy pocos objetos de Tribulación. La mayoría de las alfombras y los muebles, y todos los objetos decorativos (el serafín de mármol, la araña de luces) se los habían llevado en carro, guardados en cajas marcadas con la palabra «varios», y los habían vendido a un anticuario de Greenwood que solo había pagado por ellos la mitad de su valor. La famosa asta de flecha se había hecho pedazos en las manos de Edie cuando esta intentó arrancarla de la pared el día de la mudanza, y la punta soportó todos los intentos de desclavarla del yeso con una espátula. Y el oso disecado, apolillado, acabó en el basurero, de donde lo rescataron unos niños negros que lo cogieron de las patas y lo arrastraron por el barro hasta su casa.

Así pues, ¿cómo reconstruir el extinto coloso? ¿Qué fósiles quedaban, qué pistas podía seguir? Los cimientos seguían allí, un tanto alejados del pueblo, Harriet no sabía exactamente dónde, y en cierto modo no importaba; solo en una ocasión, una tarde de invierno, mucho tiempo atrás, la habían llevado a visitarlos. Harriet era muy pequeña, y tuvo la impresión de que debían de haber sostenido una estructura mucho mayor que una casa, casi una ciudad entera; recordaba a Edie (con aire de marimacho con sus pantalones caqui) saltando alegremente de una habitación a otra, expulsando nubes blancas de vaho al respirar, señalando el salón, el comedor, la biblioteca; pero todo aquello no era más que un vago recuerdo comparado con el espantoso y terrible recuerdo de Libby con su chaquetón rojo rompiendo a llorar, levantando una mano enguantada y dejando que Edie la guiara por el crujiente bosque invernal hasta el coche, seguida a escasa distancia por Harriet.

Había unos cuantos artículos desperdigados que habían sido rescatados de Tribulación: ropa de casa, platos con letras grabadas, un pesado aparador de palisandro, jarrones, relojes de porcelana, sillas de comedor… Los habían repartido por su casa y por las de sus tías, fragmentos seleccionados al azar —una tibia aquí, una vértebra allí— a partir de los cuales Harriet empezó a reconstruir el perdido esplendor que ella nunca había visto. Y esos objetos rescatados relucían con luz propia, una luz serena y antigua; la plata pesaba más, los bordados eran más bonitos; el cristal, más delicado, y la porcelana, de un azul más fino y más raro. Sin embargo, lo más elocuente de todo eran las historias que le contaban, relatos descaradamente adornados que Harriet adornaba aún más para enriquecer el mito del alcázar encantado, el castillo de hadas que nunca fue tal cosa. Ella tenía, en un grado singular e incómodo, la estrechez de miras que permitía a todos los Cleve olvidar lo que no querían recordar y exagerar o alterar lo que no podían olvidar, y al reconstruir el esqueleto de la extinta monstruosidad que había sido la fortuna de su familia, Harriet no se daba cuenta de que algunos huesos los habían tocado; que otros pertenecían a otros animales que no tenían nada que ver; que muchos de los huesos más enormes y espectaculares no eran siquiera huesos, sino falsificaciones de yeso. (La famosa araña de luces de Bohemia, por ejemplo, no procedía de Bohemia; ni siquiera era de cristal; la madre del juez la había encargado en Montgomery Ward). Y menos cuenta se daba aún de que constantemente, mientras duraban sus trabajos, pisaba una y otra vez ciertos fragmentos humildes y cubiertos de polvo que, si se hubiera molestado en examinarlos, le habrían ofrecido la verdadera y desagradable clave de toda la estructura. La ostentosa e imponente Tribulación que con gran laboriosidad había reconstruido mentalmente no era una réplica de ninguna casa que hubiera existido en realidad, sino una quimera, un cuento.

Harriet pasaba días enteros observando el viejo álbum de fotografías que había en casa de Edie (no se parecía en nada a Tribulación, por cierto, pues era una vivienda de una planta, con dos dormitorios, construida en los años cuarenta). Allí estaba la delgada y tímida Libby, con el cabello peinado hacia atrás, pálida y con aire de solterona ya a los dieciocho años; su boca y sus ojos recordaban un poco a los de la madre de Harriet y a los de Allison. Luego estaba la desdeñosa Edie, con nueve años, un ceño amenazador, un gesto que era como una réplica en miniatura de su padre, el juez, que la miraba con la frente arrugada. Y Tat, extraña, la cara redonda, repantigada en una silla de mimbre, la sombra difuminada de un gatito en el regazo, irreconocible. La pequeña Adelaide, que sobreviviría a tres maridos, riendo a la cámara. Adelaide era la más guapa de las cuatro y se parecía un poco a Allison, pero empezaba a adivinarse un toque malhumorado en las comisuras de su boca. En la escalera de la casa que se alzaba detrás de ella estaban los azulejos holandeses que rezaban CLEVE, apenas visibles; de hecho solo los veías si te fijabas bien, pero era lo único de aquella fotografía que no había cambiado.

Las fotografías que más le gustaban a Harriet eran aquellas en las que salía su hermano. Edie se las había quedado casi todas; como causaba dolor mirarlas, habían sido retiradas del álbum y guardadas por separado, en un estante del armario de Edie, dentro de una caja de bombones con forma de corazón. Harriet dio con ellas cuando tenía unos ocho años, y fue un hallazgo arqueológico equivalente al descubrimiento de la tumba de Tutankamón.

Edie ni siquiera sospechaba que Harriet hubiera encontrado las fotografías, y tampoco sabía que eran uno de los principales motivos por los que pasaba tanto tiempo en su casa. Harriet, provista de una linterna, las miraba sentada en el fondo del armario de Edie, que olía a cerrado, detrás de las faldas de los vestidos de domingo de su abuela; a veces metía la caja en su maleta Barbie y se la llevaba al cobertizo de herramientas, donde Edie, que se alegraba de que la niña se despegara de ella un rato, la dejaba jugar sin molestarla. Una vez, cuando su madre se hubo acostado, se las enseñó a Allison.

—Mira —dijo—. Es nuestro hermano.

Allison, cuyo rostro expresó algo muy parecido al miedo, se quedó mirando la caja abierta que Harriet había colocado en su regazo.

—Mira. Tú también sales en algunas.

—No quiero verlas —repuso Allison. Tapó rápidamente la caja y se la devolvió a Harriet.

Las fotografías eran en color, desvaídas Polaroids con los bordes rosados, pegajosas y con la marca de haber sido arrancadas del álbum. Tenían huellas de dedos, como si las hubieran tocado mucho. Algunas tenían números negros en el dorso, porque la policía las había utilizado para la investigación, y esas eran las que mostraban más huellas de dedos.

