8

La trastienda

(continuación)

I

El pavor y la ansiedad que sentía a causa del cuadro eran tan intensos que la llegada de la carta quedó de algún modo relegada a un segundo plano: me habían aceptado para cursar el tercer trimestre del programa preuniversitario. La noticia me cogió tan por sorpresa que guardé el sobre durante dos días en el cajón del escritorio, junto con el papel de carta con monograma de Welty, hasta que cobré ánimos para detenerme en lo alto de las escaleras (del taller llegaba el enérgico chirrido de una sierra) y decir:

—Hobie.

La sierra se detuvo.

—Me han admitido.

La cara grande y pálida de Hobie apareció al pie de las escaleras.

—¿Cómo? —preguntó, inmerso aún en su trance laboral, sin regresar del todo al presente, frotándose las manos y dejando huellas blancas en el delantal negro. Al ver el sobre cambió de expresión—: ¿Es lo que creo?

Sin decir nada se lo di. Desplazó la mirada del sobre a mí, y prorrumpió en lo que yo llamaba su risa irlandesa, fuerte y sorprendida de sí misma.

—¡Enhorabuena! —exclamó, desatándose el delantal y colgándolo de la barandilla de las escaleras—. Me alegro mucho, no voy a mentirte. No soportaba la idea de mandarte tan lejos solo. ¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿El primer día de clase?

Me sentí fatal al ver lo satisfecho que se sentía. Durante la cena de celebración —Hobie, la señora DeFrees y yo en un pequeño restaurante italiano del barrio—, miré a la pareja que bebía vino en la única otra mesa ocupada aparte de la nuestra; y, en lugar de estar contento, como esperaba, solo me sentí irritado y aturdido.

—¡Salud! —brindó Hobie—. Lo más duro ha terminado. Ahora podrás respirar un poco más tranquilo.

—Debes de estar muy contento —terció la señora DeFrees, que llevaba toda la noche entrelazando el brazo con el mío y dándome pequeños apretones seguidos de gorjeos de satisfacción. («Estás bien élégante», le dijo Hobie cuando la besó en la mejilla: el pelo gris recogido en un moño alto, y cintas de terciopelo ensartadas a través de los eslabones de su pulsera de diamantes).

—¡Un ejemplo de dedicación! —exclamó Hobie.

Oírle decir a sus amigos lo mucho que me había esforzado y el gran estudiante que yo era solo hizo que me sintiera aún peor conmigo mismo.

—Bueno, esto es maravilloso. ¿No estás feliz? Y con tan poco tiempo de antelación, además. Intenta parecer más contento, querido. —Y, volviéndose hacia Hobie, le preguntó—: ¿Cuándo empieza?

II

La agradable sorpresa fue que, después del trauma de conseguir que me admitieran, el programa preuniversitario resultó ser mucho menos riguroso de lo que yo me temía. En ciertos aspectos era el colegio menos exigente al que había ido: no existían asignaturas de nivel avanzado, ni te intimidaban con pruebas de aptitud y de acceso a las universidades más prestigiosas del país, ni te ponían requisitos en matemáticas y lengua agotadores; de hecho, no había ningún requisito. Con un desconcierto que solo iba en aumento, recorrí con la mirada el estrafalario paraíso académico al que había ido a parar y comprendí por qué tantos chicos superdotados y de gran talento procedentes de institutos de cinco distritos se habían roto los cuernos para entrar en esa institución. No había exámenes ni notas. Construías paneles solares en clase, y asistías a seminarios impartidos por economistas galardonados con el Nobel y a clases donde todo lo que hacías era escuchar discos de Tupac o ver episodios de Twin Peaks. Los alumnos eran libres de concebir sus propios seminarios sobre robótica o historia del juego si así lo deseaban. Pude escoger entre interesantes asignaturas optativas que solo implicaban responder unas preguntas que podías llevarte a casa a mitad de trimestre y presentar un proyecto a final de curso. Pero, aun sabiendo lo afortunado que era, me resultaba imposible alegrarme o incluso sentirme agradecido por mi buena estrella. Era como si en mi espíritu se hubiera operado un cambio químico, como si el equilibrio ácido de mi psique hubiera permutado y filtrado de mí la vida en aspectos imposibles de reparar o modificar, como una fronda de corales vivos que van endureciéndose hasta convertirse en hueso.

Me veía capaz de hacer lo que tenía que llevar a cabo. Lo había hecho antes: seguir adelante con la mente en blanco. Cuatro mañanas a la semana me levantaba a las ocho, me duchaba en la bañera con patas en forma de garra del cuarto de baño que había junto al dormitorio de Pippa (cortina de ducha con campanillas, el olor de su champú de fresa envolviéndome en un vaho burlón en el que su presencia sonreía a mi alrededor). Luego —tras una brusca caída a la Tierra—, salía de la nube de vaho y me vestía en silencio en mi habitación; después de arrastrar hasta la esquina a Popchik, que saltaba de un lado para otro ladrando de terror, asomaba la cabeza en el taller para despedirme de Hobie, me echaba al hombro la mochila con los libros y hacía el trayecto de dos paradas en tren hasta el centro.

Muchos alumnos cursaban cinco o seis asignaturas, pero yo había optado por hacer lo mínimo, que eran cuatro: taller artístico, francés, introducción al cine europeo y literatura rusa traducida. Quería hacer clases de conversación de ruso, pero la matrícula de Ruso 101 —el nivel introductorio— no se abría hasta otoño. Con una frialdad instintiva aparecía cada mañana en clase, hablaba solo cuando se dirigían a mí, hacía lo que se me pedía y regresaba a casa caminando. Después de clase a veces comía en un mexicano o un italiano barato de los alrededores de la Universidad de Nueva York, con máquinas tragaperras, plantas de plástico y deportes en el televisor de pantalla gigante, donde la cerveza costaba un dólar en la happy hour (aunque yo no tomaba cerveza; me resultaba extraño readaptarme a mi vida de menor de edad, era como regresar a los lápices de colores y el parvulario). Luego, saturado del azúcar de los Sprites que bebía sin parar, regresaba a casa de Hobie cruzando Washington Square Park con la cabeza gacha y el iPod a todo volumen. Debido a la ansiedad (el cuadro recuperado de Rembrandt aún era noticia), tenía grandes dificultades para dormir y cuando el despertador de Hobie sonaba inesperadamente, daba un respingo como si se tratara de un incendio de cinco alarmas.

