Badr al-Dine
I
Había resuelto dejar la maleta en la oficina de paquetería de mi viejo edificio, donde no tenía la menor duda de que José y Goldie cuidarían de ella, pero a medida que se acercaba la fecha de la partida me fui poniendo nervioso, y en el último momento decidí volver, por una razón que ahora me parece bastante necia: en mis prisas por sacar el cuadro del piso había metido sin pensar en la maleta varias cosas que necesitaría, entre ellas casi toda mi ropa de verano. Así, un día antes de que mi padre pasara a recogerme por la casa de los Barbour, regresé de manera apresurada a la calle Cincuenta y siete con la intención de abrir la maleta y coger un par de las mejores camisas que había puesto encima de todo.
José no estaba, pero salió a mi encuentro un tipo de anchas espaldas (Marco V, según se leía en su chapa) que me cortó el paso con una actitud firme más propia de un guardia de seguridad que de un conserje.
—Disculpe, ¿puedo ayudarle en algo? —me preguntó.
Le hablé de la maleta. Sin embargo, tras mirar el libro de registro deslizando un grueso índice por la columna de las fechas, el tipo no pareció muy inclinado a dejarme entrar para que la cogiera yo mismo del estante.
—¿Y con qué motivo dice que la dejó aquí? —preguntó sin demasiada convicción, rascándose la nariz.
—José me dijo que podía hacerlo.
—¿Tiene el resguardo?
—No —respondí tras unos momentos de confusión.
—Pues yo no puedo ayudarlo. No consta en el libro de registro. Además, no guardamos paquetes de personas que no residen en el edificio.
Yo había vivido allí el tiempo suficiente para saber que eso no era cierto, pero no quería discutir.
—Mire, yo vivía aquí. Conozco a Goldie, a Carlos, a todos. Vamos —añadí, tras un silencio vago y gélido durante el cual advertí que él desviaba su atención—. Si me lleva allí le indicaré cuál es.
—Lo siento. Solo pueden entrar los miembros del personal y los residentes.
—Es de lona y tiene una cinta en el asa. Lleva mi apellido, Decker.
Me disponía a señalarle la etiqueta que todavía estaba en nuestro viejo buzón cuando Goldie entró tranquilamente después de un descanso.
—¡Eh, mira quién está aquí! Este es mi chico —dijo volviéndose hacia Marco V—. Lo conozco desde que era así. ¿Qué pasa, Theo?
—Nada. Bueno, sí, que me marcho de la ciudad.
—¿Ah, sí? ¿Ya te vas a Las Vegas? —En cuanto oí la voz de Goldie y noté su mano en mi brazo, todo se volvió fácil y relajado—. Es un lugar loco para vivir, ¿no es verdad?
—Creo que sí —respondí sin demasiado convencimiento. La gente no paraba de hablarme de las locuras que viviría en Las Vegas, aunque yo no entendía por qué, puesto que era poco probable que pasara mucho tiempo en los casinos y los clubes.
—¿Solo lo crees? —Goldie puso los ojos en blanco y meneó la cabeza con una expresión pícara que mi madre imitaba muy bien—. Cielos, te lo digo yo. ¿Esa ciudad? Con la de sindicatos que tiene… Me refiero a empleos en restaurantes, en hoteles…, y allá donde mires hay mucho dinero. ¿Y el tiempo? Sale el sol cada día del año. Te encantará, amigo mío. ¿Cuándo has dicho que te vas?
—Hum, hoy. Quiero decir, mañana. Por eso quería…
—¿Has venido a buscar tu maleta? Claro.
Goldie dijo algo en un español brusco a Marco V, que se encogió de hombros y se encaminó sumiso hacia la oficina de paquetería del fondo.
—Marco es un buen tipo —me susurró Goldie—. Pero no sabe nada de la maleta que dejaste aquí porque José y yo no lo apuntamos en el libro de registro, si sabes a qué me refiero.
En efecto, sabía a qué se refería. Había que tomar nota de todos los paquetes que entraban y salían del edificio. Al no poner una etiqueta a la maleta ni apuntarlo en el registro oficial, los dos conserjes me habían protegido ante la posibilidad de que alguien más apareciera e intentara reclamarla.
—Eh, gracias por cuidármela —dije con incomodidad.
—No problemo. —Y volviéndose hacia Marco mientras cogía la maleta, añadió muy alto—: Gracias, amigo. Como te decía —continuó en voz baja; tuve que acercarme a él para oírlo—, Marco es un buen tipo, pero hubo muchas quejas de los inquilinos por falta de personal durante el…, ya sabes. —Me lanzó una mirada elocuente—. El caso es que Carlos no llegó a tiempo a su turno ese día, supongo que no fue culpa suya, pero lo despidieron.
—¿A Carlos? —Carlos era el conserje más reservado y de más edad; era como un ídolo del público mexicano entrado en años, con su bigote fino y sus sienes plateadas, los zapatos negros relucientes como un espejo y los guantes inmaculados—. ¿Han despedido a Carlos?
—Lo sé…, es increíble. Treinta y cuatro años y… —Goldie sacudió el pulgar por encima del hombro— adiós muy buenas. Y ahora la conserjería es todo medidas de seguridad, nuevo personal y nuevas normas, y hay que registrar a todo el que entra y sale… De todos modos, deja que te pare un taxi, amigo mío —añadió mientras cruzaba de nuevo la puerta delantera, abriéndola de un empujón—. ¿Te vas derecho al aeropuerto?
—No —respondí, alargando una mano para detenerlo; estaba tan absorto que no me había fijado en lo que se proponía hacer.
—No, no —dijo él empujando la maleta hasta la acera y restándole importancia con un ademán—, no te preocupes, amigo, lo entiendo. —Consternado, caí en la cuenta de que se creía que intentaba impedir que me llevara la maleta porque no tenía monedas para la propina.
—Eh, espere.
Pero en ese mismo instante Goldie silbó y se bajó a la calzada con el brazo levantado.
—¡Aquí! ¡Taxi!
Esperé en la puerta observando con disgusto cómo el taxi se detenía junto al bordillo.
—¡Premio! —exclamó Goldie, abriendo la portezuela trasera—. ¿Qué tal vamos de tiempo?
Antes de que yo pudiera discurrir la manera de detenerlo sin parecer estúpido, fui conducido hacia el asiento trasero mientras metían la maleta detrás. Goldie dio unas palmadas en el techo a su manera amistosa.
—Buen viaje, amigo —dijo, mirándome y alzando la vista hacia el cielo—. Disfruta del sol por mí. Ya sabes cuánto me gusta…, soy un ave tropical, ¿recuerdas? Estoy impaciente por volver a Puerto Rico y hablar con las abejas. Hummm… —canturreó, cerrando los ojos y ladeando la cabeza—. Mi hermana tiene una colmena de abejas domesticadas y yo les canto para que se duerman. ¿Hay abejas en Las Vegas?
—No lo sé —respondí, palpándome en silencio los bolsillos para calcular cuánto dinero llevaba encima.
—Bueno, pues si ves alguna abeja, dile que Goldie le manda saludos. Que pronto iré para allá.
—¡Eh! ¡Espera! —Era José (vestido aún con su equipo de fútbol, pues llegaba al trabajo directamente de su partido en el parque), con una mano levantada y balanceándose hacia mí con sus andares atléticos acompañados de un cabeceo—. Eh, manito, ¿ya te vas? —Se inclinó e introdujo la cabeza por la ventanilla del taxi—. ¡Tienes que mandarnos una foto para el piso de abajo!
En el sótano, donde los conserjes se cambiaban de ropa y se ponían el uniforme, había una pared forrada de postales y tomas con polaroid de Miami, Cancún, Puerto Rico y Portugal que los inquilinos y los conserjes habían enviado a lo largo de los años a la calle Cincuenta y siete Este.
—¡Eso, eso! —exclamó Goldie—. ¡Mándanos una foto! ¡No te olvides!
—Yo… —Los echaría de menos, pero parecía sensiblero decirlo. De modo que me limité a decir—: De acuerdo. Que les vaya bien.
—Lo mismo digo —dijo José, retrocediendo con la mano levantada—. Y ni te acerques a las mesas de juego.
—Eh, chico, ¿quieres que te lleve a alguna parte o qué? —gritó el taxista.
—¡Para el carro! —le respondió Goldie. Y volviéndose hacia mí—: Todo irá bien, Theo. —Dio una última palmada al taxi—. Buena suerte, tío. Hasta la vista. Que Dios te bendiga.
II
—No pretenderás subir al avión con toda esa mierda —me dijo mi padre a la mañana siguiente cuando llegó a casa de los Barbour en un taxi para recogerme. Porque tenía otra maleta además de la del cuadro, la que tenía previsto llevar desde un principio.
—Creo que sobrepasará el límite de peso —dijo Xandra un poco histérica. En medio del terrible calor me llegó el olor de su laca—. Solo permiten llevar un máximo de peso.
La señora Barbour, que había bajado conmigo a la calle, replicó con suavidad:
—No tendrá problema con esas dos maletas. Yo siempre sobrepaso el límite.
—Sí, pero cuesta dinero.
—Creo que les parecerá una cantidad bastante razonable —insistió la señora Barbour. Aunque era temprano e iba sin joyas ni pintalabios, incluso con sandalias y un sencillo vestido de algodón daba la impresión de ir impecablemente arreglada—. Puede que tengan que pagar veinte dólares de más al facturar, pero eso no debería ser un problema.
Mi padre y ella se miraron como dos gatos hasta que él desvió la vista. Yo estaba un poco avergonzado de su americana sport, que recordaba a los tipos bajo sospecha de crimen organizado que salían en el Daily News.
—Podrías haberme dicho que tenías dos maletas —dijo malhumorado en el silencio que siguió al solícito comentario de la señora Barbour que tanto agradecí—. No sé si cabrá todo en el maletero.
De pie en la acera, con el maletero del taxi abierto, casi consideré dejar la maleta de lona con la señora Barbour y telefonearle más tarde para decirle qué había dentro. Pero antes de que pudiera tomar una decisión, el taxista ruso de anchas espaldas había sacado la bolsa de mano de Xandra del maletero y metido mi segunda maleta, que con unos meneos y golpetazos logró encajar.
—¿Lo ve? No pesa tanto —dijo, cerrando el maletero y secándose la frente—. ¡Tiene los lados blandos!
—¡Pero mi bolsa! —exclamó Xandra, presa del pánico.
—No hay problema, señora. Puede ir conmigo en el asiento delantero, o si lo prefiere, con usted en el trasero.
—Entonces todo arreglado —dijo la señora Barbour, inclinándose para darme un beso rápido, el primero de toda mi estancia, uno de esos besos al aire que se daban las señoras al reunirse para comer, que olía a menta y gardenias—. Hasta la vista. Buen viaje.
Andy y yo nos habíamos despedido el día anterior; aunque me constaba que le daba pena que me fuera, me había dolido que no se hubiera quedado para decirme adiós. Pero se había ido con el resto de la familia a la casa de Maine que supuestamente detestaba. En cuanto a la señora Barbour, no parecía en particular contrariada ante la idea de no volver a verme, cuando la verdad era que yo me marchaba con mucha pena.
Los ojos grises de la señora Barbour traslucían serenidad y control.
—Muchas gracias por todo, señora Barbour. Despídame de Andy.
—Así lo haré. Has sido un huésped excelente, Theo.
En la húmeda y calurosa bruma de una mañana en Park Avenue, le sostuve la mano un poco más rato de la cuenta, esperando vagamente que me dijera que la avisara si necesitaba algo. Pero ella se limitó a decir:
—Buena suerte. —Y antes de soltarme me dio otro rápido y frío beso.
III
Yo no lograba hacerme a la idea de que me marchaba de Nueva York. Nunca había estado más de ocho días fuera de la ciudad. Durante el trayecto al aeropuerto, mientras miraba por la ventanilla las vallas publicitarias anunciando clubes de striptease y bufetes de abogados especializados en lesiones corporales que probablemente tardaría en volver a ver, me asaltó un pensamiento escalofriante. ¿Qué ocurriría en el control de seguridad? No había cogido muchos aviones en mi vida (solo dos veces, una cuando era muy pequeño) y ni siquiera estaba seguro de qué implicaba un control de seguridad: ¿rayos X?, ¿un registro del equipaje?
—¿Abren todas las maletas en el aeropuerto? —pregunté con voz tímida, y al cabo de un rato volví a preguntarlo, porque nadie parecía haberme oído. Yo iba en el asiento delantero, para dar a papá y a Xandra cierta intimidad.
—Claro —respondió el taxista. Era un ruso fornido y ancho de hombros: facciones recias, mejillas coloradas y sudorosas, como un boxeador de peso ligero que se ha engordado—. Y si no las abren, las miran por rayos X.
—¿Aunque las facture?
—Oh, sí. Buscan explosivos y demás. —Y con tono tranquilizador añadió—: Es muy seguro.
—Pero… —Intenté pensar cómo formular la pregunta sin traicionarme a mí mismo, pero no pude.
—No te preocupes —continuó el taxista—. Hay mucha policía en un aeropuerto. Y hace tres o cuatro días hubo controles de carretera.
—Bueno, yo solo sé que me muero por pirarme de aquí —dijo Xandra con su voz ronca.
Durante un momento de perplejidad pensé que hablaba conmigo, pero cuando me volví vi que se dirigía a mi padre.
Él le puso una mano en la rodilla y dijo algo demasiado bajito para que yo lo oyera. Con gafas de sol y con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, había algo relajado y juvenil en su voz monótona, algo secreto que se transmitían al apretar la rodilla de Xandra. Les di la espalda y contemplé la tierra de nadie que dejábamos atrás: edificios alargados y bajos, tiendas de comestibles, talleres de reparaciones y aparcamientos que reverberaban en el calor de la mañana.
—No me importa que haya sietes en el número de vuelo —decía Xandra en voz baja—. Lo que me aterra son los ochos.
—Sí, pero en China el ocho es un número que trae suerte. Echa un vistazo al panel de vuelos internacionales cuando lleguemos a McCarran. Todos los procedentes de Pekín son ocho, ocho y ocho.
—Tú y tus conocimientos sobre los chinos.
—Patrones numéricos. Es todo energía. Un punto de encuentro entre el cielo y el infierno.
—Cielo e infierno. Haces que suene como magia.
—Lo es.
—¿Ah, sí?
Susurraban. En el espejo del retrovisor, sus caras se encontraban demasiado cerca y parecían bobas; cuando me di cuenta de que estaban a punto de besarse (algo que, por muy a menudo que lo hicieran, todavía me chocaba), me volví y miré al frente. Se me ocurrió pensar que si no supiera que mi madre ya había muerto, ningún poder sobre la tierra me habría convencido de que no la habían asesinado ellos.
IV
Mientras esperábamos a que nos dieran las tarjetas de embarque, yo estaba agarrotado de miedo, convencido de que me abrirían la maleta y descubrirían el cuadro allí mismo, en la cola de facturación. Pero la malhumorada mujer con un corte de pelo trasquilado cuya cara todavía recuerdo (había rezado para que no nos tocara con ella cuando nos llegara el turno) puso la maleta en la cinta sin apenas mirarla.
Observé cómo se alejaba tambaleándose hacia empleados y procedimientos ignotos sintiéndome cercado y aterrado en medio de la aglomeración de desconocidos, y tuve la impresión de ser el centro de atención, como si todo el mundo me mirara. No había estado entre tal multitud ni visto tantos policías juntos desde el día que murió mi madre. Junto a los detectores de metal había guardias nacionales vestidos con uniforme de faena y armados con fusiles, mirando con frialdad a la gente que pasaba.