Harriet no se cansaba de contemplarlas. Las fotografías eran demasiado azules, sobrenaturales, y los colores se habían vuelto aún más extraños y trémulos con los años. El mundo de ensueño del que ofrecían una fugaz visión era mágico, reservado, inaccesible. Allí estaba Robin durmiendo con Weenie, su gatito naranja; correteando por el majestuoso porche con columnas de Tribulación; riendo a carcajadas y gritando algo a la cámara; haciendo pompas con un platillo de jabón y un carrete de hilo. En otra aparecía muy serio, con un pijama a rayas; con su uniforme de lobato de los Scouts (las rodillas dobladas, satisfecho de sí mismo); en otra era mucho más pequeño e iba vestido para representar una obra de teatro en el parvulario (La galleta de jengibre), en la que tenía el papel de un cuervo glotón. El traje que llevaba era famoso. Libby había pasado semanas confeccionándolo; una malla negra con medias naranjas, con alas de terciopelo negro cosidas desde las muñecas hasta las axilas y desde ahí hasta las caderas. Encima de la nariz llevaba un cono de cartón naranja que representaba el pico. Era un traje tan bonito que Robin se lo había puesto dos noches de Halloween seguidas, y también sus hermanas, e incluso ahora las vecinas le pedían de vez en cuando a Charlotte que se lo prestara a sus hijos.

Edie había gastado un carrete la noche de la obra de teatro. Había varias fotografías de Robin corriendo, muerto de risa, por la casa, agitando los brazos, las alas desplegadas, un par de plumas caídas en la enorme y gastada alfombra. Abrazando con un ala negra a la tímida Libby, la ruborizada modista. Con sus amiguitos, Alex (el panadero, con gorra y delantal blancos) y el temible Pemberton, que interpretaba a la galleta de jengibre propiamente dicha, y cuyo diminuto rostro denotaba la humillación y la rabia que sentía con aquel disfraz. Otra vez Robin, impaciente, riendo, y su madre, arrodillada, intentando sujetarlo para pasarle un poco el peine. La alegre joven de la fotografía era, evidentemente, la madre de Harriet, pero una madre a la que ella no había conocido: despreocupada, encantadora, llena de vida.

Aquellas fotografías cautivaban a Harriet. Deseaba, más que ninguna otra cosa, escabullirse del mundo que conocía y colarse en la fresca y azulada claridad de aquellas imágenes, donde su hermano estaba vivo y todavía existía aquella casa tan bonita y todos estaban siempre felices. Robin y Edie en el amplio y sombrío salón, ambos a gatas jugando a un juego de mesa (no sabía cuál, uno con fichas de colores y una rueda que giraba). Otra vez los dos, Robin de espaldas a la cámara lanzando una gruesa pelota roja a Edie, que hacía una cómica mueca al lanzarse para atraparla. Apagando las velas de su pastel de cumpleaños (nueve velas, su último cumpleaños), con Edie y Allison inclinadas sobre sus hombros para ayudarlo, sus sonrientes rostros iluminados por las llamas en la penumbra. El delirio navideño: ramas de pino y espumillón, regalos amontonados bajo el árbol, la ponchera de cristal tallado sobre el aparador, platos de cristal llenos de caramelos, naranjas y pasteles espolvoreados con azúcar glasé en bandejas de plata, el serafín de la chimenea enguirnaldado con acebo y todo el mundo riendo, y la destellante araña de luces reflejada en los altos espejos. Al fondo, en la mesa ya puesta, Harriet alcanzaba a distinguir la famosa vajilla de Navidad, los platos adornados con el dibujo de una cinta escarlata, tintineantes cascabeles pintados con pan de oro. La vajilla se había roto durante la mudanza (los empleados no la habían embalado correctamente) y no quedaban de ella más que un par de platillos y una salsera, pero allí, en la fotografía, estaban todas las piezas, divinas, espléndidas, el juego completo.

Harriet había nacido antes de Navidad, en medio de una tormenta de nieve, la mayor registrada jamás en Mississippi. En la caja con forma de corazón también había una fotografía de aquella tormenta de nieve, con los robles que flanqueaban el sendero relucientes, revestidos de hielo, y Bounce, el terrier de Adelaide, corriendo por el camino cubierto de nieve, loco de emoción, hacia su dueña, que lo fotografió en pleno ladrido (las diminutas patas borrosas, levantando una nube de nieve detrás) justo antes de llegar junto a su ser más querido. A lo lejos se veía la puerta principal de Tribulación, abierta, donde Robin, con su tímida hermana Allison sujeta a su cintura, saludaba alegremente con la mano. Saludaba a Adelaide (era quien había tomado la fotografía), a Edie, que ayudaba a Charlotte a bajar del coche, y a su hermanita Harriet, a la que todavía no conocía y que acababa de llegar a casa del hospital aquella reluciente y blanca Nochebuena.

Harriet solo había visto la nieve dos veces, pero sabía que había nacido durante una nevada. Cada Nochebuena (ahora las navidades eran más cortas, más tristes; se reunían todos alrededor de una estufa en la casita de techos bajos de Libby, apretujados, y bebían ponche de huevo) Libby, Tat y Adelaide contaban la misma historia, la historia de cómo habían subido todas al coche de Edie y habían ido hasta el hospital de Vicksburg para recoger a Harriet y llevarla a casa en medio de la ventisca.

—Fuiste el mejor regalo de Navidad que jamás tuvimos —decían—. Robin estaba emocionadísimo. La noche antes de que fuéramos a buscarte apenas pudo dormir; tuvo a su abuela despierta hasta las cuatro de la mañana. Y la primera vez que te vio, cuando te entramos en la casa, se quedó callado un minuto y luego dijo: «Mamá, creo que has elegido a la niña más preciosa que tenían».

—Harriet era tan buena —recordaba Charlotte con nostalgia, sentada junto a la estufa, sujetándose las rodillas. La Navidad, al igual que el día del cumpleaños de Robin y el aniversario de su muerte, era especialmente difícil para ella, y todo el mundo lo sabía.

—¿Era buena?

—Sí, cariño, eras muy buena. —Era verdad. Harriet nunca lloró ni dio a nadie la más mínima preocupación, hasta que aprendió a hablar.