—Estás desaprovechando esta oportunidad, Theo —me dijo Susanna, la psicóloga (solo nombres de pila, allí todos éramos colegas)—: Son las actividades extraescolares las que unen a nuestros alumnos en un campus urbano. Sobre todo a los más jóvenes. Es fácil perderse.

—Bueno…

Pero ella tenía razón: me sentía solo en el colegio. Los chicos de dieciocho y diecinueve años no se mezclaban con los de los cursos inferiores, y aunque había muchos alumnos de mi edad o menores (entre ellos un chico esbelto de doce años que se rumoreaba que tenía un cociente intelectual de 260), sus vidas estaban tan protegidas, y sus preocupaciones me parecían tan bobas y ajenas que era como si hablaran un idioma que había olvidado. Vivían con sus padres, se preocupaban de cosas como las curvas de grado, los cursos de italiano en el extranjero y las prácticas de verano en las Naciones Unidas; si encendías un cigarrillo delante de ellos alucinaban; eran chicos formales, bienintencionados, sanos, ignorantes. Yo tenía tan pocas cosas en común con ellos que era como si me hubieran puesto con los niños de ocho años de primaria.

—Veo que has escogido francés. El club de francés se reúne una vez a la semana en un restaurante francés de University Place. Y los martes van a la Alliance Française para ver películas en francés. Creo que te lo pasarías bien.

—Quizá.

El jefe del departamento de francés, un argelino entrado en años, ya me había abordado (de forma aterradora, al sentir su firme manaza en mi hombro di un brinco, como si me atracaran) y me dijo, sin preámbulos que estaba impartiendo un seminario sobre las raíces del terrorismo moderno a partir del FLN y la guerra de Argelia, y que podía asistir si quería; yo no soportaba que todos los profesores parecieran saber quién era y estar al corriente de «la tragedia», como la profesora de cine, la señora Lebowitz, que me iba detrás para que me apuntara al club de cine después de leer un trabajo que yo había hecho sobre El ladrón de bicicletas, y me sugirió que quizá me lo pasaría bien también en el club de filosofía, que consistía en un debate semanal sobre lo que ella llamaba las grandes cuestiones.

—Hum, quizá —respondí educadamente.

—Bueno, a juzgar por el trabajo que hiciste diría que te atrae lo que, a falta de una palabra mejor, llamaré el ámbito metafísico. —Y al ver que seguía mirándola con cara inexpresiva, continuó—: Por ejemplo, por qué la gente buena sufre… Y el azar del destino. De lo que trata tu trabajo en realidad no es tanto del aspecto cinematográfico de De Sica como del caos fundamental y la incertidumbre que imperan en el mundo en que vivimos.

—No lo sé —dije en el violento silencio que se produjo a continuación.

¿De verdad trataba de todo eso mi trabajo? Ni siquiera me había gustado El ladrón de bicicletas (ni Kes, ni Mouette, ni Lacombe Lucien, ni ninguna de las otras películas extranjeras increíblemente deprimentes que habíamos visto en clase de la señora Lebowitz). Ella me miró tanto rato que me sentí incómodo. Luego se puso bien las gafas rojas y dijo:

—Bueno, la mayoría de las películas que vemos en la clase de cine europeo son bastante duras. Por esa razón he pensado que quizá preferirías apuntarte a uno de mis seminarios de grandes producciones, como el de comedias estrafalarias de los años treinta, o quizá incluso el de cine mudo. Vemos El gabinete del doctor Caligari, pero también muchas de Buster Keaton y Charlie Chaplin…, el caos, ya sabes, pero en un marco poco amenazador. Películas que reafirman la vida.

—Quizá.

Pero no tenía ninguna intención de matarme a hacer trabajo extra por mucho que este reafirmara la vida. Desde el momento en que crucé la puerta, el engañoso estallido de energía que me había procurado una plaza en ese programa preuniversitario se desvaneció. Sus abundantes beneficios me dejaban indiferente. No quería esforzarme más de lo estrictamente necesario; solo ir tirando.

En consecuencia, el entusiasta recibimiento de los profesores no tardó en dar paso a la resignación y a una especie de pesar vago e impersonal. Yo no buscaba retos ni pretendía desarrollar mi potencial, ampliar horizontes o utilizar los numerosos recursos a mi alcance. Como había expresado Susanna con delicadeza, no me estaba adaptando al programa. De hecho, a medida que avanzaba el trimestre, mis profesores se fueron distanciando y empezó a aflorar un tono más resentido («las oportunidades académicas que se le ofrecen a Theodore no parecen alentarlo a esforzarse más en ningún plano»).

Cada vez era mayor mi sospecha de que la única razón por la que me habían admitido en el programa era «la tragedia». Alguien de la oficina de admisiones había marcado el formulario de mi solicitud y se la había pasado a un administrador con una nota: Dios mío, pobre chico, víctima del terrorismo, bla, bla, bla, el colegio tiene una responsabilidad, ¿cuántas plazas quedan?, ¿crees que podríamos meterlo? Seguramente yo había arruinado la vida de algún cerebro del Bronx que se merecía más la plaza; algún pringado de bajos recursos de algún barrio de viviendas protegidas que tocaba el clarinete y seguía recibiendo palizas por sus deberes de álgebra, y acabaría en una cabina de peaje marcando tíquets en lugar de impartir clases de mecánica de fluidos en el Instituto de Tecnología de California, solo porque yo había ocupado su legítima plaza.

Saltaba a la vista que se había cometido un error. «Theodore participa muy poco en clase y no parece interesado en prestar más atención a los estudios que la estrictamente necesaria —escribió mi profesor de francés a mitad de trimestre en un informe que, a falta de algún adulto que me supervisara, no leyó nadie más que yo—. Es de esperar que sus suspensos lo estimulen a demostrarse a sí mismo que puede sacar provecho de su situación en la segunda mitad del trimestre».

Pero yo no quería sacar provecho de mi situación y menos aún demostrarme algo a mí mismo. Como un amnésico, vagaba por las calles (en lugar de hacer los deberes, asistir a las clases de idiomas o apuntarme a alguno de los clubes a los que me habían invitado) e iba solo en metro hasta los barrios dignos del purgatorio del final de las líneas, donde deambulaba entre tiendas de comestibles y emporios de postizos y extensiones de cabello. Pero pronto perdí interés incluso en mi recién descubierta movilidad —los cientos de millas de vías que recorría porque sí—, y en lugar de ello, como una piedra que se hunde sin hacer ruido en aguas profundas, me ensimismaba en tareas ociosas en el taller de Hobie, en el agradable amodorramiento por debajo del nivel de la acera donde me aislaba del estruendo de la ciudad y del encrespamiento aéreo de los bloques de oficinas y los rascacielos, y me contentaba con sacar brillo a la superficie de las mesas y escuchar durante horas música clásica por la WNYC.

