6

«Tierra de hombres»

I

En el transcurso del año siguiente estuve tan concentrado en no pensar en Nueva York y mi antigua vida que apenas fui consciente del paso del tiempo. Los días se sucedían iguales bajo aquel resplandor sin estaciones: mañanas resacosas en el autobús escolar, con la espalda rosada y escocida después de haber dormido junto a la piscina, el aliento dulzón del vodka y el perpetuo olor a perro mojado y a cloro que desprendía Popper, mientras Boris me enseñaba a contar, a preguntar el camino y a ofrecer algo de beber en ruso con tanta paciencia como me había enseñado las palabrotas. Sí, por favor. Con mucho gusto. Gracias, es usted muy amable. Govorite li vi po angliyskii? ¿Hablas inglés? Ya nemnogo govoryu po-russki. Hablo un poco de ruso.

Ya fuera verano o invierno, la luz del día siempre era deslumbrante; el aire del desierto nos quemaba las fosas nasales y nos irritaba la garganta. Todo era divertido; todo nos hacía reír. A veces, poco antes del atardecer, cuando el azul del cielo cada vez más oscuro se teñía de violeta, aparecían esas fabulosas nubes con los contornos eléctricos de Maxfield Parish que rodaban doradas y blancas hacia el desierto, como la Divina Revelación que condujo a los mormones hacia el oeste. Govorite medlenno, decía yo, hablando despacio, y Povtorite, pozhaluysta. ¿Podría repetirlo, por favor? Pero Boris y yo estábamos tan sintonizados que no nos hacía falta hablar si no queríamos; cada uno sabía cómo hacer reír al otro a carcajadas solo con arquear una ceja o hacer un mohín. Por la noche comíamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas, dejando grasientas huellas dactilares en los libros de texto. Nuestra dieta nos había dejado desnutridos, con blandos cardenales marronáceos en las piernas y los brazos; falta de vitaminas, según la enfermera del colegio que nos puso una dolorosa inyección en las nalgas y nos dio un tarro de comprimidos masticables de colores para niños. («Me duele el trasero», se quejó Boris frotándoselo y maldiciendo los asientos metálicos del autobús escolar). Yo estaba cubierto de pecas de la cabeza a los pies debido a las largas horas que pasábamos al sol, y tenía mechones más claros en el pelo (más largo de como lo había llevado nunca) por los productos químicos de la piscina, y aunque seguía notando una opresión en el pecho que nunca desaparecía y se me estaban cariando las muelas a causa de los dulces que comíamos, en general me sentía bien. El tiempo transcurrió bastante plácidamente hasta que, poco después de que yo cumpliera quince años, Boris conoció a una chica llamada Kotku y todo cambió.

El nombre de Kotku (variante ucraniana de Kotiku) le daba un aire más interesante del que tenía en realidad; pero no era su verdadero nombre, solo un apodo (Gatito en polaco) que Boris le había puesto. Se apellidaba Hutchins, y su nombre de pila era algo así como Kylie, Keiley o Kaylee; y había vivido toda su vida en el condado de Clark, Nevada. Aunque iba a nuestro colegio y solo estaba un curso por encima, era mucho mayor que nosotros; a mí me llevaba tres años. Al parecer hacía tiempo que Boris no le quitaba ojo, pero yo no me había fijado en ella hasta la tarde que él se arrojó a los pies de mi cama y dijo:

—Estoy enamorado.

—¿Sí? ¿De quién?

—De esa chica de cívica. La que me vendió maría. Ya tiene dieciocho años, ¿puedes creerlo? Dios, está como un tren.

—¿Tienes maría?

Juguetón, se abalanzó sobre mí y me sujetó por los hombros; conocía mi punto débil, justo debajo de los omóplatos, si me clavaba los dedos allí podía hacerme gritar. Pero yo no estaba de humor y lo golpeé con fuerza.

—¡Joder! —Boris se soltó apartándose y frotándose la mandíbula—. ¿A qué viene esto?

—Espero que te duela. ¿Dónde está esa maría?

No volvimos a hablar sobre los intereses amorosos de Boris, o al menos no esa tarde, pero unos días después, cuando yo salía de clase de matemáticas, lo vi cernerse sobre esa chica junto a las taquillas. Porque si bien Boris no era particularmente alto para su edad, ella era diminuta. Aun así parecía mucho mayor que nosotros; de pecho plano y caderas escuálidas, con los pómulos altos y una cara triangular angulosa y brillante, llevaba un aro en la nariz, una camiseta de tirantes negra, y esmalte de uñas negro y desconchado. No había duda de que era guapa, incluso sexy; pero la mirada que me lanzó me provocó ansiedad; había algo en ella que hacía pensar en una dependienta desagradable o en una canguro antipática.

—¿Qué te parece? —me preguntó Boris impaciente cuando me alcanzó a la salida del colegio.

Me encogí de hombros.

—Supongo que es guapa.

—¿Supones?

—Bueno, parece que tenga… veinticinco años.

—¡Lo sé! ¡Es genial! —exclamó él, aturdido—. ¡Dieciocho años! ¡Es mayor de edad! ¡No tiene problemas para comprar alcohol! Además, como ha vivido aquí toda la vida sabe cuáles son los locales donde no comprueban la edad.

II

Hadley, la chica locuaz de la cazadora con la letra del equipo del instituto que se sentaba a mi lado en clase de historia de Estados Unidos arrugó la nariz cuando le pregunté por la amiga mayor de Boris.

—¿Esa? Una putilla total. —La hermana mayor de Hadley, Jan, iba a la misma clase que Kyla, Kayleigh o como se llamara—. Y tengo entendido que su madre es una ramera declarada. Dile a tu amigo que tenga cuidado de no pillar una enfermedad.

—Bueno —respondí, sorprendido ante su vehemencia.

Aunque quizá no debería haberme extrañado tanto. Hadley era hija de militar, estaba en el equipo de natación y cantaba en el coro del colegio; tenía una familia normal compuesta de tres hermanas, un weimaraner llamado Gretchen que habían comprado en Alemania y un padre que le gritaba si llegaba después del toque de queda.

—Hablo en serio. Se lo hace con los novios de otras chicas y con otras chicas. Vamos, se lo hace con cualquiera. Además, creo que fuma porros.

—Oh.

A mi modo de ver, ninguno de esos factores era motivo suficiente para que no me cayera bien Kylie, sobre todo porque Boris y yo nos habíamos aficionado en los últimos meses a fumar porros. Lo que me molestó (mucho) fue el hecho de que Kotku (seguiré llamándola por el apodo que le puso Boris, ya que no consigo recordar su verdadero nombre) apareciera de la noche a la mañana y lo convirtiera prácticamente en su propiedad.

Al principio estaba ocupado los viernes por la noche. Luego toda la semana, no solo por las noches, sino también durante el día. Enseguida fue Kotku esto y Kotku lo otro, y cuando quise darme cuenta Popper y yo cenábamos y veíamos películas los dos solos.

—¿No es asombrosa? —volvió a preguntarme Boris después de la primera vez que la llevó a mi casa, una velada poco exitosa que había consistido en los tres tan colocados que casi no podíamos movernos, y luego ellos dos dándose un revolcón en el sofá del piso de abajo mientras yo, sentado en el suelo de espaldas a ellos, intentaba concentrarme en una reposición de Más allá del límite—. ¿Qué te ha parecido?

—Bueno… —¿Qué esperaba que dijera?—. Le gustas, eso seguro.

Él cambió de postura, inquieto. Estábamos sentados junto a la piscina, aunque hacía demasiado viento y frío para bañarnos.

—¡No, dime la verdad! ¿Qué piensas de ella? Sé sincero, Potter —dijo cuando titubeé.

—No lo sé —respondí sin mucho convencimiento; como seguía mirándome, añadí—: ¿La verdad? No lo sé, Boris. Se la ve desesperada.

—¿Y eso es malo? —El tono no era furioso ni sarcástico sino intrigado.

—Bueno —respondí sorprendido—, quizá no lo sea.

Boris —con las mejillas sonrosadas a causa del vodka— se llevó una mano al corazón.

—La quiero, Potter. Hablo en serio. Es lo más auténtico que me ha pasado en toda mi vida.

Yo estaba tan incómodo que desvié la mirada.

—¡Mi zorrita flacucha! —Boris suspiró feliz—. ¡En mis brazos parece tan huesuda y ligera! Es como el aire. —Parecía adorar misteriosamente a Kotku por las mismas razones que a mí me resultaba inquietante: su ondulante cuerpo de gata callejera, su adultez escuálida y necesitada de afecto—. Y es valiente y lista, y tiene un gran corazón. Solo quiero cuidarla y protegerla de ese tal Mike.

En silencio me serví otro vodka, aunque en realidad no lo necesitaba. El asunto de Kotku era desconcertante por partida doble, porque, como el mismo Boris me había informado con una inconfundible nota de orgullo en la voz, ella ya tenía novio. Un tipo de veintiséis años llamado Mike McNatt, que poseía una moto y trabajaba para una empresa de limpieza de piscinas. «Genial —dije cuando Boris me dio la noticia—. Tenemos que pedirle que nos eche una mano con esta». Yo estaba más que harto de cuidar de la piscina (tarea que había recaído sobre todo en mí), ya que Xandra nunca traía a casa los productos químicos adecuados o suficientes.

Boris se frotó los ojos con el dorso de las manos.

—Esto es serio, Potter. Creo que ella le tiene miedo. Quiere romper con él pero está asustada. Intenta convencerlo para que se aliste en el ejército.

—Ten cuidado, no vaya a ser que ese tipo vaya a por ti.

—¡A por mí! —resopló él—. ¡La que me preocupa es ella! Es tan diminuta. ¡Pesa ochenta y una libras!

—Sí, sí.

Kotku afirmaba estar «al borde de la anorexia» y siempre acaloraba a Boris diciéndole que no había comido nada en todo el día.

Boris me dio una colleja en un lado de la cabeza.

—Pasas demasiado tiempo aquí solo —dijo, sentándose a mi lado en el borde de la piscina y metiendo los pies en el agua—. Ven a casa de Kotku esta noche. Tráete a alguien.

—¿Como quién?

Boris se encogió de hombros.

—¿Qué hay de esa rubia sexy con el pelo corto que va a tu clase de historia, la nadadora?

—¿Hadley? —Meneé la cabeza—. Ni hablar.

—¡Sí! Deberías decírselo. ¡Va muy caliente! ¡Y estaría dispuesta!

—Créeme, no es buena idea.

—¡Se lo preguntaré yo! Vamos, es simpática contigo y siempre te habla. ¿La llamamos?

—¡No! No es eso… —dije, agarrándolo por la manga cuando empezaba a levantarse—. Basta.

—¡No tienes huevos!

Boris ya entraba en la casa para telefonear.

—Boris, no lo hagas. Hablo en serio. No vendrá.

—¿Por qué?

Su tono burlón me irritó.

—¿Quieres saberlo? Porque… —Estaba a punto de decir «Porque Kotku es una puta», que era la verdad evidente, pero en lugar de eso, respondí—: Hadley está en el cuadro de honor. No querrá ir a casa de Kotku.

—¿Cómo? —dijo Boris, volviéndose, indignado—. Esa puta. ¿Qué ha dicho?

—Nada. Solo que…

—¡Sí que ha dicho algo! —Caminaba de nuevo hacia la piscina—. Más vale que me lo digas.

—No es nada. Cálmate, Boris —dije cuando vi lo irritado que estaba—. Kotku es mucho mayor. Ni siquiera van a la misma clase.

—Esa bruja esnob. ¿Qué le ha hecho Kotku?

—Tranquilo.

Mis ojos se posaron en la botella de vodka, iluminada por un rayo de sol blanco y nítido como un sable de luz. Boris había bebido demasiado y lo último que yo quería era pelearme con él. Pero yo también estaba demasiado borracho para discurrir una forma divertida o fácil de cambiar del tema.

III

Boris gustaba a otras muchas chicas que eran mejores que Kotku, en particular a Saffi Caspersen, una danesa que hablaba inglés con un acento británico afectado; había interpretado un pequeño papel en un espectáculo del Cirque du Soleil, y era con diferencia la chica más guapa de nuestro curso. Saffi estaba con nosotros en la clase de literatura avanzada (donde había hecho interesantes comentarios sobre El corazón es un cazador solitario) y aunque tenía fama de ser distante, se veía a la legua que le gustaba Boris. Se reía cuando él hacía el tonto o bromeaba en su grupo de estudio, y yo la había visto hablar con él entusiasmada en el pasillo, y a él contestarle con el mismo entusiasmo, a su manera gesticuladora tan rusa. Sin embargo, curiosamente, ella no parecía atraerlo en absoluto.

—Pero ¿por qué no? —le pregunté—. Es la chica más guapa de la clase.

Yo siempre había creído que las danesas eran rubias y corpulentas, pero Saffi tenía el cabello castaño y el cuerpo menudo, con una cualidad de cuento de hadas que acentuaba el brillante maquillaje en la foto de estudio que había visto de ella.

—Guapa, sí. Pero no es muy cachonda.

—Boris, va de un caliente que te mueres. ¿Estás loco?

—Bah, estudia demasiado. —Boris se dejó caer a mi lado con una cerveza en la mano y trató de cogerme el cigarrillo con la otra—. Es demasiado seria. Se pasa todo el tiempo estudiando o ensayando o algo así. Kotku, en cambio… —exhaló una nube de humo y me devolvió el cigarrillo—, es como nosotros.

Guardé silencio. ¿Cómo había pasado de estar en el nivel avanzado de todas las asignaturas a que me metieran en el mismo saco que a un desastre como Kotku?

Boris me dio un codazo.

—Creo que te gusta Saffi.

—No es verdad.

—Sí que te gusta. Invítala a salir.

—Sí, quizá —respondí, aunque sabía que me faltaba coraje.

En mi antiguo colegio, donde los alumnos de intercambio y los extranjeros solían quedarse educadamente al margen, alguien como Saffi quizá habría sido más accesible, pero en Las Vegas era demasiado popular y solía estar rodeada de gente. Además, no sabía qué planes proponerle. En Nueva York habría sido bastante fácil: llevarla a la pista de patinaje, al cine o al planetario. Sin embargo, no me imaginaba a Saffi Caspersen esnifando pegamento y bebiendo cerveza en el parque infantil, ni haciendo ninguna de las cosas que Boris y yo hacíamos juntos.

IV

Todavía veía a Boris aunque no tan a menudo. Cada vez se quedaba más noches a dormir en casa de Kotku y de su madre en los apartamentos Double R, un destartalado hotel para motoristas que databa de la década de 1950 situado en la autopista entre el aeropuerto y el Strip; tipos con pinta de inmigrantes ilegales solían merodear alrededor de la piscina vacía hablando de piezas de recambio. («¿Double R? —dijo Hadley—. ¿Sabes qué significa?, ratas y reptiles»). Afortunadamente, Kotku no venía mucho a mi casa, pero él no paraba de hablar de ella aunque no estuviera. Kotku tenía mucho gusto musical y le había grabado un CD de mezcla de un grupo de hip-hop muy hot que yo tenía que escuchar. A Kotku le gustaba la pizza solo con pimientos verdes y aceitunas. Kotku quería una tableta de esas, y también un gatito siamés o quizá un hurón, pero en Double R no permitían tener animales domésticos.

—En serio, tienes que pasar más tiempo con ella, Potter —dijo, golpeándome el hombro con el suyo—. Te gustará.

—Oh, vamos —dije, recordando su suficiencia cuando estaba conmigo, riéndose de forma desagradable sin motivo y ordenándome continuamente que fuera a la nevera a por una cerveza.

—¡No! Le caes bien, de verdad. Te ve como un hermano pequeño. Eso es lo que me dijo.

—Nunca me dirige la palabra.

—Eso es porque tú no hablas con ella.

—¿Folláis?

Boris hizo un ruidito de impaciencia, igual que cuando las cosas no salían a su gusto.

—Mente de cloaca —dijo, apartándose el pelo de los ojos—: ¿Tú qué crees? ¿Quieres que te lo explique letra a letra?

—Letra por letra.

—¿Cómo?

—Se dice letra por letra.

Boris puso los ojos en blanco. Agitó las manos en el aire y empezó a decir de nuevo lo inteligente que era Kotku, lo «listísima», la cantidad de mundo que tenía y lo mucho que había vivido, y que era injusto juzgarla y despreciarla sin molestarse en conocerla; pero mientras yo lo escuchaba a medias sentado, viendo una vieja película noir en la televisión (¿Ángel o diablo?, con Dana Andrews), no pude evitar pensar que él había conocido a Kotku en clase de educación cívica, la asignatura para los alumnos que no eran lo bastante listos (incluso en nuestro colegio nada exigente) para pasar de curso sin ayuda. Boris (que era bueno en matemáticas sin hacer ningún esfuerzo y se le daban mejor los idiomas que nadie que yo hubiera conocido nunca) se había visto obligado a hacer esa asignatura por ser extranjero, un requisito del colegio que le dolía profundamente. («¿Por qué? ¿Acaso me ves votando algún día para el Congreso?»). Pero Kotku —con dieciocho años, y nacida y criada en el condado de Clark— no tenía excusa.

Una y otra vez me sorprendía albergando pensamientos mezquinos como esos, que hacía todo lo posible por apartar de mi mente. ¿Qué me importaba? Sí, Kotku era una lagarta; y, sí, era demasiado corta para aprobar educación cívica y llevaba unos pendientes de aro baratos que siempre se le enganchaban con todo, y, aunque pesaba poco más de ochenta y una libras me inspiraba terror, como si pudiera matarme de una patada con su bota puntiaguda si perdía los estribos. («Es una luchadora negra», había dicho el mismo Boris con orgullo en algún momento mientras daba botes, imitando los gestos de una banda callejera, y me regalaba los oídos con la historia de cómo Kotku había arrancado un sangriento mechón de pelo a una chica; otra cosa más sobre Kotku; siempre estaba metida en terribles peleas, la mayoría de ellas con otras chicas blancas barriobajeras, si bien de vez en cuando con negras o latinas que pertenecían a una banda). ¿Pero qué más me daba qué chica le gustaba a Boris? ¿Acaso no seguíamos siendo amigos íntimos, casi como hermanos?

Aunque no había una palabra que describiera exactamente mi relación con Boris. Hasta que apareció Kotku yo nunca le había dado muchas vueltas. No eran más que tardes amodorradas de aire acondicionado y persianas bajadas para no dejar entrar la luz deslumbrante, los dos borrachos y sin ganas de hacer nada, con paquetes de azúcar vacíos y peladuras de naranja secas esparcidas por la moqueta, y «Dear Prudence» del álbum blanco (que Boris adoraba) o la misma triste y vieja canción de Radiohead sonando una y otra vez:

For a minute there

I lost myself, I lost myself…

El pegamento que esnifábamos iba directo al cerebro con un rugido oscuro y mecánico, como el ruido ventoso de unas hélices: ¡motores en marcha! Caíamos de espalda sobre la cama en la oscuridad cual paracaidistas que se lanzan del avión dando una voltereta hacia atrás, aunque a esas alturas tenías que andarte con cuidado con la bolsa o te encontrabas arrancándote pegotes secos de pegamento del pelo o de la punta de la nariz cuando volvías en ti. Sueño exhausto, espalda con espalda, en sábanas mugrientas que olían a ceniza y a perro, Popchik roncando panza arriba, susurros subliminales en el aire que llegaban por los conductos de la ventilación de la pared si escuchabas con atención. Transcurrieron meses enteros en los que el viento no paró de soplar, la arena se levantaba y repiqueteaba contra las ventanas, y la superficie de la piscina se rizaba de un modo siniestro. Té cargado por las mañanas, chocolate robado, y Boris tirándome del pelo y dándome patadas en las costillas. «Despierta, Potter. Arriba, que el sol brilla».

Yo me decía que no echaba de menos a Boris, pero era mentira. Ahora me colocaba yo solo y me quedaba viendo programas de pago para adultos y el canal de Playboy, leía Las uvas de la ira y La casa de los siete tejados, que parecían rivalizar entre sí como los libros más aburridos jamás escritos, y durante lo que parecieron miles de horas —el tiempo suficiente para dominar el danés o aprender a tocar la guitarra, si lo hubiera intentado— hice el tonto por la calle con un monopatín estropeado que Boris y yo habíamos encontrado en una de las casas embargadas de la manzana. Iba con Hadley a fiestas del equipo de natación —sin alcohol y con los padres en la casa— y los fines de semana me colaba en fiestas de chicos que apenas conocía cuyos padres estaban de viaje, donde corrían los blísters de Xanax y los tragos de Jägermeister, y regresaba a casa a las dos de la madrugada en el sibilante autobús CAT, tan borracho que tenía que aferrarme al asiento de delante para no caerme al pasillo. Después del colegio, si te aburrías, era fácil juntarte con una de las pandillas de drogatas abúlicos que flotaban entre Del Taco y las salas de videojuegos del Strip.

Pero aun así me sentía solo. Echaba de menos a Boris, con todo su caótico ser impulsivo: melancólico, imprudente, temperamental y terriblemente desconsiderado. Boris, pálido y demacrado, con sus novelas en ruso y sus manzanas robadas, las uñas mordisqueadas y los cordones de los zapatos arrastrándose por el polvo. Boris, alcohólico en ciernes y blasfemador fluido en cuatro idiomas, que me arrebataba la comida del plato cuando le apetecía y se dormía borracho en el suelo, con la cara tan roja como si lo hubieran abofeteado. Incluso cuando te cogía algo sin pedirte permiso, como hacía una y otra vez —siempre desaparecían de mi taquilla pequeñas cosas, como un DVD o material escolar—, no podía considerarse robo, por lo poco que significaban para él sus propias pertenencias; cuando tocaba dinero, lo dividía conmigo a partes iguales, y todo lo suyo me lo daba encantado si se lo pedía (y a veces cuando no se lo pedía, como el encendedor de oro del señor Pavlikovski que yo había admirado de pasada y que me encontré en el bolsillo exterior de mi mochila).

Lo gracioso era que me había preocupado, si acaso, que Boris fuera quizá demasiado afectuoso, si esa era la palabra más adecuada. La primera vez que se dio la vuelta en la cama y me rodeó la cintura con un brazo, yo no supe qué hacer, y, medio dormido, me quedé mirando fijamente mis viejos calcetines en el suelo, los envases de cerveza vacíos, mi ejemplar en edición de bolsillo de La roja insignia del valor. Al final, sintiéndome incómodo, fingí bostezar e intenté volverme para apartarme, pero él suspiró y, con un movimiento soñoliento, se acurrucó aún más contra mí.

—Chissst, Potter —me susurró en la nuca—. Solo soy yo.

Fue extraño. Pero ¿lo fue en realidad? Sí y no. Me quedé dormido poco después, arrullado por el agrio olor a cerveza y a cuerpo desaseado que él desprendía, y por su respiración superficial en mi oído. Era consciente de que no podía explicarlo sin que pareciera algo más. Por las noches, cuando me despertaba sofocado por el miedo y me levantaba de la cama aterrado, allí estaba él, de nuevo a mi lado y murmurando en un polaco que yo no entendía, con la voz gangosa por el sueño. Nos dormíamos abrazados, escuchando la música de mi iPod (Thelonious Monk, Velvet Underground, la música que le gustaba a mi madre), y a veces nos despertábamos aferrándonos mutuamente como náufragos o como niños más pequeños.

Sin embargo (y esa era la parte turbia, la que me preocupaba), también había otras noches locas y mucho más confusas en que luchábamos cuerpo a cuerpo medio vestidos a la tenue luz que llegaba del cuarto de baño y que lo envolvía todo en un halo inestable sin mis gafas, y acabábamos metiéndonos mano, brusca y rápidamente, volcando con el pie cervezas que dejaban espuma sobre la moqueta; era divertido y no parecía tan grave mientras sucedía, y merecía la pena por el ahogado jadeo final, con los ojos en blanco, durante el cual me olvidaba de todo; pero cuando a la mañana siguiente nos despertábamos boca abajo y gimiendo cada uno en un extremo de la cama, todo se desvanecía en una incoherencia de destellos a contraluz, irregulares y mal iluminados como los de una película experimental; la desconocida mueca de Boris quedaba olvidada, y nada de todo eso guardaba más relación con nuestra vida actual que un sueño. Nunca hablábamos de ello; no era del todo real mientras nos preparábamos para ir al colegio, nos tirábamos zapatos, nos arrojábamos agua, masticábamos aspirinas para la resaca, y nos reíamos y bromeábamos a lo largo del camino hasta la parada del autobús. Yo sabía que la gente pensaría mal si se enteraba, no quería que nadie lo supiera, y me constaba que Boris tampoco quería. De todos modos, parecía tan poco afectado por ello que yo estaba casi seguro de que era una broma, y que no debía acalorarme ni tomármelo demasiado en serio. Y, sin embargo, en más de una ocasión me había preguntado si debía armarme de valor y decirle algo, trazar alguna clase de línea, poner las cosas en claro aunque solo fuera para que él no se hiciera una idea equivocada. Pero nunca se había dado la ocasión. Y ahora tenía menos sentido que nunca hablar y estar incómodo con todo el asunto, aunque no por ello me sentía más tranquilo.