La fotografía favorita de Harriet de entre todas las que había en la caja con forma de corazón, la que miraba una y otra vez a la luz de la linterna, era una en la que aparecían Robin, Allison y ella en el salón de Tribulación, junto al árbol de Navidad. Era la única, que ella supiera, en que estaban los tres hermanos juntos, y la única de las tomadas en la antigua casa familiar donde aparecía ella. En la fotografía no se adivinaba ninguna señal de las diversas desgracias que estaban a punto de asolarlos. El juez fallecería un mes más tarde, Tribulación se perdería para siempre y Robin moriría en primavera, pero evidentemente nadie sabía eso entonces; era Navidad, había una recién nacida en la casa, todo el mundo estaba feliz y pensaba que sería feliz eternamente.

En la fotografía Allison (con gesto grave, con su camisón blanco) estaba de pie, descalza, junto a Robin, que tenía en brazos a la pequeña Harriet y cuya expresión era una mezcla de emoción y perplejidad, como si su hermanita fuera un lujoso juguete que él no estaba seguro de cómo había que manejar. Detrás de ellos brillaba el árbol de Navidad; en la esquina de la fotografía asomaban Weenie, el gato de Robin, y el inquisitivo Bounce, los animales que se acercaban al pesebre para presenciar el milagro. Por encima de estos personajes sonreía el serafín de mármol. La iluminación era de alto contraste, sentimental, preñada de desastre. Hasta Bounce, el terrier, estaría muerto la siguiente Navidad.

Después de la muerte de Robin la iglesia de los Primeros Baptistas organizó una colecta para comprar algo en su memoria (un membrillero japonés, o quizá cojines nuevos para los bancos de la iglesia), pero se recogió mucho más dinero del que nadie esperaba. Una de las seis vidrieras del templo (cada una representaba una escena de la vida de Jesucristo) se había roto durante una tormenta de invierno, al recibir el impacto de la rama de un árbol, y desde entonces estaba tapada con una tabla de madera contrachapada. El pastor, desesperado por el elevado coste de su sustitución, propuso utilizar aquel dinero para comprar una vidriera nueva.

Una parte considerable de la suma recogida procedía de los niños del pueblo. Habían ido de puerta en puerta, habían organizado rifas y ventas de pasteles. El amigo de Robin, Pemberton Hull (el que había interpretado a la galleta de jengibre en la obra de teatro del parvulario en la que Robin se había disfrazado de cuervo), entregó cerca de doscientos dólares a la colecta en memoria de su difunto amigo, una cantidad que Pem, de nueve años, aseguraba haber obtenido rompiendo su hucha, pero que en realidad había robado del monedero de su abuela. (También intentó aportar el anillo de compromiso de su madre, diez cucharillas de plata y un alfiler de corbata cuyo origen nadie pudo determinar; tenía varios diamantes y evidentemente valía algún dinero). Incluso sin esos valiosos legados, el total aportado por los compañeros de clase de Robin ascendía a una cantidad considerable, y alguien propuso que, en lugar de sustituir la representación rota de las Bodas de Caná con la misma escena, se encargara otra a modo de homenaje no solo a Robin, sino también a los niños que tanto habían trabajado por él.

La nueva vidriera, que descubrieron, para gran admiración de los fieles de la iglesia de los Primeros Baptistas, un año y medio más tarde, representaba a Jesús, con unos dulces ojos azules, sentado en una roca bajo un olivo y hablando con un muchacho pelirrojo con gorra de béisbol que guardaba un inconfundible parecido con Robin.

DEJAD QUE LOS NIÑOS SE ACERQUEN A MÍ

Rezaba la inscripción que había bajo la escena, y debajo, grabado en una placa, el siguiente texto:

En memoria de Robin Cleve Dufresnes,

de los escolares de Alexandria, Mississippi.

«Porque suyo será el reino de los cielos».

Toda su vida Harriet había visto a su hermano, radiante, en la misma constelación que el arcángel Gabriel, san Juan Bautista, María, José y, por supuesto, el propio Jesucristo. Los rayos del sol de mediodía atravesaban su elevada forma, y los depurados contornos de su cara (la nariz respingona, la sonrisa delicada) relucían con la misma beatífica claridad. En realidad su claridad era aún más radiante por el hecho de ser él un niño, más vulnerable que san Juan Bautista y los demás; sin embargo, su rostro también transmitía la serena indiferencia de la eternidad, como si todos ellos compartieran un secreto.

¿Qué había pasado exactamente en el Calvario, o en la tumba? ¿Cómo se elevaba el cuerpo desde la aflicción y la humildad hasta el calidoscopio de la resurrección? Harriet no lo sabía. Pero Robin sí, y el secreto relucía en su rostro transfigurado.

El tránsito de Jesucristo estaba descrito como un misterio, y sin embargo, curiosamente, a la gente no le interesaba descifrarlo. ¿Qué quería decir exactamente la Biblia cuando afirmaba que Jesús se había levantado de entre los muertos? ¿Había regresado solo su espíritu, convertido en una especie de fantasma? Al parecer no, según la Biblia, puesto que santo Tomás había metido un dedo en las heridas que Jesús tenía en la palma de la mano; lo habían visto, con forma humana, en el camino de Emaús; hasta había tomado un tentempié en casa de uno de sus discípulos. Pero si verdaderamente se había levantado de entre los muertos con su cuerpo mortal, ¿dónde estaba ahora? Y si amaba a todo el mundo tanto como decía, ¿por qué tenían que morir todos?

Cuando tenía siete u ocho años, Harriet fue a la biblioteca del pueblo y pidió unos cuantos libros de magia. Cuando llegó a casa se llevó un gran chasco, pues descubrió que solo contenían trucos: bolitas que desaparecían debajo de unos vasos, monedas que caían de las orejas de la gente. Frente a la vidriera en que estaban representados Jesús y su hermano había una escena de la resurrección de Lázaro. Harriet leía continuamente la historia de Lázaro en la Biblia, pero allí no encontraba ni las más elementales respuestas. ¿Qué había contado Lázaro a Jesús y a sus hermanas de la semana que había pasado en la tumba? ¿Todavía olía mal? ¿Pudo regresar a casa y seguir viviendo con sus hermanas, o la gente le tenía miedo y quizá se vio obligado a irse a vivir solo a otro sitio, como Frankenstein? Harriet no podía evitar pensar que si ella hubiera estado allí habría contado muchas más cosas sobre el tema que san Lucas.

Quizá era todo mentira. Quizá ni siquiera Jesús había resucitado, aunque todo el mundo afirmaba que sí; pero, si era verdad que había apartado la piedra y salido por su propio pie de la tumba, ¿por qué no había hecho lo mismo su hermano, al que ella veía cada domingo, reluciente, junto a Jesús?