Al fin y al cabo, ¿qué me importaba el passé composé de las obras de Turguéniev? ¿Qué había de malo en querer dormir hasta tarde con la cabeza tapada con el edredón y en dar vueltas por una casa tranquila con viejas conchas marinas en los cajones y cestas de mimbre llenas de telas de tapicería dobladas bajo el secreter del salón, mientras la luz del sol del atardecer caía en fuertes rayos coralinos a través del montante de abanico de la puerta de la calle? Entre el colegio y el taller, me sumergí en una especie de aturdimiento amnésico, una versión sesgada y como de ensueño de mi vida anterior donde paseaba por calles que me resultaban familiares pero vivía en circunstancias que no lo eran, en medio de caras distintas; si bien al ir caminando al colegio a menudo pensaba en mi antigua e irrecuperable vida con mi madre —la estación de metro de Canal Street, los ramos de flores iluminados bajo los toldos del mercado coreano, cualquier cosa podía provocarlo—, era como si hubiera caído una cortina negra sobre mi vida en Las Vegas.

Solo a veces, en algún momento de descuido, se colaba de golpe en forma de arrebatos de rebeldía que me detenían a mitad de la zancada en la acera, perplejo. De algún modo el presente se había contraído convirtiéndose en un lugar más pequeño y mucho menos interesante. Quizá solo era que me había serenado un poco, y dejado atrás el crónico derroche y esplendor de esos borrachos adolescentes, nuestra pequeña tribu de dos miembros que se desmadraba en el desierto; tal vez era eso lo que ocurría cuando la gente se hacía mayor, aunque me resultaba imposible imaginar a Boris (en Varsovia, en Karmeywallag, en Nueva Guinea, donde fuera) viviendo un tranquilo preludio de la vida de adulto como en el que yo había caído. Andy y yo, incluso Tom Cable y yo, siempre habíamos hablado de forma obsesiva de lo que queríamos ser de mayores. En cambio Boris nunca parecía contemplar el futuro, más allá de la próxima comida. No me lo imaginaba preparándose de algún modo para ganarse el sustento o convertirse en un miembro productivo de la sociedad el día de mañana. Y, sin embargo, al lado de Boris aprendías que la vida estaba llena de grandes y ridículas posibilidades, mucho más grandes que todo lo que te enseñaban en el colegio. Hacía tiempo que había renunciado a intentar comunicarme con él por medio de mensajes de texto o llamadas; no contestaba los mensajes que le mandaba al móvil de Kotku y el número de su casa de Las Vegas había sido desconectado. Me costaba creer —dada su amplia esfera de actividad— que volvería a verlo. Pero casi cada día pensaba en él. Las novelas rusas que me hacían leer en el colegio me recordaban a él; las novelas rusas, Los siete pilares de sabiduría, y también el Lower East Side, con sus salones de tatuaje y sus tiendas de pierogi, el olor a porro, las ancianas polacas que se balanceaban de un lado para otro con bolsas de la compra y los chicos que fumaban en la puerta de los bares de la Segunda Avenida.

Y, a veces, cuando menos me lo esperaba, con una brusquedad casi dolorosa, recordaba a mi padre. Chinatown, con su brillo y su sordidez, y sus escurridizos e impenetrables ambientes, me hacía pensar en él: espejos y peceras, escaparates con flores de plástico y macetas con bambú de la suerte. En ocasiones, cuando bajaba hasta Canal Street para comprar trípoli y trementina de Venecia en Pearl Paint para Hobie, terminaba deambulando por Mulberry Street hasta un restaurante que le gustaba a mi padre, no muy lejos de la línea E, donde bajaba ocho escalones hasta un sótano con mesas de formica manchada. Allí compraba crujientes tortitas de cebolleta, cerdo picante y otros platos que tenía que señalar con el dedo porque el menú estaba en chino. La primera vez que aparecí en casa de Hobie cargado de bolsas de papel grasientas su cara inexpresiva me dejó helado, y me paré en mitad del pasillo como un sonámbulo despertado en mitad de un sueño, preguntándome en qué pensaba exactamente, en Hobie no, eso seguro; no era la clase de persona que soñaba con comida china a todas horas del día y de la noche.

—Oh, sí que me gusta —se apresuró a decir él—, solo que nunca me acuerdo de ella.

Y comimos en el taller directamente de los recipientes de cartón, Hobie sentado en un taburete con su delantal negro y las mangas enrolladas hasta los codos, los palillos extrañamente pequeños entre sus dedos largos.

III

El carácter informal de mi estancia en casa de Hobie también me preocupaba. Aunque a él, en su vaga benevolencia, no parecía importarle que yo viviera en su casa, era evidente que el señor Bracegirdle lo veía solo como un arreglo temporal, y tanto él como la psicóloga del colegio se habían esforzado en dejar claro que, si bien las residencias universitarias estaban reservadas para los alumnos mayores, en mi caso podría hacerse una excepción. Pero cada vez que salía el tema de buscar alojamiento, yo guardaba silencio y me miraba los zapatos. Los pasillos de la residencia estaban abarrotados y llenos de cagadas de mosca, y había un ascensor tipo jaula con pintadas y tan estrepitoso como el de una cárcel: paredes empapeladas de pósters de bandas musicales, suelos pegajosos de cerveza derramada, una turba zombi de cuerpos envueltos en mantas dormitando en los sofás de la sala de la televisión y tipos con vello facial —hombres de pelo en pecho a mis ojos, veinteañeros corpulentos que me daban miedo— con aspecto de borrachos que se tiraban latas vacías por el pasillo.

—Bueno, todavía eres un poco joven —dijo el señor Bracegirdle cuando, sintiéndome acorralado, expresé en voz alta mis reservas.

Aunque el verdadero motivo de tales reservas era algo de lo que no podía hablar: en mis circunstancias, ¿iba a compartir habitación? ¿Qué había de la seguridad? ¿De los sistemas de aspersión contraincendios? ¿De los robos? «El colegio no se hace responsable de la pérdida de objetos personales de los alumnos —rezaba el folleto que me entregaron—. Recomendamos a los alumnos que contraten un seguro para los objetos de valor que lleven al colegio».

