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¿Existe, fuera de la literatura, ese «defecto fatal», esa hendidura aparatosa y oscura que marca una vida? Antes creía que no. Ahora creo que sí. Y creo que el mío es este: un deseo enfermizo de lo pintoresco, a cualquier precio.
À moi. L’histoire d’une de mes folies.
Me llamo Richard Papen. Tengo veintiocho años y hasta los diecinueve nunca había estado en Nueva Inglaterra ni en el Hampden College. Soy californiano por nacimiento y, como he descubierto recientemente, también por naturaleza. Esto último es algo que reconozco solo ahora, a posteriori. No es que importe.
Crecí en Plano, un pueblecito productor de silicio situado al norte del estado. No tengo hermanos. Mi padre poseía una gasolinera y mi madre se quedó en casa hasta que me hice mayor; luego llegaron tiempos difíciles y se puso a trabajar de telefonista en las oficinas de una de las fábricas de patatas fritas más grandes de las afueras de San José.
Plano. Esta palabra evoca drive-ins, casas prefabricadas, oleadas de calor subiendo del asfalto. Los años que pasé allí constituyeron un pasado prescindible, como un vaso de plástico de usar y tirar. Lo cual, en cierto sentido, es una gran suerte. Cuando me marché de casa pude inventar una historia nueva y mucho más satisfactoria, poblada de influencias ambientales sorprendentes y simplistas; un pasado lleno de color, al que los desconocidos podían acceder fácilmente.
Lo deslumbrante de esa infancia ficticia —llena de piscinas y naranjales, con unos padres que pertenecían al mundo del espectáculo, disolutos y encantadores— no logró en absoluto eclipsar el gris original. De hecho, cuando pienso en mi infancia real soy incapaz de recordar gran cosa, excepto un triste revoltijo de objetos: las zapatillas de deporte que llevaba todo el año, los libros de colorear comprados en el supermercado y la vieja y deshinchada pelota de fútbol con la que contribuía a los juegos entre vecinos; pocas cosas interesantes y nada hermoso. Yo era tranquilo, alto para mi edad, propenso a las pecas. No tenía muchos amigos, no sé si debido a una elección propia o a las circunstancias. Al parecer no era mal estudiante, aunque nada excepcional. Me gustaba leer —Tom Swift, los libros de Tolkien—, pero también ver la televisión, algo que hacía a menudo al volver del colegio, tumbado sobre la alfombra de nuestra sala vacía durante las largas y aburridas tardes.
Francamente, no recuerdo mucho más de aquellos años, salvo cierto estado de ánimo que impregnó la mayor parte de ellos, una sensación de melancolía que asocio con el programa El maravilloso mundo de Disney que emitían los domingos por la noche. El domingo era un día triste —temprano a la cama, colegio al día siguiente, preocupado por si habría hecho mal mis deberes—, pero mientras contemplaba los fuegos artificiales en el cielo nocturno, por encima de los castillos inundados de luz de Disneylandia, me consumía una sensación más general de horror, de estar prisionero en el monótono círculo que me llevaba de la escuela a casa y de casa a la escuela: una circunstancia que, por lo menos para mí, ofrecía sólidos argumentos empíricos para el pesimismo. Mi padre era pobre, nuestra casa era fea y mi madre no me prestaba mucha atención; yo llevaba ropa barata y el pelo excesivamente corto, y en la escuela no caía demasiado bien a nadie; y, dado que así estaban las cosas desde que yo tenía uso de razón, me parecía que las cosas seguirían siempre en ese deprimente estado. En resumen, sentía que mi existencia estaba determinada de alguna manera sutil pero esencial.
Por lo tanto, supongo que no es de extrañar que me resulte difícil conciliar mi vida con la de mis amigos, o por lo menos con lo que a mí me parece que deben de ser sus vidas. Charles y Camilla son huérfanos (¡cuánto he envidiado este cruel destino!) y los criaron sus abuelas y tías abuelas en una casa de Virginia; una infancia en la que me gusta pensar, con caballos, ríos y ocozoles. Y Francis. Su madre, que solo tenía diecisiete años cuando él nació, era una muchacha pelirroja, frívola, caprichosa y con un padre rico, que se fugó con el batería de Vance Vane y su Musical Swains. Al cabo de tres semanas estaba de nuevo en casa, y al cabo de seis el matrimonio había sido anulado. Como a Francis le gustaba decir, sus abuelos los habían educado como hermano y hermana, a él y a su madre, con tanta magnanimidad que hasta los chismosos quedaron impresionados; niñeras inglesas y escuelas privadas, veranos en Suiza, inviernos en Francia. Si se quiere, consideremos incluso al fanfarrón de Bunny. No tuvo una infancia de abrigos caros y lecciones de baile, como tampoco yo la tuve. Pero sí una infancia norteamericana. Era hijo de una estrella del rugby de la Universidad Clemson que se hizo banquero. Cuatro hermanos, todos varones, en una casa grande y ruidosa de las afueras, con barcos de vela, raquetas de tenis y perdigueros de pelo dorado a su disposición; veranos en Cape Cod, internados cerca de Boston y picnics en el estadio durante la temporada de rugby; una educación que había marcado a Bunny en todos los aspectos, desde su forma de dar la mano hasta cómo contaba un chiste.
Ni ahora ni nunca he tenido nada en común con ninguno de ellos, nada excepto el conocimiento del griego y un año de mi vida en su compañía. Y si el amor es algo que se tiene en común, supongo que también compartíamos eso, aunque me doy cuenta de que, a la luz de la historia que voy a contar, puede parecer raro.
Cómo empezar.
Después del instituto fui a una pequeña universidad de mi ciudad natal, pese a la oposición de mis padres, que habían dejado bien claro que lo que querían era que ayudara a mi padre a llevar el negocio, uno de los numerosos motivos por los que yo ansiaba tanto matricularme. Durante dos años estudié allí griego clásico. No lo hice movido por mi estima por esa lengua, sino porque quería hacer los cursos preparatorios de medicina (el dinero, naturalmente, era el único medio de mejorar mi situación y los médicos ganan un montón de dinero, quod erat demostrandum) y mi tutor me había sugerido que cogiera una lengua para completar los estudios de humanidades; como además daba la casualidad de que las clases de griego las daban por la tarde, elegí griego para no tener que levantarme temprano los lunes. Fue una decisión totalmente fortuita que, como se verá, resultó bastante fatídica.
El griego se me dio bien; destaqué en esta asignatura y en el último curso incluso gané un premio del departamento de clásicas. Era la clase que más me gustaba porque era la única que se impartía en un aula normal: no había tarros con corazones de vaca, ni olor a formol, ni jaulas llenas de ruidosos monos. Al principio pensé que si me esforzaba mucho lograría superar una fundamental repugnancia y aversión por la carrera que había elegido, que tal vez si me esforzaba aún más podría simular algo parecido al talento. Pero ese no fue el caso. Pasaban los meses y yo seguía igual de desinteresado, por no decir francamente asqueado, por mis estudios de biología; sacaba malas notas y tanto el profesor como mis compañeros me despreciaban. En un gesto que hasta a mí me pareció condenado y pírrico me pasé a la literatura inglesa sin decírselo a mis padres. Tenía la impresión de que yo mismo me estaba poniendo la soga al cuello, de que con toda seguridad me arrepentiría, pues aún estaba convencido de que era mejor fracasar en una actividad lucrativa que medrar en una que, según mi padre (que nada sabía de finanzas ni de estudios académicos), era de lo menos provechosa; en una actividad cuyo inevitable resultado sería que me pasaría el resto de la vida holgazaneando y pidiéndole dinero; dinero que, me aseguró enérgicamente, no tenía la menor intención de darme.
Así que estudié literatura, y me gustó mucho más. Pero no conseguí que me gustara más mi casa. No creo que pueda explicar la desesperación que me causaba aquel ambiente. Aunque ahora sospecho que, dadas las circunstancias y con mi carácter, hubiera sido infeliz en cualquier parte —en Biarritz, Caracas o en la isla de Capri—; por aquel entonces estaba convencido de que mi infelicidad provenía de aquel lugar. Si bien en cierta medida Milton está en lo cierto —el alma tiene un lugar propio y puede hacer de él un cielo o un infierno, etc.—, no por ello es menos evidente que los fundadores de Plano diseñaron la ciudad no como el Paraíso sino como ese otro lugar, más lamentable. Cuando iba al instituto adquirí la costumbre de vagar por las galerías comerciales después de clase, deambulando por los entresuelos brillantes y fríos hasta que estaba tan aturdido por los bienes de consumo y los códigos de los productos, por los pasillos y las escaleras mecánicas, por los espejos y el hilo musical y el ruido y la luz, que un fusible se quemaba en mi cerebro y de repente todo se volvía ininteligible: color informe, una burbuja de moléculas sueltas. Luego caminaba como un zombi hasta el aparcamiento y conducía en dirección al campo de béisbol, donde ni siquiera bajaba del coche, sino que simplemente permanecía sentado con las manos en el volante y contemplaba la verja de hierro y la amarillenta hierba invernal hasta que el sol se ponía y se hacía demasiado oscuro para ver nada.
Aunque tenía la confusa idea de que mi insatisfacción era bohemia, de origen vagamente marxista (cuando era adolescente me las daba de socialista, sobre todo para irritar a mi padre), verdaderamente no alcanzaba a comprenderla, y me habría ofendido si alguien me hubiera insinuado que se debía a una inclinación puritana de mi naturaleza, que era de lo que realmente se trataba. Hace poco encontré este pasaje en un viejo cuaderno, escrito cuando tenía más o menos dieciocho años: «En este lugar hay un olor a podrido, el olor a podrido que despide la fruta madura. Nunca, en ningún lugar, ha sido tan brutal ni ha sido maquillado para parecer tan bonito la terrible mecánica del nacimiento, la copulación y la muerte —esos monstruosos cataclismos de la vida que los griegos llaman miasma, corrupción—, ni tal cantidad de gente ha puesto tanta fe en las mentiras y la mutabilidad y la muerte la muerte la muerte».
Esto, me parece, es bastante brutal. Por el tono que tiene, si me hubiera quedado en California podría haber acabado en algún tipo de secta o, cuando menos, practicando una misteriosa restricción dietética. Recuerdo que en esa época leía a Pitágoras y encontré algunas de sus ideas curiosamente atractivas: vestir prendas blancas, por ejemplo, o abstenerse de ingerir alimentos que tienen alma.
Sin embargo, acabé en la costa Este.
Di con Hampden por una treta del destino. Una noche, tras un largo y lluvioso día de Acción de Gracias, con arándanos en lata y sesión continua de deportes en la televisión, me fui a mi habitación después de pelearme con mis padres (no recuerdo esa pelea en particular, pero siempre nos peleábamos, por el dinero o por los estudios) y me puse a rebuscar frenéticamente en el armario tratando de encontrar mi abrigo, cuando salió volando un folleto del Hampden College, en Hampden, Vermont.
El folleto tenía dos años. Cuando estaba en el instituto, un montón de universidades me enviaron propaganda porque había obtenido un buen resultado en el examen de aptitud escolar, aunque desgraciadamente no lo bastante bueno para que me concedieran una beca, y guardé aquel folleto dentro del libro de geometría el año anterior a mi graduación.
