9

Un mundo de posibilidades

I

Ocho años después, cuando ya había dejado los estudios y trabajaba para Hobie, al salir una tarde del Bank of New York y subir por Madison disgustado y absorto en mis pensamientos, oí que alguien me llamaba por mi nombre.

Me volví. La voz me sonaba pero no reconocí al hombre: de unos treinta años, más corpulento que yo, con unos ojos grises taciturnos y el pelo rubio descolorido hasta los hombros. La ropa que llevaba —traje holgado de tweed, jersey grueso de cuello cruzado— era más apropiada para ir por el campo que por una calle de ciudad; y tenía un indefinible aire de privilegiado venido a menos, alguien que ha dormido en los sofás de sus amigos, consumido muchas drogas y dilapidado una buena parte de la fortuna de sus padres.

—Soy Platt —dijo—. Platt Barbour.

—Platt —repetí tras unos momentos de perplejidad—. Dios mío, cuánto tiempo.

Era difícil reconocer en ese transeúnte formal y atento al bruto que jugaba a lacrosse del pasado. Habían desaparecido la insolencia, la vieja chispa agresiva; ahora parecía desgastado y en sus ojos había un brillo anhelante y fatalista. Podría haber sido un marido infeliz de los barrios periféricos preocupado por una mujer infiel, o un maestro desacreditado en un colegio de segunda categoría.

—Dime, Platt, ¿cómo estás? —le pregunté después de un silencio incómodo, retrocediendo un paso—. ¿Sigues viviendo en la ciudad?

—Sí —respondió, llevándose una mano a la nuca, visiblemente cohibido—. En realidad, acabo de empezar en un nuevo empleo. —No había envejecido bien; en los viejos tiempos él era el hermano más rubio y más atractivo, pero se le había ensanchado la mandíbula y la cintura, y embrutecido la cara alejándolo de la perversa belleza Jungvolk de antaño—. Ahora trabajo para una editorial académica. Blake-Barrows. Están en Cambridge pero tienen una oficina aquí.

—Eso es estupendo —dije, como si hubiera oído hablar de la editorial; e hice un gesto de aprobación, jugueteando con las monedas que tenía en el bolsillo, planeando ya el modo de escapar—. Bueno, me alegro mucho de verte. ¿Cómo está Andy?

Su cara permaneció impávida.

—¿No lo sabes?

—Bueno… —Titubeé—. Me dijeron que estaba en el MIT. Me encontré a Win Temple por la calle hace un par de años y me dijo que Andy había obtenido una beca en… ¿astrofísica? —Incómodo bajo su mirada, añadí nervioso—: La verdad es que no he estado muy en contacto con los amigos del colegio…

Platt se deslizó la mano por la nuca.

—Lo siento. No creo que supiéramos cómo ponernos en contacto contigo. Todavía hay mucha confusión. Pero pensé que a estas alturas ya te habrías enterado.

—¿Enterado de qué?

—Ha muerto.

—¿Andy? —le pregunté, y como él no reaccionaba, añadí—: No.

Una mueca momentánea, que desapareció casi en cuanto la vi.

—Sí. Me temo que fue muy desagradable. Andy y papá.

—¿Cómo has dicho?

—Hace cinco meses. Se ahogaron los dos.

Bajé la vista hacia la acera.

—No.

—El barco se volcó. A la altura del puerto de Northeast. No estábamos tan lejos en realidad. Quizá no deberíamos haber salido, pero papá, bueno, ya sabes cómo era…

—Dios mío.

Allí de pie en aquella incierta tarde de primavera, rodeado de niños que acababan de salir del colegio, me sentí tan atónito y confuso como si me hubieran gastado una broma de mal gusto. Aunque en el transcurso de los años había pensando a menudo en Andy, y en un par de ocasiones faltó muy poco para que lo viera, no habíamos vuelto a ponernos en contacto tras mi regreso a Nueva York. Yo estaba convencido de que tarde o temprano me lo encontraría, del mismo modo que me había encontrado a Win, a James Villiers, a Martina Lichtblau y a otros del colegio. Pero si bien a menudo me planteaba llamarlo para saludar, por alguna razón nunca lo hice.

—¿Estás bien? —me preguntó Platt masajeándose la nuca, tan incómodo como yo.

—Hummm… —Me volví hacia el escaparate para serenarme, y mi fantasma transparente se volvió para saludarme mientras pasaban hordas de gente detrás de mí—. Dios mío, no puedo creerlo. No sé qué decir.

—Siento haberlo soltado aquí en mitad de la calle —dijo Platt frotándose la mandíbula—. Tienes mala cara.

Eso era algo que habría dicho el señor Barbour. Con una punzada lo recordé registrando los cajones de la habitación de Platt y ofreciéndose a encender la chimenea. «Qué horrible es todo lo que ha ocurrido, santo cielo».

—¿Tu padre también? —le pregunté, parpadeando como alguien que acaba de despertarse de un sueño profundo—. ¿Eso es lo que has dicho?

Miró alrededor con la barbilla levantada en un gesto que por un instante me recordó al arrogante Platt de antaño, luego echó una ojeada al reloj.

—Oye, ¿tienes un minuto?

—Bueno…

—Vamos a tomar algo —dijo, poniéndome una mano en el hombro con tanta fuerza que me estremecí—. Conozco un lugar tranquilo en la Tercera Avenida. ¿Qué dices?

II

Estábamos sentados en el bar casi vacío, un tugurio en otro tiempo famoso, revestido de paneles de roble y con banderines de las universidades más prestigiosas en las paredes, que ahora olía a grasa de hamburguesa; Platt divagaba con un tono monocorde y agitado, y tan bajo que tenía que esforzarme para seguirlo.

—Papá… —dijo bajando la vista hacia su ginebra con lima, la bebida de la señora Barbour—. No nos atrevíamos a hablar de ello, pero… Desequilibrio químico, así es como lo describió nuestra abuela. Trastorno bipolar. Tuvo su primer episodio, ataque o como se llame en la Facultad de Derecho de Harvard, cuando hacía primero. Nunca llegó a segundo. Todos esos intereses y planes descabellados…, era combativo en clase, hablando cuando no tocaba, y se dedicó a escribir un poema épico tan largo como un libro sobre el ballenero Essex que no era más que un montón de tonterías. Luego su compañero de habitación, que al parecer era para él una influencia más estabilizadora de lo que todos pensaban, se fue un semestre a Alemania y…, en fin, mi abuelo tuvo que ir en tren a Boston para buscarlo. Lo habían detenido por encender una hoguera ante la estatua de Samuel Eliot Morison, en Commonwealth Avenue, y oponer resistencia a la policía.

—Yo sabía que había tenido problemas, pero no que fuera tan serio.

Platt miró fijamente su copa antes de apurarla.

—Bueno, eso fue mucho antes de que yo naciera. Las cosas cambiaron cuando se casó con mamá; hacía tiempo que se medicaba, aunque después de eso nuestra abuela nunca confió del todo en él.

—¿Después de qué?

—Bueno, los nietos nos llevábamos bastante bien con ella —se apresuró a decir Platt—. Aunque no te imaginas los problemas que causó papá cuando era joven…, dilapidó una fortuna, hubo peleas y ataques de cólera terribles, tuvo muchos problemas con chicas menores de edad…, él lloraba y se disculpaba, pero luego volvía a las andadas… Gaga siempre le echó la culpa del infarto del abuelo, estaba discutiendo con él en su despacho cuando lo tuvo. Pero una vez que papá empezó a medicarse se convirtió en un corderito. Un padre maravilloso…, bueno, ya lo sabes. Era maravilloso con nosotros los niños.

—Era un hombre encantador cuando yo lo conocí.

—Sí. —Platt se encogió de hombros—. Podía serlo. Después de casarse con mamá estuvo estable un tiempo. Luego no sé qué pasó. Hizo unas inversiones muy imprudentes…, esa fue la primera señal. Llamadas a horas vergonzosamente intempestivas a conocidos y esa clase de cosas. Posteriormente se obsesionó con una universitaria que hacía prácticas en su oficina…, una chica cuya familia conocía mamá. Fue muy duro.

Por alguna razón me emocionó mucho que llamara «mamá» a la señora Barbour.

—Nunca me enteré de nada de todo eso.

Platt frunció el entrecejo: una expresión de impotencia y resignación que sacó a relucir un fuerte parecido con Andy.

—Nosotros apenas nos enteramos de nada…, me refiero a sus hijos —dijo con amargura, deslizando el pulgar por el mantel—. «Papá está enfermo», eso fue todo lo que nos dijeron. Yo estaba fuera estudiando cuando lo mandaron al hospital. No me dejaron hablar con él por teléfono, dijeron que estaba demasiado enfermo, y durante semanas enteras pensé que había muerto y que no querían decírmelo.

—Me acuerdo de eso. Fue horrible.

—¿A qué te refieres?

—Hum, a los problemas de los nervios.

—Sí, bueno… —Me sorprendió el destello de cólera que vi en sus ojos—, ¿y cómo iba a saber yo si eran «problemas de los nervios», un cáncer terminal o qué coño? «Andy es tan sensible…» «Andy está mejor en la ciudad…» «No creemos que a Andy le vaya bien ir al internado…» Bueno, yo solo puedo decir que en cuanto aprendí a atarme los cordones de los zapatos, mamá y papá me despacharon a un estúpido colegio ecuestre llamado Prince George, que era de quinta fila pero, oh, la experiencia me forjaría el carácter y sería una preparación excelente para Groton; además, admitían a chicos muy jóvenes, desde los siete hasta los trece años. Deberías haber visto el folleto, campos de cacería en Virginia y demás, solo que no eran todo colinas verdes y paseos a caballo como parecía por las fotos. Fui aplastado en una cuadra del establo y me rompí el hombro, y estuve en la enfermería con vistas al desolado camino de acceso por el que no venía ningún coche. No vino a verme nadie, ni siquiera Gaga. Además, el médico era un borracho y me curó mal el hombro. Todavía me da problemas. He odiado los caballos hasta el puto día de hoy.

»En fin… —Cambió conscientemente de tono—. Me arrancaron de allí y me metieron en Groton cuando las cosas con papá se pusieron realmente mal y lo encerraron. Al parecer hubo un incidente en el metro… Las versiones son contradictorias, pues papá decía una cosa y los policías decían otra, pero… —arqueó las cejas en un singular gesto amanerado e impregnado de humor negro— mi padre fue a parar a un centro para tarados. ¡Ocho semanas! Sin cinturón, ni cordones en los zapatos, ni objetos punzantes. Pero allí lo sometieron a una terapia de electrochoque que de verdad pareció surtir efecto, porque cuando salió era otro. Bueno, ya te acuerdas. Casi el Padre del Año.

Recordé mi desagradable encuentro por la calle con el señor Barbour, pero decidí no sacarlo a colación.

—¿Qué pasó entonces?

—Ya lo sabes. Hace unos años volvió a tener problemas y tuvieron que ingresarlo otra vez.

—¿Qué clase de problemas?

—Bueno… —Platt exhaló ruidosamente—, muy parecidos: llamadas vergonzosas, arrebatos en público, etcétera. No le pasaba nada, por supuesto. Estaba perfectamente. Todo empezó cuando hicieron unas obras en el edificio, que él no aprobaba, el ruido constante de los martillos y las sierras, y todas esas corporaciones que estaban destruyendo la ciudad…, nada que no fuera cierto, pero su condición se agravó hasta el punto de que creyó que lo seguían, lo fotografiaban y espiaban a todas horas. Escribió unas cartas descabelladas a varias personas, entre ellas unos clientes de su empresa…, se puso muy pesado en el club náutico y varios de los socios se quejaron, incluso algunos viejos amigos, y no me extraña.

»En fin, cuando papá regresó esa segunda vez del hospital, ya no era el mismo. Los altibajos eran menos extremos, pero ya no podía concentrarse y estaba todo el tiempo muy irritable. Hace unos seis meses cambió de médico, pidió una excedencia en el trabajo y se fue a Maine…, el tío Harry posee una casa en una pequeña isla de por allí, no vive nadie en ella aparte del guarda, y papá dijo que el aire del mar le sentaba bien. Organizamos turnos para estar con él… Andy se encontraba en Boston entonces, en el MIT, y lo último que quería era tener que cargar con papá, aunque por desgracia él estaba más cerca que los demás y fue el que más pringó.

—¿Tu padre no volvió… —no quería decir «centro para tarados»— al centro donde estuvo ingresado?

—Bueno, ¿cómo iba a convencerlo alguien para que fuera? No es fácil encerrar a alguien contra su voluntad, sobre todo cuando no quiere admitir que tiene un problema, y a esas alturas él no quería admitirlo. Además, nos hicieron creer que todo dependía de la medicación, que en cuanto surtiera efecto la nueva dosis se pondría bien del todo. El guarda nos mantenía informados, nos aseguró que comía bien y tomaba los medicamentos. Papá hablaba por teléfono cada día con su psiquiatra…, quiero decir que el médico dijo que todo iba bien —añadió a la defensiva—. Papá podía conducir, nadar o salir a navegar, si quería. Quizá no fue una gran idea salir con el barco tan tarde, pero las condiciones no eran malas, y ya conoces a papá. El marino intrépido y sus historias de hazañas y actos heroicos.

—Ya.

Había oído miles de historias del señor Barbour desviándose hacia «aguas movidas» que resultaban estar al nordeste, estado de emergencia en tres estados y el motor estropeado a lo largo de la costa del Atlántico, y Andy mareado y vomitando mientras achicaba el agua salada del barco. Noches con la embarcación inclinada, encallados en bancos de arena, en medio de la oscuridad bajo una lluvia torrencial. El mismo señor Barbour, riéndose a carcajadas mientras se tomaba su Virgin Mary y su huevos con beicon del domingo por la mañana, me había contado en más de una ocasión cómo él y sus hijos se habían visto empujados hasta el estrecho de Long Island durante un huracán, con la radio estropeada, y cómo la señora Barbour telefoneó a un sacerdote de San Ignacio de Loyola, en Park con la calle Ochenta y cuatro, y pasó toda la noche rezando (¡la señora Barbour!) hasta que llegó la llamada de la Guardia Costera diciendo que el barco había llegado a tierra. («El primer viento fuerte y sale pitando hacia Roma, ¿verdad, querida? ¡Ja!»).

—Papá… —Platt meneó la cabeza con tristeza—. Mamá solía decir que él nunca podría haber vivido en Manhattan si no hubiera sido una isla. En el interior se sentía desgraciado…, siempre suspiraba por el mar, tenía que verlo, olerlo… Recuerdo una vez que volvíamos de Connecticut en coche, yo era pequeño, y en lugar de ir derechos por la ochenta y cuatro hasta Boston tuvimos que desviarnos millas para bordear la costa. Siempre mirando hacia el Atlántico, era de verdad sensible a él y a los cambios que se producían en las nubes cuanto más te acercabas al océano. —Platt cerró un momento sus ojos gris cemento y luego los abrió; con una voz tan apagada que por un instante me pareció que lo había oído mal, añadió—: ¿Sabías que la hermana pequeña de papá se ahogó?

Parpadeé, sin saber qué decir.

—No, no lo sabía.

—Bueno, pues es cierto —dijo Platt con voz inexpresiva—. Kitsey se llama así por ella. Se cayó de un barco en el río East durante una fiesta; supuestamente se estaba divirtiendo, o eso es lo que dijeron todos, que fue un «accidente», pero cualquiera sabe que no hay que hacer eso, las corrientes eran peligrosísimas y se la llevaron consigo. Murió otro chico que saltó al agua para intentar rescatarla. Y luego estaba el tío de papá, Wendell, que en los años sesenta intentó nadar hasta la costa una noche que estaba medio borracho y que lo desafiaron a hacerlo… Quiero decir que papá solía gimotear que el agua era una fuente de vida para él, una fuente de eterna juventud y demás…, y por supuesto que lo era; pero para él no solo de vida, sino también de muerte.

No respondí. Las anécdotas del señor Barbour sobre navegación no convencían, ni ilustraban, ni siquiera estaban centradas en el deporte en sí; siempre sonaban a hazaña grandilocuente en medio de la catástrofe.

—Y… —la boca de Platt era una línea tensa— lo peor, claro está, era que en lo que se refería al mar se creía inmortal. ¡El hijo de Poseidón! ¡Insumergible! Cuanto más agitadas estaban las aguas, mejor. Las tormentas lo embriagaban. Un descenso de la presión atmosférica era para él como gas hilarante. Ese día en particular el mar estaba encrespado pero hacía calor; era uno de esos días soleados y brillantes en los que apetece navegar. Andy estaba irritado por tener que ir, se sentía un poco resfriado y estaba haciendo algo complicado en el ordenador, pero ninguno pensamos que hubiera un verdadero peligro. La idea era sacar a mi padre de casa para que se calmara y con suerte pasar por el restaurante del espigón e intentar que comiera algo. —Cruzó las piernas, inquieto—. Verás. Nos encontrábamos los dos solos en casa, Andy y yo, y, con franqueza, papá estaba un poco majara. Llevaba nervioso desde el día anterior, hablando de un modo un poco frenético, como si estuviera a punto de estallar. Andy llamó a mamá porque tenía que estudiar y no se veía con fuerzas de sobrellevarlo todo él solo, y mamá me llamó a mí. Antes de que yo llegara en el ferry, papá estaba en la salvaje y azul lejanía. Desvariando sobre la espuma y el humo empujados por el viento y todo ese rollo, el salvaje Atlántico verde, en fin, totalmente ido. Andy, que nunca había soportado ver a papá en ese estado, se encerró con llave en su habitación del piso de arriba. Supongo que ya estaba hasta el gorro de papá antes de que yo llegara.

»Visto en retrospectiva parece una mala ocurrencia, lo sé, pero, verás, yo sabía manejar el velero sin ayuda de nadie. Papá se estaba volviendo loco dentro de casa, ¿y qué podía hacer yo? ¿Reducirlo y encerrarlo? Además, ya sabes que Andy nunca pensaba en la comida y la despensa estaba vacía, no había nada en la nevera aparte de unas pizzas congeladas…; una vuelta corta en barco y una parada para comer algo en el espigón parecía un buen plan. “Dadle de comer”, decía siempre mamá cuando papá empezaba a estar demasiado eufórico. «Que coma algo». Esa siempre era la primera línea de defensa: sentadlo y que se coma un gran bistec. A menudo bastaba con eso para tranquilizarlo. Y en algún rincón de mi mente pensé que si no se había aplacado cuando llegáramos a tierra, podíamos pasar de ir al restaurante y llevarlo a urgencias si era necesario. Solo le pedí a Andy que nos acompañara para mayor seguridad. Pensé que no me iría mal que me echara una mano; había salido de copas hasta tarde la noche anterior y, como decía papá, no estaba bien aparejado. —Guardó silencio unos minutos, frotándose las palmas de las manos en los muslos de sus pantalones de tweed—. Bueno, a Andy nunca le gustó mucho el agua, como sabes.

—Lo recuerdo.

Platt hizo una mueca.

—He visto gatos que nadan mejor que él. Si te digo la verdad, nunca he conocido a un chico tan torpe que no fuera retrasado mental o espástico… Dios, tendrías que haberlo visto en la pista de tenis. Le tomábamos el pelo diciéndole que si se apuntaba a los Special Olympics, arrasaría. Aun así, sabe Dios que había pasado suficientes horas en un barco y me pareció prudente llevar a un hombre de repuesto a bordo. Papá estaba lejos de encontrarse en su mejor momento, ya sabes. Podríamos haber manejado el barco sin problemas…, quiero decir que todo iba bien, y habría seguido yendo bien si no fuera porque yo no vigilé el cielo como debería; se levantó viento, e intentábamos sujetar la vela principal mientras papá agitaba los brazos y hablaba a gritos sobre los espacios vacíos entre las estrellas y toda clase de desvaríos, cuando perdió el equilibrio con un balanceo y se cayó por la borda. Andy y yo intentamos subirlo de nuevo al barco…, pero una gran ola golpeó de costado justo por el ángulo que no debía, una de esas enormes olas que surgen de la nada y te abofetea, y, ¡zas!, volcamos. No es que hiciera tanto frío, pero basta que el agua esté a once grados para que tengas hipotermia si estás demasiado tiempo sumergido, lo que por desgracia fue el caso, y por lo que se refiere a papá, se estaba elevando hacia la estratosfera…

Nuestra simpática camarera universitaria se acercaba a Platt por detrás para preguntarnos si queríamos otra ronda; la miré e hice un gesto de negación.

—Fue la hipotermia lo que acabó con papá. Estaba muy flaco, no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo, y una hora y media en el agua, agitándose en esas temperaturas, fue suficiente para acabar con él. Pierdes el calor más deprisa si te mueves. —Platt, advirtiendo la presencia de la camarera, se volvió y levantó dos dedos para pedir otra ronda—. Y Andy…, bueno, encontraron el chaleco flotando detrás del barco todavía atado a la cuerda.

—Dios mío.

—Se le debió de escurrir por la cabeza cuando cayó por la borda. Tiene una correa que se sujeta alrededor de la entrepierna, pero es un poco incómoda y a nadie le gusta abrochársela… Como sea, allí estaba el chaleco de Andy, todavía sujeto a la cuerda de salvamento. Por lo visto el muy capullo no se lo había abrochado. Típico de él —añadió, elevando la voz—. No le dio la gana de abrocharse el chaleco como es debido. Siempre tan torpe, maldita sea…

Miré a la camarera, consciente de lo alto que hablaba Platt de pronto.

—Dios. —Se apartó bruscamente de la mesa—. Yo siempre fui odioso con Andy. Un auténtico cabrón.

—Platt. —Quería decirle que no lo había sido, pero no era cierto.

Me miró y meneó la cabeza. Tenía los ojos apagados, vacíos, como los pilotos de un Huey de un juego de ordenador (Cab. Aérea II: Invasión camboyana) que a Andy le gustaba jugar.

—Oh, Dios. Cuando pienso en algunas de las cosas que le hice. Nunca me perdonaré, nunca.