Mochilas, maletines, bolsas de compras, cochecitos, cabezas que se balanceaban por la terminal hasta donde me alcanzaba la vista. Arrastrando los pies a través de la cola del control de seguridad, oí gritar a alguien… mi nombre, o eso me pareció. Me detuve.
—Vamos, vamos —dijo mi padre detrás de mí, saltando sobre un pie mientras intentaba quitarse el mocasín, clavándome el codo en la espalda—, no te quedes ahí parado, estás interrumpiendo la maldita cola.
Al pasar por el detector de metales clavé los ojos en la moqueta, paralizado de miedo, esperando que en cualquier momento me cayera una mano sobre el hombro. Los bebés lloraban. Los ancianos pasaban en cochecitos motorizados. ¿Qué me harían? ¿Sabría hacerles entender que no era lo que parecía? Imaginé una habitación de bloques de hormigón como las de las películas, puertas que se cerraban de golpe y policías furiosos en mangas de camisa: «Olvídalo, chico, no vas a irte a ninguna parte».
Una vez fuera del control, en el resonante pasillo, oí a mis espaldas unos pasos nítidos y llenos de determinación. De nuevo me detuve.
—No me digas… —dijo mi padre, volviéndose con los ojos en blanco de exasperación—. Te has olvidado algo.
—No —respondí mirando alrededor—. Yo… —Detrás de mí no había nadie. Los pasajeros me rodeaban por todas partes.
—Caray, está blanco como el papel —dijo Xandra. Y, volviéndose hacia mi padre—: ¿Está bien?
—Estará bien en cuanto se suba al avión —replicó mi padre, echando a andar de nuevo por el pasillo—. Ha sido una semana muy dura para todos.
—Yo en su lugar también estaría aterrada de subirme a un avión —dijo Xandra sin rodeos—, después de todo por lo que ha pasado.
Mi padre —arrastrando su maleta de mano, la misma que mi madre le había comprado para su cumpleaños hacía varios años— se detuvo de nuevo.
—Pobrecillo. —Y su expresión comprensiva me sorprendió—. No estás asustado, ¿verdad?
—No —respondí, demasiado deprisa. Lo último que quería era atraer la atención de alguien o dar la impresión de estar una cuarta parte de lo descolocado que me sentía.
Me miró con las cejas fruncidas y luego me dio la espalda.
—Xandra, ¿por qué no le das una de esas, ya sabes? —le dijo, levantando la barbilla.
—Entendido —repuso ella sin más, y se detuvo para hurgar en el bolsillo.
Sacó dos grandes pastillas blancas en forma de perdigón, y dejó caer una en la mano extendida de mi padre y la otra me la dio a mí.
—Gracias. —Mi padre se la guardó en el bolsillo de la americana—. Vamos a buscar algo para pasarla. —Y al verme sostener la pastilla entre el pulgar y el índice, maravillado de lo grande que era, añadió—: Escóndela.
—No necesita una entera —dijo Xandra, cogiéndolo del brazo mientras se inclinaba para ponerse bien la tira de una de las sandalias de plataforma.
—Muy bien.
Mi padre me cogió la pastilla de las manos y la partió hábilmente por la mitad; dejó caer la otra mitad en el bolsillo de su americana sport mientras echaba a andar delante de mí, arrastrando la maleta de mano.
V
La pastilla no era lo bastante fuerte para tumbarme, pero me mantuvo animado y feliz, dando volteretas dentro y fuera de sueños refrigerados. Los pasajeros hablaban en voz baja en los asientos de alrededor mientras una azafata incorpórea anunciaba los resultados del sorteo de promoción que se había celebrado a bordo: una cena y copas para dos en el Treasure Island. Su susurrada promesa me sumergió en un sueño donde yo nadaba en un agua de un negro verdoso, una competición a la luz de antorchas con niños japoneses que se lanzaban sobre una funda de almohada llena de perlas rosas. Durante todo el vuelo el avión rugió brillante, blanco y constante como el mar, aunque hubo un momento extraño en el que, envuelto en la manta azul marino intenso, soñando que me hallaba muy por encima del desierto, los motores parecieron apagarse y silenciarse, y me encontré flotando boca arriba sin gravedad, sujeto aún por el cinturón de seguridad a mi asiento, que se había desprendido de los demás asientos para flotar libremente por la cabina.
Volví a caer dentro de mi cuerpo con una sacudida cuando el avión tocó tierra y dio botes por la pista de aterrizaje hasta detenerse.
—Y… bienvenidos a Las Vegas, o Lost Wages, como la llamamos por aquí, Nevada —decía el piloto por el intercomunicador—. Son las once cuarenta y siete de la mañana, hora local, en la Ciudad del Pecado.
Medio cegado en el resplandor del cristal cilindrado y las superficies reflectantes, seguí a mi padre y a Xandra por la terminal, aturdido por el parloteo y los destellos de las máquinas expendedoras, y por la incongruente música que sonaba muy fuerte a una hora tan temprana. El aeropuerto era como una versión de Times Square del tamaño de un centro comercial: altas palmeras y pantallas de cine con fuegos artificiales, góndolas, coristas, cantantes y acróbatas.
Mi segunda maleta tardó mucho en salir por la cinta. Mientras me mordía las uñas, me quedé mirando una valla publicitaria de un dragón de Komodo, un anuncio de una atracción de casino: «Más de dos mil reptiles te esperan». La gente que aguardaba para recoger el equipaje era como un puñado de trasnochadores variopintos frente a un antro nocturno de mala muerte: quemaduras de sol, camisa discotequera, diminutas mujeres asiáticas cubiertas de joyas con unas gafas de sol de logo gigante. La cinta seguía dando vueltas ya casi vacía, y mi padre (que se moría por fumar, lo noté) empezaba a estirarse y a frotarse los nudillos en la mejilla, como solía hacer cuando quería una copa; entonces por fin llegó la última maleta, de lona caqui con la etiqueta roja y la cinta de colores que mi madre había atado en el asa.
Mi padre dio una gran zancada y se precipitó a cogerla antes de que yo pudiera hacerlo.
—Ya era hora —dijo alegremente, arrojándola sobre el carrito—. Larguémonos de aquí.
Cruzamos las puertas automáticas y nos topamos con un muro de un calor impresionante. Por todos lados nos rodeaban miles de coches aparcados, con la capota bajada y silenciosos. Miré al frente muy rígido —cuchillos de cromo brillante, el horizonte relumbrando cual cristal ondulado—, como si al volver la vista atrás o titubear estuviera invitando a algún grupo uniformado a interponerse en nuestro camino. Sin embargo, nadie me abordó ni nos ordenó a gritos que nos detuviéramos. Nadie nos miró siquiera.
Estaba tan desorientado bajo la luz deslumbradora que cuando mi padre se detuvo frente a un flamante Lexus plateado y dijo: «Bien, aquí estamos», tropecé y casi me caí en la cuneta.
—¿Es vuestro? —pregunté, mirando a uno y a otro.
—¿Cómo? ¿No te gusta? —respondió Xandra con coquetería, y lo rodeó con sus zapatos de tacón hasta el lado del pasajero mientras papá lo abría con el mando.
¿Un Lexus?
Cada día me venían a la mente toda clase de asuntos, grandes y pequeños, que me urgía contar a mi madre, y mientras observaba cómo mi padre metía las maletas en el maletero, lo primero que pensé fue: «Vaya, espera a que ella se entere». No me extrañaba que mi padre no nos hubiera mandado dinero.
Tiró al suelo su Viceroy a medio fumar con un ademán florido y dijo:
—Bien, subid.
El aire del desierto lo había magnetizado. Si en Nueva York tenía un aspecto un poco desastrado y raído, en medio de ese calor vibrante, su americana sport blanca y sus gafas de ídolo cobraban sentido.
El coche —que se ponía en marcha apretando un botón— era tan silencioso que al principio no me di cuenta de que nos movíamos. Nos pusimos en marcha, deslizándonos hacia lo espacioso e inmensurable. Acostumbrado a dar botes en los asientos traseros de los taxis, la suavidad y la calma de la conducción me produjo una sensación de aislamiento e inquietud: arena marrón, resplandor despiadado, trance y silencio, arenilla volando por el aire y chocando contra la valla de tela metálica. Todavía me sentía aturdido e ingrávido a causa de la pastilla, y al contemplar las disparatadas fachadas y las superestructuras del Strip, y el violento fulgor donde las dunas se fundían con el cielo, tuve la sensación de que habíamos aterrizado en otro planeta.
Xandra y mi padre cuchicheaban en el asiento delantero. De pronto ella se volvió hacia mí haciendo globos con el chicle que mascaba; robusta y radiante, con las joyas brillando a la intensa luz.
—¿Qué te parece? —preguntó con aliento a Juicy Fruit.
—Es una pasada —respondí, viendo pasar por mi lado una vela de forma piramidal, la Torre Eiffel, demasiado abrumado para abarcarla con la mirada.
—Si esto te parece una pasada —dijo mi padre, tamborileando con una uña en el volante metálico, un gesto que yo relacionaba con nervios crispados y peleas a altas horas de la noche—, espera a verlo iluminado por la noche.
—Mira —dijo Xandra, señalando con el brazo la ventana del lado de mi padre—. Ahí está el volcán. Funciona de verdad.
—Creo que lo están restaurando. Pero en teoría, sí. Lava caliente. A cada hora, todas las horas.
«Después de dos millas tome la salida a la izquierda», dijo una voz computerizada de mujer.
Colores de feria, cabezas gigantes de payaso y carteles de tamaño extragrande: la novedad me alucinaba y al mismo tiempo me asustaba un poco. En Nueva York todo me recordaba a mi madre: los taxis, las esquinas de las calles, las nubes que tapaban el sol. Pero en ese vacío mineral y ardiente era como si ella nunca hubiera existido; ni siquiera podía imaginarme su espíritu observándome desde lo alto. Todo rastro de ella parecía haberse disipado en el aire del desierto.
Mientras íbamos en coche, el inverosímil perfil de la ciudad quedó reducido a un espacio de aparcamientos y centros comerciales, curva tras curva de grandes almacenes anodinos, Circuit City, Toys «R» Us, supermercados y drugstores, abierto las veinticuatro horas; no se sabía dónde terminaba o dónde empezaba. El cielo era tan vasto e impenetrable como el que se extendía sobre el mar. Mientras me esforzaba por no dormirme, parpadeando bajo la luz deslumbrante, rumié aturdido sobre el cuero con olor a caro del interior del coche, dando vueltas a una anécdota que había oído contar a menudo a mi madre: cuando ella y mi padre eran novios, él apareció al volante de un Porsche que había pedido prestado a un amigo para impresionarla, y solo después de casarse ella se enteró de que el coche no era de él en realidad. A ella le parecía gracioso, aunque en vista de otros hechos menos divertidos que salieron a la luz tras la boda (como los múltiples arrestos de mi padre como delincuente juvenil por cargos desconocidos), me pregunté cómo era capaz de ver el lado gracioso de la historia.
—Hum, ¿hace mucho que tienes este coche? —le pregunté, alzando la voz por encima de la conversación que ambos mantenían en la parte delantera.
—Poco más de un año, ¿verdad, Xan?
¿Un año? Yo aún intentaba asimilarlo —eso significaba que mi padre había adquirido el coche (y a Xandra) antes de desaparecer— cuando levanté la vista y vi que los centros comerciales habían dado paso a una cuadrícula en apariencia interminable de pequeñas viviendas de estuco. Pese a su uniformidad cuadrada y descolorida —hilera tras hilera, como lápidas en un cementerio—, algunas de ellas estaban pintadas de alegres colores pastel (verde menta, rosa rancho, azul lechoso del desierto), y había algo insólitamente emocionante en las afiladas sombras y las puntiagudas plantas del desierto. Al haber crecido en la ciudad, donde nunca había suficiente espacio, era una agradable sorpresa. Sería una novedad vivir en una casa con jardín, aunque este solo consistiera en rocas y cactus.
—¿Todavía estamos en Las Vegas? —Para entretenerme, intentaba descubrir las diferencias entre unas casas y otras: una puerta abovedada aquí, una piscina o una palmera allá.
—Ahora nos encontramos en una parte distinta por completo —respondió mi padre, exhalando con fuerza el humo antes de apagar su tercer Viceroy—. Esto es lo que nunca ven los turistas.
Aunque llevábamos bastante rato en el coche, no había puntos de referencia y era imposible saber adónde o en qué dirección íbamos. El horizonte era monótono e inmutable, y yo temía que dejáramos atrás las casas de colores pastel y saliéramos a los vertederos de fabricación de álcalis que había más allá para acabar en uno de esos cámpings para caravanas azotados por el sol que se veían en las películas. Pero vi con sorpresa que las casas aumentaban de tamaño: con segundas plantas, jardines de cactus, vallas, piscina y garaje para varios coches.
—Bueno, ya hemos llegado —dijo mi padre, metiéndose en una calle con un imponente letrero de granito en el que se leía, en letras de cobre: The Ranches de Canyon Shadows.
—¿Vives aquí? —pregunté impresionado—. ¿Hay un cañón?
—No, solo es el nombre —respondió Xandra.
—Verás, por aquí hay muchas urbanizaciones —dijo mi padre, pellizcándose el puente de la nariz.
Supe por su tono —la voz áspera y necesitada de una copa de los viejos tiempos— que estaba cansado y no de muy buen humor.
—Comunidades de ranchos, así es como las llaman —terció Xandra.
—Bueno, como sea. Y tú cierra el pico, joder —prorrumpió mi padre, bajando el volumen cuando la voz femenina del sistema de navegación volvió a dar instrucciones.
—Creo que cada una tiene un tema diferente —continuó Xandra mientras se aplicaba brillo de labios con el meñique—. Pueblo Breeze, Ghost Ridge, Dancing Deer Villas. Spirit Flag es una urbanización de golf, ¿verdad? Y la más elegante es Encantada, que consiste en muchas propiedades de inversión. Eh, gira por esta, cariño —dijo, agarrándole el brazo.
Mi padre siguió recto y no respondió.
—¡Mierda! —Xandra volvió la vista hacia la carretera que dejábamos atrás—. ¿Por qué tienes que ir siempre por el camino más largo?
—No empieces con tus atajos. Eres tan mala como la señora del Lexus.
—Sí, pero es más rápido. Hay quince minutos de diferencia. Ahora tendremos que rodear todo Dancing Deer.
Mi padre exhaló exasperado.
—Mira…
—¿Qué hay de malo en acortar por Gitana Trails y girar dos veces a la izquierda y una a la derecha? Porque eso es todo. Si sales en Desatoya…
—Oye, ¿quieres conducir tú? ¿O vas a dejar que yo conduzca el puto coche?
Yo sabía que era mejor no desafiar a mi padre cuando utilizaba ese tono, pero al parecer Xandra aún no se había enterado. Se revolvió en su asiento y, de una forma tan deliberada que parecía calculada para irritarlo, subió el volumen de la radio y empezó a mover el dial a través de anuncios y estática.
El estéreo era tan potente que el respaldo del asiento de cuero blanco vibraba. «Vacation, all I ever wanted…» La luz trepaba y se abría camino entre las espectaculares nubes del desierto; un cielo infinito de un azul ácido, como un videojuego o una alucinación de un piloto de pruebas.
«Están escuchando Las Vegas 99, que hoy les ofrece temas de los años ochenta y noventa —dijo una voz excitada y rápida por la radio—. Y aquí les dejamos con Pat Benatar, en nuestra sesión privada de mediodía de las Ladies of the Eighties».