No sé por qué estaba en el armario. Supongo que lo había conservado por lo bonito que era. Aquel último año en el instituto pasé cientos de horas mirando las fotografías, como si contemplándolas mucho tiempo y con el anhelo suficiente en virtud de una especie de ósmosis, hubiera podido ser transportado a su claro y puro silencio. Todavía ahora recuerdo aquellas fotos como las ilustraciones de un libro de cuentos que adoraba de niño. Prados radiantes, vaporosas montañas en una temblorosa lejanía; espesos montones de hojas en un camino otoñal y ventoso; fogatas y niebla en los valles; violoncelos, cristales oscuros, nieve.
Hampden College, Hampden, Vermont. Fundada en 1895. (Este simple dato era motivo de asombro para mí; que yo supiera, en Plano no había nada que hubiera sido fundado mucho antes de 1962). Número de estudiantes: quinientos. Enseñanza mixta. Progresista. Especializado en artes liberales. Altamente selectivo. «Hampden, que ofrece un completo ciclo de estudios de humanidades, tiene el objetivo no solo de proporcionar a los estudiantes una sólida formación en el campo que elijan, sino también una visión de todas las disciplinas del arte, la civilización y el pensamiento occidentales. De esta manera esperamos formar al alumno no solo con hechos sino con la pura fuente de la sabiduría».
Hampden College, Hampden, Vermont. Incluso el nombre tenía una cadencia austeramente anglicana, al menos para mis oídos, que añoraba desesperadamente Inglaterra y era indiferente a los dulces y oscuros ritmos de las ciudades de misiones. Permanecí largo rato contemplando la fotografía del edificio que llamaban Commons. Estaba bañado de una luz débil y académica —distinta de la de Plano, distinta de todo lo que yo había conocido—; una luz que me evocó largas horas en polvorientas bibliotecas, en viejos libros, en el silencio.
Mi madre llamó a la puerta, me llamó gritando. No respondí. Rasgué el formulario que había al final del folleto y empecé a rellenarlo. Nombre: John Richard Papen. Dirección: 4487 Mimosa Court, Plano, California. ¿Desea recibir información acerca de las ayudas económicas? Sí, evidentemente. Y al día siguiente lo envié.
Los meses venideros fueron una interminable y aburrida batalla de papeleo, llena de puntos muertos, librada en las trincheras. Mi padre se negó a rellenar los papeles para la ayuda económica; finalmente, desesperado, cogí la declaración de la renta de la guantera de su Toyota y los rellené yo mismo. Luego llegó una notificación del decano de admisiones. Tenían que hacerme una entrevista, ¿cuándo podía viajar a Vermont? Yo no podía pagarme un billete de avión a Vermont y le escribí diciéndoselo. Otra espera, otra carta. Me reembolsarían los gastos del viaje si su propuesta de ayuda era aceptada. Entretanto había llegado el sobre con la propuesta de ayuda económica. Mi padre dijo que la contribución que él tenía que hacer era más de lo que podía permitirse y no estaba dispuesto a pagarla. Esta especie de guerra de guerrillas se prolongó ocho meses. Todavía hoy no acabo de comprender del todo la cadena de acontecimientos que me condujo a Hampden. Profesores compasivos escribieron cartas; se hicieron en mi favor excepciones de diverso tipo. Y menos de un año después del día que me senté en la alfombra peluda y dorada de mi pequeño cuarto de Plano y rellené impulsivamente el cuestionario, cogí el autobús a Hampden con dos maletas y cincuenta dólares en el bolsillo.
Nunca había estado más al este de Santa Fe ni más al norte de Portland y cuando bajé del autobús, tras una larga y angustiosa noche que había comenzado en algún lugar de Illinois, eran las seis de la mañana y el sol se levantaba sobre las montañas y había abedules y prados increíblemente verdes; aturdido por la noche que había pasado sin dormir y los tres días de autopista, aquello me pareció un país de ensueño.
Los dormitorios no eran siquiera dormitorios —o, en cualquier caso, no eran como los que yo conocía, con paredes de hormigón y una luz amarillenta y deprimente—, sino casas blancas de madera con postigos verdes, apartadas del comedor, en medio de bosques de arces y fresnos. De todas formas, jamás se me había pasado por la cabeza que mi habitación, estuviera donde estuviese, pudiera no ser fea y decepcionante, y cuando la vi por primera vez me produjo una especie de conmoción: una habitación blanca con grandes ventanas encaradas al norte, monacal y desnuda, con un suelo de nudoso roble y el techo inclinado como el de las buhardillas. La primera noche que pasé allí, me senté en la cama mientras atardecía y las paredes pasaban del gris al dorado y al negro, escuchando la voz de una soprano que subía y bajaba vertiginosamente en algún lugar al otro extremo del pasillo, hasta que ya no había luz y la lejana soprano subía más y más en espiral en medio de la oscuridad como un ángel de la muerte, y no recuerdo que el aire me haya parecido nunca tan alto y frío y enrarecido como aquella noche, ni recuerdo haberme sentido jamás tan lejos del bajo horizonte del polvoriento Plano.
Aquellos primeros días antes de comenzar las clases, los pasé solo en mi enjalbegada habitación, en las brillantes praderas de Hampden. Y durante aquellos días fui feliz como no lo había sido nunca, paseando como un sonámbulo, anonadado y embriagado de belleza. Un grupo de chicas de mejillas encendidas jugaban al fútbol, con sus colas de caballo al viento, sus gritos y su risa que llegaban débilmente a través de los aterciopelados y crepusculares campos. Árboles que crujían por el peso de las manzanas y, debajo, manzanas rojas caídas sobre la hierba; el penetrante y dulce aroma que despedían al pudrirse en el suelo y el incesante zumbido de las avispas a su alrededor. La torre del reloj del Commons: ladrillos cubiertos de hiedra, el pináculo blanco, hechizado en la brumosa distancia. La conmoción de ver por primera vez un abedul de noche, irguiéndose en la oscuridad, impenetrable y esbelto como un fantasma. Y las noches, más grandes de lo que quepa imaginar: negras, borrascosas e inmensas, desordenadas y salvajes, plagadas de estrellas.
Me proponía matricularme otra vez en griego clásico —era la única lengua en que destacaba—, pero cuando se lo dije al tutor académico que me habían asignado —un profesor francés llamado Georges Laforgue, de tez cetrina y nariz aplastada de anchas ventanas, como la de una tortuga—, se limitó a sonreír y a unir las yemas de los dedos.
—Me temo que pueda haber algún problema —dijo en un inglés con acento marcado.
—¿Por qué?
—Aquí solo hay un profesor de griego clásico, y es muy exigente con sus alumnos.
—He estudiado griego dos años.
—No creo que eso cambie las cosas. Además, si va a licenciarse en literatura inglesa necesitará una lengua moderna. En mi clase de francés elemental todavía hay sitio, y quedan también algunas plazas en alemán e italiano. Las clases —miró su lista—, las clases de español están en su mayoría llenas, pero si quiere puedo hablar con el señor Delgado.
—Quizá pueda usted hablar con el profesor de griego.
—No sé si servirá de algo. Solo admite un número limitado de alumnos. Un número muy limitado. Además, en mi opinión, sus criterios de selección son más personales que académicos.
El tono de su voz tenía un deje sarcástico; también parecía sugerir que, si no me importaba, prefería no seguir con aquel tema de conversación.
—No sé a qué se refiere —insistí. De hecho, creía saberlo. La respuesta de Laforgue me sorprendió.
—No tiene nada que ver con eso —dijo—. Desde luego, es un erudito. Por otra parte, es también un hombre muy agradable. Pero tiene unas ideas acerca de la enseñanza que me parecen muy raras. Él y sus alumnos apenas si tienen contacto con el resto del departamento. No sé por qué siguen incluyendo sus cursos en el folleto de la universidad; es engañoso, cada año se producen malentendidos al respecto, porque prácticamente las clases están cerradas. Me han dicho que para estudiar con él es preciso haber leído las cosas adecuadas, compartir sus puntos de vista. A menudo ha sucedido que ha rechazado estudiantes que, como usted, habían hecho griego anteriormente. Por lo que a mí respecta —levantó una ceja—, si un estudiante quiere aprender lo que enseño y está cualificado, lo admito en mis clases. Muy democrático, ¿no le parece? Es lo mejor.
—¿Ocurren con frecuencia esa clase de cosas aquí?
—Desde luego, en todas las universidades hay profesores difíciles. Y aquí hay muchos —para mi sorpresa, bajó la voz—, muchos que son más difíciles que él. Aunque le agradecería que esto quedara entre nosotros.
—Por supuesto. —Su repentina actitud confidencial me alarmó ligeramente.
—En serio. Es de vital importancia. —Se inclinó hacia delante, susurrando, y hablaba sin apenas mover su diminuta boca—. Insisto. Quizá no esté usted enterado, pero tengo varios enemigos temibles en el departamento de literatura. Aunque le cueste creerlo, los tengo incluso aquí, en mi propio departamento. Además —prosiguió con un tono más normal—, él es un caso especial. Lleva muchos años dando clases aquí y se niega a que le paguen por su trabajo.
—¿Por qué?
—Es un hombre rico. Dona su sueldo a la universidad, si bien creo que acepta un dólar al año por motivos de impuestos.
—¡Ah! —dije. Aunque llevaba pocos días en Hampden, ya me había acostumbrado a las informaciones oficiales sobre las dificultades financieras, la reducida dotación, la necesidad de ahorro.
—En cambio, por lo que a mí se refiere —dijo Laforgue—, me gusta enseñar, pero tengo mujer y una hija que estudia en Francia, así que el dinero viene bien, ¿no?
—Tal vez hable con él de todas formas.
Laforgue se encogió de hombros.
—Puede intentarlo. Pero le aconsejo que no le pida una entrevista, porque lo más probable es que no le reciba. Se llama Julian Morrow.
Yo no estaba especialmente empeñado en elegir griego, pero lo que me había dicho Laforgue me intrigó. Bajé y me metí en la primera oficina que vi. Una mujer delgada, con cara de pocos amigos y el cabello rubio y castigado, estaba sentada a una mesa en la habitación de enfrente comiéndose un bocadillo.
—Es mi hora del almuerzo —dijo—. Vuelva a las dos.
—Perdone, estaba buscando el despacho de un profesor.
—Bien, yo soy la secretaria, no el plano de la facultad. Pero puede que lo sepa. ¿A quién busca?
—Julian Morrow.
—Vaya. Julian Morrow —dijo, sorprendida—. ¿Qué quiere de él? Creo que está en el ateneo.
—¿En qué aula?
—Nadie más da clases allí. Le gusta la paz y el silencio. Lo encontrará.
