7

La trastienda

I

Cuando me desperté con el traqueteo de los camiones de la basura tuve la sensación de haber caído en paracaídas en un universo diferente. Me dolía la garganta. Tendido muy quieto bajo el edredón, aspiré el oscuro aire impregnado del aroma de las flores secas y de la leña quemada, y, muy débil, el perpetuo olor a aguarrás, resina y barniz.

Me quedé un rato tumbado. Popper, que se había acurrucado a mis pies, ya no estaba a la vista. Me había dormido con la ropa puesta, que estaba mugrienta. Por fin, impulsado por un ataque de estornudos, me senté en la cama, me puse el jersey encima de la camisa y busqué a tientas debajo de la cama para asegurarme de que la funda de almohada seguía allí; luego me arrastré por el suelo frío hasta el cuarto de baño. El pelo se me había secado formando nudos demasiado enmarañados para pasarme el peine, e incluso después de mojármelo lo tenía tan apelmazado que al final me rendí y me lo corté con gran dificultad con unas tijeras de uñas oxidadas que encontré en un cajón.

Dios mío, pensé apartándome del espejo para estornudar de nuevo. Hacía tiempo que no me miraba a un espejo y casi no me reconocí: la mandíbula magullada, un brote de acné en la barbilla, la cara abotargada y con manchas rojas a causa del resfriado, los ojos también hinchados, con los párpados pesados y soñolientos, lo que me daba un aire bobo, esquivo y de chico educado en casa. Tenía el aspecto de un muchacho que acaba de ser rescatado por las autoridades locales de algún culto y sale parpadeando de un sótano abarrotado de armas de fuego y leche en polvo.

Era tarde, las nueve pasadas. Al salir de mi habitación alcancé a oír el programa matinal de música clásica de la WNYC: la cualidad soñadora y familiar de la voz del locutor, la numeración del catálogo de Köchel, una calma somnífera, el mismo murmullo agradable de la radio pública que me había despertado muchas mañanas en Sutton Place. Cuando entré en la cocina encontré a Hobie sentado a la mesa con un libro.

Pero no leía; miraba hacia el otro extremo de la habitación. Al verme dio un respingo.

—Vaya, aquí estás —dijo mientras se levantaba y apartaba desordenadamente un montón de cartas y facturas para hacerme sitio.

Iba vestido para bajar al taller: pantalones de pana con las rodillas deformadas y un viejo jersey marrón apolillado y raído; sus pronunciadas entradas junto al nuevo corte al rape le daban el aire grave y calvo del senador de mármol que aparecía en la cubierta del libro de latín de Hadley.

—¿Cómo estamos?

—Bien, gracias. —Con voz áspera y ronca.

De nuevo bajó las cejas y me miró con atención.

—¡Santo cielo! Esta mañana hablas como un cuervo.

¿Qué quería decir? Con la cara ardiendo de vergüenza, me dejé caer en la silla que él apartó de la mesa para mí —demasiado incómodo para mirarlo a los ojos—, y clavé la vista en el libro: cuero cuarteado, la vida y correspondencia de lord nosecuantos, un viejo volumen que quizá había llegado con el mobiliario de alguna finca, la de doña Fulana de Poughkeepsie, anciana con la cadera rota y sin hijos, todo muy triste.

Me sirvió té y me puso un plato delante. En un intento de disimular mi incomodidad, bajé la cabeza y me abalancé sobre la tostada, y casi me atraganté, pues tenía la garganta demasiado irritada para tragar. Luego cogí la taza demasiado deprisa y la volqué sobre el mantel; me levanté con rapidez para limpiarlo.

—No, no, no importa…, ya está…

La servilleta estaba empapada; no sabía qué hacer con ella, y en mi confusión la dejé caer sobre la tostada y me froté los ojos por debajo de las gafas.

—Lo siento —balbuceé.

—¿Lo sientes? —Me miraba como si le hubiera preguntado cómo llegar a un lugar que no sabía con certeza de dónde estaba—. Oh, vamos…

—Por favor, no me pida que me vaya.

—¿Cómo? ¿Que no te pida que te vayas? ¿Adónde? —Se bajó las gafas de medialuna y me miró por encima de ellas, y con una voz entre juguetona e irritada añadió—: No seas ridículo. Derecho a la cama es adonde tendría que pedirte que te fueras. Parece que hayas pillado la peste negra.

Pero su actitud no logró tranquilizarme. Paralizado de vergüenza, aunque resuelto a no echarme a llorar, me encontré mirando fijamente el rincón junto a la estufa donde en otro tiempo estaba la cesta de Cosmo.

—Ah, sí —dijo Hobie siguiendo mi mirada—. Acabó sordo como una tapia, y sufría tres o cuatro ataques a la semana, pero aun así queríamos que viviera eternamente. Yo lloriqueé como un niño. Si me hubieran dicho que Welty moriría antes que Cosmo… Se pasó la mitad de su vida llevando y trayendo al perro del veterinario… Mira —añadió con voz turbada, echándose hacia delante y tratando de atraer mi mirada al ver que yo seguía callado, con aire desgraciado—. Sé que lo has pasado mal, pero ya no tienes motivos para preocuparte. Pareces muy alterado…, sí, es cierto, muy alterado —repitió con tono cortante—. Y, que Dios te bendiga —estremeciéndose un poco—, aunque has tomado algo, eso seguro. Pero no te preocupes, todo se arreglará. Vuelve a la cama y hablaremos de ello más tarde.

—Lo sé, pero… —Volví la cabeza para contener un estornudo húmedo y burbujeante—. No tengo adónde ir.

Él se recostó en la silla: amable, cauteloso, había en él algo anticuado.

—Theo —se dio unos golpecitos en el labio superior—, ¿cuántos años tienes?

—Quince. Quince y medio.

—Y… —Pareció buscar las palabras—. ¿Qué hay de tu abuelo?

—Oh —respondí sin poder contenerme después de un momento de silencio.

—¿Has hablado con él? ¿Sabe que no tienes adónde ir?

—Mierda… —se me escapó; Hobie levantó una mano para tranquilizarme—. Usted no lo entiende. Quiero decir que no sé si tiene Alzheimer o qué, pero cuando lo llamaron ni siquiera quiso hablar conmigo.

—Entonces… —Hobie apoyó la barbilla pesadamente en una mano y me miró como un maestro escéptico— no has hablado con él.

—No personalmente. Lo hizo una mujer que estaba allí ayudando.

La solícita amiga de Xandra, Lisa, que me seguía a todas partes, expresando con delicadeza pero cada vez con mayor apremio su preocupación de que había que notificárselo a «la familia», se había retirado a una esquina para llamar al número que yo le di, y colgó con una cara que arrancó una carcajada de Xandra, la única de la velada.

—¿Y bien? —preguntó Hobie en el silencio que siguió, con un tono que emplearías con un paciente con problemas mentales.

Me froté la cara con una mano; los colores de la cocina eran demasiado intensos, y me sentía mareado y fuera de control.

—Supongo que Dorothy contestó el teléfono y, según Lisa, dijo algo así como «De acuerdo, espera», ni siquiera «Oh, no», o «¿Qué ha pasado?» o «¡Qué horrible!», sino «Un momento, iré a buscarlo»; entonces mi abuelo se puso al teléfono, y Lisa le habló del accidente y él escuchó; cuando terminó dijo: «Bueno, siento lo ocurrido», pero con un tono que Lisa no se esperaba. No dijo «¿Qué puedo hacer?» o «¿Cuándo será el funeral?», ni nada por el estilo. Solo «Gracias por llamar, se lo agradecemos, adiós». —Al ver que Hobie no decía nada, añadí nervioso—: Yo podría haberle dicho que era inútil. Porque mi padre nunca les gustó. Dorothy era su madrastra y desde el primer día no pudieron verse, pero él tampoco se llevaba bien con el abuelo Decker…

—Está bien, está bien. Tranquilo.

—… y mi padre se metió en un apuro cuando era niño, quizá eso influyera. Lo arrestaron no sé por qué, y a raíz de eso no quisieron volver a saber de él, que yo recuerde, y de mí tampoco…

—¡Cálmate! No estoy tratando de…

—… porque le juro que casi no los he visto, en realidad no los conozco, pero ellos no tienen motivos para odiarme… No es que mi abuelo fuera un gran tipo, de hecho siempre fue bastante violento con mi padre…

—Chist, no sigas. No era mi intención apretarte las clavijas. Solo quería saber… No, escucha —añadió cuando intenté hablar, rechazando mis palabras como si espantara una mosca de la mesa.

—El abogado de mi madre está aquí en la ciudad. ¿Vendrá conmigo a verlo? —Al ver que él juntaba las cejas, añadí confuso—: No es abogado en toda regla, pero administra el dinero. Hablé por teléfono con él antes de irme.

—Pero bueno, ¿qué le pasa a este perro? —preguntó Pippa riéndose, con las mejillas coloradas por el frío—. ¿Nunca ha visto un coche?

El pelo rojo brillante; una gorra de lana verde; el impacto que me causó verla a plena luz del día fue como un balde de agua fría. Andaba con cierto impedimento, probablemente a raíz del accidente, pero con la ligereza de un saltamontes, como el singular y grácil preludio de un paso de baile; e iba envuelta en tantas capas de ropa para combatir el frío que parecía un pequeño capullo de colores.

—Aullaba como un gato —continuó ella, desenrollándose una de sus numerosas bufandas estampadas mientras Popchik bailaba a sus pies con el extremo de la correa en la boca—. ¿Siempre hace ese ruido tan raro? La gente se partía de risa. Sí… —añadió deteniéndose para hablar con él, frotándole la cabeza con los nudillos—, necesitas un baño, ¿verdad? ¿Es un maltés?

Asentí con energía, llevándome una mano a la boca para intentar contener un bostezo.