—Vaya —dije tras un silencio incómodo, mirando las manos de grandes nudillos de Platt apoyadas con las palmas hacia abajo en la mesa, unas manos que, después de todos estos años, aún tenían un aspecto contundente, brutal, un vestigio de la vieja crueldad que habían contenido.

Aunque los dos habíamos sido objeto de intimidaciones en el colegio, la persecución a la que Platt había sometido a Andy —inventiva, alegre, sádica— había rayado en la tortura absoluta: escupía en su comida, le rompía los juguetes, pero también le dejaba en la almohada peces muertos de la pecera y fotos de autopsias sacadas de internet; apartaba la colcha mientras dormía y meaba encima de él (y luego gritaba: «¡Androide se ha hecho pipí en la cama!»); le hundía la cabeza en la bañera al estilo de Abu Ghraib o le sujetaba boca abajo en el cajón de arena del parque infantil mientras él gritaba y luchaba por respirar. Sostenía el inhalador del asma por encima de su cabeza mientras él resollaba suplicante, gritándole: «¿Lo quieres? ¿Lo quieres?». También recordaba una horrible historia sobre Platt y un cinturón, una buhardilla en una casa de campo, las manos atadas y una soga improvisada; muy desagradable. «Si la canguro no me hubiera oído dar patadas en el suelo me habría matado», recordaba que me había dicho Andy con su tono distante e inexpresivo.

Una llovizna primaveral repiqueteaba en las ventanas del bar. Platt miró el vaso vacío y se levantó.

—Ven a ver mi madre —dijo—. Sé que quiere verte.

—¿Ahora? —pregunté al darme cuenta de que se refería a ese momento.

—Por favor, ven. Si no puedes ahora, ven luego. Pero no hagas promesas como hacemos todos en la calle. Significaría mucho para ella.

—Bueno. —Esa vez me tocó a mí mirar el reloj. Tenía pendientes unos recados, de hecho tenía muchas cosas en la cabeza y varias preocupaciones que me agobiaban, pero se hacía tarde, el vodka me había dejado la mente ofuscada y el tiempo se había escabullido.

—Por favor —insistió él. Pidió por señas la cuenta—. Nunca me perdonará si se entera de que me he encontrado contigo y te he dejado escapar. ¿No puedes pasar un momento?

III

Entrar en el vestíbulo fue como adentrarme en el portal de mi niñez: porcelana china, cuadros de paisajes luminosos, lámparas con pantallas de seda que atenuaban la luz…, todo estaba exactamente igual que cuando el señor Barbour me abrió la puerta la noche en que murió mi madre.

—No, no —dijo Platt cuando, por pura costumbre, me dirigí al espejo de ojo de buey para entrar en el salón—. Por aquí. —Me condujo a la parte trasera del piso—. Ahora somos muy informales…, mamá suele recibir a la gente aquí atrás, si es que recibe a alguien…

En el pasado nunca me había acercado siquiera al sanctasanctórum de la señora Barbour, pero a medida que nos aproximábamos el olor de su perfume —inconfundible, a flores blancas con una cualidad pulverulenta— fue como una cortina que se levanta con un golpe de viento sobre una ventana abierta.

—Ya no sale como antes —me decía Platt en voz baja—. No asiste a grandes cenas y actos… Una vez a la semana recibe a alguien para tomar el té o sale a cenar con una amiga, pero eso es todo. —Llamó con los nudillos y escuchó—. ¿Mamá? —Al oír una respuesta vaga, abrió unos dedos la puerta—. Tienes visita. A ver si adivinas a quién me he encontrado por la calle…

Era una habitación enorme, decorada en un color melocotón de los años ochenta muy del estilo de una señora mayor. Junto a la entrada había una sala de estar con un sofá y unas butacas; muchas baratijas, cojines de punto de cruz, y unos nueve o diez dibujos de algún gran maestro de la pintura clásica: La huida a Egipto, Jacob y el ángel, entre otros, sobre todo del círculo de Rembrandt aunque había un pequeño dibujo de Cristo lavando los pies a san Pedro a pluma marrón de tal maestría (la postura cansada de la espalda de Cristo y la caída de la tela; la compleja y vaga tristeza en la cara de san Pedro) que podría haber sido obra del mismo Rembrandt.

Me disponía a observarlo con más detenimiento cuando en el otro extremo de la habitación se encendió una lámpara con una pantalla en forma de pagoda.

—¿Theo? —la oí preguntar, y allí estaba, recostada sobre almohadas en una cama estrafalariamente grande—. ¿Eres tú? ¡No puedo creerlo! —exclamó, abriendo los brazos hacia mí—. ¡Qué mayor estás! ¿Dónde demonios te habías metido? ¿Estás viviendo en la ciudad?

—Sí. Hace bastante que volví. —Y, aunque no era cierto, añadí con amabilidad—: Tiene buen aspecto.

—¡Y tú! ¡Qué guapo estás! —Me cubrió las manos con las suyas—. Estoy abrumada. —Se la veía más avejentada y al mismo tiempo más joven de como la recordaba: muy pálida, sin pintalabios, patas de gallo pero la tez todavía blanca y tersa. Su pelo rubio plateado (¿siempre había sido de ese tono plateado o eran las canas?) le caía suelto y sin peinar sobre los hombros; llevaba unas gafas de medialuna y un salto de cama de raso sujeto con un enorme broche de diamantes en forma de copo de nieve.

—Aquí me tienes, en la cama con mi labor como la viuda de un viejo marinero —dijo, señalando con un gesto un bordado de punto de cruz inacabado que tenía en el regazo.

A los pies de la cama, sobre una pálida colcha de cachemir, dormían un par de perros diminutos —terriers Yorkshire—, y el más pequeño de los dos, al verme, se levantó de un salto y se puso a ladrar furioso. Sonreí intranquilo mientras ella intentaba calmarlo —el otro perro también había empezado a armar jaleo— y miré alrededor. La cama era moderna, de matrimonio, y con la cabecera forrada de tela, pero detrás había un montón de objetos interesantes en los que no habría reparado años atrás. Estaba claro que ese era el mar de los Sargazos del apartamento, adonde iban a parar todos los objetos desterrados de las habitaciones cuidadosamente decoradas: mesas esquineras que no hacían juego; curiosidades asiáticas; una asombrosa colección de campanillas de mesa de plata. Una mesa de juego de caoba que, desde donde yo estaba, me pareció una Duncan Phyfe, y encima (entre ceniceros baratos de esmalte cloisonné e infinidad de posavasos), un pájaro disecado: un cardenal frágil y devorado por las polillas, con las plumas desteñidas de color herrumbre, la cabeza marcadamente inclinada y los ojos, como dos cuentas negras polvorientas, aterrorizados.

—Ting-a-Ling, calla, por favor, no puedo soportarlo. Te presento a Ting-a-Ling —me dijo la señora Barbour, cogiendo en brazos el perro que forcejeaba—, que es el travieso de los dos, ¿verdad, cariño? No hay un momento de paz. Y la otra, la de la cinta rosa, es Clementine. Platt —gritó por encima de los ladridos—, ¿puedes llevártelo a la cocina, por favor? Es un incordio con las visitas. Debería contratar a alguien para que lo eduque…

Mientras la señora Barbour recogía la labor y la guardaba en una cesta ovalada con una talla de marfil en la tapa, me senté en el sillón que había al lado de la cama. La tapicería estaba gastada pero el apagado estampado de rayas me resultó familiar: era una de las butacas de la sala de estar que había sido desterrada al dormitorio, la misma en la que se sentó mi madre cuando vino a recogerme muchos años atrás una vez que me quedé a dormir. Deslicé un dedo sobre la tela, y de pronto vi a mi madre levantándose para saludarme, con el chaquetón verde intenso que llevaba ese día, tan moderno que la paraban en la calle para preguntarle dónde lo había comprado, pero totalmente inapropiado en la casa de los Barbour.

—¿Quieres beber algo, Theo? —me preguntó la señora Barbour—. ¿Un té? ¿O algo más fuerte?

—No, gracias.

Dio unas palmaditas sobre la colcha de brocado de la cama.

—Ven, siéntate a mi lado, por favor. Quiero verte.

—Yo… —Al oír el tono de su voz, a la vez íntimo y formal, me invadió una gran tristeza, y cuando nos miramos de nuevo pareció que el pasado había quedado redefinido y focalizado en ese instante, transparente como el cristal: la compleja quietud compuesta de tardes lluviosas de primavera, una silla oscura en el pasillo o el roce ligero como el aire de su mano en mi nuca.

—Me alegro tanto de que hayas venido.

—Señora Barbour —dije, acercándome a la cama y apoyando en ella una cadera con cautela—. Dios mío, no puedo creerlo. Acabo de enterarme. Lo siento mucho.

Ella juntó los labios como una niña que se esfuerza por no llorar.

—Sí, bueno —dijo. Y entre nosotros se hizo un silencio horrible que pareció eterno.

—Lo siento mucho —repetí con más apremio, consciente de lo torpe que sonaba, como si al hablar más fuerte pudiera transmitir la profundidad de mi dolor.

Ella parpadeó con tristeza; sin saber qué hacer, puse una mano sobre la de ella, y nos quedamos así durante un tiempo incómodamente largo.

Al final fue ella quien habló.

—En fin. —Con resolución se secó una lágrima mientras yo buscaba desesperado algo que decir—. Él te mencionó tres días antes de morir. Se había prometido. Con una chica japonesa.

—No me diga. ¿En serio? —Aun triste como estaba, no pude evitar sonreír un poco; Andy había escogido el japonés como segundo idioma precisamente porque sentía una debilidad especial por las miko de los fanservices y las chicas sexy de los manga con uniforme de marinero—. ¿Japonesa de Japón?

—Así es. Una criatura diminuta de voz chillona con un bolso en forma de animal disecado. Sí, me la presentó —añadió arqueando una ceja—. Andy tradujo la conversación mientras tomamos un té con unos sándwiches en el Pierre. Ella asistió al funeral, por supuesto…, se llamaba Miyako. Son culturas diferentes y todo eso, pero es cierto lo que dicen de que los japoneses pueden ser poco expresivos.

La pequeña perra, Clementine, trepó hasta colocarse alrededor de los hombros de la señora Barbour como si fuera un cuello de pieles.

—Estoy pensando en comprarme un tercer perro —dijo ella, alargando un brazo para acariciarla—. ¿Tú qué crees?

—No lo sé —respondí desconcertado. No era nada propio de la señora Barbour pedir la opinión a alguien sobre algún tema y menos aún a mí.

—Debo decir que los dos han sido un gran consuelo. Mi vieja amiga Maria Mercedes de la Pereyra se presentó sin anunciarse una semana después del funeral con dos cachorros en una cesta adornada con lazos, y la verdad es que al principio tuve mis dudas, pero no creo que nadie me haya hecho jamás un regalo más considerado. No podíamos tener perros por Andy. Era muy alérgico, ¿lo recuerdas?

—Sí.

Platt, todavía con su chaqueta de tweed de guardabosques, con los bolsillos deformados por los pájaros muertos y los cartuchos de escopetas, volvió y acercó una silla.

—Mamá —dijo mordiéndose el labio inferior.

—Platypus. —Un silencio formal—. ¿Qué tal te ha ido en el trabajo?

—De maravilla. —Él asintió, como si intentara convencerse a sí mismo de ello—. Sí, he estado muy ocupado.

—Me alegro mucho.

—Nuevos libros. Uno sobre el Congreso de Viena.

—¿Otro? —Se volvió hacia mí—. ¿Y tú, Theo?

—¿Cómo dice? —Estaba mirando la talla de marfil (un ballenero) de la tapa de la cesta de la costura, pensando en el pobre Andy: el agua negra, la sal en la garganta, las náuseas y los brazos agitándose como aspas de molino. El horror y la crueldad de morir en el elemento que él más odiaba. «El problema esencial es que desprecio los barcos».

—Dime, ¿a qué te dedicas?

—Hum, vendo antigüedades. Mobiliario clásico norteamericano, sobre todo.

—¡No! —Ella estaba eufórica—. ¡Eso es fantástico!

—Sí…, en el Village. Llevo la tienda y me encargo de la parte de las ventas. Mi socio —todo era tan reciente que no estaba acostumbrado a decirlo—, James Hobart, es artesano y se ocupa de las restauraciones. Debería hacernos una visita algún día.

—Qué maravilla. ¡Muebles antiguos! —Suspiró—. Bueno, ya sabes cómo me gustan los objetos antiguos. Ojalá mis hijos hubieran mostrado más interés. Siempre confié en que al menos uno de ellos lo hiciera.

—Bueno, siempre estará Kitsey —dijo Platt.

—Es curioso —continuó la señora Barbour, como si no lo hubiera oído—. Ninguno de mis hijos tiene una sola célula artística en todo el cuerpo. ¿No es extraordinario? Cuatro pequeños incultos, eso es lo que son.

—Oh, vamos —dije con el tono más juguetón de que fui capaz—. Recuerdo a Toddy y a Kitsey con sus clases de piano. Y a Andy con su violín Suzuki.

Ella hizo un gesto desdeñoso.

—Ya me entiendes. Ninguno de mis hijos tiene percepción visual. No saben apreciar la pintura ni los interiores ni nada de todo eso. En cambio tú —me cogió la mano—, cuando eras pequeño, solía encontrarte en el pasillo mirando los cuadros. Siempre ibas derecho a los mejores. El paisaje de Frederick Church, mi Raphaelle Peale, mi Fitz Henry Lane o el John Singleton Copley…, ¿sabes cuál digo? El retrato ovalado de la chica del gorro, óleo sobre cobre.

—¿Era de Copley?

—Ya lo creo. Y acabo de verte hace un momento con el pequeño Rembrandt.

—¿Entonces es de Rembrandt?

—Solo el del lavatorio de los pies. Todos los demás son de su escuela. Mis propios hijos han vivido desde niños entre esos cuadros y nunca han mostrado ni un ápice de interés, ¿no es cierto, Platt?

—Quiero creer que algunos hemos destacado en otras cosas.

Carraspeé.

—Bueno, solo quería saludarla. Me ha encantado verla. —Me volví hacia Platt para incluirlo—. Y a ti también. Ojalá hubiera sido en circunstancias más felices.

—¿No vas a quedarte a cenar?

—Lo siento —respondí, sintiéndome acorralado—, pero esta noche no puedo. Solo quería pasar un momento para verla.

—Entonces, ¿volverás otro día a cenar? ¿O a comer? ¿O a para tomar algo? —Ella se rió—. Lo que sea.

—A cenar.

Levantó la mejilla para que se la besara, como nunca había hecho cuando era niño, ni siquiera con sus hijos.

—¡Qué alegría tenerte de nuevo aquí! —exclamó, cogiéndome la mano y llevándosela a la cara—. Como en los viejos tiempos.

IV

Al dirigirme a la puerta, Platt me dio un extraño apretón de manos, una combinación entre chico de banda callejera, miembro de fraternidad universitaria y experto en el lenguaje de señas internacional que no supe muy bien cómo devolver. En mi confusión retiré la mano y, sin saber qué más hacer, le choqué los cinco sintiéndome estúpido.

—Bueno, me alegro de que nos hayamos encontrado —dije en el incómodo silencio que siguió—. Llámame.

—¿Para cenar? Ah, sí. Probablemente será en casa, si no te importa. A mamá no le gusta mucho salir. —Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Luego, sorprendentemente, añadió—: He estado saliendo bastante con tu viejo amigo Cable. Un poco más de lo que quiero admitir, en realidad. Le interesará saber que te he visto.

—¿Tom Cable? —Me reí con incredulidad, aunque no llegó a ser una carcajada; el desagradable recuerdo de nuestra expulsión del colegio y de cómo me había hecho el vacío cuando murió mi madre todavía hacía que me sintiera incómodo—. ¿Estáis en contacto? —pregunté cuando Platt no respondió—. Llevo años sin pensar en él.

Platt sonrió con suficiencia.

—Tengo que reconocer que en aquellos tiempos me extrañaba que cualquier amigo de Cable pudiera soportar a un soso como Andy —murmuró, apoyándose contra el marco de la puerta—. No es que me importara. Sabe Dios que Andy necesitaba que alguien lo obligara a salir y colocarse o lo que fuera.

Andrisoso. Androide. Pirado. Cara Granujienta. Bob Esponja.

—¿No? —preguntó Platt con naturalidad, malinterpretando mi mirada perdida—. Creía que a ti te iba eso. Cable era bastante porreta entonces.

—Debió de empezar después de que yo me fuera.

—Bueno, es posible. —Platt me miraba de un modo que no sabía si me gustaba—. Mamá, desde luego, te tenía por una mosquita muerta, pero yo sabía que eras colega de Cable. Y Cable era un ladrón. —Con brusquedad, de un modo que me recordó al desagradable Platt del pasado, se rió—. Yo siempre les decía a Kitsey y a Toddy que cerraran con llave la puerta del cuarto para que no robaras nada.

—¿Era por eso? —Hacía años que no recordaba el incidente de la hucha.

—Bueno, me refiero a Cable. —Él miró al techo—. Salí un tiempo con su hermana, Joey, y ella también era una buena pieza.

—Ya. —Recordaba muy bien a Joey Cable, con dieciséis años y muy bien formada, pasando por mi lado por el pasillo de la casa de los Hamptons con su camiseta diminuta y sus pantis negros cuando yo tenía doce.

—¡Jo la cachonda! Qué culo tenía. ¿Te acuerdas de cuando se paseaba desnuda en el jacuzzi de fuera? En fin. Sorprendieron a Cable en el club al que iba papá en los Hamptons saqueando las taquillas del vestuario de hombres, no tenía más de doce o trece años. Eso fue después de que tú te fueras, ¿no?

—Seguramente.

—Esa clase de incidente se repitió en varios clubes de los alrededores. Durante los grandes torneos y demás, él entraba en el vestuario a hurtadillas y robaba lo que encontraba en las taquillas. Luego, quizá entonces yo ya estuviera en la universidad…, mierda, ¿cuál era?, no era la de Maidstone…, bueno, como sea, Cable se buscó un trabajo de verano en un club ayudando en el bar y también acompañaba a sus casas a los viejos que estaban demasiado bebidos para conducir. Es un tipo agradable, con mucha labia…, bueno, ya lo conoces. Les hacía hablar de la guerra y demás, les encendía los cigarrillos y se reía de sus bromas. Pero de vez en cuando los acompañaba a la puerta de sus casas y al día siguiente les había desaparecido la cartera.

—Bueno, hace años que no lo veo —dije cortante. No me gustaba el tono que había adoptado Platt—. ¿A qué se dedica ahora?

—Ya sabes. Ha vuelto a las andadas. En realidad, sale de vez en cuando con mi hermana, aunque me gustaría acabar con eso. En fin —añadió, con la voz un poco alterada—, te estoy entreteniendo. Estoy impaciente por decirles a Kitsey y a Toddy que te he visto, sobre todo a Toddy. Le causaste una gran impresión…, siempre habla de ti. El próximo fin de semana estará aquí y sé que querrá verte.

V

En lugar de coger un taxi regresé a casa caminando para despejarme. Era un día limpio y húmedo de primavera, lleno de nubes de tormenta atravesadas por barras de luz; masas de oficinistas se apiñaban en los cruces de peatones, pero la primavera en Nueva York siempre era para mí un período emponzoñado, un eco de la muerte de mi madre que llegaba con los narcisos, árboles echando hojas nuevas y salpicaduras de sangre, una fina lluvia de alucinaciones y horror. («¡Fantástico! ¡Genial!», como habría dicho Xandra). Con la noticia sobre Andy parecía haber dado al interruptor de unos rayos X e invertido todo en un negativo fotográfico, por lo que, aun rodeado de los narcisos, los paseadores de perros y los guardias urbanos que tocaban el silbato en las esquinas, lo único que veía era muerte: las aceras cubiertas de muertos, cadáveres apeándose de autobuses y corriendo del trabajo a casa; dentro de cien años no quedaría nada de ellos salvo los empastes y los marcapasos, y quizá unos pocos retales y huesos.

Era inconcebible. Pensé en llamar a Andy un millón de veces y era vergonzoso que no lo hubiera hecho; lo cierto es que no estaba en contacto con nadie de los viejos tiempos, pero de vez en cuando me encontraba a alguien del colegio, y nuestra compañera de clase Martina Lichtblau (con quien el año anterior había tenido un breve y poco satisfactorio lío amoroso, tres polvos furtivos en total sobre un sofá plegable) me había hablado de él: «Andy vive ahora en Massachusetts, ¿sigues en contacto con él?, oh, sí, continúa siendo un inepto monumental, pero ahora exagera tanto que queda más bien retro y moderno. Gafas de culo de botella. Pantalones de pana naranja y un corte tipo casco a lo Darth Vader».

Vaya con Andy, me dije meneando la cabeza con afecto mientras alargaba una mano por encima del hombro desnudo de Martina para coger uno de sus cigarrillos. Entonces pensé que me gustaría verlo; era una lástima que no estuviera en Nueva York, y quizá lo llamara algún día cuando volviera en vacaciones.

Solo que no lo hice. Aunque yo no tenía Facebook debido a mi paranoia particular y casi nunca miraba las noticias, no entendía cómo no me había enterado; claro que en las últimas semanas había estado tan preocupado por la tienda que apenas pensé en otras cosas. No es que tuviéramos problemas económicos; habíamos ganado dinero casi literalmente a espuertas, tanto era así que Hobie, que me atribuía su salvación (estuvo al borde de la bancarrota), e insistió en hacerme socio, algo a lo que yo me resistía, dadas las circunstancias. Pero mis esfuerzos por detenerlo no lograron más que aumentar su resolución de hacerme partícipe de los beneficios, pues cuanta mayor firmeza mostraba yo al rechazar su oferta más persistente se volvía él; y con la generosidad que lo caracterizaba, interpretaba mi reticencia como «modestia», cuando mi gran temor en realidad era que mi estatus de socio arrojara alguna luz oficial sobre los tejemanejes extraoficiales del negocio; tejemanejes que dejarían al pobre Hobie de una pieza si se enterara. El hecho es que le había vendido una falsificación a un cliente; lo había descubierto y estaba armando un escándalo.