De hecho, encontrar el ateneo no fue nada fácil. Era un pequeño edificio situado en un extremo del campus, viejo y tan cubierto de hiedra que apenas se distinguía del paisaje. En la planta baja había salas de lectura y aulas, todas vacías, con pizarras limpias y suelos recién encerados. Vagué por allí, indeciso, hasta que al fin vi la escalera, pequeña y mal iluminada, al fondo del edificio. Me gustaba el ruido de mis zapatos sobre el linóleo y caminé con paso enérgico mientras miraba las puertas cerradas, buscando números o nombres, hasta que encontré una en la que había un soporte de latón con una tarjeta que rezaba «Julian Morrow». Me detuve un momento y luego llamé con tres golpes secos.
Transcurrió un minuto más o menos, luego otro, y entonces la puerta blanca se abrió formando una rendija. Un rostro me observó. Era un rostro pequeño, sagaz, tan despierto y en suspenso como una interrogación, y a pesar de que ciertos rasgos producían una impresión de juventud —la elevación de las cejas, como de elfo, las lábiles líneas de la nariz, mandíbula y boca—, no era el rostro de un hombre joven y el cabello era blanco como la nieve. Tengo buen ojo para adivinar la edad de la gente, pero no habría acertado la suya ni de manera aproximada.
Me quedé allí un momento mientras él me miraba, perplejo, con sus ojos azules. Parpadeó.
—¿Puedo ayudarle en algo? —Su tono era tolerante y amable, como el que a veces adoptan los adultos afables con los niños.
—Yo…, bueno, me llamo Richard Papen…
Ladeó la cabeza y parpadeó de nuevo, con sus ojos chispeantes, amigable como un gorrión.
—… y quiero asistir a sus clases de griego clásico.
Me miró con expresión de abatimiento.
—¡Oh, lo siento! —Por increíble que resulte, el tono de su voz parecía indicar que lo sentía de verdad, mucho más que yo—. Nada me gustaría tanto, pero me temo que mi clase ya está completa.
En aquella excusa aparentemente sincera había algo que me dio ánimos.
—Seguro que hay alguna manera… —dije—, un alumno extra…
—Lo siento muchísimo, señor Papen —dijo, casi como si me estuviera consolando por la muerte de un amigo querido, intentando hacerme comprender que no estaba en su mano ayudarme—. Pero he limitado el número de alumnos a cinco y no quiero ni pensar en añadir otro.
—Cinco alumnos no es mucho.
Meneó la cabeza rápidamente, con los ojos cerrados, como si la súplica le resultara insoportable.
—En realidad me encantaría tenerlo en clase, pero no puedo siquiera considerar esa posibilidad —dijo—. Lo siento muchísimo. ¿Le importaría excusarme? Estoy con un alumno.
Pasó más de una semana. Empecé las clases y conseguí un trabajo con un profesor de psicología llamado doctor Roland. (Tenía que ayudarle con cierta «investigación», cuya naturaleza nunca llegué a descubrir; era un tipo viejo, aturdido, de mirada trastornada, un conductista que se pasaba la mayor parte del tiempo holgazaneando en la sala de profesores). Hice algunos amigos, la mayoría estudiantes de primero que vivían en el mismo edificio que yo. Amigos quizá no sea la palabra exacta. Comíamos juntos, nos tropezábamos en los pasillos, pero la principal razón que nos había unido era que no conocíamos a nadie más —situación que en aquel momento no nos parecía necesariamente desagradable—. A los pocos que conocí que ya llevaban algún tiempo en Hampden les pregunté por Julian Morrow.
Casi todos habían oído hablar de él y recibí toda suerte de informaciones contradictorias y fascinantes: que era un hombre brillante; que era un farsante; que no tenía ningún título universitario; que en los años cuarenta había sido un intelectual importante, amigo de Ezra Pound y T. S. Eliot; que su fortuna familiar provenía de la participación en una reconocida empresa bancaria o, por el contrario, de la adquisición de propiedades embargadas durante los años de la Depresión; que había escapado al alistamiento en alguna guerra (aunque cronológicamente eso era difícil de calcular); que tenía relaciones con el Vaticano, con una familia real derrocada de Oriente Próximo, con la España de Franco. El grado de veracidad de cualquiera de estos datos era, por supuesto, imposible de comprobar, pero cuantas más cosas oía de él, más aumentaba mi interés. Empecé a buscarle, a él y a su pequeño grupo de pupilos, por el campus. Cuatro chicos y una chica. A distancia no parecían nada fuera de lo común. Sin embargo, vistos de cerca en mi opinión formaban un grupo atractivo. Yo nunca había visto a nadie como ellos, y me sugerían una variedad de cualidades pintorescas y ficticias.
Dos de los chicos llevaban gafas, curiosamente del mismo tipo: diminutas, anticuadas, de montura metálica redonda. El más alto de los dos —y era muy alto, más de seis pies— era moreno, de mandíbula cuadrada y piel áspera y pálida. Si no hubiera tenido las facciones tan marcadas ni unos ojos tan inexpresivos y vacíos, me habría parecido guapo. Vestía trajes ingleses oscuros, llevaba paraguas (una visión estrafalaria en Hampden) y caminaba muy tieso entre la muchedumbre de hippies, beatniks, preppies y punks con la tímida ceremoniosidad de una vieja bailarina, lo que resultaba sorprendente en alguien tan alto como él. «Henry Winter», dijeron mis amigos cuando lo señalé a cierta distancia, mientras él daba un largo rodeo para evitar a un grupo que tocaba los bongós en el jardín.
El más bajo de los dos, aunque no mucho más, era un chico rubio y desgarbado, de mejillas sonrosadas y que mascaba chicle, de conducta implacablemente jovial, y con los puños hundidos en los bolsillos de sus pantalones con rodilleras. Siempre vestía la misma chaqueta, una prenda informe de tweed marrón desgastada por los codos y de mangas demasiado cortas. Llevaba el cabello, de color rubio dorado, peinado con raya a la izquierda, de modo que un largo mechón le tapaba uno de los ojos. Se llamaba Bunny Corcoran (Bunny era una especie de diminutivo de Edmund). Tenía una voz fuerte y chillona que resonaba en los comedores.
El tercer chico era el más exótico del grupo. Anguloso y elegante, era extremadamente delgado, de manos nerviosas, con un rostro muy pálido y de expresión sagaz, y tenía una encendida mata del cabello más rojo que había visto nunca. Yo pensaba (erróneamente) que vestía como Alfred Douglas o el conde de Montesquieu: hermosas camisas almidonadas con puños franceses, magníficas corbatas, un abrigo negro que ondeaba tras él cuando andaba y que le hacía parecer el cruce de un príncipe estudiante y Jack el Destripador. En una ocasión, para mi regocijo, incluso le vi llevar quevedos. (Más tarde descubrí que no eran quevedos de verdad, que llevaba simples cristales sin graduar y su vista era, con mucho, más aguda que la mía). Se llamaba Francis Abernathy. Cuando quise indagar más, levanté las sospechas de mis compañeros masculinos, a quienes asombraba mi interés por semejante persona.
Y luego había una pareja, chico y chica. Los veía casi siempre juntos y al principio pensé que eran novios, hasta que un día los observé de cerca y me di cuenta de que debían de ser hermanos. Después me enteré de que eran gemelos. Se parecían mucho; tenían el cabello grueso, de color rubio oscuro, y rostros asexuados tan limpios, risueños y graves como los de una pareja de ángeles flamencos. Pero lo que me llamaba la atención en el contexto de Hampden —donde abundaban los seudointelectuales y los adolescentes decadentes y donde vestir de negro era de rigueur— era que les gustaba llevar ropas de colores claros, sobre todo blanco. En medio de aquel enjambre de cigarrillos y oscura sofisticación parecían figuras de una alegoría, o asistentes, muertos hacía tiempo, a alguna olvidada recepción al aire libre. Fue fácil averiguar quiénes eran, ya que compartían la distinción de ser los únicos gemelos del campus. Se llamaban Charles y Camilla Macaulay.
Todos ellos me parecían inaccesibles. Pero los observaba con interés cada vez que los veía: Francis, agachándose para jugar con un gato en el umbral de una puerta; Henry, pasando veloz al volante de un pequeño coche blanco, con Julian en el asiento del acompañante; Bunny, asomándose a una ventana del piso superior para gritar algo a los gemelos, que pasaban por el jardín. Poco a poco fui reuniendo mis informaciones. Francis Abernathy era de Boston y, según decían, bastante rico. De Henry también decían que era rico; pero destacaba más por ser un genio de la lingüística. Hablaba varias lenguas, antiguas y modernas, y con solo dieciocho años había publicado una traducción comentada de Anacreonte. (Averigüé esto por Georges Laforgue, quien, por lo demás, se mostraba desabrido y reticente acerca del tema; más tarde me enteré de que, durante el primer curso, Henry había puesto en serios apuros a Laforgue delante de toda la facultad de literatura durante el debate que siguió a su conferencia anual sobre Racine). Los gemelos tenían un apartamento fuera del campus y eran de algún lugar del Sur. Y Bunny Corcoran tenía la costumbre de poner los discos de marchas de John Sousa en su habitación, a todo volumen y a altas horas de la noche.
Esto no quiere decir que todo eso me preocupara en exceso. En aquella época me estaba adaptando a la universidad; las clases habían comenzado y yo estaba ocupado con mis trabajos. Mi interés por Julian Morrow y sus alumnos de griego, aunque todavía intenso, estaba empezando a desvanecerse cuando ocurrió una curiosa coincidencia.
Sucedió el miércoles por la mañana de mi segunda semana de clase. Yo me encontraba en la biblioteca haciendo unas fotocopias para el doctor Roland antes de la clase de las once. Al cabo de media hora más o menos, unas manchas de luz nadaban ante mis ojos, y cuando regresaba a la mesa de la bibliotecaria a devolverle la llave de la fotocopiadora, me volví para marcharme y los vi. Bunny y los gemelos estaban sentados a una mesa cubierta de papeles, plumas y tinteros. Recuerdo especialmente los tinteros porque los encontré fascinantes, así como las plumas negras, largas y rectas, que parecían increíblemente arcaicas y difíciles de utilizar. Charles llevaba un suéter blanco de tenis y Camilla un vestido de verano con cuello marinero y un sombrero de paja. La chaqueta de tweed de Bunny colgaba desaliñadamente del respaldo de su silla y el forro mostraba varios desgarrones y grandes manchas. Tenía los codos apoyados en la mesa, el cabello sobre los ojos, las arrugadas mangas de la camisa recogidas y sujetas con unas ligas a rayas. Sus cabezas estaban juntas y hablaban en voz baja.
De pronto sentí curiosidad por saber de qué estaban hablando. Me dirigí a la estantería de detrás de su mesa, recorriéndola como si no estuviera seguro de lo que buscaba, hasta que me puse tan cerca que hubiera podido alargar la mano y tocarle el brazo a Bunny. Dándoles la espalda, cogí un libro al azar —resultó un ridículo texto de sociología— y fingí repasar el índice. Análisis Secundario. Desviación Secundaria. Grupos Secundarios. Escuelas Secundarias.
—No lo entiendo —decía Camilla—. Si los griegos navegan a Cartago tendría que ser acusativo. ¿Os acordáis? Lugar «a donde». Esa es la regla.