—Me encantan los perros. —Casi no oía lo que ella decía, tan aturdido me sentía al notar sus ojos clavados en los míos—. Tengo un libro sobre perros y me he aprendido todas las razas que aparecen en él. Si tuviera que escoger un perro grande elegiría un terranova como Nana, el de Peter Pan, y si tuviera que elegir uno pequeño…, bueno, cambio de opinión a menudo. Me gustan todos los terriers pequeños, sobre todo el jack russell, son muy simpáticos y divertidos. Pero también conozco un basenji encantador. Y el otro día conocí un pekinés precioso. Pequeñísimo y muy inteligente. En China solo podría haberlo tenido la familia real. Es una raza muy antigua.

—Los malteses también lo son —grazné, satisfecho de tener un dato interesante que aportar—. Se remontan a la Grecia antigua.

—¿Por eso lo has escogido? ¿Porque es antiguo?

—Hummm… —Conteniendo una tos.

Ella le estaba diciendo algo al perro, no a mí, pero me sobrevino otro ataque de estornudos. Hobie cogió enseguida lo que tenía más a mano, una servilleta de la mesa, y me la pasó.

—Bueno, ya está bien. Ahora vuelve a la cama. No, no, quédatela —me dijo cuando intenté devolverle la servilleta. Luego, viendo el caos de mi plato, con el té derramado y la tostada empapada, añadió—: Ahora dime qué quieres que te lleve para desayunar.

Sorprendido entre dos estornudos, me encogí de hombros a la manera rusa que había aprendido de Boris: «cualquier cosa».

—Está bien, si no te importa te prepararé unas gachas de avena. Van bien para la garganta. ¿No tienes calcetines?

—Hummm…

Pippa estaba ocupada con el perro; el amarillo mostaza de su jersey y el rojo otoñal de su pelo se mezclaban y fundían con los colores vivos de la cocina: las manzanas rojas de rayas que brillaban en un cuenco amarillo, la profunda abolladura en la lata plateada de café donde Hobie guardaba los pinceles.

—¿Y pijama? —decía Hobie—. ¿No? Veré si encuentro uno de Welty. Y cuando te quites esa ropa la pondré a lavar. Vamos, vete. —Me dio una palmada tan repentina en el hombro que di un respingo.

—Yo…

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Y no te preocupes, te acompañaré a ver al abogado. Todo irá bien.

II

Tiritando atontado, me abrí paso por el oscuro pasillo y me deslicé bajo las mantas, que pesaban y estaban heladas. La habitación olía a humedad, y aunque había muchas cosas interesantes que mirar —un par de grifos de terracota, cuadros de bordados con cuentas victorianos, hasta una bola de cristal—, las paredes marrón oscuro, con su profunda y seca textura como la del cacao en polvo, me envolvieron en el eco de la voz de Hobie y también de la de Welty, un marrón amistoso que me saturó por completo y que hablaba con cálidos y anticuados tonos, hasta el punto de que en ese ir a la deriva en un morboso torrente de fiebre me sentí arropado y tranquilizado por sus presencias mientras que Pippa proyectaba un nimbo cambiante y coloreado, y yo pensaba de una forma confusa en hojas escarlata y chispas de chimenea elevándose en la oscuridad, y también en mi cuadro, qué aspecto tendría contra ese suelo oscuro e intenso que absorbía la luz. Plumas amarillas. Un destello rojo. Brillantes ojos negros.

Me desperté sobresaltado —estaba de nuevo en el autobús, agitando los brazos aterrado al ver cómo alguien sacaba el cuadro de mi mochila— y me encontré a Pippa, con el pelo más brillante que todo lo que había en la habitación, cogiendo en brazos al perro soñoliento.

—Perdona, pero necesita salir —dijo—. No estornudes sobre mí.

Me apoyé sobre los codos.

—Perdona, hola —dije como un idiota, tapándome la cara con un brazo; luego añadí—: Ya estoy mejor.

Ella recorrió con sus inquietos ojos castaño dorado la habitación.

—¿Estás aburrido? ¿Quieres que te traiga lápices de colores?

—¿Lápices de colores? —Estaba desconcertado—. ¿Para qué?

—Pues para dibujar…

—Bueno…

—No importa. Solo tienes que decir que no.

Salió con Popchik trotando detrás de ella, dejando un olor a chicle con sabor a canela, y hundí la cara en la almohada apesadumbrado por mi estupidez. Aunque prefería morir antes de decírselo a alguien, me preocupaba que el exceso de drogas me hubiera dañado el cerebro y el sistema nervioso, y quizá hasta el alma, de un modo irreparable y quizá no inmediatamente evidente.

Mientras estaba allí tumbado preocupándome, pitó mi móvil: ADVNA DND STY? PSCNA @ MGM GRAND!!!!!

Parpadeé.

BORIS?, tecleé en respuesta.

SI, SOY YO!

¿Qué estaba haciendo allí?

TAS OK?, tecleé.

SI XO ZZZ! HMOS STDO HCNDO ESAS BOLS8 :—)

Y luego, otro pitido.

* GNIAL * MARCHA, MARCHA. Y U? VIVIENDO BAJO U PUENTE?

NYC, tecleé. ENFERMO EN CAMA. XQ STAS EN MGMGR

AKI STMOS KT & AMBER CON UNOS TÍOS!!! ;— )

Luego, al cabo de un momento: CNOCES UN CCTEL LLMDO RUSO BLNCO? MY BNO DE SABOR XO EL NMBRE ES HRRBLE PA UN CCTEL

Alguien llamó a la puerta.

—¿Estás bien? —preguntó Hobie, asomando la cabeza—. ¿Puedo traerte algo?

Aparté el móvil.

—No, gracias.

—Bueno, avísame cuando tengas hambre. Hay mucha comida. Tuvimos invitados el día de Acción de Gracias y la nevera está tan llena que casi no se cierra la puerta…, ¿qué ha sido ese ruido? —Miró alrededor.

—Solo es mi móvil. —Boris había escrito: NO PDS CREERTE LOS ULTMS COLOCNS!!

—Bueno, te dejo con ello. Avísame si necesitas algo.

Una vez que se fue, me volví hacia la pared y tecleé: MGMGR CN KT BEARMAN?!

La respuesta llegó casi de inmediato: SI! TB AMBER & MIMI & JESICA & HNA DE KT JORDAN QUE STA EN LA *UNI* :—D

NO JDS!!!

T FUISTE EN MAL MOMENTO!!! :—D

Luego, antes de que yo pudiera responder: TNG Q DJRTE, AMBR NECESITA EL MÓVIL

LLMAME LGO, tecleé. Pero no hubo respuesta…, y pasaría mucho tiempo antes de que volviera a tener noticias de Boris.

III

Aquel día y los dos siguientes, dando vueltas en la cama con un viejo pijama de Welty sorprendentemente suave, fueron tan caóticos y perturbados a causa de la fiebre que me encontré muchas veces en la terminal de autobuses Port Authority huyendo de la gente, esquivando multitudes y colándome por túneles donde goteaba agua aceitosa sobre mí; o en Las Vegas, de nuevo en el autobús CAT, cruzando polígonos industriales azotados por el viento, con la arena golpeando las ventanas y sin dinero para pagar el billete. El tiempo se deslizaba por debajo de mí como si derrapara sobre hielo por la carretera, interrumpido por flashes de imágenes allá donde se encallaban mis ruedas y me veía arrojado al tiempo ordinario: Hobie trayéndome aspirinas y ginger ale con hielo; Popchik, recién bañado, esponjoso y blanco como la nieve, subiéndose de un salto a la cama y corriendo de un lado para otro encima de mis pies.

—Eh, hazme sitio —dijo Pippa, acercándose a la cama y clavándome un dedo en el costado para sentarse en ella.

Me senté y busqué a tientas las gafas. Había soñado con el cuadro —¿lo había sacado para mirarlo?—, y me sorprendí mirando ansioso alrededor para asegurarme de que lo había guardado antes de dormirme.

—¿Qué pasa?

Me obligué a mirarla de nuevo.

—Nada. —Me había metido varias veces debajo de la cama para tocar la funda de almohada, y no podía evitar preguntarme si en un descuido la había dejado asomando. No mires hacia abajo, me dije. Mira a Pippa.

—Toma, he hecho algo para ti —me decía ella—. Dame la mano.

—Vaya, gracias —respondí, mirando el origami verde con puntas que tenía en la palma.

—¿Sabes qué es?

—Uf. —¿Un ciervo? ¿Un cuervo? ¿Una gacela? Presa del pánico, levanté la vista hacia ella.

—¿Te rindes? ¡Una rana! ¿No lo ves? Vamos, ponla en la mesita de noche. Si la aprietas por aquí salta, ¿lo ves?

Mientras jugaba torpemente con la rana, fui consciente de que ella no apartaba los ojos de mí, unos ojos que poseían luz y furia, y un poder despreocupado, como los de un gatito.

—¿Puedo echar un vistazo? —Me había cogido el iPod y estaba ocupada cambiando de pantalla—. ¡Qué bonito! Magnetic Fields, Mazzy Star, Nico, Nirvana, Oscar Peterson. ¿No tienes música clásica?

—Bueno, hay algo —respondí avergonzado.

Con la excepción de Nirvana, todo lo que había mencionado ella era música de mi madre, incluso parte de Nirvana.

—Te grabaría algunos cedés pero dejé el ordenador en el colegio. Supongo que podría enviarte algo por correo electrónico. Últimamente he escuchado mucho Arvo Pärt, no me preguntes por qué, y tengo que ponerme los auriculares porque mis compañeros de clase se vuelven locos.