Una vez en Desatoya Ranch Estates, en el 6219 de Desert End Road —donde había maderos amontonados en algunos de los patios y flotaba arena por las calles—, nos metimos en el camino de entrada de una amplia casa de estuco beige de aspecto español, o quizá árabe, con postigos, hastiales arqueados y tejado de tejas cuyas vertientes descendían en distintos y sorprendentes ángulos. Me impresionaron las dimensiones descomunales y el despropósito de la construcción, las cornisas y las columnas, la intrincada puerta de hierro que recordaba a un decorado, como una de esas casas que aparecían en uno de los culebrones de Telemundo que los conserjes veían siempre en la oficina de paquetería.
Nos bajamos del coche, y mientras nos dirigíamos al garaje con las maletas oí un ruido inquietante y misterioso: unos gritos, o un llanto, que llegaban del interior de la casa.
—¿Qué es eso? —pregunté, dejando caer las maletas desconcertado.
Xandra se inclinó hacia un lado, tambaleándose un poco sobre los tacones, mientras buscaba las llaves.
—Calla, joder, calla —murmuraba sin aliento. Y aún no había abierto la puerta del todo cuando una especie de fregona histérica salió disparada chillando y empezó a saltar, bailar y hacer cabriolas alrededor de nosotros—. ¡Abajo!
A través de la puerta entreabierta se oía música de safari (elefantes bramando, monos parloteando), a un volumen tan fuerte que llegaba hasta el garaje.
—Guau —dije asomándome.
En el interior de la casa hacía calor y el aire estaba viciado: olía a viejo humo de tabaco, a moqueta nueva y —no había ninguna duda— a excremento de perro.
«Para el cuidador, los grandes felinos entrañan una serie de retos únicos —tronó la voz de la televisión—. ¿Por qué no seguimos a Andrea y a sus empleados en su ronda matinal?».
—Eh —dije, deteniéndome en la puerta con las maletas—, dejasteis el televisor encendido.
—Sí, es Animal Planet —respondió Xandra, pasando por mi lado—. Lo dejé por Popper. ¡He dicho que abajo! —gritó al perro, que le arañó las rodillas con las garras mientras ella se acercaba al televisor tambaleándose sobre los zapatos de plataforma para apagarlo.
—¿Lo habéis dejado solo? —pregunté, elevando la voz por encima de los ladridos.
Era uno de esos perros de chica con un pelo largo que, de haber estado limpio, habría sido blanco y mullido.
—Le puse un bebedor Petco —dijo Xandra, secándose la frente con el dorso de la mano mientras pasaba por encima del perro—. Y uno de esos comederos grandes.
—¿De qué raza es?
—Maltés. Pura raza. Me tocó en una rifa. Sé que le hace falta un buen baño, pero es una lata peinarlo. Ya está bien, mira cómo me has dejado los tejanos —le gritó al perro—. Son blancos.
Estábamos de pie en una amplia habitación abierta de techo alto, con una escalera que conducía a una especie de entresuelo con una barandilla a un lado; era una estancia casi tan grande como todo el apartamento donde yo había crecido. Pero cuando mis ojos se acostumbraron al sol brillante, me sorprendió ver lo poco amueblada que estaba. Paredes blanco hueso. Una chimenea de piedra, imitación de un pabellón de caza. Un sofá como los que se veían en una sala de espera de hospital. Al otro lado de las puertas de cristal del patio había una pared de estantes empotrados, la mayoría vacíos.
Mi padre entró y dejó las maletas en el suelo enmoquetado.
—Por Dios, Xan, aquí dentro huele a mierda.
Xandra —inclinándose para dejar su bolso— hizo una mueca cuando el perro empezó a saltar y a subírsele encima, clavándole las garras.
—Bueno, se suponía que Janet iba a venir a sacarlo —dijo por encima de los ladridos agudos—. Tenía la llave y demás. Por Dios, Popper —añadió, arrugando la nariz y volviendo la cabeza—, apestas.
Me desconcertó lo vacía que estaba la casa. Hasta ese momento nunca había cuestionado la necesidad de vender los libros, las alfombras y los objetos antiguos de mi madre, y de mandar todo lo demás a Goodwill o a los contenedores de basura. Había crecido en un piso de cuatro habitaciones donde los armarios estaban a rebosar, todas las camas tenían cajones debajo, y las cazuelas y las sartenes colgaban del techo de la cocina porque no había suficiente espacio para guardarlos. Pero habría sido tan fácil traer algunas de las cosas de mi madre, como la caja de plata que tenía en su habitación, el cuadro de una yegua castaña que se parecía a Stubbs, ¡o incluso su ejemplar de Black Beauty! A mi padre no le habrían ido nada mal unos buenos cuadros o alguno de los muebles que ella había heredado de su familia. Se había desembarazado de todas sus pertenencias porque la odiaba.
—Por Dios —decía ahora, alzando la voz furioso por encima de los ladridos estridentes—. Este perro ha destrozado la casa. Sinceramente.
—Sí, bueno… Es cierto que está hecha un asco, pero Janet me dijo…
—Te dije que llevaras el perro a una residencia canina. O a la perrera. No me gusta tenerlo dentro de casa. Su sitio está en el jardín. ¿No te dije que sería un problema? Janet es una maldita excéntrica…
—Bueno, ha hecho sus necesidades un par de veces, ¿y qué? Y… ¿qué demonios estás mirando tú? —preguntó Xandra, furiosa.
Pasó por encima del perro que ladraba y con un respingo me di cuenta de que era a mí a quien miraba con ferocidad.
VI
Mi nueva habitación me parecía tan vacía y desangelada que, después de deshacer las maletas, dejé abiertas las puertas correderas del armario para ver la ropa colgada. En el piso de abajo, mi padre seguía chillando por la moqueta. Por desgracia, Xandra también gritaba, enfureciéndolo más, lo que (podría habérselo dicho si ella me hubiera preguntado) no era la forma de lidiar con él. En casa, mi madre sabía sofocar la cólera de mi padre guardando silencio, pero dejando una tenue y firme llama de desdén que absorbía el oxígeno de la habitación y hacía que todo lo que él dijera o hiciera pareciese ridículo. Al final él se largaba dando un gran portazo y cuando regresaba —horas después, sin apenas hacer ruido—, se paseaba por el apartamento como si no hubiera ocurrido nada, yendo a la nevera a buscar una cerveza o preguntando con un tono totalmente normal dónde estaba su correspondencia.
De las tres habitaciones vacías del piso de arriba yo había escogido la más espaciosa, que era como un cuarto de hotel, con un pequeño baño a un lado. El suelo estaba cubierto de una moqueta afelpada de un tono azul metálico. A los pies de la cama, sobre el colchón desnudo, había unas sábanas envueltas en plástico. Legends Percale, veinte por ciento de descuento. De las paredes emanaba un suave zumbido mecánico como el de un filtro de acuario. Parecía la habitación de una serie televisiva donde asesinarían a una prostituta o a una azafata.
Atento a lo que decían mi padre y Xandra en la planta de abajo, me senté en el colchón con el cuadro sobre el regazo. Incluso con la puerta cerrada con llave, era reacio a quitar el papel con el que estaba envuelto por si subían. Sin embargo, el deseo de mirarlo era irresistible. Con mucho cuidado, rasqué el celo con la uña del pulgar y lo arranqué por los bordes.
El cuadro salió con más facilidad de la que esperaba y me sorprendí conteniendo un gritito de placer. Era la primera vez que veía el cuadro a la luz del día. En la árida habitación —todo tabiques de pladur y blancura—, los colores amortiguados cobraban vida; y aunque la superficie del cuadro estaba cubierta de una fina capa de polvo, la atmósfera que respiraba tenía la luminosa espaciosidad de una pared situada frente a una ventana abierta. ¿Por esa razón algunas personas como la señora Swanson hablaban sin parar de la luz del desierto? A ella le encantaba cotorrear sobre lo que llamaba su «estancia» en Nuevo México: amplios horizontes, cielos vacíos, claridad espiritual. Sin embargo, por alguna ilusión óptica el cuadro parecía transfigurado, del mismo modo que la oscura panorámica de los depósitos de agua sobre los tejados que se veía por la ventana del dormitorio de mi madre a veces se volvía extrañamente dorada y electrificada por momentos a la tormentosa luz de última hora de la tarde, justo antes de un chaparrón de verano.
—¿Theo? —Era mi padre, llamando con brusquedad a la puerta—. ¿Tienes hambre?
Me levanté, rezando para que no intentara abrir la puerta y la encontrara cerrada con llave. Mi nueva habitación era desnuda como una celda; pero el armario tenía estantes altos, muy por encima de la altura de los ojos de mi padre, y muy profundos.
—Voy a ir a buscar comida china. ¿Quieres que te traiga algo?
¿Reconocería mi padre el cuadro si lo veía? No se me había ocurrido, pero al mirarlo a la luz y ver el brillo que proyectaba, comprendí que cualquier necio lo reconocería.
—Hum, enseguida salgo —respondí con voz de falsete, mientras deslizaba el cuadro dentro de una funda de almohada que había de más y lo escondía debajo de la cama; después salí corriendo de la habitación.
VII
En los meses que pasé en casa antes de que comenzara el colegio, haraganeando por el piso de arriba con los auriculares de mi iPod puestos pero sin sonido, averigüé varios hechos interesantes. Para empezar, el antiguo empleo de mi padre no había supuesto tantos viajes de negocios a Chicago y a Phoenix como nos había hecho creer a mi madre y a mí. Sin que nosotros lo supiéramos, en realidad había estado volando a Las Vegas durante varios meses, y fue allí, en un bar con decoración asiática del Bellagio, donde Xandra y él se conocieron. Calculé que habían estado saliendo poco más de un año antes de que mi padre desapareciera; al parecer habían celebrado su «aniversario» unos días antes de la muerte de mi madre, yendo al restaurante Delmonico Steakhouse y al concierto de Jon Bon Jovi en el MGM Grand. (¡Bon Jovi! De todas las cosas que me moría por contar a mi madre, y eran miles si no millones, esa era una de las más graciosas).
Otra cosa que averigüé después de vivir unos días en Desert End Road: lo que Xandra y mi padre querían decir en realidad cuando afirmaban que él «había dejado de beber» era que se había pasado del whisky (su bebida preferida) a las Corona Light y al Vicodin. Me desconcertaba la frecuencia con que se hacían el signo de la paz o la V de victoria en toda clase de contextos incongruentes, y habría continuado siendo un misterio para mí si mi padre no le hubiera pedido a Xandra un Vicodin cuando creía que yo no lo oía.
Yo no sabía nada del Vicodin, aparte de que era el motivo de que una desenfrenada actriz de cine que me gustaba siempre saliera en la prensa amarilla: bajándose tambaleante de un Mercedes con las luces de un coche de policía de fondo. Varios días después me encontré —en la encimera de la cocina, junto a un frasco de Propecia de mi padre y un montón de facturas sin pagar— una bolsa de plástico llena de unas trescientas pastillas, que Xandra agarró y guardó en su bolso.
—¿Qué son?
—Hum, vitaminas.
—¿Por qué las tienes en una bolsa?
—Me las da un culturista del trabajo.
Lo extraño era —y eso también me habría gustado comentarlo con mi madre— que el nuevo padre drogado era mucho más agradable y predecible que el padre de antes. Cuando papá bebía, era un manojo de nervios —todo chistes inapropiados y agresivos estallidos de energía hasta que perdía el conocimiento—, pero cuando dejaba de beber, era peor. Caminaba diez pasos por delante de nosotros en la acera, hablando consigo mismo y palpándose los bolsillos del traje como si buscara un arma. Llegaba a casa con cosas que no necesitábamos y que no podíamos pagar, como unos Manolos de piel de cocodrilo para mi madre (que detestaba los tacones) que ni siquiera eran de su número. También se traía montones de papeles de la oficina y se quedaba hasta pasadas las doce de la noche bebiendo café helado y pulsando números en la calculadora, con el sudor corriéndole por la cara como si acabara de correr cuarenta minutos en una cinta estática. O insistía mucho a mi madre para que fueran a alguna fiesta al otro extremo de Brooklyn («¿Qué quieres decir con que “quizá no debería ir”? ¿Crees que debo vivir como un jodido ermitaño?, ¿es eso?») y, después de arrastrarla hasta allí, salía a los diez minutos como un huracán porque había insultado a alguien o se había burlado de él en su cara.
Con las pastillas la energía era diferente, más amable: una combinación de indolencia y vivacidad con un toque desconcertante, aturdido, vacilante. Su andar era más pausado. Echaba cabezadas más a menudo, asentía plácidamente, perdía el hilo de la conversación y se paseaba descalzo con el albornoz medio abierto. A juzgar por la cordialidad con que maldecía, lo poco a menudo que se afeitaba o su relajada forma de hablar con un cigarrillo en la comisura de los labios, parecía interpretar un personaje: un tipo enrollado de una película noir de los años cincuenta o el protagonista de Ocean’s Eleven, un gángster vago y hastiado que no tenía mucho que perder. Pero incluso en medio de esa nueva parsimonia, adoptaba la actitud demente y un poco heroica del colegial insolente, tanto más conmovedora cuanto que iba camino del ocaso, medio arruinado y despreocupado.
En la casa de Desert End Road, donde teníamos el servicio de televisión por cable que mi madre jamás habría contratado por su elevado precio, mi padre bajaba las persianas para que no entrara la luz deslumbrante y se sentaba a fumar frente al televisor, con la mirada vidriosa de un opiómano, viendo en el canal de ESPN sin sonido el deporte que echaran: críquet, jai-alai, bádminton, cróquet. El aire era muy frío y olía a refrigeración y a mala ventilación; sentado durante horas, con el humo del Viceroy elevándose en una columna hacia el techo como si ardiera incienso, tan pronto podría haber estado contemplando el Buda, el dharma y la sangha como la tabla de clasificaciones del campeonato de golf PGA.
Lo que aún no me quedaba claro era si mi padre tenía un empleo, y si lo tenía, qué clase de trabajo era. El teléfono sonaba a todas horas del día y de la noche. Mi padre salía al pasillo con el aparato y, de espaldas a mí, apoyaba el brazo en la pared y miraba la alfombra mientras hablaba; algo en su postura me recordaba la actitud de un entrenador al final de un partido peliagudo. Procuraba mantener la voz baja, pero incluso cuando la alzaba resultaba difícil entender qué decía: «intereses», «línea de dinero», «puntos de ventaja», «al pleno» y «contra la diferencia». Se pasaba prácticamente todo el día fuera de casa, haciendo recados enigmáticos, y muchas noches ni él ni Xandra venían a dormir. «Hemos conseguido una habitación gratis en el MGM», me decía a modo de explicación, frotándose los ojos y dejándose caer en los cojines del sofá con un suspiro de agotamiento. Y de nuevo yo tenía la sensación de que interpretaba un papel, el de un playboy malhumorado, vestigio de los años ochenta, que enseguida se aburría. «Espero que no te importe. Solo es cuando ella hace el último turno, nos resulta más fácil quedarnos a dormir allí».
VIII
—¿Qué son estos papeles que hay esparcidos por todas partes? —le pregunté a Xandra un día mientras se preparaba su batido dietético blanco en la cocina.
Estaba extrañado por las tarjetas preimpresas que encontraba por toda la casa: cuadrículas con hilera tras hilera de cifras escritas a lápiz. Con un aspecto vagamente científico, evocaban de forma espeluznante las secuencias de ADN o las transmisiones de los espías en código binario.