En un trance de ansiedad, me entregué a la tarea de volverme indispensable para Hobie: haciendo recados, limpiando los cepillos, ayudándolo a elaborar el inventario de sus restauraciones y a ordenar los accesorios y las viejas piezas de madera. Mientras él tallaba las palas centrales del respaldo de una silla y pulía las nuevas patas para que no se distinguieran de las viejas, yo derretía cera de abeja y resina sobre el hornillo para preparar un abrillantador de muebles —dieciséis medidas de cera, cuatro de resina y una de trementina de Venecia—, un fragante esmalte de color almíbar y espeso como caramelo que daba gusto revolver. Él enseguida me enseñó el secreto del rojo sobre fondo blanco de la técnica del dorado; había que frotar un poco de oro en las partes que se rozaban de forma natural, y a continuación se daba un toque oscuro con pigmento negro de hollín en los intersticios y los soportes. («Uno de los mayores problemas siempre es el efecto pátina. Si quieres que una madera nueva parezca vieja, una pátina dorada es lo más fácil de amañar»). Y si después del negro de hollín, el acabado dorado seguía teniendo un aspecto demasiado nuevo y reluciente, me enseñaba a hacer marcas con una aguja —rascadas irregulares de distinta profundidad—, así como ligeras hendiduras con el aro de una llave vieja antes de recurrir a la aspiradora, invirtiendo el motor para que expulsara aire sobre él. «En las piezas muy restauradas, donde no hay partes gastadas ni cicatrices honrosas, tienes que dejar tú mismo unas cuantas. El truco reside —explicó, secándose la frente con la muñeca— en no aspirar a que el resultado sea perfecto». Por perfecto él entendía uniforme. Cualquier objeto gastado de un modo demasiado uniforme se delataba; el verdadero desgaste, como llegué a ver en los muebles antiguos que pasaron por mis manos, era voluble, retorcido y caprichoso, por un lado armonioso y por el otro sombrío, cálidas vetas asimétricas en el lateral de un armario de palo de rosa al que le había dado el sol mientras el otro estaba oscuro como el día que se talló.

—¿Qué envejece la madera? Lo que quieras. El calor y el frío, el hollín de la chimenea, los gatos… —Y, al verme deslizar un dedo por la áspera y manchada superficie de una cómoda de caoba, preguntó—: ¿Qué crees que estropeó esta cómoda?

—Anda… —Me agaché para examinar la parte donde el acabado, negro y viscoso como la costra quemada de un pastelillo de aspecto poco apetecible recién salido del horno, se alisaba adquiriendo un brillo intenso y claro.

Hobie se rió.

—La laca para el pelo. Décadas enteras de rociarla con ella. ¿Puedes creerlo? —Rascó un borde con la uña del pulgar y salió una voluta negra—. La anciana lo utilizaba como tocador. Con los años la laca se ha ido acumulando como si fuera barniz. No sé qué ponen en ella pero es una pesadilla arrancarla, sobre todo la de los años cincuenta y sesenta. Sería un mueble interesante si la anciana no hubiera estropeado el acabado. Solo podemos limpiarlo por encima para que se vea de nuevo la madera y aplicarle tal vez una cera clara. Pero es bonito, ¿verdad? —añadió con tono afectuoso, deslizando un dedo por el lateral—. Fíjate en la curva de la pata, y en ese veteado…, las figuras que se forman, ¿ves esa especie de flor aquí y aquí, el cuidado con que la han hecho coincidir?

—¿Va a desmontarlo? —Aunque Hobie lo consideraba un paso poco deseable, a mí me encantaba la operación quirúrgica que suponía desmontar un mueble y volver a montarlo, trabajando deprisa para evitar que la cola se secara, como un médico practicando una apendicectomía a bordo de un barco.

—No… —respondió él dando unos golpecitos con los nudillos, acercando la oreja a la madera—, parece bastante macizo, pero ha sufrido desperfectos en el riel. —Abrió un cajón, que chirrió y se quedó atascado—. Eso es lo que ocurre cuando se llena demasiado un cajón. —Sacó el cajón e hizo una mueca al oír el chirrido de madera sobre madera—. Volveremos a encajarlos cepillando las ensambladuras. ¿Ves esta zona redondeada? La mejor manera de repararla es igualar el riel en ángulo recto, así lo haremos más ancho, pero no creo que haga falta extraer las viejas guías en cola de milano. ¿Te acuerdas de lo que hicimos con ese viejo mueble de roble? —Deslizó un dedo por el borde—. Pero la madera de caoba es distinta, al igual que la del castaño. Es sorprendente la de veces que desmontamos una pieza y resulta que no es lo que causa el problema. Con la madera de caoba en concreto, sobre todo la de este período, de grano tan compacto, solo hay que cepillar lo estrictamente necesario. Un poco de parafina en las guías y quedará como nuevo.

IV

Así transcurrió el tiempo. La primavera dio paso al verano, la humedad y el olor a basura, las calles llenas de gente y los oscuros y frondosos ailantos perdiendo las hojas; y al verano le siguió el otoño, solitario y frío. Me pasaba las noches leyendo Eugenio Oneguin o estudiando uno de los numerosos libros sobre ebanistería de Welty (el que más me gustaba era una obra antigua de dos volúmenes titulada Muebles estilo Chippendale; auténticos y falsificados) o la gruesa y apasionante Historia del arte, de Janson. Aunque a veces trabajaba con Hobie abajo en el taller durante seis o siete horas seguidas sin apenas hablar, nunca me sentía solo bajo el halo de su atención; el hecho de que un adulto que no fuera mi madre me comprendiera y se compenetrara tanto conmigo, y estuviera allí tan plenamente, me dejaba estupefacto. La gran diferencia de edad nos cohibía; había entre nosotros cierta formalidad, una reserva generacional; y sin embargo en el taller empezaba a surgir una especie de telepatía, en la que yo le pasaba el cepillo o el cincel adecuado antes de que él me lo pidiera siquiera. «Encolado con epoxi», así era como se refería al trabajo chapucero y al mueble barato en general; me enseñó varios muebles cuyas juntas se habían mantenido intactas durante más de doscientos años, mientras que el problema de gran parte del trabajo moderno era que se fijaba con demasiada firmeza; las piezas se unían de tal modo que la madera se partía y no podía respirar. «No olvides nunca que para quien en realidad trabajamos es para el que restauró la pieza hace cien años. A él es a quien queremos impresionar». Cuando Hobie encolaba una parte de un mueble, mi tarea consistía en preparar todas las abrazaderas adecuadas, cada una en la abertura adecuada, mientras él encajaba las piezas en el orden exacto —espaldón y mortaja—, unos preparativos muy delicados para el encolado y la sujeción propiamente dichos durante los cuales teníamos que trabajar con intensidad en los pocos minutos de que disponíamos antes de que se secara la cola, el pulso de Hobie firme como el de un cirujano, aferrando la pieza adecuada cuando yo titubeaba, mientras que mi misión era ante todo sostener las piezas juntas cuando él ponía las abrazaderas (no eran las clásicas en forma de G y F sino una original variedad de objetos que él siempre guardaba a mano con tal propósito: muelles de somier, alfileres, viejos tambores de bordar, cámaras de neumático de bicicleta y, a modo de pesos, bolas de arena hechas con percal de colores y varios objetos rescatados, como unos viejos topes de latón para puertas y unas huchas de hierro fundido). Cuando no necesitaba que le echara una mano, yo barría el serrín del suelo y colgaba de nuevo las herramientas en sus ganchos, y, si no había nada más que hacer, me contentaba con sentarme y observar cómo afilaba los cinceles o ablandaba la madera con el vapor elevándose de un cazo de agua puesto a hervir sobre el hornillo. Oh Dios allá abajo apesta, me escribió Pippa. Los vapores son horribles ¿como puedes soportarlo? Pero a mí me encantaba ese olor vigorizantemente tóxico, así como el tacto de la madera vieja.