Aterrado de que me sorprendiera mirándola de nuevo pero incapaz de apartar los ojos de ella, la observé contemplar mi iPod con la cabeza inclinada: las orejas rosadas, una línea de tejido cicatrizado con relieve por debajo del pelo rojo fuego. De perfil, sus ojos tenían los párpados pesados, con una ternura que me recordó la de los ángeles y los pajes del libro de las obras maestras del Norte de Europa que había visto a menudo en la biblioteca.

—Eh… —Las palabras se me secaron en la boca.

—¿Sí?

—Hummm… —¿Por qué no era cómo antes? ¿Por qué no se me ocurría nada que decir?

—Oh… —Ella levantó la mirada y luego volvió a reírse demasiado fuerte para hablar.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué me miras de ese modo?

—¿De qué modo? —le pregunté alarmado.

—Así… —Yo no estaba muy seguro de cómo interpretar los ojos saltones con que ella me miraba. ¿Alguien que se ahoga? ¿Un mongoloide? ¿Un pez?—. No te enfades. Eres tan serio. Es solo que… —Bajó la vista de nuevo hacia el iPod y se rió de nuevo—. Oooh, Shostakovich, qué intenso.

¿Cuánto recordaba Pippa?, me pregunté con la cara ardiendo de la humillación pero incapaz de apartar los ojos de ella. No era la clase de cosa que podías preguntar, pero aun así quería saberlo. ¿Ella también tenía pesadillas, miedo a las multitudes, sudores y ataques de pánico? ¿Alguna vez tenía, como yo, la sensación de observarse a sí misma de lejos, como si la explosión le hubiera dividido el cuerpo y el alma en dos entidades separadas que permanecían a unos seis pies de distancia la una de la otra? La ráfaga de su risa poseía un atolondramiento imparable que yo conocía demasiado bien de mis noches desenfrenadas con Boris, un atisbo de vértigo e histeria que relacionaba (en mí al menos) con el hecho de haber estado a punto de morir. Había noches en el desierto en las que me desternillaba tanto de la risa, doblado en dos durante horas con dolor de estómago, que me habría arrojado feliz delante de un coche para detenerlo.

IV

El lunes por la mañana, aunque estaba lejos de encontrarme bien, desperté de la bruma de dolor y duermevela, y me arrastré con sumisión hasta la cocina, donde telefoneé a la oficina del señor Bracegirdle. Pero cuando pregunté por él, su secretaria (tras pedirme que esperara y volviendo demasiado rápido) me informó de que el señor Bracegirdle no se encontraba en la oficina en esos momentos y no, no tenía ningún número donde pudiera localizarlo; lo lamentaba pero no podía decirme cuándo volvería. ¿Había algo más que ella pudiera hacer?

—Bueno… —Le di el número de Hobie, y estaba lamentando no haber tenido más reflejos y haberle pedido una cita cuando sonó el teléfono.

—Llamando desde un número de Manhattan, ¿eh? —dijo la voz fuerte y alegre.

—Me marché —respondí estúpidamente; el frío que sentía en la cabeza me hacía hablar con voz gangosa y atontada—. Estoy en la ciudad.

—Sí, me lo he imaginado. —Su tono era afable pero distante—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Cuando le hablé de mi padre, se oyó una respiración profunda.

—Lo siento —dijo él con cautela—. ¿Cuándo fue eso?

—La semana pasada.

Escuchó sin interrumpirme; durante los cinco minutos que tardé en ponerle al día de las circunstancias, lo oí rechazar al menos dos llamadas más.

—Diantre —dijo, cuando terminé de hablar—. Es toda una historia, Theodore.

«Diantre»; en otro estado de ánimo habría sonreído. No era de extrañar que a mi madre le hubiera caído bien.

—Debió de ser terrible para ti. Siento mucho tu pérdida, por supuesto. Es muy triste. Aunque, con franqueza, y me resulta menos incómodo decírtelo ahora, cuando él apareció nadie supo qué hacer. Tu madre me había contado algunas cosas, desde luego…, hasta Samantha mostró preocupación…, bueno, ya sabes, era una situación difícil. Pero no creo que nadie esperara eso. Unos matones con bates de béisbol.

—Bueno… —No era mi intención que se quedara con el detalle de los matones con bates—. Solo lo tenía en las manos. No es que me pegara ni nada parecido.

Él se rió con una carcajada relajada que suavizó la tensión.

—Bueno, sesenta y cinco mil dólares parece una cantidad muy específica. También tengo que confesar que fui más allá de mis atribuciones como tu asesor cuando hablé contigo por teléfono, aunque dadas las circunstancias espero que me perdones. Pero me olí algo sospechoso.

—¿Cómo dice? —respondí después de un silencio angustioso.

—Me refiero a aquel día que hablamos por teléfono del dinero. En realidad puedes retirarlo, por lo menos por lo que se refiere al quinientos veintinueve. Con una gran penalización impositiva, pero es posible.

¿Posible? ¿Podría haberlo retirado? Ante mí apareció un futuro alternativo: el señor Silver satisfecho con su dinero, papá en albornoz consultando en su BlackBerry los resultados de los partidos, y yo en la clase de Spirsetskaya con Boris apoltronado al otro lado del pasillo.

—Debo decir que aunque el dinero del fondo se queda un poco corto —decía el señor Bracegirdle—, está a buen recaudo y no para de aumentar. No es que no se pueda arreglar para que recibas algo ahora, dadas tus circunstancias, pero tu madre estaba resuelta a no tocarlo pese a sus apuros económicos. Lo último que habría querido era que tu padre echara mano de él. Y, entre nosotros, creo que has hecho muy bien volviendo voluntariamente a la ciudad. Perdona —otra conversación amortiguada—, tengo una cita a las once y debo irme corriendo… Estás en casa de Samantha, ¿no?

La pregunta me dejó desconcertado.

—No, con unos amigos en el Village.

—Estupendo, siempre y cuando estés bien allí. En fin, ahora tengo que dejarte. ¿Qué te parece si seguimos esta conversación en mi oficina? Te paso con Patsy para que concertéis una cita.

—Perfecto, gracias. —Pero cuando colgué me sentía fatal, como si alguien me hubiera metido una mano en el pecho y arrancado una sustancia húmeda y viscosa alrededor del corazón.

—¿Va todo bien? —me preguntó Hobie, que cruzaba la cocina, deteniéndose bruscamente al verme la cara.

—Sí.

Pero había mucha distancia hasta mi habitación, y en cuanto cerré la puerta y me tumbé en la cama, me eché a llorar, o casi, unos resuellos secos y desagradables con la cara apretada contra la almohada, mientras Popchik me tocaba la espalda con la pata y me resoplaba ansioso en la nuca.

V

Me encontraba mejor, pero esa noticia hizo que recayera. A medida que el día transcurría y volvía a subirme la fiebre de un modo oscilante, no pude pensar en nadie más que en papá. Tengo que llamarlo, me decía mientras dormitaba, incorporándome una y otra vez en la cama justo cuando cogía el sueño, y era como si su muerte no fuera real sino solo un ensayo, una prueba; la muerte auténtica (la permanente) aún no había sucedido y yo estaba a tiempo de impedirla si lo encontraba, si él contestaba al móvil, si Xandra hablaba con él desde el trabajo. «Tengo que localizarlo, tengo que decírselo». Más tarde, al final del día, cuando ya había oscurecido, me sumergí en un duermevela perturbado en el que mi padre me insultaba por estropearle unas reservas de avión; entonces advertí luces en el pasillo y una pequeña sombra iluminada por detrás: Pippa entrando de pronto en la habitación con paso tambaleante, casi como si alguien la hubiera empujado, mirando hacia atrás dudosa y diciendo:

—¿Lo despierto?

—Espera —le dije a ella y al mismo tiempo a mi padre, que desaparecía rápidamente en la oscuridad en medio de una violenta multitud en un estadio situado al otro lado de una puerta alta y abovedada. Al ponerme las gafas, vi que ella llevaba el abrigo como si fuera a salir—. Lo siento. —Me tapé los ojos con el brazo, confuso ante el resplandor de la lámpara.

—No, soy yo la que lo siente. Es que quería… —Se apartó un mechón de la cara—. Me voy y quería despedirme.

—¿Despedirte?

Juntó sus pálidas cejas y se volvió hacia Hobie (que había desaparecido del umbral) y de nuevo hacia mí.

—Sí, bueno… —Su tono era un poco asustado—. Regreso esta noche. De todos modos, me alegro de haberte visto. Espero que todo te vaya bien.

—¿Esta noche?

—Sí, voy a coger un avión. Estoy en un internado —dijo cuando seguí mirándola con ojos como platos—. He venido para el día de Acción de Gracias. Tenía que verme el médico, ¿recuerdas?

—Ah, sí. —La miraba con mucha intensidad, esperando seguir dormido. Lo del internado me sonaba vagamente, pero pensé que era algo que había soñado.

Ella también parecía inquieta.

—Es una pena que no llegaras a tiempo, porque fue divertido. Hobie cocinó… e invitamos a mucha gente. De todos modos ha sido una suerte que yo pudiera venir… Necesito la autorización del doctor Camenzind. En mi colegio no nos dejan marcharnos para el día de Acción de Gracias.

—¿Qué hacen entonces?

—No lo celebran. Bueno, quizá hacen pavo o algo así para los que lo celebran en sus casas.

—¿Qué colegio es?

Cuando me dio el nombre con una mueca burlona me quedé sorprendido. El Mont-Haefeli era un instituto suizo que, según Andy, no estaba muy reconocido, y al que solo iban las niñas más tontas y desequilibradas.

—¿El Mont-Haefeli? ¿De verdad? Creía que era más bien un… —La palabra «psiquiátrico» no era la adecuada—. Vaya.