No soportaba echar tanto de menos a Boris. En mi casa se bebía mucho, al menos Xandra, y se daban bastantes portazos («¡Bueno, si no he sido yo, has tenido que ser tú!», la oía chillar); y sin la presencia de Boris (tanto mi padre como Xandra se portaban de un modo más contenido cuando él estaba en casa) todo resultaba más difícil. Parte del problema era que el horario de Xandra en el bar había cambiado; tras hacer modificaciones en su trabajo, ahora estaba sometida a mucho más estrés, y los compañeros con los que trabajaba hasta entonces ya no estaban o hacían otros turnos; los lunes y los miércoles, cuando me despertaba para ir al colegio, a menudo la encontraba recién llegada del trabajo, sentada sola frente a su programa de televisión matinal favorito, demasiado cansada para dormir y bebiendo Pepto-Bismol directamente del frasco.

—Qué cansada y mayor me siento —me decía con un amago de sonrisa cuando me veía bajar por las escaleras.

—Deberías nadar un poco. Para relajarte y dormir mejor.

—No, gracias. Creo que me quedaré aquí con mi Pepto. Es un producto definitivamente asombroso con su sabor a chicle.

En cuanto a mi padre, cada vez pasaba más tiempo conmigo, lo que me gustaba, pero sus cambios de humor me agotaban. Era la temporada de fútbol y caminaba con brío. Después de comprobar su BlackBerry, chocaba los cinco conmigo y danzaba por la habitación.

—¿Soy o no un genio?

Consultaba análisis desglosados, informes comparativos y, de vez en cuando, un libro de bolsillo titulado Escorpio: Predicciones de tu año deportivo.

—Siempre buscando una ventaja —me decía cuando lo encontraba repasando tablas y pulsando cifras en la calculadora como si estuviera calculando el impuesto sobre la renta—. Solo tienes que llegar al cincuenta y tres o cincuenta y cuatro por ciento para vivir de esto holgadamente… Verás, el bacarrá es estrictamente para divertirme, no se requiere ninguna cualidad especial para jugar, y yo me impongo mis propios límites y nunca los sobrepaso. En cambio, con las apuestas deportivas se puede ganar dinero de verdad, si se es disciplinado. Hay que enfocarlo con mentalidad de inversor. No como una diversión, ni siquiera como un juego de azar, porque el secreto reside en que el mejor equipo suele ganar la partida, y el que establece las probabilidades de apuestas es bueno fijando las cuotas. Pero tiene limitaciones, por lo que se refiere a la opinión pública. Lo que se pronostica no es quién ganará sino quién cree la gente que ganará. Es este margen, entre el favorito personal y el real…, joder, mira ese receptor en la zona de anotación, otro para Pittsburgh, nos urge que marquen ahora… En fin, como te decía, si me siento a hacer los deberes, a diferencia de Joe Beefburger, que escoge su equipo después de hojear cinco minutos las páginas deportivas, ¿quién lleva las de ganar? Vamos, yo no soy uno de esos infelices que se emocionan con los Giants, llueva o truene…, mierda, tu madre podría habértelo dicho. Escorpio gira en torno al control y ese es mi signo. Soy competitivo. Quiero ganar a cualquier precio. De ahí venían mis dotes interpretativas cuando actuaba. El sol en Escorpio y Leo alzándose. Todo está en mi carta astral. Ahora bien, tú eres Cáncer, un cangrejo ermitaño, todo reservado y encerrado en tu caparazón, un modus operandi completamente distinto. No es ni malo ni bueno, es lo que es. De todos modos, siempre saco ventaja de mis líneas defensivas-ofensivas, pero no hay nada malo en prestar atención a esos tránsitos y progresiones del arco solar el día del partido…

—¿Fue Xandra quien despertó tu interés en todo esto?

—¿Xandra? En Las Vegas la mitad de las agencias de apuestas deportivas tienen un astrólogo en un número de marcación rápida. De todos modos, si no intervienen otros factores, ¿influyen en algo los planetas? Tengo que responder rotundamente que sí. Es como un jugador que tiene un buen día o un mal día, o está en baja forma, lo que sea. Aunque ayuda tener ese margen cuando estás, cómo expresarlo, ja, ja, expandiéndote un poco. —Me enseñó un grueso fajo de lo que parecían billetes de cien, sujetos con una goma—. Este ha sido un año asombroso de verdad para mí. Un cincuenta y tres por ciento, mil partidos en un año. Ese es el punto mágico.

El domingo se jugaban la mayoría de las apuestas. Cuando me levantaba, lo encontraba en la planta de abajo rodeado de periódicos desplegados, dando vueltas de manera alegre e incansable por la casa como si fuera el día de Navidad por la mañana, abriendo y cerrando armarios, hablando por la BlackBerry con el teletipo deportivo y comiendo nachos directamente de la bolsa. Si yo bajaba y lo observaba un rato mientras se jugaba algún gran partido, a veces me daba lo que él llamaba «un pellizco», un billete de veinte dólares o de cincuenta si ganaba.

—Para que te aficiones —me decía, inclinándose hacia delante en el sofá y frotándose las manos ansioso—. Mira, lo que necesitamos ahora es borrar del mapa a los Colts durante la primera mitad del partido. Acabar con ellos. Y con los Cowboys y los Niners, el marcador tiene que superar los treinta en la segunda parte… ¡Sí! —gritó, levantándose eufórico de un salto con el puño levantado—. ¡Balón suelto! Los Redskins tienen la pelota. ¡Estamos en ello!

Pero resultaba confuso, porque eran los Cowboys los que habían soltado el balón. Y yo había entendido que los Cowboys tenían que ganar por quince como mínimo. Los cambios de lealtad de mi padre a mitad de partido eran demasiado bruscos para que yo los siguiera y a veces hacía el ridículo animando al equipo que no tocaba; sin embargo, disfrutaba con su delirio, que aumentaba de manera fortuita entre un partido y otro, entre análisis y análisis, así como con la orgía de comida grasienta que duraba todo el día, y aceptaba los billetes de veinte y de cincuenta que me lanzaba como si cayeran del cielo. Otras veces —después de alcanzar la cresta de alguna brusca ola de entusiasmo para a continuación desplomarse— se apoderaba de él una vaga desazón que, por lo que yo veía, no tenía mucho que ver con los resultados de los partidos, y se paseaba de un lado para otro sin razón aparente, con las manos juntas sobre la cabeza, mirando el televisor con el aire de un hombre trastornado por un fracaso en los negocios mientras hablaba con los entrenadores y con los jugadores, preguntándoles qué coño les pasaba, que demonios ocurría. A veces me seguía hasta la cocina con una actitud extrañamente suplicante.

—Me van a matar —decía con humor, apoyándose con actitud cómica en la encimera, y algo en su postura encorvada me hacía pensar en un ladrón de bancos doblado en dos por una herida de bala.

Líneas x. Líneas y. Carrera de yardas, cubrir la diferencia. Un día de partido, más o menos hasta las cinco de la tarde, la luz blanca del desierto aplazaba la penumbra esencial del domingo: el otoño dando paso al invierno, la soledad de un anochecer de octubre con colegio al día siguiente; pero siempre había un largo momento de inmovilidad hacia el final de esas tardes de fútbol en el que el ambiente que se respiraba en la ciudad cambiaba y todo se volvía desolado e incierto, en la pantalla y fuera de ella, el resplandor semejante a una plancha de metal que se reflejaba en la cristalera se fundía en largas sombras doradas y luego grises, y la noche se sumía en una quietud de desierto, una tristeza que yo no lograba sacudirme de encima, una sensación de gente silenciosa desfilando hacia la salida del estadio y fría lluvia cayendo en ciudades universitarias del Este.

El pánico que entonces se apoderaba de mí era difícil de explicar. Esos días de partido se desintegraban con una rapidez, casi como si perdiera sangre, que me recordaba lo que sentí el día que contemplé cómo vaciaban el apartamento de Nueva York y lo metían todo en cajas: falta de asideros e inestabilidad, sin nada a qué aferrarme. En la planta de arriba, encerrado en mi habitación, encendía todas las luces, fumaba porros si tenía y escuchaba música con los altavoces portátiles —música que no había oído nunca antes como Shostakovich y Erik Satie, que había puesto en el iPod por mi madre y que nunca había borrado— y miraba los libros que había sacado de la biblioteca: libros de arte, sobre todo, porque me recordaban a ella.

Obras maestras de la pintura holandesa. Delft: el Siglo de Oro. Dibujos de Rembrandt, sus alumnos y seguidores anónimos. Navegando por internet en el ordenador del colegio había descubierto un libro sobre Carel Fabritius (uno diminuto, de solo cien páginas), pero no lo tenían en la biblioteca, y controlaban tanto el tiempo que pasábamos ante el ordenador que estaba demasiado paranoico para hacer más averiguaciones, sobre todo después de que al cliquear sin pensar un enlace (Het Puttertje, El jilguero, 1654) me saliera una web de un aspecto oficial apabullante llamada Base de Datos de Obras de Arte Desaparecidas que me pedía que introdujera mi nombre y mi dirección. Me había pegado un susto tan grande ante la inesperada aparición de palabras como «Interpol» y «desaparecidas» que presa del pánico apagué el ordenador del todo, algo que se suponía que no debíamos hacer.

—¿Qué has hecho? —quiso saber el señor Ostrow, el bibliotecario, antes de que pudiera encenderlo de nuevo.

Alargó una mano por encima de mi hombro y empezó a teclear una contraseña.

—Yo…

No pude por menos de alegrarme de no haber mirado pornografía cuando él empezó a revisar el historial. Tenía intención de comprarme un portátil barato con los quinientos dólares que me había dado mi padre en Navidad, pero se me esfumaron sin saber cómo. Obras de arte desaparecidas, me dije; no tenía motivos para asustarme por la palabra «desaparecidas», pues el arte desaparecido incluía el arte destruido, ¿no? Aunque no había introducido mi nombre, me preocupaba haber entrado en la base de datos desde el IP de mi colegio. Que yo supiera, los investigadores que habían ido a verme hacían un seguimiento y sabían que yo estaba en Las Vegas; aunque pequeña, la conexión era real.

El cuadro estaba escondido con habilidad, o eso creía yo, dentro de una funda de algodón limpia sujeta con celo detrás de la cabecera de la cama. Gracias a Hobie, había comprendido el cuidado que requería la manipulación de antigüedades (a veces él utilizaba guantes de algodón blanco con los objetos particularmente delicados) y nunca lo tocaba con las manos desnudas, cogiéndolo solo por los bordes. No lo sacaba de la funda excepto cuando papá y Xandra salían y tenía la seguridad de que tardarían un rato en volver, pero aunque no pudiera verlo me gustaba saber que estaba allí, por la profundidad y la solidez que infundía a todo, como un refuerzo de las infraestructuras, una firme rectitud invisible que me reconfortaba tanto como saber que, muy lejos de allí, las ballenas nadaban plácidamente en las aguas del Báltico y unos monjes en husos horarios arcanos salmodiaban sin cesar por la salvación del mundo.

Sacarlo de la funda y mirarlo no era algo que se pudiera hacer a la ligera. Ya solo al ir a cogerlo experimentaba cómo me expandía, flotaba y me elevaba, y en algún momento extraño, cuando lo miraba bastante rato con los ojos secos a causa del aire acondicionado del desierto, todo el espacio parecía desvanecerse entre él y yo, de modo que cuando levantaba la vista lo real no era yo sino el cuadro.

1622-1654. Hijo de maestro de escuela. Menos de una docena de cuadros se le atribuían con certeza a él. Según Van Bleyswijck, el historiador de la ciudad de Delft, Fabritius se hallaba en su estudio pintando al sacristán de Delft, Oude Kerk, cuando a la diez y media de la mañana se produjo la explosión del almacén de pólvora. Sus vecinos sacaron el cuerpo del pintor Fabritius de entre los escombros del estudio, «con gran dolor», decía el libro de la biblioteca, «y no poco esfuerzo». Lo que más me chocó de esos breves testimonios era el elemento del azar: dos desastres fortuitos, el mío y el suyo, convergiendo en el mismo punto invisible, «el big bang» como lo llamaba mi padre, no con sarcasmo o desdén sino con un respetuoso reconocimiento de los poderes del azar que regían su propia vida. Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, «vueltas del tiempo», mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante que podía, o no, transformarlo todo.

En el cuarto de baño del piso superior el agua del grifo tenía demasiado cloro para beberla. Por las noches un viento seco arrastraba escombros y envases de cerveza por la calle. El moho y la humedad, me había dicho Hobie, era el peor enemigo de los objetos antiguos; en el reloj de pie que estaba restaurando cuando me marché, la madera de la base se había podrido a causa de la humedad («Alguien echaba agua con un cubo sobre los suelos de piedra, ¿ves cómo se ha reblandecido la madera, lo gastada que está?»).

«Vueltas del tiempo»: aquello que hace que las cosas ocurran más de una vez. Si los rituales de mi padre, sus sistemas de apuestas y sus oráculos y su magia se basaban en una interiorización de patrones invisibles, la explosión de Delft también formaba parte de una serie de acontecimientos que rebotaban en el presente. Los resultados múltiples eran vertiginosos. «El dinero no es lo que cuenta —decía mi padre—. Todo lo que el dinero representa es la energía del proceso, ¿sabes? Lo importante es seguirlo. El flujo del azar». El jilguero me sostenía la mirada con sus ojos brillantes e inmutables. El tablero de madera era diminuto, «poco más que el tamaño de un folio», según uno de mis libros de arte, aunque las fechas y las dimensiones, toda la información muerta del libro de texto, eran en cierto modo tan irrelevantes como las estadísticas de las crónicas deportivas cuando los Packers ganaba por dos tantos en la cuarta parte y una fina nieve helada empezaba a caer sobre el campo. El cuadro, con toda la magia y la vida que encerraba, era como ese extraño intervalo etéreo en que nieva, la luz es verdosa y los copos se arremolinan ante las cámaras, y ya no te importa el partido, qué equipo ganará o perderá; porque lo único que quieres es empaparte de ese solitario momento de sobrecogimiento. Cuando miraba el cuadro percibía esa misma convergencia en un solo punto: un trémulo instante de resplandor que existiría ahora y siempre. Solo de vez en cuando reparaba en la cadena de la pata del jilguero, o pensaba en lo cruel que era esa vida para una pequeña criatura viviente: aleteando apenas, obligada a posarse siempre en el mismo lugar sin esperanza.

V

Lo positivo: estaba encantado con lo simpático que era mi padre conmigo. Al menos una vez a la semana me llevaba a comer a bonitos restaurantes de mantel blanco, los dos solos. A veces invitaba también a Boris, quien aceptaba sin pensárselo —la atracción de una buena comida era lo bastante poderosa para neutralizar el tirón gravitacional de Kotku—, pero, por extraño que parezca, me lo pasaba mejor cuando íbamos solo mi padre y yo.

—¿Sabes? —me dijo en una de esas comidas mientras nos entreteníamos con el postre, hablando del colegio y de toda clase de cosas (¿de dónde había salido este nuevo padre que se involucraba?)—. He disfrutado mucho conociéndote mejor desde que estás aquí, Theo.

—Bueno, sí, yo también —respondí cohibido pero con sinceridad.

—Quiero decir… —mi padre se pasó una mano por el pelo— que te agradezco que me hayas dado una segunda oportunidad, chico. Porque cometí un gran error. No debería haber permitido que mi relación con tu madre interfiriera en mi relación contigo. No, no —levantó una mano—, no estoy echando la culpa a tu madre, ya estoy por encima de eso. Pero ella te quería tanto que siempre me sentí como un intruso entre vosotros. Un extraño en su propia casa. —Se rió con tristeza—. Estabais tan unidos que no había mucho espacio para tres.

—Bueno… —Mi madre y yo andábamos de puntillas y cuchicheábamos intentando evitarlo. Secretos, risas—. Solo es que…

—No, no te estoy pidiendo que te disculpes. Como padre, soy yo el que debería haber sabido qué hacer. Pero se convirtió en una especie de círculo vicioso, si sabes a qué me refiero. Me sentía alienado y excluido, lo que me empujaba a beber más. Y no debería haber permitido que eso ocurriera. Me perdí unos años realmente importantes de tu vida. Ahora soy yo el que tiene que vivir con ello.

—Hummm. —Me sentía tan mal que no sabía qué decir.

—No quiero incomodarte. Solo quería que supieras que me alegro de que ahora seamos amigos.

—Bueno, sí —dije mirando mi plato de crème brûlée bien rebañado—, yo también.

—Y que quiero compensarte. Mira, este año me está yendo tan bien con las apuestas —continuó mi padre bebiendo un sorbo de café— que quiero abrirte una cuenta de ahorro para ingresar una parte. Porque no me porté bien con tu madre, ya sabes, todos esos meses que estuve fuera.

—Pero, papá —dije desconcertado—, no tienes por qué hacerlo.

—¡Pero quiero! Tienes un número de la Seguridad Social, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, ya he apartado diez mil. Es un buen comienzo. Cuando lleguemos a casa, acuérdate de darme el número y así la próxima vez que vaya al banco abriré una cuenta a tu nombre.

VI

Aparte de en el colegio casi no había visto a Boris, exceptuando un sábado por la noche que mi padre nos había llevado a los dos al Carnegie Deli del Mirage para comer pez espada y bialys. Pero unas semanas antes del día de Acción de Gracias subió ruidosamente las escaleras e irrumpió en mi habitación sin avisar.

—Tu padre está pasando una mala racha, ¿lo sabías?

Dejé a un lado Silas Marner, que estábamos leyendo en el colegio.

—¿Cómo dices?

—Bueno, ha estado jugando en mesas de doscientos dólares…, doscientos la partida. Puedes perder mil dólares con facilidad en cinco minutos.

—Eso no es nada para él —repliqué, y cuando Boris no respondió, añadí—: ¿Cuánto te ha dicho que ha perdido?

—No me lo ha dicho, pero mucho.

—¿Estás seguro de que no te tomaba el pelo?

Boris se rió.

—Es posible —apoyándose en los codos—. ¿No sabes nada?

—Bueno… —Por lo que yo sabía, mi padre había barrido con todo la semana anterior con la victoria de los Bills—. No creo que le vaya tan mal, porque últimamente me ha llevado al Bouchon y a restaurantes por el estilo.

—Sí, pero a lo mejor hay una buena razón para ello —replicó Boris con aire de entendido.

—¿Una razón? ¿Cuál?

Boris parecía a punto de decir algo, pero cambió de opinión.

—Quién sabe —dijo, encendiendo un cigarrillo y dando una calada—. Tu padre… tiene sangre rusa.

—Ya —dije cogiendo el cigarrillo.

Había oído a menudo las acaloradas «charlas intelectuales» entre mi padre y Boris sobre cuáles eran los jugadores más célebres de la historia rusa: Pushkin, Dostoievski y otros nombres que no conocía.

—Bueno, ya sabes que es muy ruso quejarse continuamente de lo mal que van las cosas. Si la vida te va bien, cállatelo. No vayas a tentar al diablo… —Llevaba una camisa de mi padre ya casi transparente de tanto lavarla y tan grande que le ondeaba alrededor como la túnica de un disfraz de árabe o hindú—. Aunque a veces cuesta saber si tu padre habla en broma o en serio. —Luego, mirándome con atención—: ¿En qué estás pensando?

—En nada.

—Sabe que nos lo contamos todo. Por eso me lo dijo. No me lo habría dicho si no quisiera que tú lo supieras.

—Ya.

Pero estaba bastante seguro de que no era así. Mi padre era la clase de persona que cuando estaba de buenas hablaba sin problema de su vida personal con la mujer de su jefe o cualquier otra persona igual de inapropiada.

—Te lo diría él mismo si pensara que quieres saberlo.

—Mira. Como tú has dicho, a veces carga un poco las tintas…

A mi padre le iba el sadomasoquismo y los gestos grandilocuentes; los domingos que pasábamos juntos le encantaba exagerar sus infortunios; lloriqueaba y se quejaba a gritos de que lo habían «desplumado» y «acabado con él» después de perder una partida, aunque hubiera ganado otra media docena y estuviera sumando las ganancias en la calculadora.

—Eso es verdad —dijo Boris con prudencia. Recuperó el cigarrillo, dio una calada y amigablemente me lo pasó de nuevo—. Puedes quedártelo.

—No, gracias.

Se hizo un breve silencio durante el cual oímos los gritos del público del partido de fútbol que mi padre veía en la televisión. Luego, apoyándose de nuevo en un codo, Boris me preguntó:

—¿Hay algo de comer abajo?

—Ni una triste migaja.

—Creía que había restos de comida china.

—Ya no. Alguien se los ha comido.

—Mierda. Creo que iré a casa de Kotku. Su madre tiene pizzas congeladas. ¿Quieres venir?

—No, gracias.

Boris imitó los gestos de una banda callejera y se rió.

—Eh, tú, lo que quieras —dijo con su voz de gángster (solo discernible de la normal por los gestos y el «eh, tú») mientras se levantaba y salía bamboleándose de la habitación—. Los negratas tenemos que comer.

VII

Lo más curioso de la relación de Boris y Kotku era lo deprisa que se había vuelto irritantemente formal. Todavía follaban a todas horas y no podían quitarse las manos de encima, pero en cuanto abrían la boca era como si escucharas a una pareja que llevaba quince años casada. Discutían por pequeñas cantidades de dinero, recordándose quién había pagado la última comida; cuando oía sus conversaciones sin querer, discurrían como sigue:

Boris: ¡Qué! ¡Solo quería ser amable!

Kotku: Bueno, pues no lo ha sido.

Boris, corriendo para alcanzarla: ¡Hablo en serio, Kotku! ¡De verdad! ¡Solo quería ser amable!

Kotku (de morros).

Boris, tratando sin éxito de besarla: ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? ¿Por qué ya no te parezco amable?

Kotku (silencio).

El problema de Mike, el tipo de las piscinas —el rival sentimental de Boris—, se había resuelto gracias a la decisión extraordinariamente oportuna que había tomado él mismo de enrolarse en la Guardia Costera. Al parecer, Kotku todavía se pasaba horas a la semana hablando por teléfono con él, lo que por alguna razón no preocupaba a Boris («Solo quiere apoyarlo»). Pero era terrible ver lo celoso que se ponía en el colegio. Se sabía de memoria el horario de Kotku, y en cuanto terminaba la segunda clase de la mañana corría a buscarla, como si sospechara que ella lo engañaba durante la hora de español hablado o lo que fuera. Un día que Popper y yo estábamos solos en casa después del colegio, me telefoneó para preguntarme:

—¿Conoces a un tipo llamado Tyler Olowska?

—No.

—Está en tu clase de historia de Estados Unidos.

—Lo siento. Hay mucha gente.

—Oye, ¿puedes averiguar quién es y quizá dónde vive?

—¿Dónde vive? ¿Lo dices por Kotku?

De pronto, con gran sorpresa por mi parte, llamaron a la puerta, cuatro timbrazos imponentes. En todo el tiempo que llevaba viviendo en Las Vegas nadie había llamado a la puerta de nuestra casa ni una sola vez. Boris, al otro lado de la línea, también lo oyó.

—¿Qué ha sido eso?

El perro corría en círculos, ladrando como un loco.

—Hay alguien en la puerta.

—¿En la puerta? —En nuestra desierta calle sin vecinos, donde no pasaba el camión de la basura y ni siquiera había farolas, eso era un gran acontecimiento—. ¿Quién puede ser?

—No lo sé. Te llamo luego.

Cogí en brazos a Popchik —que ladraba prácticamente histérico— y mientras se retorcía, forcejeando para que lo dejara en el suelo, logré abrir la puerta con una mano.

—Míralo —dijo una voz agradable con acento de Jersey—. Qué monada.