No me importaba devolverle el dinero; de hecho, lo único que cabía hacer en una situación así era comprar de nuevo la pieza con pérdida. En el pasado me había funcionado. Vendía un mueble muy restaurado o reconstruido por completo como si se tratara de un original; si el coleccionista se lo llevaba a su casa y, lejos de la tenue luz de Hobart y Blackwell, advertía el error («lleva siempre contigo una linterna —me había aconsejado Hobie al comienzo del juego—; por algo las tiendas de anticuario siempre son tan oscuras»), entonces yo, mortificado por la confusión, me mostraba firme acerca de la autenticidad del mueble pero me ofrecía galantemente a comprarlo de nuevo por un diez por ciento más de la cantidad que había pagado el coleccionista, según las condiciones y términos de una venta corriente. Con tal actitud lograba pasar por un tipo honesto que creía en la calidad de mi mercancía y que estaba dispuesto a llegar a extremos absurdos con tal de complacer al cliente. La mayoría de las veces el cliente se tranquilizaba y decidía quedarse con el mueble; no obstante, en tres o cuatro ocasiones el cliente había aceptado mi ofrecimiento; lo que el coleccionista no sabía era que el mueble falsificado, al pasar de sus manos a las mías a un precio indicativo de su aparente valor, adquiría de la noche a la mañana un certificado de origen. Al recuperarlo yo obtenía un papel que demostraba que había formado parte de la ilustre colección de fulano de tal. Pese al plus que pagaba al comprar de nuevo el mueble falso de fulano de tal (con suerte un actor o un diseñador de moda que coleccionaba como pasatiempo, si no un ilustre coleccionista per se), ya podía venderlo de nuevo, a veces por el doble del precio que había pagado por recuperarlo, a algún palurdo de Wall Street que no distinguía un Chippendale de un Ethan Allen pero que se quedaba más que satisfecho con los «documentos oficiales» que ratificaban que su escritorio Duncan Phyfe procedía de la colección de fulano de tal, renombrado filántropo/interiorista/figura destacada de Broadway/rellénese el espacio en blanco.

Hasta la fecha había funcionado. Pero en esta ocasión el tipo en cuestión, un homosexual sofisticado del Upper Side East llamado Lucius Reeve, no estaba mordiendo el anzuelo. Lo que me preocupaba era que parecía creer una de dos: a) que se lo había vendido a sabiendas, lo que era cierto; o b) que Hobie estaba conchabado y era en realidad el cerebro de la estafa, lo que no podía estar más lejos de la verdad. Cuando intenté salvar la situación insistiendo en que solo yo era el culpable —tos, tos, «de verdad, señor, ha sido un malentendido, soy nuevo en esto y espero que no se lo guarde contra mí, las restauraciones que hace Hobie son de tal calidad que es comprensible que a veces se produzcan estos errores, ¿no?»—, el señor Reeve («Llámeme Lucius»), una figura bien trajeada de ocupación y edad indefinidos, se mostró implacable.

—¿Entonces no niega que el trabajo sea obra de James Hobart? —replicó durante nuestra enervante comida en el Harvard Club, recostándose en su silla con una mirada penetrante mientras deslizaba un dedo por el borde de su vaso de soda.

—Escuche… —Había sido un error táctico quedar con él en su terreno, donde conocía a los camareros, donde pidió la comida con un bloc y un lápiz, y donde yo no podía mostrarme magnánimo y sugerir que probara esto o aquello.

—¿Tampoco niega que obtuvo de manera deliberada el adorno ese del fénix tallado de un mueble de Thomas Affleck, de…, sí, sí, creo que es un Affleck, o en todo caso de Filadelfia, y que lo pegó encima de esa cómoda genuinamente antigua pero por lo demás mediocre del mismo período? ¿No estamos hablando del mismo mueble?

—Por favor, si me permite… —Estábamos sentados en una mesa junto a la ventana, me daba el sol en los ojos y sudaba de forma desagradable.

—¿Cómo puede sostener entonces que el engaño no fue deliberado, por su parte o por la de él?

—Mire… —El camarero rondaba cerca, y deseé que se fuera—. Como le he dicho, el error fue mío. Ya me he ofrecido a comprarle de nuevo el mueble con un recargo, así que no estoy muy seguro de qué más espera de mí.

Pero a pesar de la frialdad de mi tono estaba muerto de ansiedad, una ansiedad que no disminuía por el hecho de que ya habían transcurrido doce días y Lucius Reeve todavía no había cobrado el cheque que yo le había extendido; precisamente regresaba del banco cuando me encontré con Platt.

No tenía ni idea de qué quería Lucius Reeve de mí. Hobie llevaba toda su vida profesional haciendo esos muebles: desmontados y luego modificados por completo («criaturas cambiadas», los llamaba él); el almacén del astillero naval de Brooklyn había estado abarrotado de muebles con etiquetas de hacía treinta años o más. La primera vez que fui yo solo para curiosear me quedé estupefacto al ver lo que parecían ser auténticos Hepplewhite, Sheraton, una cueva de Alí Baba desbordante de tesoros. «Oh, no», me dijo Hobie con voz crepitante por el móvil. El almacén era como un búnker, no había cobertura, de modo que salí a la calle y me quedé en la zona de carga y descarga llena de corrientes de aire para telefonearlo, tapándome un oído con un dedo. «Créeme, si fueran auténticos habría hablado hace mucho con el departamento de mobiliario norteamericano de Christie’s…»

Durante años había admirado las criaturas cambiadas de Hobie e incluso le había ayudado a restaurar algunas, pero fue el impacto que me produjo al creer en la autenticidad de esos muebles «nunca vistos previamente» (por emplear una expresión habitual de Hobie) lo que puso en marcha mis fantasías más descabelladas. De vez en cuando llegaba a la tienda una pieza de museo demasiado deteriorada o estropeada para salvarla; para Hobie, que sufría a causa de esos elegantes restos como si fueran niños desnutridos o gatos maltratados, era un deber rescatar lo que se pudiera (un par de florones allí, un juego de patas bien torneadas allá) y, a continuación, con sus dotes de carpintero y ebanista lo combinaba todo creando bonitos y jóvenes Frankensteins que en algunos casos resultaban muy fantasiosos, pero en otros eran tan fieles al período que no se distinguían de los auténticos.

Ácidos, pintura, cola de oro y negro de hollín, cera, suciedad y polvo. Viejos clavos oxidados con agua y sal. Ácido nítrico sobre madera de nogal nueva. Rieles de cajón gastados con papel de lija, madera nueva expuesta a la lámpara ultravioleta durante varias semanas para envejecerla cien años. Con cinco sillas de comedor Hepplewhite rotas Hobie era capaz de crear un juego de ocho que parecían totalmente auténticas a base de desmontar las originales, copiar las piezas (con madera rescatada de otro mueble inservible del mismo período) y ensamblarlas de nuevo con la mitad de las piezas originales y la otra mitad nuevas. («La pata de una silla —dijo deslizando un dedo— suele estar cubierta de arañazos o marcas por abajo, y aunque utilices madera vieja tendrás que aplicar una cadena en la parte inferior de las patas recién cortadas para que no desentonen…, con mucha delicadeza, no estoy diciendo que las golpees a base de bien, además, las marcas son muy características, las patas delanteras suelen estar más estropeadas que las traseras, ¿lo ves?»). Le había visto reconstruir un aparador del siglo XVIII cuya madera original estaba poco menos que reducida a astillas, convirtiéndolo en una mesa que podría haber sido obra del mismo Duncan Phyfe. («¿Servirá?», preguntaba Hobie distanciándose un poco para contemplarla nervioso, sin darse cuenta de la maravilla que había creado). O, como la cómoda alta estilo «Chippendale» de Lucius Reeve, en las manos de Hobie un mueble sencillo podía transformarse en algo casi indistinguible de una obra de arte únicamente añadiendo ornamentos rescatados de un elegante mueble deteriorado del mismo período.

Un hombre más práctico o menos escrupuloso habría utilizado esa destreza con fines calculadores y habría ganado una fortuna (o, en las convincentes palabras de Grisha, «habría jodido mucho más que una prostituta de cinco mil dólares»). Pero, por lo que yo sabía, a Hobie jamás se le había ocurrido vender las criaturas cambiadas, y menos aún haciéndolas pasar por originales; su absoluta falta de interés en los entresijos del negocio me dio una considerable libertad para acometer la tarea de ganar dinero y pagar las facturas. Con un solo sofá «Sheraton» y un juego de sillas de respaldo enlistonado que había vendido al precio de las galerías Israel Sack a la joven y confiada esposa de un banquero de inversión, logré pagar los cientos de miles de impuestos atrasados de la casa. Con otro juego de comedor y un sofá «Sheraton» —que le vendí a un cliente de fuera de la ciudad que debería haber sabido más, pero que hizo la vista gorda debido a la impecable reputación de Hobie y Welty como anticuarios— las deudas que había contraído la tienda quedaron saldadas.

—Le viene muy bien —dijo Lucius Reeve con tono agradable— dejar en sus manos esa parte del negocio. Los fraudes salen de su taller, pero él se desentiende de las artes de las que usted se sirve para desembarazarse de ellos.

—Ahí tiene mi oferta. No voy a quedarme aquí escuchándole.

—¿Por qué no se ha levantado entonces?

No dudaba ni por un instante de lo estupefacto que se quedaría Hobie si se enteraba de que estaba vendiendo sus muebles como auténticos. Para empezar, muchos de sus esfuerzos más creativos estaban plagados de pequeñas inexactitudes, casi bromas personales; además, no siempre era tan meticuloso con los materiales como un falsificador profesional. Pero a mí me había resultado muy fácil engañar incluso a compradores con relativa experiencia si les ofrecía un descuento del veinte por ciento. A la gente le encantaba creer que compraba una ganga. Cuatro de cada cinco clientes no veían lo que no querían ver. Yo sabía cómo hacer que se fijaran en las extraordinarias cualidades de una pieza, el brillo de la talla a mano, la fina pátina y las honrosas cicatrices, deslizando un dedo por la curva de un exquisito cimacio (que el mismo Hogarth había llamado «la línea de la belleza») para desviar la mirada de las partes reconstruidas en la zona posterior, donde bajo una luz intensa podía verse que el grano no coincidía del todo. Me negaba a sugerir a los clientes que examinaran la parte inferior de la pieza, como enseguida me había dicho el mismo Hobie, impaciente por instruirme, a expensas de menoscabar fatalmente sus propios intereses. Pero, por si acaso alguien quería echar un vistazo, me aseguraba de que el suelo de alrededor estuviera muy sucio, y de que la luz de la linterna que tenía a mano fuera muy débil. En Nueva York había mucha gente adinerada y numerosos decoradores sin apenas tiempo a los que, si les enseñaban una foto de un mueble parecido al de un catálogo de subastas, optaban encantados por lo que veían como un descuento, sobre todo si el dinero era de otro. Otro truco —concebido para atraer a una clase de clientela más sofisticada— era esconder un mueble en el fondo de la tienda, darle al botón de la aspiradora para que expulse el polvo que ha recogido sobre él (¡antigüedad instantánea!) y dejar que el cliente curioso se paseara solo por la tienda: ¡Mira debajo de este trasto polvoriento, es un sofá Sheraton! En esta clase de engaño, con el que yo disfrutaba enormemente, el secreto residía en hacerte el tonto, poner cara de aburrimiento, parecer absorto en tu libro, fingir que no sabías lo que había y dejarles creer que el engañado era yo: con las manos temblorosas de la emoción, intentaban disimular sus prisas e iban corriendo al banco para retirar una elevada cantidad en efectivo. Si el cliente era alguien demasiado importante o estaba relacionado con Hobie, yo siempre podía afirmar que el mueble en cuestión no estaba a la venta. A menudo, decir con tono cortante «no está a la venta» era la actitud inicial adecuada con los desconocidos, pues con ello no solo lograba que la clase de comprador que yo buscaba estuviera aún más impaciente por adquirir una ganga con dinero en efectivo, sino que también preparaba el terreno para no cerrar el trato a la mitad si algo interrumpía la operación. Lo primero que podía interrumpirla era que Hobie pasara por allí. También —de hecho había ocurrido— que la señora DeFrees se presentara en la tienda en un mal momento; había interrumpido un trato justo cuando estaba a punto de cerrarlo, para indignación de la esposa de un director de cine, que se cansó de esperar y se largó para no volver jamás. A falta de lámparas ultravioletas y de análisis de laboratorio, gran parte de las criaturas cambiadas de Hobie no eran detectables a simple vista; y aunque acudían a la tienda muchos coleccionistas serios, también entraba mucha gente que ignoraba, por ejemplo, que no existían los espejos de vestir del período reina Ana. Incluso si alguien era lo bastante sagaz para detectar una inexactitud —el estilo de una talla o una clase de madera que no se correspondía con el ebanista o el período—, en un par de ocasiones fui lo bastante atrevido para ir más allá, afirmando que el mueble era un encargo de un cliente especial, de ahí que, en rigor, fuera más valioso que el mueble corriente.

En mi estado alterado y nervioso entré sin darme cuenta en el parque, caminando por el sendero del estanque, donde Andy y yo nos sentábamos sobre nuestras parcas muchas tardes de invierno cuando cursábamos primaria a esperar que mi madre nos recogiera tras visitar el zoo o nos llevara al cine: «¡Lugar de encuentro, a las diecisiete horas!». Pero, por desgracia, en ese momento de mi vida a quien esperaba la mayoría de las veces era a Jerome, el mensajero ciclista al que le compraba drogas. Las pastillas que había robado a Xandra muchos años atrás me llevaron por el mal camino, y hacía mucho que compraba en la calle: oxis, roxis, morfina y, cuando podía conseguir, Dilaudid; los últimos meses me había atenido (en gran medida) a un programa de días alternos (aunque los días de «limpia» consistían en la dosis justa para no encontrarme mal), pero si bien aquel era oficialmente un día de «limpia», me sentía cada vez más deprimido; el efecto de los vodkas que me había tomado con Platt se estaba agotando, y no paraba de palparme la ropa, hurgando una y otra vez en los bolsillos del abrigo y la americana, a pesar de que sabía muy bien que no llevaba nada encima.

En la universidad no había conseguido nada extraordinario ni encomiable. Los años que había vivido en Las Vegas me dejaron incapacitado para acometer cualquier tarea que requiriera esfuerzo y cuando por fin me licencié, a los veintiún años (empleando seis años en terminar en lugar de cuatro), lo hice sin distinción de ninguna clase. «Con franqueza, no veo aquí nada que justifique un posgrado —me dijo el asesor de estudios—. Sobre todo teniendo en cuenta que tendrías que apoyarte en gran medida en ayudas económicas».

Pero no me importó; yo sabía qué quería hacer. Mi carrera de comerciante había empezado a los diecisiete años, una de las pocas tardes que Hobie decidió abrir la tienda y que yo me encontraba por casualidad en la planta de arriba. Empezaba a tomar conciencia de los problemas económicos de Hobie; Grisha no exageraba al hablar sobre las funestas consecuencias para el negocio si Hobie seguía acumulando inventario sin venderlo. («Seguirá en el piso de abajo, pintando y tallando, el día que vengan y cuelguen en la puerta el aviso de desalojo»). Pero pese a los sobres de Hacienda que empezaban a amontonarse en la mesa del vestíbulo, entre los catálogos de Christie’s y los viejos programas de conciertos («aviso de saldo pendiente», «recordatorio de saldo deudor», «segundo aviso de saldo deudor»), Hobie no se molestaba en abrir la tienda más de media hora seguida a no ser que pasara algún amigo suyo; y cuando este se marchaba, a menudo ahuyentaba a los verdaderos clientes y cerraba la tienda. Al llegar del colegio casi siempre me encontraba el letrero de «Cerrado» en la puerta y a gente fuera atisbando en el interior. Lo peor era que cuando Hobie lograba abrir unas pocas horas, tenía la costumbre de ausentarse de manera confiada para prepararse un té, dejando la puerta abierta y la caja registradora desatendida; aunque Mike, el encargado de los traslados, había tenido la previsión de poner una cerradura en las vitrinas de los objetos de plata y de las joyas, desaparecieron muchas piezas de mayólica y vidrio, y yo mismo subí inesperadamente un día a la tienda y sorprendí a una madre con bronceado de gimnasio y vestida de un modo tan informal que parecía recién salida de una clase de Pilates, metiéndose un pisapapeles en el bolso.

—Son ochocientos cincuenta dólares —dije.

Al oír mi voz la mujer se quedó paralizada y levantó la vista horrorizada. En realidad solo costaba dos dólares y medio, pero me entregó su tarjeta de crédito sin decir palabra y dejó que le cargara en ella la compra; probablemente esa era la primera transacción rentable que se efectuaba desde la muerte de Welty, porque los amigos de Hobie (sus principales clientes) eran demasiado conscientes de que podían lograr descuentos desproporcionados en sus precios ya bajos de por sí. Mike, que de vez en cuando también echaba una mano en la tienda, subía los precios indiscriminadamente y se negaba a regatear y, como consecuencia, vendía muy poco.

—¡Enhorabuena! —exclamó Hobie con entusiasmo, parpadeando a la deslumbrante luz de su lámpara de trabajo, cuando bajé para informarle de mi gran venta (una tetera de plata, según mi versión de los hechos; no quería que pareciera que había estafado a la mujer; además, me constaba que a él no le interesaban lo que llamaba «pequeñeces» y que, a base de hojear los libros, me di cuenta de que constituían una gran parte del inventario de la tienda).

—Menuda vista de lince. ¡Welty te habría acogido como a un recién nacido abandonado en su puerta! ¡Mostrando interés por su plata!

A partir de entonces tomé la costumbre de sentarme por las tardes en la tienda con los libros del colegio mientras Hobie se ocupaba en el piso de abajo. Al principio solo lo hacía por diversión; diversión que brillaba por su ausencia en mi lúgubre vida estudiantil, consistente en cafés en el bar universitario y conferencias sobre Walter Benjamin. Era evidente que en los años transcurridos desde la muerte de Welty, Hobart y Blackwell había adquirido fama de ser un blanco fácil para los ladrones; y la emoción de caer sobre esos birladores y rateros bien trajeados, y usurparles grandes sumas de dinero era casi equiparable a la de ser ladrón de tiendas pero a la inversa.

Pero también aprendí una lección: una lección que solo asimilé progresivamente si bien, de hecho, constituía la verdadera esencia del negocio. Era el secreto que nadie te confesaba y que tenías que descubrir por ti mismo: a saber, que en el negocio de las antigüedades no existía lo que se entiende por un precio «justo». El valor objetivo —el de catálogo— no significaba nada. Si aparecía un cliente despistado con dinero en la mano (como hacían la mayoría), no importaba lo que dijeran los expertos, lo que pusiera en los libros o lo que se hubiera pagado hacía poco en Christie’s por una pieza similar. Un objeto —cualquiera— valía lo que eras capaz de sacar por él.

De modo que me paseaba por la tienda quitando algunas etiquetas (que el cliente tuviera que acudir a mí para averiguar el precio) y cambiando otras; no todas, solo algunas. El truco, como descubrí a fuerza de probar y cometer errores, era dejar al menos una cuarta parte de los precios bajos y subir el resto, a veces hasta un cuatrocientos y quinientos por ciento. Los años de precios anormalmente bajos habían creado una amplia base de clientes devotos; dejar una cuarta parte de los precios bajos los mantenía devotos, y garantizaba que los que acudían a la caza de una ganga encontraran alguna, si buscaban bien. El hecho de dejar una cuarta parte de los precios bajos también significaba que, por alguna perversa alquimia, los precios que había subido parecían legítimos en comparación; fuera cual fuese la razón, algunas personas estaban más inclinadas a pagar mil quinientos dólares por una tetera de porcelana Meissen si se encontraba junto a una pieza más sencilla pero comparable que se vendía al precio (correcto aunque barato) de unos pocos cientos de dólares.

Así fue como empezó todo; así fue como Hobart y Blackwell, tras languidecer durante años, comenzó a dar beneficios bajo mis brillantes auspicios. Pero no se trataba solo del dinero. Me gustaba el juego. A diferencia de Hobie —que daba por hecho, de manera errónea, que cualquier persona que entraba en su tienda sentía tanta fascinación por los muebles como él y que se mostraba sumamente realista al señalar los defectos y las virtudes de cada uno—, yo descubrí que poseía el don contrario: el de la ofuscación y el misterio, la capacidad para hablar de artículos inferiores hasta que lograba que la gente los deseara. Cuando vendías una pieza, exagerar su valor (en lugar de quedarte de brazos cruzados y dejar que los incautos cayeran en la trampa) era un juego que servía para formarte un juicio sobre un cliente y averiguar la imagen que quería proyectar; es decir, no tanto lo que eran (¿un decorador sabihondo?, ¿una esposa de Nueva Jersey?, ¿un gay tímido?) sino lo que querían ser. Aun a los niveles más elevados, todo era artificio; cada uno estaba amueblando un decorado. El quid de la cuestión estaba en dirigirse a la proyección, al yo de fantasía —al entendido, al bon vivant con ojo— en lugar de a la persona insegura que tenías delante. Era mejor quedarse un poco atrás y no mostrarse demasiado directo. Enseguida aprendí cómo había que vestirse (de forma conservadora pero tirando a vistosa) y cómo había que tratar a los clientes sofisticados y a los no tan sofisticados, con distintos grados de cortesía e indolencia: presuponiendo que unos y otros eran sabios, alabando con facilidad y perdiendo enseguida el interés o retirándome justo en el momento oportuno.