—Bueno, la tía Margaret dice que me acostumbraré. —Jugaba con su rana de origami intentando hacerla saltar en la mesilla de noche, pero esta se inclinaba y caía de lado—. Y las vistas son como las de la caja de lápices Caran d’Ache. Picos nevados y prados con flores. Por lo demás, es como una de esas aburridas películas de terror europeas en las que no pasa gran cosa.

—Pero… —Tenía la sensación de estar perdiéndome algo, o quizá estaba todavía dormido. La única persona que conocía que iba al Mont-Haefeli era la hermana de James Villiers, Dorit Villiers, y la habían mandado allí después de haberle clavado un cuchillo en la mano a su novio.

—Sí, es un lugar extraño —dijo, paseando una mirada aburrida por la habitación—. Un colegio para lunáticos. Pero no podía entrar en muchos colegios con la lesión en la cabeza. —Y, encogiéndose de hombros, añadió—: Hay una clínica anexa, con médicos de guardia. Es más serio de lo que crees. Quiero decir que tengo problemas desde que me golpeé la cabeza, aunque no es que esté loca o sea una ladrona de tiendas.

—Ya, pero… —Intentaba apartar de mi mente lo de «película de terror»—. ¿Suiza? Eso suena muy bien.

—Si tú lo dices.

—Conozco a una chica llamada Lallie Foulkes que fue a Le Rosey y que desayunaba una taza de chocolate todas las mañanas.

—Bueno, a nosotras no nos dan ni mermelada con las tostadas. —Se le veía la mano pecosa y pálida sobre el negro del abrigo—. Solo se la dan a las chicas con trastornos alimentarios. Si quieres echarte azúcar en el té tienes que robar los azucarillos del puesto de enfermería.

—Hummm… —Iba de mal en peor—. ¿Conoces a una chica llamada Dorit Villiers?

—No. Estuvo allí pero la mandaron a otra parte. Creo que intentó arañar a alguien en la cara. Tuvieron que encerrarla un tiempo.

—¿Qué?

—¿No es así como lo llaman? —continuó ella, frotándose la nariz—. Es un edificio con aspecto de granja que se conoce como La Grange, ya sabes, todo ordeñadores e imitación de rústico. Es más agradable que las residencias. Pero hay alarmas en las puertas y tienen guardias y demás.

—Bueno… —Pensé en Dorit Villers, en su pelo dorado y rizado, y en sus ojos azules inexpresivos como los del ángel de un árbol de Navidad; no sabía qué decir.

—Allí es donde llevan a las chicas realmente locas, a La Grange. Yo estoy en Bessonet con un grupo de niñas de habla francesa. Se supone que así perfecciono mi francés, aunque eso solo significa que nadie habla conmigo.

—¡Deberías decirle a tu tía que no te gusta!

Pippa hizo una mueca.

—Ya lo hago. Pero entonces ella me dice el dinero que cuesta. O que hiero sus sentimientos. En fin —dijo mirando inquieta por encima del hombro con el tono del que tiene que irse.

—Eh —dije por fin tras un silencio atontado.

De día y de noche, mi delirio se coloreaba por la conciencia de que ella estaba en la casa; al oír su voz o sus pasos en el pasillo me invadían periódicas ráfagas de energía y felicidad; construiríamos una tienda de campaña con mantas o ella me esperaría en la pista de patinaje, y me inundaba una oleada de emoción al pensar en todas las actividades que haríamos juntos cuando me pusiera bien; de hecho, tenía la impresión de que ya habíamos hecho cosas, como ensartar collares con caramelos de colores mientras oíamos Belle & Sebastian por la radio, y vagar por la sala de juegos de un casino inexistente en Washington Square.

Me fijé en que Hobie esperaba discretamente en el pasillo.

—Lo siento —dijo de pronto, mirando el reloj—. Siento tener que meteros prisa…

—Sí, claro —respondió ella. Y volviéndose hacia mí—: Adiós. Espero que te mejores.

—¡Espera!

—¿Qué? —dijo ella, volviéndose a medias.

—Volverás para navidades, ¿no?

—No, las pasaré en casa de la tía Margaret.

—¿Cuándo volverás entonces?

—Bueno… —Ella se encogió de un hombro—. No lo sé. Quizá en Semana Santa.

—Pips —dijo Hobie, aunque en realidad hablaba conmigo.

—Ya voy —respondió ella, apartándose el pelo de los ojos.

Esperé hasta que oí cerrarse la puerta de la calle, luego me levanté de la cama y corrí la cortina. A través del cristal polvoriento los vi bajar los escalones delanteros, Pippa con su bufanda rosa y su gorro corriendo al lado de la figura corpulenta y trajeada de Hobie.

Después de que desaparecieran por la esquina me quedé un rato junto a la ventana mirando la calle vacía. Luego, sintiéndome aturdido y abandonado, me arrastré hasta el cuarto de Pippa, donde no pude resistirme al impulso de abrir unos dedos la puerta.

Era la misma que dos años atrás, pero más vacía. Los pósters del Mago de Oz y «Salvemos el Tíbet» seguían allí. No había ninguna silla de ruedas. Sobre el alféizar de la ventana vi un montón de guijarros de pizarra blanca. Pero olía a ella, el ambiente todavía estaba impregnado del calor de su presencia, y al aspirar noté cómo se dibujaba en mis labios una gran sonrisa de felicidad solo de estar allí con sus cuentos, sus frascos de perfume, su brillante bandeja de pasadores y su colección de tarjetas de San Valentín: blondas de papel, cupidos y aguileñas, pretendientes eduardianos con un ramo de rosas apretado contra el corazón. Moviéndome silenciosamente de puntillas aunque iba descalzo, me acerqué a las fotografías con marco plateado de la cómoda: Welty y Cosmo, Welty y Pippa, Pippa y su madre (el mismo pelo, los mismos ojos) con un Hobie más joven y más delgado…

En el interior de la habitación se oía un débil rumor. Me volví con aire culpable; ¿había alguien? No, solo era Popchik, blanco como el algodón después de que Pippa lo bañara, hecho un ovillo entre las almohadas de la cama deshecha y roncando con un sonido medio ronroneante y feliz. Y aunque había algo patético en consolarse en los objetos que ella había dejado atrás como un cachorro acurrucado en un abrigo viejo, me deslicé entre las sábanas al lado de Popchik, sonriendo bobamente por el olor que desprendía el edredón y su suave tacto en mi mejilla.

VI

—Bueno, bueno —dijo el señor Bracegirdle, estrechándonos la mano a Hobie y a mí—. Debo decir que has crecido y te pareces mucho a tu madre, Theodore. Ojalá ella pudiera verte ahora.

Intenté mirarlo a los ojos y no parecer avergonzado. Aunque yo tenía el pelo liso de mi madre, y el mismo contraste que ella entre el color del pelo y de la tez, lo cierto era que había salido mucho más a mi padre; el parecido era, de hecho, tan acusado que no había pasado inadvertido a ningún transeúnte o camarera de cafetería charlatán; no es que me hubiera alegrado alguna vez de parecerme a un padre que no soportaba, pero ver en el espejo una versión más joven de su cara hosca y ebria resultaba particularmente inquietante ahora que estaba muerto.

Hobie y el señor Bracegirdle charlaban muy bajito; el señor Bracegirdle le contaba a Hobie cómo había conocido a mi madre, lo que llevó a este a exclamar:

—¡Sí! Lo recuerdo… ¡Cayó un pie de nieve en menos de una hora! Cielos, cuando salí de la subasta todo estaba paralizado. Me encontraba en las viejas galerías Parke-Bernet del norte…

—¿Las que hay en Madison, delante del Carlyle?

—Sí…, muy lejos de casa.

—Dice Theo que tiene usted un negocio de antigüedades en el Village.

Escuché educadamente su conversación: amigos en común, dueños de galerías y coleccionistas de arte, los Raker, los Rehnberg, los Fawcett, los Vogel, los Mildeberger y los Depew; y los lugares más emblemáticos de Nueva York que habían desaparecido, el cierre de Lutèce, La Caravelle, el Café des Artistes, «qué habría dicho tu madre, Theodore, a ella le encantaba el Café des Artistes». (Me pregunté cómo lo sabía él). Si bien no había creído en absoluto todo lo que mi padre, en sus arrebatos de malevolencia, insinuaba sobre mi madre, daba la impresión de que el señor Bracegirdle conocía a mi madre mucho mejor de lo que yo creía. Incluso los libros de temas no jurídicos que había en su estantería parecían apuntar a intereses en común. Libros de arte: Agnes Martin, Edwin Dickinson. También poesía, primeras ediciones: Ted Berrigan. Frank O’Hara, Meditaciones en una emergencia. Recordaba el día que ella había llegado a casa acalorada y feliz con esa misma edición de Frank O’Hara, que supuse que había encontrado en el Strand, ya que no teníamos dinero para comprar algo así. Pero al pensar ahora en ello caí en la cuenta de que ella no me dijo de dónde lo había sacado.

—Bien, Theodore —dijo el señor Bracegirdle, trayéndome de vuelta al presente.

Pese a su avanzada edad tenía el aspecto tranquilo y bronceado de alguien que pasa gran parte de su tiempo libre en pistas de tenis; las oscuras bolsas bajo los ojos hacían pensar en un simpático oso panda.

—Eres lo bastante mayor para que un juez tenga en cuenta tu opinión sobre este asunto —decía. Y, volviéndose hacia Hobie, añadió—: Sobre todo dado que nadie impugnaría su tutela. Podríamos buscar un tutor temporal para un futuro próximo, pero no creo que sea necesario. Es evidente que este arreglo es lo más conveniente para el menor, siempre que usted esté de acuerdo.

—Más aún, estoy encantado si él también lo está.

—¿Entonces está totalmente decidido a erigirse en tutor de Theodore de manera informal por el momento?

—Informal o de etiqueta, lo que haga falta.