Aquella era la mayor obsesión de Harriet y de la que se derivaban todas las demás. Porque lo que ella más deseaba (más que Tribulación, más que ninguna otra cosa) era recuperar a su hermano. Y después quería averiguar quién lo había asesinado.

Un viernes por la mañana del mes de mayo, doce años después de la muerte de Robin, Harriet estaba sentada a la mesa de la cocina de Edie leyendo los diarios del capitán Scott sobre su última expedición a la Antártida. El libro estaba abierto y apoyado en posición vertical entre su codo y un plato del que Harriet comía huevos revueltos con tostadas. Harriet y su hermana Allison solían desayunar en casa de Edie los días de colegio. Ida Rhew, que era la que se encargaba de cocinar, no llegaba hasta las ocho, y su madre, que de todos modos nunca comía gran cosa, para desayunar solo se fumaba un cigarrillo y de vez en cuando se bebía una botella de Pepsi.

Sin embargo, aquel no era un día de colegio, sino un viernes de principios de las vacaciones de verano. Edie estaba de pie delante de los fogones, con un delantal de lunares encima del vestido, preparándose unos huevos revueltos. No le hacía ninguna gracia que Harriet leyera en la mesa, pero era más fácil hacer la vista gorda que tener que reprenderla cada cinco minutos.

Los huevos ya estaban. Edie apagó el fogón y se acercó a un armario para coger un plato. Para hacerlo tuvo que pasar por encima de su otra nieta, que estaba tendida boca abajo en el linóleo de la cocina sollozando monótonamente.

Sin prestar atención a los sollozos, Edie volvió a sortear cuidadosamente el cuerpo de Allison y, con ayuda de una cuchara, pasó los huevos revueltos de la sartén al plato. Luego se dirigió hacia la mesa de la cocina (esquivando a Allison), se sentó enfrente de la ausente Harriet y empezó a comer en silencio. Edie era demasiado vieja para aquellas cosas. Llevaba levantada desde las cinco de la madrugada y ya estaba harta de las niñas.

El problema era el gato de las crías, que estaba tumbado sobre una toalla, en una caja de cartón que Allison tenía cerca de la cabeza. Hacía una semana que había empezado a rechazar la comida. Luego había comenzado a chillar cada vez que lo levantaban. Entonces las niñas habían decidido llevarlo a casa de Edie para que lo examinara.

Edie entendía de animales, y muchas veces pensaba que habría sido una veterinaria excelente, o incluso una doctora, si las mujeres hubieran hecho esas cosas en su época. Había curado todo tipo de gatitos y perritos, criado pajarillos caídos del nido, limpiado las heridas y arreglado los huesos rotos de toda clase de bestias heridas. Los niños lo sabían (no solo sus nietas, sino todos los niños del barrio) y le llevaban sus mascotas cuando estaban enfermas, además de cualquier animal perdido o abandonado que encontraran.

Con todo, pese a gustarle mucho los animales, Edie no era sentimental respecto a ellos. Tampoco hacía milagros, como solía recordar a los niños. Tras examinar brevemente el animal (desde luego estaba muy lánguido, aunque no parecía que tuviera nada) se levantó y se limpió las manos en la falda mientras sus nietas la escrutaban con la mirada.

—¿Cuántos años tiene este gato? —les preguntó Edie.

—Dieciséis y medio —contestó Harriet.

Edie se inclinó y acarició al animalito, que estaba apoyado contra la pata de la mesa, con la mirada triste y extraviada. Edie también le tenía cariño a aquel gato. Era el gato de Robin. Él lo había encontrado tumbado en la acera un verano (medio muerto, con los ojos apenas abiertos) y se lo llevó a su abuela, con sumo cuidado, entre sus manos ahuecadas. A Edie le costó mucho trabajo salvarlo. Los gusanos le habían hecho un agujero en el costado, y Edie todavía recordaba con qué resignación y docilidad soportó el gatito que le lavaran la herida en un cuenco de agua tibia, y lo rosa que estaba el agua cuando terminó.

—Se curará, ¿verdad, Edie? —dijo Allison, que ya estaba a punto de llorar. El gato era su mejor amigo. Tras morir Robin el animal la había elegido a ella como nueva ama, la seguía a todas partes y le llevaba regalitos que había robado o matado (pájaros muertos, sabrosos restos del cubo de la basura, en una ocasión un paquete por abrir de galletas de avena), y desde que Allison empezara las clases rascaba la puerta trasera cada tarde a las tres menos cuarto para que lo dejaran salir y así poder bajar hasta la esquina para reunirse con ella.

A cambio, Allison le prodigaba más cariño que a cualquier otro ser vivo, incluidos los miembros de su propia familia. Le hablaba constantemente, le daba pedacitos de pollo y de jamón de su propio plato y le dejaba dormir con el vientre sobre su cuello toda la noche.

—Seguro que ha comido algo que le ha sentado mal —conjeturó Harriet.

—Ya veremos —repuso Edie.

Los días posteriores confirmaron sus sospechas. Al gato no le pasaba nada; sencillamente era viejo. Edie le ofreció atún y le dio leche con un cuentagotas, pero el animal cerraba los ojos y escupía la leche en forma de una desagradable espuma que le salía entre los dientes. La mañana anterior, mientras las niñas estaban en el colegio, Edie entró en la cocina y lo encontró temblando, como si tuviera convulsiones; lo envolvió con una toalla y lo llevó al veterinario.

Cuando las niñas pasaron por su casa aquella tarde, Edie les dijo:

—Lo siento, pero no puedo hacer nada por él. Esta mañana lo he llevado al doctor Clark, y dice que tenemos que sacrificarlo.

Harriet (curiosamente, pues cuando se le antojaba sabía perder los estribos) se tomó la noticia con relativa calma.

—Pobrecito Weenie —dijo arrodillándose junto a la caja del gato—. Pobre gatito. —Y posó una mano sobre el palpitante costado del animal. Harriet le quería casi tanto como Allison, aunque él apenas le hacía caso.

Allison, en cambio, palideció al instante.

—¿Qué quieres decir con eso de sacrificarlo?

—Pues eso. Que tendremos que sacrificarlo.

—No puedes hacerlo. No lo permitiré.

—No podemos hacer nada más por él —replicó Edie con dureza—. Lo ha dicho el veterinario.

—No dejaré que lo mates.

—¿Qué quieres hacer? ¿Prolongar su sufrimiento?