—No puede ser —dijo Bunny. Su voz era nasal, gárrula, como la de W. C. Fields acentuada por un caso grave de trismo de Long Island—. No es lugar «a donde», es lugar «hacia el cual». Me apuesto algo a que es ablativo.
Se oyó un confuso revuelo de papeles.
—Espera —dijo Charles. Su voz se parecía mucho a la de su hermana: ronca, con un acento ligeramente sureño—. Mira esto. No solo navegan a Cartago, navegan para atacar la ciudad.
—Estás loco.
—No, es así. Mira la frase siguiente. Necesitamos un dativo.
—¿Estás seguro?
Más crujir de papeles.
—Completamente. Epi to karchidona.
—No lo veo —dijo Bunny. Su voz sonaba como la de Thurston Howell en La isla de Gilligan—. Tiene que ser ablativo. Los casos difíciles siempre son ablativos.
Una breve pausa.
—Bunny —dijo Charles—, te equivocas. El ablativo es en latín.
—Bueno, desde luego, eso lo sé —dijo Bunny, irritado, tras un momento de perplejidad que parecía indicar lo contrario—, pero ya sabes lo que quiero decir. Aoristo, ablativo, en realidad todo es lo mismo.
—Mira, Charles —dijo Camilla—. El dativo no va bien.
—Sí que va. Navegan para atacar, ¿no?
—Sí, pero los griegos navegaban por el mar hacia Cartago.
—Pero ya he puesto epi delante.
—Vale, podemos atacar y usar epi, pero tenemos que poner un acusativo, es la regla principal.
Segregación. Sí mismo. Concepto de sí mismo. Miré el índice y me devané los sesos para encontrar el caso que buscaban. Lugar a donde. Lugar de donde. Cartago.
De pronto se me ocurrió algo. Cerré el libro, lo coloqué en el estante y me volví.
—Perdón —dije.
Inmediatamente dejaron de hablar, dieron un respingo y se volvieron.
—Lo siento, pero ¿no iría bien un locativo?
Durante un largo rato nadie dijo una palabra.
—¿Locativo? —dijo Charles.
—Solo hay que añadir zde a karchido —comenté—. Creo que es zde. Entonces no necesitáis preposición, excepto el epi si van a luchar. Implica «hacia Cartago», así que no tenéis que preocuparos de ninguno de los dos casos.
Charles miró su hoja y luego a mí.
—¿Locativo? —dijo—. Eso es bastante ambiguo.
—¿Estás seguro de que existe para Cartago? —preguntó Camilla.
Eso no se me había ocurrido.
—Tal vez no —dije—. Sé que existe para Atenas.
Charles alargó la mano, arrastró el diccionario hacia sí y empezó a hojearlo.
—¡Oh, demonios, no te preocupes! —dijo Bunny con voz estridente—. Si no hay que declinarlo y no necesita preposición, a mí ya me va bien. —Se volvió en la silla y me miró—. Me gustaría chocar esos cinco, forastero. —Le tendí la mano; él la estrechó y la sacudió con firmeza, y al hacerlo estuvo a punto de volcar un tintero—. Encantado de conocerte, sí, sí —dijo, levantando la otra mano para apartarse el pelo de los ojos.
Aquella súbita demostración de consideración me desconcertó; fue como si las figuras de mi cuadro predilecto, absortas en sus propias preocupaciones, hubieran levantado la vista más allá del lienzo y me hubieran dirigido la palabra. El día anterior, por ejemplo, Francis, envuelto en la elegancia del cachemir negro y el humo del cigarrillo, me había rozado al cruzarse conmigo en el pasillo. Por un momento, mientras su brazo tocó el mío, fue una criatura de carne y hueso, pero enseguida se convirtió de nuevo en una alucinación, una ilusión que andaba con paso majestuoso en dirección al vestíbulo y que me había hecho tan poco caso como, según dicen, los fantasmas hacen a los vivos en sus lúgubres rondas.
Charles, que seguía manoseando el diccionario, se levantó y me dio la mano.
—Me llamo Charles Macaulay.
—Richard Papen.
—Ah, eres tú —dijo de pronto Camilla.
—¿Cómo?
—Tú fuiste el que preguntó por las clases de griego, ¿no?
—Esta es mi hermana —dijo Charles—, y este… Bun, ¿le has dicho ya tu nombre?
—No, creo que no. Me ha hecho usted un hombre feliz, caballero. Teníamos diez frases más como esta y solo cinco minutos para hacerlas. Me llamo Edmund Corcoran —dijo Bunny estrechándome de nuevo la mano.
—¿Cuánto tiempo has estudiado griego? —preguntó Camilla.
—Dos años.
—Eres bastante bueno.
—Es una pena que no estés en nuestra clase —dijo Bunny.
Un silencio tenso.
—Bueno —dijo Charles, incómodo—, Julian es raro con estas cosas.
—Ve a verle otra vez. ¿Por qué no lo haces? —dijo Bunny—. Llévale unas flores y dile que adoras a Platón. Comerá de tu mano.
Otro silencio aún más desagradable que el primero. Camilla sonrió, no exactamente a mí, con una sonrisa dulce y desenfocada, totalmente impersonal, como si yo fuera un camarero o el dependiente de una tienda. A su lado, Charles, que seguía de pie, también sonrió y enarcó educadamente una ceja, un gesto que tal vez era nervioso, y que en realidad podía significar cualquier cosa, pero que yo interpreté como un ¿Eso es todo?
Musité algo y me disponía a marcharme cuando Bunny, que miraba en otra dirección, alargó el brazo y me asió por la muñeca.
—Espera —dijo.
Levanté la vista, sobresaltado. Henry acababa de cruzar la puerta, con su traje negro, su paraguas y demás.
Cuando llegó a la mesa fingió que no me veía.
—Hola —les dijo—. ¿Habéis terminado?
Bunny me señaló con la cabeza.
—Mira, Henry, queremos presentarte a alguien —dijo.
Henry me echó un vistazo. Su expresión no cambió. Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos, como si encontrara extraordinario que alguien como yo pudiera interponerse en su campo de visión.
—Sí, sí —dijo Bunny—. Se llama Richard… ¿Richard qué?
—Papen.
—Sí, sí, Papen. Estudia griego.
Henry levantó la cabeza para mirarme.
—No aquí, desde luego —dijo.
—No —dije mirándolo, pero la expresión de sus ojos era tan descortés que aparté la vista.
—Oh, Henry, mira esto, ¿quieres? —dijo Charles precipitadamente, revolviendo de nuevo los papeles—. Íbamos a poner un dativo o un acusativo aquí, pero él sugirió el locativo.
Henry miró por encima del hombro de Charles y examinó la página.
—Humm… un locativo arcaico —dijo—. Muy homérico. Desde luego, sería gramaticalmente correcto, pero, quizá un poco fuera de contexto. —Volvió la cabeza para escudriñarme. La luz incidía en un ángulo tal que se reflejaba en sus diminutas gafas y me impedía verle los ojos—. Muy interesante —dijo—. ¿Eres especialista en Homero?
Podría haber dicho que sí, pero tenía la impresión de que se alegraría de pillarme en falta y de que sería capaz de hacerlo con facilidad.
—Me gusta —dije débilmente.
Me miró con frío desdén.
—Yo adoro a Homero —repuso—. Naturalmente, estamos estudiando cosas bastante más modernas. Platón y los trágicos, cosas así.
Yo intentaba encontrar alguna respuesta, cuando apartó la mirada, desinteresado.
—Tendríamos que irnos —dijo.
Charles amontonó sus papeles y se levantó; Camilla estaba junto a él y esta vez también me dio la mano. Uno al lado del otro, se parecían mucho, no tanto por la similitud de sus facciones como por su forma de comportarse: una correspondencia de gestos que reverberaba entre ellos, de manera que un parpadeo parecía provocar un movimiento espasmódico en el párpado del otro un instante después. Sus ojos, del mismo tono de gris, eran inteligentes y tranquilos. Ella era muy guapa, de una belleza perturbadora, casi medieval, que no percibiría un observador desatento.
Bunny empujó su silla y me dio una palmada entre los omoplatos.
—Bien, caballero —dijo—, tenemos que encontrarnos algún día y hablar del griego, ¿de acuerdo?
—Adiós —dijo Henry con una inclinación de la cabeza.
—Adiós —respondí. Se marcharon juntos, y yo me quedé donde estaba, mirando cómo se dirigían hacia la salida como una amplia falange, hombro con hombro.
Poco después fui al despacho del doctor Roland a dejar las fotocopias y le pregunté si podía adelantarme parte de mi sueldo.
Se reclinó contra el respaldo de la silla y me contempló con sus ojos vidriosos, bordeados de rojo.
—Bueno, sabe usted —dijo—, desde hace diez años tengo por norma no hacerlo. Déjeme explicarle el motivo.
—Lo sé, señor —dije apresuradamente. A veces los discursos del doctor Roland acerca de sus «normas» duraban media hora o más—. Lo comprendo, pero es que se trata de una emergencia.
Se inclinó de nuevo hacia delante y se aclaró la garganta.
—¿Y cuál es esa emergencia? —preguntó.
Sus manos, cruzadas sobre la mesa, tenían venas abultadas y un tono azulado, color perla en los nudillos. Las observé. Necesitaba diez o veinte dólares, los necesitaba con urgencia, pero había ido sin preparar lo que tenía que decir.
—No lo sé —dije—. Ha surgido algo.
Frunció el ceño severamente. Se decía que el comportamiento senil del doctor Roland era una fachada; a mí me parecía completamente genuino, pero a veces, cuando se tenía la guardia baja, mostraba un inesperado destello de lucidez que, si bien con frecuencia no tenía nada que ver con el asunto en cuestión, era una prueba de que el pensamiento racional todavía coleaba en las fangosas profundidades de su conciencia.
—Se trata de mi coche —dije, súbitamente inspirado. No tenía coche—. Tengo que llevarlo al taller.
Yo no esperaba que preguntara más, sin embargo insistió:
—¿Qué le pasa?
—Me parece que es el carburador.
—¿Es de doble transmisión? ¿Refrigerado por aire?
—Refrigerado por aire —dije, apoyándome en el otro pie. No me gustaba el giro que tomaba la conversación. No sé una palabra sobre coches y paso apuros hasta para cambiar una rueda.
—¿Qué tiene? ¿Uno de esos pequeños V-6?
—Sí.
—Todos los chicos parecen desear uno.
No tenía idea de cómo responder a eso. Abrió el cajón del escritorio y empezó a sacar cosas, a llevárselas a los ojos y volverlas a guardar.
—Cuando la transmisión se rompe, el coche está acabado, lo digo por experiencia. Sobre todo un V-6. Lo podría llevar directamente al desguace. Yo, en cambio, llevo un 98 Regency Brougham que ya tiene diez años. Solo tengo que hacerle las revisiones periódicas, un filtro nuevo cada quince mil millas y cambio de aceite cada tres mil. Va de maravilla. Tenga cuidado con estos talleres de la ciudad —dijo secamente.
—¿Cómo?
Por fin había encontrado el talonario.