—También hay que tener en cuenta su escolaridad. Si no recuerdo mal, hablamos de un internado. —Y al ver mi expresión de alerta, añadió—: Pero ya son demasiadas cosas en las que pensar. Mandarte lejos ahora que acabas de llegar y que empiezan las vacaciones… No es necesario que tomemos una decisión enseguida. —Miró a Hobie—. Creo que no hay problema en que se salte el resto del trimestre, ya lo arreglaremos más adelante. Ya sabes que puedes acudir a mí en cualquier momento del día y de la noche. —Escribía un número en una tarjeta de visita—. Aquí tienes el número de casa y el del móvil…, uy, qué tos más fea —levantando la vista—, ¿te la estás tratando? Y este es el número de Bridgehampton. No dejes de llamarme por cualquier motivo si necesitas algo.

Tragué con gran esfuerzo para contener la tos.

—Gracias…

—Esto es lo que quieres, ¿verdad? —Me miraba con tal intensidad que tuve la sensación de estar en el banco de los testigos—. ¿Quedarte en casa del señor Hobart las próximas semanas?

No me gustó cómo sonó «las próximas semanas».

—Sí —dije hacia mi puño—, pero…

Él juntó las manos y, reclinándose en la silla, me miró.

—Porque a la larga es casi seguro que un internado sea lo mejor para ti, pero, dadas las circunstancias, creo sinceramente que podría llamar a mi amigo Sam Ungerer de Buckfield School y llevarte allí ahora mismo. Podría arreglarse. Es un colegio excelente, y podríamos organizarlo para que vivieras en la casa del director o de algún profesor en lugar de en la residencia, con el fin de que tengas un ambiente más familiar, si eso es lo que quieres.

Él y Hobie me miraban de forma alentadora mientras yo reflexionaba. Me quedé mirando mis zapatos, sin querer parecer desagradecido pero deseando que esa clase de sugerencia se desvaneciera.

—Bien. —El señor Bracegirdle y Hobie se miraron; ¿era cosa de mi imaginación o en la expresión de Hobie había un indicio de resignación o decepción?—. Siempre y cuando sea esto lo que quieres y el señor Hobart lo apruebe, no veo nada malo en este acuerdo provisional. Pero te animo a que pienses dónde quieres estudiar, Theodore, para que podamos ponernos a ello y solucionarlo para el próximo trimestre o incluso para un curso de verano, si quieres.

VII

«Tutela temporal». Durante las semanas que siguieron hice lo posible por hincar los codos y no pensar demasiado en lo que podía significar ese «temporal». Había solicitado una plaza en un programa preuniversitario de la ciudad; mi razonamiento era que eso evitaría que me mandaran lejos si las cosas en casa de Hobie no funcionaban. Me pasaba todo el día en mi habitación, encorvado sobre cuadernos bajo una lámpara de pocos vatios y con Popchik roncando sobre la moqueta a mis pies, para preparar las pruebas de ingreso; memorizaba fechas, teoremas, vocabulario en latín y tantos verbos irregulares en español que hasta en sueños bajaba la vista hacia las hileras de largas mesas y perdía la esperanza de mantenerlas rectas.

Al ponerme un listón tan alto era como si pretendiera infligirme un castigo, o quizá incluso reconciliarme con mi madre. Había perdido la costumbre de hacer deberes, ya que no podía decirse que hubiera estudiado en serio en Las Vegas; la cantidad de datos que tenía que memorizar de golpe me parecía una tortura, con la luz en la cara, sin saber la respuesta adecuada, pensando en la catástrofe que sería suspender. Me frotaba los ojos intentando mantenerme despierto con duchas frías y café helado, y me estimulaba recordando que estaba haciendo lo que debía, aunque las interminables horas de estudio parecían obedecer más a un instinto de autodestrucción que cualquier esnifada de pegamento del pasado; y en algún momento de amodorramiento, el mismo estudio se convertía en una especie de droga que me dejaba tan agotado que apenas podía apreciar el entorno.

Sin embargo, agradecía el estudio porque me dejaba la mente demasiado exhausta para pensar. La vergüenza que me atormentaba era tanto más corrosiva en cuanto no tenía un origen claro: no sabía por qué me sentía tan mancillado, tan inútil y equivocado; solo que me sentía así, y cuando levantaba la vista de mis libros me veía arrastrado por aguas viscosas que llegaban de todas direcciones.

Parte de ello estaba relacionado con el cuadro. Sabía que no saldría nada bueno de guardarlo, pero también que lo había guardado durante demasiado tiempo para hablar ahora. Era una imprudencia confiarme al señor Bracegirdle. Mi situación era demasiado precaria; él estaba deseando enviarme a un internado. Y cuando me planteaba confesárselo a Hobie, como hacía a menudo, me imaginaba en varias situaciones teóricas, todas igual de improbables.

Le daba el cuadro a Hobie, y él decía: «No pasa nada» y de algún modo (tenía problemas con esta parte, la logística) se ocupaba de ello, telefoneaba a un conocido o se le ocurría una gran idea sobre qué hacer y no le daba importancia, o se ponía furioso pero todo se solucionaba.

O bien le daba el cuadro a Hobie y él llamaba a la policía.

O le daba el cuadro a Hobie, y él lo cogía y decía: «¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Un cuadro? No sé de qué estás hablando».

O le daba el cuadro a Hobie, y él asentía y me miraba comprensivo, y me decía que había hecho lo que debía, pero en cuanto yo salía de la habitación, telefoneaba a su abogado y me mandaban a un internado o un reformatorio (que, con cuadro o no, era donde terminaban casi todas las probables situaciones).

Sin embargo, casi todo mi desasosiego tenía que ver con mi padre. Yo sabía que su muerte no había sido culpa mía, pero a un nivel profundo, irracional y totalmente inamovible también sabía que lo era. Teniendo en cuenta la frialdad con que yo lo había dejado en su desesperación final, el hecho de que él hubiera mentido resultaba irrelevante. Quizá mi padre sabía que saldar su deuda estaba en mi mano, algo que me obsesionaba desde que el señor Bracegirdle me lo había soltado tan a la ligera. En las sombras que había más allá de la lámpara de mi escritorio, los grifos de terracota de Hobie me miraban con ojos grandes y brillantes. ¿Pensó mi padre que yo le había dejado en la estacada a propósito, que deseaba que se muriera? Por las noches soñaba con él golpeado y perseguido en el aparcamiento del casino, y en más de una ocasión me despertaba con un sobresalto y lo veía sentado en una silla al pie de mi cama, observándome en silencio, con la brasa del cigarrillo brillando en la oscuridad. «Pero me dijeron que habías muerto», decía yo en voz alta antes de darme cuenta de que no estaba allí.

Sin Pippa en la casa reinaba el silencio más absoluto. Las formales habitaciones cerradas olían a humedad, como a hojas muertas. Yo deambulaba entre sus cosas, preguntándome dónde estaba y qué hacía, e intentaba sentirme unido a ella por medio de hilos tan endebles como un cabello rojo en el desagüe de la bañera o un calcetín enrollado debajo del sofá. Sin embargo, por mucho que echara de menos el nervioso hormigueo que me producía su presencia, la casa me sosegaba, me infundía una sensación de seguridad y resguardo: viejos retratos, pasillos mal iluminados, relojes ruidosos. Era como si me hubiera enrolado de grumete en el Marie Céleste. Moviéndome a través de los silencios estancados, y de los charcos de sombra y sol intenso, los viejos suelos crujían bajo mis pies como la cubierta de un barco mientras la oleada del tráfico de la Sexta Avenida rompía audiblemente en mis oídos. En el piso superior, mareado de desconcierto ante las ecuaciones diferenciales, la ley de enfriamiento de Newton y las variables independientes —«hemos partido de la premisa de que tau es una constante para eliminar su derivado»—, percibía la presencia de Hobie en el piso inferior como un ancla, un peso amistoso: me reconfortaba el golpeteo de su mazo que llegaba del taller y saber que estaba allá abajo silenciosamente ocupado con las herramientas, las colas y las maderas de colores.

Cuando vivía con los Barbour la falta de dinero para mis gastos personales era una preocupación constante; siempre tenía que acudir a la señora Barbour con el fin de que me diera dinero para pagarme el almuerzo, la cuota de los laboratorios del colegio u otros gastos, lo que me infundía un terror y una ansiedad desproporcionados con las sumas que ella me desembolsaba con despreocupación. Pero la asignación que recibía del señor Bracegirdle para vivir hizo que me incomodara mucho menos haber impuesto mi presencia en casa de Hobie sin anunciarme. Podía pagar las facturas del veterinario de Popchik, una pequeña fortuna, ya que tenía mal la dentadura y un ligero episodio de filariosis; que yo supiera, en todo el tiempo que estuve en Las Vegas Xandra nunca le había dado ninguna medicación ni lo había llevado a que lo vacunaran. También pude pagar las facturas de mi dentista, que eran considerables (diez horas infernales en la silla para seis empastes) y comprarme un ordenador portátil y un iPhone así como los zapatos y la ropa de invierno que necesitaba. Y, aunque Hobie no aceptaba dinero por la comida, yo salía igualmente y compraba comestibles y otros productos que pagaba de mi bolsillo: leche, azúcar y detergente en polvo de Grand Union, pero sobre todo alimentos frescos del mercado de Union Square, como champiñones, manzanas winesap y pan con pasas, pequeños lujos que a él parecían gustarle, a diferencia de los grandes envases de Tide que miraba con tristeza y llevaba a la despensa sin decir una palabra.