Me sorprendí parpadeando a la brillante luz de última hora de la tarde ante un hombre muy alto, muy bronceado y muy delgado de edad indefinida. Parecía una mezcla de vaquero de rodeos y artista de salón cutre. Sus gafas de aviador de montura dorada eran moradas por la parte superior, y llevaba una americana de sport blanca encima de una camisa de vaquera roja con cierres de nácar y unos tejanos negros; pero lo primero que me llamó la atención fue su pelo: medio peluquín, medio trasplantado o desparramado por encima de la coronilla, con una textura como la fibra de vidrio y de un marrón tan oscuro como el betún de lata.

—¡Vamos, déjalo en el suelo! —dijo señalando a Popper, que aún intentaba zafarse.

Tenía una voz grave, y su actitud era serena y amistosa; salvo por el acento, era el texano perfecto, con botas y todo.

—¡Suéltalo! No me molesta. Me encantan los perros.

En cuanto dejé a Popchik en el suelo, el tipo se acuclilló para acariciarle la cabeza, una postura que evocaba la de un vaquero larguirucho junto a una fogata. Por extraño que fuera el aspecto del desconocido, con el pelo y demás, no podías por menos de admirar lo contento y a gusto que parecía sentirse en su piel.

—Sí, sí. ¡Una monada, eso es lo que eres! —Más de cerca, sus mejillas bronceadas tenían la textura de una manzana seca surcada de diminutas arrugas—. Tengo tres como él en casa. Minipins.

—¿Cómo dice?

Se irguió; al sonreír, dejó ver unos dientes blancos bien alineados y de un blanco deslumbrante.

—Pinschers en miniatura. Esos cabroncetes neuróticos lo trituran todo a mordiscos cuando no estoy, pero los adoro. ¿Cómo te llamas, chico?

—Theodore Decker —respondí, preguntándome quién era él.

De nuevo sonrió; los ojos que había detrás de las gafas semioscuras de aviador eran pequeños y centelleantes.

—Eh. ¡Otro neoyorquino! Lo noto en tu voz. ¿Me equivoco?

—No.

—Un chico de Manhattan, me atrevería a decir. ¿Es así?

—Sí —respondí, preguntándome qué era exactamente lo que notaba en mi voz. Nadie había adivinado nunca que era de Manhattan solo oyéndome hablar.

—Bueno, hum…, yo soy de Canarsie. Nacido y criado allí. Siempre es un placer conocer a alguien del Este. Me llamo Naaman Silver. —Me tendió una mano.

—Encantado, señor Silver.

—¡Señor! —Se rió con afecto—. Me encantan los chicos educados. No quedan muchos como tú. ¿Eres judío, Theodore?

—No, señor —respondí, y luego lamenté no haber dicho que sí.

—Bueno, pues te diré algo. A todo el que sea de Nueva York se le puede considerar judío honorario. Así es como yo lo veo. ¿Has estado en Canarsie?

—No, señor.

—Bueno, en el pasado fue una gran comunidad, pero ahora… —Se encogió de hombros—. Mi familia estuvo allí durante cuatro generaciones. Mi abuelo, Saul, dirigía uno de los primeros restaurantes kosher de Estados Unidos. Era un local grande y famoso. Pero cerró cuando yo era niño. Y entonces mi madre nos llevó a vivir a Jersey, al poco tiempo de morir mi padre, para que estuviéramos más cerca de mi tío Harry y su familia. —Se puso una mano en su delgada cadera y me miró—: ¿Está tu padre en casa, Theo?

—No.

—¿No? —Miró más allá de mí—. Qué lástima. ¿Sabes cuándo volverá?

—No, señor.

—Señor. Me gusta. Eres un buen chico. Te diré algo, me recuerdas a mí mismo cuando tenía tu edad. Recién salido de la yeshivá. —Levantó las manos, con pulseras doradas en sus bronceadas y vellosas muñecas—. ¿Ves estas manos? Blancas como la leche. Como las tuyas.

—Hummm… —Yo seguía de pie en la puerta, incómodo—. ¿Quiere pasar? —No estaba seguro de si debía invitar a entrar a un desconocido, pero me sentía solo y estaba aburrido—. Puede esperar, si quiere. Pero no sé cuándo volverá.

De nuevo sonrió.

—No gracias. Tengo que hacer otras visitas. Pero te diré algo. Voy a ser sincero contigo porque eres un buen chico. Tu padre me debe un buen pico. ¿Sabes lo que eso significa?

—No, señor.

—Que Dios te bendiga. No te hace falta saberlo y espero que nunca lo sepas. Pero deja que te diga que esa no es una buena política para los negocios. —Puso una mano amistosa en mi hombro—. Lo creas o no, Theodore, tengo don de gentes. No me gusta ir a la casa de un hombre y vérmelas con su hijo, como estoy haciendo en este momento. No está bien. Por lo general iría a la oficina de tu padre y tendríamos una charla allí. Pero, como quizá ya sabes, tu padre es un tipo difícil de localizar.

Oí sonar el teléfono dentro de casa. Boris, estaba casi seguro.

—Quizá sea mejor que contestes —dijo el señor Silver con tono afable.

—No, no se preocupe.

—Adelante. Creo que debes hacerlo. Esperaré aquí.

Cada vez más perturbado, entré de nuevo y contesté el teléfono. Tal como esperaba, era Boris.

—¿Quién era? —me preguntó—. No era Kotku, ¿verdad?

—No. Mira…

—Creo que se ha ido con ese tal Tyler Olowska. Tengo un extraño presentimiento. Bueno, quizá no se ha ido con él. Pero se han marchado juntos…, la he visto hablar con él en el aparcamiento. Verás, él va a su última clase, técnicas de ebanistería o como se llame…

—Boris, lo siento pero no puedo hablar ahora. Te llamaré luego.

—Basta con que me digas si era tu padre al teléfono —dijo el señor Silver cuando regresé a la puerta.

Miré por encima de él hacia el Cadillac blanco aparcado junto a la acera. Dentro había dos hombres, uno sentado al volante y el otro en el asiento del pasajero.

—No era tu padre, ¿verdad?

—No, señor.

—Me lo dirías si lo fuera, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Por qué será que no te creo?

Guardé silencio, sin saber qué decir.

—No importa, Theodore. —De nuevo se acuclilló para rascar a Popper detrás de las orejas—. Tarde o temprano daré con él. Acuérdate de lo que te he dicho. Y dile que he venido.

—Sí, señor.

Me señaló con un dedo.

—¿Cómo me llamo?

—Señor Silver.

—Señor Silver. Así es. Solo quería asegurarme.

—¿Qué quiere que le diga?

—Dile que el juego es para los turistas, no para la gente de aquí. —Con mucha suavidad, me tocó la frente con su mano delgada y bronceada—. Que Dios te bendiga.

VIII

Cuando Boris apareció en la puerta media hora después, intenté hablarle de la visita del señor Silver, pero él solo me escuchó a medias; estaba demasiado furioso con Kotku por coquetear con ese tal Tyler Olowska o como se llamara, un porrero rico que tenía un año más que nosotros y formaba parte del equipo de golf.

—Que se joda —dijo con voz gangosa, sentado en la planta de debajo fumando la hierba de Kotku—. No contesta el teléfono. Sé que está con él. Lo sé.

—Vamos. —Todavía preocupado por la visita del señor Silver, estaba más que harto de hablar de Kotku—. Seguramente él solo quería comprarle hierba.

—Sí, pero hay algo más. Lo sé. Ella ya no quiere que me quede a dormir en su casa, ¿lo has notado? Siempre tiene cosas que hacer. Ni siquiera se pone el collar que le compré.

Yo tenía las gafas torcidas y me las deslicé por el puente de la nariz. Boris ni siquiera había comprado ese estúpido collar sino que lo había robado del centro comercial; lo agarró y echó a correr mientras yo (un ciudadano honrado, con chaquetón de colegio privado) distraía a la dependienta con bobas pero educadas preguntas sobre qué podíamos comprarle papá y yo a mamá para su cumpleaños.

—Eh —dije, tratando de parecer comprensivo.

Boris frunció el entrecejo; su frente era como una nube de tormenta.

—Es una puta. El otro día fingió que lloraba en clase, para que ese cabrón de Olowska la compadeciera. Qué puta.

Me encogí de hombros —no tenía nada que decir al respecto— y le pasé el porro.

—Él solo le gusta porque tiene dinero. Su familia tiene dos Mercedes Clase E.

—Es el coche que llevan las ancianas.

—Tonterías. En Rusia lo conducen los mafiosos. Y… —Dio una profunda calada, sosteniéndolo y agitando las manos, con los ojos llorosos, como diciendo: espera, espera, esto es lo mejor—: ¿Sabes cómo la llama él?

—¿Kotku? —Boris era tan insistente llamándola Kotku que en el colegio, todos, incluso los profesores, habían empezado a llamarla así también.

—¡Exacto! —exclamó Boris, indignado, sacando el humo por la boca—. ¡Mi apodo! El klitchka que le puse yo. Y otro día en el pasillo lo vi a él desordenarle el pelo.

Encima de la mesa de centro había un par de caramelos de menta que casi se habían derretido en el bolsillo de papá, junto con varias recetas y unas monedas; desenvolví uno y me lo llevé a la boca. Estaba colocado y el dulzor me produjo un hormigueo por todo el cuerpo, como si fuera fuego.

—¿Se lo desordenó? —le pregunté entrechocando el caramelo contra los dientes—. ¿Has dicho eso?

—Hizo así —dijo él, haciendo el gesto de alborotarme el pelo con una mano mientras con la otra daba una última calada al porro y lo apagaba—. No sé cómo se dice.

—Yo no me preocuparía por eso —dije, apoyando la cabeza en el sofá—. Tienes que probar uno de estos caramelos de menta. Son buenísimos.

Boris se frotó la cara con una mano, luego meneó la cabeza como un perro sacudiéndose el agua.

—Guau —dijo, pasándose las manos por su pelo enmarañado.

—Sí. Yo también —dije, después de una pausa vibrante.

Mis pensamientos se extendían viscosos, tardaban en salir a la superficie.

—¿Tú también qué?

—Estoy colgado.

—¿Sí? —Se rió—. ¿Cómo de colgado?

—De muy alto, tío. —El caramelo de menta tenía un sabor intenso y era enorme, del tamaño de una roca, y casi no podía hablar con él en la boca.

Siguió un silencio sosegado. Eran las cinco y media de la tarde pero la luz aún era pura y cruda. Algunas de mis camisetas blancas estaban tendidas fuera junto a la piscina y deslumbraban, hinchándose y agitándose como velas desplegadas. Cerré los ojos, que me ardían a través de los párpados, y me arrellané mejor en el sofá (de pronto muy cómodo) como si fuera un barco meciéndose, y pensé en el libro de Hart Crane que habíamos estado leyendo en clase de literatura. El puente de Brooklyn. ¿Cómo no había leído nunca ese poema en Nueva York? ¿Y cómo no me había fijado jamás en ese puente, cuando lo veía prácticamente todos los días? Gaviotas y gotas deslumbrantes. «Pienso en los cines, esos trucos de prestidigitación panorámicos…».

—La estrangularía —dijo Boris de repente.

—¿Qué? —respondí sobresaltado, al oír solo la palabra «estrangularía» y el tono inconfundiblemente desagradable de Boris.

—Esa enana. Me vuelve loco. —Boris me golpeó con el hombro—. Vamos, Potter, ¿no te gustaría borrar esa sonrisa suficiente de su cara?

—Bueno… —dije, después de un momento de aturdimiento; era evidente que era una pregunta capciosa—. ¿Tronca?

—Viene a ser lo mismo que zorra.

—Ah.

—Pero es que lo es.

—Ya.

Siguió un silencio largo y bastante extraño durante el cual pensé en levantarme y poner algo de música, pero no sabía qué. Algo animado parecía poco apropiado, y lo último que quería era que sonara algo deprimente o angustioso que provocara a Boris.

—Hummm… —dije, después de lo que me pareció mucho tiempo—. Dentro de quince minutos empezará La guerra de los mundos.

—A ella le voy a dar yo guerra de los mundos —replicó Boris, sombrío.

Se levantó.

—¿Adónde vas? ¿Al Double R?

Boris frunció el entrecejo.

—Adelante, ríete —dijo con amargura, poniéndose su gabardina sovietskoye gris—. Pronto serán las Tres R si tu padre no paga el dinero que le debe a ese tipo.

—¿Las Tres R?

—Revólver, río o rampa —respondió Boris con una maliciosa risotada que sonó eslava.

IX

¿Era el título de una película o algo así?, me pregunté. ¿De dónde había sacado lo de las Tres R? Aunque casi había conseguido apartar de la mente los sucesos de la tarde, Boris me había dejado completamente alucinado al despedirse con ese comentario y me quedé una hora sentado con rigidez en la planta de abajo, viendo La guerra de los mundos sin volumen, escuchando el estrépito de la máquina de hacer hielo y los restallidos de la sombrilla del jardín azotada por el viento. Popper, que se había contagiado de mi estado de ánimo y estaba tan nervioso como yo, no paraba de ladrar y de bajar de un salto del sofá para comprobar los ruidos que se oían por la casa, hasta el punto de que cuando un coche entró en el camino del garaje mucho después de que oscureciera, salió disparado hacia la puerta y armó un follón que me dejó medio muerto de miedo.

Pero solo era mi padre. Tenía un aspecto desaliñado y los ojos vidriosos, y no estaba de muy buen humor.

—¿Papá? —Yo todavía estaba algo colocado y la voz me salió un poco extraña.

Él se detuvo al pie de las escaleras y me miró.

—Ha venido un tipo. Un tal señor Silver.

—¿Ah, sí? —respondió con bastante naturalidad. Aunque se quedó muy quieto, con una mano en la barandilla.

—Ha dicho que intentaba localizarte.

—¿A qué hora ha sido eso? —preguntó, entrando de nuevo en el salón.

—Hacia las cuatro de la tarde.

—¿Estaba Xandra?

—No la he visto.

Me puso una mano en el hombro y pareció reflexionar unos minutos.

—Bueno, te agradecería que no le dijeras nada a ella.

Me di cuenta de que la colilla del porro de Boris seguía en el cenicero. Me vio mirarla, la cogió y la olió.

—Me ha parecido oler algo —comentó, dejándola caer en el bolsillo de su americana—. Apestas, Theo. ¿De dónde habéis sacado esto?

—¿Va todo bien? —le pregunté.

Mi padre tenía los ojos un poco rojos y desenfocados.

—Por supuesto. Solo voy a subir a mi habitación para hacer unas llamadas.

Despedía un fuerte hedor a humo de tabaco rancio y al té de ginseng que bebía a todas horas, una costumbre que había adquirido de un empresario chino del salón de bacarrá y que impregnaba su sudor de un extraño olor exótico. Mientras lo observaba subir las escaleras hasta el rellano, lo vi sacar del bolsillo la colilla del porro y pasársela de nuevo por debajo de la nariz, pensativo.

X

De nuevo en mi dormitorio del piso superior, con la puerta cerrada con llave y Popper todavía nervioso y paseándose rígidamente de un lado para otro, pensé en el cuadro. Me sentía orgulloso de la ocurrencia de esconderlo dentro de una funda de almohada detrás de la cabecera de la cama; pero de pronto me di cuenta de lo estúpido que era guardar el cuadro en casa; claro que no tenía otras opciones, a menos que quisiera llevarlo al contenedor de escombros que había unas casas más abajo (que nunca habían vaciado desde que yo vivía en Las Vegas) o a una de las casas abandonadas de la acera de enfrente. La casa de Boris no era más segura que la mía, y no había nadie más en quien confiara o a quien conociera lo suficiente para dejarlo a su cuidado. La otra única posibilidad era el colegio, también una mala idea. Sabía que tenía que haber algún lugar mejor, pero no se me ocurría. En el colegio de vez en cuando hacían inspecciones arbitrarias de taquillas y, relacionado como estaba ahora con Kotku a través de Boris, probablemente yo era la clase de alumno turbio al que podían decidir investigar arbitrariamente. Aunque me expusiera a que alguien lo encontrara en mi taquilla —ya fuera el director o el señor Detmars, el aterrador entrenador de baloncesto, o incluso el segurata de la empresa de seguridad al que llamaban de vez en cuando para asustar a los alumnos—, era mejor que tenerlo en casa al alcance de papá o del señor Silver.

El cuadro, dentro de la funda de almohada, estaba envuelto en varias capas de papel de dibujo sujetas con celo —un papel archival, de buena calidad, que había robado del aula de arte del colegio— con una doble capa interior de paño de cocina de algodón blanco, para proteger la superficie de los ácidos del papel (aunque no hubiera ninguno). Pero había sacado tantas veces el cuadro para mirarlo, abriendo la solapa superior cerrada con celo, que el papel estaba gastado y el celo ya no pegaba. Después de pasar unos minutos tumbado en la cama mirando el techo, me levanté y fui a buscar el rollo extralargo de cinta adhesiva que habíamos utilizado para la mudanza; luego despegué la funda de almohada de la cabecera.

Era demasiado —demasiado tentador— tener en mis manos el cuadro y no mirarlo. Lo saqué rápidamente del paquete, y casi de inmediato me vi envuelto en su resplandor, algo casi musical, una dulzura interior que resultaba inexplicable más allá de una profunda y vibrante armonía de la rectitud, del mismo modo que el corazón te palpitaba lento y seguro cuando estabas con alguien con quien te sentías protegido y amado. De él emanaba un poder, un brillo, una frescura como la de la luz que entraba en mi antiguo dormitorio de Nueva York por las mañanas, serena y al mismo tiempo emocionante, una luz que volvía todo más afilado y al mismo tiempo más delicado y hermoso de lo que era en realidad, y aún más atrayente porque formaba parte del pasado y era irrecuperable: el papel de pared brillante, el viejo globo terráqueo Rand McNally en la penumbra.

Una pequeña ave; un ave amarilla. Sacudiéndome el aturdimiento, deslicé de nuevo el cuadro en el envoltorio a base de papel y paños de cocina, y lo envolví otra vez con dos o tres (¿cuatro?, ¿cinco?) hojas de la prensa deportiva de mi padre; luego, de forma impulsiva, entregándome de lleno a la tarea con determinación y aún colocado, lo rodeé una y otra vez con la cinta adhesiva hasta que no quedó visible ni una tira de letra impresa, y acabé todo el rollo extralargo. Nadie abriría ese paquete por capricho. Aunque tuviera a mano un cuchillo afilado en lugar de unas simples tijeras, tardaría mucho rato en hacerlo. Cuando por fin terminé —el fardo parecía un extraño capullo de ciencia ficción—, metí el cuadro momificado, con funda y todo, en la mochila del colegio y la puse debajo de la colcha junto a mis pies. Con un gruñido enfadado, Popper se movió para hacerle sitio. Aun pequeño y ridículo como era, ladraba con ferocidad y tenía un sentido territorial muy acusado, que era a mi lado; me constaba que si alguien abría la puerta del dormitorio mientras yo dormía —incluidos Xandra o mi padre, que no le gustaban mucho—, pegaría un brinco y daría la alarma.

Lo que había empezado siendo un pensamiento tranquilizador se estaba metamorfoseando una vez más en visiones de desconocidos y robos. El aire acondicionado estaba tan fuerte que tiritaba; cuando cerré los ojos tuve la sensación de que me elevaba por encima de mi cuerpo y flotaba cada vez más deprisa, como un globo que se escapa, solo para sobresaltarme con una brusca sacudida al abrirlos de nuevo. De modo que mantuve los ojos cerrados e intenté recordar todo lo posible el poema de Hart Crane, que no fue mucho, aunque hasta las palabras aisladas como «gaviotas», «tráfico», «tumulto» y «amanecer» acarreaban algo de sus distancias aéreas, sus movimientos de lo alto hacia abajo; y cuando estaba a punto de dormirme me sumergí en un abrumador recuerdo sensorial del estrecho y ventoso parque con olor a tubos de escape que había cerca de nuestro antiguo apartamento, junto al río East, el estruendo del tráfico que flotaba de forma abstracta por encima mientras el río se arremolinaba en rápidas y confusas corrientes, y a veces parecía fluir en dos direcciones diferentes.

XI

Esa noche apenas pegué ojo, y estaba tan exhausto cuando llegué al día siguiente al colegio y guardé el cuadro en la taquilla que ni siquiera me di cuenta de que Kotku (que volvía a estar con Boris, como si no hubiera pasado nada) tenía el labio hinchado. Solo cuando oí decir a un chico duro del último curso llamado Eddie Riso: «¿Te ha pasado una apisonadora por encima?», vi que alguien la había golpeado a base de bien. Ella iba por ahí riéndose nerviosa y diciéndole a la gente que se había golpeado la boca con la portezuela de un coche, pero de un modo algo avergonzado que (al menos a mí) no me sonó muy sincero.

—¿Se lo has hecho tú? —le pregunté a Boris cuando lo vi sentado solo (o relativamente solo) en la clase de literatura.

Él se encogió de hombros.

—No quería hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

Boris parecía asombrado.

—¡Ella me obligó!

—Te obligó —repetí.

—Mira, solo porque tienes celos de ella…

—Vete a la mierda. Mi importa un bledo lo que hagáis Kotku y tú…, tengo otras cosas en las que pensar. Por mí, puedes partirle la cabeza.

—Vamos, Potter —dijo Boris serenándose de golpe—. ¿Volvió ese tipo?

—No —respondí tras un momento de silencio—. Aún no. Bueno, a la mierda —añadí mientras Boris me miraba fijamente—. Es su problema, no el mío. Ya se le ocurrirá algo.

—¿Cuánto le debe?

—Ni idea.

—¿No puedes conseguir tú el dinero por él?

—¿Yo?

Boris apartó la vista. Le golpeé el brazo.

—Vamos, Boris, ¿qué quieres decir con si puedo conseguirlo por él? ¿De qué estás hablando? —le pregunté al ver que no respondió.

—No importa —dijo él rápidamente, recostándose en la silla.

Y no tuve oportunidad de continuar la conversación porque en ese momento Spirsetskaya entró en el aula, impaciente por hablarnos del aburrido Silas Marner, y ahí quedo todo.

XII

Aquella noche mi padre llegó pronto a casa con bolsas de comida de su chino favorito, incluida una ración de bolas de masa rellenas con especias que me encantaba; estaba de tan buen humor que parecía que el señor Silver y todo el asunto de la noche anterior habían sido un sueño.

—Bueno… —dije, pero me interrumpí.

Xandra, que acababa de terminarse sus rollitos de primavera, estaba aclarando unos vasos en el fregadero, pero había cosas que me incomodaba hablar delante de ella.

Él me sonrió con su gran sonrisa de superpapá, la misma que a veces ponía para que las azafatas lo sentaran en primera clase.

—Bueno ¿qué? —dijo él, dejando a un lado la bandeja de gambas al estilo Sichuan para coger una galleta de la suerte.

—Eh… —Xandra tenía el grifo abierto—. ¿Ya lo has resuelto todo?

—¿Te refieres a Bobo Silver? —preguntó él con tono despreocupado.

—¿Bobo?

—Escucha, espero que no estuvieras preocupado por eso. No lo estabas, ¿verdad?

—Bueno…

—Bobo… —Él se rió—, lo llaman el Mensch. En realidad es un buen tipo… Bueno, tú mismo hablaste con él, solo se nos cruzaron los cables, eso es todo.

—¿De qué pico me hablaba?

—Escucha, solo fue una confusión. Quiero decir que esos tipos son unos personajes. Tienen su propio lenguaje, su forma de hacer las cosas. Pero, eh… —se rió—, esto es genial…, cuando me encontré con él en el Caesars (allí es donde Bobo tiene su «oficina», ¿sabes?, en la piscina del Caesars), en fin, cuando me lo encontré, ¿sabes lo que no paraba de repetir? Tienes un gran chico, Larry. Todo un pequeño caballero. Vamos, no sé qué le dijiste, pero te debo una.

—Uf —dije con tono neutro, sirviéndome más arroz.

Pero en mi fuero interno estaba casi borracho de alegría ante el cambio de humor que se había producido en él, la misma oleada de euforia que sentía de pequeño cuando los silencios se rompían y sus pasos se volvían ligeros de nuevo, y lo oía reírse por algo o tararear mientras se afeitaba.

Mi padre partió su galleta de la suerte y se rió.

—Mira esto —dijo, haciendo una pelota y tirándomela—. Me gustaría saber quién se sienta a discurrir estas profecías en Chinatown.

—«Tienes un aparato insólito para adivinar el futuro, ¡utilízalo con cuidado!» —leí en voz alta.

—¿Un aparato insólito? —repitió Xandra, acercándose a él por detrás para rodearle el cuello con los brazos—. Eso suena un poco obsceno.