V

Durante todo ese tiempo seguí con atención las noticias sobre mis colegas ladrones del Bronx. Todos se declararon culpables —incluso la suegra— y les cayó la máxima pena permitida por la ley: multas de cientos de dólares, y sentencias que iban de los cinco a los quince años de prisión sin fianza. La impresión general era que si no hubieran dado el estúpido paso de vender el Wybrand Hendriks a un marchante que telefoneó a la policía, estarían viviendo alegremente en Morris Heights, comiendo grandes platos italianos en casa de mamá.

Pero eso no disminuyó mi ansiedad. Un día, al volver del colegio, me encontré con el pasillo de la planta de arriba lleno de humo y unos bomberos fuera de mi habitación; «ratones —dijo Hobie, pálido y con la mirada extraviada, deambulando por la casa con el delantal y las gafas protectoras sobre la cabeza como un científico loco—. No soporto las trampas adhesivas, son demasiado crueles, y he ido posponiendo la desratización por un profesional, pero, Dios mío, esto es escandaloso, no puedo permitir que mordisqueen los cables de electricidad; si no fuera por la alarma esta casa habría quedado reducida a cenizas. —Y volviéndose hacia el bombero—: Oiga, ¿pasa algo si lo llevo allí? Tienes que ver esto…». Al pasar por el lado del equipo, me señaló desde una considerable distancia una maraña de esqueletos de ratón chamuscados en el rodapié: «¡Un nido entero!».

Aunque la casa de Hobie tenía una alarma de seguridad conectada con los servicios de emergencias no solo en caso de incendio sino también de robo, y el fuego no había causado serios daños, salvo en un pequeño tramo del suelo de madera del pasillo, el incidente me afectó mucho (¿y si Hobie no hubiera estado en casa?, ¿y si el fuego hubiera empezado en mi habitación?), y deduciendo que tantos ratones en una sección del rodapié de dos pies solo significaba que había más ratones (y más cables mordisqueados) en otras partes de la casa, me pregunté si, pese a la aversión de Hobie a las trampas para ratones, no debería poner yo algunas. Mi sugerencia de hacernos con un gato fue recibida con entusiasmo por Hobie y la señora DeFrees, gran amante de los gatos, y se discutió con aprobación pero no se obró en consecuencia, y la idea pronto cayó en el olvido. Al cabo de unas pocas semanas, mientras me preguntaba si debería volver a tocar el tema del gato, casi tuve un paro cardíaco al entrar en mi habitación y encontrarme a Hobie arrodillado sobre la alfombra, metiéndose debajo de la cama, como me lo había imaginado, pero para recoger la espátula que se le había caído al suelo; estaba cambiando un cristal roto de la ventana de mi habitación.

—Ah, hola —dijo, levantándose y sacudiéndose las perneras del pantalón—. ¡Lo siento! ¡No pretendía asustarte! Quería cambiar este cristal desde que llegaste. Me gusta utilizar vidrio ondulado en estas viejas ventanas, el de Bendheim, pero si pones unos pocos pedazos transparentes no importa… Cuidado, ¿estás bien? —me preguntó cuando solté la mochila del colegio y me dejé caer en el sillón cual primer teniente aquejado de neurosis de guerra que llega tambaleándose del campo de batalla.

Como habría dicho mi madre, aquello era demencial. No sabía qué hacer. Aunque era muy consciente de la forma tan extraña en que a veces me miraba Hobie, y de lo trastornado que debía de parecerle, yo vivía en un permanente estado de agitación interior: me pegaba un susto cada vez que alguien llamaba a la puerta; daba un respingo como si me escaldaran cuando sonaba el teléfono; me sacudían «premoniciones» semejantes a electrochoques que, en mitad de clase, me impulsaban a levantarme de la mesa y correr hasta casa para asegurarme de que el cuadro seguía dentro de la funda de almohada, que nadie había tocado el envoltorio o había intentado arrancar la cinta adhesiva. En mi portátil buscaba por internet las leyes relacionadas con los robos de arte, pero los fragmentos que encontraba variaban tanto entre sí que no me proporcionaban una visión coherente o pertinente. Vivía en casa de Hobie desde hacía ocho meses, que habían transcurrido sin mayores incidentes cuando de pronto se presentó una solución inesperada.

Yo tenía una buena relación con todos los colegas de Hobie del mundo de las mudanzas y los almacenes. La mayoría de ellos eran irlandeses neoyorquinos de movimientos lentos y buen carácter que no habían logrado entrar en el cuerpo de policía o de bomberos (Mike, Sean, Patrick o el pequeño Frank, que no era pequeño sino del tamaño de una nevera), pero también había una pareja de israelíes llamados Raviv y Avi, y un judío ruso, el que me caía mejor, llamado Grisha. («Hay una contradicción de términos en “judío ruso”, comentó, echándome una generosa bocanada de humo con olor a mentol. Para la mentalidad rusa, al menos. Pues no es lo mismo ser “judío” para una mente antisemita que para un verdadero ruso; Rusia es un ejemplo claro»). Grisha había nacido en Sebastopol («agua negra, sal»), que afirmaba que recordaba aunque sus padres habían emigrado cuando él tenía solo dos años. Rubio, de tez rojo ladrillo y con unos sorprendentes ojos del color de los huevos del petirrojo, tenía tripa de bebedor y era tan descuidado en su forma de vestir que a veces se le abrían los botones inferiores de la camisa, pero por la manera arrogante y relajada en que se conducía, era evidente que se creía apuesto (quién sabía, quizá lo había sido en el pasado). A diferencia del señor Pavlikovski de cara pétrea, él era bastante hablador y siempre estaba contando chistes o anekdoti, como él los llamaba, con un tono monocorde y rápido como un tiroteo.