—Bueno, tendría que ir usted al tesorero, pero supongo que está bien así —dijo, mientras lo abría y empezaba a escribir laboriosamente—. Algunos de esos sitios de Hampden cobran el doble en cuanto averiguan que se es de la universidad. Redeemed Repair suele ser el mejor; son un hatajo de cristianos reformados, pero aun así le sacarán todo el dinero que puedan si no los vigila.
Arrancó el cheque y me lo tendió. Le eché una ojeada y el corazón me dio un vuelco. Doscientos dólares. Y lo había firmado.
—No deje que le cobren ni un centavo de más —dijo.
—No, señor —dije, apenas capaz de disimular mi alegría. ¿Qué iba a hacer yo con ese montón de dinero? Hasta cabía la posibilidad de que el doctor Roland olvidara que me lo había dado.
Se bajó las gafas y me miró por encima de la montura.
—Redeemed Repair —dijo—. Está en la Highway 6. El rótulo tiene forma de cruz.
—Gracias —dije.
Bajé al vestíbulo con el espíritu reconfortado y doscientos dólares en el bolsillo. Lo primero que hice fue ir al teléfono del piso de abajo y llamar un taxi para que me llevara a Hampden. Si para algo soy bueno es para no pegar sello. Es una especie de don que tengo.
¿Y qué hice en Hampden? Francamente, estaba demasiado asombrado por mi buena fortuna como para hacer gran cosa. Hacía un día espléndido. Estaba harto de ser pobre, de manera que, sin pensármelo dos veces, fui a una tienda cara de ropa de hombre que había en la plaza y me compré un par de camisas. Luego fui a la tienda del Ejército de Salvación y rebusqué en las cajas un rato hasta que encontré un abrigo de tweed Harris y un par de zapatos marrones con puntera que me iban bien, y también unos gemelos y una vieja corbata muy curiosa con un estampado de hombres cazando ciervos. Al salir de la tienda comprobé, feliz, que todavía me quedaban casi cien dólares. ¿Me iba a la librería? ¿Al cine? ¿Compraba una botella de whisky escocés? Al final, agobiado por las muchas posibilidades entre las que elegir, murmurando y sonriendo en aquella acera otoñal —como un chico de pueblo acosado por un grupo de prostitutas—, me abrí paso entre ellas y me dirigí a la cabina telefónica de la esquina, desde donde llamé un taxi que me llevó a la universidad.
Una vez en mi habitación extendí la ropa sobre la cama. Los gemelos eran labrados y llevaban unas iniciales, pero parecían de oro puro, centelleando de soporífero sol otoñal que entraba a raudales por la ventana y formaba estanques amarillentos sobre el suelo de roble; un sol voluptuoso, rico, embriagador.
Al día siguiente, por la tarde, tuve una sensación de déjà-vu cuando Julian contestó a la puerta exactamente como la primera vez, abriéndola solo un poco y mirando a través de la rendija cautelosamente, como si en su despacho hubiera algo prodigioso que requiriera ser protegido, algo que él tenía mucho cuidado de que nadie viera. Era una sensación que en los meses siguientes llegaría a conocer bien. Aún ahora, años después y lejos de allí, sueño a veces que estoy ante aquella puerta blanca, esperando a que él salga, como el guarda de un cuento de hadas: sin edad, vigilante, astuto como un niño.
Cuando vio que era yo, abrió la puerta un poco más que la primera vez.
—El señor Pepin, ¿no?
No me molesté en corregirle.
—Me temo que sí.
Me miró un momento.
—Tiene usted un nombre estupendo, ¿sabe? —dijo—. En Francia hubo reyes que se llamaban Pepin.
—¿Está usted ocupado?
—Nunca estoy demasiado ocupado para un heredero del trono de Francia, si es que lo es usted —dijo afablemente.
—Me temo que no.
Se rió y citó un breve epigrama griego que decía que la honradez es una virtud peligrosa, y, para mi sorpresa, abrió la puerta y me hizo pasar.
La habitación era bonita (no tenía en absoluto aspecto de despacho) y mucho más grande de lo que parecía desde fuera: espaciosa y blanca, con un techo alto y la brisa que mecía las cortinas almidonadas. En una esquina, cerca de una estantería baja, había una mesa enorme y redonda cubierta de teteras y libros de griego. Había flores —rosas, claveles y anémonas— por todas partes: en su escritorio, en la mesa, en los alféizares. Las rosas eran especialmente fragantes; su aroma flotaba en el aire, mezclándose con el aroma de bergamota, té negro chino y el débil olor a alcanfor de la tinta. Respiré hondo y me sentí embriagado. Dondequiera que miraba había algo hermoso: alfombras orientales, porcelanas, pinturas diminutas como joyas, un resplandor multicolor que me golpeó como si hubiera entrado en una de esas pequeñas iglesias bizantinas que por fuera son tan simples y por dentro tienen unas bóvedas absolutamente paradisíacas, pintadas de oro y recubiertas de mosaicos.
Se sentó en un sillón junto a la ventana y me hizo un gesto para que también yo me sentara.
—Supongo que ha venido por lo de las clases de griego —dijo.
—Sí.
Sus ojos eran amables, francos, más grises que azules.
—El trimestre ya está bastante avanzado —dijo.
—Me gustaría volverlo a estudiar. Me parece una pena dejarlo después de dos años.
Enarcó las cejas —penetrante, malicioso— y se miró las manos un momento.
—Me han dicho que es usted de California.
—Así es —dije, bastante sobresaltado. ¿Quién se lo había dicho?
—No conozco a mucha gente del Oeste —dijo—. No sé si me gustaría ir allí. —Hizo una pausa; parecía preocupado—. ¿Y qué me cuenta de California?
Le solté mi perorata. Naranjos, estrellas de cine fracasadas, cócteles junto a la piscina a la luz de los farolillos, cigarrillos, tedio. Escuchaba con la mirada fija en mí, aparentemente hechizado por mis fraudulentos recuerdos. Nunca mis esfuerzos habían encontrado tanta atención, tan honda solicitud. Parecía hasta tal punto embelesado, que estuve tentado de adornar mi relato más de lo que quizá habría sido prudente.
—¡Qué emocionante! —dijo calurosamente cuando yo, medio eufórico, terminé por fin, agotado—. ¡Qué romántico!
—Bueno, allí estamos todos bastante acostumbrados a esa clase de cosas, ¿sabe? —dije procurando no ponerme nervioso, sonrojado por mi éxito arrollador.
—¿Y qué busca en el estudio de los clásicos una persona con un temperamento tan romántico? —Lo preguntó como si, ante la buena suerte de atrapar a un ave tan rara como yo, estuviera ansioso por arrancarme mi opinión mientras aún estaba cautivo en su despacho.
—Si por romántico entiende usted solitario e introspectivo, creo que los románticos son con frecuencia los mejores clasicistas.
Se rió.
—Los grandes románticos son a menudo clasicistas fracasados. Pero esto no viene al caso. ¿Qué piensa de Hampden? ¿Se siente feliz aquí?
Le proporcioné una exégesis, no tan breve como hubiera sido de desear, acerca de por qué en aquel momento encontraba la universidad satisfactoria para mis propósitos.
—A los jóvenes suele aburrirles el campo —dijo Julian—. Lo cual no quiere decir que no les convenga. ¿Ha viajado mucho? Dígame lo que le atrajo de este lugar. Yo me inclinaría a pensar que un joven como usted se sentiría perdido fuera de la ciudad, pero tal vez está harto de la vida urbana, ¿no?
Llevó la conversación con tanta habilidad y simpatía que me desarmó y me condujo diestramente de un tema a otro; y estoy seguro de que durante aquella charla, que me pareció que había durado tan solo unos minutos, pero que en realidad fue mucho más larga, se las arregló para sonsacarme todo lo que quería saber de mí. No sospeché que su absorto interés pudiera provenir de otra cosa que el precioso placer de mi compañía, y aunque me encontré a mí mismo hablando con entusiasmo de una desconcertante variedad de temas —algunos bastante personales y expresados con más franqueza de lo que era habitual en mí—, estaba convencido de que actuaba por propia voluntad. Me gustaría poder recordar más de lo que se dijo aquel día; de hecho, recuerdo muchas de las cosas que dije, la mayor parte demasiado fatuas para que me apetezca contarlas. El único punto en que difirió de mí (excepción hecha de un incrédulo enarcar las cejas provocado por mi mención a Picasso; cuando le conocí mejor me di cuenta de que debió de considerarlo casi como una afrenta personal) fue sobre psicología, un tema que, después de todo, ocupaba mis pensamientos desde que trabajaba con el doctor Roland.
—Pero ¿de verdad cree usted —preguntó, preocupado— que la psicología puede ser considerada una ciencia?
—Naturalmente, ¿qué es, si no?
—Pero incluso Platón sabía que la clase, los condicionamientos, etcétera, producen un efecto inalterable en el individuo. A mí me parece que la psicología es solo otra palabra para aquello que los antiguos llamaban destino.
—Psicología es una palabra terrible.
Asintió enérgicamente.
—Sí, es terrible, ¿verdad? —dijo con una expresión que parecía indicar que consideraba una falta de gusto por mi parte el mero hecho de pronunciarla—. Tal vez sea, en cierto modo, un concepto útil para hablar de determinada clase de mente. Los campesinos que viven cerca de mí son fascinantes, porque sus vidas están tan estrechamente ligadas al destino, porque están de verdad predestinados. Pero —se rió—, me temo que mis alumnos no me interesan demasiado porque siempre sé exactamente lo que van a hacer.
Yo estaba encantado con aquella conversación, y a pesar de creer que era más bien moderna y digresiva (para mí, la marca de una mente moderna es que le gusta divagar), ahora me doy cuenta de que conducía una y otra vez, mediante circunloquios, a los mismos puntos. Porque si la mente moderna es caprichosa y divagante, la mente clásica es intolerante, segura, implacable. No es una clase de inteligencia que se suele encontrar en la actualidad. Pero aunque soy capaz de divagar, de hecho tengo un alma absolutamente obsesiva.
Hablamos un rato más y luego se hizo un silencio. Al cabo de un momento Julian dijo cortésmente:
—Si quiere, me alegrará tenerle por alumno, señor Papen.
Yo, que miraba por la ventana y casi me había olvidado de dónde estaba, lo miré, boquiabierto, y no supe qué decir.
—No obstante, antes de aceptar, hay unas cuantas condiciones con las que tiene usted que estar de acuerdo.
—¿Qué? —dije, súbitamente alerta.
—Irá mañana a secretaría a cursar una solicitud para cambiar de tutor. —Alargó la mano para coger una pluma de una copa que había en el escritorio; era increíble, estaba llena de plumas Mont Blanc, de Meisterstück; por lo menos había una docena. Escribió rápidamente una nota y me la tendió—. No la pierda, porque la administración no me asigna tutorías si yo no las solicito.
La nota estaba escrita con una caligrafía masculina, más bien decimonónica, con eses griegas. La tinta todavía estaba húmeda.
—Pero ya tengo un tutor —dije.