Allison, con los labios temblorosos, se arrodilló junto a la caja del gato y rompió a llorar, histérica.

Aquello había sucedido el día anterior a las tres de la tarde. Desde entonces Allison no se había movido de allí. No había cenado, había rechazado la almohada y la manta que le habían ofrecido, había pasado la noche tumbada en el frío suelo de la cocina, llorando desconsoladamente. Durante una media hora Edie se sentó en la cocina con ella e intentó darle una breve charla sobre el hecho de que todos los seres vivos morían, y hacerle entender que debía aceptar esa realidad. Pero Allison no había hecho sino llorar con más fuerza, y al final Edie desistió, subió a su dormitorio, cerró la puerta y empezó una novela de Agatha Christie.

Al final (alrededor de la medianoche, según el reloj de la mesilla de Edie) cesaron los llantos. Ahora Allison volvía a llorar. Edie bebió un sorbo de té. Harriet estaba enfrascada en la lectura de los diarios del capitán Scott. El desayuno de Allison seguía en la mesa, intacto.

—Allison —dijo Edie.

Allison, que no paraba de sacudir los hombros, no contestó a su abuela.

—Allison, ven aquí y cómete el desayuno. —Era la tercera vez que lo decía.

—No tengo hambre —repuso la niña con voz apagada.

—Mira —le espetó Edie—, ya estoy harta. Eres demasiado mayor para comportarte así. Quiero que pares de llorar ahora mismo, que te levantes del suelo y te comas el desayuno. Venga, Allison. Se está enfriando.

La reprimenda solo obtuvo como resultado un aullido de agonía.

—En fin —añadió Edie—, haz lo que te plazca. Me gustaría saber qué dirían tus maestros si te vieran revolcándote por el suelo como una niña pequeña.

—Escuchad esto —dijo Harriet de pronto, y empezó a leer con voz pedante—: «Titus Oates está a punto de sucumbir. Solo Dios sabe qué hará, y qué haremos nosotros. Después de desayunar hemos hablado del tema; él es muy valiente y comprende la situación, pero…».

—Harriet, creo que en este momento ni a tu hermana ni a mí nos interesan demasiado las aventuras del capitán Scott —la interrumpió Edie. Se le estaba acabando la paciencia.

—Lo único que digo es que Scott y sus hombres eran muy valientes. Hacían todo lo posible por mantenerse animados. Incluso cuando los atrapó la tormenta y sabían que todos iban a morir. —Siguió leyendo en voz alta—: «Se acerca el final, pero no hemos perdido el buen humor, ni pensamos perderlo…».

—La muerte no es más que una parte de la vida —comentó Edie con resignación.

—Los hombres de Scott querían mucho a sus perros y a sus ponis, pero la situación empeoró tanto que tuvieron que matar todos los animales que llevaban. Escucha esto, Allison. Tuvieron que comérselos. —Retrocedió unas cuantas páginas y volvió a acercar la cabeza al libro—. «¡Pobres bestias! Se han portado maravillosamente, teniendo en cuenta las terribles circunstancias en que han tenido que trabajar, y resulta muy duro tener que matarlas…»

—¡Dile que pare! —bramó Allison desde el suelo, tapándose los oídos con las manos.

—Haz el favor de callarte, Harriet —ordenó Edie.

—Pero si…

—Nada de peros. Allison —añadió Edie con aspereza—, levántate del suelo. Llorando no vas a ayudar a tu gato.

—Soy la única que quiere a Weenie. A nadie más le importa.

—Allison. ¡Allison! Un día —dijo Edie mientras estiraba el brazo para coger el cuchillo de la mantequilla—, tu hermano encontró un sapo al que habían cortado una pata con el cortacésped y me lo trajo.

La noticia fue recibida con unos aullidos tan potentes que Edie creyó que iba a estallarle la cabeza, pero siguió untando la tostada, que ya estaba completamente fría, y contando la historia del sapo:

—Robin quería que lo curara, pero yo no podía. Lo único que podía hacer para ayudar a aquel pobre animal era matarlo. Robin no entendía que, cuando los animales sufren así, a veces lo mejor que podemos hacer es poner fin a su sufrimiento. No paraba de llorar. No había forma de hacerle entender que para el sapo era mucho mejor estar muerto que soportar aquel terrible dolor. Por supuesto, entonces él era mucho más pequeño que tú.

El breve soliloquio no surtió ningún efecto sobre el sujeto al que iba dirigido, pero cuando Edie levantó la cabeza se dio cuenta, con cierta irritación, de que Harriet la miraba fijamente, con la boca abierta.

—¿Cómo lo mataste, Edie?

—Lo mejor que pude —contestó la abuela con resolución. Le había cortado la cabeza con una azada, y para colmo delante de Robin, lo cual lamentaba; pero no tenía intención de contarle eso a las niñas.

—¿Lo pisaste?

—Nadie me escucha —protestó de pronto Allison—. La señora Fountain ha envenenado a Weenie. Estoy segura. Dijo que quería matarlo. Weenie entraba en su jardín y le dejaba huellas en el parabrisas del coche.

Edie suspiró. No era la primera vez que hablaban del tema.

—A mí tampoco me cae bien Grace Fountain —admitió—. Es una vieja rencorosa y una metomentodo, pero no me vas a convencer de que ha envenenado al gato.

—Estoy segura. La odio.

—Pensar así no te ayudará en nada.

—Tiene razón, Allison —terció Harriet—. No creo que la señora Fountain haya envenenado a Weenie.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Edie volviéndose hacia Harriet. Aquella inesperada coincidencia de opiniones le resultaba sospechosa.

—Creo que, si lo hubiera hecho, yo lo sabría.

—¿Y cómo ibas a saber algo así?

—No te preocupes, Allison. No creo que lo haya envenenado, pero si lo ha hecho —añadió Harriet volviendo a su lectura— lo lamentará.

Edie, que no pensaba permitir que la conversación terminara con aquel comentario, se disponía a decir algo cuando Allison rompió de nuevo a sollozar, más fuerte que antes.

—No me importa quién lo haya hecho —gimoteaba con el pulpejo de las manos apretado contra los ojos—. ¿Por qué tiene que morir Weenie? ¿Por qué tuvo que morir congelada toda esa gente? ¿Por qué es todo siempre tan horrible?

—Porque la vida es así —respondió Edie.

—Pues la vida es un asco.

—Basta, Allison.

—Es lo que pienso.

—Mira, esa actitud es petulante e inmadura. Decir que la vida es un asco. Como si eso cambiara algo.