Y, sin embargo, con ese tal Lucius Reeve lo había fastidiado todo estrepitosamente. No sabía qué quería ese tipo. De hecho, eludía con tanta firmeza mis disculpas dirigiendo toda su cólera hacia Hobie que empezaba a creer que me había tropezado con un odio o un resentimiento que se remontaba a años atrás. No quería descubrir mi juego mencionando a Hobie el nombre de Reeve, aunque ¿quién podía guardar una inquina tan feroz a Hobie, la persona mejor intencionada y menos materialista del mundo? Aparte de unos pocos comentarios inocuos en las crónicas de sociedad, mi búsqueda por internet no me proporcionó información alguna sobre Lucius Reeve, ni siquiera una relación con Harvard o con algún Harvard Club, nada aparte de una dirección respetable en la Quinta Avenida. Que yo supiera, no tenía familia, ni empleo, ni una fuente de ingresos evidente. Fue un error por mi parte extenderle un cheque; por avaricia, pues solo me preocupaba establecer un linaje para la pieza, aunque a esas alturas ni deslizando por la mesa un sobre de dinero en efectivo debajo de una servilleta podría garantizar que Reeve se olvidara del asunto.

Me quedé de pie con los puños cerrados dentro de los bolsillos del abrigo y las gafas empañadas a causa de la humedad primaveral, mirando con aire desdichado las lodosas aguas del estanque: unos tristes patos marrones, bolsas de plástico que se arrastraban entre los juncos. En casi todos los bancos del parque había una placa con el nombre de algún benefactor: en memoria de la señora Ruth Klein o de quien fuera; pero el banco de mi madre, nuestro Lugar de Encuentro, era el único de todos los bancos situados en esa parte del parque que había obtenido de un donante anónimo un mensaje de lo más misterioso e inspirador: UN MUNDO DE POSIBILIDADES. Ya antes de que yo naciera era Su Banco; los primeros años que vivió en la ciudad, se sentaba en él con un libro de la biblioteca las tardes que tenía libres, pasando sin comer cuando necesitaba el dinero para pagar un pase de museo en el MoMA o una entrada de cine en el Paris Theatre. Un poco más arriba, al otro lado del estanque, donde el sendero se volvía desierto y oscuro, estaba el tramo mal cuidado y desolado donde Andy y yo esparcimos sus cenizas. Fue Andy quien me convenció de entrar a hurtadillas en el parque y desperdigarlas en ese lugar en particular, desafiando las normas del ayuntamiento.

«Bueno, aquí es donde ella se reunía con nosotros».

«Sí, pero es como veneno de ratas. Mira esos letreros».

«Vamos. Ya puedes. No viene nadie».

«A ella también le encantaban los leones marinos. Siempre quería que nos acercáramos para mirarlos».

«Sí, pero no querrás echarla allí, con ese olor a pescado. Además, me horroriza tener este tarro o como se llame en mi habitación».

VI

—Cielo santo —dijo Hobie cuando me miró bien bajo las luces—. Estás blanco como el papel. ¿No estarás incubando algo?

—Hummm…

Estaba a punto de salir, con el abrigo en el brazo; detrás de él vi al señor y la señora Vogel, esquivos y sonriendo de un modo odioso. Mi relación con los Vogel (o los Buitres, como los llamaba Grisha) se había enfriado de manera significativa desde que me hacía cargo de la tienda; consciente del gran número de muebles que, en mi opinión, habían robado a Hobie, ahora añadía un recargo a todo lo que sospechaba vagamente que a ellos les podía interesar; y aunque la señora Vogel —que no tenía un pelo de tonta— telefoneaba a Hobie, yo solía frustrar sus planes, por ejemplo asegurando a Hobie que ya había vendido el mueble en cuestión y me olvidé de poner el letrero.

—¿Has comido? —Hobie, siempre tan distraído y atolondrado, ni sospechaba la poca estima en que nos teníamos los Vogel y yo—. Vamos a la esquina a cenar algo. ¿Por qué no te vienes con nosotros?

—No, gracias —respondí, notando la mirada con que me taladraba la señora Vogel, la fría sonrisa falsa y los ojos como pedazos de ágata en su tersa cara de lechera entrada en años.

Por norma general disfrutaba acercándome a ella y devolviéndole la sonrisa, pero a la cruda luz del pasillo me sentí consumido y sudoroso, algo así como degradado.

—No, hum, gracias; creo que cenaré en casa esta noche.

—¿No te encuentras bien? —preguntó el señor Vogel con suavidad; un tipo medio calvo y con esas gafas sin montura que se veían en el Medio Oeste, acicalado con su chaquetón, un fastidio si él era el banquero y tú te retrasabas con la hipoteca—. Lástima.

—Me alegro de verte —dijo la señora Vogel, dando un paso hacia delante y poniendo su mano regordeta en mi manga—. ¿Has disfrutado de la visita de Pippa? Me habría gustado verla pero estaba tan ocupada con su novio. ¿Qué te ha parecido…, cómo se llamaba? —volviéndose hacia Hobie—. ¿Elliot?

—Everett —dijo Hobie con neutralidad—. Es un buen chico.

—Sí —dije volviéndome para quitarme el abrigo.

La aparición de Pippa recién llegada de Londres con ese tal «Everett» había sido una de las sorpresas más desagradables de mi vida. Después de contar los días y las horas, tembloroso a causa del insomnio y la emoción, incapaz de dejar de mirar el reloj cada cinco minutos, di un respingo cuando llamaron a la puerta y corrí literalmente para abrir…, y allí estaba ella, cogida de la mano de ese inglés de pacotilla.

—¿Y a qué se dedica él? ¿También es músico?

—En realidad es bibliotecario de música —dijo Hobie—. No sé qué significa eso hoy día, con los ordenadores y demás.

—Seguro que Theo nos lo puede explicar —terció la señora Vogel.

—La verdad es que no.

—¿Cibertecario? —sugirió el señor Vogel, con una risotada alegre y sonora nada propia de él. Y dirigiéndose a mí—: ¿Es cierto lo que dicen de que hoy día la gente joven puede acabar sus estudios sin pisar una biblioteca?

—No sabría decirlo.

¡Un bibliotecario de música! Habría dado todo lo que tenía por haber permanecido impávido (retortijones en la barriga, el final de todo) al estrechar la húmeda mano inglesa: «Hola, me llamo Everett, tú debes de ser Theo, he oído hablar mucho de ti, bla, bla, bla», pero me quedé paralizado en la puerta como un yanqui herido con bayoneta mirando con intensidad al desconocido que me había dado muerte. Everett era un tipo inquieto de ojos grandes, inocente, insulso e irritantemente jovial que vestía con tejanos y un jersey con capucha como un adolescente; y la pronta sonrisa que me dirigió, como pidiendo disculpas, cuando nos quedamos solos en la sala de estar me dejó lívido de cólera.

Cada minuto de su visita había sido una tortura. A duras penas logré superar el trance. Pero por más que intenté mantenerme lo más alejado posible de ellos (pese a lo bien que se me daba disimular, apenas podía mostrarme civilizado con él; su piel rosada, su risa nerviosa, el vello que le salía en copetes de los puños de la camisa, toda su persona me inducía a abalanzarme sobre él y partirle sus dientes de caballo ingleses; y no me sorprendería, pensé sombrío, mirándolo furioso desde el otro lado de la mesa, si un anticuario con gafotas se armara de valor y le rompiera la cara), no conseguí permanecer lejos de Pippa, revoloteando a su alrededor de forma incordiante, y me odié por ello, dolorosamente excitado por su proximidad; sus pies descalzos durante el desayuno, sus piernas desnudas, su voz. La inesperada visión fugaz de sus axilas blancas cuando se quitó el jersey por la cabeza. La agonía de sentir su mano en mi manga. «Hola, cariño». «Hola, tesoro». Acercándose a mí por detrás y tapándome los ojos con las manos: ¡sorpresa! Queriendo saber todo sobre mí, todo lo que hacía. Acurrucándose a mi lado en el canapé estilo reina Ana de modo que nuestras piernas se rozaban, oh Dios. ¿Qué estaba leyendo? ¿Podía echar un vistazo a mi iPod? ¿De dónde sacaba ese reloj tan increíble? Cuando me sonreía yo creía tocar el cielo con las manos. Y sin embargo cada vez que ponía una excusa para estar a solas con ella, aparecía él, pom, pom, pom, con una sonrisa tímida, le deslizaba el brazo sobre los hombros y lo estropeaba todo. Conversación en la habitación contigua, una carcajada: ¿estaban hablando de mí? ¡Rodeándole la cintura con el brazo! ¡Llamándola Pips! El único momento vagamente tolerable o divertido de la visita fue cuando Popchik —con un acentuado sentido de la territorialidad en la vejez— saltó sobre él sin que lo provocara y le mordió el pulgar, «Dios mío», Hobie corriendo a buscar alcohol, Pippa preocupada, Everett intentando quitarle importancia pero visiblemente enfadado: «¡Los perros son geniales! ¡Me encantan! Pero nunca hemos tenido ninguno porque mi madre es alérgica». Él era el «pariente pobre» (por utilizar sus palabras) de una antigua compañera de clase de Pippa; madre estadounidense, muchos hermanos, un padre que impartía clases de alguna incomprensible materia filosófica/matemática en Cambridge; como Pippa, era vegetariano «rayando en vegano»; para mi disgusto, salió a relucir que ambos compartían piso; él durmió en la habitación de Pippa durante la visita; y durante cinco noches —todo el tiempo que él estuvo allí— yo di vueltas en la cama rezumando bilis a causa de la rabia y la tristeza, atento a oír el roce de las sábanas, los suspiros y los susurros de la habitación contigua.

Y, sin embargo, mientras me despedía de Hobie y de los Vogel («¡que lo paséis bien!») y me daba la vuelta sombrío, pensé: ¿qué cabía esperar? Me había irritado profundamente el tono cariñoso y delicado con que ella pronunció el nombre de «Everett» delante de mí; «la verdad es que no», respondí con educación, cuando ella me preguntó si salía con alguna chica, aunque (me sentía orgulloso de ello de un modo lúcido y sombrío) en realidad me estaba acostando con dos chicas diferentes, sin que ninguna supiera de la existencia de la otra. Una tenía un novio en otra ciudad y la otra un prometido del que estaba cansada y cuyas llamadas no contestaba cuando estábamos juntos en la cama. Las dos eran guapas, pero la del prometido cornudo era sin duda despampanante, una Carole Lombard de joven, sin embargo ninguna de las dos era real a mis ojos; solo eran sustitutas.

Estaba indignado por sentirme como me sentía. Era estúpido quedarme allí «desconsolado» (la primera palabra que acudió, por desgracia, a mi mente), era sensiblero, despreciable y débil: bua, bua, ella está Londres, está con otro, ve a comprar una botella de vino y tírate a Carole Lombard, supéralo. Pero pensar en Pippa me producía una angustia tan permanente que no podía olvidarla del mismo modo que no se olvida un flemón. Era algo involuntario, desesperado, compulsivo. Durante años ella había sido lo primero en lo que pensaba cuando me despertaba y lo último que pasaba por mi cabeza antes de dormirme, y durante el día ella acudía a mí de un modo inoportuno y obsesivo, siempre con un doloroso shock: ¿qué hora era en Londres? Sumando y restando para calcular la diferencia horaria, comprobando de manera compulsiva las condiciones meteorológicas de Londres en el móvil, once grados centígrados, las diez y doce de la noche con ligeras precipitaciones, de pie en la esquina de Greenwich con la Séptima, junto a un hospital Saint Vincent cerrado con tablas, dirigiéndome al centro para reunirme con mi camello; ¿y qué era de Pippa?, ¿dónde estaba?, ¿en el asiento trasero de un taxi, en un restaurante, tomando copas con gente que yo no conocía, dormida en una cama que yo nunca había visto? Deseaba ver desesperadamente fotos de su piso para poder incorporar a mis fantasías detalles muy necesarios, pero me daba demasiada vergüenza pedirlos. Con una punzada pensé en las sábanas de su cama, cómo serían, me las imaginaba del típico color oscuro de una habitación de residencia de estudiantes, revueltas y sin lavar, el oscuro nido de una estudiante, su pálida mejilla pecosa sobre una funda de almohada granate o morada, mientras la lluvia inglesa repiqueteaba contra su ventana. Sus fotografías —que empapelaban el pasillo de mi habitación: muchas Pippas diferentes, a distintas edades— eran un tormento diario, siempre inesperado y siempre nuevo; pero aunque intentaba apartar los ojos, siempre alzaba la mirada sin querer, y allí estaba ella, riéndose de una broma o sonriendo a alguien que no era yo, siempre un dolor nuevo, un golpe asestado directo al corazón.

Y lo curioso era que yo sabía que la mayoría de la gente no la veía del mismo modo; en todo caso, la encontraban un poco rara, con su andar irregular y su espeluznante palidez de pelirroja. Por alguna estúpida razón siempre me había preciado de ser la única persona del mundo que la valoraba, y creía que se quedaría asombrada y conmovida, y quizá llegaría a verse a sí misma bajo una luz distinta, si supiera lo guapa que yo la encontraba. Pero eso nunca había sucedido. Furioso, me concentré en sus defectos, estudiando a propósito las fotos que la capturaban en las edades más desgarbadas y en los ángulos menos favorecidos: nariz larga, mejillas delgadas, los ojos (pese a su color desgarrador) de aspecto desnudo a causa de las pálidas pestañas; tan poco agraciada como Huck-Finn. Sin embargo, todos esos rasgos me parecían tan tiernos y tan particulares que me conmovían hasta la desesperación. De haber sido una chica hermosa me habría consolado pensando que no estaba hecha para mí; que me sintiera tan obsesionado y sacudido por su falta de belleza indicaba —alarmantemente— un amor más vinculante que la atracción física, un alma como un pozo de alquitrán donde podía dejarme caer y fingirme enfermo durante años.

Porque en lo más hondo e inquebrantable de mi ser, no atendía a razones. Ella era el reino desaparecido, la parte intacta de mí mismo que había perdido con mi madre. Todo en ella era como una ventisca de fascinación, desde las tarjetas de San Valentín antiguas y los quimonos chinos bordados que coleccionaba hasta los pequeños frascos perfumados de Neal’s Yard Remedies; siempre había existido algo brillante y mágico en su vida lejana y desconocida: Vaud Suisse, 23 Rue de Tombouctou, Blenheim Crescent W11 2EE, habitaciones amuebladas en países que yo nunca había visto. Era evidente que ese tal Everett («más pobre que las ratas», como decía él) vivía a costa de ella, del dinero del tío Welty más bien, la vieja Europa aprovechándose de los jóvenes Estados Unidos, por utilizar una frase que yo había empleado en un trabajo sobre Henry James en mi último semestre en la universidad.

¿Podía extenderle un cheque a su nombre para que la dejara en paz? Solo en la tienda, en las tardes lentas y frescas, se me había pasado por la cabeza: cincuenta mil si te largas esta noche, cien mil si no vuelves a verla. El dinero era algo que a él le preocupaba, era evidente; durante su visita siempre estaba hurgando en los bolsillos y deteniéndose constantemente en el cajero automático, sacando veinte dólares cada vez.

Era inútil. No era posible que ella le importara al señor Biblioteca de Música la mitad de lo que me importaba a mí. Estábamos hechos el uno para el otro; entre nosotros había una magia y una idoneidad indiscutibles y de ensueño; la imagen de ella iluminaba cada rincón de mi mente y derramaba brillo en espacios milagrosos que nunca supe siquiera que estaban allí, sobre vistas que no parecían existir salvo en relación con ella. Una y otra vez ponía su disco favorito de Arvo Pärt, una forma de estar con ella; y bastaba que Pippa mencionara una novela que había leído hacía poco para que yo la agarrara con avidez a fin de introducirme en sus pensamientos en una especie de telepatía. Ciertos objetos que habían pasado por la tienda —un piano Pleyel; un original camafeo ruso rayado…— parecían artefactos tangibles de la vida que a ella y a mí nos correspondería vivir juntos por derecho. Le escribí correos electrónicos de treinta páginas que borré sin enviárselos, optando en su lugar por la fórmula matemática que había discurrido para impedir hacer un gran ridículo: siempre tres líneas menos de las que ella me había escrito, tomándome siempre un día más de los que yo había esperado su respuesta. A veces en la cama, perdido en mis ensoñaciones eróticas y anhelantes bajo el efecto del opio, mantenía largas e ingenuas conversaciones con ella: «somos inseparables», me imaginaba que nos decíamos (sensibleramente), cada uno con una mano en la mejilla del otro, «no podemos separarnos». Como alguien obsesionado, atesoré unos mechones del color de las hojas de otoño que había cogido de la papelera después de que ella se cortara el flequillo en el cuarto de baño, y, aún más espeluznante, una camisa sin lavar, impregnada aún de su sudor vegetariano con olor a heno.

Era imposible; peor que imposible: humillante. Dejaba siempre la puerta de mi habitación entornada cuando ella venía de visita, una invitación muy poco sutil. Incluso su adorable paso lánguido (como una pequeña sirena, demasiado frágil para caminar sobre tierra firme) me volvía loco. Ella era el hilo dorado que ensartaba todo, una lupa que aumentaba de tal modo la belleza que el mundo entero parecía transfigurarse en relación con ella. En dos ocasiones intenté besarla: una vez borracho en un taxi; la otra en el aeropuerto, desesperado al pensar que tardaría meses (o años, quién sabía) en volver a verla.

—Lo siento —dije, quizá demasiado tarde…

—Tranquilo.

—No, de verdad, yo…

—Escucha —una dulce sonrisa vaga—, no pasa nada. Pero ya están embarcando —(no era cierto)—. Tengo que irme. Cuídate, ¿me oyes?

«Cuídate». ¿Qué demonios veía ella en ese tal «Everett»? Solo podía pensar en lo aburrido que debía parecerle yo para preferir a un tipo tan falto de interés como él. «Algún día, cuando tengamos hijos…» Aunque él lo había dicho medio en broma, se me heló la sangre. Era la clase de memo que veías cargado con una bolsa de pañales y artículos almohadillados para bebé… Me reprendí por no mostrarme más fuerte con ella, aunque en realidad no había forma de perseguirla sin percibir el más mínimo aliento por parte de ella. Ya era bastante vergonzoso: el tacto que demostraba Hobie cuando salía su nombre, el cuidadoso tono apagado de su voz. Sin embargo mi anhelo era como un resfriado malo que persistía durante años, pese a mi convicción de que en cualquier momento lo superaría. Incluso una vaca como la señora Vogel lo veía. No era que Pippa me alentara, al contrario; si yo le hubiera importado algo habría vuelto a Nueva York en lugar de quedarse en Europa al terminar el colegio; aun así, por alguna estúpida razón, no podía olvidar el modo en que me había mirado, sentado a un lado de su cama, el primer día que fui a la casa. El recuerdo de esa tarde de mi niñez me sostuvo durante años; era como si, enfermo de añoranza por mi madre, hubiera impreso sobre ella la imagen de un animal huérfano; cuando, de hecho, y ahí residía lo gracioso del asunto, ella estaba dopada por los fármacos y mansa como un cordero chiflado a causa de una herida en la cabeza, y habría arrojado los brazos al cuello del primer desconocido que hubiera entrado.

Mis opis, como los llamaba Jerome, estaban en una vieja lata de tabaco. Sobre la superficie de mármol del tocador trituré una de las oxicontinas que atesoraba, la corté y dividí en rayas con mi tarjeta de Christie’s, y, enrollando el billete más nuevo que llevaba en la cartera, me incliné sobre la mesa, con los ojos llorosos a causa de la anticipación: zona cero, pum, un sabor amargo en la pared posterior de la garganta seguido de la oleada de alivio, cayendo hacia atrás en la cama mientras el dulce golpe del pasado me daba directamente en el corazón: placer puro, doloroso y brillante, lejos del estrépito a hojalata de la tristeza.

VII

La noche que fui a cenar a casa de los Barbour había tormenta y llovía con ráfagas de viento tan fuertes que apenas podía sostener en alto el paraguas. En la Sexta Avenida no se encontraban taxis libres, los transeúntes caminaban cabizbajos y con los hombros echados hacia delante bajo la lluvia oblicua; en el húmedo ambiente semejante a un búnker del andén de metro caían monótonamente gotas del techo de hormigón.

Cuando salí, Lexington Avenue estaba desierta, y las gotas de lluvia danzaban y rebotaban en las aceras, un chaparrón de película que parecía amplificar el ruido de las calles. Los taxis pasaban arrojando ruidosos chorros de agua. A unas pocas puertas de la estación me metí en un mercado para comprar flores: azucenas, tres ramilletes, ya que uno solo quedaba pobre; en la tienda pequeña y bien caldeada, su fragancia tuvo un efecto negativo en mí, y solo en la caja registradora caí en la cuenta de por qué: desprendía el mismo dulzor empalagoso y enfermizo del funeral de mi madre. Mientras salía y echaba a correr por la acera inundada hacia Park Avenue, con los calcetines chorreando y la lluvia fría golpeándome la cara, me arrepentí de haberlas comprado y estuve a punto de tirarlas a una papelera, pero las ráfagas de lluvia eran tan veloces que no pude aminorar el paso ni siquiera un momento, y seguí corriendo.

De pie en el vestíbulo, con el pelo pegado a la cabeza y la gabardina supuestamente impermeable goteando como si la hubiera metido en la bañera, la puerta se abrió de forma bastante inesperada y apareció un universitario de cara franca que tardé unos instantes en reconocer como Toddy. Antes de que pudiera disculparme por el agua que chorreaba, él me dio un fuerte abrazo y unas palmadas en la espalda.

—Dios mío —decía mientras me conducía a la sala de estar—. Deja que me lleve tu gabardina…, y el ramo, a mamá le encantará. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Hace cuánto que no nos vemos? —Era más alto y robusto que Platt, con el pelo de un rubio más oscuro, color cartón, nada propio de los Barbour, y en los labios siempre una sonrisa ansiosa y alegre, sin rastro de ironía, que tampoco tenía nada de los Barbour.

—Bueno… —Su afectuosidad, que parecía presuponer una feliz intimidad que nunca habíamos compartido, me incomodaba—. Ha pasado mucho tiempo. Ya debes de estar en la universidad, ¿no?

—Sí…, en Georgetown… He venido a pasar el fin de semana. Estoy estudiando ciencias políticas pero espero dedicarme a la administración de organizaciones sin ánimo de lucro, algo relacionado con la gente joven. —Con su pronta sonrisa de miembro de la asociación estudiantil, se había convertido en el gran triunfador que en su tiempo Platt prometía ser—. Y espero que no quede muy raro decirlo, pero en parte te lo debo a ti.