—Mi política es no aceptar a ningún alumno si no soy también su tutor. Algunos miembros de la facultad de literatura desaprueban mis métodos didácticos y usted tendría problemas si alguien pudiera vetar mis decisiones. También debería coger algunos formularios de renuncia. Creo que tendrá que dejar todas las clases a las que asiste actualmente, salvo la de francés, a la que le conviene ir. Parece usted deficiente en el área de lenguas modernas.
Yo estaba atónito.
—No puedo dejar todas las clases.
—¿Por qué no?
—El período de matriculación ya ha terminado.
—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Julian tranquilamente—. Las clases a las que quiero que asista las impartiré yo. Probablemente hará tres o cuatro asignaturas conmigo por trimestre hasta que acabe sus estudios aquí.
Lo miré. No era de extrañar que solo tuviera cinco alumnos.
—Pero ¿cómo puedo hacer eso? —dije.
Se rió.
—Me temo que no lleva mucho tiempo en Hampden. A la administración no le gusta mucho, pero no pueden hacer nada. De vez en cuando tratan de crear problemas con las exigencias de distribución, pero eso nunca ha causado ninguna dificultad real. Estudiamos arte, historia, filosofía, toda clase de temas. Si considero que usted es deficiente en determinada área, puede que decida darle alguna clase particular, quizá enviarlo a otro profesor. Como el francés no es mi lengua materna, creo conveniente que siga estudiando con el señor Laforgue. El próximo año le introduciré en el latín. Es una lengua difícil, pero sabiendo griego le resultará más fácil. Estoy seguro de que le encantará.
Yo le escuchaba, un poco ofendido por su tono. Hacer lo que me pedía implicaba salir completamente del Hampden College para trasladarme a su pequeña academia de griego antiguo, con su reducido número de estudiantes, seis contándome a mí.
—¿Todas las clases serán con usted? —pregunté.
—No exactamente todas —respondió muy serio, y luego, al ver mi expresión, se echó a reír—. Considero que tener una diversidad de profesores es perjudicial y confuso para una mente joven, de la misma manera que considero mejor conocer un solo libro a fondo que cien superficialmente. Sé que el mundo moderno tiende a no estar de acuerdo conmigo, pero, después de todo, Platón solo tuvo un maestro, y también Alejandro.
Yo asentía lentamente mientras buscaba una forma diplomática de escabullirme, cuando mi mirada se cruzó con la suya y de pronto pensé: ¿Por qué no? Estaba algo apabullado por la fuerza de su personalidad, pero el radicalismo de su oferta no dejaba de ser atractivo. Sus alumnos —si es que el estar bajo su tutela los había marcado de algún modo— me impresionaban, y aunque eran distintos entre sí, compartían cierta frialdad, un encanto cruel y amanerado que no era moderno en absoluto, pero que tenía un extraño y frío aire de mundo antiguo: eran criaturas magníficas, con aquellos ojos, aquellas manos, aquella apariencia —sic oculos, sic ille manus, sic ora ferebat—. Los envidiaba y los encontraba atractivos. Además, aquella extraña cualidad, lejos de ser natural, tenía trazas de haber sido cultivada. (Lo mismo sucedía, como acabaría por saber, con Julian: aunque daba la impresión más bien contraria, de frescura y candor, no era espontaneidad, sino un arte superior lo que le hacía parecer natural). Afectados o no, yo quería ser como ellos. Era embriagador pensar que aquellas cualidades eran adquiridas y que, tal vez, aquel era el camino para aprenderlas. Había recorrido un largo camino, desde Plano y la gasolinera de mi padre.
—Y si asisto a sus clases, ¿serán todas de griego? —le pregunté.
Se rió.
—Claro que no. Estudiaremos a Dante, Virgilio, toda clase de temas. Pero no le aconsejaría que saliera y comprara un ejemplar de Goodbye, Columbus —lectura obligatoria, como se sabía, de uno de los cursos de inglés de primero—, si me perdona la vulgaridad.
Cuando le conté lo que pensaba hacer, Georges Laforgue se mostró preocupado.
—Este asunto es muy serio —dijo—. Me imagino que se da cuenta de lo limitado que será su contacto con el resto de la facultad y con la universidad.
—Es un buen profesor —dije.
—Ningún profesor es tan bueno. Y si por casualidad tiene alguna discrepancia con él o es tratado injustamente de una forma u otra, nadie de la facultad podrá hacer nada por usted. Discúlpeme, pero no veo la finalidad de pagar treinta mil dólares de enseñanza para estudiar simplemente con un solo profesor.
Pensé que esa cuestión competía al Fondo de Dotación de Hampden College, pero no dije una palabra.
Se reclinó en el respaldo de la silla.
—Perdóneme, pero pensé que el elitismo del señor Morrow le repugnaría —dijo—. Francamente, es la primera vez que oigo que acepta a un alumno que disfruta de una beca tan considerable. Hampden College es una institución democrática y, por tanto, no se basa en tales principios.
—Bueno, no debe de ser tan elitista si me ha aceptado —dije.
No captó mi sarcasmo.
—Me inclino a especular que no está enterado de que usted recibe una ayuda —dijo, muy serio.
—Bueno, si no lo sabe, no voy a ser yo quien se lo diga.
Julian impartía las clases en su despacho. Éramos muy pocos y, por otra parte, ningún aula podía compararse a aquella habitación en términos de comodidad o privacidad. Sostenía la teoría de que los alumnos aprendían mejor en un ambiente agradable, no escolástico; y aquel lujoso invernáculo que tenía por despacho, con flores por doquier en pleno invierno, era una especie de microcosmos platónico de lo que en su opinión tenía que ser un aula. («¿Trabajo? —me dijo un día, sorprendido, cuando me referí a nuestras actividades con esta palabra—. ¿Realmente cree que lo que hacemos aquí es trabajar?». «¿Cómo podría llamarlo, si no?». «Yo lo llamaría el más glorioso de los juegos»).
Cuando me encaminaba hacia allí mi primer día de clase, vi a Francis Abernathy cruzando el prado con paso majestuoso, como un pájaro negro, con su abrigo ondeando al viento, oscuro cual cuervo. Iba ensimismado, fumando un cigarrillo, pero la idea de que pudiera verme me produjo una inexplicable ansiedad. Me escondí en un portal y esperé a que pasara.
Al llegar al rellano de la escalera del ateneo, me sobresalté al verlo sentado en el alféizar de la ventana. Le eché una ojeada rápida y luego aparté la vista, y cuando me disponía a dirigirme al vestíbulo me dijo:
—Espera. —Su voz era fría y bostoniana, casi británica.
Me volví.
—¿Tú eres el nuevo neanias? —preguntó con sorna.
El nuevo hombre joven. Respondí que sí.
—Cubitum eamus?
—¿Cómo?
—Nada.
Cogió el cigarrillo con la mano izquierda y me ofreció la derecha. Era huesuda y de piel suave, como la de una adolescente.
No se molestó en presentarse. Tras un breve e incómodo silencio, le dije mi nombre.
Dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventana abierta.
—Ya sé quién eres —dijo.
Henry y Bunny estaban ya en el despacho; Henry leía un libro y Bunny, inclinado sobre la mesa, le hablaba en voz alta, muy serio.
—… de mal gusto, eso es lo que es, tío. Me decepcionas. Creía que tenías un poco más de savoir faire, si no te importa que te lo diga…
—Buenos días —dijo Francis entrando detrás de mí y cerrando la puerta.
Henry levantó la vista y saludó con la cabeza, luego volvió a su libro.
—¡Hola! —dijo Bunny, y luego—: ¡Ah, hola! —dirigiéndose a mí—. Adivina —le dijo a Francis—, Henry se ha comprado una pluma Montblanc.
—¿De verdad? —preguntó Francis.
Bunny meneó la cabeza en dirección a la copa de plumas brillantes y negras que había en el escritorio.
—Le he dicho que vaya con cuidado o Julian pensará que se la ha robado.
—Estaba conmigo cuando la compré —dijo Henry sin levantar la vista del libro.
—Por cierto, ¿cuánto cuestan esas cosas? —preguntó Bunny.
No hubo respuesta.
—Venga, ¿cuánto? ¿Trescientos dólares? —Se apoyó con todo su notable peso en la mesa—. Recuerdo que solías decir lo feas que eran. Solías decir que nunca en tu vida escribirías con algo que no fuera una pluma normal y corriente, ¿no es cierto?
Silencio.
—Déjame verla otra vez, ¿quieres? —le pidió Bunny.
Henry dejó el libro, buscó en el bolsillo de su camisa y sacó la pluma, dejándola sobre la mesa.
—Aquí la tienes.
Bunny la cogió y empezó a hacerla girar con los dedos.
—Es como aquellos lápices gruesos que usaba cuando iba a la escuela primaria —dijo—. ¿Te convenció Julian de que la compraras?
—Quería una pluma estilográfica.
—Esa no es la razón por la que te compraste esta.
—Estoy harto de hablar del tema.
—Yo creo que es de mal gusto.
—Tú —dijo Henry, cortante— no eres el más adecuado para hablar de gusto.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Bunny permaneció reclinado en el respaldo de la silla.
—Vamos a ver, ¿qué clase de plumas utilizamos todos aquí? —dijo con tono familiar—. François, tú eres un hombre de plumilla y tintero como yo, ¿no?
—Más o menos.
Me señaló con el dedo como si fuera el moderador de un debate televisivo.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas? ¿Robert? ¿Qué clase de plumas te enseñaron a usar en California?
—Bolígrafo —dije.
Bunny asintió con la cabeza.
—Un hombre honesto, caballeros. Gustos sencillos. Pone sus cartas sobre la mesa. Así me gusta.
Se abrió la puerta y entraron los gemelos.
—¿Por qué chillas, Bun? —le preguntó Charles, risueño, mientras cerraba la puerta de un puntapié—. Te hemos oído desde el vestíbulo.
Bunny se lanzó a explicar la historia de la pluma Montblanc. Incómodo, me acerqué al rincón y empecé a examinar los libros de la estantería.
—¿Cuánto tiempo has estudiado a los clásicos? —dijo una voz muy cerca. Era Henry, que se había girado en la silla para mirarme.
—Dos años —contesté.
—¿Qué has leído en griego?
—El Nuevo Testamento.
—Bueno, naturalmente has leído Koiné —dijo, irritado—. ¿Qué más? Homero, seguro. Y los poetas líricos.
Estos, lo sabía, eran la especialidad de Henry. Me daba miedo mentir.
—Un poco.
—¿Y Platón?
—Sí.
—¿Todo Platón?
—Algo.
—Pero todo traducido, ¿no?
Vacilé demasiado rato. Me miró, incrédulo.
—¿No?
Hundí las manos en los bolsillos de mi abrigo nuevo.
—La mayor parte —dije, lo que estaba lejos de ser cierto.
—¿La mayor parte de qué? ¿Te refieres a los diálogos? ¿Y qué me dices de cosas más tardías? ¿Plotino?
—Sí —mentí. Nunca he leído, hasta ahora, una palabra de Plotino.
—¿Qué?
Por desgracia, mi mente se quedó en blanco y no se me ocurrió absolutamente nada que tuviera la seguridad de que fuese de Plotino. ¿Las Églogas? No, maldita sea, eso era de Virgilio.