—Pues para mí es un asco y siempre lo será.

—Scott y sus hombres eran muy valientes, Allison —intervino Harriet—. Ni siquiera se desmoralizaron cuando aguardaban su muerte. Escucha: «Nuestro estado es lamentable, tenemos los pies congelados, etcétera. No tenemos combustible ni comida pero, si alguien entrara en nuestra tienda, se alegraría al oírnos cantar y charlar…».

Edie se levantó.

—Basta —ordenó—. Me llevo el gato al veterinario. Vosotras quedaos aquí. —Imperturbable, empezó a recoger los platos haciendo oídos sordos a los chillidos procedentes del suelo.

—No, Edie. —Harriet echó la silla hacia atrás, se levantó de un brinco y corrió hacia la caja de cartón—. Pobre Weenie —dijo acariciando el tembloroso animal—. Pobre gatito. No te lo lleves todavía, Edie, por favor.

El viejo gato tenía los ojos entrecerrados de dolor. Golpeó débilmente la pared de la caja con la cola.

Allison, con el rostro congestionado por el llanto, abrazó al animal y se lo acercó a la mejilla.

—No, Weenie —dijo con voz entrecortada—. No, no, no.

Edie fue hacia ella y, con una suavidad sorprendente, se lo quitó de los brazos. Al levantarlo, con mucho cuidado, el animal emitió un quejido casi humano. Su hocico entrecano, que dibujaba un rictus de dientes amarillos, parecía el de un anciano, paciente y agotado por el sufrimiento.

Edie le rascó con dulzura detrás de las orejas.

—Dame esa toalla, Harriet —indicó.

Allison intentaba decir algo, pero el llanto le impedía hablar.

—No lo hagas, Edie —suplicó Harriet, que también se había puesto a llorar—. Por favor. No he tenido ocasión de despedirme de él.

Edie se agachó y cogió ella misma la toalla; luego se enderezó.

—Pues despídete —dijo con impaciencia—. Me lo llevo ahora mismo, y seguramente no volverás a verlo.

Una hora más tarde, Harriet, que todavía tenía los ojos enrojecidos, estaba en el porche trasero de Edie recortando una fotografía de un babuino del volumen correspondiente a la letra B de la Enciclopedia Compton. Cuando el viejo Oldsmobile azul de Edie salió del camino, también ella se tumbó en el suelo de la cocina junto a la caja vacía y lloró con la misma intensidad que su hermana. Cuando se hubo cansado de llorar, se levantó, fue al dormitorio de su abuela y, cogiendo un alfiler del acerico con forma de tomate que había encima de la cómoda, se distrajo un rato grabando la frase ODIO A EDIE, en letras diminutas, en la madera de los pies de la cama de Edie. Curiosamente aquello le produjo una escasa satisfacción, y mientras estaba acurrucada en la alfombra, junto a los pies de la cama, sorbiéndose la nariz, se le ocurrió una idea mucho mejor. Después de recortar la cara del babuino de la enciclopedia, pensaba pegarla encima del rostro de Edie en un retrato que había en el álbum familiar. Harriet intentó que su hermana Allison se interesara por el proyecto, pero esta, que seguía tumbada junto a la caja de cartón del gato, ahora vacía, ni siquiera la miró.

La puerta del jardín de atrás de Edie se abrió con un chirrido y Hely Hull entró corriendo sin cerrarla. Tenía once años (uno menos que Harriet) y llevaba el cabello, de un rubio rojizo, largo hasta los hombros, imitando a Pemberton, su hermano mayor.

—Harriet —dijo subiendo a toda prisa por los escalones del porche—. Eh, Harriet… —Se paró en seco al oír los monótonos gemidos procedentes de la cocina. Cuando Harriet levantó la cabeza, Hely vio que también ella había estado llorando—. Oh, no —dijo, afligido—. Te envían al campamento, ¿no?

El Campamento Lake de Selby era el peor terror de Hely y Harriet. Era un campamento para niños cristianos al que ambos habían ido, obligados por sus familias, el verano anterior. Niños y niñas (separados en orillas opuestas del lago) dedicaban cuatro horas diarias al estudio de la Biblia, y el resto del tiempo tejían cordones y representaban obras de teatro ñoñas y humillantes escritas por los monitores. En el lado de los chicos se habían empeñado en pronunciar mal el nombre de Hely (lo hacían rimar con «Nelly», lo cual era bochornoso). Para colmo, le habían cortado el pelo por la fuerza delante de todos, como diversión para los otros campistas. Aunque Harriet, por su parte, se lo había pasado bastante bien en las clases sobre la Biblia (ante todo porque le proporcionaban un foro cautivado y fácilmente impresionable en el que podía exponer sus poco ortodoxas opiniones sobre las Escrituras), en general se había sentido igual de desgraciada que Hely; se levantaba a las cinco de la madrugada y debía apagar las luces a las ocho, no tenía tiempo para ella ni para leer otros libros que no fueran la Biblia, y había mucha «disciplina de la de antes» (zurras, ridiculizaciones públicas) para hacer cumplir aquellas normas. Pasadas las seis semanas, Hely y ella, junto con el resto de los campistas, subieron al autocar de la parroquia e hicieron el camino de regreso mirando con aire ausente por las ventanillas, callados, con sus camisetas verdes del Campamento Lake de Selby, absolutamente destrozados.

—Dile a tu madre que te suicidarás —propuso Hely, con la respiración entrecortada. Un numeroso grupo de compañeros del colegio se habían marchado el día anterior; se dirigieron con resignación hacia el autocar verde como si, en lugar de conducirlos a un campamento de verano, fuera a llevarlos directamente al infierno—. Yo les dije a mis padres que si volvían a enviarme me suicidaría. Les dije que me tumbaría en la carretera y dejaría que me atropellara un coche.

—Ese no es el problema. —Harriet le explicó lacónicamente lo del gato.

—Entonces ¿no vas a ir al campamento?

—De momento no —respondió Harriet.

Durante semanas había controlado el correo con la intención de interceptar los formularios de inscripción; cuando estos llegaron, los rompió y los tiró a la basura. Sin embargo, el peligro todavía no había pasado. Edie, que era quien le preocupaba de verdad (su distraída madre ni siquiera se había fijado en que no habían llegado los formularios), ya le había comprado a Harriet una mochila y unas zapatillas de deporte nuevas, e insistía en que le dejaran ver la lista de artículos que tenía que llevar cada niño.

Hely cogió la fotografía del babuino y la examinó.