—¿Cómo?

—Me refiero al hecho de querer trabajar con jóvenes desfavorecidos. ¿Sabías que me causaste una gran impresión cuando te quedaste con nosotros, hace muchos años? Tu situación me abrió los ojos. Porque incluso en tercero me hiciste comprender que eso era lo que quería hacer algún día, algo relacionado con ayudar a chicos.

—Vaya —dije, asimilando aún lo de «desfavorecido»—, eso es estupendo.

—Y es muy emocionante, porque hay tantas maneras de dar a los jóvenes lo que necesitan. No sé si conoces el D. C., pero hay cientos de barrios donde los servicios son insuficientes; estoy trabajando en un proyecto para enseñar a leer y matemáticas a chicos en riesgo de exclusión social, y este verano iré a Haití con Habitat for Humanity…

—¿Es él? —Un decoroso repiqueteo de zapatos sobre el parquet, un ligero roce en la manga, y cuando quise darme cuenta Kitsey me había rodeado con los brazos y yo sonreía hacia su pelo rubio casi blanco.

—Estás calado hasta los huesos —decía ella, sujetándome con los brazos extendidos. Mírate. ¿Cómo demonios has llegado aquí? ¿Nadando? Tenía la nariz larga y delgada del señor Barbour, así como la luminosa y casi ingenua transparencia de su mirada, muy parecida a cuando era una niña despeinada de nueve años con uniforme peleándose acalorada con la mochila, pero me quedé con la mente en blanco cuando me miró y vi la belleza fría e impersonal en que se había convertido.

—Yo… —Para disimular mi confusión, me volví hacia Toddy, que estaba ocupado con mi gabardina y las flores—. Perdona, pero todo es tan extraño. Sobre todo tú —(hacia Toddy)—. ¿Cuántos años tenías la última vez que te vi? ¿Siete? ¿Ocho?

—Lo sé —dijo Kitsey—, el ratoncito ahora es clavado a una persona, ¿verdad? Platt… —Platt entró tranquilamente en la sala de estar, mal afeitado, con el traje de tweed y un tosco jersey Donegal, como un pescador taciturno de una obra de Synge—, ¿dónde quiere mamá que cenemos?

—Hummm… —Él parecía avergonzado, frotándose la mejilla cubierta de una barba incipiente—. En la habitación del fondo. No te importa, ¿verdad? —me preguntó—. Etta ha puesto la mesa allí.

Kitsey frunció la frente.

—Caray. Bueno, supongo que no importa. ¿Por qué no llevas los perros a la cocina? Ven… —Me cogió de la mano y me condujo por el pasillo con un alocado balanceo echado hacia delante—. Tenemos que conseguirte una copa, vas a necesitarla. —Había algo de Andy en su mirada fija, y en su falta de resuello, la boca asmática de él reconfigurada de forma encantadora en unos labios entreabiertos y con una cualidad susurrante de aspirante a estrella—. Esperaba que nos recibiera en el comedor o al menos en la cocina, es tan espantoso estar en su guarida… ¿Qué quieres beber? —me preguntó, volviéndose hacia el mueble bar situado junto a la despensa donde habían puesto unas copas y una cubitera.

—Una copa de ese Stolichnaya sería perfecto. Con hielo, por favor.

—¿De verdad? ¿Estás seguro? Nadie bebe eso… —dijo ella levantando la botella de Stoli—. Papá siempre lo pedía porque le gustaba la etiqueta…, muy típica de la guerra fría… ¿Cómo lo has pronunciado?

—Stolichnaya.

—Suena muy auténtico. Yo no lo probaría —dijo, volviendo hacia mí sus ojos gris claro—. Tenía miedo de que no vinieras.

—No hace tan mal tiempo.

—Ya, pero… —parpadeo, parpadeo—, creía que nos odiabas.

—¿Odiaros? No.

—¿No? —Cuando se rió, fue fascinante ver en ella la palidez leucémica de Andy, remodelada y embellecida, el parpadeo azucarado de una princesa de Disney—. ¡Pero yo fui tan horrible contigo!

—No me importó.

—Me alegro. —Después de una pausa demasiado larga, se volvió de nuevo hacia las copas—. Fuimos horribles contigo —continuó con voz apagada—. Todd y yo.

—Vamos. Erais pequeños.

—Sí, pero… —Se mordió el labio inferior—. Deberíamos haber sabido que no estaba bien, sobre todo después de lo que te pasó. Y ahora…, quiero decir con papá y Andy…

Esperé, ya que parecía que intentaba formular un pensamiento, pero en lugar de ello bebió un sorbo de vino (blanco, Pippa bebía tinto) y me rozó la muñeca.

—Mamá está esperándote. Lleva todo el día emocionada. ¿Entramos?

—Claro. —Con mucha delicadeza le agarré el codo como le había visto hacer al señor Barbour con sus invitados «de índole femenina» y la conduje por el pasillo.

VIII

La velada fue una maraña irreal de pasado y presente; un mundo infantil milagrosamente intacto en ciertos aspectos, dolorosamente alterado en otros, como si el Fantasma de las Navidades Pasadas y el Fantasma de las Navidades Futuras se hubieran unido para presidir la cena. Pero pese a la constante y desagradable ausencia de Andy («Andy y yo…, ¿te acuerdas cuando Andy…?») y todo lo demás tan cambiado y encogido (¿empanadas en una mesa plegable en el dormitorio de la señora Barbour?), lo más inaudito de la noche fue la intensa e irracional sensación que tuve de regresar a casa. Incluso Etta, cuando volví a la cocina para saludar, se quitó el delantal y se acercó corriendo a mí para abrazarme: «Tenía la noche libre pero he querido quedarme. Quería verte».

Toddy («Ahora soy Todd, por favor») había ascendido a la posición de su padre como capitán de la mesa y guiaba la conversación con una simpatía en apariencia un poco mecánica pero genuinamente sincera, aunque la señora Barbour no tenía interés en hablar con nadie aparte de mí, un poco sobre Andy pero sobre todo acerca de los muebles de su familia, varios de los cuales habían comprado a Israel Sack en los años cuarenta, aunque la mayoría eran herencia de familia desde los tiempos coloniales, dijo levantándose de la mesa a mitad de comida y cogiéndome de la mano para enseñarme un juego de sillas y un aparador de caoba —reina Ana, Salem, Massachusetts— que habían pertenecido a la familia de su madre desde la década de 1760. (¿Salem?, pensé. ¿Eran esos Phipps antepasados suyos los que llevaban a las brujas a la hoguera? ¿O las mismas brujas? Aparte de Andy —críptico, aislado, autosuficiente, incapaz de hacer nada deshonesto y carente por completo de malicia y de carisma—, todos los demás Barbour, incluido Todd, tenían algo un poco misterioso, una taimada y vigilante mezcla de decoro y picardía; era fácil imaginar a sus antepasados reuniéndose en el bosque por las noches y despojándose de su atuendo puritano para brincar junto a la hoguera pagana). Kitsey y yo no hablamos mucho —la señora Barbour no nos lo permitía—, pero casi cada vez que miraba en dirección a ella notaba su mirada fija en mí. Platt —con la voz gruesa después de cinco (¿o seis?) grandes copas de ginebra con lima, me llevó al mueble bar después de cenar y dijo:

—Está con antidepresivos.

—¿Ah, sí? —le pregunté sorprendido.

—Me refiero a Kitsey. Mamá no los prueba.

—Bueno…

Me incomodó que hablara en voz baja, como si buscara mi opinión o quisiera que interviniera de algún modo.

—Espero que le sirvan más de lo que me sirvieron a mí.

Platt abrió la boca para decir algo, pero pareció cambiar de opinión.

—Bueno… —dijo apartándose un poco—, supongo que está aguantando el tipo. Pero ha sido duro para ella. Kits estaba muy unida a los dos…, diría que estaba más unida a Andy que cualquiera de los demás.

—¿De verdad? —Nunca habría descrito como «unida» la relación de ambos en la niñez, si bien ella siempre había estado en segundo plano, aunque solo fuera para quejarse o tomar el pelo.

Platt suspiró; una ráfaga de aliento a ginebra que casi me derribó.

—Sí. Ha pedido una excedencia en Wellesley, no estoy seguro de si volverá. Quizá se apunte a unas clases en la New School o se ponga a trabajar…, le resulta demasiado duro estar en Massachusetts después de…, ya sabes. Se veían a menudo en Cambridge…, y, como es lógico, ella se siente fatal porque no fue a cuidar de papá. Ella era quien se entendía mejor con él, pero le surgió una fiesta y telefoneó a Andy para suplicarle que fuera en su lugar… En fin.

—Mierda. —De pie junto al mueble bar, con las pinzas del hielo en la mano, me quedé consternado. No podía soportar que la vida de otra persona se hubiera destrozado por el mismo veneno de «por qué no hice eso» y «ojalá hubiera hecho aquello» que había destrozado mi propia vida.

—Sí —dijo Platt, sirviéndose otra copa de ginebra—. Muy duro.

—Bueno, pues no debería culpabilizarse. No puede. Es una locura. —Desconcertado ante los ojos llorosos y vacíos con que Platt me miraba por encima de su copa, añadí—: Quiero decir que si ella hubiera estado en ese barco, ahora estaría muerta ella y no él.

—No, no lo estaría —dijo Platt con tono apagado—. Kits es una marinera excelente. Tiene buenos reflejos y la cabeza firme sobre los hombros, desde que era pequeña. Andy…, Andy estaba pensando en sus resonancias orbitales o en alguna mierda informática que estaba haciendo en su portátil y se le fue la olla. Típico, joder. En fin —continuó con calma, sin advertir al parecer mi asombro ante su comentario—, ella está un poco perdida en estos momentos, como seguro que comprenderás. Deberías invitarla a cenar o algo así, a mamá le encantaría.

IX

Cuando me marché pasadas las once, ya no llovía, las calles estaban espejeantes de agua y en la puerta se encontraba el portero de noche, Kenneth (los mismos ojos pesados, aliento a licor de malta y más panza, pero por lo demás igual).

—No te pierdas, ¿eh? —Era lo mismo que siempre me decía cuando era pequeño y me quedaba a dormir allí, y mi madre venía a recogerme a la mañana siguiente; la misma voz aletargada, quizá demasiado pausada. Incluso en la Manhattan envuelta en humo posterior a la catástrofe, te lo imaginabas balanceándose cordial junto a la puerta con el antiguo uniforme hecho trizas mientras en el piso de arriba los Barbour quemaban viejos ejemplares de National Geographic para entrar en calor, y vivían a base de ginebra y carne de cangrejo enlatada.

Aunque la muerte de Andy había impregnado cada aspecto de la velada como una toxina rezumante, aún era demasiado impresionante para asimilarla; lo extraño, no obstante, era lo inevitable que parecía en retrospectiva, lo curiosamente predecible, casi como si él hubiera sufrido algún defecto congénito fatal. Ya a los seis años —soñador, tambaleante, asmático, negado—, el estigma del infortunio y de una muerte temprana era evidente en su pequeña persona raquítica, marcándolo como un cartel cósmico de «Dame una patada» colgado en la espalda.

Y sin embargo también resultaba sorprendente ver hasta qué punto renqueaba su mundo sin él. Era extraño, pensé mientras saltaba un charco en la cuneta, cómo en unas pocas horas podía cambiar todo, o quizá lo extraño era más bien descubrir en el presente un fragmento tan brillante del pasado vivo, dañado y erosionado pero no destruido. Andy había sido bueno conmigo cuando nadie más lo había sido. Lo menos que podía hacer yo era ser amable con su madre y su hermana. Entonces no se me ocurrió pensar, aunque desde luego lo pienso ahora, que habían transcurrido muchos años desde que yo mismo había salido del estupor del dolor y el ensimismamiento; entre la anomia y el trance, la inercia, los paréntesis y los tormentos de mi propio corazón, había muchas pequeñas y fáciles amabilidades cotidianas que me había perdido; incluso la palabra «amabilidad» era como despertar de la inconsciencia en un hospital, envuelto en las voces de la gente y el murmullo de las máquinas digitalizadas.

X

Por otra parte, un hábito de días alternos seguía siendo un hábito, como a menudo me recordaba Jerome, sobre todo cuando yo no respetaba fielmente nuestro acuerdo. Nueva York estaba lleno de toda clase de horrores cotidianos, en el metro y en medio de la multitud; lo repentino de la explosión nunca me había abandonado del todo, siempre vigilaba con el rabillo del ojo como si esperara que pasara algo; lo desencadenaban ciertas configuraciones de gente en lugares públicos, un apremio de tiempos de guerra, alguien que me cortaba el paso de malos modos o que caminaba demasiado deprisa en un determinado ángulo bastaba para provocarme una taquicardia y un pánico brutal, de esos que me hacían buscar tambaleante el banco más cercano del parque; y los analgésicos de mi padre, que había empezado a tomar para aliviar mi incontrolable ansiedad nocturna, me proporcionaban una evasión tan extasiada que pronto empecé a tomarlos como algo especial; primero como algo especial solo de fin de semana, luego como algo especial para después del colegio y al final como la ronroneante felicidad celestial que tan bien recibida era cuando estaba triste o aburrido (lo que, por desgracia, sucedía a menudo); y entonces hice el trascendental descubrimiento de que las diminutas pastillas que había dejado de lado por su aspecto insignificante y débil eran literalmente diez veces más potentes que los vicodinas y los percocets que me tragaba a puñados: oxicontinas de ochenta miligramos lo bastante fuertes para matar a alguien que no las tolerara, que sin duda no era mi caso; y cuando por fin se acabó el tesoro en apariencia inagotable de narcóticos orales, poco antes de mi décimo octavo cumpleaños, me vi obligado a comprar en la calle. Hasta los camellos censuraban las sumas que gastaba, miles de dólares cada pocas semanas; recostado en el mugriento puff desde el que dirigía su negocio, Jack (el predecesor de Jerome) me había sermoneado muchas veces por ello, contando mis billetes de cien recién salidos del cajero. «Más te valdría pegarle fuego». La heroína era más barata; quince dólares la bolsa. Aunque no me chutaba, Jack había hecho afanosamente las cuentas por mí en el interior de un envoltorio de Quarter Pounder; con la heroína estaría contemplando un gasto mucho más razonable, unos cuatrocientos cincuenta dólares al mes.

Pero yo solo consumía heroína cuando me la ofrecían; una esnifada aquí, otra allá. Por mucho que me gustara y me muriera por ella, nunca compraba. Porque nunca tendría ningún motivo para parar. En cambio con los fármacos, el precio era un factor que ayudaba, pues no solo me obligaba a mantener el hábito bajo control sino que me proporcionaba una razón excelente para bajar todos los días a vender muebles. Era un mito que no se podía funcionar con opiáceos: chutarse era una cosa, pero para alguien como yo, que daba un respingo cada vez que una paloma se subía a la acera batiendo las alas, aquejado del trastorno de estrés postraumático casi hasta el extremo de la espasticidad y la parálisis cerebral, las pastillas eran la clave no solo para ser competente sino para funcionar a pleno rendimiento. El alcohol ofuscaba y embrutecía: no tenías más que mirar a Platt Barbour sentado en el J. G. Melon a las tres de la tarde de un miércoles autocompadeciéndose. En cuanto a mi padre, aun después de dejar de beber mostraba la leve torpeza de un boxeador aturdido, como un manazas manejando un teléfono o el temporizador de la cocina, cerebro reblandecido lo llamaba la gente, refiriéndose a los daños mentales causados por el exceso de bebida, algo neurológico que nunca desaparecía. Estaba seriamente ofuscado en sus razonamientos y nunca fue capaz de conservar un empleo durante mucho tiempo. Mientras que yo…, bueno, quizá no tenía novia ni amigos que no estuvieran metidos en las drogas, pero trabajaba doce horas al día, no me estresaba por nada, vestía trajes de Thom Browne, trataba sonriente con gente que no podía ver, iba a nadar dos días a la semana y jugaba al tenis de vez en cuando, y no probaba ni el azúcar ni los alimentos procesados. Relajado y atractivo, delgado como un fideo, no me dejaba llevar por la autocompasión ni por ninguna clase de pensamiento negativo; según todos, era un vendedor excelente, y el negocio marchaba tan bien que apenas echaba a faltar lo que gastaba en drogas.

Alguna vez tuve un par de lapsus o deslices impredecibles durante los cuales perdí el control por unos pocos minutos inquietantes, como un resbalón en el hielo sobre un puente, y había visto cuánto podían torcerse las cosas y con qué rapidez. No era cuestión de dinero sino más bien de dosis en continuo aumento que hacían que olvidara que había vendido un mueble o que descuidara el envío de una factura. Hobie me miraba de un modo extraño cuando me excedía y bajaba al piso de abajo desorientado y con los ojos un poco vidriosos. Las cenas, los clientes…, lo siento, ¿hablaba conmigo? ¿qué acaba de decir?, no, solo un poco cansado, he pillado algo, quizá me vaya a la cama un poco antes, amigos. Había heredado los ojos claros de mi madre, lo que, sin las gafas de sol, me impedía ocultar las pupilas diminutas como alfileres en las inauguraciones de galerías; no es que los amigos de Hobie parecieran advertirlo, salvo (a veces) algún gay. «Eres un chico malo», me había susurrado el novio culturista de un cliente en una cena formal, dejándome totalmente perplejo; y me aterraba subir al departamento de contabilidad de una de las casas de subastas porque uno de los tipos de allí —mayor, británico, asimismo adicto— siempre intentaba ligar conmigo. Por supuesto, también me ocurría con las mujeres: a una de las chicas con las que me acostaba —la becaria de la moda— la había conocido paseando a Popchik en la pista de carreras para perros pequeños de Washington Square, y tras treinta segundos sentados en el banco del parque quedó claro que los dos estábamos en el mismo estado. Cuando se me empezaban a ir las cosas de las manos reducía la frecuencia e incluso intenté dejarlo varias veces; el período más largo de seis semanas. Me decía que nadie era capaz de hacer eso, que todo era cuestión de disciplina. Pero lo cierto era que en la primavera de mi vigésimo sexto cumpleaños no había estado más de tres días seguidos limpio en más de tres años.

Había discurrido cómo dejarlo para siempre si quería: reducción drástica del consumo en un programa de siete días, con mucha loperamida; suplementos de magnesio y aminoácidos en forma libre para rellenar mis neurotransmisores consumidos; proteínas en polvo, electrolitos en polvo, melatonina (y marihuana) para dormir, así como varias pociones y tinturas herbáceas en las que la becaria tenía fe ciega, raíces de regaliz, cardos marianos, ortigas, lúpulo, aceite de semillas de comino negras, raíces de valeriana y extracto de escutelaria. Hacía un año y medio que en el suelo del fondo de mi armario había una bolsa de una tienda de dietética con todo lo que necesitaba. Todo seguía intacto excepto la marihuana, que había desaparecido hacía tiempo. El problema (como había averiguado en repetidas ocasiones) era que después de treinta y seis horas con el cuerpo en plena revuelta y viendo el resto de tu vida sin opiáceos extendiéndose sombría ante ti como el pasillo de una cárcel, necesitabas una razón bastante poderosa para seguir avanzando hacia lo gris, el dolor, la desesperación, en lugar de caer sobre el maravilloso colchón de plumas que neciamente habías abandonado.

Esa noche, al volver de casa de los Barbour, me tomé una pastilla de morfina de efecto prolongado, como acostumbraba a hacer cuando llegaba a casa con mala conciencia y la sensación de que necesitaba recomponerme; una dosis pequeña, menos de la mitad de lo que necesitaba para sentir algo, lo justo para que, junto al alcohol, pudiera combatir la agitación y dormir. A la mañana siguiente, descorazonado (porque por lo general al despertarme enfermo en esa fase del plan de limpieza enseguida me rajaba), trituré sobre el mármol de la mesilla de noche treinta y luego sesenta miligramos de Roxicodone que inhalé con una pajita cortada. Reacio a tirar por el retrete el resto de las pastillas (que valían más de dos mil dólares), me levanté, me vestí, me lavé la nariz con un spray de agua salina, y después de guardar unas cuantas pastillas más de morfina de efecto prolongado por si «los monos», como lo llamaba Jerome, eran demasiado incómodos, me metí la lata de Redbreast Flake en el bolsillo, y, a las seis de la madrugada, antes de que Hobie se levantara, fui en taxi al almacén.

El almacén, abierto las veinticuatro horas, era como un complejo funerario maya exceptuando al encargado de ojos inexpresivos que veía la televisión en el mostrador principal. Nervioso, me dirigí a los ascensores. Solo había pisado las instalaciones tres veces en siete años; siempre aterrado, nunca me aventuraba a subir a los cubículos en sí, limitándome a hacer una rápida incursión en el vestíbulo para pagar el alquiler en efectivo: dos años por adelantado, el máximo permitido por la ley del estado.

Para hacer funcionar el ascensor se necesitaba una llave electrónica que afortunadamente me había acordado de coger. Por desgracia no se insertó como era debido y, rezando para que el encargado del mostrador estuviera demasiado distraído para advertirlo, me quedé varios minutos dentro del ascensor abierto intentándolo de nuevo, hasta que las puertas de acero se cerraron con un chirrido. Sintiéndome observado y nervioso, haciendo lo posible por desviar la cara de mi distorsionada sombra en el monitor, subí hasta la octava planta, 8 D 8 E 8 F 8 G, paredes de hormigón y una sucesión de puertas anodinas, como una eternidad prefabricada donde no había más color que el beige y no se asentaría el polvo hasta el final de los tiempos.