—¿Crees que sabes soltar tacos, mazhor? —dijo en una ocasión de buen humor desde una esquina del taller donde Hobie y él a menudo jugaban al ajedrez por la tarde—. Adelante, arráncame las orejas.

Solté tal desagradable torrente de obscenidades que hasta Hobie, que no entendía una palabra, se echó hacia atrás y se tapó los oídos con las manos.

Una tarde sombría, poco después de que comenzara el primer trimestre, estaba solo en casa cuando Grisha pasó por la tienda para dejar un mueble.

—Eh, mazhor —dijo, tirando al suelo la colilla entre un pulgar cicatrizado y el índice. Mazhor, uno de los apodos burlones con que me llamaba, significaba «comandante» en ruso—. A ver si me echas una mano con la basura del camión. —Para él cualquier mueble era «basura».

Miré hacia el camión.

—¿Qué tiene ahí? ¿Pesa mucho?

—Claro que pesa, poprygountchik, ¿crees que te lo pediría si no?

Metimos los muebles —un espejo con el borde dorado, envuelto en papel de burbujas; un candelabro y un juego de sillas de comedor—, y en cuanto los desenvolvimos, Grisha se apoyó en el aparador que Hobie estaba restaurando (después de tocarlo con un dedo, para asegurarse de que no estaba pegajoso) y se encendió un Kool.

—¿Quieres uno?

—No, gracias. —De hecho, sí que quería, pero temía que Hobie notara el olor en mí.

Grisha apartó el humo del cigarrillo con una mano de uñas sucias.

—¿Qué pensabas hacer ahora? ¿Quieres ayudarme esta tarde?

—¿Cómo?

—Deja el libro de la dama desnuda —yo tenía en las manos la Historia del arte, de Janson— y vente conmigo a Brooklyn.

—¿Para qué?

—Tengo que llevar parte de esta basura al almacén y no me vendría mal que me echaras una mano. Me iba a ayudar Mike pero se ha puesto enfermo. ¡Ja! Anoche jugaron los Giants y perdieron, y se coció como un piojo durante el partido. Apuesto a que está en la cama en Inwood con resaca y un ojo a la funerala.

VI

Durante el trayecto a Brooklyn en una furgoneta llena de muebles, Grisha mantuvo un monólogo sobre las buenas cualidades de Hobie, por un lado, y cómo estaba llevando el negocio de Welty por el otro.

—Un hombre honrado en un mundo poco honrado. Viviendo aislado. Me duele aquí, en el corazón, ver cómo tira el dinero por la borda todos los días. No, no —dijo sosteniendo en alto una mano mugrienta cuando intenté hablar—, las restauraciones que hace llevan tiempo, trabajando manualmente como hacían los viejos maestros… Lo entiendo. Es un artista, no un hombre de negocios. Pero explícame, por favor, ¿por qué paga al almacén del astillero naval de Brooklyn en lugar de vender inventarios y cobrar facturas? ¡Solo tienes que mirar los trastos que tiene en el sótano! Muebles que Welty compró en una subasta y más que llegarán la semana que viene. ¡Y arriba, la tienda está abarrotada! Dispone de una fortuna. ¡Harían falta cientos de años para venderlo todo! La gente se para a mirar el escaparate, con dinero en la mano, deseando comprar… ¡Lo siento, señora! ¡Váyase a la mierda! ¡La tienda está cerrada! Y ahí está él, en la planta de abajo, con sus herramientas de carpintero, empleando diez horas en tallar una pieza de madera de este tamaño —juntó el pulgar y el índice— para una vieja silla de mierda.

—Sí, pero también tiene clientes. La semana pasada vendió muchas cosas.

—¿Qué? —replicó Grisha, desviando la vista de la carretera para mirarme furioso—. ¿Vendió? ¿A quién?

—A los Vogel. Abrió la tienda para ellos… Le compraron una estantería, una mesa de cartas…

Grisha frunció el entrecejo.

—¿Sabes por qué esas personas, sus supuestos amigos, le compran? Porque saben que pueden obtener precios reventados de él… Abierto mediante cita previa. ¡Ja! Más le valdría tener la tienda cerrada a esos buitres. —Se llevó el puño al esternón—. Ya conoces mi corazón. Hobie es como de la familia para mí. Pero… —frotó tres dedos juntos, un gesto que solía hacer Boris y que significaba ¡dinero, dinero!— es muy poco hábil en los negocios. Regala hasta la última cerilla, el último pedazo de comida o lo que sea al primer timador y farsante que pasa. Observa y verás…, en cuatro o cinco años estará sin blanca en la calle a menos que encuentre alguien que lleve la tienda por él.

—¿Como quién?

—Bueno… —se encogió de hombros—, quizá alguna persona como mi prima Lidiya. Esa mujer es capaz de vender agua a un hombre que se ahoga.

—Deberías decírselo entonces. Sé que está buscando a alguien.

Grisha se rió con cinismo.

—¿Lidiya? ¿Trabajar en ese vertedero? Escucha…, Lidiya vende oro, Rolex, diamantes de Sierra Leona. La pasan a recoger a su casa en un Lincoln Town. Pantalones de cuero blanco, un abrigo de marta hasta el suelo, las uñas hasta aquí. Es imposible que una mujer como ella esté dispuesta a sentarse en una tienda de trastos con un montón de polvo y basura vieja todo el día.

Detuvo la furgoneta y apagó el motor. Estábamos delante de un edificio cuadrado y gris ceniza situado en un área portuaria desoladora, lleno de solares vacíos y tiendas de recambios de coches, la clase de vecindario donde los gángsteres de las películas siempre conducen al tipo al que van a matar.

—Lidiya… Lidiya es una mujer sexy —continuó Grisha pensativo—. Piernas largas…, un gran busto…, atractiva. Con enormes ganas de vivir. Pero para ese negocio, no necesitas a alguien tan despampanante como ella.

—¿Entonces qué?