—Ah… —Mi padre se volvió para besarla—. Una mente obscena. La fuente de la eterna juventud.

—Eso parece.

XIII

—Esa vez te dejé a ti el labio hinchado —dijo Boris; sin duda se sentía culpable por el asunto de Kotku, ya que había sacado el tema durante el amigable silencio matinal en el autobús escolar.

—Sí, y yo te golpeé la cabeza contra el puto muro.

—¡No era mi intención!

—¿No era tu intención qué?

—¡Golpearte en la boca!

—¿Y a ella sí querías golpearla?

—En cierto modo, sí —respondió él evasivo.

—En cierto modo.

Boris hizo un ruido de exasperación.

—¡Le he pedido perdón! Ahora todo va bien entre nosotros, no hay ningún problema. Además, ¿a ti qué te importa?

—Tú has sacado el tema, no yo.

Me lanzó una extraña mirada desenfocada, luego se rió.

—¿Puedo decirte algo?

—¿Qué?

Acercó su cabeza a la mía.

—Kotku y yo tuvimos un viaje anoche —susurró—. Nos metimos un ácido juntos. Fue increíble.

—¿De verdad? ¿De dónde lo sacaste? —Era bastante fácil conseguir éxtasis en nuestro colegio (Boris y yo habíamos tomado al menos una docena de veces, las mágicas noches sin hablar en que nos habíamos adentrado en el desierto medio delirante de las estrellas), pero nadie tenía nunca ácido.

Boris se frotó la nariz.

—Bueno, su madre conoce a un anciano espeluznante llamado Jimmy que trabaja en una tienda de armas. Nos proporcionó cinco dosis…, no sé por qué le compré cinco, debería haberle comprado seis. De todos modos todavía me quedan. Joder, es genial.

—¿Ah, sí? —Al mirarlo con más atención me di cuenta de que tenía las pupilas dilatadas y raras—. ¿Todavía te dura?

—Puede que un poco. Solo he dormido dos horas. De todos modos nos hemos reconciliado del todo. Hasta las flores sobre la colcha de su madre eran amistosas, y estábamos hechos de la misma sustancia que las flores; comprendimos lo mucho que nos queremos y que nos necesitamos pase lo que pase, y que todas las cosas horribles que han sucedido entre nosotros solo eran fruto del amor.

—Vaya —dije, con un tono que supongo que debió de sonar más triste de lo que me proponía, a juzgar por el modo en que Boris juntó las cejas y me miró—. Bueno, ¿qué te pasa? —le pregunté, ya que seguía mirándome fijamente.

Parpadeó y meneó la cabeza.

—Solo lo veo. Una especie de bruma de tristeza alrededor de tu cabeza. Es como si fueras un soldado o algo así, un personaje histórico que sale a un campo de batalla con todos esos sentimientos profundos…

—Boris, todavía estás flipando.

—No es verdad —dijo con tono soñador—. Me va y me viene. Pero aún veo las chispas de colores que salen de las cosas si las miro con el rabillo del ojo.

XIV

Transcurrió más o menos una semana sin incidentes, tanto en el frente de mi padre como en el de Boris y Kotku, el tiempo que creí prudente para volver a traer a casa la funda de almohada. Al sacarla de la taquilla había advertido lo extrañamente abultada (y pesada) que parecía, y cuando subí a mi dormitorio y saqué el paquete de la funda, comprendí por qué. Era evidente que estaba colgadísimo cuando lo envolví y aseguré con cinta adhesiva; todas esas capas de papel de periódico, sujetas con un rollo extralargo de cinta adhesiva reforzada con fibra, me habían parecido una sensata medida de precaución en mi estado aterrado y colocado; pero de nuevo en mi dormitorio, a la sobria luz de la tarde, era el envoltorio de un loco y/o un vagabundo, ya que prácticamente lo había momificado. Con tanta cinta adhesiva ya no era ni cuadrado; hasta las esquinas estaban redondeadas. Fui a buscar el cuchillo más afilado de la cocina y serré una esquina, con cuidado al principio, preocupado por si se me resbalaba y estropeaba el cuadro, luego con más vigor. Pero solo había atravesado unas tres pulgadas y empezaba a notarme las manos cansadas cuando oí a Xandra entrar en el piso de abajo y volví a guardarlo en la funda de almohada y a pegarlo detrás de la cabecera de la cama hasta que supiera con certeza que ella y mi padre estarían fuera de casa un buen rato.

Boris me había prometido compartir conmigo dos de los ácidos que le quedaban en cuanto su mente volviera a la normalidad, como él lo expresó; me confesó que todavía se notaba un poco distanciado de la realidad; veía formas en movimiento en las vetas de la madera de imitación del escritorio del colegio, y en cuanto fumó hierba empezó de nuevo el viaje.

—Eso suena muy intenso.

—No, está bien. Puedo hacer que pare si quiero. Creo que deberíamos hacerlo en el parque infantil. Quizá el día de Acción de Gracias.

Habíamos ido a tomar éxtasis al parque infantil abandonado todas las veces menos la primera, en la que Xandra empezó a golpear la puerta de mi habitación para pedirnos que la ayudáramos a arreglar la lavadora. No logramos arreglarla, por supuesto, pero los cuarenta y cinco minutos que estuvimos con ella en el lavadero, la mejor parte del viaje, habían sido un tremendo corte de rollo.

—¿Será mucho más fuerte que el éxtasis?

—No…, bueno, sí, pero es genial, créeme. Yo quería todo el rato que Kotku y yo estuviéramos fuera, al aire libre, pero nos encontrábamos demasiado cerca de la autopista, los faros, los coches… ¿Quizá este fin de semana?

Así que teníamos algo que esperar con ilusión. Sin embargo, justo cuando empezaba a sentirme bien e incluso esperanzado de nuevo —no se había sintonizado el canal ESPN en toda una semana, lo que era una especie de récord—, me encontré a mi padre esperándome en casa cuando llegué del colegio.

—Necesito hablar contigo, Theo —me dijo en cuanto entré—. ¿Tienes un momento?

Me detuve.

—Sí, claro.

El salón tenía el aspecto de haber sufrido un robo, con papeles esparcidos por todas partes e incluso los cojines del sofá mal colocados.

Él dejó de dar vueltas; se movía con cierta rigidez, como si le doliera una rodilla.

—Ven aquí —dijo con voz amistosa—. Siéntate.

Me senté. Mi padre suspiró, se sentó frente a mí y se pasó una mano por el pelo.

—El abogado —dijo, echándose hacia delante con las manos juntas entre las rodillas y mirándome a los ojos con franqueza.

Esperé.

—Quiero decir, el abogado de tu madre. Sé que te lo pido con poca antelación, pero necesito que lo telefonees por mí.

Fuera soplaba el viento; la arena repiqueteaba contra las puertas de cristal y el toldo del jardín restallaba con el ruido de una bandera rasgándose.

—¿Cómo? —pregunté, tras un silencio cauteloso.

Mi madre había comentado que quería ver a un abogado cuando papá se marchó —me figuré que para hablar de divorcio—, pero no sabía qué había pasado después.

—Verás… —Mi padre respiró hondo; miró hacia el techo—. La situación es la siguiente. Imagino que habrás notado que ya no he hecho más apuestas deportivas, ¿no? Bueno, pues lo quiero dejar. Mientras lleve ventaja, por así decirlo. No es… —Guardó silencio y pareció pensar—. Quiero decir que me he vuelto bastante bueno haciendo los deberes y siendo disciplinado. No apuesto de forma impulsiva sino que hago muchos números. Y, como digo, me ha ido bastante bien. He ahorrado bastante dinero los últimos meses. Solo que…

—Entiendo —dije sin mucha convicción en el silencio que siguió, preguntándome adónde quería ir a parar.

—En fin, ¿por qué tentar el destino? Porque… —se llevó una mano al corazón—, soy alcohólico. Soy el primero en admitirlo. No puedo beber ni una gota. Una copa es demasiado y mil no son suficientes. Dejar la bebida es lo mejor que he hecho nunca. Y con el juego, incluso con mis tendencias adictivas y demás, siempre ha sido diferente, desde luego que he pasado algún apuro, pero nunca he sido como uno de esos tipos que llegan a malversar dinero y a llevar a la bancarrota el negocio de la familia o lo que sea. Pero… —se rió—, si no quieres acabar tarde o temprano cortándote el pelo es mejor no pisar la barbería, ¿no?

—¿Y bien? —pregunté con cautela, esperando que continuara.

—Pues que…, uf. —Mi padre se pasó las manos por el pelo; tenía un aspecto infantil, entre aturdido e incrédulo—. La cuestión es que quiero hacer grandes cambios. Porque me han ofrecido la oportunidad de entrar en un gran negocio. Un colega mío tiene un restaurante. Y creo que sería algo bueno para todos, una de esas oportunidades que solo se presentan una vez en la vida. ¿Sabes? Xandra lo está pasando de pena en su trabajo en estos momentos; su jefe se porta fatal con ella y, no sé, creo que esto sería lo más sensato.

¿Mi padre? ¿Un restaurante?

—Vaya…, es estupendo.

—Sí. —Mi padre asintió—. Es realmente estupendo. Pero el caso es que para abrir un local así…

—¿Qué clase de local?

Mi padre bostezó, se frotó los ojos enrojecidos.

—Oh, ya sabes…, comida norteamericana sencilla. Bistecs, hamburguesas y platos por el estilo. Algo simple y bien preparado. Pero para que mi colega abra el local y pague los impuestos del restaurante…

—¿Los impuestos?

—Dios, sí, no te imaginas las cantidades que te piden aquí. Tienes que pagar los impuestos del restaurante, la licencia para la venta de bebidas alcohólicas, el seguro contra terceros… Tener un local así en funcionamiento cuesta un cantidad elevadísima de efectivo.

—Bueno. —Intuí adónde quería ir a parar—. Si necesitas el dinero de mi cuenta…

Mi padre pareció sobresaltarse.

—¿Qué?

—Ya sabes, la cuenta que abriste para mí. Si necesitas sacar el dinero, no es ningún problema.

—Ah, sí. —Mi padre guardó silencio un momento—. Gracias. Te lo agradezco. Pero la verdad —se había levantado y daba vueltas por la habitación— es que veo una forma muy hábil de resolverlo. Solo es una solución a corto plazo para poner en marcha el local, ya sabes. Lo recuperaremos en unas pocas semanas… Quiero decir que un local como este, en el lugar donde está y demás, es como tener una máquina de hacer dinero. Solo son los gastos iniciales. Esta ciudad es una locura de impuestos, tasas y demás. —Se rió, medio disculpándose—. Ya sabes que no te lo pediría si no fuera una emergencia…

—¿Cómo? —le pregunté confuso.

—Como te decía, necesito que hagas una llamada telefónica por mí. Aquí tienes el número. —Lo había escrito todo en una hoja de papel; me fijé en que era un 212—. Necesito que llames a este tipo y hables tú mismo con él. Se llama Bracegirdle.

Miré el papel y luego a mi padre.

—No lo entiendo.

—No hace falta que lo entiendas. Todo lo que tienes que hacer es decir lo que yo te diga.

—¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Mira, tú solo haz lo que te digo. Dile quién eres, que necesitas hablar con él, que es un asunto de negocios, bla, bla, bla…

—Pero… —¿Quién era esa persona?—. ¿Qué quieres que le diga?

Mi padre tomó una larga bocanada de aire; estaba haciendo un esfuerzo por controlar la expresión de su cara, algo que se le daba muy bien.

—Es abogado —respondió en una sola exhalación—. El abogado de tu madre. Tiene que disponer el ingreso de esta cantidad de dinero… —Se me salieron los ojos de las órbitas ante la cifra que él me indicó: sesenta y cinco mil dólares— en esta cuenta. —Arrastró el dedo hasta la hilera de cifras de debajo—. Dile que he decidido mandarte a una escuela privada. Te pedirá tu nombre y el número de la Seguridad Social, eso es todo.

—¿Un colegio privado? —repetí, tras unos minutos de confusión.

—Ya te he dicho que es por motivos fiscales.

—Pero yo no quiero ir a un colegio privado.

—Espera, espera…, solo escúchame. Siempre y cuando estos fondos se utilicen en beneficio tuyo, en un sentido oficial, no habrá ningún problema. Y el restaurante es en beneficio de todos. Quizá al final sea sobre todo en beneficio tuyo. Verás, yo mismo podría hacer la llamada, pero si lo enfocamos como es debido podríamos ahorrarnos unos treinta mil dólares que de otro modo irían a parar al gobierno. Por Dios, te enviaré a un colegio privado si quieres. A un internado. Podría enviarte a Andover con todo ese dinero extra. Solo quiero evitar que la mitad del dinero vaya a parar a Hacienda, ¿comprendes? Además, tal como están las cosas, cuando llegue el momento de que vayas a la universidad tendrás que pagar, porque con esa cantidad no podrás pedir una beca. La oficina de ayuda económica de la universidad comprobará esa cuenta y te pondrán dentro de otro baremo de ingresos; se llevarán el setenta y cinco por ciento solo el primer año. Si lo hacemos de este modo al menos podrás aprovecharlo a fondo ahora, ¿entiendes? ¿Y en qué momento podría ser más útil?

—Pero…

—Pero… —Voz de falsete, lengua colgada hacia fuera, mirada atontada—. Oh, vamos, Theo —continuó con voz normal al mirarlo fijamente. Te juro que no tengo tiempo para esto. Necesito que hagas esta llamada ahora mismo, antes de que cierren las oficinas en el Este. Si necesitas firmar algo, dile que te envíe los documentos por Fed-Ex. O por fax. Tenemos que hacerlo lo antes posible.

—Pero ¿por qué tengo que hacerlo yo?

Mi padre suspiró; puso los ojos en blanco.

—Mira, no me vengas con esas, Theo. Estoy seguro de que sabes de qué va porque te he visto revisar la correspondencia. —Y al percibir mis objeciones, añadió—: Sí, lo haces cada día, sales a ese buzón como un puto rayo.

Yo estaba tan desconcertado ante ese comentario que no supe qué responder.

—Pero… —Bajé la vista hacia el papel y la cifra me saltó de nuevo a los ojos—. Sesenta y cinco mil dólares.

Sin previo aviso, mi padre salió disparado y me dio una bofetada con tanta fuerza que durante un segundo no supe qué había pasado. Luego, casi antes de que pudiera parpadear me golpeó de nuevo, esta vez con el puño, con un plaf de dibujos animados que sonó como el flash de una cámara de fotos. Mientras me tambaleaba —las piernas no me sostenían, todo estaba blanco—, me agarró por el cuello y, con un brusco impulso hacia arriba, me obligó a ponerme de puntillas.

—Escúchame bien. —Me gritaba en la cara, con la nariz a dos pulgadas de la mía, pero Popper saltaba y ladraba como loco, y el pitido que yo oía en los oídos había alcanzado un tono tan alto que era como si sus gritos llegaran a través de la estática de la radio—. Vas a llamar a este tipo… —agitando el papel en mi cara— y a decirle lo que yo te diga, joder. No me lo pongas más difícil porque voy a obligarte a hacerlo, Theo, no te miento, te romperé el brazo, te daré una paliza de órdago si no haces esta llamada ahora mismo. ¿Entendido? ¿Entendido? —repitió, en el aturdido silencio que zumbaba en mi oído. Noté su agrio aliento a tabaco en mi cara. Me soltó el cuello; retrocedió—. Ya me has oído. Di algo.

Me protegí la cara con el brazo. Me caía una lágrima por la mejilla aunque era algo automático, como agua del grifo, no la acompañaba ninguna emoción.

Mi padre cerró los ojos con fuerza; meneó la cabeza.

—Mira, lo siento —dijo con una voz áspera, todavía jadeando. Sin embargo, desde un claro rincón de mi mente vi que no lo sentía; más bien parecía que quería seguir pegándome—. Pero te juro, Theo, y créeme lo que te digo, que tienes que hacer esto por mí.

Todo se volvió borroso y levanté las manos para ponerme bien las gafas. Respiraba de un modo tan ruidoso que no se oía nada más en la habitación.

Mi padre, con las manos en las caderas, alzó los ojos al techo.

—Oh, vamos —dijo—. Ya basta.

No dije una palabra. Nos quedamos otros dos minutos larguísimos mirándonos. Popper ya no ladraba y nos observaba de forma aprensiva, como si intentara averiguar qué estaba pasando.

—Es solo… Bueno, ya sabes. —De pronto volvía a mostrarse razonable—. Lo siento, Theo. Te juro que lo siento, pero estoy en un verdadero aprieto, necesitamos ese dinero ahora mismo, de verdad.

Intentaba mirarme a los ojos; su mirada era franca, sensata.

—¿Quién es ese tipo? —le pregunté, sin mirarlo a él sino a la pared situada detrás de su cabeza, con una voz que por alguna razón me salió con un sonido abrasado y extraño.

—El abogado de tu madre. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —Se masajeaba los nudillos como si le dolieran después de haberme golpeado—. Mira, Theo, el caso es que… —Otro suspiro—. Lo siento, pero te juro que no estaría tan perturbado si no fuera de verdad importante. Porque lo estoy, estoy con el agua al cuello. Esto solo es algo temporal, entiéndelo…, hasta que arranque el negocio. Porque todo podría derrumbarse —chasqueó los dedos—, así de fácil, a menos que empiece a quitarme de encima a algunos de estos acreedores. Y el resto… lo utilizaré para mandarte a un colegio mejor. Uno privado quizá. Te gustaría, ¿verdad?

Llevado por su propio discurso, ya había empezado a marcar el número. Me pasó el auricular y, antes de que alguien respondiera, corrió a ponerse al aparato del otro extremo de la habitación.

—Hola —le dije a la mujer que contestó—, hum, disculpe. —Mi voz sonaba áspera e irregular, todavía no podía creer lo que estaba ocurriendo—. ¿Podría hablar con el señor…?

Mi padre clavó el dedo en el papel: Bracegirdle.

—¿El señor, hum, Bracegirdle? —dije en voz alta.

—¿De parte de quién? —Tanto mi voz como la suya sonaban demasiado fuertes por el hecho de que mi padre escuchaba por el teléfono supletorio.

—Theodore Decker.

—Ah, sí —dijo la voz de un hombre al ponerse al aparato—. ¡Hola Theodore! ¿Cómo estás?

—Bien.

—Pareces resfriado. Dime, ¿estás un poco resfriado?

—Hum, sí —respondí con poca convicción.

Mi padre, desde el otro extremo de la habitación, pronunciaba mudamente la palabra laringitis.

—Qué lástima —dijo la voz resonante, tan fuerte que tuve que apartar el auricular de la oreja—. Nunca se me ocurre pensar que la gente se resfría igual donde tú vives. De todos modos, me alegro de que hayas telefoneado… No sabía cómo ponerme en contacto contigo directamente. Sé que las cosas aún son muy difíciles para ti, pero espero que haya mejorado algo desde la última vez que te vi.

Guardé silencio. ¿Conocía a esa persona?

—Fue un mal momento —continuó el señor Bracegirdle, interpretando de manera correcta mi silencio.

La voz fluida y aterciopelada me resultaba familiar.

—Sí.

—La tormenta de nieve, ¿recuerdas?

—Ya.

Había aparecido más o menos una semana después de que mi madre muriera; era un hombre de edad avanzada, tenía el pelo blanco e iba elegantemente vestido, con camisa de rayas y pajarita. Al parecer, él y la señora Barbour se conocían, o al menos él dio la impresión de conocerla a ella. Se sentó frente a mí en el sillón más cercano al sofá y habló mucho, de cosas confusas, aunque lo único que se me quedó grabado fue la anécdota de cómo había conocido a mi madre: en medio de una gran tormenta de nieve, sin taxis a la vista, un taxi ocupado dobló la esquina de la Ochenta y cuarto con Park precedido por una aluvión de nieve mojada. La ventanilla se bajó y apareció mi madre «¡la viva imagen de la belleza!» diciendo que se dirigía a la Cincuenta y siete Este, que si le iba de camino.

—Ella siempre hablaba de esa tormenta —dije. Mi padre, con el auricular al oído, me observaba con una mirada penetrante—. Cuando la ciudad quedó paralizada.

Él se rió.

—¡Qué encanto de mujer! Yo salía de una reunión tardía…, una fiduciaria de edad avanzada en Park con la Noventa y dos, la heredera de una compañía naviera, que lamentablemente había muerto. En fin, cuando bajé a la calle arrastrando mi cartera de litigios ya había caído un palmo de nieve. El silencio era absoluto. Unos chicos bajaban en trineo por Park Avenue. Los trenes no funcionaban por encima de la Setenta y dos, y ahí me tienes, hundido hasta las rodillas en la nieve y caminando con dificultad, cuando un taxi amarillo con tu madre dentro aparece de la nada y hace crujir la nieve hasta detenerse. Como si la enviara una partida de búsqueda. «Suba que le llevaremos». El centro de la ciudad estaba totalmente desierto…, los copos de nieve se arremolinaban y las luces de la ciudad estaban encendidas. Y allí nos encontrábamos nosotros, avanzando a un paso tan de tortuga que podríamos haber ido en trineo, y saltándonos los semáforos, pues no tenía sentido parar. Recuerdo que hablamos de Fairfield Porter…, acababa de exponer en Nueva York, y luego pasamos a hablar de Frank O’Hara y Lana Turner, y de en qué año habían cerrado por fin el viejo restaurante Horn and Hardart, conocido como el Automat. ¡Luego descubrimos que trabajábamos uno enfrente del otro! Fue el comienzo de una bonita amistad, como se suele decir.

Miré a papá. Tenía una cara extraña, con los labios apretados, como si estuviera a punto de vomitar sobre la moqueta.

—Si te acuerdas, aquel día hablamos un poco del testamento de tu madre —continúo diciendo la voz al otro lado del teléfono—. No mucho, pues no era el momento. Pero esperaba que fueras a verme cuando estuvieras preparado para hablar. De haber sabido que te irías te habría telefoneado antes.

Miré de nuevo a mi padre, luego el papel que tenía en la mano.

—Quiero ir a un colegio privado —balbuceé.

—¿De verdad? —dijo el señor Bracegirdle—. Me parece una idea excelente. ¿Dónde estabas pensando? ¿En el Este o por allí?

No habíamos pensado en eso. Miré a mi padre.

—Hummm… —dije mientras mi padre hacía muecas y agitaba una mano frenético.

—Es posible que haya buenos internados en el Oeste, pero yo no los conozco —decía el señor Bracegirdle—. Yo estuve en el Milton y fue una experiencia maravillosa. Mi hijo mayor también fue durante un año pero no resultó ser el lugar adecuado para él…

Mientras hablaba de distintos internados situados entre Milton y Kent a los que habían ido los hijos de amigos y conocidos suyos, mi padre había garabateado algo en un papel; me lo lanzó. «Envíeme el dinero por giro —leí—. La cuota inicial».

—Hummm… —No sabía muy bien cómo plantear el tema—. ¿Mi madre me dejó algo de dinero?

—Bueno, no exactamente —respondió el señor Bracegirdle, y pareció enfriarse un poco al oír la pregunta, o quizá fuera por la torpeza de la interrupción—. Tuvo algunos problemas económicos al final, como estoy seguro que ya sabes. Pero tienes un plan quinientos veintinueve. Y poco antes de morir también abrió una pequeña UTMA a tu nombre.

—¿Qué es eso?

Mi padre, con los ojos clavados en mí, escuchaba con mucha atención.

—Una cuenta de transferencias uniformes a menores. No se puede utilizar más que para tu educación, al menos mientras sigas siendo menor de edad.

—¿Por qué no? —pregunté tras una breve pausa, ya que me pareció que ponía especial hincapié en ese último punto.

—Porque así lo establece la ley —replicó cortante—. Pero seguro que lo podemos arreglar si quieres ir a un internado. Conozco a una cliente que utilizó parte del quinientos veintinueve de su hijo mayor para mandar a su hija más pequeña a una elegante guardería. No es que crea sensato gastar veinte mil dólares al año en un niño pequeño…, ¡sin duda eran los lápices de colores más caros de Manhattan! Pero es para que entiendas cómo funciona.

Miré a mi padre.

—Entonces no habría forma de que me enviara sesenta y cinco mil dólares —dije—. Si los necesitara ahora mismo.

—¡No! ¡Por supuesto que no! Quítate esa idea de la cabeza. —Su actitud había cambiado; era evidente que ya no tenía la misma opinión de mí; yo ya no era el hijo de mi madre y un buen chico, sino un granuja codicioso—. Por cierto, ¿puedo preguntarte cómo has llegado a esa cifra en particular?