8 R, dos llaves y un candado con una combinación, 7522, los cuatro últimos dígitos del teléfono de Boris en Las Vegas. El cubículo se abrió con un ruido metálico. Allí estaba la bolsa de Paragon Sporting Goods, con la etiqueta de la tienda de campaña colgando, King Kanopy, $43,99, tan flamante y almidonada como el día que la había comprado siete años atrás. Y aunque la tela de la funda de almohada que asomaba por la bolsa me provocó un desagradable cortocircuito, como un estallido eléctrico en la sien, lo que más me impresionó fue el olor; porque el olor del revestimiento de plástico de la cinta adhesiva protectora se había vuelto abrumador al estar tanto tiempo encerrado en un espacio tan reducido, un olor emocionalmente evocador en el que no había pensado durante años, un claro tufo a polivinilo que me llevó con brusquedad de regreso a mi niñez y a mi dormitorio de Las Vegas; sustancias químicas y moqueta nueva, durmiéndome y despertándome todas las mañanas con el cuadro pegado detrás de la cabecera de la cama y el mismo olor adherido a las fosas nasales. Hacía años que no lo desenvolvía como era debido —solo para sacarlo necesitaría unos diez o quince minutos peleándome con un cúter—, pero mientras estaba allí abrumado (una mezcla de incongruencia y confusión, casi como esa vez que me había despertado sonámbulo en la puerta del dormitorio de Pippa, sin saber en qué estaba pensando ni qué debía hacer), me sentí paralizado por un apremio que rayaba en el delirio; porque volver a tener el cuadro a una distancia no superior al ancho de la palma de una mano, después de tanto tiempo, era como encontrarme de pronto al borde de una especie de precipicio peligroso y anhelante que ni siquiera supiera que estaba allí. En la penumbra, el fardo momificado —qué poco se veía a simple vista— tenía un aspecto extrañamente personal, conmovedor e irregular, no parecía tanto un objeto inanimado como una pobre criatura inmovilizada e indefensa en la oscuridad, incapaz de gritar que soñaba con que la rescataban. No había estado tan cerca del cuadro desde que tenía quince años, y por un momento apenas logré contenerme de metérmelo debajo del brazo y largarme con él. Pero oía el zumbido de las cámaras de seguridad a mi espalda, y, con un rápido movimiento espasmódico, dejé caer la lata de Redbreast Flake en la bolsa de Bloomingdale’s y cerré la puerta con llave. «Échalos al retrete si algún día quieres dejarlo de verdad —me había aconsejado la amiga sumamente sexy de Jerome, Mya—. O te verás subiendo a ese cubículo a las dos de la madrugada». Pero mientras salía por la puerta, mareado y todavía colocado, las drogas era lo último que tenía en la cabeza. Ver el cuadro empaquetado, solo y patético, me removió las entrañas, como si una señal de satélite del pasado se hubiera colado y obstruido todas las demás transmisiones.

XI

Aunque los días de limpia que (a veces) hacía impedían que aumentara demasiado mi dosis, el síndrome de abstinencia se volvió molesto antes de lo que esperaba, e incluso con las pastillas que me había guardado para hacerlo de manera gradual, me pasé los siguientes días bastante mal: demasiado enfermo para comer, incapaz de dejar de estornudar.

—Solo es un resfriado —le dije a Hobie—. Estoy bien.

—No, tienes mal el estómago. Es gripe —respondió Hobie sombrío al volver de Bigelow con más Benadryl e Imodium, además de galletas y ginger ale de Jefferson Market—. No hay razón en el mundo… ¡Jesús! Yo de ti me iría al médico sin rechistar.

—Pero si solo es un virus.

Hobie tenía una constitución de hierro; cuando cogía algo, se bebía un Fernet-Branca y seguía funcionando.

—Quizá, pero llevas varios días sin probar bocado. No tiene sentido pasarlo mal.

Sin embargo, trabajar me distraía del malestar. Los escalofríos llegaban a intervalos de diez minutos y luego rompía a sudar. Moqueo, ojos llorosos, contracciones sorprendentes. El tiempo había cambiado y la tienda estaba llena de gente, murmullos y ajetreo; los árboles en flor de la calle eran blancos estallidos de delirio. Tenía las manos firmes sobre la caja registradora la mayor parte del tiempo, pero por dentro sufría.

«El primer rodeo no es el malo —me había dicho Mya—. Es hacia el tercero o el cuarto cuando empiezas a desear estar muerto». El estómago se me revolvía furioso como un pez suspendido del anzuelo: dolores, contracciones musculares, no podía estarme quieto o encontrar una postura cómoda en la cama; por las noches, después de cerrar la tienda, me tumbaba con la cara roja y estornudando en una bañera que casi no podía soportar de lo caliente que estaba el agua, con un vaso de ginger ale y hielo casi derretido apretado contra la sien mientras Popchik, con los huesos demasiado tiesos para apoyar las patas en el borde de la bañera como en otros tiempos, se sentaba en la alfombrilla y me observaba ansioso.

Nada de todo eso fue tan terrible como yo temía. Pero lo que no esperaba que fuera ni una cuarta parte de duro era lo que Mya llamaba «el asunto mental», que resultó ser insoportable, una negra cortina de horror. Mya, Jerome, la becaria de la moda y la mayoría de mis amigos que se drogaban llevaban más tiempo que yo haciéndolo; y cuando se sentaban todos juntos colocados y se ponían a hablar de cómo era dejarlo (que, al parecer, era el único momento en el que soportaban hablar de dejarlo), todos me advertían varias veces de que lo más duro no eran los síntomas físicos, sino la depresión, que incluso con un hábito de principiante como el mío sería como «nada de lo que hayas imaginado»; yo sonreía educado mientras me inclinaba hacia el espejo y pensaba: ¿quieres apostar?

Pero «depresión» no era la palabra. Eso era una caída rodeada de un dolor y una repugnancia que iban mucho más allá de lo personal: unas náuseas torrenciales y enfermizas hacia toda la humanidad y el empeño humano desde los albores de los tiempos. La violenta repulsión del orden biológico. La vejez, la enfermedad, la muerte. No había escapatoria para nadie. Incluso los guapos eran como fruta blanda a punto de pasarse. Y, sin embargo, la gente seguía follando, reproduciéndose y trayendo nueva carnaza para la tumba; producir cada vez más seres para que sufrieran de ese modo era algo así como redentor, noble o incluso moralmente admirable; arrastrar a más criaturas inocentes hacia un juego en el que todos pierden. Bebés retorciéndose y madres tratadas con hormonas, complacientes y pesadas. «Oh, ¿no es una monada?». Los niños gritando y columpiándose en el parque de juegos, sin poder sospechar los futuros infiernos que los aguardaban: empleos aburridos, hipotecas ruinosas, matrimonios malditos, caída de pelo, trasplantes de cadera, tazas de café solitarias en una casa vacía y una bolsa de colostomía en el hospital. La mayoría de la gente parecía tan satisfecha con el delicado vidriado ornamental y la ingeniosa iluminación teatral que la atrocidad de los asuntos humanos a veces lograba pasar por algo más misterioso y menos detestable. La gente apostaba, jugaba al golf, trabajaba, rezaba, plantaba jardines, invertía en acciones, hacía el amor, se compraba coches nuevos, practicaba yoga, redecoraba sus casas, montaba en cólera viendo las noticias, se quejaba de sus hijos, cotilleaba sobre sus vecinos, leía con avidez críticas sobre restaurantes, financiaba organizaciones benéficas, apoyaba a candidatos políticos, asistía a los U. S. Open, salía a cenar, viajaba y se distraía con toda clase de chismes y aparatos, asimilando sin cesar información, textos, medios de comunicación y entretenimientos procedente de todas partes para intentar olvidar: dónde estábamos, qué éramos. Pero bajo una luz intensa no había interpretación positiva que hacer. Todo estaba podrido de arriba abajo. Haciendo horas en la oficina; engendrando con sumisión tu porcentaje del 2,5; sonriendo educado en tu fiesta de jubilación; mordiendo la sábana y ahogándote con los melocotones en almíbar de la residencia de ancianos… Era mejor no haber nacido; no haber deseado nunca nada, no haber esperado nunca nada. Y todos esos revolcones y palizas mentales se mezclaban con imágenes recurrentes o casi sueños, de un Popchik débil y famélico yaciendo de costado, con las costillas moviéndose arriba y abajo; lo había olvidado en alguna parte, lo había dejado solo y no me había acordado de darle de comer, y se moría, una y otra vez, aunque estaba en la habitación conmigo, sacudidas que hacían que me irguiera sintiéndome culpable, dónde está Popchik; y eso a su vez se mezclaba con impactantes flashes de la funda de almohada empaquetada, cerrada en su ataúd de acero. Ya no recordaba qué razones había tenido para guardar el cuadro todos esos años, para guardarlo siquiera, para sacarlo incluso del museo. El tiempo lo había borrado. Era parte de un mundo que no existía, mejor dicho, era como si viviera en dos mundos, y el cubículo del almacén formara parte del mundo imaginario, no del real. Era fácil olvidarse del cubículo, fingir que no estaba allí; una parte de mí esperaba abrirlo y descubrir que el cuadro había desaparecido, aunque sabía que no sería así, seguiría encerrado en la oscuridad, esperándome eternamente mientras lo dejara allí, como el cuerpo de una persona asesinada que aguarda en el sótano de algún lugar.

La octava mañana me desperté empapado en sudor después de cuatro horas de sueño agitado, vaciado por completo y tan desesperado como no me había sentido en toda mi vida, pero lo bastante estable para sacar a pasear a Popchik alrededor de la manzana, subir a la cocina y tomarme el desayuno del convaleciente: huevos escalfados y un panecillo inglés que Hobie insistió en que comiera.

—Ya era hora. —Había terminado de desayunar y lavaba sin prisas los platos—. Blanco como una azucena, pero quién no lo estaría después de una semana entera alimentándose a base de galletas. Lo que necesitas es un poco de sol, tomar el aire. Tú y el perro tendríais que salir a dar un largo paseo.

—Sí.

Sin embargo, yo no tenía intención de ir a ninguna parte salvo a la tienda, donde todo estaba silencioso y oscuro.

—No he querido molestarte con lo enfermo que has estado… —El tono de vuelta al trabajo de Hobie junto con la amistosa inclinación de su cabeza hicieron que desviara la vista incómodo, y miré el plato—. Pero mientras estabas fuera de servicio recibiste varias llamadas en la línea fija.

—¿Ah, sí? —Había apagado el móvil y estaba en un cajón; no lo miré siquiera por miedo a encontrar mensajes de Jerome.

—Una chica encantadora. —Echó una ojeada al cuaderno, mirando por encima de las gafas—. ¿Daisy Horsley? —Ese era el verdadero nombre de Carole Lombard—. Dijo que tenía mucho trabajo. —Código para: («Prometido cerca. Mantente bien lejos»)—. Que le escribieras un mensaje si querías ponerte en contacto.

—Perfecto, gracias. —La gran boda de Daisy en la catedral, si todo salía bien, se celebraría en junio y luego se iría a vivir al D. C. con su P, como ella lo llamaba.

—También ha llamado la señora Hildesley para hablar de la cómoda de cerezo, no la del sombrerete sino la otra. Salió con una buena contraoferta, ocho mil, y acepté, espero que no te importe. Esa cómoda no vale más de tres mil, si quieres saber mi opinión. También llamó dos veces un tipo…, un tal Lucius Reeve.

Casi me atraganté con el café, el primero que mi estómago había sido capaz de tolerar en días, pero Hobie no pareció darse cuenta.

—Ha dejado un número de teléfono. Dijo que ya sabrías de qué iba el asunto. Ah… —de pronto se sentó y tamborileó con la palma de la mano en la mesa—, y llamó uno de los Barbour.

—¿Kitsey?

—No… —Bebió un sorbo de té—. ¿Platt? ¿Te suena?

XII

Solo pensar en lidiar con Lucius Reeve sin fármacos era suficiente para mandarme de nuevo al almacén. En cuanto a los Barbour, tampoco estaba impaciente por hablar con Platt, pero para mi alivio fue Kitsey quien contestó.

—Vamos a organizar una cena para ti —dijo inmediatamente.

—¿Cómo?

—¿No te lo hemos dicho? ¡Oh, quizá debería haberte llamado! En fin, a mamá le gustó tanto verte que quiere saber cuándo vas a volver.

—Bueno…

—¿Necesitas una invitación?

—Algo así.

—Suenas raro.

—Lo siento. He tenido…, hum, la gripe.

—¿De verdad? Cielos, nosotros hemos estado perfectamente, no creo que te la contagiáramos. ¿Cómo? —dijo hacia una voz poco clara que se oía de fondo—. Tengo aquí a Platt intentando arrebatarme el teléfono. Hablamos pronto.

—Hola, hermano —dijo Platt cuando se puso al aparato.

—Hola —respondí, frotándome la sien e intentando no pensar en lo raro que era que Platt me llamara hermano.

—Yo… —Pasos; un portazo—. Iré al grano.

—¿Sí?

—Se trata de unos muebles. ¿Habría alguna posibilidad de que nos los vendieras?

—Por supuesto. —Me senté—. ¿Qué muebles está considerando tu madre vender?

—Bueno —repuso Platt—, el caso es que me gustaría no tener que molestar a mamá con este asunto, si puedo evitarlo. No estoy seguro de si está en condiciones, ya sabes a qué me refiero.

—Ya.

—Bueno, verás, ella tiene tantas cosas…, allá en Maine y guardados en trasteros donde nunca volverá a verlas. No son solo muebles. También hay plata, una colección de monedas…, ciertas cerámicas que creo que son valiosas pero que, con franqueza, parecen mierda. No hablo de manera figurada. Quiero decir literalmente boñigas de vaca.

—Supongo que la pregunta sería por qué quieres venderlas.

—Bueno, no hay necesidad de venderlos —se apresuró a decir él—. Pero ella tiene tanta fijación con algunas de esas antiguallas.

Me froté un ojo.

—Platt…

—Toda esa quincalla está allí muerta de risa. Una buena parte es mía, las monedas y varias armas viejas y demás, porque Gaga me las dejó a mí. Seré franco contigo —añadió con tono crispado—, hay otro tipo con el que he tenido tratos, pero prefiero trabajar contigo. Tú nos conoces, conoces a mamá, y sé que nos conseguirás un precio justo.

—Ya —respondí con poca convicción. Siguió una pausa expectante que parecía interminable, como si leyéramos un guión y él aguardara confiado a que yo pronunciara el resto de mi frase, y empezaba a preguntarme cómo darle largas cuando recordé el nombre y el teléfono de Lucius Reeve en la mano abierta y expresiva de Hobie.

—Bueno, verás, es muy complicado —dije—. Tendría que verlos antes. Sí, bueno… —él intentaba decir algo sobre unas fotos—, pero las fotografías no son suficiente. Además, yo no comercio con monedas o con la clase de cerámica de la que me hablas. Sobre todo con las monedas, deberías acudir a un experto que solo se dedique a ello. Mientras tanto —él aún intentaba persuadirme—, si es cuestión de juntar varios miles de dólares, creo que puedo ayudarte.

Eso hizo que se callara de golpe.

—¿Sí?

Me levanté las gafas para apretarme el puente de la nariz.

—Se trata de lo siguiente. Intento determinar la procedencia de una pieza… Es una auténtica pesadilla, hay un tipo que no me deja en paz, me he ofrecido a comprarle de nuevo el mueble, pero parece decidido a armar escándalo por alguna razón que desconozco. En fin, me sería de gran ayuda si pudiera presentar una factura que demuestre que compré ese mueble de otro coleccionista.

—Bueno, mamá te tiene por un santo —dijo él con amargura—. Estoy seguro de que hará todo lo que le pidas.

—Ya, pero el caso es… —Hobie se encontraba en el piso de abajo con la fresadora en marcha, aunque de todos modos bajé la voz—, por supuesto, esto es algo completamente confidencial.

—Por supuesto.

—No veo ningún motivo para involucrar a tu madre. Yo mismo puedo hacer la factura con fecha anterior. Pero si el tipo hace preguntas, y es posible que las haga, me gustaría decirle que hable contigo, como primogénito, y contarle que tu madre ha enviudado recientemente, etcétera.

—¿Quién es este tipo?

—Se llama Lucius Reeve. ¿Has oído hablar de él?

—No.

—Bueno…, solo para que lo sepas, tal vez conozca a tu madre o la haya conocido en algún momento.

—Eso no debería ser un problema. Mamá no ve a casi nadie últimamente. —Se hizo un silencio; oí que encendía un cigarrillo—. Veamos, el tipo telefonea.

Le describí la cómoda.

—Te enviaré una foto por correo electrónico. Lo más distintivo es la talla del fénix en la parte superior. Si él te llama solo tienes que decirle que ese mueble estuvo en tu casa de Maine hasta que tu madre me lo vendió a mí hace un par de años. Debió de comprarlo a algún comerciante que ya se ha retirado, algún anciano que murió hace años y cuyo nombre no recuerdas, tendrías que mirarlo. Aunque si te presiona…, también puedo proporcionarte esa factura. —Era asombroso cómo unas pocas manchas de té y unos minutos al horno a baja temperatura podían envejecer las facturas del bloc de los años sesenta que había comprado en el mercadillo.

—Ya entiendo.

—Bien. De todos modos… —buscaba a tientas un cigarrillo que no tenía—, si cumples tu parte del trato, es decir, si te comprometes a cubrirme si el tipo llama, te daré el diez por ciento del precio del mueble.

—¿Cuánto cuesta?

—Siete mil dólares.

Platt se rió; con una risa extrañamente alegre y despreocupada.

—Papá siempre decía que todos los anticuarios erais poco honrados.

XIII

Colgué el teléfono sintiéndome aturdido de alivio. La señora Barbour tenía bastantes muebles antiguos de segunda y tercera categoría, pero también otros muchos de gran valor que me preocupaba que Platt pudiera vender a sus espaldas. En cuanto a lo de «estar entre la espada y la pared», si alguien daba la impresión de andar metido en algún aprieto misterioso, ese era Platt. Aunque hacía años que no pensaba en su expulsión del colegio, las circunstancias habían sido silenciadas con tanta diligencia que era probable que hubiera hecho algo muy grave, algo que en un contexto menos controlado podría haber involucrado a la policía, lo que curiosamente me tranquilizaba en el sentido de que cogería el dinero y tendría la boca cerrada. Además —y pensar en ello me alegraba el corazón—, si había alguien que pudiera ser despótico o intimidar a Lucius Reeve, ese era Platt: un esnob de primera clase y matón por derecho propio.

—¿Señor Reeve? —pregunté cortésmente cuando él contestó el teléfono.

—Lucius, por favor.

—Sí, bueno, Lucius. Me han dicho que me ha llamado. —Su voz me llenaba de cólera; pero saber que tenía a Platt de mi parte hizo que adoptara un tono más presuntuoso de lo normal—. ¿Qué ha decidido?

—Seguramente no es lo que se espera —respondió con celeridad.

—¿No? —repliqué con bastante naturalidad, aunque su tono me sorprendió—. Adelante, le escucho.

—Creo que preferirá que se lo diga en persona.

—De acuerdo. ¿Qué le parece en el centro? Ya que tuvo la amabilidad de llevarme a su club la ultima vez.

XIV

El restaurante de Tribeca que escogí era bastante céntrico, por lo que no me preocupaba la posibilidad de encontrarme a Hobie o a alguno de sus amigos; además, la clientela que lo frecuentaba era lo bastante juvenil para (eso esperaba) desconcertar a Reeve. Ruido, luces, conversación, aglomeración incesante de cuerpos; desde que no tenía los sentidos atrofiados los olores eran abrumadores: vino, ajo, perfume, sudor, fuentes chisporroteantes de pollo al limón que salían de la cocina, y los bancos azul turquesa o el vestido naranja intenso de la chica sentada a mi lado eran como si me arrojaran directamente a los ojos sustancias químicas industriales. Tenía el estómago encogido por los nervios y mascaba un antiácido del tubo que llevaba en el bolsillo cuando alcé la vista y vi a la bonita jirafa tatuada que era la camarera —indolente e inexpresiva— señalar con indiferencia mi mesa a Lucius Reeve.

—Ah, hola —le dije sin levantarme para saludar—. Me alegro de verle.

Él miraba alrededor disgustado.

—¿De verdad tenemos que sentarnos aquí?

—¿Por qué no? —repliqué débilmente. Había escogido a propósito una mesa en medio del trasiego, no tan ruidosa para que tuviéramos que gritar pero lo bastante expuesta para estar a disgusto; además, le había dejado el lado de la mesa donde el sol le daría de lleno en los ojos.

—Esto es ridículo.

—Lo siento. Si no está a gusto aquí… —Señalé con la cabeza a la joven jirafa ensimismada que volvía a balancearse distraída en su puesto.

Él cedió —el restaurante estaba abarrotado— y se sentó. Aunque era comedido y elegante en su forma de hablar y en sus gestos, y vestía un traje de corte moderno para un hombre de su edad, algo en su actitud me hizo pensar en un pez globo, o en un fortachón de dibujos animados o un miembro de la policía montada de Canadá que se hincha con una bomba para bicicletas: barbilla partida, nariz como una albóndiga y una tensa línea a modo de boca, todo apretujado en el centro de una cara rosada, rolliza, inflamada por la tensión sanguínea.

Cuando llegó la comida —una fusión asiática con wonton y cebolletas fritas crujientes en forma de arbotantes—, vi por la cara que ponía que no era muy de su gusto; esperé a que él hablara. En el bolsillo del pecho de mi americana estaba la copia en carbón de la factura falsa que había escrito en una hoja en blanco de uno de los viejos blocs de Welty con fecha de cinco años atrás, pero no tenía intención de sacarla hasta que me viera a obligado a hacerlo.

Reeve pidió un tenedor; de su plato un tanto alarmante de «gamba de escorpión» extrajo varios filamentos arquitectónicos de sustancia vegetal que dejó a un lado. Luego me miró. Sus pequeños ojos penetrantes brillaban azules en su cara rosada.

—Sé lo del museo.

—¿Qué sabe? —respondí tras un estremecimiento repentino.

—Vamos, sabe perfectamente de qué estoy hablando.

Sentí un calambre de miedo en la parte inferior de la columna vertebral, aunque me esforcé en clavar los ojos en mi plato: arroz blanco con verduras salteadas, lo más insulso de la carta.