Era muy distinto del ambiente bullicioso, sofisticado y demasiado formal que se respiraba en casa de los Barbour, donde todo era ensayado y programado como una producción de Broadway, una perfección asfixiante de la que Andy se escabullía a menudo refugiándose en su dormitorio como un calamar asustado. En cambio, Hobie vivía flotando como un gran mamífero marino en su apacible hábitat, del marrón oscuro de las manchas de té y el tabaco, donde cada reloj marcaba una hora distinta y el tiempo no se ajustaba a la medida estándar sino que serpenteaba con su propio tictac reposado, obediente al ritmo de ese remanso abarrotado de antigüedades, lejos de la versión del mundo construida en la fábrica y encolada con epoxi. Aunque Hobie disfrutaba yendo al cine, no tenía televisión; leía viejas novelas con el papel de las guardas marmoleado; no tenía móvil, y su ordenador, un IBM prehistórico, era del tamaño de una maleta e inservible. En medio de ese silencio sin mácula se sumergía en su trabajo, ablandando maderas barnizadas al vapor o roscando las patas de una mesa manualmente con un escoplo, y su feliz ensimismamiento se elevaba flotando desde el taller y se difundía por toda la casa con el calor de una estufa de leña en invierno. Era un hombre distraído y amable; descuidado, atolondrado, autocrítico y cortés; perdía las gafas, nunca sabía dónde había dejado la cartera, las llaves o los resguardos de la tintorería, y siempre me pedía que bajara para que me pusiera con él a cuatro patas y lo ayudara a buscar algún aplique o pieza de ferretería minúscula que se le había caído al suelo. De vez en cuando abría la tienda, siempre con cita previa durante un par de horas, pero, que yo supiera, era poco más que una excusa para sacar la botella de jerez y ver a amigos y conocidos; y si enseñaba un mueble, abriendo y cerrando cajones ante las exclamaciones de los presentes, parecía hacerlo con el mismo espíritu con que Andy y yo arrastramos en una ocasión nuestros juguetes hasta el colegio para exhibirlos y hablar de ellos en clase.

Si alguna vez vendió un objeto, yo no lo vi hacerlo. Su territorio era el taller, o más bien el «hospital», donde se amontonaban las sillas y las mesas deterioradas a la espera de sus cuidados. Como un jardinero ocupado con especímenes de invernadero, arrancando el pulgón de las hojas de cada planta, él se volcaba en la textura y el veteado de cada pieza, en los cajones ocultos, las marcas y los prodigios. Aunque poseía unas pocas herramientas de ebanistería modernas —una fresadora, un taladro sin cable y una sierra circular—, casi nunca las utilizaba. («Si requieren tapones para los oídos, no me atraen mucho»). Acudía al taller muy temprano, y si tenía un proyecto entre manos, a veces se quedaba allí hasta después del anochecer; no obstante, en general subía en cuanto empezaba a irse la luz y, antes de lavarse para cenar, se servía un dedo de whisky solo en un vaso pequeño; cansado, afable, con las manos manchadas de hollín, y un aire algo tosco y soldadesco en su ropa de faena.

¿Ya te ha llvdo a cenar fuera?, me escribió Pippa en un mensaje de texto.

Sí 3 o 4x

Solo le gusta ir a 2 o 3 rstnts vacíos dnde nadie va

Es verdad, el local al que me llevó la semana pasada era como la tumba de Tutankamón

¡Solo va a locales donde compadece a los dueños! porque tiene miedo de que los cierren y sentirse culpable

Prefiero que cocine

Pdele que t haga pan de jengibre, cuánto me gustaría comerlo ahora

La cena siempre era la hora del día que yo esperaba con más ilusión. En Las Vegas, sobre todo después de que Boris empezara a salir con Kotku, nunca me había acostumbrado a la tristeza de andar rebuscando algo de comer por la noche, y de acabar sentado en un lado de la cama con una bolsa de patatas fritas o restos de arroz seco de la comida para llevar que traía mi padre. En feliz contraste, todo el día de Hobie giraba en torno a la comida. «¿Dónde comeremos? ¿Quién va a venir? ¿Qué preparo? ¿Te gusta el pot-au-feu? ¿No? ¿Nunca lo has probado? ¿Hago el arroz con limón o con azafrán? ¿Prefieres las conservas de higos o las de albaricoques? ¿Quieres acompañarme al Jefferson Market?». A veces teníamos invitados los domingos, y entre los profesores de la New School y de Columbia, las señoras de la orquesta de la ópera y de las sociedades para la preservación de algo, y varios viejos amigos que vivían en la misma calle, también había muchos comerciantes y coleccionistas de todo tipo, desde viejas damas chifladas con guantes sin dedos que vendían joyas georgianas en el mercadillo hasta personas adineradas que no habrían desentonado en la casa de los Barbour. (Según averigüé, Welty había ayudado a muchas de esas personas a reunir sus colecciones, aconsejándoles qué comprar). La mayoría de los temas de conversación me dejaban totalmente confundido (¿Saint-Simon? ¿El Festival de Ópera de Munich? ¿Coomaraswamy? ¿La villa de Pau?). Pero aunque las habitaciones eran formales y la compañía «elegante», eran almuerzos en los que los invitados se servían ellos mismos o comían con el plato apoyado en el regazo, a diferencia de las fiestas servidas con rigidez que tintineaban con frialdad en casa de los Barbour.

De hecho, por muy agradables e interesantes que fueran los invitados de Hobie, siempre me preocupaba que apareciera algún conocido de los Barbour en esas comidas. Me sentía culpable por no haber llamado a Andy; sin embargo, después del encuentro en la calle con su padre, me daba aún más vergüenza que se enterara de que había acabado de nuevo en la ciudad sin ningún lugar donde vivir.

Y, aunque no tenía importancia, seguía preocupándome el modo en que me había presentado en casa de Hobie. Él nunca contaba delante de mí cómo había aparecido en su puerta, sobre todo porque notaba que me incomodaba, pero aun así se lo había explicado a la gente; y no era de extrañar, pues era una historia demasiado buena para no contarla.

—Fue tan oportuno que conocieras a Welty —dijo una gran amiga de Hobie, la señora DeFrees, una marchante de acuarelas del siglo XIX que pese a su ropa rígida y sus perfumes fuertes era dada a los abrazos y los achuchones, y tenía la costumbre común entre las señoras de edad avanzada de asirte el brazo o darte unas palmaditas en la mano mientras hablaba—. Porque, verás, querido, a Welty le encantaba estar al aire libre. Le gustaba la gente e ir al mercado. Ya sabes, el ir y venir. Los regateos, las mercancías, la conversación, el intercambio. Esa era la pequeña parte que conservaba de El Cairo de su niñez, y yo siempre le decía que habría sido feliz paseándose con babuchas por el zoco y mostrando alfombras. Tenía el talento del anticuario, ¿sabes? Adivinaba lo que le iba a cada cliente. Cada vez que entraba alguien en la tienda sin la intención de comprar nada, quizá para guarecerse de la lluvia, él le ofrecía un té y acababa enviando una mesa de comedor a Des Moines. Y cuando entraba un estudiante impulsado por la admiración, él le sacaba un pequeño grabado barato. Todos quedaban satisfechos. Welty sabía que no todo el mundo tenía posibilidad de comprar una gran pieza, y que era cuestión de emparejarlas, de buscarles el hogar adecuado.

—Además, la gente confiaba en él —dijo Hobie acercándose con una copita de jerez para la señora DeFrees y un vaso de whisky para él—. Siempre decía que su impedimento físico le había convertido en un buen vendedor y creo que algo de razón tenía. «El tullido amable». Sin ningún interés personal. Siempre observando desde fuera.

—Pero Welty nunca fue un espectador —replicó la señora DeFrees, aceptando la copa y dando unas palmaditas afectuosas a Hobie en la manga con su pequeña mano de piel fina como el papel y con relucientes diamantes en forma de rosa—. Siempre le gustó estar donde había acción, que Dios lo bendiga, con esas grandes carcajadas y sin quejarse nunca de nada. De todos modos, querido —añadió, volviéndose hacia mí—, no te quepa la menor duda al respecto: Welty sabía exactamente lo que hacía al darte ese anillo. Porque al dártelo a ti te llevó derecho a Hobie, ¿comprendes?

—Sí —respondí, y tuve que levantarme e ir a la cocina por lo mucho que me afectaron esas palabras. Porque, en efecto, Welty no solo me había dado el anillo.

VIII

Por la noche, en la vieja habitación de Welty que ahora era la mía, con sus viejas gafas de lectura y sus estilográficas todavía en los cajones del escritorio, me quedaba despierto hasta tarde escuchando los ruidos de la calle y preocupándome. En Las Vegas se me había pasado por la cabeza que si mi padre o Xandra descubrían el cuadro, quizá no sabrían qué era, o al menos no enseguida. Pero Hobie sí lo reconocería. Una y otra vez me imaginaba situaciones en las que yo llegaba a casa y me encontraba a Hobie esperándome con el cuadro en las manos —«¿qué es esto?»—, porque no había ardid, ni excusa ni estrategia con que enfrentarse a una catástrofe así; y cuando me arrodillaba y alargaba las manos debajo de la cama para tocar la funda de almohada (a intervalos irregulares y a ciegas, para asegurarme de que seguía allí), solo era un rápido amago, como si sacara un plato demasiado caliente del microondas.

Un incendio. La visita de un exterminador. INTERPOL en grandes letras rojas en la base de datos de obras de arte desaparecidas. Si alguien se molestaba en atar cabos, el anillo de Welty era la prueba de que yo había estado en la sala donde se hallaba el cuadro. La puerta de mi habitación, tan vieja y desvencijada, no encajaba bien en el marco y había que fijarla con un tope de hierro. ¿Qué pasaría si, llevado por un inesperado impulso, a Hobie se le metía en la cabeza subir a limpiar? Lo cierto es que no era muy propio del Hobie distraído y no particularmente pulcro que yo conocía. No le importa q seas desordenado solo entra en mi cuarto para cambiar sábanas & polvo, me había escrito Pippa, lo que me llevó a quitar las sábanas de inmediato y a limpiar el polvo durante cuarenta y cinco frenéticos minutos de todas las superficies de la habitación con una camiseta limpia: los grifos, la bola de cristal, la cabecera de la cama. Quitar el polvo pronto se convirtió en un hábito lo bastante obsesivo para mí para que saliera a comprar mis propias bayetas, aunque Hobie tenía la casa llena; no quería que él me viera limpiar el polvo, solo esperaba que la palabra «polvo» no se le ocurriera si asomaba la cabeza por la puerta de mi habitación.