—Este… —Miré a mi padre, que se había tapado los ojos con una mano. Mierda, pensé, y luego me di cuenta de que lo había dicho en voz alta.

—Bueno, no importa —dijo el señor Bracegirdle con más suavidad—. Sencillamente no es posible.

—¿No hay forma de hacerlo?

—Ni forma ni manera.

—De acuerdo. —Traté de pensar, pero la cabeza me funcionaba en dos direcciones a la vez—. Entonces, ¿podría enviarme una parte? ¿La mitad?

—No. Tendría que arreglarlo directamente con la universidad o el colegio que escogieras. En otras palabras, necesito ver las facturas para pagarlas. Además, hay mucho papeleo. Y en el caso improbable de que decidieras no ir a la universidad…

Mientras seguía hablando, de forma confusa, sobre los pormenores de los fondos que mi madre había dejado para mí (todo bastante restrictivo en lo tocante a permitir que mi padre o yo echáramos mano de dinero en efectivo), mi padre se apartó el auricular del oído con una expresión que rayaba en el horror.

—Bueno, hum, es interesante saberlo. Gracias, señor —dije, tratando de poner fin a la conversación.

—Por supuesto, hay ciertas ventajas fiscales si se hace de este modo. Pero lo que ella quería en realidad era asegurarse de que tu padre nunca pudiera tocarlo.

—¿Ah, sí? —dije con poca convicción en el silencio demasiado largo que siguió. Algo en su tono me hizo sospechar que tal vez sabía que la audible respiración a lo Darth Vader del otro extremo de la línea (audible para mí, no sabía si también para él) era mi padre.

—Hay otras consideraciones a tener en cuenta. —Un silencio decoroso—. No sé si debería decírtelo, pero una persona no autorizada ha intentado en dos ocasiones retirar de la cuenta una elevada suma.

—¿Cómo dice? —pregunté tras un momento angustioso.

—Verás —continuó el señor Bracegirdle, con una voz tan distante como si llegara del fondo del mar—. Yo soy el custodio de la cuenta. Y unos dos meses después de que tu madre muriera, alguien entró en el banco de Manhattan en horario de oficina y trató de falsificar mi firma en los papeles. Como me conocen en la sucursal principal, me telefonearon enseguida, pero mientras hablaban conmigo por teléfono el hombre se escabulló por la puerta antes de que el guardia de seguridad pudiera acercarse a él y pedirle su identificación. Eso fue hace unos dos años. Luego, la semana pasada sin ir más lejos…, ¿recibiste la carta que te escribí al respecto?

—No —respondí al darme cuenta de que tenía algo que decir.

—Bueno, sin entrar en muchos detalles, recibimos una extraña llamada telefónica. De alguien que afirmaba ser tu abogado allí y que requería que hiciéramos una transferencia de fondos. Y al hacer comprobaciones averiguamos que cierto individuo con acceso a tu número de la Seguridad Social había solicitado y obtenido una línea de crédito considerable a tu nombre. ¿Sabes algo al respecto? —Al ver que yo guardaba silencio, continuó—: Bueno, no te preocupes. Tenía una copia de tu certificado de nacimiento que envié al banco por fax y la cerraron de inmediato. Y ya he avisado a Equifax y a todas las agencias crediticias. Aunque seas menor de edad y no estés legalmente autorizado para firmar esa clase de contrato, al alcanzar la mayoría de edad podrías ser responsable de cualquier deuda que se hubiera contraído en tu nombre. De todos modos, te aconsejo que tengas mucho cuidado con tu número de la Seguridad Social en el futuro. Es posible obtener otro número, en teoría, pero el papeleo implica tal quebradero de cabeza que no te lo recomiendo…

Al colgar, estaba envuelto en sudor frío, y el aullido que soltó mi padre me pilló desprevenido. Creí que era rabia, rabia por mi mala gestión, pero cuando lo vi quieto con el auricular todavía en la mano y lo miré con más atención, me di cuenta de que lloraba.

Fue terrible. Yo no tenía ni idea de qué hacer. Era como si le hubieran echado agua hirviendo encima, como si se estuviera transformando en hombre lobo o lo torturaran. Lo dejé allí y subí a mi habitación —Popchik echó a correr escaleras arriba por delante de mí; era evidente que él tampoco quería escuchar esos aullidos—, y me senté en la cama con la cabeza entre las manos; deseaba tomarme una aspirina pero no quería ir a buscarla al cuarto de baño de abajo, y rezaba para que Xandra se diera prisa en volver a casa. Los gritos que llegaban del piso inferior eran espantosos, como si estuvieran quemando a alguien con un soplete. Cogí mi iPod y traté de poner algo de música ruidosa que no me afectara (la Cuarta de Shostakovich, que pese a ser clásica era un poco perturbadora), y me tumbé boca arriba en la cama con los auriculares puestos mientras Popper se sentaba con las orejas tiesas y el pelo de la nuca erizado, mirando fijamente la puerta cerrada.

XV

—Me dijo que tenías una fortuna —me confesó Boris más tarde esa noche en el parque infantil mientras esperábamos a que las drogas surtieran efecto.

Yo habría preferido que escogiéramos otra noche para hacerlo, pero él insistió en que eso haría que me sintiera mejor.

—¿Crees que si tuviera una fortuna no te lo diría? —Llevábamos sentados en los columpios lo que parecía una eternidad, esperando desde no sabía cuánto tiempo.

Boris se encogió de hombros.

—No lo sé. Hay muchas cosas que no me dices. Yo te lo habría dicho. Pero no pasa nada.

—No sé qué hacer. —Aunque era muy sutil, empezaba a notar dibujos calidoscópicos de un gris brillante dando vueltas con lentitud en la gravilla junto a mis pies: hielo sucio, diamantes, destellos de cristales rotos—. La situación empieza a dar miedo.

Boris me dio un codazo.

—Hay algo que yo tampoco te he dicho, Potter.

—¿Qué?

—Mi padre tiene que irse. Por su trabajo. Se vuelve a Australia dentro de unos meses y luego a Rusia, creo.

Se hizo un silencio que duró tal vez cinco segundos pero que pareció una hora. ¿Boris se iba? Todo pareció paralizarse, como si el planeta hubiera dejado de dar vueltas.

—Bueno, pues yo no pienso irme —dijo Boris con serenidad. Su cara a la luz de la luna había empezado a parpadear de un modo desconcertantemente electrizado, como una película en blanco y negro de la época del cine mudo—. A la mierda. Voy a huir.

—¿Adónde?

—No lo sé. ¿Quieres venir?

—Sí —dije sin pensarlo, y añadí—: ¿Irá Kotku?

Él hizo una mueca.

—No lo sé.

La cualidad fílmica se había vuelto tan cruda y artificial que todo parecido con la vida real se había esfumado; habíamos sido neutralizados, novelados, aplanados; mi campo de visión estaba bordeado por un rectángulo negro, y veía los subtítulos sucediéndose al final de lo que él estaba diciendo. Luego, casi justo al mismo tiempo, el final cayó de mi estómago. Dios mío, pensé, pasándome las manos por el pelo; me sentía demasiado abrumado para explicar lo que sentía.

Boris seguía hablando, y me di cuenta de que si no quería perderme para siempre en ese granulado mundo de Nosferatu, de sombras profundas y sin cromatismo, era importante escucharlo y no quedarme colgado de la textura artificial de las cosas.

—… supongo que la entiendo —decía con tristeza, mientras los copos y las gotas de lluvia danzaban alrededor de él—. Para ella ni siquiera es huir, ya que es mayor de edad. Pero ha vivido antes en la calle y no le gustó.

—¿Kotku ha vivido en la calle? —Sentí una inesperada oleada de compasión hacia ella, orquestada de algún modo con una oleada de música casi cinemática, aunque la tristeza en sí era totalmente real.

—Bueno, yo también lo hice en Ucrania. Pero estaba con mis amigos Maks y Seriozha, y nunca duraba más de unos pocos días. A veces era divertido. Dormíamos en sótanos de edificios abandonados…, bebíamos, tomábamos butorfanol, hasta hacíamos hogueras. Pero yo siempre regresaba a casa cuando a mi padre se le pasaba la borrachera. El caso de Kotku fue diferente. Su madre tenía un novio que le hacía cosas. Se largó de casa. Dormía en los portales. Mendigaba o hacía mamadas por dinero. Estuvo un tiempo sin ir al colegio, y tuvo el valor de volver e intentar acabar los estudios, después de lo ocurrido. Porque la gente habla. Ya sabes.

Guardamos silencio, pensando en la terrible situación, y tuve la impresión de experimentar en esas pocas palabras todo el peso y el alcance de la vida de Kotku y de la de Boris.

—¡Siento que no me guste Kotku! —dije con sinceridad.

—Bueno, yo también lo siento —respondió Boris con tono razonable. Su voz parecía ir directa a mi cerebro sin pasar por los oídos—. Pero tú tampoco le gustas a ella. Cree que eres un malcriado. Que no has pasado por las cosas que ella y yo hemos vivido.

Parecía una crítica justa.

—Eso me parece justo.

Pareció transcurrir una especie de interludio pesado oscilante: sombras trémulas, estática, el zumbido de un proyector invisible. Cuando alargué una mano y la miré, vi que estaba salpicada de polvo y brillaba como un fragmento de película en descomposición.

—Guau, ahora yo también lo veo —dijo Boris volviéndose hacia mí, una especie de movimiento a cámara lenta, como accionado por una manivela, catorce fotogramas por segundo. Tenía la cara pálida igual que la tiza y las pupilas oscuras y enormes.

—¿Qué ves? —pregunté con cuidado.

—Ya sabes. —Agitó en el aire su mano en blanco y negro, e iluminada por detrás—. Todo es plano, como en una película.

—Pero tú… —¿No era solo yo? ¿Él también lo veía?

—Por supuesto —dijo Boris, quien por momentos parecía menos un hombre y más una película de nitrato de plata de los años veinte degradada, con la luz brillando detrás de él como si procediera de una fuente oculta—. Pero me gustaría que hubiera algo de color. Como en Mary Poppins.

Cuando dijo eso me eché a reír de modo incontrolable y tan fuerte que casi me caí del columpio, porque entonces supe con seguridad que él veía lo mismo que yo. Más aún, lo estábamos creando. Fuera lo que fuese lo que nos hacía ver la droga, estábamos construyéndolo juntos. Y, ante ese descubrimiento, el simulador de realidad virtual pasó a ser a todo color. Nos ocurrió a los dos a la vez, ¡pop! Nos miramos y nos echamos a reír; todo era carcajeante, hasta el tobogán del parque infantil nos sonreía, y en un momento dado, ya entrada la noche, mientras nos colgábamos de las barras y nos salían lluvias de chispas de la boca, tuve la revelación de que la risa era luz, y la luz risa, y que ese era el secreto del universo. Durante horas observamos cómo las nubes se ordenaban a sí mismas en diseños inteligentes; rodamos por la porquería creyendo que eran algas marinas; nos tumbamos de espaldas y cantamos «Dear Prudence» a las estrellas cordiales y apreciativas. Fue una noche fantástica, una de las mejores noches de mi vida, a pesar de lo que ocurrió después.

XVI

Boris se quedó a dormir en mi casa, ya que yo vivía más cerca del parque infantil y él estaba v gavno, su palabra favorita, que significaba algo así como con una mierda de órdago o hecho mierda; en todo caso, se sentía demasiado hecho polvo para irse solo a su casa en la oscuridad. Lo que fue una suerte, porque cuando pasó el señor Silver a las tres de la tarde del día siguiente no me encontró solo en casa.

Aunque casi no habíamos dormido y todavía temblábamos un poco, todo seguía impregnado de una pequeña magia y lleno de luz. Bebíamos zumo de naranja y veíamos dibujos animados (una buena idea, ya que parecía prolongar el hilarante estado tecnicolor de la velada), y nos habíamos fumado a medias nuestro segundo porro de la tarde (una pésima idea) cuando llamaron al timbre. Popchik, que se mostraba tremendamente nervioso (de algún modo notaba nuestro estado, algo idos, y nos había ladrado como si estuviéramos poseídos), salió disparado hacia la puerta casi como si hubiera esperado algo parecido.

En un instante la realidad se impuso de golpe.

—Ya voy yo —dijo Boris de inmediato, poniéndose a Popchik bajo el brazo. Descalzo y sin camisa, fue a abrir con un aire de total despreocupación. Pero al cabo de un segundo regresó con cara cenicienta.

No dijo nada; no hizo falta. Me levanté, me puse las zapatillas de deporte y me até los cordones con firmeza (como me había acostumbrado a hacer antes de nuestros asaltos a las tiendas, por si tenía que darme a la fuga), y me dirigí a la puerta. Allí estaba el señor Silver —con la americana de sport blanca y el pelo de color betún—, solo que esta vez lo acompañaba un tipo corpulento con una confusión de tatuajes azules serpenteando por los antebrazos y un bate de aluminio en las manos.

—¡Bueno, Theodore! —exclamó el señor Silver. Parecía alegrarse sinceramente de verme—. ¿Cómo te va?

—Bien —respondí, maravillándome de lo sobrio que me sentía de pronto—. ¿Y usted?

—No me quejo. Tienes un morado ahí, amigo.

De forma refleja, me llevé una mano a la mejilla.

—Uy…

—Es mejor que te lo hagas mirar. Tu colega me ha dicho que tu padre no está en casa.

—Así es.

—¿Estás bien aquí dentro? ¿Tienes algún problema?

—Hum, la verdad es que no —respondí.

El tipo del bate no lo blandía ni parecía amenazador en ningún sentido, pero aun así yo era muy consciente de que lo tenía.

—Porque si tienes alguno —dijo el señor Silver—, de cualquier tipo, puedo ocuparme de ello como si nada.

¿A qué se refería? Miré por encima de él hacia su coche. Aun con los cristales ahumados alcancé a ver a los otros hombres que esperaban dentro.

El señor Silver suspiró.

—Me alegra saber que no tienes problemas, Theodore. Ojalá pudiera decir lo mismo.

—¿Cómo?

—Porque esa es la cuestión —continuó, como si yo no hubiera hablado—. Yo sí que tengo un problema, y uno muy grande, con tu padre.

Sin saber qué decir, me quedé mirando sus botas de vaquero. Eran de piel de cocodrilo negro, con tacón alto, muy puntiagudas y tan bruñidas que me recordaron las camperas para chicas que siempre llevaba Lucie Lobo, una estilista ultramoderna que trabajaba con mi madre.

—Verás, el caso es que tengo cincuenta mil dólares en pagarés de tu padre. Y eso me está causando enormes problemas.

—Está juntando el dinero —dije con torpeza—. Quizá, si pudiera darle un poco más de tiempo, no lo sé…

El señor Silver me miró. Se puso bien las gafas.

—Escucha —dijo con tono razonable—. Tu padre está dispuesto a perder hasta la camisa por unos imbéciles que manejan un puto balón…, perdona el lenguaje, pero me cuesta compadecer a los tipos como él. No cumple con sus compromisos, hace tres semanas que debería haber pagado los intereses y no me coge el teléfono —iba contando las ofensas con los dedos—, quedó en reunirse conmigo hoy al mediodía y no aparece. ¿Sabes cuánto hace que espero a ese holgazán? Una hora y media. Como si no tuviera cosas mejores que hacer. —Ladeó la cabeza—. Los tipos como tu padre son los que nos dan trabajo a tipos como a mí y a Yurko. ¿Crees que me gusta venir a tu casa? ¿Conducir hasta aquí?

Yo creía que era una pregunta retórica —era evidente que nadie en su sano juicio querría conducir hasta donde nosotros vivíamos—, pero cuando pasó una escandalosa cantidad de tiempo y vi que él aún me miraba fijamente como si de verdad esperara una respuesta, parpadeé incómodo y dije:

—No.

—No. Y dices bien Theodore. Desde luego que no me gusta. Créeme, tanto Yurko como yo tenemos cosas mejores que hacer que pasar toda la tarde persiguiendo a un holgazán como tu padre. Así que hazme un favor y dile de mi parte que podemos arreglarlo como caballeros si se sienta conmigo para buscar una solución.

—¿Una solución?

—Tiene que traerme lo que me debe. —Sonreía, pero el color gris de su gorra de aviador daba a sus ojos una inquietante mirada encubierta—. Y quiero que le digas que lo haga por mí, Theodore. Porque la próxima vez que venga hasta aquí, no seré tan amable.

XVII

Cuando regresé al salón, me encontré a Boris sentado en silencio, viendo los dibujos animados sin volumen y acariciando a Popper, que, pese a su anterior enfado, dormía profundamente en su regazo.

—Ridículo —dijo de manera sucinta.

Pronunció la palabra de un modo que tardé un rato en asimilarla.

—Sí, ya te dije que era un bicho raro.

Boris meneó la cabeza y se recostó en el sofá.

—No me refiero al doble de Leonard Cohen con peluquín.

—¿Crees que era un peluquín?

Hizo una mueca como diciendo: «¿a quién le importa?».

—Él también, pero hablo del ruso corpulento con el… como se llame de metal.

—El bate de béisbol.

—Solo era para causar impresión —dijo con desdén—. El gilipollas quería asustarte.

—¿Cómo sabes que era ruso?

Se encogió de hombros.

—Porque lo sé. En Estados Unidos no ves tatuajes como esos. Era de nacionalidad rusa, no tengo la menor duda. Y él también ha visto que yo era ruso en cuanto he abierto la boca.

Pasó un rato antes de que me diera cuenta de que me había sentado y miraba al vacío. Boris levantó a Popchik y lo dejó en el sofá con tanta suavidad que no se despertó.

—¿Quieres que salgamos un rato?

—Joder —dije de pronto meneando la cabeza; acababa de experimentar el impacto de la visita, en una reacción tardía—, me habría gustado que mi padre hubiera estado en casa. ¿Sabes? Me encantaría que ese tipo lo moliera a palos. De verdad, se lo merece.

Boris me dio una patada en el tobillo. Tenía los pies negros de suciedad, a juego con las uñas esmaltadas de negro, cortesía de Kotku.

—¿Sabes lo que tuve que comer ayer? —preguntó con tono afable—. Dos barras de Nestlé y una Pepsi. —Todas las barras de chocolate eran, para él, «barras de Nestlé», del mismo modo que todos los refrescos eran «Pepsis»—. ¿Y sabes lo que he comido hoy? —Hizo un cero con el pulgar y el índice—. Nul.

—Igual que yo. Esto me quita el apetito.

—Sí, pero necesito comer algo. El estómago… —Hizo una mueca.

—¿Quieres que vaya a buscar crepes?

—Sí, lo que sea, no me importa. ¿Tienes dinero?

—Iré a mirar.

—Estupendo. Creo que tengo cinco dólares.

Mientras Boris lo revolvía todo buscando zapatos y una camisa, yo me eché agua a la cara, me examiné las pupilas y el cardenal de la mandíbula, y me abotoné de nuevo la camisa al darme cuenta de que me la había abrochado mal, luego dejé salir a Popchik y le lancé una pelota durante un rato, ya que no lo había paseado aún y sabía que le agobiaba la sensación de encierro. Cuando regresamos, Boris, ya vestido, me esperaba en la planta de abajo; realizamos un rápido registro del salón, y riéndonos y bromeando, juntamos todas las monedas e intentamos decidir dónde queríamos ir y el camino más rápido para llegar; de pronto nos fijamos en que Xandra había entrado por la puerta principal y estaba allí de pie con una expresión extraña.

Los dos dejamos de hablar de inmediato y nos repartimos las monedas en silencio. Xandra no solía llegar a casa a esa hora, pero su horario a veces cambiaba y no era la primera vez que nos sorprendía. Luego, con una voz que sonó de un modo incierto, pronunció mi nombre.

Dejamos las monedas. Por lo general Xandra me llamaba «chico» o «eh, tú», todo menos Theo. Me fijé en que todavía iba con el uniforme de trabajo.

—Tu padre ha sufrido un accidente de coche —dijo.

Era como si se lo dijera a Boris en lugar de a mí.

—¿Dónde?

—Hace dos horas. Me han llamado del hospital.

Boris y yo nos miramos.

—Vaya —dije—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha destrozado el coche?

—Tenía cero con treinta y nueve miligramos de alcohol en la sangre.

La cifra no significaba nada para mí, pero sí el hecho de que hubiera bebido.

—Vaya —dije, guardándome las monedas en el bolsillo, y luego—: ¿Cuándo lo mandarán a casa?

Me miró sin comprender.

—¿A casa?

—Del hospital.

Ella meneó rápidamente la cabeza; buscó con la mirada una silla y se sentó en ella.

—No lo entiendes. —Tenía una expresión impávida y extraña—. Ha muerto. Está muerto.

XVIII

Las siguientes seis o siete horas transcurrieron en un estado de aturdimiento. Aparecieron por casa varios amigos de Xandra: su mejor amiga Courtney; Janet, del trabajo, y una pareja, Stewart y Lisa, que eran muy simpáticos y mucho más normales que la gente que Xandra solía invitar. Boris sacó generosamente lo que le quedaba de la hierba de Kotku, un gesto que fue apreciado por todos los presentes; y, por fortuna, alguien (quizá Courtney) encargó pizzas, aunque ignoro cómo se las arregló para que Domino’s accediera a llevárnoslas hasta allí, ya que durante más de un año Boris y yo habíamos adulado, suplicado y probado todos los camelos y excusas que se nos ocurrió sin conseguirlo.

Mientras Janet rodeaba a Xandra con un brazo, Lisa le daba palmaditas en la cabeza, Stewart preparaba café en la cocina, y Courtney liaba un porro en la mesa de centro casi con tanta pericia como Kotku, Boris y yo permanecimos en segundo plano, aturdidos. Costaba creer que papá estuviera muerto cuando sus cigarrillos seguían sobre la encimera de la cocina y sus viejas zapatillas de tenis blancas se encontraban junto a la puerta trasera. Al parecer —todo salió en el orden equivocado y tuve que reconstruirlo pieza por pieza en mi mente— mi padre había estrellado el Lexus en la carretera un poco antes de las dos de la tarde, al virar por el carril opuesto y chocar de frente contra un tractor con remolque que lo había matado en el acto (por fortuna, el conductor del tractor no murió, ni los ocupantes del coche que colisionó con el tractor por detrás, aunque el que iba al volante se había roto una pierna). La noticia del alcohol en la sangre me sorprendió solo en parte, pues yo sospechaba que mi padre bebía de nuevo, aunque no lo había visto hacerlo; pero lo que pareció desconcertar más a Xandra no fue su estado ebrio (conducía prácticamente inconsciente), sino el lugar del accidente, en las afueras de Las Vegas, en dirección al oeste, hacia el desierto. «Me lo habría dicho, me lo habría dicho», repetía desconsolada en respuesta a una u otra pregunta de Courtney; pero, sentado en el suelo, tapándome los ojos con las manos, me pregunté por qué Xandra creía que la sinceridad formaba parte de la personalidad mi padre.

Boris me rodeó los hombros con un brazo.

—No lo sabe, ¿verdad?

Yo sabía que se refería al señor Silver.

—¿Debería…?

—¿Adónde iba? —le preguntaba Xandra a Courtney y a Janet, con un tono casi agresivo, como si sospechara que ellas le ocultaban información—. ¿Qué hacía tan lejos de aquí? —Era extraño verla con el uniforme de trabajo, ya que solía cambiarse de ropa en cuanto entraba por la puerta.

—No fue a ver a ese tipo como se suponía que tenía que hacer —susurró Boris.

—Lo sé. —Seguramente tenía intención de ir a la reunión con el señor Silver. Pero, como mi madre y yo sabíamos que solía hacer a menudo y de forma funesta, debía de haberse parado por el camino para echar un par de tragos con el fin de calmar los nervios, como decía siempre. ¿Quién sabía qué había pasado por su cabeza en ese momento? Dadas las circunstancias, no servía de nada señalárselo a Xandra, pero existían precedentes de ese mismo comportamiento; en el pasado había desaparecido del mapa para huir de sus obligaciones.

No lloré. Aunque no paraba de experimentar frías oleadas de incredulidad y pánico, todo parecía muy irreal y seguía buscando a mi padre con la mirada, sorprendido una y otra vez por la ausencia de su voz entre las otras, esa voz parsimoniosa y segura de anuncio de aspirinas («cuatro de cada cinco médicos…») que destacaba por encima de las demás. Xandra pasaba de mostrarse bastante realista —secándose los ojos, yendo a buscar platos para las pizzas, sirviendo a todos copas de vino tinto que había salido de alguna parte— a estallar de nuevo en llanto. Solo Popchik parecía feliz; era raro que hubiera tanta gente en casa y corría de una persona a otra sin desanimare por los repetidos desaires. En cierto momento, ya entrada la noche, mientras Xandra lloraba por enésima vez en los brazos de Courtney —«oh, Dios mío, ya no está, no puedo creerlo»—, Boris me llevó aparte.