—Bueno, si no le importa, prefiero no hablar de ello. Es un tema doloroso.

—Me lo imagino. —Lo dijo en un tono tan burlón y provocativo que levanté la vista con brusquedad.

—Mi madre murió, si se refiere a eso.

—Sí, es cierto. —Una larga pausa—. Y también murió Welton Blackwell.

—Así es.

—Vamos, salió en los periódicos, por el amor de Dios. Está todo en los archivos públicos. Pero… —la punta de la lengua le salió disparada a través del labio superior— lo que me pregunto es: ¿por qué James Hobart se dedicó a divulgar por toda la ciudad la historia de que usted se presentó en su puerta con el anillo de su socio? Porque si hubiera tenido la boca cerrada nadie habría relacionado jamás un hecho con el otro.

—No comprendo qué quiere decir.

—Lo sabe muy bien. Tiene algo que yo quiero. A decir verdad, lo quiere mucha gente.

Dejé de comer, deteniendo los palillos en el aire. Mi primer impulso irreflexivo fue levantarme e irme del restaurante, pero casi de inmediato comprendí lo estúpido que sería tal comportamiento.

Reeve se recostó en su silla.

—No dice nada.

—Eso es porque no entiendo nada de lo que usted dice —repliqué con aspereza, dejando los palillos en la mesa, y algo en la rapidez del gesto hizo que pensara en mi padre. ¿Cómo habría manejado él esta situación?

—Parece muy perturbado. Me pregunto por qué.

—Supongo que porque no entiendo qué tiene que ver esto con su cómoda. Tenía la impresión de que esa era la razón de nuestra cita aquí.

—Sabe muy bien de qué estoy hablando.

—No… —Una risa incrédula que sonó auténtica—. Me temo que no lo sé.

—¿Quiere que se lo explique? ¿Aquí mismo? Está bien, lo haré. Estuvo con Welton Blackwell y su sobrina en la galería treinta y dos, y usted… —una sonrisa lenta, burlona— fue el único de los tres que salió de allí por su propio pie. Y sabemos qué más salió de la galería treinta y dos, ¿no es así?

Fue como si me hubiera bajado la sangre a los pies. Alrededor de nosotros, en todas partes, el ruido de los cubiertos, las risas y el eco de las voces rebotando de las paredes con azulejos.

—¿Lo ve? —dijo Reeve con suficiencia. Él seguía comiendo—. Es muy sencillo. Seguro que creyó que nadie lo relacionaría… —dijo con un tono amonestador, dejando el tenedor—. Se largó con el cuadro, y cuando le llevó el anillo al socio de Blackwell le dio también el cuadro, no sé por qué razón. Sí, sí —añadió interrumpiéndome al ver que yo intentaba hablar, cambiando ligeramente de postura en la silla y llevándose una mano a los ojos para taparse el sol—, acabó bajo la tutela de James Hobart, por el amor de Dios, acabó bajo su tutela, y él ha estado moviendo ese pequeño recuerdo suyo de aquí para allá desde entonces, utilizándolo para ganar dinero.

¿Ganar dinero? ¿Hobie?

—¿Moviéndolo? —pregunté; y luego recordé y añadí—: ¿Moviendo qué?

—Mire, esta farsa suya empieza a aburrirme un poco.

—No, hablo en serio. ¿De qué diablos está hablando?

Reeve apretó los labios, muy satisfecho consigo mismo.

—Es un cuadro exquisito. Una rareza…, absolutamente único. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi en el Mauritshuis…, era realmente diferente de cualquiera de las obras que había allí, o de cualquier obra de su época, en mi opinión. Cuesta creer que lo pintaran en la década de mil seiscientos. Es uno de los grandes pequeños cuadros de todos los tiempos, ¿no está de acuerdo? ¿Qué dijo el coleccionista…? —Guardó silencio unos minutos con sorna—. Ya sabe, el crítico de arte francés que lo descubrió. Lo encontró sepultado en el almacén de algún noble, allá en la década de mil ochocientos noventa, y desde entonces hizo «desesperados esfuerzos» —insertando comillas con los dedos— por adquirirlo. «No te olvides, tengo que conseguir este pequeño jilguero cueste lo que cueste». Pero, por supuesto, esta no es la cita a la que me refiero. Me refiero a la famosa. Seguro que la conoce. Después de todo este tiempo debe de estar muy familiarizado con el cuadro y su historia.

Dejé la servilleta.

—No sé de qué está hablando. —No podía hacer más que mantenerme en mis trece y repetirlo hasta la saciedad. Negar, negar, negar, como había aconsejado a su cliente mi padre en el papel de abogado de un mafioso, poco antes de que le pegaran un tiro, en su única aparición en la gran pantalla.

Pero me vieron.

Debieron de confundirlo con otra persona.

Hay tres testigos oculares.

No me importa. Todos se equivocan. «No era yo».

Traerán a gente todo el día para que testifiquen contra mí.

Muy bien. Deja que lo hagan.

Alguien bajó una persiana, dejando nuestra mesa en penumbra. Mientras me miraba con suficiencia, Reeve pinchó una gamba naranja con el tenedor y se la comió.

—He intentado recordar. Tal vez usted pueda refrescarme la memoria. ¿Qué otros cuadros de su tamaño podrían estar a la altura de este? Quizá ese Velázquez pequeño tan bonito, La vista del jardín de la Villa Medicis. Pero no es ninguna rareza.

—Dígame de nuevo de qué estamos hablando. Porque no estoy seguro de adónde quiere ir a parar.

—Está bien, no lo confiese si no quiere. Aunque debo decir que es una irresponsabilidad dejar que esos gorilas lo manipulen y lo empeñen.

Noté en su cara un destello de cierta sorpresa cuando vio mi estupefacción, que era totalmente genuina. Pero se esfumó con la misma rapidez.

—No se puede confiar algo tan valioso a personas así —continuó, ocupado en masticar—. Matones callejeros ignorantes.

—No entiendo nada de lo que dice —repliqué.

—¿No? —Dejó el tenedor—. Bueno, me estoy ofreciendo a comprarlo, si intenta comprender de qué hablo.

El tinnitus en el oído —el viejo eco de la explosión— había empezado, como a menudo me ocurría en momentos de estrés, un pitido agudo semejante al de un avión que se acerca.

—¿Quiere cifras? De acuerdo. Creo que medio millón debería bastar, teniendo en cuenta que puedo efectuar una llamada telefónica en este mismo momento —sacó el móvil del bolsillo y lo dejó en la mesa junto al vaso de agua—, y poner fin a esta empresa suya.

Cerré los ojos y volví a abrirlos.

—Mire. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? No sé en qué está pensando, pero…

—Le diré exactamente en qué estoy pensando, Theodore. Estoy pensando en conservación, en mantenimiento. Preocupaciones que es evidente que no han sido prioritarias para usted o para la gente con la que trabaja. Estoy seguro de que convendrá en que es lo más prudente; para usted y también para el cuadro. Es evidente que ha hecho una fortuna con él, pero me parece una irresponsabilidad por su parte dejar que siga circulando por ahí en condiciones tan precarias, ¿no cree?

Sin embargo, mi genuina confusión al oírle decir eso pareció surtir efecto. Después de un curioso e insólito intervalo, se llevó una mano al bolsillo del traje.

—¿Todo va bien? —preguntó nuestro camarero que era modelo, apareciendo de pronto junto a nuestra mesa.

—Sí, sí, todo bien.

El camarero cruzó la habitación para hablar con la bonita maître. Reeve sacó de su bolsillo varias hojas de papel dobladas que deslizó sobre la mesa hacia mí.

Era una página web impresa. La leí rápidamente: FBI, agencias internacionales…, una redada frustrada…, la investigación…

—¿Qué coño es esto? —le dije, en voz tan alta que la mujer de la mesa de al lado dio un respingo.

Reeve, concentrado en su comida, no dijo una palabra.

—Hablo en serio. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

Eché un vistazo a la hoja, irritado: Una demanda por muerte por negligencia… Carmen Huidobro, ama de casa de una agencia de empleos temporales de Miami, muerta de un balazo por unos agentes que irrumpieron en su casa… Estaba a punto de preguntar de nuevo qué tenía que ver ese artículo conmigo cuando me paré en seco.

Una obra maestra de la pintura clásica que se creía destruida (El jilguero, Carel Fabritius, 1654) se empleó supuestamente como aval en el trato con Contreras, pero lamentablemente no se logró recuperar en la redada del recinto del sur de Florida. Aunque es una práctica habitual utilizar obras de arte robadas para negociar en las transacciones de tráfico de drogas y armas, la DEA se ha defendido de las críticas recibidas desde la división de delitos de arte del FBI, que ha calificado la gestión del asunto de «chapuza» y «poco profesional», haciendo pública una declaración en la que se disculpa por la muerte accidental de la señora Huidobro al mismo tiempo que explica que sus agentes no están entrenados para identificar o recobrar obras de arte robadas. «En situaciones de presión como esta —ha declarado Turner Stark, portavoz de la oficina de prensa de la DEA—, nuestra principal prioridad siempre será la seguridad de los agentes y de la población civil mientras logramos que se emprenda una acción judicial contra las principales violaciones de la legislación en materia de sustancias de uso reglamentado en Estados Unidos». El consiguiente escándalo, sobre todo tras la presentación de la demanda por muerte por negligencia de la señora Huidobro, ha dado lugar a un llamamiento a una mayor cooperación entre las agencias federales. «Habría bastado con una llamada telefónica —declaró Hofstede von Moltke, portavoz de la división de delitos de arte de la Interpol, en una rueda de prensa ayer en Zurich—. Pero en lo único que pensaba esa gente era en llevar a cabo la detención, y es una desgracia, porque ahora el cuadro ha desaparecido y podríamos tardar décadas en volver a verlo».

El tráfico de cuadros y esculturas saqueados es un negocio a escala mundial; se calcula que mueve unos seis mil millones de dólares. Aunque nadie afirma haber visto el cuadro, los detectives sostienen que la insólita obra maestra holandesa ya ha salido del país, posiblemente a Hamburgo, donde ha cambiado de manos por solo una fracción de los numerosos millones que se obtendría por ella en una subasta…

Dejé el periódico en la mesa. Reeve, que había dejado de comer, me observaba con una sonrisa felina. Quizá fuera por la mojigatería de esa sonrisa en su cara en forma de pera, pero de pronto me eché a reír: la misma carcajada reprimida de alivio y terror que Boris y yo soltábamos cuando el segurata gordo del centro comercial que nos perseguía (y estaba a punto de atraparnos) resbalaba en las baldosas mojadas del supermercado y se caía de culo al suelo.

—¿Y bien? —dijo el señor Reeve. Tenía la boca manchada de naranja por las gambas, el viejo Jabberwocky—. ¿Qué le divierte tanto?

Pero solo pude hacer un gesto de negación y mirar hacia el otro extremo del restaurante.

—Bueno, no sé qué decir —respondí secándome los ojos—. Está claro que usted tiene alucinaciones o…, no lo sé.

Debo decir en favor de Reeve que permaneció impasible, aunque era evidente que no estaba satisfecho.

—No, de verdad —dije, meneando la cabeza—. Lo siento, no debería reírme. Pero esto es lo más absurdo que he visto jamás.

Reeve dobló la servilleta y la dejó sobre la mesa.

—Es usted un mentiroso —dijo con tono agradable—. Tal vez crea que puede salir de esta fingiendo, pero no puede.

—¿Una demanda por muerte por negligencia? ¿El recinto de Florida? ¿De verdad cree que esto tiene algo que ver conmigo?

Reeve me miró echando fuego por sus diminutos ojos azules.

—Sea razonable. Le estoy ofreciendo una escapatoria.

—¿Una escapatoria? —Miami, Hamburgo…, hasta los nombres me hacían reír de incredulidad—. ¿Una escapatoria de qué?

Reeve se secó los labios con la servilleta.

—Me alegro de que le parezca divertido —dijo con suavidad—, ya que estoy dispuesto a telefonear a ese caballero de la división de delitos de arte que mencionan y decirle exactamente lo que sé de James Hobart y de usted, y del negocio que se traen entre manos. ¿Qué dice a eso?

Dejé el periódico y aparté la silla para levantarme.

—Digo que no se corte, que lo telefonee. Faltaría más. Cuando quiera hablar del otro asunto, llámeme.

XV

Salí del restaurante de un modo tan impulsivo que casi no me di cuenta de adónde iba, pero en cuanto estuve a tres o cuatro manzanas de distancia empecé a temblar con tanta violencia que tuve que detenerme en el pequeño parque umbrío al sur de Canal Street y sentarme en un banco, hiperventilando con la cabeza entre las rodillas, las axilas de mi traje Turnbull y Asser empapadas en sudor, con todo el aspecto (a los ojos de las hoscas niñeras jamaicanas o los ancianos italianos que se abanicaban con periódicos mirándome con recelo) de un novato corredor de Bolsa hasta arriba de coca que ha movido mal sus fichas y ha perdido diez millones.

Al otro lado de la calle había un pequeño drugstore. Una vez que recuperé el aliento, sintiéndome sudoroso y aislado en la tímida brisa primaveral, crucé y me compré una Pepsi que saqué de la nevera; salí sin coger el cambio y regresé a la frondosa sombra del parque, al banco tiznado de hollín. Las palomas batían las alas sobre mi cabeza. Los coches pasaban rugiendo hacia el túnel, en dirección a otros barrios, otras ciudades, centros comerciales y avenidas ajardinadas, vastas e impersonales corrientes de comercio interestatal. Había en el zumbido una profunda y seductora soledad, un reclamo casi, como la llamada del mar, y por primera vez comprendí el impulso que había llevado a mi padre a vaciar su cuenta bancaria, recoger las camisas de la tintorería, llenar el depósito del coche y marcharse de la ciudad sin decir una palabra. Autopistas cocidas al sol, diales de radio girando, silos de grano y tubos de escape, y enormes extensiones de tierra desplegándose como un vicio secreto.

No pude evitar pensar en Jerome. Vivía en Adam Clayton Powell, a unas manzanas de la última parada de la línea tres, pero en la Ciento diez había un bar llamado Brother donde a veces quedábamos, un antro de obreros donde sonaba Bill Withers en la máquina de discos, el suelo estaba pegajoso y los alcohólicos profesionales se encorvaban sobre su tercer coñac a las dos de la tarde. Pero Jerome no vendía fármacos en cantidades inferiores a mil dólares y, aunque yo sabía que me pasaría encantado unas bolsas de caballo, me pareció más sencillo seguir andando y coger un taxi que me llevara directamente al puente de Brooklyn.

Una anciana con un chihuahua; niños peleándose por un polo. Por encima de Canal pasó un remoto delirio de sirenas, una formal nota en off que chocó con el pitido que yo sentía en los oídos; tenía algo de maniobra bélica mecánica, como un zumbido sostenido de mísiles acercándose.

Me tapé los oídos con las manos (lo que no ayudó al tinnitus; en todo caso, lo aumentó), y me quedé sentado e inmóvil, intentando pensar. Mis pueriles maquinaciones sobre la cómoda de pronto me parecieron ridículas; tendría que acudir a Hobie y admitir lo que había hecho; no sería muy divertido, de hecho sería muy duro, pero era preferible que se enterara por mí. No quería ni pensar en cómo reaccionaría; yo solo entendía de antigüedades, me costaría encontrar otro empleo en el sector de las ventas, pero era lo bastante manitas para ponerme a trabajar en un taller si tenía que hacerlo, dorando marcos o cortando bobinas; las restauraciones no daban mucho dinero, pero había tan poca gente que supiera restaurar bien un mueble antiguo que seguro que alguien me contrataría. En cuanto al artículo del periódico, lo que había leído me dejó confuso, casi como si me hubiera metido en mitad de otra película. En cierto modo era bastante claro: algún estafador emprendedor había falsificado mi jilguero (no tan difícil de falsificar, por lo que se refería al tamaño y la técnica), y la falsificación estaba en manos de alguien que la utilizaba como aval en transacciones con drogas; sin duda había sido identificada erróneamente por narcotraficantes y agentes federales que no entendían de arte. Pero por inventivo o erróneo que fuera el artículo, o por mucho que no tuviera que ver con el cuadro o conmigo, la relación que había hecho Reeve era auténtica. ¿A cuántas personas le había contado Hobie cómo había aparecido yo en su casa?, y esas personas, ¿a cuántas personas se lo habían contado a su vez? Pero hasta ahora, ni siquiera Hobie, había caído en la cuenta de que el anillo de Welty me situaba en la galería donde se encontraba el cuadro. Ese era el meollo del asunto, como habría dicho mi padre. Esa era la noticia que me llevaría a la cárcel. El ladrón de arte francés al que le entró el pánico y prendió fuego a muchos de los cuadros que había robado (Cranach, Watteau, Corot), solo fue condenado a veintiséis meses de prisión. Pero eso era en Francia y poco después del 11 de septiembre; tras la aprobación de las nuevas leyes federales antiterroristas, los ladrones de museo serían acusados de un cargo adicional y más grave, el de «saqueo de obras culturales». Las penas se habían vuelto mucho más rígidas, sobre todo en Estados Unidos, y mi vida personal no resistiría un examen muy minucioso. Con mucha suerte sería condenado a entre cinco y diez años.

Para ser sinceros, me lo merecía. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que podría tenerlo escondido? Llevaba años queriendo hacer algo con respecto al cuadro, devolverlo a donde pertenecía; sin embargo, lo había guardado sin encontrar motivos para no hacerlo. Cuando pensaba en él, envuelto y sellado en el norte de la ciudad, era como si me hubiera borrado a mí mismo y quedado fuera, como si al soterrarlo solo hubiera aumentado su poder y le hubiera dado una existencia más esencial y terrible. De algún modo, incluso amortajado y oculto en el almacén, se había liberado él solo pasando a formar parte de una leyenda popular fraudulenta, un resplandor que brillaba en el subconsciente colectivo.

XVI

—Hobie. Estoy en un apuro.

Él levantó la vista de la cómoda japonesa que estaba retocando: gallos y grullas, pagodas doradas sobre negro.

—¿Puedo hacer algo por ti? —Estaba perfilando el ala de una grulla con pintura acrílica a base de agua, muy diferente de la original, a base de goma laca, pero la primera regla de las restauraciones, como me había enseñado él mismo años atrás, era no hacer nunca nada que no pudieras deshacer.

—El caso es que te he metido en el apuro. Sin proponérmelo.

—Bueno —la mano que sostenía el pincel no tembló—, si le has dicho a Barbara Guibbory que la ayudaríamos con esa casa que está decorando en Rhinebeck, no cuentes conmigo. «Los colores de las chakras». Nunca he oído nada parecido.

—No… —Intenté discurrir alguna respuesta graciosa o fácil; la señora Guibbory, apodada con tanto acierto Alucine, solía ser una fuente de bromas, pero yo tenía la mente completamente en blanco—. Me temo que no.

Hobie se irguió y, poniéndose el pincel detrás de la oreja, se secó la frente con un pañuelo de un disparatado estampado morado psicodélico, como si hubieran arrojado sobre la tela una violeta africana, algo que quizá había encontrado entre las pertenencias de una anciana chiflada en una de las fincas de las afueras.

—¿De qué se trata entonces? —preguntó con tono razonable mientras cogía uno de los platos en los que mezclaba la pintura.

Ahora que yo ya tenía más de veinte años, la formalidad generacional que había existido entre los dos había desaparecido, y teníamos un trato de colegas que dudaba que hubiera tenido con mi padre de haber vivido, con quien siempre me sentía nervioso, intentando adivinar lo colocado que estaba y qué posibilidades tenía de obtener una respuesta clara.

—Yo… —Toqué la silla que tenía detrás para asegurarme de que no estaba pegajosa antes de sentarme—. Hobie, he cometido un estúpido error. No, uno realmente estúpido —añadí, al ver cómo le restaba importancia con un gesto generoso.

—Bueno… —Él aplicaba con un cuentagotas un pigmento llamado sombra natural—. No sé si lo mío fue estúpido o no, pero te aseguro que me estropeó el día ver esa broca saliendo del tablero de la mesa de la señora Wasserman la semana pasada. Era una buena mesa estilo Guillermo y María. Sé que ella no verá la reparación que hice del agujero, pero, créeme, pasé un mal trago.

Su actitud, atenta a medias, solo empeoraba las cosas. Enseguida, como si me tirara de cabeza por un tobogán en un sueño, me lancé a hablar de Lucius Reeve y de la cómoda, dejando fuera a Platt y el recibo con fecha atrasada que todavía tenía en el bolsillo de la americana. En cuanto empecé fue como si no pudiera parar, como si lo único que pudiera hacer fuera hablar y hablar, como un asesino confesando con voz monótona sus crímenes a la luz de una bombilla en una comisaría rural. En cierto momento Hobie dejó lo que estaba haciendo y se puso el pincel de pelo de marta en la oreja; escuchó detenidamente, con una expresión ceñuda y glacial que yo conocía bien. Luego cogió el pincel de detrás de la oreja y lo sumergió en agua antes de secarlo con un retal de franela.

—Theo —dijo, levantando una mano y cerrando los ojos; encallado en mi relato, repetía sin parar lo del cheque sin cobrar, el callejón sin salida, la difícil situación…—, basta. Me hago una idea.

—Lo siento mucho —balbuceé—. No debería haberlo hecho. Nunca. Pero es una pesadilla. Está furioso y lleno de rencor, y parece que nos la tenga jurada por alguna razón…, otra razón aparte de esta.

—Bueno. —Hobie se quitó las gafas. Vi su confusión en la cautela con que buscó las palabras en el silencio que se hizo, intentando dar forma a una respuesta—. Lo hecho hecho está. No tiene sentido empeorar las cosas. Pero… —Se calló y reflexionó—. No sé quién es ese tipo, pero si se creyó que la cómoda era un Affleck, entonces tiene más dinero que sentido común. Pagar setenta y cinco mil…, ¿es eso lo que te pagó por ella?

—Sí.

—Bueno, pues necesita que lo trate un psiquiatra, eso es todo lo que puedo decir. Muebles de esa calidad solo aparecen un par de veces en una década, como mucho. Y no salen de la nada.