Ella apagó la batidora y se apartó el pelo de los ojos.
—¿Qué dices?
—Esas hojas que se trae papá del trabajo o lo que sean…
—¡Bacarrá! —exclamó ella, haciendo vibrar la r mientras hacía un delicado gesto con los dedos.
—Ah —respondí tras un silencio inexpresivo, aunque nunca había oído esa palabra.
Ella metió el dedo en el batido y se lo llevó a la boca.
—Vamos a menudo a la sala de bacarrá del MGM Grand. A tu padre le gusta tomar nota de las partidas que ha jugado.
—¿Podría ir con vosotros algún día?
—No. Bueno…, supongo que podrías —dijo, como si le hubiera preguntado acerca de unas vacaciones en algún país islámico inestable—. Solo que no están muy bien vistos los niños en los casinos. En realidad no te está permitido entrar y vernos jugar.
¿Y qué?, pensé. Estar con papá y Xandra viéndolos apostar no era precisamente lo que yo entendía por diversión.
—Creía que había tigres y barcos piratas —dije en voz alta.
—Sí, bueno. —Cogió un vaso del estante, dejando ver un cuadrángulo de los caracteres chinos que tenía tatuados en tinta azul entre la camiseta y los tejanos de tiro bajo—. Intentaron venderlo como un plan para toda la familia hace unos años, pero no coló.
IX
En otras circunstancias quizá me habría gustado Xandra, lo que supongo que es como decir que podría haberme gustado el matón del colegio si no me hubiera pegado. Ella me permitió entrever algo que jamás se me había ocurrido: que las mujeres de más de cuarenta años —mujeres que no estaban de muy buen ver, de entrada— podían ser sexis. Aunque no era guapa de cara (ojos como perdigones, nariz pequeña y chata, dientes diminutos), todavía estaba en forma, hacía gimnasia y tenía los brazos y las piernas bronceados y tan brillantes como si se untara con montones de cremas y aceites. Tambaleándose sobre los zapatos de tacón, caminaba deprisa, siempre estirando hacia abajo su falda demasiado corta y con el cuerpo echado hacia delante en un andar curiosamente atractivo. En ciertos aspectos me sentía repelido por ella, por su voz farfullante, la gruesa y brillante barra de labios que salía de un tubo en el que se leía Lip Glass, los múltiples agujeros que tenía en las orejas y el hueco entre los dientes delanteros por el que le gustaba pasar la lengua, pero también había algo seductor, excitante y duro en ella: una fuerza animal, una cualidad merodeadora y ronroneante cuando se quitaba los tacones y caminaba descalza.
Coca-Cola de vainilla, protector labial con sabor a vainilla, batido de vainilla de dieta, Stoli de vainilla. Fuera del trabajo, vestía como esas madres que dejan a sus hijos con la niñera para ir a jugar al tenis: falda corta blanca y muchas joyas doradas. Hasta sus zapatillas de tenis eran nuevas y de un blanco reluciente. Cuando tomaba el sol en la piscina llevaba un biquini de ganchillo blanco; tenía la espalda ancha pero delgada, y se le marcaban todas las costillas, como un hombre sin camisa.
—Ay, un fallo de vestuario —decía cuando se sentaba en la tumbona sin acordarse de atarse la parte de arriba del biquini, y yo veía que sus pechos estaban tan bronceados como el resto de su cuerpo.
Le gustaban los reality shows: Superviviente, American Idol. Le gustaba comprar en Intermix y Juicy Couture. Le gustaba llamar a su amiga Courtney y «desahogarse», y, por desgracia, gran parte de sus desahogos trataban sobre mí.
—¿Puedes creerlo? —la oí decir por teléfono un día que mi padre no estaba—. Yo no he firmado para esto. ¿Un niño?
»Sí, ya lo puedes decir, es un coñazo —continuó, y dio una calada a su Marlboro Light mientras cruzaba con languidez las puertas de cristal que conducían a la piscina, mirándose las uñas de los pies, recién esmaltadas de color verde rocío. Y tras una breve pausa—: No, no sé cuánto tiempo. ¿Qué quiere que piense? No soy una maruja pija.
Sus quejas parecían algo rutinario, no eran particularmente acaloradas ni personales. Aun así, no sabía qué hacer para caerle bien. Hasta entonces yo había actuado sobre la premisa de que a las mujeres de la edad de mi madre les encantaba tenerte cerca y que intentaras hablar con ellas, pero con Xandra enseguida aprendí que era mejor no bromear ni preguntarle mucho sobre cómo le había ido el día cuando regresaba a casa de mal humor. A veces, cuando estábamos los dos solos, cambiaba el canal ESPN por el de Lifetime y nos comíamos una macedonia de frutas viendo tranquilamente películas. Pero si se enfadaba conmigo, tenía una forma muy fría de decir: «Eso parece», en respuesta a casi todo lo que yo le decía, y solo lograba que me sintiera estúpido.
—Hum, no encuentro el abrelatas.
—Eso parece.
—Va a haber un eclipse de luna esta noche.
—Eso parece.
—Mira, salen chispas del enchufe de la pared.
—Eso parece.
Xandra trabajaba por las noches. Solía salir a las tres y media de la tarde vestida con su uniforme de trabajo ajustado al cuerpo: americana negra, pantalones negros ceñidos y elásticos, y blusa desabotonada hasta su pecoso esternón. En la chapa que llevaba prendida a la americana se leía, en grandes letras, «XANDRA», y, debajo: «Florida». En Nueva York, la noche que habíamos salido a cenar, ella me había comentado que intentaba abrirse camino en el sector inmobiliario, pero enseguida averigüé que lo que hacía en realidad era llevar un bar llamado Nickels en un casino del Strip. A veces llegaba a casa con platos de plástico envueltos en celofán con comida como albóndigas y teriyaki de pollo, que ella y mi padre se llevaban a la sala de estar y comían frente al televisor con el volumen quitado.
Vivir con ellos era como compartir piso con unos compañeros con los que no te llevas especialmente bien. Cuando estaban en casa, me quedaba en mi habitación con la puerta cerrada. Si no estaban, que era la mayor parte del tiempo, me paseaba por los rincones más alejados de la casa, intentado acostumbrarme a la ausencia de tabiques. En la mayoría de las habitaciones había muy pocos muebles o ninguno, y el espacio abierto, la luminosidad sin cortinas, todo planos paralelos y moqueta al descubierto, hacía que me sintiera vagamente sin amarras.
Sin embargo, era un alivio no sentirme a menudo expuesto o sobre un escenario como me había sucedido en casa de los Barbour. El cielo era de un azul infinito, desmesurado e intenso, como la promesa de una ridícula gloria que en realidad no estaba allí. A nadie le importaba si no me cambiaba nunca de ropa o no iba al psicólogo. Era libre de holgazanear o quedarme toda la mañana en la cama y ver cinco películas de Robert Mitchum seguidas si me apetecía.
Papá y Xandra cerraban con llave la puerta de su dormitorio, lo que era una lástima, pues era la habitación donde ella guardaba su ordenador portátil, una zona vedada para mí a menos que ella estuviera en casa y lo bajara a la sala de estar para que yo lo utilizara. Dando vueltas por el piso mientras ellos estaban fuera, encontré folletos de agencias inmobiliarias, copas de vino todavía en su caja, un montón de viejas guías de televisión, una caja de cartón llena de libros en edición de bolsillo muy manoseados: Los signos de tu luna, La dieta South Beach, El libro de los indicios en el póquer de Mike Caro, y Amantes y jugadores, de Jackie Collins.
Las casas de alrededor estaban vacías, de modo que no teníamos vecinos. Cinco o seis casas más allá, en la acera de enfrente, había un viejo Pontiac aparcado delante del garaje. Pertenecía a una mujer de aspecto cansado, con grandes pechos y el pelo desaliñado, a quien a veces veía descalza fuera de la casa, ya avanzada la tarde, hablando por el móvil con un paquete de tabaco en la mano. Yo la apodaba la Playa porque la primera vez que la vi llevaba una camiseta en la que se leía «No odies la Playa, odia el juego». Aparte de la Playa, la única otra criatura viviente que había visto, al final del callejón sin salida, era un hombre barrigón con una camisa sport negra, empujando un cubo de basura hasta la acera. (Aunque podría haberle dicho que no recogían la basura en nuestra calle. Cuando llegaba el momento de tirar la basura, Xandra me hacía salir a hurtadillas con la bolsa y tirarla al contenedor de escombros de una casa abandonada a medio construir que había unas puertas más abajo). Por la noche, aparte de las luces de nuestra casa y la de la Playa, reinaba la oscuridad más absoluta en la calle. Todo parecía tan aislado como en un libro que habíamos leído en tercero sobre unos niños exploradores en la pradera de Nebraska, solo que yo no tenía hermanos, ni simpáticos animales de granja, ni «pa» y «ma».
Lo más duro con diferencia era estar en medio de la nada, sin cines ni librerías ni la habitual tienda de la esquina.
—¿No hay un autobús o algo así? —le pregunté a Xandra una noche que la encontré en la cocina desenvolviendo una bandeja de plástico de Atomic Wings y una tarrina de crema de queso azul para untar.
—¿Un autobús? —repuso ella, lamiéndose la salsa de barbacoa del dedo.
—¿No tenéis ningún transporte público por aquí?
—No.
—¿Y qué hace la gente?
Xandra ladeó la cabeza.
—¿Coger el coche? —respondió, como si fuera un retrasado que nunca había oído hablar de los coches.
Al menos había una piscina. El primer día me quemé en menos de una hora y no pegué ojo en toda la noche sobre las ásperas sábanas nuevas. Después de eso, solo salía cuando el sol ya estaba bajo. Los atardeceres allí fuera eran recargados e intensos, como las grandes extensiones de naranja, rojo carmesí y bermellón de Lawrence en el desierto. Luego caía de golpe la noche cerrada igual que una puerta cerrándose de un portazo. El perro de Xandra, Popper, que vivía la mayor parte del tiempo en un iglú de plástico marrón a la sombra de la valla, corría de un lado a otro del bordillo de la piscina ladrando mientras yo flotaba de espaldas en el agua, intentando distinguir las constelaciones que conocía en la confusión de estrellas blancas desperdigadas: Orión, la reina Casiopea, el látigo de Escorpio con las púas gemelas en la cola…, todos los amistosos patrones de mi niñez que habían centelleado en la oscuridad desde el planetario luminiscente del techo de mi dormitorio de Nueva York hasta que me dormía. De pronto, transfigurados, fríos y espléndidos cual deidades despojadas de sus disfraces, era como si hubieran escapado a través del tejado y ascendido hasta alcanzar su verdadero hogar celestial.
X
El colegio empezó la última semana de agosto. A lo lejos, el vallado complejo de edificios alargados y bajos color ocre, conectados a través de pasarelas sobre los tejados, me recordó una cárcel de seguridad mínima. Pero en cuanto crucé las puertas y me vi rodeado de los pósters de colores vivos y los pasillos resonantes, fue como caer de nuevo en un viejo sueño recurrente de un colegio: escaleras atestadas, luces zumbantes, un aula de biología con una iguana en un terrario del tamaño de un piano; pasillos flanqueados por taquillas que resultaban tan familiares como el plató de un programa de televisión que has visto muchas veces; aunque el parecido con mi antiguo colegio solo era superficial, en cierto modo también resultaba reconfortante y real.
En clase de literatura avanzada, unos estaban leyendo Grandes esperanzas mientras otros habíamos empezado Walden, y yo me oculté en la placidez y el silencio del libro, un refugio del resplandor metálico del desierto. Durante el recreo de la mañana (en el que nos hacían salir a un patio rodeado de una alambrada, cerca de las máquinas expendedoras) me quedé en el rincón más umbrío que encontré con el libro de bolsillo que había comprado en el mercado, y con un lápiz rojo subrayé muchas frases particularmente estimulantes: «La mayoría de los hombres llevan una vida de silenciosa desesperación». «Incluso tras los llamados juegos y diversiones propios del género humano se halla oculta una desesperación estereotipada pero inconsciente». ¿Qué habría pensado Thoreau de Las Vegas, las luces y el estruendo, los escombros y las fantasías, los salientes y las fachadas huecas?
La sensación de transitoriedad que se respiraba en el colegio era inquietante. Había numerosos hijos de militares y muchos extranjeros (la mayoría de ellos hijos de ejecutivos que habían ido a Las Vegas para ocupar grandes puestos en la administración y la construcción). Algunos habían residido en nueve o diez estados diferentes en otros tantos años, y muchos habían vivido en el extranjero: en Sidney, Caracas, Pekín, Dubai, Taipei. También había unos cuantos chicos y chicas tímidos y casi invisibles cuyos padres habían huido de la penuria del campo para trabajar como camareros y empleados en algún hotel. En ese nuevo ecosistema, ni el dinero ni el aspecto físico parecían determinar la popularidad; lo que importaba sobre todo era quién vivía desde hacía más tiempo en Las Vegas, que era la razón por la que los herederos de las despampanantes bellezas mexicanas y los constructores itinerantes comían solos mientras que los hijos insulsos y mediocres de los agentes inmobiliarios y los vendedores de coches eran los delegados de clase y los animadores, la élite indiscutible del colegio.
Los días de septiembre eran despejados y hermosos; y a medida que pasaba el mes, la odiosa luz deslumbrante dio paso a una luminosidad de una cualidad dorada y como pulverulenta. A veces me sentaba a la mesa de los que hablaban español para practicar el idioma; en otras ocasiones comía con los alemanes aunque no hablaba su lengua, porque varios de los chicos de alemán II —hijos de ejecutivos del Deutsche Bank y Lufthansa— habían crecido en Nueva York. De todas las asignaturas, la de lengua y literatura era la única que esperaba con ilusión, si bien me preocupaba la cantidad de compañeros de clase a los que no solo no les gustaba Thoreau sino que lo atacaban, como si él (que afirmaba que nunca había aprendido nada que valiera la pena de un anciano) fuera nada menos que el enemigo. Su desprecio hacia el comercio (tan estimulante para mí) irritó a muchos de los chicos más vociferantes de la clase.
—Sí, claro —gritó un chico odioso con el pelo engominado y rígido como el de un personaje de Bola de dragón Z—, y qué clase de mundo sería este si todos dejáramos los estudios y fuéramos por ahí con cara mustia…
—Yo, yo, yo —gimoteó una voz a mis espaldas.
—Es antisocial —terció una chica chillona con impaciencia, elevando la voz por encima de un coro de risas, y cambiando de postura en su asiento para dar la espalda a la profesora (una mujer flácida de huesos largos, la señora Spear, que siempre vestía de tonos tierra, llevaba sandalias marrones y parecía sufrir una gran depresión)—. Thoreau siempre está sentado en cuclillas diciéndonos lo bien que ha…
—Porque si todos dejáramos los estudios, como él propone —continuó el chico de Bola de dragón Z, alzando alegremente la voz—, ¿qué clase de sociedad sería esta? Si toda la gente fuera como él, no habría hospitales y demás. No habría carreteras.
—Gilipollas —murmuró una voz, lo bastante fuerte para que lo oyéramos todos los que nos encontrábamos alrededor.
Me volví y vi quién había hablado: el chico de aspecto hastiado del otro lado del pasillo, repantigado en su silla y tamborileando con los dedos sobre el escritorio.
Al ver que lo miraba, arqueó una ceja sorprendentemente elocuente, como diciendo: «¿Te puedes creer a estos idiotas?».