—Potter, tengo que irme.

—No, por favor, no te vayas.

—Kotku se va a asustar. ¡Tendría que estar en casa de su madre! Hace cuarenta y ocho horas que no me ve.

—Mira, dile que venga si quiere…, cuéntale qué ha pasado. Me moriré si te vas ahora.

Xandra estaba tan distraída con los invitados y con su dolor que Boris pudo escabullirse por las escaleras y llamar desde su dormitorio, una habitación que normalmente permanecía cerrada con llave, y que Boris y yo nunca habíamos visto. Al cabo diez minutos bajó los escalones casi sin rozarlos.

—Kotku dice que me quede —dijo mientras se sentaba a mi lado—. Me ha pedido que te diga que lo siente.

—Vaya —respondí casi al borde del llanto, frotándome la cara con una mano para que él no viera lo sorprendido y emocionado que estaba.

—Bueno, ella sabe lo que es. Su padre también murió.

—¿Ah, sí?

—Sí, hace unos años. En un accidente. No estaban tan unidos…

—¿Quién murió? —preguntó Janet balanceándose sobre nosotros, una presencia de cabello encrespado y blusa de seda que olía a hierba y a productos de belleza—. ¿Ha muerto alguien más?

—No —respondí cortante.

No me gustaba Janet; era la amiga despistada que se había ofrecido a cuidar a Popper y lo había dejado encerrado y solo con el dispensador de comida.

—Tú no, él —dijo ella, retrocediendo un paso y fijando su ofuscada atención en Boris—. ¿Ha muerto alguien a quien estuvieras unido?

—Sí, varias personas.

Ella parpadeó.

—¿De dónde eres?

—¿Por qué?

—Tienes un acento extraño. Como británico o algo así… Bueno, no. Una mezcla de Gran Bretaña y Transilvania.

Boris silbó.

—¿Transilvania? —repitió, enseñando los colmillos—. ¿Quieres que te muerda?

—Oh, muy gracioso —dijo ella vagamente, antes de darle un golpecito a Boris en la coronilla con la copa de vino y alejarse para despedirse de Stuart y Lisa, que estaban a punto de irse.

Al parecer, Xandra se había tomado una pastilla. («Puede que más de una», me dijo Boris al oído). Parecía a punto de desmayarse. Boris —fue una putada por mi parte, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo— le cogió el cigarrillo de las manos y lo apagó, y entre Courtney y él la ayudaron a subir las escaleras hasta su dormitorio, donde la tendieron boca abajo sobre el edredón con la puerta abierta.

Me quedé en el umbral mientras Boris y Courtney le quitaban los zapatos, interesado en ver por una vez la habitación que mi padre y ella siempre tenían cerrada a cal y canto. Tazas sucias y ceniceros, montones de números de la revista Glamour, un edredón verde acolchado, el ordenador portátil que nunca me dejaban utilizar, una bicicleta estática…, ¿quién hubiera imaginado que tenían una bicicleta estática allí dentro?

Xandra no llevaba zapatos pero decidieron dejarle la ropa.

—¿Quieres que me quede a dormir? —estaba preguntando Courtney a Boris en voz baja.

Boris se estiró y bostezó desvergonzadamente. La camisa se le subía y llevaba los tejanos tan caídos que se veía que no llevaba ropa interior.

—Eres muy amable, pero creo que está fuera de combate.

—No me importa.

Puede que yo estuviera colocado (lo estaba), pero ella se había inclinado mucho hacia Boris, como si intentara montárselo con él o algo así, lo que era graciosísimo. Debí de soltar una risotada medio ahogada porque Courtney se volvió justo a tiempo para ver el gesto cómico que le hacía a Boris, con un dedo apuntado hacia la puerta: «¡Sácala de aquí!».

—¿Estás bien? —me preguntó con frialdad, mirándome de arriba abajo.

Boris también se reía, pero cuando ella se volvió de nuevo hacia él, se había puesto serio y la miraba con una expresión enternecedora y preocupada, lo que solo aumentó mis ganas de reír.

XIX

Xandra seguía fuera de combate cuando todos se marcharon; dormía tan profundamente que Boris sacó un espejo de mano de su bolso (que habíamos vaciado buscando pastillas y dinero en efectivo) y se lo pusimos debajo de la nariz para ver si respiraba. En su billetera había doscientos veintinueve dólares, que no tuve escrúpulos en coger porque ella todavía tenía las tarjetas de crédito y un cheque sin cobrar por valor de dos mil veinticinco dólares.

—Sabía que Xandra no era su verdadero nombre —dije, lanzándole a Boris su permiso de conducir: cara anaranjada, pelo ahuecado, el nombre de Sandra Jaye Terrell, sin restricciones—. Me gustaría saber de dónde son estas llaves.

Boris, que como un anticuado médico de las películas, se había sentado a su lado en la cama y le había tomado el pulso con los dedos, acercó el espejo a la luz.

Da, da —murmuró, seguido de algo que no comprendí.

—¿Eh?

—Está inconsciente.

Con un dedo le dio unos golpecitos en el hombro, luego se inclinó y miró dentro del cajón de la mesilla de noche, donde yo ya estaba clasificando un desconcertante batiburrillo de cosas: monedas sueltas, fichas de casino, brillo de labios, posavasos, pestañas postizas, quitaesmalte, libros de bolsillo destrozados (Tus zonas erróneas), muestras de perfume, viejas casetes, tarjetas de seguro médico caducadas diez años atrás y un montón de libretitas de cerillas de un bufete de abogados de Reno en las que se leía DEFENSORES EN DELITOS DE CONDUCCIÓN EN ESTADO DE EMBRIAGUEZ Y TODA CLASE DE INFRACCIONES RELACIONADAS CON LAS DROGAS.

—Eh, deja que me los quede —dijo, cogiendo una tira de condones y guardándosela en el bolsillo—. ¿Qué es esto? —Sostuvo en alto lo que a primera vista parecía una lata de Coca-Cola, pero cuando la sacudió vio que sonaba. Se la llevó al oído y me la tiró—: ¡Ja!

Desenrosqué la tapa (saltaba a la vista que no era de verdad) y volqué el contenido sobre la mesilla de noche.

—Vaya —dije al cabo de unos momentos.

Estaba claro que era allí donde Xandra guardaba el dinero de las propinas; una parte en efectivo y la otra en fichas. También había muchas más cosas, tantas que me costó abarcarlas con la mirada; pero mis ojos se fijaron de inmediato en los pendientes de diamantes y esmeraldas que mi madre había echado a faltar justo antes de que mi padre se largara.

—Vaya —volví a decir, cogiendo uno entre el pulgar y el índice.

Mi madre llevaba esos pendientes a casi cada fiesta o acto elegante; la transparencia verde azulada de las piedras, su pícaro brillo a las tres de la madrugada, formaba parte de ella como el color de sus ojos o el olor especiado de su pelo moreno.

Boris se reía. Entre el dinero había visto y agarrado inmediatamente el cilindro de un carrete de fotos que abrió con manos temblorosas. Introdujo la punta de un meñique y se lo llevó a la lengua.

—Bingo —dijo deslizándose el dedo por las encías—. Kotku se enfadará por no haber venido.

Le tendí los pendientes.

—Sí, muy bonitos —dijo sin apenas mirarlos.

Estaba volcando un montón de polvos en la mesilla de noche.

—Te darán unos dos mil dólares por eso.

—Eran de mi madre.

Mi padre había vendido casi todas las joyas en Nueva York, incluso el anillo de boda. Pero ahora vi que Xandra guardaba unas cuantas, y me puso extrañamente triste ver lo que había escogido: en lugar de las perlas o el broche de rubíes, las piezas más baratas de cuando mi madre era adolescente, entre ellas la tintineante pulsera de dijes del instituto, compuesta de herraduras, zapatillas de ballet y tréboles de cuatro hojas.

Boris se irguió, se apretó las fosas nasales y me pasó el billete enrollado.

—¿Quieres?

—No.

—Vamos. Te sentirás mejor.

—No, gracias.

—Debe de haber cuatro o cinco bolas de un octavo aquí. Puede que más. Podemos guardarnos una y vender las demás.

—¿Has hecho esto antes? —le pregunté con recelo, mirando el cuerpo tendido boca abajo de Xandra. Aunque era evidente que estaba inconsciente, no me gustaba tener esas conversaciones a sus espaldas.

—Sí. A Kotku le gusta. Pero es caro. —Pareció quedarse con la mente en blanco durante un minuto, luego parpadeó rápidamente y se rió—. Vaya. Vamos, prueba. No sabes lo que te pierdes.

—Estoy demasiado hecho polvo para esto —dije, reuniendo el dinero.

—Sí, pero esto te pone sobrio.

—Boris, no puedo hacer el tonto —dije guardándome en el bolsillo los pendientes y la pulsera de dijes—. Si nos vamos tenemos que hacerlo ya, antes de que empiece a venir gente.

—¿Qué gente? —preguntó Boris con escepticismo, deslizándose el dedo por debajo de la nariz.

—Créeme, todo es muy rápido. A la mínima de cambio tienes aquí al Servicio de Protección de Menores. —Conté el efectivo, mil trescientos veintiún dólares más las monedas sueltas; había mucho más en fichas, unos cinco mil dólares, pero era mejor dejárselas a ella. Empecé a dividir el dinero en dos montones—. La mitad para ti y la mitad para mí. Hay suficiente para dos billetes de avión. Probablemente es demasiado tarde para coger el último pero deberíamos ponernos en marcha y tomar un taxi al aeropuerto.

—¿Ahora? ¿Esta noche?

Dejé de contar y lo miré.

—No tengo a nadie aquí. Nadie. Nada. Me meterán en un orfanato antes de que me dé cuenta.

Boris asintió hacia el cuerpo de Xandra, que era muy desconcertante, ya que tendido boca abajo sobre el colchón tenía el aspecto de un cadáver.

—¿Y ella?

—¿Qué coño? —dije después de una breve pausa—. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Esperar a que se despierte y descubra que la hemos atracado?

—No sé —dijo Boris, mirándola con recelo—. Me siento mal por ella.

—Bueno, pues no lo hagas. Ella no me quiere aquí. En cuanto se dé cuenta de que tiene que cargar conmigo, los llamará ella misma.

—¿A quiénes? No lo entiendo.

—Boris, soy menor de edad. —Notaba cómo el pánico se apoderaba de mí de un modo que me resultaba demasiado familiar; quizá la situación no era literalmente de vida o muerte, pero lo parecía, como si la casa se estuviera llenando de humo y las salidas se cerraran—. No sé cómo son las cosas en tu país, pero yo no tengo familia ni amigos aquí…

—¡A mí! ¡Me tienes a mí!

—¿Qué vas a hacer? ¿Adoptarme? —Me levanté—. Mira, si te vienes tenemos que darnos prisa. ¿Llevas encima el pasaporte? Lo necesitarás para subirte al avión.

Boris levantó las manos en un gesto típicamente ruso que decía: «Ya es suficiente».

—Espera. Esto va demasiado deprisa.

Me detuve cuando estaba a medio camino de la puerta.

—Joder, Boris, ¿qué problema tienes?

—¿Qué problema tengo?

—Querías huir. ¡Fuiste tú el que me pediste que me fuera contigo anoche!

—¿Adónde irás? ¿A Nueva York?

—¿Dónde si no?

—Yo quiero ir a algún sitio donde haga calor —replicó con tono infantil—. California.

—Eso es una locura. ¿A quién conocemos…?

—¡California! —gritó.

—Bueno… —Aunque yo no sabía casi nada de California, cabía suponer que Boris sabía aún menos (aparte de la tonadilla de «California Über Alles» que tarareaba)—. ¿Qué parte de California? ¿Qué ciudad?

—¿A quién le importa?

—Es un gran estado.

—¡Fantástico! Será divertido. Estaremos colocados todo el tiempo, leeremos libros…, haremos fogatas. Dormiremos en las playas.

Lo miré durante un momento insoportablemente largo. Tenía la cara encendida y la boca ennegrecida por el vino tino.

—De acuerdo —dije; sabía que eso equivalía a tirarme a la cuneta (pequeños hurtos, el tazón para las limosnas, gestos de complicidad por la acera y falta de un techo) y que estaba cometiendo el mayor error de mi vida, la cagada de la que nunca me recuperaría.

Él estaba alegre.

—Entonces, ¿nos vamos a la playa?

Así es como uno se equivoca, a toda velocidad.

—Donde tú digas —respondí, apartándome el pelo de los ojos. Estaba agotado—. Pero tenemos que irnos ya, por favor.

—¿Ahora mismo?

—Sí. ¿Necesitas pasar por casa para recoger algo?

—¿Esta noche?

—Hablo en serio, Boris. —Al discutir con él volvió a apoderarse de mí el pánico. No puedo quedarme aquí de brazos cruzados esperando… El cuadro era un problema. No sabía cómo lo haría pero en cuanto sacara a Boris de la casa se me ocurriría algo—. Por favor, larguémonos de aquí.

—¿Tan mal lo hacen los Servicios Sociales en Estados Unidos? —preguntó Boris con poca convicción—. Hablas como si fuera la poli.

—¿Vas a venir conmigo o no?

—Necesito algo de tiempo. —Me seguía—. ¡Quiero decir que no podemos irnos ahora! De verdad…, te lo juro. Espera un poco. ¡Dame un día! ¡Un día!

—¿Por qué?

Él parecía perplejo.

—Bueno, porque…

—¿Por qué?

—Porque… ¡porque tengo que ver a Kotku! Y… por un montón de motivos. De verdad, no puedes irte esta noche —repitió al ver que yo no decía una palabra—. Confía en mí. Si no lo haces, lo lamentarás. ¡Ven a mi casa! ¡Espera al menos que se haga de día!

—No puedo esperar —repliqué cortante, cogiendo la mitad del efectivo y dirigiéndome de nuevo a mi habitación.

—Potter… —Me siguió.

—¿Sí?

—Hay algo importante que tengo que decirte.

—Boris, joder. ¿Qué es? —Me volví y nos quedamos mirándonos—. Si tienes algo que decir, adelante, habla.

—Tengo miedo de que te enfades.

—¿Qué es? ¿Qué has hecho?

Boris guardó silencio, mordiéndose el lado del pulgar.

—Bueno, ¿qué es?

Él miró para otro lado.

—Debes quedarte —dijo vagamente—. Estás cometiendo una equivocación.

—Olvídalo —repliqué, volviéndome de nuevo—. Si no quieres venir conmigo, no vengas. Pero no puedo quedarme aquí toda la noche.

Pensé que Boris quizá me preguntaría por la funda de almohada, sobre todo por lo gruesa que era y la extraña forma que tenía después de mi entusiasta labor envolviendo el cuadro. Pero cuando lo despegué de la parte posterior de la cabecera y la metí en una bolsa de viaje (junto con mi iPod, un cuaderno, el cargador, Tierra de hombres, unas fotos de mi madre, mi cepillo de dientes y una muda), él solo frunció el entrecejo y no dijo nada. Al sacar del fondo del armario el chaquetón del colegio (que ya me estaba pequeño, aunque me iba demasiado grande cuando mi madre me lo compró), asintió y dijo:

—Buena idea.

—¿Qué?

—Así no parecerás tan vagabundo.

—Estamos en noviembre —dije. Solo me había traído un jersey grueso de Nueva York; lo puse en la bolsa y la cerré—. Hará frío.

Boris se apoyó con insolencia contra la pared.

—¿Qué harás entonces? ¿Vivir en la calle, en la estación de trenes, dónde?

—Llamaré al amigo en cuya casa me quedé la otra vez.

—Si hubieran querido que te quedaras a vivir con ellos, ya te habrían adoptado.

—¡No podían! ¿Cómo iban a hacerlo?

Boris se cruzó de brazos.

—Esa familia no te quería. Tú mismo me lo has dicho…, muchas veces. Además, no has vuelto a tener noticias de ellos.

—Eso no es cierto —repliqué, después de una breve y confusa pausa.

Hacía unos meses Andy me había enviado un correo electrónico bastante largo (para él) contándome algo que estaba pasando en el colegio, un escándalo en torno al entrenador de tenis al que acusaban de haber metido mano a chicas de nuestra clase, aunque esa vida quedaba tan lejos que fue como leer sobre personas que no conocía.

—¿Demasiados hijos? —preguntó Boris con un tono que me pareció un poco suficiente—. ¿No había bastante sitio? ¿Recuerdas esa parte? Dijiste que los padres se habían alegrado de que te fueras.

—Vete a la mierda. —Empezaba a dolerme mucho la cabeza. ¿Qué haría si aparecían los de los Servicios Sociales y me hacían subir a la parte trasera de un coche? ¿A quién podría llamar… en Nevada? ¿A la señora Spear? ¿A la Playa? ¿Al grueso dependiente de la tienda de aeromodelos que nos vendía la cola sin las maquetas?

Boris bajó las escaleras detrás de mí, y en mitad del salón nos salió al paso Popper, que nos miró con una expresión torturada, como si supiera exactamente qué nos proponíamos hacer.

—Joder —dije dejando la bolsa de viaje en el suelo.

Se hizo un silencio.

—Boris, ¿no podrías…?

—No.

—¿Crees que Kotku podría…?

—No.

—Bueno, joder —dije cogiendo a Popper y metiéndomelo debajo del brazo—. No voy a dejarlo aquí para que ella lo encierre y lo mate de hambre.

—¿Y adónde vas a ir? —preguntó Boris cuando me acerqué a la puerta de la calle.

—¿Eh?

—¿Piensas ir a pie al aeropuerto?

—Espera —dije dejando a Popchik en el suelo. Estaba mareado y me pareció que iba a vomitar el vino tinto sobre la moqueta—. ¿Dejan viajar con perros en los aviones?

—No —respondió Boris con brusquedad, escupiendo una uña masticada.

Estaba portándose como un gilipollas; me entraron ganas de pegarle un puñetazo.

—Está bien —dije—. Puede que alguien en el aeropuerto lo quiera. Oh, joder, cogeré el tren.

Él estaba a punto de decir algo sarcástico, pues tenía los labios apretados de un modo que yo conocía bien, pero cambió inesperadamente de expresión; cuando me volví, vi a Xandra con los ojos desorbitados y el rímel corrido, balanceándose en lo alto de las escaleras.

La miramos paralizados. Después de lo que parecieron siglos, ella abrió la boca, la cerró de nuevo, se cogió de la barandilla para sostenerse y dijo, con una voz oxidada:

—¿Larry dejó las llaves de la caja fuerte?

La miramos unos minutos más, muy quietos, antes de darnos cuenta de que esperaba una respuesta. Tenía el pelo como un almiar; parecía desorientada por completo y tan inestable que daba la impresión de que se caería rodando por las escaleras.

—Hum, sí —respondió Boris en voz alta—. Quiero decir que no. —Y como ella no se movía añadió—: No te preocupes. Vuelve a la cama.

Ella murmuró algo y, tambaleándose, se fue. Los dos nos quedamos inmóviles unos minutos. Luego, sin hacer ruido, con la nuca goteando sudor, cogí la bolsa de viaje y me escabullí por la puerta (sería la última vez que vería esa casa y a ella, aunque ni siquiera me volví para echarle una última mirada), y Boris y Popchik salieron detrás de mí. Los tres juntos nos alejamos a buen paso de la casa y llegamos al final de calle, las garras de Popchick repiqueteando sobre la acera.

—Bueno —dijo Boris, con la misma nota de humor que cuando estábamos a punto de que nos pillaran en el supermercado—. Quizá no se encontraba tan fuera de combate como nos pensábamos.

El sudor frío me empapaba tanto que el aire de la noche, aunque era fresco, me pareció agradable. Hacia el oeste se retorcían unos silenciosos relámpagos en la oscuridad como los de la película de Frankenstein.

—Bueno, al menos no está muerta. —Soltó una risita—. Dios mío, me tenía preocupado.

—Déjame utilizar tu móvil —le dije, poniéndome el chaquetón con torpeza—. Tengo que llamar a un taxi.

Lo sacó del bolsillo y me lo dio. Era un móvil desechable que había comprado para vigilar a Kotku.

—No, quédatelo —dijo levantando las manos cuando intenté devolvérselo, después de llamar al Taxi de la Suerte, 777-7777, el número pegado en los bancos de todas las paradas de autobús de aspecto sospechoso de las Vegas.

Luego sacó el fajo de dinero, la mitad de lo que le habíamos robado a Xandra, y me lo puso en la mano.

—Olvídalo —dije, mirando hacia la casa nervioso. Tenía miedo de que Xandra se despertara de nuevo y saliera a la calle a buscarnos—. Es tuyo.

—¡No! ¡Puede que lo necesites!

—No lo quiero. —Metí las manos en los bolsillos para impedir que me lo introdujera—. Además, puede que tú también lo necesites.

—¡Vamos, Potter! ¿Tienes que irte ahora? —Señaló las hileras de casas vacías de la calle—. Si no vienes a mi casa, quédate en una de ellas un par de días. Esa casa de ladrillo está amueblada. Te traeré comida si quieres.

—Siempre puedo llamar a Domino’s —dije, guardándome el móvil en el bolsillo del chaquetón—. Puesto que ahora llegan hasta aquí sus repartos.

Él hizo una mueca.

—No te enfades.

—No estoy enfadado. —Y era cierto; solo me sentía tan desorientado que tuve la impresión de que en cualquier momento despertaría y descubriría que había estado durmiendo con un libro sobre la cara.

Me di cuenta de que Boris miraba hacia el cielo y tarareaba para sí una frase de una de las canciones de Velvet Underground que había grabado para mi madre: «But if you close the door… the night could last forever…».

—¿Y tú? —pregunté, frotándome los ojos.

—¿Eh? —Me miró con una sonrisa.

—¿Qué pasa contigo? ¿Te volveré a ver?

—Quizá —dijo con el mismo tono alegre que imaginé que había utilizado con Bami y con Judy, la mujer del dueño del bar de Karmeywallag, y con todas las demás personas que habían pasado por su vida y de las que se había despedido—. ¿Quién sabe?

—¿Te reunirás conmigo dentro de dos días?

—Bueno…

—O más tarde. Coge un avión…, ahora tienes dinero. Te llamaré y te diré dónde estoy. No me digas que no.

—De acuerdo —dijo Boris con el mismo tono alegre—. No te diré que no. —Pero por su tono quedó claro que me estaba diciendo que no.

Cerré los ojos.

—Oh, Dios. —Estaba tan cansado que todo me daba vueltas; tuve que combatir las ganas de tumbarme en el suelo, un tirón físico que me atraía hacia la cuneta. Cuando abrí los ojos, vi que Boris me miraba preocupado.

—Mírate. Por poco te desmayas. —Se metió una mano en el bolsillo.

—No, no, no —dije retrocediendo cuando vi lo que tenía en la mano—. Ni hablar. Olvídalo.

—¡Te sentirás mejor!

—Eso mismo has dicho antes. —No estaba preparado para más algas marinas o estrellas cantarinas—. De verdad, no quiero.

—Pero esto es diferente. Totalmente diferente. Te pone sobrio. Te despeja…, te lo prometo.

—De acuerdo. —Una droga que te ponía sobrio y te despejaba no era muy propio de Boris, aunque parecía encontrarse bastante mejor que yo después de habérsela tomado.

—Mírame —dijo con tono razonable. Sabía que me había convencido—. ¿Estoy desvariando o sacando espuma por la boca? No…, solo quiero ayudarte. Toma —dijo, dejando caer un montoncito en el dorso de la mano—. Vamos, deja que lo haga yo.

En parte, esperaba que fuera un truco; pensé que me desmayaría en el acto y me despertaría a saber dónde, quizá en una de las casas vacías de la acera de enfrente. Pero me sentía demasiado cansado para que me importara, y de todos modos quizá no me habría importado. Me incliné hacia delante y dejé que me apretara una fosa nasal con la punta del dedo.

—Así —dijo alentándome—. Ahora esnifa.

Casi al instante me sentí mejor. Era un milagro.

—Vaya —dije, apretándome la nariz al sentir un agradable e intenso ardor.

—¿No te lo decía? —Ya estaba dejando caer otro montón—. Ahora la otra. No exhales. Ya.

Todo parecía más brillante y despejado, incluido Boris.