—¿Para qué es?

—Ah. Para esto. —Se lo contó.

—Quizá quedaría mejor otro animal —propuso Hely. Edie no le caía bien porque siempre se mofaba de su pelo y hacía ver que lo tomaba por una niña—. Un hipopótamo, quizá. O un cerdo.

—Yo creo que quedará bien.

Hely miró por encima del hombro de Harriet y siguió comiendo los cacahuetes que llevaba en el bolsillo mientras ella pegaba la desagradable cara del babuino sobre la de Edie, encajándola con cuidado debajo del peinado. Ahora el babuino, que enseñaba los colmillos, miraba con expresión agresiva mientras el abuelo de Harriet, de perfil, contemplaba extasiado a su simiesca novia. Bajo la fotografía estaba escrito, de puño y letra de Edie:

Edith y Hayward

Ocean Springs, Mississippi

11 de junio de 1935

Juntos examinaron el resultado.

—Tienes razón —admitió Hely—. Queda muy bien.

—Sí. Había pensado poner una hiena, pero el babuino queda mucho mejor.

Acababan de devolver el volumen de la enciclopedia al estante y de guardar el álbum (con florituras victorianas grabadas con pan de oro) cuando oyeron el crujido del coche de Edie que entraba en el camino de grava.

Se oyó el portazo de la puerta mosquitera.

—¡Niñas! —exclamó Edie al entrar, seria como siempre.

Nadie contestó.

—Niñas, he decidido traer el gato a casa para que podáis celebrar un funeral, pero si no me contestáis ahora mismo doy media vuelta y me lo llevo otra vez a la consulta del doctor Clark.

Hubo una estampida hacia el salón. Los tres niños se plantaron en el umbral, mirando fijamente a Edie.

Edie arqueó una ceja.

—Anda, ¿quién es esta señorita? —preguntó a Hely fingiendo sorpresa. Edie tenía mucho cariño al niño (le recordaba a Robin; lo único que no le gustaba era que llevara el pelo tan largo) y no sospechaba que, gracias a lo que ella consideraba bromas bienintencionadas, se había ganado su odio—. ¿Eres tú, Hely? Perdona, pero no te había reconocido bajo esa melena rubia.

Hely se sonrió y dijo:

—Estábamos mirando fotografías suyas.

Harriet le dio una patada.

—Vaya, no creo que esa sea una actividad muy interesante —repuso Edie—. Niñas —añadió dirigiéndose a sus nietas—, supuse que querríais enterrar el gato en vuestro jardín, así que he pasado por vuestra casa y le he pedido a Chester que excavara una tumba.

—¿Dónde está Weenie? —le preguntó Allison. Tenía la voz ronca y la mirada extraviada—. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has dejado?

—Con Chester. Está envuelto en su toalla. Os aconsejo que no lo desenvolváis, niñas.

—Venga —dijo Hely empujando a Harriet con el hombro—. Echemos un vistazo.

Estaban los dos de pie en el oscuro cobertizo de las herramientas del jardín de Harriet, donde el cadáver de Weenie yacía envuelto en una toalla azul, sobre el banco de trabajo de Chester. Allison, que no paraba de llorar, estaba en la casa buscando un viejo jersey sobre el que al gato le gustaba dormir, pues quería enterrarlo con él.

Harriet miró por la ventana de la caseta, sucia de polvo. En un rincón del brillante jardín estaba la silueta de Chester, que hincaba la pala en el suelo ayudándose con el pie.

—Está bien —concedió Harriet—, pero rápido. Antes de que vuelva Allison.

Solo después se daría cuenta de que había sido la primera vez que veía o tocaba una criatura muerta. No esperaba que la impresionara tanto. El costado del gato estaba frío y rígido, duro al tacto, y Harriet sintió un desagradable cosquilleo en la yema de los dedos.

Hely se inclinó para ver mejor.

—¡Qué fuerte! —exclamó.

Harriet acarició el pelaje anaranjado del gato. Todavía era de color naranja, e igual de suave que siempre, pese a la alarmante rigidez del cuerpo que había debajo. El animal tenía las patas extendidas, tiesas, como si intentara evitar que lo metieran en una bañera llena de agua, y los ojos, que incluso en la vejez y la enfermedad habían mantenido su color verde claro e intenso, estaban cubiertos de una película gelatinosa.

Hely se inclinó para tocarlo.

—Ostras —exclamó, y retiró la mano—. Qué asco.

Harriet no se inmutó. Deslizó la mano con cautela hasta tocar la parte rosada que el gato tenía en el costado, donde el pelo nunca acababa de crecerle, la que los gusanos le habían comido cuando era pequeño. Cuando vivía, Weenie no dejaba que nadie le tocara allí; si alguien lo intentaba, bufaba y hacía ademán de arañarlo, incluso a Allison. Pero ahora estaba quieto, con los labios retirados dejando al descubierto los afilados dientes, fuertemente cerrados. Tenía la piel arrugada, áspera como el cuero, y fría, fría, fría.

Así que aquel era el secreto, lo que sabían el capitán Scott, Lázaro y Robin, lo que hasta el gato había conocido en el último momento: el tránsito a la vidriera. Cuando encontraron la tienda de Scott, ocho meses después, hallaron a Bowers y a Wilson tendidos con los sacos de dormir cerrados, y a Scott en un saco abierto abrazado al cuerpo de Wilson. Eso había sucedido en la Antártida, y aquella era una verde mañana de mayo con una suave brisa, pero el cuerpo que Harriet tenía bajo la palma de la mano estaba duro como el hielo. Pasó un nudillo por encima de la pata delantera de Weenie, blanca hasta la articulación. «Es una pena —había escrito Scott, con la mano cada vez más entumecida, mientras el blanco se cernía sobre ellos desde las blancas inmensidades, y las tenues letras que el lápiz dejaba sobre el blanco papel cada vez eran más tenues—, pero me parece que no puedo seguir escribiendo».

—A que no te atreves a tocarle el ojo —dijo Hely acercándose un poco más.

Harriet ni lo oyó. Eso era lo que su madre y Edie habían visto: la oscuridad total, el terror del que jamás regresabas. Palabras que desaparecían del papel y se perdían en el vacío.

Hely se acercó un poco más en la fresca penumbra del cobertizo.

—¿Te da miedo? —susurró. Apoyó una mano en el hombro de su amiga.

—Para —dijo Harriet, y sacudió el hombro.

Entonces oyó que se cerraba la puerta mosquitera y que su madre llamaba a Allison; tapó rápidamente el gato con la toalla.