—¿Alguien tiene algo que decir allá atrás? —preguntó la señora Spear.
—Como si a Thoreau le importaran las carreteras —dijo el chico hastiado.
Su acento me cogió por sorpresa: era extranjero, pero no habría sabido decir de dónde.
—Thoreau fue el primer ecologista —dijo la señora Spear.
—También fue el primer vegetariano —señaló una chica del fondo.
—Obvio —dijo alguien más.
—No me habéis entendido —dijo el chico de Bola de dragón Z, excitado—. Alguien tiene que construir carreteras en lugar de quedarse todo el día en el bosque, observando las hormigas y los mosquitos. Se llama civilización.
Mi vecino dejó escapar una carcajada áspera y desdeñosa. Flaco y macilento, con aspecto desaliñado, y el pelo moreno y lacio cayéndole sobre los ojos, tenía la palidez poco saludable de un fugitivo, las manos callosas y las uñas con cercos negros y mordisqueadas hasta la raíz; no era como los obsesos del monopatín de pelo brillante y bronceados de esquiar de mi colegio del Upper West Side, punks cuyos padres eran directivos y cirujanos de Park Avenue, sino un chico que podrías encontrar sentado en una acera con un perro callejero sujeto con una cuerda.
—Bueno, para responder algunas de estas preguntas, me gustaría que abrierais el libro por la página quince —dijo la señora Spear—, donde Thoreau habla de su experimento vital.
—¿Experimento? —replicó el chico de Bola de dragón Z—. ¿Qué diferencia hay entre la vida que él lleva en los bosques y la del hombre de las cavernas?
El chico moreno frunció el entrecejo y se hundió aún más en la silla. Me recordaba a los vagabundos que veías por Saint Mark’s Place pasándose cigarrillos, comparando cicatrices y pidiendo unas monedas, algunos con la ropa raída y los brazos escuálidos y blancos, otros con brazaletes de cuero negro en las muñecas. Su complejidad de múltiples capas era impenetrable para mí, aunque todo él transmitía un mensaje bastante claro: «Olvídalo, somos de distintas tribus. Soy demasiado guay para ti, así que no intentes dirigirme la palabra siquiera». Esa fue la primera y errónea impresión que me llevé del único amigo que haría durante mi estancia en Las Vegas y que al final acabaría siendo uno de mis grandes amigos.
Se llamaba Boris. Nos encontramos entre los chicos que esperaban aquel día el autobús después del colegio.
—Ah, Harry Potter —dijo mirándome de arriba abajo.
—Vete a la mierda —repliqué con apatía.
No era la primera vez que oía lo de Harry Potter en Las Vegas. Mi indumentaria neoyorquina —pantalones caqui, camisa clásica blanca y gafas con montura de concha que por desgracia necesitaba para ver— me convertía en un bicho raro en un colegio donde la mayoría de los alumnos vestía con camiseta de tirantes y chancletas.
—¿Dónde tienes la escoba?
—La he dejado en Hogwarts —respondí—. ¿Y tú? ¿Dónde tienes la tabla?
—¿Eh? —respondió él, haciendo la trompetilla con una mano en la oreja como un anciano sordo que intenta oír.
Me sacaba una cabeza de estatura; además de botas militares y unos estrafalarios pantalones de camuflaje con las rodillas rotas, llevaba una camiseta negra de snowboard con el logo Never Summer en blancas letras góticas.
—La camiseta —dije, señalándola con un brusco movimiento de la cabeza—. No hay mucho de eso en el desierto.
—Ah —respondió Boris, apartándose el pelo greñoso de los ojos—. Nunca he practicado snowboard. Pero odio el sol.
Acabamos sentándonos juntos en el autobús en los asientos más cercanos a la puerta, un lugar poco popular a juzgar por el modo en que los otros chicos se abrieron paso a empujones hasta el fondo, pero yo nunca había cogido autobuses para ir al colegio hasta entonces y por lo visto él tampoco, ya que asimismo le pareció natural desplomarse en el primer asiento de la parte delantera que encontró vacío. Durante un rato no dijimos gran cosa; sin embargo, el trayecto era largo y al final empezamos a hablar. Resultó que también vivía en Canyon Shadows pero más lejos que yo, en el último tramo que estaba siendo reclamado al desierto, donde había muchas viviendas inacabadas y la arena se amontonaba por las calles.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté.
Era la pregunta que todos nos hacíamos en mi nuevo colegio, como si estuviéramos cumpliendo una condena.
—No sé. Unos dos meses. —Aunque hablaba inglés con bastante fluidez y un fuerte acento australiano, subyacía algo oscuro y líquido, un dejo de conde Drácula o quizá de agente del KGB—. ¿De dónde eres?
—De Nueva York —respondí, y me quedé satisfecho con su silenciosa reacción tardía: las cejas arqueadas en señal de admiración—. ¿Y tú?
Hizo una mueca.
—Veamos —respondió, recostándose en el asiento y contando los países con los dedos—, he vivido en Rusia, en Escocia, que quizá esté bien pero no lo recuerdo, en Australia, en Polonia, en Nueva Zelanda, en Texas un par de meses, en Alaska, Nueva Guinea, Canadá, Arabia Saudí, Suecia, Ucrania…
—Dios mío.
Él se encogió de hombros.
—Pero sobre todo en Australia, Rusia y Ucrania. En estos tres países.
—¿Hablas ruso?
Hizo un gesto que interpreté como más o menos.
—También ucraniano y polaco. Pero he olvidado mucho vocabulario. El otro día intenté recordar cómo se decía libélula y no lo conseguí.
—Di algo.
Me complació con una parrafada gutural que me salpicó la cara de saliva.
—¿Qué significa?
Se rió.
—Que te den por el culo.
—¿Sí? ¿En ruso?
Se rió dejando ver unos dientes grises muy poco estadounidenses.
—No, ucraniano.
—Creía que en Ucrania hablaban ruso.
—Bueno, sí. Depende de en qué parte de Ucrania estés. Los dos idiomas se parecen mucho. Aunque —chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco— no tanto. Cambian los números, los días de la semana y parte del vocabulario. Mi nombre se deletrea de otro modo en ucraniano, pero en Estados Unidos es más fácil utilizar la ortografía rusa y ser Boris y no Borys. En Occidente todo el mundo conoce a Boris Yeltsin… —Ladeó la cabeza—. Y a Boris Becker…
—A Boris Badenov…
—¿Cómo? —respondió volviéndose con brusquedad como si lo hubiera insultado.
—¿Bullwinkle? ¿Boris y Natasha?
—Ah, sí. ¡El príncipe Boris! Guerra y paz. Me pusieron Boris por él. Pero el apellido del príncipe Boris es Drubetzkoi y no el que has dicho tú.
—Entonces, ¿cuál es tu idioma materno? ¿El ucraniano?
Se encogió de hombros.
—Quizá el polaco —dijo, recostándose en la silla y apartándose el pelo moreno de la cara con un movimiento de la cabeza. Tenía los ojos duros y muy negros, y una mirada divertida—. Mi madre era polaca, de Rzeszów, cerca de la frontera ucraniana. Ruso, ucraniano… Ucrania, como sabes, era un estado satélite de la Unión Soviética, así que hablo los dos idiomas. Quizá no tanto ruso, aunque es mejor para decir palabrotas y maldecir. Con los idiomas eslavos, como el ruso, el ucraniano, el polaco o incluso el checo, si sabes uno los entiendes más o menos todos. Pero el inglés ahora es el más fácil para mí. Antes era diferente.
—¿Qué piensas de Estados Unidos?
—Todo el mundo sonríe de oreja a oreja. Bueno, casi. Tú quizá no. Me parece estúpido.
Como yo, Boris era hijo único. Su padre (un ucraniano de Novoagansk nacido en Siberia) trabajaba en prospecciones mineras.
—Un trabajo importante que lo obliga a viajar por todo el mundo.
La madre de Boris, la segunda mujer de su padre, había muerto.
—La mía también.
Él se encogió de hombros.
—Lleva siglos muerta —dijo—. Era una borrachina. Una noche bebió tanto que se tiró por la ventana y se mató.
—Vaya —dije un poco desconcertado por la ligereza con que lo había soltado.
—Sí, una mierda —dijo con despreocupación, mirando por la ventanilla.
—Entonces, ¿cuál es tu nacionalidad? —le pregunté tras un breve silencio.
—¿Eh…?
—Bueno, si tu madre era polaca y tu padre es ucraniano, y tú naciste en Australia, eso te hace…
—Indonesio —respondió con una sonrisa siniestra.
Tenía unas cejas pobladas y diabólicas muy expresivas que movía mucho mientras hablaba.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, en mi pasaporte pone Ucrania. Y también tengo nacionalidad polaca. Pero Indonesia es el lugar al que quiero volver —añadió Boris, apartándose el pelo de los ojos—. PNG.
—¿Cómo?
—Papúa Nueva Guinea. Es el lugar que más me ha gustado de todos en los que he vivido.
—¿Nueva Guinea? Creía que había cazadores de cabezas.
—Ya no. O al menos ya no hay tantos. Este brazalete es de allí —dijo señalándome una de las numerosas tiras de cuero que llevaba en la muñeca—. Lo hizo para mí mi amigo Bami. Era nuestro cocinero.
—¿Cómo es la vida allí?
—No está mal —respondió, mirándome a su manera siniestra y burlona—. Tenía un loro. Y un ganso. Además, estaba aprendiendo a hacer surf. Pero hace seis meses mi padre me arrastró con él hasta una oscura ciudad de Alaska. En la península de Seward, justo debajo del Círculo Polar Ártico. Y a mediados de mayo volamos a Fairbanks en un avión de hélice y de allí nos vinimos aquí.
—Uf.
—Era aburridísimo allá arriba —dijo Boris—. Miles de peces muertos y mala conexión de internet. Debería haber huido… Ojalá lo hubiera hecho —añadió con amargura.
—¿Qué habrías hecho?
—Me habría quedado en Nueva Guinea, viviendo en la playa. Gracias a Dios no nos quedamos todo el invierno allí. Hace unos años estuvimos en Canadá, en Alberta, en esa ciudad de una sola calle junto al río Pouce Coupe. Siempre estaba oscuro, de octubre a marzo, y no había nada que hacer aparte de leer y escuchar la CBC. Teníamos que conducir cincuenta millas para hacer la colada. Aun así era mucho mejor que Ucrania. —Se rió—. En comparación, era Miami Beach.
—¿Qué has dicho que hacía tu padre?
—Sobre todo bebe —respondió Boris con amargura.
—Entonces debería presentarle a mi padre.
De nuevo la súbita y explosiva risa, era casi como si escupiera sobre ti.
—Sí, genial. ¿Y putas?
—No me chocaría —respondí, tras un breve silencio sorprendido.
Aunque ya no me asombraban muchas de las cosas que hacía mi padre, no me lo imaginaba en los clubes de alterne que a veces dejábamos atrás por la carretera.
El autobús se estaba vaciando; solo estábamos a unas pocas calles de mi casa.
—Esta es mi parada.
—¿Quieres venir a casa a ver la tele? —preguntó Boris.
—Hummm…
—No hay nadie. Y tengo SOS Iceberg en DVD.
XI
El autobús escolar no llegaba hasta el final de Canyon Shadows, donde vivía Boris. Desde la última parada hasta su casa había unos veinte minutos andando, bajo un calor abrasador y a través de aceras inundadas de arena. Aunque en mi calle había muchas viviendas embargadas por impago o con letreros de «En venta» (por la noche, el sonido de la radio de un coche se propagaba durante millas), no era consciente de lo inquietante que se volvía Canyon Shadows en sus confines más alejados: era una ciudad de juguete que se iba reduciendo en los límites del desierto, bajo cielos amenazadores. La mayoría de las casas daban la impresión de no haber sido habitadas nunca. Otras —inacabadas— no tenían marcos ni cristales en las ventanas y estaban cubiertas de andamios, rebozadas de la arena que levantaba el viento, y con montones de cemento y material de construcción amarillento en la parte delantera. Las ventanas tapiadas le daban un aspecto ciego, maltrecho y asimétrico, como caras magulladas y vendadas. Mientras caminábamos, el ambiente de abandono se hacía cada vez más perturbador, como si vagáramos por un planeta despoblado a causa de la radiación y la enfermedad.
—Construyeron esta mierda de urbanización demasiado lejos —dijo Boris—. Ahora la está recuperando el desierto. Y los bancos. —Se rió—. A la mierda Thoreau, ¿eh?
—Toda esta ciudad parece gritar: ¡a la mierda Thoreau!
—Cuando los que se están yendo a la mierda son los propietarios de estas viviendas. A muchas ni siquiera les llega el agua. A todo el mundo le coge por sorpresa no poder pagar…, por eso mi padre alquila esta casa tan barata.
—Oh —dije tras un breve silencio atónito. No se me había ocurrido pensar cómo se las arreglaba mi padre para pagar una casa tan grande como la nuestra.
—Mi padre excava minas —dijo Boris inesperadamente.
—¿Cómo?
Se apartó el pelo pegado a la cara sudorosa.
—Allá adonde vamos la gente nos odia. Porque prometen que la mina no perjudicará el medio ambiente y luego la mina sí lo daña. Pero aquí —se encogió de hombros, a su manera fatalista y rusianizada—, Dios, en este puto hoyo de arena, ¿a quién le importa?
—Eh —dije, sorprendido por el modo en que nuestras voces retumbaban por la calle desierta—, esto está de verdad vacío, ¿no?
—Sí. Es un cementerio. Aquí solo vive otra familia. ¿Ves esa casa de allá abajo? ¿La del gran camión en la puerta? Creo que son inmigrantes ilegales.
—Tú y tu padre tenéis los papeles en regla, ¿no? —Ese era un problema en el colegio; algunos de los chicos no los tenían y en los pasillos había carteles sobre ello.
Hizo un sonido ridículo.
—Por supuesto. La mina se ocupa de eso. Pero ¿los de allá abajo? Serán unos veinte o treinta, todo hombres viviendo bajo el mismo techo. Quizá sean traficantes de drogas.
—¿Eso crees?
—Lo único que sé es que allá abajo está pasando algo muy extraño —dijo Boris con aire misterioso.
La casa de Boris, flanqueada por dos solares vacíos rebosantes de escombros, era muy parecida a la de papá y Xandra: moqueta de un extremo a otro, electrodomésticos flamantes, la misma distribución y pocos muebles. Pero dentro hacía demasiado calor para estar a gusto; la piscina estaba vacía, con unos cuantos dedos de arena en el fondo, y no había pretensiones de jardín, ni cactus siquiera. Todas las superficies de la cocina «los electrodomésticos, las encimeras y el suelo» estaban cubiertas de una ligera capa de mugre.
—¿Quieres beber algo? —me preguntó Boris, y abrió la nevera dejando ver una reluciente hilera de botellas de cerveza alemana.
—Vaya. Gracias.
—Cuando vivíamos en Nueva Guinea —dijo Boris, secándose la frente con el dorso de la mano—, hubo una gran inundación. Serpientes…, muy peligrosas y aterradoras…, y minas sin explotar de la Segunda Guerra Mundial llegaron flotando a nuestro jardín…, murieron muchos gansos. Al final —añadió, abriendo una cerveza—, el agua del pozo se contaminó. Tifus. Todo lo que había para beber era cerveza… Desaparecieron las Pepsis, los Lucozades, las pastillas de yodo… ¡Durante tres semanas enteras, mi padre y yo, y hasta los musulmanes, no tuvimos para beber más que cerveza! Para comer, para desayunar, para todo.