—En realidad, Plotino no me interesa demasiado —dije.
—¿No? ¿Por qué?
Era como un policía en un interrogatorio. Pensé con tristeza en mi antigua clase, la que había dejado por esta: introducción al drama, con el alegre señor Lanin, que hacía que nos tumbáramos en el suelo y realizásemos ejercicios de relajación mientras él paseaba a nuestro alrededor y decía cosas como: «Ahora imaginaos que vuestro cuerpo se llena de un fluido frío y naranja».
No había respondido a la pregunta sobre Plotino con la suficiente celeridad para gusto de Henry. Dijo algo en latín rápidamente.
—¿Cómo dices?
Me miró con frialdad.
—Déjalo —contestó, y se encorvó de nuevo sobre su libro.
Para ocultar mi consternación, me volví hacia la estantería.
—¿Ya estás contento? —le oí decir a Bunny—. Seguro que le has dado un buen repaso, ¿eh?
Para mi alivio, Charles vino a saludarme. Era simpático y muy tranquilo, pero apenas acabábamos de intercambiar un saludo, cuando se abrió la puerta y se hizo un silencio. Julian entró en la habitación y cerró la puerta con cuidado.
—Buenos días —dijo—. ¿Ya conocéis al nuevo alumno?
—Sí —dijo Francis con un tono que me pareció aburrido, mientras le ofrecía una silla a Camilla y se sentaba en la suya.
—Estupendo. Charles, ¿podrías poner el agua a hervir para el té?
Charles fue a una pequeña antecámara, no mayor que un armario, y oí correr el agua. (Nunca supe exactamente qué había en aquella antecámara, ni cómo Julian, de vez en cuando, se las arreglaba para sacar de allí, como por arte de magia, comidas de cuatro platos). Luego salió cerrando la puerta tras él, y se sentó.
—Bien —dijo Julian mirando en torno de la mesa—. Espero que estemos todos preparados para dejar el mundo fenomenológico y entrar en el sublime.
Era un orador maravilloso, un orador mágico, y me gustaría ser capaz de dar una idea más exacta de lo que dijo, pero a un intelecto mediocre le es imposible reproducir el discurso de un intelecto superior, sobre todo después de tantos años, sin que se pierda una buena parte en la transcripción. Aquel día la discusión versó acerca de la pérdida de sí mismo, las cuatro locuras divinas de Platón, la locura de todas clases. Empezó hablando de lo que él llamaba la carga del yo, y de por qué la gente quiere ante todo perder el yo.
—¿Por qué nos atormenta tanto esa vocecita obstinada en el interior de nuestras cabezas? —dijo, mirando en torno de la mesa—. ¿Será porque nos recuerda que estamos vivos, nuestra mortalidad, nuestra alma individual, a la que, después de todo, nos asusta rendirnos y sin embargo hace que nos sintamos más desgraciados que ninguna otra cosa? Pero ¿no es el dolor lo que a menudo nos hace conscientes de nosotros mismos? Es terrible aprender de niño que uno es algo separado del resto del mundo, que nada ni nadie sufre con nosotros cuando nos escaldamos la lengua o nos hacemos un rasguño en una rodilla, que nuestros males y dolores son solo nuestros. Aún más terrible, a medida que crecemos, es aprender que nadie, por muy querido que sea, podrá nunca comprendernos de verdad. Nuestro propio yo nos hace profundamente infelices, y esa es la razón por la cual estamos tan ansiosos de perderlo, ¿no lo creéis así? ¿Recordáis las Erinias?
—Las Furias —dijo Bunny, con los ojos brillantes y extraviados detrás del flequillo.
—Exacto. ¿Y cómo enloquecían a la gente? Subían el volumen del monólogo interior, magnificaban hasta el límite las características que ya existían en alguien y hacían que la persona fuera tan sí misma que no podía soportarlo.
»¿Y cómo podemos perder este yo enloquecedor, perderlo por completo? ¿Con el amor? Sí, pero el viejo Céfalo oyó a Sófocles decir un día que hasta el último de nosotros sabe que el amor es un maestro cruel y terrible. La persona pierde su yo en favor del otro, pero al hacerlo se esclaviza y se convierte en un desdichado. ¿Con la guerra? Se puede perder el yo en la alegría de la batalla, luchando por una causa gloriosa, pero hoy en día no hay muchas causas gloriosas. —Se rió—. Aunque después de haber leído a Jenofonte y a Tucídides me atrevería a decir que no hay demasiados jóvenes tan versados en tácticas militares como vosotros. Estoy seguro de que, si quisierais, seríais capaces de marchar sobre Hampden y tomarla vosotros solos.
Henry se rió:
—Podríamos hacerlo esta tarde, con seis hombres.
—¿Cómo? —preguntaron todos al unísono.
—Uno corta la línea telefónica y la eléctrica, otro se sitúa en el puente de Battenkill, otro en la carretera principal que va al norte. Los demás podríamos avanzar desde el sur y el oeste. No somos muchos, pero si nos repartiésemos, podríamos cerrar todos los demás accesos… —levantó la mano con los dedos muy separados— y avanzar hasta el centro desde todos los puntos. —Los dedos se cerraron en puño—. Desde luego, contaríamos con la ventaja de la sorpresa —agregó, y la frialdad de su voz me produjo escalofríos.
Julian se rió.
—¿Y cuántos años hace que los dioses han dejado de intervenir en las guerras de los hombres? Espero que Apolo y Atenea Niké bajen a luchar a nuestro lado, «invitados o no», como dijo el oráculo de Delfos a los espartanos. Imaginad qué héroes seríais.
—Semidioses —dijo Francis riendo—. Podríamos sentarnos en tronos en la plaza del pueblo.
—Y los comerciantes del lugar os pagarían su tributo.
—Oro. Pavos reales y marfil.
—Queso Cheddar y galletas corrientes sería más probable —dijo Bunny.
—El derramamiento de sangre es algo terrible —dijo Julian, impaciente (el comentario acerca de las galletas le había molestado)—, pero las partes más sanguinarias de Homero y Esquilo son a menudo las más magníficas, por ejemplo ese discurso glorioso de Clitemnestra en Agamenón que a mí me gusta tanto. Camilla, tú eras nuestra Clitemnestra cuando hicimos la Orestíada, ¿te acuerdas de algún fragmento?
La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara. Bajo una luz tan intensa mucha gente parece demacrada, pero sus facciones, claras y delicadas, estaban iluminadas de tal manera que era asombroso mirarla: sus ojos, pálidos y radiantes, de negras pestañas, la luz trémula y dorada en su sien que se mezclaba gradualmente con su cabello lustroso, cálido como la miel.
—Me acuerdo un poco —dijo.
Con la mirada perdida en algún lugar de la pared por encima de mi cabeza, empezó a recitar los versos. Yo tenía la vista clavada en ella. ¿Tenía novio? ¿Francis, tal vez? Eran muy amigos, pero Francis no daba la impresión de interesarse demasiado por las chicas. No es que yo tuviera muchas posibilidades, frente a todos aquellos chicos inteligentes y ricos, vestidos con traje oscuro; yo, con mis manos toscas y mis modales pueblerinos.
Su voz, en griego, sonaba áspera, grave y encantadora.
Y así, murió, y su espíritu vomitó;
exhaló, entonces, un chorro de sangre impetuoso,
y me salpicó con gotas oscuras de sangriento rocío;
y yo me alegré no menos que las mieses ante el agua
de Zeus cuando está grávida la espiga.
Cuando terminó se hizo un breve silencio; para mi sorpresa, Henry le guiñó solemnemente desde el otro lado de la mesa.
Julian sonrió.
—Qué hermoso pasaje —dijo—. Nunca me cansaría de escucharlo. Pero ¿cómo es posible que algo tan horrible, una reina que apuñala a su esposo en la bañera, nos parezca tan bello?
—Es el metro —comentó Francis—. El trímetro yámbico. Esas partes realmente terribles del Infierno, por ejemplo, Pier de Medicina con la nariz cortada hablando por una raja sanguinolenta en la tráquea…
—Se me ocurren cosas peores —dijo Camilla.
—Y a mí. Pero ese pasaje es bello y es a causa de la terza rima. Su música. El trímetro tañe como una campana en el parlamento de Clitemnestra.
—Pero el trímetro yámbico es bastante común en la lírica griega, ¿no? —dijo Julian—. ¿Por qué resulta este pasaje en particular tan impresionante? ¿Por qué no nos atrae uno más tranquilo y agradable?
—Aristóteles dice en la Poética —apuntó Henry— que cosas tales como los cadáveres, desagradables de ver en sí mismos, pueden volverse deliciosos de contemplar en una obra de arte.
—Y yo creo que Aristóteles está en lo cierto. Después de todo, ¿cuáles son las escenas de la poesía que quedan grabadas en nuestra memoria, las que más nos gustan? Precisamente estas. El asesinato de Agamenón y la cólera de Aquiles. Dido en la pira funeraria. Las dagas de los traidores y la sangre de César… ¿Os acordáis de cómo Suetonio describe que se llevan su cuerpo en una litera y un brazo le cuelga fuera?
—La muerte es la madre de la belleza —dijo Henry.
—¿Y qué es la belleza?
—El terror.
—Bien dicho —coincidió Julian—. La belleza raramente es suave o consoladora. Más bien al contrario. La genuina belleza siempre es bastante sobrecogedora.
Miré a Camilla. Su cara resplandecía a la luz del sol, y pensé en aquel verso de la Ilíada que me gusta tanto, acerca de Palas Atenea y sus terribles ojos centelleantes.
—Y si la belleza es terror —dijo Julian—, entonces, ¿qué es el deseo? Creemos tener muchos deseos, pero de hecho solo tenemos uno. ¿Cuál es?
—Vivir —dijo Camilla.
—Vivir eternamente —añadió Bunny con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
La tetera empezó a silbar.
Cuando las tazas estuvieron en la mesa y Henry, sombrío como un mandarín, hubo servido el té, empezamos a hablar de la locura inducida por los dioses: poética, profética y, finalmente, dionisíaca.
—Que es, con mucho, la más misteriosa —dijo Julian—. Estamos acostumbrados a pensar que los éxtasis religiosos solo se dan en las sociedades primitivas, pero se producen frecuentemente en los pueblos más cultivados. La verdad es que los griegos no eran muy diferentes de nosotros. Eran un pueblo muy convencional, extraordinariamente civilizado y bastante reprimido. Y, sin embargo, con frecuencia se entregaban en masse al más salvaje de los entusiasmos (danzas, delirios, matanzas, visiones), lo que a nosotros, imagino, nos parecería una locura clínica, irreversible. Pero los griegos (en cualquier caso algunos) podían entrar y salir de ese arrebato cuando querían. No podemos descartar estos relatos como si fueran mitos. Están bastante bien documentados, a pesar de que a los comentaristas antiguos les desconcertaban tanto como a nosotros. Algunos dicen que todo era resultado de la oración y el ayuno; según otros, lo ocasionaba la bebida. Sin duda la naturaleza colectiva de la historia también tiene que ver con ello. Y aun así, es difícil explicar el radicalismo de este fenómeno. Al parecer, los participantes en la fiesta eran arrojados a un estado no racional, preintelectual, en que la racionalidad era reemplazada por algo totalmente diferente, y por diferente entiendo, según todos los indicios, no mortal. Inhumano.