Por ello, porque solo me sentía tranquilo si salía de la casa en compañía de Hobie, me pasaba casi todos los días en mi habitación, sentado ante el escritorio, apenas tomándome un descanso para comer. Y cuando él salía, lo seguía a galerías, ventas de patrimonios, salones de exposición y subastas en las que me quedaba con él de pie al fondo («no, no», decía, cuando yo le señalaba las sillas vacías de delante, «queremos estar donde se vean las paletas de puja»; al principio resultaba tan emocionante como en las películas, pero al cabo de unas horas era igual de tedioso que cualquier página del libro de Cálculo: conceptos y conexiones).

No obstante, por más que me esforzaba (con cierto éxito) en no parecer preocupado, siguiéndolo con indiferencia por Manhattan como si no me importara ir en una dirección o en otra, en realidad me pegaba a él con la misma ansiedad que Popchik, que, desesperado, nos seguía únicamente a Boris y a mí en Las Vegas. Lo acompañaba a comidas pretenciosas, a tasaciones, al sastre. Lo acompañaba a conferencias de escasa concurrencia sobre enigmáticos ebanistas de Filadelfia en la década de 1770. Lo acompañaba a la ópera, aunque los programas eran tan aburridos y se alargaban tanto que temía quedarme frito y caer al pasillo. Iba con él a comer con los Amstisse (en Park Avenue, incómodamente cerca de la casa de los Barbour), los Vogel, los Krasnow, los Mildeberger, donde la conversación era: a) tan aburrida o b) tan elevada que nunca lograba decir algo más que un «hum». («Pobrecillo, debemos de ser muy poco interesantes para ti», decía la señora Mildeberger alegremente, sin parecer darse cuenta de lo cierto que era). Otros amigos, como el señor Abernathy —de la edad de mi padre, con un misterioso escándalo o desgracia en su haber—, eran tan volubles y locuaces, y se mostraban tan desdeñosos conmigo («¿Y de dónde dices que has sacado a este chico, James?») que me quedaba mudo entre los objetos antiguos chinos y los jarrones griegos, queriendo decir algo inteligente y temiendo al mismo tiempo hacerme notar, con la lengua trabada y confundido por completo. Al menos un par de veces a la semana visitábamos a la señora DeFree en su casa adosada atestada de antigüedades de la calle Sesenta y tres Este (análoga a la de Hobie pero en las afueras), donde yo me sentaba en el borde de una silla esbelta e intentaba no hacer caso de los aterradores gatos de Bengala que me clavaban las garras en las rodillas. («Es una criatura muy perspicaz, ¿verdad?», oí que decía en voz no muy baja a Hobie refiriéndose a mí mientras curioseaban unas acuarelas de Edward Lear en el otro extremo de la habitación). A veces ella nos acompañaba a las exposiciones de Christie’s y Sotheby’s, donde Hobie examinaba mueble por mueble, abriendo y cerrando cajones, enseñándome los distintos detalles de la exquisita factura, señalando con un lápiz su catálogo; tras un par de paradas en galerías que se encontraban de camino, ella regresaba a la calle Sesenta y tres Este, y nosotros seguíamos hasta Saint Ambroeus, donde Hobie, trajeado con elegancia, se tomaba un café exprés en la barra mientras yo me comía un cruasán de chocolate y miraba a los chicos con carteras llenas de libros esperando no encontrarme a nadie de mi antiguo colegio.

—¿Crees que tu padre querrá otro exprés? —preguntó el camarero cuando Hobie se excusó para ir al aseo.

—No, gracias, solo la cuenta.

Me emocionaba, vergonzosamente, cuando la gente creía que Hobie era mi padre. Aunque era lo bastante mayor para ser mi abuelo, emanaba un vigor más acorde con los padres europeos entrados en años que veías en la costa Este: refinados, corpulentos y dueños de sí en su segundo matrimonio, que tenían hijos a los cincuenta o sesenta años. Vestido para ir a las galerías, bebiendo café y mirando con placidez hacia la calle, podría haber sido un magnate industrial suizo o el propietario de un restaurante de un par de estrellas: acaudalado, casado tardíamente, próspero. ¿Por qué mi madre no se había casado con un hombre como él?, pensé con tristeza cuando regresó con su abrigo en el brazo. ¿O como el señor Bracegirdle? Un hombre con quien ella tuviera algo que ver: de más edad quizá, pero afable, que hubiera disfrutado yendo con ella a las galerías y a los conciertos de cuartetos de cuerda, y curioseando en las librerías de viejo. Un hombre atento, culto, amable que la hubiera valorado, comprado ropa bonita y llevado a París para su aniversario, proporcionándole la vida que se merecía. A mi madre no le habría costado encontrar a alguien así, si se lo hubiera propuesto. Enamoraba a los hombres: desde los conserjes hasta mis profesores pasando por los padres de mis amigos o su jefe, Sergio (quien, por razones desconocidas para mí, la llamaba Ninfa); e incluso el señor Barbour se apresuraba a levantarse para saludarla con su pronta sonrisa siempre que ella iba a recogerme cuando me quedaba a dormir, asiéndole el codo mientras la conducía al sofá, hablando en voz baja y afable: «¿No quiere sentarse?, ¿le apetece tomar algo, un té?». No creo que fuera producto de mi imaginación, no del todo, el detenimiento con que me había mirado el señor Bracegirdle, casi como si la mirara a ella o buscara en mí algún rastro de su fantasma. Sin embargo, por mucho que intentara borrarlo del mapa, mi padre era indeleble aun estando muerto, porque siempre estaba allí, en mis manos, en mi voz y en mi forma de andar, en la rápida mirada de reojo que lanzaba al salir del restaurante con Hobie, el mismo gesto de la cabeza que recordaba su vanidosa costumbre de mirarse en cualquier superficie reflectante.

IX

En enero hice los exámenes: el fácil y el difícil. El fácil fue en un aula de instituto del Bronx: madres embarazadas, taxistas variopintos y un ruidoso grupo de amigas del Grand Concourse con cazadoras cortas de piel y uñas brillantes. Pero el examen no resultó tan fácil como yo esperaba, ya que había muchas más preguntas sobre asuntos arcanos del gobierno de Nueva York con las que no había contado (¿cómo diablos iba a saber yo cuántos meses al año se reunía la asamblea legislativa en Albany?); así que volví a casa en metro preocupado y deprimido. Por otra parte, el examen difícil (en un aula cerrada con llave y padres paseando nerviosos por los pasillos, el tenso ambiente de un torneo de ajedrez) parecía haber sido diseñado pensando en un ermitaño con tics educado en el MIT, con muchas preguntas de opción múltiple tan similares entre sí que salí sin tener ni idea de cómo me había ido.

¿Y qué?, me dije con las manos hundidas en los bolsillos y las axilas hediendo aún del sudor nervioso del aula mientras caminaba hacia Canal Street para coger el metro. ¿Qué más daba si no me admitían en el programa preuniversitario? Tenía que sacar muy buenos resultados, estar dentro del treinta por ciento superior de los participantes si quería tener alguna posibilidad.

Hubris: una palabra de vocabulario que tenía un lugar destacado en los exámenes de muestra aunque no había apareció en los exámenes en sí. Estaba compitiendo con cinco mil aspirantes para unas trescientas plazas; no estaba seguro de qué pasaría si no daba la talla, pero sabía que no soportaría ir a Massachusetts y quedarme allí con esos Ungerer de los que el señor Bracegirdle no paraba de hablar; ese profesor que era tan buena persona y su «tripulación», como llamaba el señor Bracegirdle a la mujer y los tres hijos, a quienes me imaginaba como a los matones de colegio privado —formando en falange por orden de estatura con sonrisa de anuncio— que con alegre puntualidad nos habían pegado en los viejos malos tiempos a Andy y a mí, obligándonos a comer las pelusas del suelo. Pero si suspendía el examen (o, mejor dicho, si no me iba lo bastante bien para entrar en el programa preuniversitario), ¿cómo me las arreglaría para quedarme en Nueva York? Debería haber apuntado hacia un blanco más alcanzable, un instituto adecuado de la ciudad donde al menos habría tenido una oportunidad de entrar. Pero el señor Bracegirdle mostraba tanto empeño en que fuera a un internado, hablando del aire puro, los colores del otoño, los cielos estrellados y los múltiples placeres de la vida de campo («Stuyvesant. ¿Por qué quedarte aquí y estudiar en Stuyvesant cuando podrías irte de Nueva York, estirar las piernas, respirar un aire mejor y estar en un ambiente familiar?»), que me había olvidado de los institutos, incluso de los mejores.

—Sé qué habría querido para ti tu madre, Theodore —me había dicho él muchas veces—. Habría querido que empezaras de cero fuera de la ciudad.

Tenía razón. Pero ¿cómo podía explicarle lo irrelevantes que eran esos deseos en la confusión y el sinsentido que se habían desencadenado tras su muerte?

Absorto aún en mis pensamientos, mientras doblaba la esquina de la estación buscando en el bolsillo la tarjeta del metro, pasé por delante de un quiosco donde leí un titular que rezaba:

OBRAS DE ARTE DE MUSEO RECUPERADAS EN EL BRONX

MILLONES EN ARTE ROBADO

Me detuve en la acera, dejando que los transeúntes pasaran a mi lado. Luego, sintiéndome vigilado y con el corazón latiéndome con fuerza, retrocedí con rigidez y compré un periódico (lo que quizá era menos sospechoso para un chico de mi edad de lo que me parecía…), y crucé corriendo la calle hacia los bancos de la Sexta Avenida para leerlo.