—No suena tan mal.
Hizo una mueca.
—Me dolía la cabeza a todas horas. La cerveza de Nueva Guinea sabe muy mal. ¡Esta sí que es buena! También hay vodka en el congelador.
Iba a decir que sí, para impresionarlo, pero luego pensé en el calor y en el regreso a casa, y respondí:
—No, gracias.
Entrechocó su cerveza con la mía.
—Estoy de acuerdo, hace demasiado calor para beber de día. Mi padre bebe tanto que se le duermen los nervios de los pies.
—¿En serio?
—Se llama… —arrugó la cara en un esfuerzo por pronunciar las palabras (poniendo el acento en la sílaba que no debía)— neuropatía periférica. En el hospital de Canadá donde estuvo ingresado tuvieron que enseñarle a andar otra vez. Se levantaba… y se caía al suelo, con la nariz sangrándole…, era tronchante.
—Suena divertido —dije, pensando en el día que había sorprendido a mi padre gateando hasta la nevera para coger hielo.
—Lo es. ¿Qué bebe el tuyo?
—Whisky. Cuando bebe. Se supone que ahora lo ha dejado.
—Ja —dijo Boris, como si lo hubiera oído antes—. Mi padre debería hacer como él…, ya que aquí el whisky bueno es muy barato. ¿Quieres ver mi habitación?
Esperaba encontrarme una habitación parecida a la mía, de modo que me sorprendí cuando abrió la puerta y vi una especie de tienda de campaña improvisada que apestaba a humo de Marlboro, libros amontonados por todas partes, envases de cerveza vacíos, ceniceros desbordados, y toallas viejas y ropa sucia desparramados por la moqueta. Las paredes de tela estampada —amarilla, verde, azul índigo, morado— se hinchaban y sobre el colchón envuelto en batik colgaba una bandera con una hoz y un martillo. Era como si un cosmonauta ruso se hubiera estrellado en la selva y hubiese construido un refugio con la bandera de su país y todos los sarongs y las telas que pudiera encontrar.
—¿La has hecho tú?
—La doblo y la meto en una maleta —dijo Boris, arrojándose sobre el colchón de vivos colores—. Solo tardo diez minutos en montarla de nuevo. ¿Quieres ver SOS Iceberg?
—Claro.
—Es genial. La he visto seis veces. ¿Te acuerdas de cuando ella se sube a su avión para rescatarlos del hielo?
Pero por alguna razón no llegamos a ver SOS Iceberg esa tarde, quizá porque no conseguimos dejar de hablar el tiempo suficiente para bajar a la sala de estar y encender el televisor. Boris tenía una vida más interesante que la de cualquier chico de mi edad que hubiera conocido. Al parecer, no había ido mucho al colegio y los pocos a los que había asistido eran de la peor calidad; en los lugares desolados donde trabajaba su padre a menudo no había ninguno.
—Hay cintas —dijo, bebiendo un trago de cerveza sin dejar de mirarme—. Y exámenes. Solo necesitas un lugar con conexión a internet, y a veces en lugares lejanos como Canadá o Ucrania no hay.
—¿Qué haces entonces?
Se encogió de hombros.
—Supongo que leo mucho.
Comentó que un profesor de Texas le había bajado un programa de estudios por internet.
—Pero tiene que haber algún colegio en Alice Springs.
Boris se echó a reír.
—Por supuesto que lo hay —dijo, apartándose un mechón sudado de la cara—. Pero al morir mi madre vivimos un tiempo en Australia, en el Territorio del Norte, en la región de Arnhem…, en una ciudad, llamada Karmeywallag. Lo llamaban ciudad pero en realidad eran millas en medio de la nada llenas de caravanas para los mineros y una gasolinera con un bar en la parte trasera donde servían cerveza, whisky y sándwiches. Como sea, la mujer de Mick, que se llamaba Judy, llevaba el bar. Todo lo que hacía yo cada día —bebió un ruidoso sorbo de cerveza— era ver culebrones con Judy por la tele, y quedarme con ella detrás de la barra hasta tarde mientras mi padre y sus hombres se emborrachaban. Ni siquiera podíamos ver la televisión durante el monzón. Judy guardaba sus casetes en la nevera para que no se estropearan.
—¿Cómo podían estropearse?
—Con la humedad todo se enmohece. Sale moho en los zapatos, en los libros. —Boris se encogió de hombros—. Entonces yo no hablaba tanto como ahora porque no sabía tan bien el idioma. Era muy tímido y me sentaba solo, recluido en mí mismo. Pero Judy hablaba conmigo, aunque yo no entendiera una palabra de lo que me decía, y era amable. Todas las mañanas la buscaba y me preparaba el mismo plato de frituras. Lluvia, lluvia, lluvia. Barrer, lavar los platos, ayudarla a limpiar el bar. La seguía a todas partes como un corderito. Esto es una taza, esto una escoba, un taburete, un lápiz. Esa fue mi escuela. La televisión, las casetes de Duran Duran y Boy George, todo era en inglés. La serie favorita de Judy era Las hermanas McLeod. Siempre la veíamos juntos, y cuando yo no entendía algo, ella me lo explicaba. Hablábamos sobre las hermanas, y cuando Claire murió en el accidente de coche lloramos juntos; Judy me dijo que si ella tuviera una casa como Drover, me llevaría a vivir allí con ella y seríamos felices juntos, y tendríamos a todas esas mujeres trabajando para nosotros como los McLeod. Judy era muy joven y muy guapa. Pelo rubio y ondulado, y ojos azules. Su marido la llamaba zorra y fetorro, pero creo que se parecía a la Jodi de la serie. Ella me hablaba y me cantaba todo el día, me enseñó las palabras de todas las canciones que había en la máquina de discos. «Dark in the city, the night is alive…» No tardé en dominar el idioma. ¡Habla en inglés, Boris! Yo sabía unas pocas palabras de inglés que había aprendido en la escuela de Polonia, pero después de dos meses con ella hablaba por los codos. ¡Y no he parado de hablar desde entonces! Judy siempre fue muy amable y buena conmigo, aunque todos los días la veía llorar en la cocina por lo mucho que odiaba Karmeywallag.
Se estaba haciendo tarde, pero todavía había luz y hacía calor.
—Me muero de hambre —dijo Boris, y se estiró dejando ver una franja de vientre entre el pantalón y la camisa raída: cóncava y de una palidez mortal, como la de un santo hambriento.
—¿Qué hay para comer?
—Pan con azúcar.
—Bromeas.
Boris bostezó y se frotó los ojos rojos.
—¿Nunca has echado azúcar al pan y te lo has comido?
—¿No hay nada más?
Él se encogió de hombros con aire hastiado.
—Tengo un cupón para una pizza. ¡Para lo que me sirve! Aquí no llegan los repartidores.
—Creía que había un cocinero donde vivías antes.
—Y lo había. En Indonesia, y también en Arabia Saudí. —Fumaba un cigarrillo, pero yo rechacé el que me ofreció; parecía un poco borracho, bailoteando por la habitación como si sonara música—. Un tipo muy enrollado llamado Abdul Fataah. Significa «siervo del abridor de las puertas de sustento».
—Oye, mira, por qué no vamos a mi casa.
Él se arrojó de nuevo sobre la cama, con las manos entre las rodillas.
—No me digas que la fulana de tu padre cocina.
—No, pero trabaja en un bar con bufet y a veces trae comida a casa.
—Estupendo —dijo Boris, tambaleándose un poco al levantarse.
Ya se había bebido tres cervezas e iba por la cuarta. En la puerta, cogió un paraguas y me pasó otro.
—Hum, ¿para qué es?
Abrió el suyo y salió.
—Estás más fresco debajo —dijo, con la cara azulada en la sombra—. Y así no te quemas con el sol.
XII
Antes de conocer a Boris yo llevaba mi soledad de forma estoica, sin ser muy consciente de lo solo que estaba. Supongo que si él o yo hubiéramos vivido en una casa la mitad de normal, con toques de queda, tareas domésticas y supervisión por parte de los adultos, no nos habríamos vuelto tan inseparables, pero casi a partir de aquel día pasamos todo el tiempo juntos, gorroneando comida y compartiendo el dinero que teníamos.
En Nueva York yo había crecido rodeado de un montón de chicos que tenían mucho mundo, habían vivido en el extranjero y hablaban tres o cuatro idiomas, o hacían cursos de verano en Heidelberg y pasaban las vacaciones en lugares como Río, Innsbruck o Cap d’Antibes. Pero Boris, como un viejo capitán de barco, los dejaba a todos en la sombra. Él había montado a camello; había comido larvas witjuti, jugado a críquet, contraído malaria, vivido en las calles de Ucrania («pero solo dos semanas»), desactivado él mismo un cartucho de dinamita y nadado en ríos australianos plagados de cocodrilos. Había leído a Chéjov en ruso, y a autores que yo desconocía en ucraniano y polaco. Había soportado la oscuridad de mediados de invierno en Rusia, donde las temperaturas caían hasta cuarenta grados bajo cero —ventiscas interminables, nieve y hielo negro— y donde la única alegría era la palmera de neón verde encendida las veinticuatro horas del día fuera del bar provinciano adonde a su padre le gustaba ir a beber. Aunque solo tenía un año más que yo —quince—, se había acostado con una chica en Alaska. Le gorroneó un cigarrillo en el aparcamiento de un supermercado y ella le preguntó si quería sentarse en el coche con ella, y así empezó todo.
—Pero ¿sabes qué? —dijo exhalando el humo por una comisura de la boca—. Me parece que a ella no le gustó mucho.
—¿Y a ti?
—Dios, sí. Aunque, si te digo la verdad, me di cuenta de que no lo estaba haciendo muy bien. Creo que no había demasiado espacio en el coche.
Todos los días volvíamos a casa juntos en el autobús escolar. En el centro cívico a medio construir que había en el borde de los Desatoya Estates, con candados en las puertas y palmeras muertas en las macetas, había un parque infantil abandonado donde comprábamos refrescos y barritas de chocolate del suministro cada vez más reducido de las máquinas expendedoras, y nos sentábamos en los columpios a fumar y hablar. Los arranques de mal humor y las depresiones de Boris, que eran frecuentes, se alternaban con insensatos estallidos de carcajadas; era desenfrenado y pesimista, a veces me hacía reír hasta que me dolían los costados, y siempre tenía tanto que decir que perdíamos la noción del tiempo y nos quedábamos allí hasta que ya era de noche. En Ucrania había visto cómo pegaban un tiro en el estómago a un cargo público al dirigirse a su coche, convirtiéndose en testigo no del francotirador sino del hombre de anchos hombros con un abrigo demasiado pequeño que cayó de rodillas sobre la nieve en la oscuridad. Me habló de los pequeños colegios con tejado de zinc que había cerca de la reserva de los chippewa de Alberta, me cantó canciones infantiles en polaco («Como deberes, en Polonia, nos hacían aprender de memoria un poema, una canción o una especie de oración») y me enseñó palabrotas en ruso («Esos son los verdaderos tacos, los de los gulags»). Me contó también que en Indonesia su amigo Bami, el cocinero, lo había convertido al islam: renunció al cerdo, hacía ayuno durante el Ramadán y rezaba de cara a La Meca cinco veces al día.
—Pero ya no soy musulmán —comentó, arrastrando un dedo del pie por el polvo. Estábamos tumbados de espalda en el tiovivo, mareados por las vueltas—. Lo dejé hace tiempo.
—¿Por qué?
—Porque bebo.
(Eso era quedarse corto: Boris bebía cerveza como otros chicos bebían Pepsi, y empezaba en cuanto llegábamos a casa del colegio).
—¿Y a quién le importa? —pregunté—. ¿Por qué tiene que enterarse alguien?
Hizo un ruidito de impaciencia.
—Porque no está bien profesar una fe si no observas sus dictados. Es poco respetuoso hacia el islam.
—Tonterías. Boris de Arabia. Suena bien.
—Vete a la mierda.
—No, en serio. —Me reí, apoyándome sobre los codos—. ¿De verdad llegaste a creer todo eso?
—¿En qué?
—Ya sabes. Alá y Mahoma. «No hay más Dios que Alá…»
—No —respondió él un poco enfadado—, mi islam era una cuestión política.
—¿Como los terroristas con bombas en el zapato?
Él soltó una risotada.
—Joder, no. Además, el islam no predica la violencia.
—¿Entonces qué?
Se bajó del tiovivo con la mirada alerta.
—¿Qué quieres decir? ¿Intentas insinuar algo?
—Eh, para el carro. Solo estoy haciéndote una pregunta.
—¿Y qué pregunta es?
—¿Si te convertiste y todo eso es porque creías?
Se echó hacia atrás y se rió como si le hubiera perdonado la vida.
—¿Creer? ¡Ja! Yo no creo en nada.
—¿Quieres decir ahora?
—Quiero decir nunca. Bueno…, en la Virgen María. Pero ¿en Alá y en Dios…? No mucho.
—Entonces, ¿por qué querías ser musulmán?
—Porque… —Alzó las manos, como hacía a veces cuando no le salían las palabras— son unas personas maravillosas. ¡Fueron muy amables conmigo!
—Eso es un comienzo.
—Pero es cierto. Me pusieron un nombre árabe, Badr al-Dine. Badr es «luna», y todo junto significa algo así como «la luna de la fidelidad», pero dijeron: «Boris, tú eres badr porque iluminas todo, ahora que eres musulmán, iluminarás con tu religión el mundo, brillarás allá donde vayas». Me encantó ser badr. Además, la mezquita era preciosa. Un palacio medio en ruinas, con estrellas centelleando en la noche y pájaros en el tejado. Un viejo javanés nos enseñaba el Corán. Me daban de comer y eran amables, y se aseguraban de que fuera aseado y tuviera ropa limpia. A veces me dormía sobre la alfombra de rezo. Y en salah, cerca del amanecer, cuando los pájaros se despertaban, siempre se oía el batir de sus alas.
Aunque su acento era una mezcla realmente extraña de australiano y ucraniano, hablaba inglés casi con tanta fluidez como yo; y, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba viviendo en Estados Unidos, era un conversador razonable al estilo amerikanskii. Siempre estaba manoseando su ajado diccionario de bolsillo (con su nombre garabateado en la primera página en alfabeto cirílico y en cuidadoso inglés debajo: BORIS VOLODIMIROVICH PAVLIKOVSKY), y yo no paraba de encontrar viejas servilletas de 7-Eleven y hojas de papel con listas de palabras y términos que él había confeccionado:
embridar y domesticar
celeridad
trattoria
sabelotodo = rhenjqkfwfy
propincuidad
Negligencia en el deber.
Cuando el diccionario le fallaba me consultaba a mí. «¿Qué significa sofomoro?», me preguntaba examinando el tablón de anuncios que colgaba en el pasillo del colegio. «¿Hgar?». «¿Cncias Pol?». Nunca había oído la mayoría de los platos que había en la cafetería: fajitas, falafel, tetrazzini de pavo. Aunque entendía mucho de cine y de música, llevaba décadas de retraso; no tenía la menor idea de deportes o de la televisión, y aparte de unas pocas marcas europeas importantes como Mercedes y BMW, no distinguía un coche de otro. El dinero estadounidense lo confundía, y a veces también la geografía de Estados Unidos: ¿en qué provincia estaba California? ¿Podía decirle cuál era la capital de Nueva Inglaterra?