—Sí, pero…

—Además, cualquier necio sabe que un Affleck auténtico costaría mucho más. ¿Quién compra un mueble así sin haber hecho antes los deberes? Un idiota, te lo aseguro. Y tú hiciste lo correcto cuando él te llamó —añadió, elevando la voz por encima de la mía—. ¿Intentaste reembolsarle su dinero y él no lo tomó, eso es lo que me estás diciendo?

—No me ofrecí a reembolsárselo. Intenté comprarle el mueble de nuevo.

—¡A un precio superior al que él pagó por él! ¿Y qué impresión causará eso si acude a la ley? Lo que no va a hacer, te lo digo yo.

En el silencio que se hizo a continuación bajo la aséptica luz de la lámpara de trabajo, fui consciente de lo poco seguros que estábamos los dos de qué paso dar. Popchik, que dormitaba sobre la toalla doblada que Hobie había puesto entre las patas en forma de garras de una mesa velador, se retorció y gruñó en sueños.

—Lo que quiero decir —continuó Hobie, que se limpió el pigmento negro de las manos y cogió el pincel con fijeza espectral, como un fantasma absorto en su tarea— es que las ventas nunca han entrado en mi ámbito de actuación, lo sabes bien, pero llevo mucho tiempo en este negocio. Y a veces —dio una rápida pincelada— la línea que separa un simple elogio desmesurado de un fraude es realmente muy tenue.

Esperé con poca convicción sin apartar los ojos de la cómoda lacada. Era un prodigio, un trofeo para la casa de un capitán de barco jubilado en un remanso de Boston: tallas en marfil y conchas de cauri, escenas del Antiguo Testamento bordadas en punto de cruz por hermanas solteras, el olor a aceite de ballena ardiendo por las noches, la quietud de envejecer.

Hobie dejó de nuevo el pincel.

—Mira, Theo —dijo algo irritado, frotándose la frente con el dorso de la mano y dejando una oscura mancha en ella—. ¿Esperas que me quede aquí y te riña? Has mentido al tipo. Has intentado solucionarlo, pero el tipo no quiere vender. ¿Qué más puedes hacer?

—No es el único mueble.

—¿Cómo?

—Nunca debería haber hecho algo así. —Era incapaz de mirarlo a los ojos—. Al principio lo hice para pagar las facturas, para salir del agujero, y luego…, quiero decir que algunos de esos muebles son asombrosos, me engañaron a mí, y estaban muertos de risa en el almacén…

Supongo que esperaba incredulidad, la voz alzada, alguna muestra de indignación. Pero fue peor. Habría soportado una bronca. En lugar de ello Hobie no pronunció una palabra, solo me miró con una especie de dolida rotundidad, envuelto en el halo de la lámpara de trabajo, con las herramientas colgando de la pared que tenía detrás como iconos masónicos. Dejó que le soltara todo lo que tenía que decir y me escuchó en silencio; cuando por fin habló, su voz era más débil que de costumbre, sin pasión.

—Está bien. —Parecía una figura de una alegoría: delantal negro, carpintero-místico medio en penumbra—. ¿Y cómo te propones solucionarlo?

—Yo… —Esa no era la respuesta que había esperado. Temiendo su cólera (porque Hobie, aunque tenía buen carácter y le costaba enfadarse, tenía mucho genio), me había preparado toda clase de justificaciones y excusas, pero ante esa inquietante calma me resultaba imposible defender mi conducta—. Haré lo que me digas. —No me sentía tan avergonzado ni humillado desde que era niño—. Es culpa mía…, asumo toda la responsabilidad.

—Bien. Los muebles están ahí fuera. —Parecía que iba pensando en voz alta, medio hablando consigo mismo—. ¿No se ha puesto en contacto contigo nadie más?

—No.

—¿Cuánto tiempo hace que sucede?

—Oh… —cinco años, por lo menos—, uno o dos años.

Hizo una mueca.

—Dios mío. —Luego añadió con prisa—: No, no. Me alegro de que hayas sido sincero conmigo. Pero vas a estar ocupado. Tendrás que ponerte en contacto con los clientes, expresarles tus dudas…, no les cuentes todo el asunto, solo diles que han surgido incógnitas y la procedencia no está clara, y ofrécete a comprarles los muebles por el mismo precio que pagaron por ellos. Si no aceptan tu ofrecimiento, estupendo. Tú lo has hecho. Pero si aceptan tendrás que apechugar, ¿entendido?

—De acuerdo. —Lo que no le dije, no podía decirle, era que no teníamos suficiente dinero para reembolsar ni a una cuarta parte siquiera de los clientes. En un solo día nos iríamos a la bancarrota.

—Has hablado de muebles. ¿Cuáles? ¿Cuántos?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—Bueno, sí, es solo que…

—Theo, por favor. —Estaba irritado; fue un alivio—. Ya basta. Sé sincero conmigo.

—Bueno, verás, hice los tratos sin apuntarlo en los libros. En efectivo. Y no te habrías enterado si hubieras mirado los libros de contabilidad…

—Theo, no me hagas repetirlo más. ¿Cuántos muebles?

Suspiré.

—¿Una docena? —Y al ver la mirada atónita en la cara de Hobie, añadí—: ¿Quizá? —En realidad era tres veces esa cantidad, pero estaba seguro de que los clientes a los que había engañado eran demasiado ignorantes para averiguarlo o demasiado ricos para que les importara.

—Santo cielo, Theo —dijo Hobie tras un silencio perplejo—. ¿Una docena de muebles? ¿No habrá sido a los precios del Affleck?

—No, no —me apresuré a decir (aunque, de hecho, había vendido algunos por el doble)—. Y a ninguno de nuestros clientes habituales. —Esa parte, al menos, era cierta.

—¿A quién entonces?

—De la costa Oeste. Gente del mundo del cine…, técnicos. También a ejecutivos de Wall Street, pero… tipos jóvenes, ya sabes, más bien palurdos. Dinero tonto.

—¿Tienes una lista de los clientes?

—Una lista no, pero…

—¿Puedes ponerte en contacto con ellos?

—Bueno, verás, es complicado, porque… —No me preocupaba la gente que creía que había comprado un auténtico Sheraton a un precio de ganga y se había ido corriendo con su falsificación convencido de que me había estafado. El viejo principio del caveat emptor se aplicaba muy bien allí. Yo nunca había afirmado que esas piezas fueran auténticas. Lo que me preocupaba eran las personas a las que de manera deliberada se las había vendido y a las que también de manera deliberada les había mentido.

—No lo apuntaste.

—No.

—Pero tienes una idea. Puedes localizarlos.

—Más o menos.

—Más o menos. No sé qué significa eso.

—Hay notas…, formularios de envío. Puedo reunirlos.

—¿Podemos permitirnos comprarlos todos de nuevo?

—Bueno…

—¿Sí o no?

—Hummm… —No había forma de decirle la verdad, que era que no—, supondrá un esfuerzo.

Hobie se frotó un ojo.

—Bueno, con esfuerzo o no, tendremos que hacerlo. No tenemos otra elección. Nos apretaremos el cinturón. Aunque lo pasemos mal durante un tiempo…, aunque tengamos que pasar por alto los impuestos. —Y al ver que seguía mirándolo—: Porque no podemos dejar ni uno solo de esos muebles ahí fuera pasando por auténticos. Santo cielo —meneó la cabeza con incredulidad—, ¿cómo demonios lo hiciste? ¡Ni siquiera son buenas falsificaciones! Algunos de los materiales que utilicé…, cogía lo primero que encontraba…

—En realidad… —Lo cierto era que el trabajo de Hobie había sido lo bastante bueno para engañar a varios coleccionistas serios, aunque tal vez no era buena idea sacarlo a colación.

—… y, verás, con que descubran uno solo de esos muebles que vendiste como auténticos, los descubrirán todos. Pondrán en tela de juicio cada uno de los muebles que han salido de esta tienda. No sé si has pensado en ello.

—Hummm… —Había pensado en ello muchas veces. Había pensado en ello sin parar desde esa comida con Lucius Reeve.

Hobie guardó silencio durante tanto rato que empecé a ponerme nervioso. Pero solo suspiró y se frotó los ojos, y me dio parcialmente la espalda para inclinarse de nuevo hacia el mueble.

Permanecí callado, observando el trazo negro brillante del pincel al dibujar una rama de cerezo. Todo era diferente ahora. Hobie y yo teníamos una sociedad, presentábamos la declaración de renta conjuntamente. Yo era el albacea de su testamento. En lugar de buscarme un piso y mudarme, había optado por quedarme en la habitación de arriba y pagarle un alquiler simbólico, unos pocos cientos de dólares al mes. Él era mi hogar, o mi familia, de tener alguno. Cuando bajaba y lo ayudaba a encolar alguna pieza, no era tanto porque él me necesitara sino por el placer de buscar las abrazaderas y gritar por encima de la música de Mahler a todo volumen; por las noches, cuando a veces íbamos al White Horse para tomar algo, a menudo era para mí el mejor momento del día.

—¿Sí? —dijo Hobie, sin desviar la atención de su trabajo, consciente de que seguía de pie detrás de él.

—Lo siento. No quería ir tan lejos.

El pincel se detuvo.

—Theo, sabes muy bien que mucha gente te estaría dando palmaditas en la espalda ahora. Y, si te soy sincero, yo mismo estoy a punto de hacerlo, porque te juro que no sé cómo has podido lograr algo así. Hasta Welty… Welty era como tú, caía bien a los clientes y era capaz de vender cualquier cosa, pero incluso él se las veía y se las deseaba allá arriba con los muebles buenos. No había forma de desembarazarse de un Heppelwhite o un Chippendale auténtico. ¡En cambio tú te has deshecho de esos trastos por una fortuna!

—No son trastos —repliqué, alegrándome por una vez de poder decir la verdad—. Muchos de ellos son muy buenos. A mí me engañaron. Creo que no puedes ver lo convincentes que son porque los has hecho tú.

—Sí, pero… —guardó silencio, sin saber qué decir— la gente que no entiende de muebles no se gasta dinero en ellos.

—Lo sé. —Teníamos un chifonier con pies en forma de cojín estilo reina Ana que en un período de vacas flacas yo había intentado desesperadamente vender al precio justo, que en la escala de precios más baja rondaba los doscientos mil dólares. Hacía años que estaba en la tienda. Pero en los últimos tiempos había recibido algunas ofertas justas, que rechacé, ya que tener una pieza tan irreprochable en la entrada bien iluminada de la tienda ennoblecía los fraudes sepultados al fondo.

—Theo, eres un genio. Eres buenísimo en lo que haces, no hay ninguna duda. Pero… —el tono volvía a ser incierto; me di cuenta de que buscaba las palabras—, verás, los vendedores viven de su reputación. Rige el sistema del honor. No te estoy diciendo nada que tú no sepas, pero al final todo se sabe. Lo que quiero decir —dejando gotear el pincel mientas miraba como un miope la cómoda— es que el fraude es difícil de demostrar, aunque si no te ocupas de ello saldrá a la luz tarde o temprano. —Su pulso era firme; el trazo del pincel recto—. Un mueble muy restaurado…, olvídate de la luz negra, te sorprenderías, si alguien lo traslada a una habitación bien iluminada, pues hasta la cámara capta diferencias en el grano que tú nunca verías a simple vista. En cuanto alguien mande fotografiar uno de esos muebles, o, Dios nos libre, decida llevarlos a Christie’s o a Sotherby’s en una subasta de Important Americana…

Se hizo un silencio entre los dos que se hizo más serio, más difícil de llenar a medida que se agrandaba.

—Theo. —El pincel se detuvo y al cabo de un momento empezó a moverse—. No intento disculparte pero, como sabes muy bien, he sido yo quien te ha puesto en esta situación. Dejándote suelto allá arriba, totalmente solo. Esperando que realizaras el milagro de los panes y los peces. Eres muy joven… —Y, volviéndose a medias cuando intenté interrumpirlo, añadió con tono cortante—: Lo eres, y tienes grandes dotes para llevar todos los aspectos del negocio en los que yo nunca me he preocupado, y lo has hecho tan estupendamente sacándonos de los números rojos que me ha ido muy bien esconder la cabeza debajo del ala, sin querer enterarme de lo que pasaba en el piso de arriba. De modo que yo tengo tanta culpa como tú.

—Hobie, te juro que yo nunca…

—Porque… —cogió el bote de pintura abierto, miró la etiqueta como si no recordara para qué era y lo dejó de nuevo—, bueno, era demasiado bonito para ser cierto, ¿no? Todo este dinero que nos llegaba como caído del cielo. ¿Y acaso yo hice preguntas? No. No creas que no soy consciente…, si tú no hubieras estado tan ocupado allá arriba reactivando el negocio ahora estaríamos alquilando este espacio y buscando un lugar donde vivir. Así que mira, empezaremos de cero…, haremos borrón y cuenta nueva, y lo tomaremos como venga. Paso a paso. Es lo único que podemos hacer.

»Mira, quiero dejarte algo claro… —su calma me destrozaba—: En el fondo, toda la responsabilidad es mía. Solo quiero que lo sepas.

»Aun así —sacudió el pincel con una destreza ensayada y reflexiva que resultaba curiosamente inquietante—, dejémoslo por el momento, ¿de acuerdo? —Y cuando intenté decir algo más añadió—: No, por favor. Quiero que te ocupes de ello, y yo haré lo posible por ayudarte si hay algo concreto que pueda hacer, pero por lo demás no quiero hablar más del asunto. ¿Entendido?

Fuera: lluvia. En el sótano había humedad, un desagradable frío subterráneo. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer o qué decir.

—Por favor, no estoy irritado. Solo quiero continuar con esta cómoda. Todo se solucionará. —Al ver que yo no me movía—: Ahora ve arriba, por favor. Estoy en una fase delicada y necesito concentrarme si no quiero que me salga un bodrio.

XVII

Sin decir una palabra subí a mi habitación, haciendo crujir ruidosamente los escalones, y pasé por delante de las torturantes fotos de Pippa que no podía soportar mirar. Entré en casa con la idea de dar primero la noticia fácil y pasar luego al bombazo. Pero aun sucio y desleal como me sentía, no me vi con fuerzas para hacerlo. Cuanto menos supiera Hobie del cuadro más a salvo estaría. Era un error en todos los sentidos involucrarlo en ese otro asunto.

Sin embargo, me habría gustado tener a alguien con quien hablar, en quien confiar. Cada pocos años aparecía algún artículo sobre las obras de arte desaparecidas: aparte de mi jilguero y de dos Van der Ast prestados, había piezas valiosas de la Edad Media y varios objetos de arte egipcio antiguo; los eruditos habían escrito artículos y publicado incluso libros; en la página web del FBI se mencionaba como uno de los diez principales delitos de arte; en el pasado me reconfortaba que la mayoría de la gente diera por hecho que quien había huido con los Van der Ast de las galerías veintinueve y treinta también había robado mi cuadro. Casi todos los cadáveres de la galería veintidós estaban concentrados junto a la entrada derruida; según los investigadores, transcurrieron diez segundos, quizá hasta treinta, antes de que se desprendiera el dintel, tiempo de sobras para que salieran unas pocas personas. Habían analizado los escombros de la galería veintidós con fanática minuciosidad, y si bien se encontró el marco de El jilguero intacto (que colgaba ahora vacío en la pared del Mauritshuis, en La Haya, «en memoria de la pérdida irreemplazable de nuestro patrimonio cultural»), no localizaron ningún fragmento del cuadro en sí ni de la pintura desconchada. Pero como había sido pintado sobre madera, existía la teoría (defendida con énfasis por un historiador célebre a quien yo le estaba agradecido) de que El jilguero se cayó del marco y se vio envuelto en las grandes llamas que destruyeron la tienda de objetos de regalo, el epicentro de la explosión. Yo había visto al historiador en un documental de la PBS, paseándose de un lado para otro delante del marco vacío del Mauritshuis y clavando en la cámara su poderosa mirada de experto en medios de comunicación. «Que esa diminuta obra de arte sobreviviera a la explosión de pólvora de Delft para, siglos después, hallar su final en otra explosión causada por el hombre es uno de esos extraños giros del destino dignos de O. Henry o Guy de Maupassant».

En cuanto a mí, la versión oficial de los hechos —impresa en varias fuentes y aceptada como la verdadera— era que me encontraba a varias salas de distancia de El jilguero cuando estalló la bomba. Con los años varios medios intentaron entrevistarme y yo siempre me negaba; pero muchas personas, testigos oculares, habían visto a mi madre en la galería veinticuatro poco antes de morir, la bonita mujer morena de la gabardina de raso; y muchos de esos testigos oculares me situaban a su lado. En la galería veinticuatro murieron cuatro adultos y tres niños; y en la versión pública de la historia, la versión generalmente aceptada, yo era uno más de esos cuerpos del suelo, inconscientes y pasados por alto en medio del caos.

Sin embargo, el anillo de Welty era la prueba física de dónde me encontraba. Por fortuna, a Hobie no le gustaba hablar de la muerte de Welty, pero de vez en cuando —no muy a menudo, normalmente entrada la noche, cuando había tomado unas cuantas copas—, se sentía impulsado a recordar. «¿Te imaginas cómo me sentí…? ¿No es un milagro que…?». Algún día alguien acabaría atando cabos. Yo siempre lo había sabido y, sin embargo, en mi aturdimiento causado por las drogas me dejé llevar por las circunstancias haciendo caso omiso del peligro. Quizá nadie prestara atención. Quizá no se enterara nadie.

Sentado en un lado de la cama, miraba por la ventana hacia la calle Diez: gente que acababa de salir del trabajo, que iba a cenar fuera, carcajadas agudas. Una lluvia fina y brumosa caía oblicua en el círculo blanco de luz que proyectaba la farola al otro lado de la ventana. Todo se veía inestable y severo. Me moría por una pastilla, y estaba a punto de levantarme y prepararme una copa cuando, justo fuera de la luz, ajena al tráfico que iba y venía por la calle, reparé en una figura sola e inmóvil bajo la lluvia.

Al cabo de un minuto, viendo que seguía allí de pie, apagué la lámpara y me acerqué a la ventana. En respuesta la silueta se apartó aún más de la luz de la farola; y aunque sus facciones no eran discernibles en la oscuridad me hice una idea bastante clara de aquel hombre: hombros altos y encorvados, piernas tirando a cortas y torso grueso irlandés. Tejanos, capucha, botas pesadas. Se quedó inmóvil durante un rato, una silueta con un aire de obrero que se veía fuera de lugar a esas horas de ayudantes de fotógrafos, parejas bien vestidas y universitarios eufóricos que salían a cenar con sus parejas. De pronto se volvió y echó a andar. Se alejaba con rápida impaciencia; cuando se adentró en el siguiente cerco de luz vi que sacaba algo del bolsillo y marcaba un número, cabizbajo y distraído.

Dejé caer la cortina. Estaba bastante seguro de ver cosas, de hecho veía cosas todo el tiempo, formaba parte de vivir en una ciudad moderna, esa pizca casi invisible de terror, de catástrofe, dando respingos con las alarmas de los coches, siempre esperando que pasara algo, el olor a humo, el ruido de cristales rotos. Y sin embargo no estaba tan seguro de que fuera cosa de mi imaginación.

Todo estaba silencioso. La luz de la calle que entraba a través de la cortina de encaje proyectaba formas distorsionadas sobre las paredes. Siempre supe que era una equivocación guardar el cuadro, y aun así lo guardé. Nada bueno podía salir de ello. No me servía para nada ni me daba satisfacción alguna. En Las Vegas lo miraba siempre que me apetecía, cuando estaba enfermo, soñoliento o triste, a primera hora de la mañana o en mitad de la noche, en otoño, verano, cambiando con el tiempo y de sol. Una cosa era ver un cuadro en un museo, pero contemplarlo bajo todas esas luces, estados anímicos y estaciones diferentes era apreciarlo de mil formas distintas; guardarlo encerrado en la oscuridad —un objeto hecho de luz, que solo vivía en la luz— no estaba bien por muchas razones que no sabría explicar. No solo no estaba bien sino que era una locura.

Fui a la cocina para buscar un vaso con hielo y me lo llevé al aparador, donde me serví un vodka, luego regresé a mi habitación y saqué el iPhone del bolsillo de la chaqueta. Después de marcar de forma refleja los tres primeros dígitos del buscador de Jerome, colgué y marqué el número de los Barbour.

Se puso Etta.

—¡Theo! —exclamó como si se alegrara de oír mi voz, con la televisión de la cocina de fondo—. ¿Quiere hablar con Katherine? —Solo la familia de Kitsey y sus amigos muy íntimos la llamaban Kitsey; para todos los demás era Katherine.

—¿Está en casa?

—Vendrá después de cenar. Sé que esperaba su llamada.

—Hummm… —No pude evitar sentirme satisfecho—. ¿Puede decirle que la he llamado?

—¿Cuándo va a venir a vernos?

—Espero que pronto. ¿Está Platt?

—No, también ha salido. Le diré sin falta que ha llamado. Vuelva a hacernos una visita.

Colgué y, sentado en un lado de la cama, me bebí el vodka. Era tranquilizador saber que podía llamar a Platt si lo necesitaba, no para hablarle del cuadro, pues no me fiaba tanto de él como para cargarlo con ese peso, sino en lo tocante a Reeve y la cómoda. Era mala señal que Reeve no hubiera dicho una palabra al respecto.

Pero ¿qué podía hacer él? Cuantas más vueltas le daba más me convencía de que Reeve había ido demasiado lejos al encararse tan abiertamente conmigo. ¿Qué provecho sacaría persiguiéndome por ese mueble? ¿Qué ganaría si ellos me detenían, recuperaban el cuadro y se lo arrebataban para siempre de las manos? Si de verdad lo quería, no podía hacer más que retirarse y dejar que yo lo condujera hasta él. Lo único que yo tenía a mi favor —lo único— era que Reeve no sabía dónde estaba el cuadro. Podía contratar a quien quisiera para que me siguiese, pero mientras yo permaneciera alejado del almacén él no tenía forma de dar con él.