Tras recibir unos chivatazos, la policía había recuperado en una casa del Bronx tres cuadros: un George van der Mijn, un Wybrand Hendriks y un Rembrandt, todos desaparecidos desde la explosión en el museo. Los habían encontrado en un almacén, envueltos en papel de plata y amontonados entre piezas de recambio del aparato de aire condicionado central del edificio. El ladrón, su hermano y la suegra del hermano, que era la dueña del local, estaban en libertad bajo fianza; si los condenaban por todos los cargos se enfrentarían a sentencias en total de hasta veinte años.

Era un artículo de varias páginas, con horarios y un diagrama. El ladrón —un enfermero— se entretuvo en el museo después de la orden de evacuar; descolgó los cuadros de la pared, los envolvió en una tela, los escondió debajo de una camilla doblada y salió con ellos del museo sin que nadie se diera cuenta. «Seleccionó los cuadros alguien que no tenía ojo para lo valioso», declaraba el investigador del FBI al que habían entrevistado para el artículo. Los cogió y echó a correr. Pero el tipo no tenía ni idea de arte. Una vez que tuvo los cuadros en casa no supo qué hacer con ellos, de modo que le consultó a su hermano y entre los dos los escondieron en casa de su suegra, evidentemente sin que ella lo supiera. Después de hacer averiguaciones, los hermanos se dieron cuenta de que el cuadro de Rembrandt era demasiado famoso para venderlo, pero pusieron todo su empeño en vender una de las obras menos importantes, la que condujo a los investigadores al alijo de la buhardilla.

No obstante, fue el último párrafo del artículo lo que me llamó la atención, como si estuviera escrito en letras rojas:

En cuanto a las demás obras desaparecidas, las esperanzas de los investigadores se han reavivado, y actualmente las autoridades siguen varias pistas en concreto. «Cuanto más agitas los árboles más hojas caen de ellos», declaró Richard Nunnally, oficial de enlace con la unidad de delitos de arte del FBI. «En general, cuando se efectúa un robo de obras de arte, se procede a sacarlas rápidamente del país, pero este hallazgo en el Bronx solo confirma que tal vez se trata de unos ladrones inexpertos que robaron de forma impulsiva y que no saben cómo vender o esconder esos objetos». Según Nunnally, varias personas que estuvieron presentes en el lugar de los hechos están siendo objeto de interrogatorios, visitas y nuevas investigaciones. «Como es lógico, hoy día creemos que muchos de esos cuadros desaparecidos podrían encontrarse en esta ciudad, justo delante de nuestras narices».

Me entraron ganas de vomitar. Me levanté y tiré el periódico a la primera papelera que vi, y en lugar de coger el metro, recorrí de nuevo Canal Street y deambulé por Chinatown durante una hora con un frío que pelaba, entre aparatos electrónicos baratos y las alfombras rojo sangre de los restaurantes dim sum, mirando a través de los cristales empañados los estantes de caoba llenos de patos asados al estilo pekinés y pensando: mierda. Los vendedores de mejillas coloradas de los puestos callejeros, apiñados como mongoles, gritaban por encima de sus braseros humeantes. El fiscal del distrito. El FBI. Nueva información. «Estamos resueltos a ir hasta el final de estos casos con todo el peso de la ley. Estamos convencidos de que pronto saldrán a la luz otras obras desaparecidas. La Interpol, la Unesco y otras agencias internacionales y federales están cooperando con las autoridades locales que llevan el caso».

Estaba en todas partes. En todos los periódicos hablaban de ello: hasta en los periódicos mandarines, en medio de ríos de caracteres chinos, aparecía el retrato recobrado de Rembrandt asomando entre cajas de raras hortalizas y anguilas sobre hielo.

—Es muy inquietante —comentó Hobie más tarde esa noche con cara de preocupación mientras cenábamos con los Amstiss. De lo único que llevaba hablando toda la velada era de los cuadros recuperados—. Rodeado de heridos y de personas muriendo desangradas, y ese tipo va y se dedica a descolgar cuadros de las paredes, y se los lleva bajo la lluvia.

—Mentiría si te dijera que me sorprende —dijo el señor Amstiss, que iba por su cuarto whisky con hielo—. No os imagináis el caos que causaron los imbéciles del Beth Israel después del segundo infarto de mi madre. Huellas negras por toda la moqueta. Durante semanas nos encontramos tapas de plástico de las agujas tiradas por el suelo, y el perro casi se tragó una. También rompieron algo de la vitrina de la porcelana, ¿verdad, Martha?

—Pues no seré yo quien se queje de esos enfermeros —dijo Hobie—. Los que vinieron cuando Juliet se puso enferma me causaron muy buena impresión. Solo me alegro de que hayan encontrado los cuadros antes de que sufran serios daños, porque podría haber sido un auténtico… Theo, ¿estás bien? —preguntó de forma bastante repentina, obligándome a levantar la mirada de mi plato.

—Perdón. Solo estoy cansado.

—No me extraña —dijo con amabilidad la señora Amstiss, que daba clases de historia de Estados Unidos en Columbia. Del matrimonio Amstiss, ella era la que caía mejor a Hobie y con quien tenía amistad, siendo el señor Amstiss la mitad poco afortunada—. Has tenido un día muy duro. ¿Estás preocupado por el examen?

—En realidad no —respondí sin pensar, y luego me arrepentí.

—Estoy seguro de que entrarás. Ya lo creo —terció el señor Amstiss con un tono que daba a entender que cualquier idiota podía contar con ello. Y, volviéndose hacia Hobie, añadió—: La mayoría de esos programas preuniversitarios no merecen llamarse así, ¿no es cierto, Martha? No son más que institutos con pretensiones. Cuesta entrar en ellos, pero una vez que lo consigues es pan comido. Así son las cosas con los chicos hoy día: participan, se dejan ver y esperan un premio. Todo el mundo sale ganando. ¿Sabes lo que le dijo a Martha uno de sus alumnos el otro día? Díselo, Martha. El chico acudió a ella después de clase porque quería hablar. No debería decir chico porque es un estudiante de posgrado. ¿Y sabes lo que dijo?

—Harold… —dijo la señora Amstiss.

—Dijo que estaba preocupado con los resultados de su examen y que necesitaba que lo aconsejara, porque le cuesta mucho memorizar los datos. ¿No es el colmo, un estudiante de posgrado de historia de Estados Unidos al que le cuesta memorizar datos?

Pero entrada la noche, cuando los Amstiss se hubieron marchado y Hobie se acostó, me quedé mirando por la ventana de mi habitación, escuchando los lejanos chirridos de los camiones que pasaban a las dos de la madrugada por la Sexta Avenida y haciendo lo posible por luchar contra el pánico.

Pero ¿qué podía hacer? Había pasado horas sentado ante el ordenador, cliqueando lo que parecían ser cientos de artículos —Le Monde, Daily Telegraph, Times of India, La Repubblica— en idiomas que no entendía. Todos los periódicos del mundo cubrían la noticia. Además de la pena de prisión, las multas eran ruinosas: doscientos mil, medio millón de dólares. Peor aún, habían acusado a la dueña de la casa porque hallaron los cuadros en su propiedad. Y eso quizá significaba que Hobie también estaría en un apuro, mucho peor que el mío. La mujer, una esteticista jubilada, afirmaba que no sabía que los cuadros se encontraban en su casa. Pero ¿Hobie, un anticuario? ¿Quién creería que no se había enterado?

Mis pensamientos se disparaban en todas direcciones como una barata atracción de feria. «Aunque esos ladrones actuaron de forma impulsiva y no tenían antecedentes penales, su inexperiencia no impedirá que vayamos hasta el final de este asunto». Un comentarista en Londres mencionaba a ese tenor que el Rembrandt recuperado «… ha puesto de relieve que siguen sin aparecer otras obras, en concreto El jilguero, de Carel Fabritius (1654), único en los anales de arte y por lo tanto de un valor incalculable…».

Reinicié el ordenador por tercera o cuarta vez y lo apagué; un poco rígido, me metí en la cama y apagué la luz. Todavía tenía la bolsa de pastillas que le había robado a Xandra, cientos de ellas, todas de distintos colores y tamaños; analgésicos, según Boris, que a veces habían tumbado a mi padre, aunque también lo oía quejarse de que lo mantenían despierto por la noche; de modo que, después de pasarme más de una hora paralizado de ansiedad e indecisión, revolviéndome en la cama mirando los haces de luz que proyectaban los faros de los coches en el techo, encendí de nuevo la lámpara y busqué la bolsa en el cajón de la mesilla, y seleccioné dos pastillas de distintos colores, una azul y la otra amarilla, diciéndome que si una no funcionaba lo haría la otra.

De un valor incalculable. Me volví hacia la pared. El Rembrandt recobrado valía cuarenta millones. Por elevada que fuera, cuarenta millones seguía siendo una cifra calculable.

En la avenida, un coche de bomberos aulló alto y fuerte antes de perderse a lo lejos. Automóviles, camiones, parejas que se reían fuerte al salir de los bares. Tendido en la cama e intentando pensar en cosas sosegantes como la nieve y las estrellas del desierto, esperando no haber mezclado dos pastillas incompatibles y haberme matado sin querer, hice lo posible por aferrarme al único dato tranquilizador y reconfortante que había sacado en claro de todo lo que había leído por internet: era casi imposible localizar los cuadros robados a menos que intentaran venderlos o los trasladaran, lo que explicaba por qué solo atrapaban al veinte por ciento de los ladrones de arte.