Pero estaba acostumbrado a estar solo. Se despertaba alegremente por sí mismo para ir al colegio, hacía autoestop, firmaba sus boletines de las notas, y robaba comida y material de colegio. Una vez a la semana más o menos nos desviábamos unas millas de nuestro trayecto bajo un calor sofocante, protegidos por paraguas como miembros de alguna tribu indonesia, para coger el diminuto autobús local llamado CAT que por lo que yo sabía no utilizaba nadie salvo los borrachos o la gente demasiado pobre para tener un coche e hijos. Circulaba con poca frecuencia, y si lo perdíamos teníamos que esperar un buen rato a que llegara el siguiente, aunque entre las paradas había un centro comercial con un frío y brillante supermercado atendido por poco personal; allí Boris robaba bistecs, mantequilla, cajas de té, pepinos (una gran exquisitez para él), paquetes de beicon o incluso jarabe para la tos en una ocasión que yo tenía un resfriado, metiéndoselo en el forro rasgado de su fea gabardina gris (una prenda de hombre, demasiado grande para él, con los hombros caídos y un aire sombrío de bloque del Este, que hacía pensar en racionamiento de víveres y fábricas de la era soviética, y complejos industriales en Lvov u Odessa). Mientras daba vueltas alrededor, yo me quedaba al principio del pasillo, tan nervioso que a veces tenía miedo de desmayarme. Pero no tardé en llenarme los bolsillos de manzanas y chocolate (otros de los artículos favoritos de Boris) antes de acercarme con descaro al mostrador para comprar pan, leche y otros productos demasiado grandes para robarlos.
En Nueva York, cuando tenía unos once años, mi madre me había apuntado a unas clases de cocina en un campamento de día en las que había aprendido a hacer comidas muy sencillas: hamburguesas, sándwiches de queso al grill (que a veces le preparaba a mi madre las noches que trabajaba hasta tarde) y lo que Boris llamaba «huevo sobre tostada». Él se sentaba en la encimera dando patadas a los armarios con los talones y me daba conversación mientras yo cocinaba, y luego lavaba los platos. Me dijo que en Ucrania a veces robaba carteras para comer.
—Me persiguieron un par de veces, pero nunca me cogieron.
—Quizá deberíamos ir alguna vez al Strip —dije. Estábamos en la cocina de mi casa, de pie frente a la encimera, comiendo los bistecs directamente de la sartén—. Si tuviéramos que hacerlo ese sería el lugar. Nunca he visto a tantos borrachos juntos y todos son de fuera de la ciudad.
Él dejó de masticar; parecía perplejo.
—¿Y por qué tendríamos que ir allí cuando es tan fácil robar aquí en los grandes almacenes?
—Yo solo lo digo. —El dinero que me habían dado los conserjes, y que Boris y yo gastábamos poco a poco, en las máquinas expendedoras y en el 7-Eleven que había cerca del colegio y que Boris llamaba «el almacén», nos duraría un tiempo más pero no eternamente.
—¡Ja! ¿Y qué haré yo si te detienen, Potter? —preguntó, dejando caer un grueso pedazo de bistec al suelo para el perro, a quien había enseñado a bailar sobre las patas traseras—. ¿Quién preparará la cena? ¿Y quién cuidará de Snaps?
Boris llamaba al perro de Xandra Amyl, Nitrato, Popchik, Snaps, todo menos su verdadero nombre, Popper. Yo había empezado a dejarlo entrar en la casa, aunque se suponía que no debía hacerlo, porque estaba harto de verlo siempre tirando de la cadena, tratando de atisbar por la puerta de cristal y ladrando como un loco. Pero una vez dentro era sorprendentemente tranquilo; ávido de atención, nos seguía allá adonde íbamos, pisándonos los talones ansioso, subiendo y bajando escaleras, y acurrucándose a dormir sobre la alfombra mientras Boris y yo leíamos, discutíamos y escuchábamos música en mi habitación.
—En serio, Boris —dije apartándome el pelo de los ojos (me urgía cortármelo pero no quería gastar el dinero que me quedaba)—. No veo mucha diferencia entre robar carteras y robar bistecs.
—Es muy distinto, Potter. —Abrió las manos para enseñarme lo grande que era—. Robar a una persona trabajadora o robar a una empresa grande y rica que roba a la gente.
—Costco no roba a la gente. Es un establecimiento de descuentos.
—De acuerdo. Robar artículos de primera necesidad a particulares. Ese es tu inteligente plan. Chist —le dijo al perro cuando empezó a ladrar ruidosamente para que le diéramos más bistec.
—Yo no robaría a un trabajador pobre —dije, arrojándole un pedazo de carne a Popper—. Hay montones de personas turbias caminando por Las Vegas con mucho dinero encima.
—¿Turbias?
—Sospechosas. Poco honradas.
—Ah. —Arqueó la oscura y puntiaguda ceja—. De acuerdo, pero si robas dinero a una persona turbia, como un gángster, es probable que te haga daño, nie?
—¿No tenías miedo de que te hicieran daño en Ucrania?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez de que me dieran una paliza. Pero no de que me pegaran un tiro.
—¿Un tiro?
—Sí, un tiro. No pongas esa cara de sorpresa. ¿Quién sabe? En este país de vaqueros todo el mundo tiene una pistola.
—No me refiero a un poli sino a turistas borrachos. Esto se llena a reventar los sábados por la noche.
—¡Ja! —Dejó la sartén en el suelo para que el perro se terminara el bistec—. Es probable que acabes en la cárcel, Potter. Moral laxa, esclava de la economía. Muy mal ciudadano eres tú.
XIII
Hacia octubre cenábamos juntos casi todas las noches. Boris, que normalmente se tomaba tres o cuatro cervezas antes de comer, se pasaba al té mientras comía. Luego, tras un trago de vodka después de comer, costumbre que enseguida tomé de él («Ayuda a digerir», decía), nos tumbábamos y leíamos, hacíamos los deberes, a veces discutíamos y a menudo nos emborrachábamos hasta quedarnos fritos delante del televisor.
—¡No te vayas! —exclamó Boris una noche en su casa cuando me levanté al final de Los siete magníficos, justo antes del último tiroteo, cuando Yul Brynner está reuniendo a sus hombres—. Te vas a perder lo mejor.
—Sí, pero son casi las once.
Boris —tumbando en el suelo— se apoyó sobre un codo. Con el pelo largo, estrecho de pecho y enclenque, era lo contrario a Yul Brynner en casi todos los aspectos, y sin embargo existía un extraño parecido entre ambos: la misma vigilancia taimada, divertida y un poco cruel, algo mongol o tártaro en los ojos rasgados.
—Llama a Xandra y pídele que venga a buscarte —dijo con un bostezo—. ¿A qué hora sale del trabajo?
—¿Xandra? Olvídalo.
Boris volvió a bostezar, con los párpados pesados a causa del vodka.
—Quédate a dormir aquí entonces —dijo dándose la vuelta y frotándose la cara con una mano—. ¿Te echarán de menos?
¿Irían a dormir a casa? Algunas noches no lo hacían.
—Lo dudo.
—Chist —dijo Boris, cogiendo los cigarrillos y sentándose—. Mira, aquí llegan los malos.
—¿Ya has visto la película?
—Doblada al ruso, aunque no te lo creas. Pero en un ruso muy malo. Afectado. ¿Es «afectado» la palabra que quiero? Más para maestros de escuela que para unos pistoleros.
XIV
A pesar de que había estado muy deprimido en casa de los Barbour, pensaba con nostalgia en el apartamento de Park Avenue como un Edén perdido. Aunque tenía acceso a mi correo electrónico en el ordenador del colegio, Andy no era muy dado a escribir, y los mensajes que recibía de él en respuesta a los míos eran frustrantemente impersonales. («Hola, Theo. Espero que hayas pasado un buen verano. Papá se ha comprado un barco nuevo [el Absalom]. Mamá se niega a poner un pie en él si bien por desgracia yo me he visto obligado. El nivel dos de japonés me está dando muchos quebraderos de cabeza, pero por lo demás todo va bien»). La señora Barbour contestaba con educación las cartas que yo le enviaba (un par de líneas en sus tarjetas con monograma), pero nunca había nada personal. Siempre empezaba con «cómo estás» y se despedía con «recordándote», pero nunca ponía «te echamos de menos» o «nos encantaría verte».
Escribí a Pippa, en Texas, aunque estaba demasiado enferma para contestar, lo que ya me estaba bien pues la mayoría de las cartas no las llegué a enviar:
Querida Pippa:
¿Cómo estás? ¿Te gusta Texas? Me he acordado mucho en ti. ¿Has montado ese caballo que te gusta? Por aquí todo genial. Me pregunto si allí hace calor, ya que aquí hace muchísimo.
Qué aburrido; lo tiré a la papelera y empecé de nuevo.
Querida Pippa:
¿Cómo estás? He estado pensando en ti, confiando en que estés bien. Espero que todo te vaya bien de maravilla en Texas. Debo decir que odio estar aquí, pero he hecho amigos y supongo que me voy acostumbrando.
Me pregunto si sientes añoranza. Yo sí. Echo mucho de menos Nueva York. Ojalá viviéramos más cerca. ¿Cómo tienes la cabeza? Espero que mejor. Siento que…
—¿Es tu novia? —preguntó Boris, leyendo por encima de mi hombro mientras se comía una manzana.
—Lárgate.
—¿Qué le pasó? —preguntó, y al ver que no respondía—: ¿Le diste un golpe?
—¿Qué? —dije, solo oyéndolo a medias.
—La cabeza. ¿Le golpeaste o algo así y por eso te disculpas?
—Sí, claro —respondí. Pero, viendo su expresión atenta e impaciente, me di cuenta de que lo decía en serio y repliqué—: ¿Crees que voy por ahí golpeando a las chicas?
Se encogió de hombros.
—A lo mejor se lo merecía.
—Mira, en Estados Unidos no golpeamos a las mujeres.
Él frunció el entrecejo y escupió una pepita de la manzana.
—No. Estados Unidos solo acosa a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos.
—Boris, calla y déjame en paz.
Pero me había inquietado con su comentario y en lugar de empezar una nueva carta dirigida a Pippa, me puse a escribir unas líneas a Hobie.
Querido señor Hobart:
¿Cómo está? Espero que bien. Nunca le he escrito para darle las gracias por lo amable que fue conmigo las últimas semanas que pasé en Nueva York. Espero que usted y Cosmo estén bien, aunque deben de echar de menos a Pippa. ¿Cómo está ella? Ojalá pueda volver a dedicarse a la música. También espero…
Sin embargo, tampoco se las envié. De ahí que me quedara encantado cuando llegó una carta, larga y escrita en papel de calidad, precisamente de Hobie.
—¿Qué tienes ahí? —me preguntó mi padre con recelo al ver el matasellos de Nueva York, arrebatándome el sobre de la mano.
—¿Cómo?
Pero mi padre ya lo había rasgado. Leyó rápidamente la carta y perdió el interés.
—Lo siento, chico —dijo, devolviéndomelo—. Me he equivocado.
La carta en sí era bonita como objeto físico: papel grueso y caligrafía esmerada que hacían pensar en habitaciones silenciosas y en dinero:
Querido Theo:
Quería saber cómo estabas, pero me alegro de no haber tenido noticias tuyas, pues supongo que eso significa que estás contento y ocupado. Aquí las hojas han cambiado de color, Washington Square está amarilla y empapada, y empieza a hacer frío. Los sábados por la mañana Cosmo y yo paseamos por el Village, y lo cojo en brazos para entrar con él en la tienda de quesos; no estoy seguro de si es legal, pero las dependientas le guardan pedazos de queso. Cosmo echa de menos a Pippa tanto como yo, pero, también como yo, sigue disfrutando con la comida. Ahora que han llegado las heladas, a veces cenamos frente a la chimenea.
Espero que estés adaptándote a tu nueva vida y hayas hecho algún amigo. Cuando hablo con Pippa por teléfono, no parece muy feliz donde está, aunque su salud sin duda ha mejorado. Iré a verla para el día de Acción de Gracias. No sé si Margaret se alegrará de recibirme, pero Pippa quiere que vaya. Si me dejan subir a Cosmo al avión, me lo llevaré.
Te envío una foto que he pensado que te gustaría de un buró Chippendale que acaba de llegar en muy mal estado. Me dijeron que lo habían tenido en un cobertizo sin calefacción cerca de Watervliet, Nueva York. Tiene muchos arañazos y grietas, y la parte superior está partida en dos, pero fíjate en esas patas curvadas y resistentes que terminan en forma de garra y bola. No salen bien en la foto, pero se nota la presión de las garras al clavarse. Es una obra maestra, y solo lamento que no la hayan cuidado mejor. No sé si puedes apreciar el singular veteado de la superficie, que no son dos piezas de madera unidas, por cierto, sino una sola. Extraordinario.
En cuanto a la tienda, abro un par de veces a la semana con cita previa, pero la mayor parte del tiempo estoy ocupado en el piso de abajo con los muebles que me envían los clientes particulares. La señora Skolnik y varias personas del barrio han preguntado por ti; todo sigue igual por aquí, exceptuando que la señora Cho del mercado coreano tuvo un pequeño infarto (nada serio, ya ha vuelto al trabajo). Y la cafetería junto al Hudson que tanto me gustaba ha cerrado, una lástima. Esta mañana he pasado por delante y parece que lo están convirtiendo en un…, bueno, no sé cómo lo llamáis. Una especie de tienda de objetos de regalo japonesa.
Veo que, como de costumbre, me he extendido demasiado y me estoy quedando sin espacio, pero espero que estés contento y feliz, y que no te sientas tan solo como temías. Si puedo hacer algo por ti desde aquí o puedo ayudarte de algún modo, ya sabes que lo haré.
XV
Aquella noche, en casa de Boris, tumbado borracho en mi mitad de colchón cubierto de batik, intenté recordar el aspecto que tenía Pippa. Pero la luna que se veía a través de la ventana sin cortinas era tan grande y luminosa que me puse a pensar en lo que me había contado mi madre sobre cuando iba de pequeña a exhibiciones hípicas con sus padres en el asiento trasero de su viejo Buick. «Era un trayecto muy largo, a veces de diez horas campo a través. Norias y pistas de rodeo cubiertas de serrín, y por todas partes el olor a palomitas de maíz y a excrementos de caballo. Una noche estábamos en San Antonio y yo tuve una rabieta, quería mi habitación, mi perro, mi cama, y papá me cogió en brazos en mitad de la feria y me dijo que mirara la luna. “Cuando sientas añoranza levanta la vista al cielo. Porque la luna siempre es la misma, estés donde estés”. Cuando él se murió y tuve que ir a casa de la tía Bess, e incluso ahora, en la ciudad, cada vez que hay luna llena es como si lo oyera diciéndome que no mire atrás y me ponga triste, que mi casa está donde yo esté. —Me dio un beso en la nariz—. O donde tú estés, cachorrito. Para mí, el centro de la Tierra eres tú».
Percibí un movimiento a mi lado.
—¿Potter? —dijo Boris—. ¿Estás despierto?
—¿Puedo preguntarte algo? —dije—. ¿Cómo es la luna en Indonesia?
—¿En qué estás pensando?
—No lo sé, en Rusia, por ejemplo. ¿Es como aquí?
Me dio unos golpecitos en la sien con los nudillos, un gesto muy suyo que yo había llegado a conocer bien y que significaba «idiota».
—Es igual en todas partes. —Bostezó, apoyando la cabeza sobre su escuálida muñeca con pulseras—. ¿Por qué?
—No lo sé —dije, y luego, después de un silencio—: ¿Has oído eso?
Se oyó un portazo.
—¿Qué ha sido? —le pregunté, volviéndome hacia él.