—Alguien como Welty. Había en él algo inocente, ¿sabes? Como un erudito. O un sacerdote. Era el abuelo de todos. Pero al mismo tiempo un empresario muy listo. Está muy bien ser bueno y amable, y hacerte amigo de todos, pero una vez que te has ganado la confianza del cliente y este cree que le vas a dar el precio más bajo, tienes que aprovecharte, ¡ja! Eso es la venta al por menor, mazhor. Así es como funciona este puto mundo.

Después de que se abriera la puerta con un zumbido, en el interior del edificio se veía un mostrador con un tipo italiano leyendo un periódico. Mientras Grisha se registraba, examiné un folleto que había en el estante junto a un surtido de envoltorio de burbujas y cinta adhesiva.

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DESDE 1968

Aparte del empleado del mostrador, el local estaba desierto. Cargamos el ascensor de servicio, y con ayuda de una llave electrónica y una clave que había que teclear, el ascensor nos llevó a la sexta planta. Echamos a andar por un pasillo largo y anodino con cámaras instaladas en el techo e impersonales puertas numeradas, pasillo D, pasillo E, las paredes sin ventanas de la Estrella de la Muerte que parecían prolongarse hasta el infinito; tenías la sensación de encontrarte en un archivo militar subterráneo o quizá entre los nichos columbarios de algún cementerio futurista.

Hobie tenía alquilado uno de los espacios más amplios, con las puertas dobles, lo bastante anchas para que entrara en camión.

—Allá vamos —dijo Grisha, introduciendo la llave en el candado y abriendo la puerta con un estrépito metálico—. Mira toda la mierda que tiene Hobie aquí dentro.

Estaba tan abarrotado de muebles y otros objetos (lámparas, libros, porcelana, figuras de bronce, viejas bolsas B. Altman llenas de papeles y zapatos mohosos) que tras echar un primer vistazo confuso me entraron ganas de retroceder y cerrar la puerta, como si hubiéramos entrado en el piso de un anciano con el síndrome de Diógenes que acababa de morir.

—Paga dos mil al mes por esto —dijo sombrío mientras arrancábamos el papel de burbuja de las sillas y las amontonábamos, precariamente, encima de un escritorio de madera de cerezo—. ¡Veinticuatro mil dólares al año! Debería utilizar todo ese dinero en encender sus cigarrillos en lugar de alquilar este cuchitril.

—¿Qué hay de las unidades más pequeñas? —Algunas de las puertas eran realmente pequeñas, del tamaño de una maleta.

—La gente está loca —respondió Grisha, resignado—. ¡Por un espacio del tamaño de un maletero de coche paga cientos de dólares al mes!

—Quiero decir… —No sabía cómo preguntarlo—. ¿Qué impide a alguien guardar algo ilegal aquí dentro?

—¿Ilegal? —Grisha se secó el sudor de la frente con un pañuelo sucio y se lo pasó por el cuello—. ¿Te refieres a cosas como armas?

—Exacto. O, no lo sé, objetos robados.

—¿Qué se lo impide? Te lo digo, no se lo impide nada. Entierra algo aquí y nadie lo encontrará, a no ser que te liquiden o te envíen a chirona, y no pagues la mensualidad. El noventa por ciento de este material son viejos retratos de niños o trastos de la buhardilla de la abuela. Pero si las paredes hablaran, ¿quién sabe? Probablemente hay millones de dólares escondidos, si sabes dónde mirar. Toda clase de secretos. Armas, joyas, cadáveres de víctimas asesinadas…, cosas descabelladas. —Cerró la puerta con estrépito y ya estaba echando el cerrojo—. Ayúdame con esta mierda. Dios, no soporto este lugar. Es como la muerte. —Abarcó con un gesto el pasillo aséptico de aspecto interminable—. ¡Todo escondido y aislado de la vida! Cuando vengo aquí me da la impresión de que me falta el aire. Es peor que una puta biblioteca.

VII

Esa noche cogí las Páginas Amarillas de la cocina de Hobie y me las llevé a mi habitación; busqué almacenaje: obras de arte. Había montones de locales en Manhattan y en los barrios de las afueras, muchos con anuncios en imponente letra impresa que enumeraban sus servicios: ¡guantes blancos, de nuestra puerta a la suya! Un dibujo de un mayordomo ofreciendo una tarjeta en una bandeja de plata: BLINGEN Y TARKWELL, DESDE 1928. «Proporcionamos soluciones de almacenaje discretas y confidenciales de última tecnología para una amplia gama de negocios y clientes particulares». ArtTech, Heritage Works, Archival Solutions. «Instalaciones vigiladas mediante equipo de grabación higrotermográfica. Control de temperatura de 21 grados y 50 por ciento de humedad relativa, según los requisitos de la AAM (Asociación Americana de Museos).»

Pero todo eso resultaba demasiado sofisticado. Lo último que quería yo era que alguien sospechara que guardaba una obra de arte. Lo que necesitaba era un lugar seguro y poco llamativo. Una de las cadenas más grandes y populares tenía veinte locales en Manhattan; entre ellas una en las calles Sesenta Este junto al río, mi antiguo barrio, a solo unas calles de distancia de donde mi madre y yo habíamos vivido. «Nuestro establecimiento permanece vigilado por un centro de control de seguridad las veinticuatro horas del día y está dotado de la última tecnología para la detección de humo y fuego».

Hobie me preguntaba algo desde el pasillo.

—¿Qué? —dije con voz chillona y falsa, cerrando la guía con un dedo dentro.

—Ha venido Moira. ¿Quieres venir con nosotros a la esquina para comer una hamburguesa? —Así era como llamaba al pub más cercano, The White Horse.

—Estupendo, enseguida voy. —Volví al anuncio de las Páginas Amarillas.

«¡Haz sitio a las diversiones de verano! ¡Soluciones fáciles para guardar el equipo deportivo y de tus pasatiempos!». Qué fácil conseguían que sonara: no se requería tarjeta de crédito, se pagaba un depósito y listo.

Al día siguiente, en lugar de ir a clase, retiré de debajo de la cama la funda de almohada, la cerré con cinta adhesiva y la puse en una bolsa marrón de Bloomingdale’s, y fui en taxi a la tienda de equipo deportivo de Union Square, donde después de cierta indecisión compré una pequeña tienda de campaña, y de ahí me dirigí en taxi a la calle Sesenta.