El vértigo de aquel momento nunca la abandonó del todo; la acompañaría el resto de la vida y siempre estaría inextricablemente mezclado con el cobertizo de herramientas en penumbra (relucientes sierras de metal, el olor a polvo y a gasolina) y con tres ingleses muertos bajo un montón de nieve con carámbanos de hielo en el pelo. Amnesia: témpanos de hielo, violentas distancias, el cuerpo convertido en piedra. El horror de todos los cuerpos.

—Venga —dijo Hely meneando la cabeza—. Tenemos que largarnos de aquí.

—Ya voy —repuso Harriet. El corazón le latía con fuerza, y le faltaba el aliento; no porque sintiera miedo, sino algo muy parecido a la rabia.

Pese a que no había envenenado el gato, la señora Fountain se alegraba de que estuviera muerto. Desde la ventana que había sobre el fregadero de su cocina (el punto de observación donde pasaba varias horas todos los días, espiando el ir y venir de sus vecinos) había visto a Chester cavar el agujero, y ahora, mirando con los ojos entrecerrados a través de la cortina, veía a los tres niños alrededor de la tumba. La pequeña, Harriet, llevaba un bulto en los brazos. La mayor lloraba.

La señora Fountain se bajó un poco las gafas de leer de montura nacarada, se echó una rebeca con botones de falso diamante sobre los hombros (hacía buen día, pero ella enseguida cogía frío y para salir necesitaba taparse), cruzó la puerta trasera y se dirigió hacia la valla.

El día era despejado, fresco, ventoso. Unas nubes bajas recorrían, veloces, el cielo. La hierba (había que cortarla; era una tragedia que Charlotte no se ocupara ni lo más mínimo de la casa) estaba salpicada de violetas, vinagrillos, dientes de león granados, y el viento la mecía formando caprichosas corrientes y remolinos, como hacía en el mar. Del techo del porche trasero colgaban zarcillos de glicina, delicados como algas marinas; la enredadera era tan frondosa que ya apenas se veía el porche. Cuando florecía estaba muy bonita, pero el resto del tiempo era un desastre, y además pesaba tanto que cualquier día derrumbaría el porche (la glicina era una planta parásita, que debilitaba la estructura de las casas si dejabas que trepara por toda la fachada), pero había gente que solo aprendía a base de palos.

La señora Fountain suponía que los niños la saludarían, y se quedó un rato de pie, esperando, junto a la valla; pero los niños ni se fijaron en ella y siguieron con lo que estaban haciendo.

—¿Qué estáis haciendo, niños? —preguntó la señora Fountain con una dulce vocecilla.

Los críos levantaron la cabeza, sorprendidos como cervatillos.

—¿Estáis enterrando algo?

—No —exclamó Harriet, la pequeña, con un tono que a la señora Fountain no le gustó nada. Esa niña era una sabihonda.

—Pues a mí me parece que sí.

—Pues no.

—Me parece que estáis enterrando ese gato naranja.

Nadie dijo una palabra.

La señora Fountain miró por encima de sus gafas de leer con los ojos entornados. Sí, la mayor de las hermanas lloraba. Era demasiado mayor para esas tonterías. La pequeña se agachó y puso lo que tenía en las manos en el agujero.

—Ya lo creo. Eso es lo que estáis haciendo —exclamó la señora Fountain—. A mí no me engañáis. Ese gato era un incordio. Se pasaba el día paseándose por mi jardín y dejaba sus sucias huellas en el parabrisas de mi coche.

—No le hagas caso —le dijo Harriet a su hermana, entre dientes—. Es una puta.

Hely nunca había oído a Harriet decir palabrotas. Sintió un escalofrío de placer en la nuca.

—Puta —repitió Hely, más fuerte, saboreando la deliciosa palabra.

—¿Cómo? —saltó la señora Fountain—. ¿Quién ha dicho eso?

—Cállate —le ordenó Harriet a Hely.

—¿Quién ha sido? ¿Quién hay con vosotras?

Harriet se había arrodillado y arrojaba con las manos el montón de tierra en el agujero, sobre la toalla azul.

—Venga, Hely —murmuró—. Ayúdame, rápido.

—¿Quién hay ahí? —cacareó la señora Fountain—. Será mejor que me contestéis. Pienso entrar ahora mismo en mi casa y llamar a vuestra madre.

—Mierda —dijo Hely, envalentonado. Se arrodilló junto a Harriet y, a toda prisa, empezó a ayudarla a echar tierra en el agujero. Allison, que se tapaba la boca con un puño, permanecía de pie contemplando a los niños, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Será mejor que me contestéis, niños.

—Esperad —exclamó de pronto Allison—. Esperad. —Dio media vuelta y echó a correr por el jardín hacia la casa.

Harriet y Hely, que tenían las manos sucias de tierra, hicieron una pausa.

—¿Qué hace? —preguntó Hely secándose la frente con la muñeca.

—No lo sé —respondió Harriet, desconcertada.

—¿No eres el hijo pequeño de los Hull? —gritó la señora Fountain—. Ven aquí. Voy a llamar a tu madre. Ven aquí ahora mismo.

—Ve y llámala, puta —murmuró Hely—. No está en casa.

La puerta mosquitera se cerró y Allison regresó corriendo, dando traspiés, tapándose la cara con un brazo, cegada por las lágrimas.

—Ya está —dijo.

Se arrodilló junto a los niños y arrojó algo en la tumba abierta.

Hely y Harriet estiraron el cuello para mirar. Era una fotografía de Allison, un retrato que le habían hecho en el colegio el otoño anterior; ahora la mayor de las dos hermanas les sonreía desde el fondo de la tumba. Llevaba un jersey rosa con cuello de encaje, y pasadores rosas en el pelo.

Sin dejar de sollozar Allison cogió dos puñados de tierra y la tiró a la tumba, sobre su rostro sonriente. La tierra repiqueteó al caer sobre la fotografía. Por un instante el color rosa del jersey de Allison todavía se veía, y sus tímidos ojos aún miraban a través de una fina capa de tierra; otro puñado negro repiqueteó sobre ellos, y desaparecieron definitivamente.

—Venga —dijo Allison con impaciencia, y los otros dos niños miraron en el interior del agujero y luego miraron a Allison, perplejos—. Venga, Harriet. Ayúdame.

—Muy bien —gritó la señora Fountain—. Me voy a mi casa. Pienso llamar ahora mismo a vuestras madres. Mirad. Voy a entrar. ¡Os arrepentiréis!