—¿No te lo he dicho? —Él también esnifaba—. ¿No lamentas no hacerme caso?

—¿Vas a vender eso? —Miré al cielo—. ¿Por qué?

—Vale mucha pasta. Unos cuantos miles de dólares.

—¿Solo ese poco?

—¡No es poco! Son un montón de gramos…, unos veinte. Podría ganar un dineral si lo dividiera en pequeñas cantidades y lo vendiera a chicas como K.T. Bearman.

—¿Conoces a K. T. Bearman?

Katie Bearman, que estaba en un curso superior al nuestro, tenía coche propio —un descapotable negro—, y se encontraba tan lejos de nuestra escala social que podría haber sido una estrella de cine.

—Pues claro. A Skye, a KT, a Jessica, a todas esas chicas. De todos modos —me ofreció de nuevo el frasco—, ahora podré comprarle a Kotku la tableta electrónica que deseaba. Se acabaron las preocupaciones por el dinero.

Dimos un par de vueltas por la calle hasta que empecé a sentirme mucho más optimista acerca del futuro y las cosas en general. Y mientras estábamos allí, frotándonos la nariz y parloteando, con Popper mirándonos con curiosidad, me pareció que la belleza de Nueva York estaba al alcance de mis palabras, una evanescencia posible de transmitir.

—Quiero decir que es genial —dije. Los epítetos me salían de la boca en una espiral—. De verdad, tienes que venir. Podemos ir a Brighton Beach, que es donde se juntan todos los rusos. Bueno, yo nunca he ido. Pero se puede llegar en tren, es la última parada. Hay una gran comunidad rusa, y restaurantes de pescado ahumado y huevas de esturión. Mi madre y yo siempre hablábamos de ir algún día, y el joyero con el que trabajaba le dijo todos los lugares a los que tenía que ir, pero nunca encontramos el momento. Se supone que es increíble. Además, tengo dinero para pagar un colegio, podrías ir a mi colegio. No, lo digo en serio. Tengo una beca. Bueno, la tenía. Pero ese tipo dijo que siempre que el dinero del fondo se utilizara en algo relacionado con la educación, podían ser los estudios de cualquiera, no solo los míos. Hay más que suficiente para los dos. Aunque en Nueva York los colegios públicos son buenos, conozco gente allí, el colegio público ya me va bien.

Seguía balbuceando cuando Boris me dijo:

—Potter.

Antes de que pudiera responder, me cogió la cara con las manos y me besó en la boca. Y mientras yo seguía allí de pie parpadeando —se acabó casi antes de que supiera lo que había ocurrido—, él cogió a Popper del suelo y le plantó también un sonoro beso en el morro. Luego me lo pasó.

—El taxi te está esperando —dijo, alborotándole el pelo por última vez. Y, en efecto, cuando me volví un taxi urbano se acercaba despacio por el otro lado de la calle, comprobando los números.

Nos quedamos mirándonos, yo respirando fuerte, aturdido por completo.

—Buena suerte —me dijo Boris—. No te olvidaré. —Luego le dio una palmadita a Popper en la cabeza—. Adiós, Popchik. —Y volviéndose hacia mí—: ¿Lo cuidarás?

Más tarde, durante el trayecto en taxi y después, repasaría mentalmente ese momento y me maravillaría de haberme ido de allí con tanta naturalidad, diciéndole adiós con la mano. ¿Por qué no lo había agarrado del brazo y le había suplicado por última vez que se subiera al coche?, vamos, Boris, joder, esto es como saltarse una clase, estaremos desayunando sobre campos de trigo antes de que salga el sol. Lo conocía lo bastante bien para saber que si le pedías algo sin rodeos en el momento adecuado haría casi cualquier cosa; y justo en el instante en que me alejaba supe que él habría corrido detrás de mí y se habría subido al taxi riéndose si se lo hubiera pedido por última vez.

Pero no lo hice. Y quizá fue mucho mejor así; eso lo digo ahora, ya que durante un tiempo me arrepentí amargamente. Por encima de todo me sentía aliviado de que en mi desconocido estado balbuceante y parlanchín me hubiera contenido de decir lo que tenía en la punta de la lengua, lo que nunca había dicho, aunque era algo que los dos sabíamos bien sin necesidad de que yo lo dijera en voz alta en la calle; y era, por supuesto, «te quiero».

XX

Me sentía tan cansado que el efecto de las drogas no duró mucho, al menos no la parte en que te sientes bien. El taxista —quien, a juzgar por su acento, era un neoyorquino trasplantado— enseguida se dio cuenta de que pasaba algo y trató de darme una tarjeta con un teléfono de línea directa para chicos que se han fugado de casa, que yo no quise aceptar. Cuando le pedí que me llevara a la estación de tren (sin saber si había trenes en Las Vegas; tenía que haberlos), él meneó la cabeza y dijo:

—Sabes que no dejan subir perros en los Amtrak, ¿verdad?

—¿No? —respondí, y se me cayó el alma a los pies.

—Quizá en avión…, no lo sé. —Era un tipo bastante joven, de hablar rápido, cara de niño, con sobrepeso y una camiseta en la que se leía: PENN AND TELLER: LIVE AT THE RIO—. Tendrás que meterlo en una jaula o algo así. Tal vez lo más seguro sea el autobús. Pero no dejan subir a menores de edad sin autorización de los padres.

—¡Te lo he dicho! ¡Mi padre ha muerto! Su novia me ha mandado de vuelta con la familia del Este.

—Eh, bueno, entonces no tienes por qué preocuparte, ¿no?

Mantuve la boca cerrada durante el resto del trayecto. Aún no había asimilado el hecho de que mi padre había muerto, y de vez en cuando los faros que pasaban a toda velocidad por la autopista me lo recordaban con una oleada de náuseas. Un accidente. Al menos en Nueva York no nos habíamos preocupado de si conducía borracho; el gran temor era que se cayera delante de un coche o lo apuñalaran para robarle la cartera al salir tambaleándose de algún antro a las tres de la madrugada. ¿Qué sería de su cuerpo? Yo había esparcido las cenizas de mi madre por Central Park, aunque al parecer había una normativa que lo prohibía; una noche, antes de que oscureciera, fui con Andy a una zona desierta al oeste del estanque, y mientras él vigilaba yo vacié la urna. Más que el hecho de esparcir los restos, lo que me perturbó fue que la urna estuviera envuelta en un papel con fragmentos de anuncios porno por palabras: CHICAS ASIÁTICAS JABONOSAS, ORGASMOS HÚMEDOS Y CACHONDOS eran dos frases al azar que habían atraído mi mirada mientras los polvos verdes, del color de la roca lunar, se arremolinaban y reflejaban la luz del crepúsculo de mayo.

Vimos unas luces y el coche se detuvo.

—Bueno, gafitas —dijo el taxista volviéndose hacia mí con el brazo extendido a lo largo del respaldo. Estábamos en el aparcamiento de la estación de Greyhound—. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Theo —respondí sin pensar, y enseguida me arrepentí.

—Bien, Theo. Yo soy J. P. —Alargó el brazo para estrecharme la mano—. ¿Quieres un consejo?

—Sí —respondí, temblando un poco. Aun en medio de todo lo que estaba pasando, que no era poco, me incomodaba mucho que ese tipo quizá hubiera visto a Boris besarme en la calle.

—No es asunto mío, pero necesitarás algo para subir a Peluche al autobús.

—¿Cómo?

Señaló con la cabeza mi bolsa de viaje.

—¿Cabe ahí dentro?

—Hummm…

—De todos modos, dudo que te la dejen subir. Es demasiado grande…, la meterán abajo con el equipaje. No es como el avión.

—Yo… —Tenía muchas cosas en que pensar—. No sé dónde esconderlo.

—Espera. Deja que mire en mi oficina de atrás. —Se bajó del coche y lo rodeó hasta el maletero; regresó con una gran bolsa de lona de una tienda de dietética llamada The Greening of America—. Yo de ti iría ahí dentro y compraría el billete sin Peluche. Déjamelo a mí, por si acaso.

Mi nuevo colega tenía razón: para viajar en Greyhound te hacían presentar un formulario para menores sin acompañante firmado por uno de los padres, y había otras restricciones para los niños. El hombre de la ventanilla, un chicano pálido con el pelo peinado hacia atrás, empezó a enumerarme con voz monótona la larga y funesta lista. No se podía hacer transbordos. No estaba permitido realizar viajes más largos de cinco horas de duración. A menos que la persona designada en el formulario del menor sin acompañante fuera a recogerme con un documento que lo identificara como era debido, me dejarían al cuidado del Servicio de Protección de Menores o de la policía local de la ciudad de destino.

—Pero…

—Todos los menores de quince años. Sin excepción.

—Pero yo no lo soy —repliqué, mientras intentaba sacar mi documento de identidad de aspecto oficial expedido por el estado de Nueva York—. Tengo quince años. Mire.

Quizá al presentir las probabilidades que yo tenía de entrar en lo que él llamaba «el Sistema», Enrique me había llevado al centro poco después de la muerte de mi madre para que me hiciera esas fotos; y aunque en aquel momento me molestó la zarpa de largo alcance del Gran Hermano («Vaya, tu propio código de barras», dijo Andy mirando el documento con curiosidad), ahora agradecía que hubiera tenido la previsión de llevarme al centro y registrarme como un automóvil de segunda mano. Aturdido como un refugiado, esperé bajo los sórdidos fluorescentes mientras el funcionario observaba el carnet desde ángulos diferentes y a distintas luces, hasta que por fin lo dio por auténtico.

—Quince —dijo con recelo mientras me lo devolvía.

—Sí. —Yo sabía que no aparentaba la edad que tenía. Me di cuenta de que era un sinsentido preguntar acerca de Popper, pues había un gran letrero junto a la ventanilla en el que se leía: PROHIBIDO EL TRANSPORTE DE PERROS, GATOS, PÁJAROS, ROEDORES, REPTILES U OTROS ANIMALES.

En cuanto al autobús, tuve suerte: había uno a las dos menos cuarto de la madrugada con conexión a Nueva York que salía de la estación en quince minutos. Mientras la máquina escupía mi billete con un ruido mecánico, me pregunté aturdido qué demonios hacer con Popper. Al salir, casi esperaba que el taxista se hubiera largado, tal vez llevándose a Popper a un hogar más seguro y amoroso. Pero lo encontré bebiendo una lata de Red Bull y hablando por el móvil. Popper no se veía por ninguna parte. Colgó en cuanto me vio.

—¿Qué te parece?

—¿Dónde está? —Grogui, miré en el asiento trasero—. ¿Qué has hecho con él?

El taxista se rió.

—¡No está y… aquí está! —Con un florido ademán, apartó el ejemplar mal doblado de U.S.A. Today que cubría la bolsa de lona que tenía a su lado, en el asiento del pasajero; y allí, instalado cómodamente dentro de una caja de cartón en el fondo de la bolsa, estaba Popper comiendo unas patatas fritas.

—Desorientar. La caja llena de tal modo la bolsa que no tiene la forma de perro, y le permite más espacio para moverse. El periódico es el accesorio perfecto. Lo cubre y hace que la bolsa parezca llena, pero no añade peso.

—¿Crees que funcionará?

—Bueno, es muy pequeño…, ¿qué pesará? ¿Cinco o seis libras? ¿Es tranquilo?

Miré con recelo a Popper, acurrucado en el fondo de la caja.

—No siempre.

J. P. se secó la boca con el dorso de la mano y me dio la bolsa de patatas fritas.

—Dale unas cuantas si se pone nervioso. Os pararéis cada pocas horas. Siéntate lo más al fondo posible del autobús, y asegúrate de que te lo llevas bien lejos de la estación para que haga sus necesidades.

Me colgué la bolsa al hombro y pasé un brazo alrededor.

—¿Se nota? —le pregunté.

—No. No si no lo sé. Pero ¿puedo darte un consejo? ¿El secreto del mago?

—Sí.

—No estés todo el rato mirando la bolsa. Más bien mira todo menos la bolsa. El paisaje, el cordón de tu zapato… Bueno, allá vamos. Confiado y natural, ese es el secreto. Aunque a veces también funciona hacerte el torpe y fingir que estás buscando una lentilla que se te ha caído, si crees que la gente te mira con sospecha. O tirar las patatas al suelo, darte con el dedo del pie contra algo, atragantarte con la bebida…, lo que sea.

Vaya, pensé. Era evidente que no lo llamaban el Taxi de la Suerte porque sí.

Él se rió de nuevo como si lo hubiera dicho en voz alta.

—Eh, es una norma estúpida no dejar subir a los perros —dijo, bebiendo otro gran sorbo de Red Bull—. ¿Qué ibas a hacer? ¿Dejarlo tirado en la cuneta?

—¿Eres mago o algo así?

Él se rió.

—¿Cómo lo has sabido? Hago un número de trucos de cartas en un bar del Orleans…, si fueras lo bastante mayor para entrar, te diría que fueras y lo vieras. De todos modos, el secreto reside en desviar la atención del trapicheo en cuestión. Esta es la primera ley de la magia: desorientar. No lo olvides nunca, gafitas.

XXI

Utah. Con la salida del sol, el valle de San Rafael se desplegaba en vistas desoladas semejantes a Marte: piedra arenisca y pizarra, cañones y yermas mesetas rojo óxido. Había pasado un mal rato dormitando, por las drogas pero también por miedo a que Popper no se estuviera quieto o gimiera; no obstante, no se movió mientras recorríamos las sinuosas carreteras montañosas, sentado en silencio dentro de la bolsa en el asiento de al lado, el más cercano a la ventanilla. Al final mi bolsa de viaje era lo bastante pequeña para que viajara conmigo; me quedé encantado por varios motivos: mi jersey, Tierra de hombres, pero sobre todo el cuadro, un objeto que había que proteger aunque estuviera envuelto y escondido, como un icono santo que un cruzado llevaba a la batalla. En el fondo del autobús tan solo había una pareja hispana de aspecto tímido con un montón de fiambreras de plástico en el regazo y un viejo borracho hablando consigo mismo, y nos abrimos paso sin incidentes a través de las carreteras serpenteantes hasta atravesar todo Utah y Grand Junction, Colorado, donde hicimos una parada de quince minutos. Después de dejar la bolsa en una taquilla que funcionaba con monedas, llevé a Popper a pasear por detrás de la estación de autobús, donde el conductor no pudiera verlo; compré un par de hamburguesas en el Burger King y le di agua en la tapa de un viejo envase de plástico de comida rápida que encontré en la basura. A partir de Grand Junction me dormí hasta la siguiente parada, Denver, una hora dieciséis minutos, justo cuando se ponía el sol; Popper y yo corrimos y corrimos, por el puro alivio de bajar del autobús, metiéndonos en calles tan sombrías y desconocidas que temí perderme, aunque me alegré al descubrir una cafetería hippy que llevaban dependientes jóvenes y simpáticos («¡Entra con él! —dijo la chica de pelo morado del mostrador cuando vio a Popper atado fuera—. ¡Nos encantan los perros!»), donde compré no solo dos sándwiches de pavo (uno para mí y otro para él) sino un pastelillo vegano y una bolsa de papel grasienta de galletas vegetarianas caseras para perro.

Leí hasta tarde, papel amarillento en un círculo de luz débil, mientras la desconocida oscuridad pasaba a toda velocidad por nuestro lado; cruzamos la divisoria continental de aguas y salimos de las Rocosas, con Popper satisfecho después de la carrera por Denver y roncando feliz dentro de su bolsa.

En algún momento me quedé dormido y al despertarme leí más. A las dos de la madrugada, justo cuando Saint-Exupéry contaba la historia del accidente de avión en el desierto, llegamos a Salina, Kansas (el «Cruce de Norteamérica»), una parada de veinte minutos, bajo una lámpara de sodio llena de polillas; Popper y yo corrimos alrededor del aparcamiento desierto de una gasolinera en la oscuridad, todavía con el libro en la mente, y disfrutando al mismo tiempo de lo extraño que era estar por primera vez en mi vida en el estado de mi madre; ¿alguna vez, en las vueltas que había dado con su padre, cruzó esa ciudad, pasando entre los coches que salían de la Interestatal por la calle Nueve y los grandes silos de grano iluminados que se alzaban como naves espaciales en el vacío? De nuevo en el autobús, soñolientos, sucios, cansados y con frío, Popchik y yo dormimos de Salina a Topeka, y de Topeka a Kansas City, Missouri, donde paramos justo al amanecer.

Mi madre a menudo me contaba lo llano que era el paisaje de su tierra natal, tanto que veías los tornados arremolinándose durante millas sobre las praderas. Aun así no podía creer cuán vasto era; el cielo interminable, tan inmenso que te sentías aplastado y oprimido por el infinito. En Saint Louis, hacia el mediodía, hubo un descanso de hora y media (tiempo de sobras para pasear a Popper y comer un espantoso sándwich de rosbif, aunque el vecindario era demasiado incierto para aventurarse muy lejos), y, de nuevo en la estación, subirnos a otro autobús. Al cabo de solo un par de horas, me desperté y vi que el autobús se había parado; me encontré a Popper callado y con la punta del morro asomando por la bolsa, y a una mujer negra de mediana edad con pintalabios rosa brillante inclinada sobre mí, bramando:

—No puedes tener este perro en el autobús.

Me quedé mirándola desorientado. Luego me di cuenta horrorizado de que no era una pasajera más sino la conductora, con gorra y uniforme.

—¿Has oído lo que te he dicho? —repitió, con un agresivo meneo de la cabeza. Era tan corpulenta como un boxeador profesional; en la chapa del nombre, encima de su impresionante busto, se leía «Denese»—. No puedes tener ese perro en este autobús. —Y agitó una mano con impaciencia, como diciendo: «¡Vuelve a meterlo en esa maldita bolsa!».

Cubrí la cabeza de Popper —a él no pareció importarle— y me quedé sentado con el estómago encogido. Nos encontrábamos en una ciudad llamada Effingham, Illinois: mansiones estilo Edward Hopper, un tribunal de justicia que parecía sacado del decorado de una película, un letrero escrito a mano en el que se leía: «¡La encrucijada de las oportunidades!».

La conductora hizo un amplio movimiento con el dedo.

—¿Algún pasajero de aquí atrás tiene inconveniente en que este animal viaje en el autobús?

Los demás pasajeros del fondo (un tipo desaliñado con un bigote enroscado hacia arriba; una mujer con aparatos dentales; una mujer negra con aire preocupado con una hija colegiala; un viejecito que recordaba a W. C. Fields con tubos en la nariz y un cilindro de oxígeno) parecieron demasiado sorprendidos para hablar, aunque la niña de ojos redondos meneó la cabeza de forma casi imperceptible: «no».

La conductora esperó, mirando alrededor. Luego se volvió hacia mí.

—Está bien. Es una buena noticia para ti y el chucho, cariño. Pero si uno… —agitó un dedo hacia mí—, uno solo de los demás pasajeros de aquí atrás se queja de que hay un animal a bordo, en cualquier momento, tendrás que bajarte. ¿Entendido?

¿No iba a echarme? La miré parpadeando, temeroso de moverme o pronunciar una palabra.

—¿Entendido? —repitió ella, de forma más amenazadora.

—Gracias…

Meneó la cabeza de un modo un tanto beligerante.

—Oh, no. No me des las gracias, cariño. Porque pienso dejarte en tierra si hay una sola queja. Una sola.

Tembloroso, observé cómo se alejaba por el pasillo y ponía en marcha el autobús. Mientras salíamos del aparcamiento no me atreví a mirar siquiera a los demás pasajeros, aunque noté que todos me miraban.

Popper dejó escapar un pequeño resoplido junto a mi rodilla y se acomodó de nuevo. Pese a lo mucho que lo quería y lo compadecía, nunca me había parecido un perro especialmente interesante o inteligente. Más bien lamentaba a menudo que no fuera más bonito, un border collie, un labrador o un cachorro rescatado de la perrera, algún cruce de pitbull listo pero problemático, un pequeño chucho peleón que persiguiera pelotas y mordiera a la gente; de hecho, casi todo menos lo que era: un perro de chica, un juguete totalmente gay que me daba vergüenza pasear por la calle. No es que Popper no fuera bonito; en realidad era justo la clase de bola de peluche pequeña y saltarina que muchas personas adoraban; quizá yo no, pero si alguna niña como la que había sentada al otro lado del pasillo se lo encontrara a un lado de la carretera, se lo llevaría sin dudarlo a su casa y le pondría cintas en el pelo.

Me quedé sentado, rígido, reviviendo una y otra vez la repentina oleada de pánico: la conductora acercándose, mi estado de shock. Lo que de verdad me aterraba era que ahora sabía que si me obligaban a bajar a Popper del autobús, tendría que bajarme con él (¿y hacer qué?) incluso en un lugar en medio de la nada como Illinois. Lluvia, campos de maíz; y yo a un lado de la carretera. ¿Cómo le había cogido tanto afecto a un animal tan ridículo, un perro faldero elegido por Xandra?

A través de Illinois e Indiana me balanceé vigilante, demasiado asustado para dormirme. Los árboles estaban pelados, y en los porches había calabazas de Halloween podridas. Al otro lado del pasillo, la madre había rodeado con un brazo a su hija y le cantaba, muy bajito: «You are my sunshine». Yo no tenía nada que comer aparte de las migas de las patatas fritas que me había dado el taxista; con un desagradable sabor salado en la boca, mientras veía pasar llanuras industriales y pequeñas ciudades anodinas, aterido de frío y desamparado, miré las tristes tierras de labranza y pensé en las canciones que me cantaba mi madre cuando era pequeño. «Toot toot tootsie goodbye, toot toot tootsie, don’t cry». Por fin, ya en Ohio, cuando se hizo de noche y en las tristes y pequeñas casas remotas encendieron las luces, me sentí lo bastante seguro para dormir, y cabeceé en sueños hasta Cleveland, una ciudad fría de luces blancas donde a las dos de madrugada cambié de autobús. Me dio miedo dar a Popper el largo paseo que sabía que necesitaba, por si alguien nos veía (porque ¿qué haríamos si nos descubrían, quedarnos en Cleveland para siempre?). Pero él también parecía aterrado; nos quedamos diez minutos tiritando en una esquina, luego le di agua, lo metí en la bolsa y regresé a la estación para subir en el autobús.

Era medianoche y todos los pasajeros parecían medio dormidos, lo que hizo el transbordo más fácil; a mediodía del día siguiente hicimos un nuevo transbordo en Buffalo, donde el autobús salió de la estación a través de la crujiente aguanieve amontonada. El viento soplaba húmedo y cortante; después de haber vivido dos años en el desierto había olvidado cómo era el auténtico invierno, doloroso y crudo. Boris no había respondido ninguno de mis mensajes de texto, lo que tal vez era comprensible pues se los enviaba al móvil de Kotku, pero de todos modos le mandé otro: BFALO NY NYC STA NCHE. SPERO Q TES OK. SBES ALG D X?

Buffalo se encontraba a gran distancia de la ciudad de Nueva York; pero exceptuando la febril e irreal parada de Syracuse, donde paseé y di de beber a Popper, y compré un par de daneses de queso porque no había nada más, logré dormir casi todo el trayecto a través de Batavia, Rochester, Syracuse y Binghamton, con la mejilla contra el cristal de la ventana y el aire frío que entraba por un resquicio, mientras la vibración me transportaba a Tierra de hombres y a un solitario puente de mando que se elevaba por encima del desierto.

Creo que empecé a enfermar silenciosamente a partir de la parada de Cleveland; de hecho, cuando me bajé del autobús en la terminal Port Authority, casi al anochecer, ardía febril. Estaba helado de frío y las piernas no me sostenían en pie; la ciudad que tanto había añorado me pareció extraña, ruidosa y fría, todo tubos de escape, basuras y desconocidos que pasaban con prisas por mi lado en todas direcciones.

La terminal estaba llena de agentes de policía. Por todas partes había letreros anunciando albergues y líneas directas para jóvenes fugados, y una mujer policía en particular me miró con recelo cuando me escabullía de allí; después de más de sesenta horas viajando en autobús, estaba sucio y cansado, y sabía que no pasaría la inspección; pero nadie me detuvo y no miré hacia atrás hasta que estuve fuera en la calle, bien lejos. Varios hombres de diferentes edades y nacionalidades me llamaron por la calle, voces suaves que llegaban de distintas partes («¡eh, hermanito!», «¿adónde vas?», «¿quieres que te lleve?»), pero aunque había un pelirrojo que no era mucho mayor y que parecía agradable y normal, alguien de quien podría hacerme amigo, yo era lo bastante neoyorquino para pasar por alto su alegre saludo y seguir caminando como si supiera adónde me dirigía.