En la oficina acristalada del centro de almacenaje yo era el único cliente, y aunque me había preparado una coartada (campista apasionado, madre obsesa del orden), los hombres del mostrador no mostraron el menor interés en la gran bolsa de equipo deportivo que yo llevaba con la etiqueta de la tienda de campaña colgando. A nadie pareció chocarle ni encontrar extraño que quisiera pagar un año por adelantado, en efectivo…, o dos incluso. ¿Había algún inconveniente?

—Allí tienes el cajero —dijo el puertorriqueño de la caja registradora, señalándolo sin apartar la mirada de su sándwich de beicon y huevo.

¿Tan fácil?, pensé mientras bajaba en el ascensor.

—Apúntate el número de tu unidad —me dijo el hombre del registro— y la combinación, y guárdalos en un lugar seguro. —Pero yo ya los había memorizado. Había visto suficientes películas de James Bond para conocerme el percal, y en cuanto crucé la puerta tiré el papel a la papelera.

Al salir del edificio y alejarme de su silencio de cripta y de la viciada brisa que salía zumbando a un ritmo constante de los conductos de ventilación, me sentí mareado, deslumbrado; el cielo azul y la brillante luz del sol, la previsible bruma matinal del humo de los tubos de escape y el aullido de las bocinas, todo parecía prolongarse por la avenida hasta un orden del universo más amplio y mejor: un soleado reino de multitudes y suerte. Era la primera vez que estaba en los alrededores de Sutton Place desde que había regresado a Nueva York y fue como sumergirme de nuevo en un viejo sueño agradable, un fundido entre el pasado y el presente; las aceras llenas de hoyos y con la misma grieta que siempre había saltado cuando volvía corriendo del colegio, ladeándome e imaginándome a bordo de un avión, la inclinación de las alas que anunciaba «estoy llegando», ese último tramo, ametrallando sin tregua hasta casa; muchas de las mismas tiendas seguían abiertas, el colmado, el restaurante griego, la tienda de bebidas alcohólicas. Todas las caras olvidadas del vecindario se mezclaban en mi mente: Sal el florista, la señora Battaglina del restaurante italiano, y Vinnie de la tintorería, con la cinta métrica alrededor del cuello, arrodillado para prender con alfileres la falda de mi madre.

Me encontraba a unas pocas manzanas de nuestro viejo edificio, y al mirar hacia la calle Cincuenta y Siete, ese brillante callejón familiar con el sol dorado rebotando de las ventanas, pensé: ¡Goldie! ¡José!

Ese pensamiento hizo que apretara el paso. Era por la mañana, y uno o los dos debían de estar de servicio. Nunca les había enviado una postal desde Las Vegas como había prometido; se alegrarían de verme, se apiñarían a mi alrededor, me abrazarían, me darían palmaditas en la espalda, mostrarían interés (y horror) al enterarse de todo lo ocurrido, incluida la muerte de mi padre. Me invitarían a pasar a la oficina de paquetería, quizá llamaran a Henderson, el administrador de la finca, y me pondrían al corriente de todos los cotilleos del edificio. Pero cuando doblé la esquina en medio del tráfico paralizado y las bocinas, vi a media manzana de distancia que el edificio estaba cubierto de andamios y en las ventanas cerradas había avisos oficiales.

Consternado, me detuve. Luego, incrédulo, me acerqué más y me quedé mirando horrorizado. Las puertas art déco habían desaparecido y en lugar del frío y oscuro vestíbulo de suelos pulidos y paneles con el motivo de rayos solares, había una cueva de grava y pedazos de hormigón, y unos obreros con cascos salían con carretillas llenas de escombros.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a un tipo con mugre incrustada que llevaba casco y estaba un poco aparte, encorvado y bebiendo un café con aire culpable.

—¿Qué quieres decir?

Retrocediendo, levanté la vista y vi que no solo habían destruido el vestíbulo sino el interior de todo el edificio, de modo que se alcanzaba a ver hasta el patio trasero; el mosaico vidriado de la fachada seguía intacto, pero las ventanas estaban polvorientas y no dejaban ver nada detrás de ellas.

—Yo vivía aquí. ¿Qué está pasando?

—Los propietarios lo vendieron. —Gritaba por encima de los martillos neumáticos del vestíbulo—. Echaron a los últimos inquilinos hace unos meses.

—Pero… —Alcé la mirada hacia la estructura vacía, luego atisbé en el interior de la polvorienta casa de escombros iluminada con focos: hombres gritando y cables colgando—. ¿Qué están haciendo?

—Pisos de lujo. De un millón, con piscina en la azotea, ¿puedes creerlo?

—Dios mío.

—Lo normal es que un lugar así estuviera protegido, ¿no? Tan bonito y antiguo… Ayer tuve que taladrar las escaleras de mármol del vestíbulo, ¿las recuerdas? Una vergüenza. Ojalá hubiéramos podido recuperarlas enteras. Ya no se encuentra esa calidad de mármol antiguo. En fin. —Se encogió de hombros—. Así es esta ciudad.

Se puso a gritar a alguien que estaba por encima de él —un hombre que bajaba un cubo de arena con una cuerda—, y yo seguí andando, mareado, hasta detenerme bajo la ventana de nuestro salón o, mejor dicho, de su estructura bombardeada, demasiado perturbado para levantar la vista. «Apártate, niño», dijo José, levantando mi maleta del estante de la oficina de paquetería. Algunos de los inquilinos, como el viejo señor Leopold, habían vivido allí durante más de setenta años. ¿Qué había sido de él? ¿O de Goldie y de José, o, ya puestos, de Cinzia…? Cinzia, que en un determinado momento limpiaba en una docena o más de casas, solo trabajaba unas horas a la semana en el edificio. No es que hubiera pensado en ella hasta ese momento, pero todo había parecido tan sólido e inmutable, todo el sistema social del edificio, un nexo donde siempre podría parar y ver a gente, saludar, enterarme de las novedades. Gente que había conocido a mi madre, que había conocido a mi padre.

Cuanto más me alejaba de allí más disgustado me sentía, por la pérdida de uno de los pocos puntos de referencia estables e imperturbables en el mundo que había dado por supuesto: caras familiares, saludos alegres, ¡ey, manito! Porque creía que al menos esa última piedra angular del pasado siempre estaría donde yo la había dejado. Era extraño pensar que nunca podría dar las gracias a José y a Goldie por el dinero que me habían dado, y aún más extraño que no podría decirles que mi padre había muerto; porque ¿a qué otras personas conocía yo que lo hubieran conocido, o que les importara? La misma acera daba la impresión de que podía abrirse bajo mis pies, y que me caería a través de la calle Cincuenta y siete dentro de un foso en un descenso sin fin.