Pensé en Las bacantes, una obra cuya violencia y crueldad hacían que me sintiera incómodo, así como el sadismo de su dios sanguinario. Comparada con otras tragedias dominadas por principios de justicia reconocibles, por muy crueles que fueran, esta representaba el triunfo de la barbarie —oscura, caótica e inexplicable— sobre la razón.
—No nos gusta admitirlo —prosiguió Julian—, pero la idea de perder el control es la que más fascina a la gente controlada, como nosotros. Todos los pueblos verdaderamente civilizados (los antiguos no menos que nosotros) se han civilizado a sí mismos mediante una represión deliberada de su antiguo yo, su yo animal. ¿Somos nosotros, los que estamos en esta habitación, realmente muy distintos de los griegos o de los romanos, obsesionados por el deber, la piedad, la lealtad, el sacrificio? ¿Todas esas cosas que para el gusto moderno son tan frías?
Miré las seis caras alrededor de la mesa. Para el gusto moderno eran algo frías. Imagino que cualquier otro profesor no hubiera tardado ni cinco minutos en llamar al asesor psicológico si hubiera oído lo que Henry había dicho acerca de armar a la clase de griego y marchar sobre Hampden.
—Y es una tentación para cualquier persona inteligente, especialmente para perfeccionistas como los antiguos o nosotros, intentar matar nuestro yo primitivo, emotivo, ansioso. Pero es un error.
—¿Por qué? —preguntó Francis, inclinándose ligeramente hacia delante.
Julian enarcó una ceja; alzó la cabeza, con su larga y sabia nariz hacia arriba, como el etrusco de un bajorrelieve.
—Porque es peligroso ignorar la existencia de lo irracional. Cuanto más cultivada es una persona, cuanto más inteligente y más reprimida, más necesita algún medio de canalizar los impulsos primitivos que tanto se ha esforzado en suprimir. De otro modo, esas poderosas y antiguas fuerzas se concentrarán y fortalecerán hasta que sean lo bastante violentas para estallar, con más violencia a causa de la demora, a menudo lo suficientemente fuertes para destruir por completo la voluntad. Como advertencia de lo que sucede sin esa válvula de escape tenemos el ejemplo de los romanos. Los emperadores. Por ejemplo, pensad en Tiberio, el feo hijastro que intentaba vivir con arreglo a la autoridad de su padrastro Augusto. Pensad en la tremenda, imposible tensión que tuvo que soportar, obligado a seguir los pasos de un salvador, de un dios. El pueblo lo odiaba. Por mucho que lo intentara, nunca fue lo bastante bueno, nunca pudo librarse de su odioso yo, y al final las compuertas se rompieron. Se entregó a sus perversiones y murió, viejo y loco, perdido en los deliciosos jardines de Capri. Ni siquiera fue feliz allí, como se podía haber esperado, sino desdichado. Antes de morir, escribió una carta al Senado: «Ojalá todos los dioses y las diosas me visitaran trayendo una destrucción más completa que la que sufro cada día». Pensad en los que lo sucedieron. Calígula, Nerón.
Hizo una pausa.
—El genio romano, y tal vez su defecto —dijo—, era la obsesión por el orden. Se ve en su arquitectura, en su literatura, en sus leyes. Esa feroz negación de la oscuridad, la sinrazón, el caos. —Se rió—. Es fácil comprender por qué los romanos, por lo general tan tolerantes con las religiones extranjeras, persiguieron sin piedad a los cristianos: qué absurdo pensar que un delincuente común había resucitado de entre los muertos, qué detestable que sus seguidores lo celebraran bebiendo su sangre. Lo ilógico de esta religión los aterrorizaba, e hicieron todo lo posible para aplastarla. De hecho, creo que si adoptaron medidas tan drásticas fue no solo porque los aterrorizaba, sino porque los atraía con intensidad. Los pragmáticos son a menudo extrañamente supersticiosos. A pesar de toda su lógica, ¿quién vivía en un terror más abyecto de lo sobrenatural que los romanos?
»Los griegos eran diferentes. Sentían pasión por el orden y la simetría, como los romanos, pero sabían cuán insensato era negar el mundo oculto, los viejos dioses. Emoción, oscuridad, barbarie. —Miró un momento al techo, con una expresión casi turbada—. ¿Recordáis lo que decíamos antes, que las cosas sangrientas y terribles son a veces las más bellas? —continuó—. Es una idea muy griega y muy profunda. La belleza es terror. Temblamos ante todo lo que llamamos bello. ¿Y hay algo más terrorífico y bello, para almas como las griegas o las nuestras, que perder por completo el control? ¿Librarnos de las cadenas del ser por un instante, suprimir el accidente de nuestro yo mortal? Eurípides habla de las Ménades: la cabeza echada hacia atrás, la garganta hacia las estrellas, “más parecían ciervos que seres humanos”. ¡Ser absolutamente libre! Desde luego, es posible rechazar estas pasiones destructivas con medios más vulgares y menos eficaces. Pero ¡qué glorioso liberarlas en un único estallido! Cantar, gritar, danzar descalzo por los bosques en plena noche, con tan poca conciencia de la mortalidad como un animal. Son misterios poderosos. El bramido de los toros. Manantiales de miel borbotando de la tierra. Si tenemos un alma lo bastante fuerte, podemos arrancarnos el velo y contemplar cara a cara la desnuda y terrible belleza; dejar que el dios nos consuma, nos devore, nos quiebre los huesos. Y luego nos escupa renacidos.
Estábamos todos inclinados hacia delante, inmóviles. Yo tenía la boca abierta y era consciente de cada bocanada de aire.
—Y en esto, para mí, radica la terrible seducción del ritual dionisíaco. Es difícil de imaginar para nosotros, ese fuego de puro ser.
Terminada la clase, bajé como un sonámbulo; la cabeza me daba vueltas, pero era aguda, dolorosamente consciente de que estaba vivo; era joven y hacía un día hermoso; el cielo era de un azul profundo, casi hiriente; el viento esparcía las hojas rojas y amarillas en un torbellino de confeti.
La belleza es terror. Temblamos ante todo lo que llamamos bello.
Aquella noche escribí en mi diario: «Ahora los árboles están esquizofrénicos y han empezado a perder el control, encolerizados por la conmoción de sus nuevos colores, llameantes. Alguien —¿era Van Gogh?— dijo que el naranja es el color de la demencia. La belleza es terror. Queremos que nos devore, ocultarnos en ese fuego que nos purifica».
Entré en la oficina de correos (estudiantes aburridos, ninguna novedad) y, todavía absurdamente exaltado, garabateé una postal para mi madre (arces rojos, un riachuelo en la montaña). Una frase al dorso aconsejaba: «Planee un viaje a Vermont para ver la caída de las hojas entre el 25 de septiembre y el 15 de octubre, época en que está en su momento culminante».
Cuando me disponía a echarla en la ranura del buzón que decía «fuera de la ciudad», vi a Bunny al otro lado de la sala, de espaldas a mí, examinando la hilera de casillas numeradas. Se detuvo ante la que aparentemente me pertenecía y se encorvó para introducir algo en ella. Luego se irguió de una manera subrepticia y salió presuroso, con las manos en los bolsillos y el cabello cayéndole desordenadamente.
Esperé hasta que se hubo marchado y me dirigí a mi casilla. Dentro encontré un sobre color crema. Era de papel grueso, crujiente y muy convencional, pero la escritura, a lápiz, era apretada e infantil como la de un párvulo. La nota que había en su interior también estaba escrita a lápiz; la letra, diminuta y desigual, costaba de leer:
Richard, colega
¿Qué te parecería si Almorzamos el Sábado hacia la una? Conozco un Magnífico lugar. Para unos cócteles. Yo invito. Ven, por favor.
Un abrazo,
BUN
P.D. ponte Corbata. Estoy seguro de que ibas a llevarla de todos modos, pero se sacarán alguna horrorosa del bolsillo y te arán [sic] Ponerla si No la llevas.
Examiné la nota, me la metí en el bolsillo y al salir casi choqué con el doctor Roland, que entraba por la puerta. Al principio no dio muestras de haberme reconocido. Pero justo cuando pensaba que me podría escapar, la agrietada maquinaria de su cara empezó a rechinar y una tarjeta de presentación descendió, dificultosamente, desde el polvoriento proscenio.
—¡Hola, doctor Roland! —dije, abandonando toda esperanza.
—¿Cómo va, chico?
Se refería a mi imaginario coche. Chitty-chitty-Bang-bang.
—Bien —dije.
—¿Lo llevaste a Redeemed Repair?
—Sí.
—Problemas con el colector.
—Sí —dije, y entonces me di cuenta de que le había contado que se trataba del carburador. Pero el doctor Roland había iniciado una conferencia informativa referente a los cuidados y funcionamiento de la junta del colector.
—Y ese —concluyó— es uno de los problemas principales de los coches extranjeros. Se malgasta una enorme cantidad de aceite de esta manera. Esas latas de Penn State van muy bien, pero no se encuentran fácilmente.
Me lanzó una mirada significativa.
—¿Quién te vendió la junta? —preguntó.
—No me acuerdo —dije, muerto de aburrimiento y deslizándome imperceptiblemente hacia la puerta.
—¿Fue Bud?
—Creo que sí.
—O Bill. Bill Hundy es bueno.
—Creo que fue Bud —dije.
—¿Qué opinas de ese viejo arrendajo azul?
No estaba seguro de si se refería a Bud o a un arrendajo azul de verdad, o si nos estábamos introduciendo en el terreno de la demencia senil.
A veces resultaba difícil creer que el doctor Roland fuera profesor titular del departamento de ciencias sociales de aquella distinguida escuela universitaria. Parecía más bien uno de esos vejetes parlanchines que se sientan a tu lado en el autobús y empiezan a mostrarte pedacitos de papel que guardan doblados en la cartera.
Estaba repitiendo parte de la información que me había proporcionado antes acerca de la junta del colector y yo esperaba la ocasión oportuna para recordar, de pronto, que llegaba tarde a una cita, cuando el amigo del doctor Roland, el doctor Blind, subió trabajosamente la escalera, radiante, apoyándose en su bastón. El doctor Blind (pronunciado «Blend») tenía unos noventa años y desde hacía cincuenta daba un curso llamado «Subespacios Invariables», célebre tanto por su monotonía y casi absoluta ininteligibilidad como por el hecho de que el examen final, hasta donde todo el mundo podía recordar, consistía siempre en el mismo cuestionario de sí o no. El cuestionario tenía tres páginas, pero la respuesta era siempre «sí». Eso era lo único que había que saber para aprobar «subespacios invariables».
Era, si cabe, un charlatán todavía mayor que el doctor Roland. Juntos, parecían una de esas alianzas de los superhéroes de cómic invencibles, una inconquistable confederación de aburrimiento y confusión. Mascullé una excusa y me escabullí, abandonándolos a sus propios y formidables recursos.