Creía que Popper estaría eufórico al salir de la bolsa y caminar, pero cuando lo dejé en la acera, la Octava Avenida resultó ser demasiado para él y le dio pavor andar más de un par de manzanas; nunca había estado en una ciudad y le aterraba todo (los coches, las bocinas, las piernas de los transeúntes, las bolsas de plástico vacías que se arrastraban por la acera), y no paró de tirar de la correa, saliendo disparado hacia el cruce, saltando en una y otra dirección, escondiéndose detrás de mí despavorido y enroscándose de tal modo en mis piernas que tropecé y casi me caí frente a una furgoneta que aceleraba para saltarse el semáforo.

Después de cogerlo y meterlo de nuevo en la bolsa (donde forcejeó y resopló exasperado antes de quedarse callado), me detuve en mitad de la multitud de la hora punta intentando orientarme. Todo parecía mucho más sucio y hostil de como yo lo recordaba; también hacía más frío, y las calles eran grises como un periódico viejo. Que faire?, como le gustaba decir a mi madre. Casi la oía, con su voz alegre y despreocupada.

Cuando mi padre golpeaba los armarios de la cocina quejándose de que necesitaba una copa, a menudo me preguntaba, qué significaba «necesitar una copa»; cómo era querer alcohol y solo alcohol, y no agua, Pepsi o lo que fuera. Ahora ya lo sé, pensé con tristeza. Me moría por una cerveza, pero sabía que no era buena idea ir a una tienda e intentar comprarla al ser menor de edad. Pensé con añoranza en el vodka del señor Pavlikovski, el estallido diario de calor que había llegado a dar por hecho.

Aún peor, estaba muerto de hambre. Me encontraba a pocas puertas de una elegante pastelería, y tenía tanta hambre que entré derecho y compré el primer pastel que me llamó la atención (con sabor a té verde, nada menos, y una especie de relleno de vainilla; raro pero aun así delicioso). El azúcar hizo que me sintiera mejor casi en el acto; y mientras me lo comía, lamiéndome los dedos, me quedé mirando asombrado la resuelta multitud. Al marcharme de Las Vegas me sentí mucho más seguro de cómo se desarrollaría todo allí. ¿Telefonearía a los Servicios Sociales la señora Barbour para comunicarles que había aparecido? Creía que no; pero ya no estaba tan seguro. También había que tener en cuenta la cuestión no tan insignificante de Popper, ya que (junto con los lácteos y los frutos secos, el celo, la mostaza y otras veinticinco cosas que solían encontrarse en una casa) Andy era fuertemente alérgico a los perros; no solo a los perros sino también a los gatos, los animales de circo y el conejillo de Indias de clase (Conejillo Newton) que habíamos tenido en segundo, lo que explicaba por qué no había mascotas en casa de los Barbour. Por alguna razón eso no me había parecido un problema tan irresoluble en Las Vegas, pero de pie en la Octava Avenida, casi de noche y con frío, lo era.

Sin saber qué hacer, eché a andar hacia el este en dirección a Park Avenue. El viento me azotaba la cara y el olor a lluvia que flotaba en el aire me puso nervioso. El cielo de Nueva York parecía mucho más bajo y más pesado que el del oeste: nubes sucias, semejantes a borrones de goma o trazos de lápiz sobre papel tosco. Era como si el desierto, en toda su vastedad, hubiera disminuido mi visión de lejos. Todo parecía húmedo y enclaustrado.

Caminar me ayudó a reactivar la circulación de las piernas. Me encaminé al este, hacia la biblioteca (¡los leones!), donde me quedé parado un momento, como un soldado que regresa y tiene una primera visión fugaz de su hogar. Luego subí por la Quinta Avenida —farolas encendidas, bastantes transeúntes aún aunque se estaba vaciando con la llegada de la noche— hasta Central Park South. A pesar del cansancio y el frío, se me paró el corazón al ver el parque, y crucé corriendo la Cincuenta y siete (¡la calle de la Alegría!) hacia la frondosa oscuridad. Los olores, las sombras, hasta los pálidos y moteados troncos de los plataneros me levantaron el espíritu, pero era como si viera otro parque debajo del real y tangible, un mapa al pasado, un parque fantasma oscuro de recuerdos, salidas escolares y visitas al zoo de mucho tiempo atrás. Caminaba por la acera de la Quinta Avenida, mirando hacia el parque, donde los senderos estaban sumidos en las sombras de los árboles, envueltos en el halo de las farolas, misteriosos e invitadores como los bosques de Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario. Si me volvía y recorría uno de esos senderos iluminados, ¿saldría de nuevo en un año diferente?, quizá incluso en un futuro diferente, donde mi madre (recién salida del trabajo) me esperaría en el banco (nuestro banco) junto al estanque ligeramente sacudida por el viento, y, guardando el móvil, se levantaría para besarme: «Hola, cachorrito, ¿qué tal el colegio? ¿Qué quieres que compremos para cenar?».

De pronto me detuve. Una presencia familiar con americana y corbata me había adelantando a grandes zancadas por la acera, rozándome el hombro. El mechón de pelo blanco destacaba en la oscuridad, pelo blanco que quizá tendría que llevarse largo y recogido en una coleta; estaba absorto y más desaliñado que de costumbre, pero aun así lo reconocí en el acto, por el ángulo de la cabeza que recordaba un poco a Andy: era el señor Barbour, maletín en mano, regresando a casa del trabajo.

Corrí para alcanzarlo.

—¿Señor Barbour? —grité, cogiéndolo de la manga. Él hablaba consigo mismo aunque no alcancé a oír lo que decía—. Señor Barbour, soy Theo.

Con sorprendente violencia él se volvió y me apartó la mano. Era, en efecto, el señor Barbour; lo habría reconocido en cualquier parte. Pero sus ojos, clavados en los míos, eran los de un extraño: brillantes, duros y desdeñosos.

—¡Se acabaron las limosnas! —gritó con voz aguda—. ¡Vete al diablo!

Debería haber identificado su condición a primera vista. Era una versión aumentada del estado en que a veces encontraba a mi padre el día de las apuestas; o, de hecho, cuando tomó impulso y me golpeó. Nunca había visto al señor Barbour cuando no se hallaba bajo el efecto de la medicación (Andy, como era de esperar, se mostraba comedido al describir los «entusiasmos» de su padre, y yo no conocía entonces los episodios en que había intentado telefonear al secretario de Estado o había ido a trabajar en pijama), y ese arrebato de cólera no estaba en consonancia con el señor Barbour desconcertado y distraído que yo conocía, por lo que retrocedí avergonzado. Me miró furioso largo rato, luego me apartó el brazo (como si yo estuviera sucio y lo hubiera contaminado solo tocándolo) y se alejó.

—¿Le estabas pidiendo dinero a ese hombre? —me preguntó un tipo que surgió de la nada mientras yo seguía parado en la acera, perplejo—. ¿Le estabas pidiendo dinero? —repitió, con mayor insistencia, cuando me volví.

Era rechoncho, vestía un anodino traje de ejecutivo y tenía aspecto de estar casado y con hijos, y su aire de perdedor me puso los pelos de punta. Mientras trataba de esquivarlo, él me cortó el paso y dejó caer una mano pesada en mi hombro; presa de pánico, lo rodeé y entré corriendo en el parque.

Me dirigí al estanque, por senderos amarillos y llenos de hojas caídas, y de forma instintiva fui derecho al Lugar de Encuentro (como mi madre y yo llamábamos a nuestro banco) y me senté en él temblando. Encontrarme al señor Barbour por la calle me había parecido un increíble golpe de suerte; quizá durante unos cinco segundos, pensé que después del desconcierto y la incomodidad iniciales me saludaría alegremente, me haría unas pocas preguntas y, disculpándose («¡Oh, no importa, no importa, ya tendremos tiempo para eso más tarde!»), me llevaría a su casa. «Santo cielo, qué aventura. ¡Qué contento se pondrá Andy cuando te vea!».

Me pasé una mano por el pelo, todavía alterado. En un mundo ideal el señor Barbour habría sido el miembro de la familia al que más me habría gustado encontrarme por la calle, más que Andy y sin duda más que sus hermanos, más incluso que la señora Barbour, con sus silencios gélidos, sus cumplidos y códigos de conducta desconocidos por mí, y su mirada fría e ininteligible.

Por pura costumbre saqué el móvil y miré por enésima vez si tenía algún mensaje, y no pude evitar animarme al encontrar por fin uno, de un número que no reconocí pero que tenía que ser de Boris: EY! SPERO K TB TES OK. NO DMSIADO ENFDADO. LLAMA XNR OK HA STADO MOLESTNDO.

Traté de llamarlo —le había escrito cincuenta mensajes de texto por el camino—, pero nadie contestó en ese número y en el móvil de Kotku me salió el buzón de voz. Xandra podía esperar. Al regresar a Central Park South con Popper, compré tres perritos calientes (uno para Popper y dos para mí) a un vendedor callejero que estaba a punto de cerrar su puesto; mientras comía, sentado en un banco apartado dentro de la Scholar’s Gate, consideré las opciones que tenía. En mis fantasías sobre Nueva York a veces había albergado visiones perversas de Boris y de mí viviendo en la calle, alrededor de Saint Mark’s Place y Tompkins Square, haciendo sonar los tazones llenos de monedas con los mismos obsesos del monopatín que en otro tiempo se habían burlado de Andy y de mí con nuestros uniformes de colegio. No obstante, la perspectiva real de dormir en la calle, solo y febril en el frío de invierno, de pronto resultaba mucho menos atractiva.

Lo más torturante era que me encontraba a solo cinco manzanas de la casa de Andy. Pensé en llamarle y pedirle quizá que se reuniera conmigo, pero decidí no hacerlo. No dudaba de que él se escabulliría encantado si lo telefoneaba desesperado, y me traería una muda de ropa y dinero que robaría del bolso de su madre y, quién sabe, quizá unos canapés de carne de cangrejo que habían sobrado o esos cacahuetes de cóctel que los Barbour siempre comían. Pero seguía dolido por la palabra «limosna». Por muy bien que me cayera Andy, habían transcurrido casi dos años. Y no podía olvidar el modo en que el señor Barbour me había mirado. Era evidente que había pasado algo, aunque no estaba seguro de qué…, solo sabía que yo era responsable de algún modo, en medio de ese miasma generalizado de vergüenza, ineptitud y sensación de ser una carga que nunca me había abandonado del todo.

Sin proponérmelo, pues miraba al vacío, vi al hombre sentado en el banco de enfrente. Desvié rápidamente la vista pero ya era demasiado tarde; él ya estaba de pie y se acercaba.

—Bonito chucho —dijo agachándose para acariciar a Popper. Y luego, al no responderle—: ¿Cómo te llamas? ¿Te importa si me siento?

Era un tipo enjuto y menudo pero de aspecto fuerte; y olía mal. Me levanté rehuyendo su mirada, pero cuando me volví para irme él alargó el brazo y me agarró por la muñeca.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz desagradable—. ¿No te gusto?

Me solté y eché a correr hacia la calle; Popper salió corriendo detrás de mí, sin pensar, aunque él no estaba acostumbrado al tráfico, y los coches se acercaban; lo cogí en brazos justo a tiempo y crucé con él la Quinta Avenida hacia el Pierre. Mi perseguidor, inmovilizado al otro lado a causa del semáforo rojo, atrajo la mirada de algunos transeúntes, si bien cuando me volví de nuevo, a salvo en el círculo de luz de la acogedora entrada del hotel —parejas elegantemente vestidas, porteros parando taxis—, vi que él había desaparecido en el interior del parque.

Las calles eran mucho más ruidosas de como las recordaba y olían peor. Parado en la esquina junto a A La Vieille Russie, me sentí abrumado por el familiar hedor del centro de la ciudad: los caballos tirando de los carruajes turísticos, los tubos de escape de los autobuses, perfume y orina. Durante mucho tiempo había pensado en Las Vegas como algo temporal —mi vida real estaba en Nueva York—, pero ¿era cierto? Ya no, pensé con consternación, observando el número cada vez más reducido de transeúntes que pasaban por delante de Bergdorf.

A pesar de que estaba dolorido y volvía a sentir escalofríos a causa de la fiebre, recorrí unas diez manzanas intentando aún combatir la zumbante ligereza que sentía en las piernas, la vibración del autobús que todavía llevaba dentro. Sin embargo, al final el frío pudo más que yo y paré un taxi; habría sido fácil ir en autobús, media hora quizá, todo recto por la Quinta hasta el Village, pero después de tres días viajando en autobús no podía soportar la idea de pasar un solo minuto más dando botes en otro.

No me sentía cómodo en absoluto ante la perspectiva de presentarme en casa de Hobie sin avisar, ya que hacía mucho tiempo que no estábamos en contacto, y no por culpa de él sino por mí; en algún momento había dejado de escribirle. En cierto modo era el curso natural de las cosas; pero la despreocupada hipótesis de Boris («viejo maricón») también me había disuadido sutilmente, y no contesté sus últimas dos o tres cartas.

Me encontraba mal, muy mal. Aunque el trayecto era corto debí de dormitar en el asiento trasero, porque cuando el taxista se detuvo y me preguntó: «¿Es aquí?», me desperté sobresaltado y por un momento me quedé aturdido, intentando recordar dónde estaba.

La tienda —me di cuenta mientras el taxi se alejaba— estaba cerrada y oscura, como si no la hubieran vuelto a abrir en todo el tiempo que yo había permanecido fuera de Nueva York. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de mugre y, al atisbar en el interior, vi que habían envuelto en fundas algunos de los muebles. Aparte de la nueva capa de polvo que cubría los viejos cachivaches —las cacatúas de mármol, los obeliscos—, no había cambiado nada.

Se me cayó el alma a los pies, y me quedé un largo minuto parado en la calle antes de armarme de valor y tocar el timbre. Parecía que llevaba siglos escuchando el eco lejano, si bien quizá no fueron más que unos segundos, y casi me había convencido de que no había nadie (¿y qué haría?, ¿volver andando a Times Square, buscar un hotel barato en alguna parte o entregarme a las autoridades como joven fugado?) cuando la puerta se abrió y ante mí no encontré a Hobie sino a una chica de mi edad.

Era ella: Pippa. Todavía menuda (yo había crecido mucho más) y delgada, aunque con un aspecto más saludable que la última vez que la había visto: la cara más llena y pecosa, y el pelo también lo tenía diferente; parecía haberle crecido de otro color y textura, no tan rubio rojizo sino más oscuro, tirando a herrumbroso, y un poco desgreñado, como el de Margaret. Iba en calcetines y vestía como un chico, con viejos pantalones de pana y un jersey demasiado grande, y encima llevaba una bufanda de rayas naranjas y rosas que solo se pondría una abuela chiflada. Educada pero reticente, me miró con sus ojos castaño dorado frunciendo el entrecejo sin comprender: un desconocido.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Se ha olvidado de mí, pensé consternado. ¿Cómo podía pretender que se acordara? Había pasado mucho tiempo, y yo había cambiado bastante físicamente. Era como ver a alguien que creías muerto.

Pero ahí estaba Hobie, con sus pantalones de algodón manchados de pintura y la chaqueta de punto con los codos gastados, bajando ruidosamente las escaleras y apareciendo detrás de ella. Se ha cortado el pelo, fue lo primero que pensé; lo llevaba casi al rape, mucho más blanco de lo que recordaba. Tenía una expresión un poco irritada; por un momento desgarrador pensé que él tampoco me reconocía, pero retrocedió un paso y dijo:

—Santo cielo.

—Soy yo —me apresuré a decir, temiendo que me cerrara la puerta en la cara—. Theodore Decker. ¿Se acuerda?

Pippa levantó rápidamente la vista hacia él; era evidente que le sonaba mi nombre pero no me había reconocido, y la afectuosa sorpresa que reflejaron sus caras me cogió tan por sorpresa que me eché a llorar.

—Theo.

Me dio un abrazo estrecho y paternal, y tan intenso que solo lloré más fuerte. Luego noté una mano en el hombro, una mano pesada y firme que era la encarnación de la autoridad y la seguridad; me hizo entrar y me condujo por el taller, los tenues dorados y el intenso olor a madera con que yo había soñado, y me llevó escaleras arriba hasta el salón, olvidado hacía mucho, con sus terciopelos, sus jarrones y sus bronces, mientras me decía: «Qué alegría verte», «Tienes muy mala cara», «¿Cuándo has vuelto?», «¿Tienes hambre?», «¡Santo cielo, cuánto has crecido!», «¡Qué pelos! Como Mowgli, el niño de la selva»; y, de pronto preocupado: «¿Te parece que aquí huele a cerrado? ¿Abro una ventana?», y cuando Popper sacó la cabeza de la bolsa: «¡Ajá! ¿A quién tenemos aquí?».

Pippa, riéndose, cogió al perro en brazos y lo acunó. Yo estaba mareado por la fiebre, me notaba la cara roja y radiante como las barras de una estufa eléctrica, e iba tan a la deriva que ni siquiera me daba vergüenza llorar. Solo era consciente del alivio de estar allí, de mi dolor y de que tenía el corazón rebosante.

En la cocina había sopa de champiñones, que no me apeteció pero estaba caliente y tenía frío, y mientras comía (Pippa, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, jugaba con Popchik, sosteniéndole la borla de su bufanda de abuela a la altura de la cara; Popper y Pippa, ¿cómo no había caído nunca en el parecido entre sus nombres?), le conté un poco, de forma embrollada, la muerte de mi padre y lo que había ocurrido. Hobie me escuchó cruzando los brazos con una expresión de gran preocupación y la frente cada vez más fruncida a medida que yo hablaba.

—Tienes que llamarla —dijo—. A la mujer de tu padre.

—¡Pero no era su mujer! ¡Solo era su novia! Le importo un comino.

Él meneó la cabeza con firmeza.

—No importa. Tienes que llamarla y decirle que estás bien. Sí, tienes que hacerlo —dijo, elevando la voz cuando traté de protestar—. No hay pero que valga. Ahora mismo. Pips… —en la pared de la cocina había un anticuado teléfono—, ven conmigo. Lo dejaremos solo un momento.

Aunque Xandra era la última persona en el mundo con la que quería hablar, sobre todo después de haber saqueado su dormitorio y robado el dinero de las propinas, me sentía tan aliviado de estar allí que habría hecho cualquier cosa que me hubieran pedido. Marqué el número diciéndome que probablemente no contestaría (nos telefoneaban tantos abogados y cobradores de morosos, a todas horas, que ella rara vez contestaba llamadas de números que no reconocía). De ahí que me sorprendiera cuando contestó al primer timbrazo.

—Te dejaste la puerta abierta —dijo casi de inmediato, con tono acusador.

—¿Qué?

—Dejaste que el perro se escapara. Se largó…, y ahora no lo encuentro por ninguna parte. Probablemente lo atropelló un coche o algo así.

—No. —Yo miraba la negrura del patio de ladrillo. Llovía, y las gotas repiqueteaban con fuerza contra los cristales de las ventanas; era la primera lluvia de verdad que veía en casi dos años—. Está aquí conmigo.

—Ah. —Parecía aliviada. Luego, con más aspereza—: ¿Dónde estás? ¿Te has ido con Boris a alguna parte?

—No.

—He hablado con él y parecía ido. No quiso decirme dónde estabas. Sé que él lo sabe. —Aunque en Las Vegas era temprano, su voz era bronca y áspera, como si hubiera estado bebiendo o llorando—. Debería llamar a la policía, Theo. Sé que fuisteis vosotros los que me robasteis el dinero y todo lo demás.

—Sí, como tú robaste los pendientes de mi madre.

—¿Qué…?

—Los de esmeraldas. Eran de mi abuela.

—Yo no los robé. —Esta vez estaba enfadada—. ¿Cómo te atreves? Larry me los regaló, me los regaló después de…

—Sí. Después de robárselos a mi madre.

—Perdona, pero tu madre está muerta.

—Sí, pero no lo estaba cuando él se los robó. Eso fue un año antes de su muerte. Mi madre llamó a la compañía de seguros —añadí, elevando la voz por encima de la de ella—. Y denunció el robo a la policía. —Yo no sabía si esto último era cierto, pero podría haberlo sido.

—Hum, supongo que nunca has oído hablar de algo llamado bienes gananciales.

—Sí. Y supongo que tú nunca has oído hablar de algo llamado reliquia de familia. Además, mi padre y tú ni siquiera estabais casados. Él no tenía ningún derecho a darte esos pendientes.

Se hizo un silencio. Oí el clic del encendedor al otro lado de la línea, seguido de una inhalación cansina.

—Mira, chico. ¿Puedo decirte algo? No es el dinero, de verdad. Ni la coca. Aunque te aseguro que yo a tu edad no hacía nada parecido. Os creéis muy listos y demás, y supongo que lo sois, pero vais por mal camino, tú y tu amigo como se llame. Sí, sí —añadió, alzando la voz—. Él también me cae bien, pero no traerá más que problemas.

—Tú deberías saberlo.

Se rió con tristeza.

—Mira, chico. He pasado unas cuantas veces por eso…, sé de qué hablo. Acabará en la cárcel antes de cumplir los dieciocho, y apuesto lo que quieras a que tú estarás con él. —Y alzando de nuevo la voz—: Y no me extraña. Yo quería a tu padre, pero no valía gran cosa el pobre, y por lo que me contó, tu madre tampoco.

—Ya está bien. Vete a la mierda. —Estaba tan enfadado que temblaba—. Voy a colgar.

—No…, espera. Perdona, no debería haber dicho eso de tu madre. No es eso lo que quería decirte. Por favor, ¿tienes un minuto?

—Estoy esperando.

—Primero, suponiendo que te interese, voy a hacer que incineren a tu padre. ¿Te parece bien?

—Haz lo que quieras.

—Nunca lo has necesitado mucho, ¿verdad?

—¿Eso es todo?

—Una cosa más. No me importa dónde estés, con franqueza. Pero necesito que me des una dirección para poder ponerme en contacto contigo.

—¿Y eso por qué?

—No te hagas el listillo. En algún momento llamará alguien de tu colegio o algo así…

—Yo no contaría con ello.

—… y necesitaré, no lo sé, dar alguna explicación de dónde te encuentras. A menos que quieras que la policía ponga tu foto en los envases de la leche.

—Creo que es bastante improbable.

—Bastante improbable —repitió ella en una cruel imitación de mi voz—. Bueno, es posible. Pero dámela de todos modos y estaremos en paz. —Y al ver que yo no respondía—: Te hablaré claro, no me importa dónde estés, pero no quiero cargar con el mochuelo si hay algún problema y necesito ponerme en contacto contigo.

—Hay un abogado en Nueva York. Se llama Bracegirdle. George Bracegirdle.

—¿Tienes su número?

—Búscalo.

Pippa entró en la habitación para coger el bol del agua para el perro, y me volví con timidez hacia la pared para no mirarla.

—¿Brace Girdle? —decía Xandra—. ¿Tal como suena? ¿Qué clase de apellido es ese?

—Mira, estoy seguro de que lo localizarás.

Se hizo un silencio, luego Xandra habló.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Que es tu padre el que ha muerto. Tu padre. Y te comportas como si fuera, no lo sé, el perro. O ni eso, porque sé que te importaría que un coche atropellara al perro. Al menos eso creo.

—Digamos que él me importaba tanto como yo le importaba a él.

—Bueno, pues deja que te diga algo. Tú y tu padre os parecéis mucho más de lo que crees. Has salido a él cien por cien.

—Y tú estás llena de mierda —repliqué después de un breve silencio lleno de desdén, lo que, para mí, resumía bastante la situación.

Pero mucho después de colgar, tumbado en la bañera de agua caliente estornudando y temblando, y en la brillante bruma que siguió (tragando las aspirinas que me dio Hobie, siguiéndolo por el pasillo hasta el mohoso cuarto de huéspedes, «hay más mantas en el arcón, no, basta de hablar, te dejo ahora para que descanses»), las palabras de despedida de Xandra resonaron una y otra vez en mi cabeza mientras hundía la cara en la pesada almohada de olor extraño. No era cierto, no más cierto que lo que me había dicho poco antes de mi madre. Hasta la voz seca y ronca que se oía a través de la línea, el recuerdo de esa voz, hacía que me sintiera sucio. A la mierda, pensé soñoliento. Olvídalo. Ella está a un millón de millas de aquí. No obstante, aunque me caía de cansancio —literalmente—, y nunca había dormido en un colchón más blando que el de esa desvencijada cama de latón, sus palabras fueron un desagradable hilo que atravesó mis sueños durante toda la noche.