Nos miramos mientras escuchábamos. Llegaban voces del piso de abajo; risas, gente peleándose, estrépito de algo volcándose.
—¿Es tu padre? —le pregunté incorporándome, y luego oí una voz femenina ebria y estridente.
Boris también se sentó, con la cara huesuda y de una palidez enfermiza a la luz que entraba por la ventana. En el piso de abajo parecían estar moviendo muebles de sitio y tirando objetos.
—¿Qué dicen? —susurré.
Boris escuchó. Le veía todos los huesos del cuello.
—Mierda —dijo—. Están borrachos.
Nos quedamos muy quietos escuchando, Boris más atento que yo.
—¿Quién está con él?
—Una puta. —Escuchó un momento con la frente fruncida, el perfil recortado a la luz de la luna. Luego se recostó—. Dos.
Me volví para mirar mi iPod. Eran las tres y diecisiete de la madrugada.
—Joder —gruñó Boris, rascándose la barriga—. ¿Por qué no se callan?
—Tengo sed —dije después de una tímida pausa.
Él resopló.
—¡Ja! No te conviene salir de aquí, créeme.
—¿Qué están haciendo? —le pregunté. Una de las mujeres acababa de gritar, no se sabía si de risa o de miedo.
Nos quedamos tumbados, más tiesos que un palo, mirando el techo y escuchando los golpes y el estrépito que no auguraba nada bueno.
—¿Hablan en ucraniano? —le pregunté al cabo de un rato.
Aunque no entendía una palabra de lo que decían, estaba con Boris el tiempo suficiente para empezar a distinguir entre la entonación del ucraniano y la del ruso.
—Excelente, Potter. —Y luego—: Enciéndeme un cigarrillo.
Nos lo pasamos en la oscuridad hasta que se oyó otro portazo en alguna parte y las voces se silenciaron. Boris exhaló un suspiro lleno de humo, y se volvió para apagarlo en el desbordante cenicero que había junto a la cama.
—Buenas noches —cuchicheó.
—Buenas noches.
Se durmió casi al instante —lo supe por la respiración—, pero yo me quedé despierto mucho más rato, con la garganta seca y mareado por el cigarrillo. ¿Cómo había acabado en esta nueva y extraña vida, rodeado de extranjeros borrachos que gritaban por la noche, con toda la ropa sucia y sin nadie que me quisiera? Boris, ajeno a todo, roncaba a mi lado. Hacia el amanecer, cuando por fin me quedé dormido, soñé con mi madre: estaba sentada frente a mí en el tren de la línea seis, balanceándose un poco con una calma serena a la parpadeante luz artificial. «¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntaba—. ¡Vete a casa! ¡Ahora mismo! Nos encontraremos en el apartamento». Solo que la voz no era normal, y cuando miré más de cerca, vi que no era ella sino alguien que fingía serlo. Y con un grito ahogado me desperté sobresaltado.
XVI
El padre de Boris era una figura misteriosa. Según me contó Boris, a menudo lo destinaban a un emplazamiento minero situado en medio de la nada, donde se quedaba durante varias semanas con sus hombres. «Pero no cuela —decía Boris con severidad—. Se queda borracho perdido». La maltrecha radio de onda corta que había en la cocina era de él («De la era Bréznev —me dijo Boris—; se niega a tirarla a la basura»), así como los periódicos en ruso y los USA Today que yo a veces encontraba por la casa. Un día entré en uno de los cuartos de baño (que eran bastante tétricos, sin cortina de ducha ni asiento de retrete y con un moho negro creciendo en la bañera) y tuve un mal comienzo por uno de los trajes de su padre que colgaba, empapado y maloliente, de la barra de la ducha como una criatura muerta: áspero y deforme, de una lana marrón basta del color de las raíces excavadas, goteaba en el suelo como un golem de húmeda respiración del viejo país o quizá una prenda desenterrada en una redada policial.
—¿Qué? —dijo Boris cuando salí.
—¿Tu padre se lava los trajes? —le pregunté—. ¿En el lavabo?
Apoyado contra el marco de la puerta, mordisqueándose el lado de la uña del pulgar, Boris se encogió de hombros, evasivo.
—Es broma —dije, pero como él continuaba mirándome, añadí—: ¿Es que no hay tintorerías en Rusia?
—Tiene muchas joyas y cosas elegantes —gruñó Boris a través del pulgar—. Un reloj Rolex y zapatos Ferragamo. Puede lavarse su traje si quiere.
—Claro —respondí, y cambié de tema.
Estuve varias semanas sin pensar en absoluto en el padre de Boris. Pero un día Boris llegó muy tarde a la clase de literatura avanzada con un cardenal rojo granate debajo del ojo.
—Me lo he hecho con una pelota de fútbol —respondió con voz alegre cuando la señora Spear («Spirsetskaya», como él la llamaba) le preguntó, con recelo, qué había ocurrido.
Yo sabía que era mentira. Al mirarlo desde el otro lado del pasillo durante la inquietante discusión sobre Ralph Waldo Emerson, me pregunté cómo había acabado con ese ojo morado la noche anterior después de que yo me fuera a casa para sacar a pasear a Popper; Xandra lo dejaba tanto tiempo atado fuera que empezaba a sentirme responsable de él.
—¿Qué tal estás? —le pregunté cuando lo alcancé después de clase.
—¿Eh?
—¿Cómo te has hecho eso?
Él me guiñó un ojo.
—Oh, vamos —dijo, golpeándome el hombro con el suyo.
—¿Cómo? ¿Estabas borracho?
—Mi padre volvió a casa. —Y como no respondí añadió—: ¿Qué más, Potter? ¿Qué crees que pasó?
—Dios, pero ¿por qué?
Él se encogió de hombros.
—Me alegro de que te fueras —dijo frotándose el ojo sano—. No te creerías cómo se pone cuando aparece. Yo estaba durmiendo en el sofá del piso de abajo. Al principio creí que eras tú.
—¿Qué pasó?
Boris suspiró exageradamente; había fumado durante el trayecto al colegio, lo noté en el aliento.
—Vio las botellas de cerveza por el suelo.
—¿Te pegó porque habías estado bebiendo?
—Porque llegó como una cuba, por eso. Estaba tan borracho que no creo que supiera siquiera que me golpeaba a mí. Cuando me ha visto la cara esta mañana, se ha echado a llorar y me ha pedido perdón. De todos modos, tardará un tiempo en volver.
—¿Por qué?
—Ha dicho que tiene mucho que hacer allá. No volverá en tres semanas. La mina está cerca de uno de esos burdeles que regenta el estado, ya sabes.
—No los lleva el estado —dije, pero luego me pregunté si era cierto que los regentaba.
—Bueno, ya sabes a qué me refiero. Pero tengo una buena noticia y es que me ha dejado dinero.
—¿Cuánto?
—Cuatro mil.
—Bromeas.
—No, no. —Se dio una palmada en la frente—. ¡Estaba pensando en rublos, perdona! Son unos doscientos dólares, pero aun así. Debería haberle pedido más pero me faltó valor.
Habíamos llegado a la intersección de pasillos donde debíamos separarnos, yo para ir a clase de álgebra y Boris para pelearse con el gobierno estadounidense que era su cruz particular. Era una asignatura obligatoria, fácil incluso para los niveles poco exigentes de nuestro colegio, pero hacer comprender a Boris la Carta de Derechos de Estados Unidos y los poderes enumerados del Congreso frente a los poderes implicados era como intentar explicarle a la señora Barbour qué era un servidor de internet.
—Bueno, te veo después de clase —dijo Boris—. ¿Antes de irte, puedes volver a decirme cuál es la diferencia entre el Banco Federal y la Reserva Federal?
—¿No se lo has dicho a nadie?
—¿El qué?
—Ya sabes.
—¿Cómo? ¿Quieres denunciarme? —dijo Boris riéndose.
—A ti no. A él.
—¿Y qué te hace pensar que es buena idea, eh? ¿Y si me deportan?
—Tienes razón —respondí después de un silencio incómodo.
—¡Deberíamos salir a cenar esta noche! ¡A un restaurante! Quizá el mexicano. —Después de sus quejas y recelos iniciales, Boris se había aficionado a la comida mexicana; decía que no se conocía en Rusia, y no estaba mal una vez que te acostumbrabas a ella, aunque si picaba mucho la dejaba en el plato—. Podemos ir en autobús.
—El chino está más cerca y la comida es mejor.
—Sí, pero… ¿recuerdas?
—Ah, sí, es cierto —dijo. La última vez que habíamos comido allí nos largamos sin pagar—. Olvídalo.
XVII
A Boris le gustaba Xandra mucho más que a mí: corría a abrirle las puertas, le alababa su nuevo corte de pelo y se ofrecía a llevarle cosas. Yo le tomaba el pelo desde el día que lo sorprendí mirándole los pechos cuando ella se inclinó para coger el móvil de la encimera de la cocina.
—Dios, qué sexy es —dijo Boris, una vez en mi habitación—. ¿Crees que a tu padre le importaría?
—Probablemente no se enteraría.
—No, en serio, ¿qué crees que me haría tu padre?
—¿Si qué?
—Si Xandra y yo…
—No lo sé, probablemente llamaría a la policía.
Él resopló desdeñoso.
—¿Por qué?
—No por ti sino por ella. Relaciones sexuales con un menor.
—Ojalá.
—Adelante, tíratela si quieres. Me trae sin cuidado que vaya a la cárcel.
Boris se volvió hasta quedarse tumbado boca abajo y me miró con astucia.
—¿Sabías que se mete cocaína?
—¿Qué?
—Cocaína. —Hizo el gesto de esnifar.
—Estás de coña —dije, y cuando él me sonrió burlón, añadí—: ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Por el modo en que habla. También porque se frota los dientes. Obsérvala.
Yo no sabía qué observar. Pero una tarde que llegamos a casa y mi padre no estaba, la vi levantar la cara de la mesa del salón, sujetándose el pelo en la nuca con una mano. Cuando echó la cabeza hacia atrás y nos vio, se hizo un silencio que nadie rompió. Luego nos dio la espalda como si no estuviéramos.
Nosotros seguimos adelante y subimos a mi habitación. Yo nunca había visto a nadie esnifar drogas, pero no tuve ninguna duda de lo que ella estaba haciendo.
—Dios, qué sexy —dijo Boris cuando cerré la puerta—. Me pregunto dónde la guarda.
—No lo sé —dije, tirándome sobre la cama.
Xandra se marchaba de casa; oí su coche en el camino del garaje.
—¿Crees que nos daría un poco?
—Puede que a ti sí.
Boris se sentó en el suelo, con las rodillas dobladas y la espalda apoyada en la pared.
—¿Crees que la vende?
—No —respondí, tras una ligera pausa de incredulidad—. ¿Tú crees que sí?
—¡Ja! Si es así, tienes suerte.
—¿Por qué?
—¡Habrá dinero por la casa!
—Para lo que me sirve.
Me clavó la mirada, evaluándome con perspicacia.
—¿Quién paga las facturas aquí, Potter?
—Uf. —Era la primera vez que me planteaba esa pregunta, que enseguida reconocí como de gran importancia práctica—. No lo sé. Creo que mi padre. Aunque Xandra también contribuye.
—¿Y de dónde saca él el dinero?
—Ni idea. Habla con gente por teléfono y luego se va.
—¿Has visto algún talonario? ¿Dinero en efectivo?
—No, nunca. A veces fichas.
—Valen tanto como el dinero —dijo Boris con rapidez, escupiendo al suelo la uña del pulgar mordida.
—Sí, pero no puedes cambiarlas en el casino si tienes menos de dieciocho años.
Boris se rió.
—Vamos. Ya discurriremos algo. Te vestiremos con ese chaquetón de colegio pijo con el escudo de armas y te mandaremos a la ventanilla. «Disculpe, señorita…»
Me volví y le di un puñetazo en el brazo con fuerza.
—Vete a la mierda —dije, dolido por la imitación esnob que había hecho de mi voz.
—No puedes hablar así, Potter —dijo Boris alegremente, frotándose el brazo—. No te darán ni un puto centavo. Lo único que digo es que sé dónde guarda el talonario mi padre, y si hay una emergencia… —Sostuvo en alto las palmas abiertas—. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Quiero decir que si tengo que escribir un talón falso, lo hago —dijo Boris filosóficamente—. Sabe Dios que puedo hacerlo. No te digo que entres en su habitación y revuelvas sus cosas, pero no está de más que tengas los ojos bien abiertos.
XVIII
Boris y su padre no celebraban el día de Acción de Gracias, y Xandra y mi padre habían reservado una velada romántica de lujo en un restaurante francés del MGM Grand.
—¿Quieres venir? —me preguntó mi padre cuando me vio mirando el folleto que encontré en la encimera de la cocina: corazones, fuegos artificiales y banderitas tricolor sobre un plato de pavo asado—. ¿O ya tienes planes? —Él solo quería ser amable, pero la idea de estar con papá y Xandra en su romántica velada me produjo una gran desazón.
—No, gracias. Ya tengo planes.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a celebrarlo en casa de alguien.
—¿De quién? —preguntó mi padre en un insólito estallido de solicitud paternal—. ¿Un amigo?
—Deja que adivine —dijo Xandra descalza y con el jersey de Miami Dolphins con que había dormido, mirando la nevera—. El mismo que no para de comerse las manzanas y las naranjas que traigo a casa.
—Oh, vamos —dijo mi padre soñoliento, acercándose a ella por detrás y rodeándola con los brazos—, te gusta el pequeño ruski…, cómo se llama, Boris.
—Claro que me gusta. Lo que supongo que es una suerte, pues se pasa media vida aquí. Mierda —añadió, apartándolo y dándose una palmada en el muslo desnudo—, ¿quién ha dejado entrar este mosquito? Theo, no sé por qué no te acuerdas de cerrar la puerta que da a la piscina. Te lo he dicho mil veces.
—Bueno, siempre podría pasar el día de Acción de Gracias con vosotros, si lo preferís —dije insulsamente, apoyándome contra la encimera—. ¿Por qué no?
Lo había dicho para irritar a Xandra y observé con placer que lo conseguía.
—Pero la reserva es para dos —replicó ella, echándose hacia atrás el pelo y mirando a mi padre.
—Bueno, estoy seguro de que podremos arreglarlo.
—Tendremos que llamar antes.
—De acuerdo, llama —dijo mi padre, dándole una palmada en la espalda un poco colocado y dirigiéndose con tranquilidad a la sala de estar para ver los resultados de fútbol.
Xandra y yo nos quedamos mirándonos un momento, luego ella desvió la vista y miró al vacío, como si tuviera una visión lúgubre e insostenible del futuro.
—Necesito un café.
—No he sido yo el que ha dejado la puerta abierta.
—No sé quién lo hace. Solo sé que esa gente estrafalaria que vende productos Amway decidió no drenar la fuente de su jardín cuando se mudó aquí y ahora hay montones de mosquitos allá donde miro… Aquí va otro, mierda.
—Mira, no te enfades. No hace falta que vaya con vosotros a cenar.
Ella dejó la caja de los filtros de café.
—¿Qué quieres decir? ¿Cambio la reserva o no?
—¿De qué estáis hablando? —preguntó mi padre desde la habitación contigua, en su nido de posavasos redondos, paquetes de cigarrillo vacíos y hojas de bacarrá marcadas.
—De nada —gritó Xandra.
Al cabo de unos minutos la cafetera empezó a silbar, y ella se frotó un ojo y dijo con voz soñolienta:
—No he dicho que no quisieras que vinieras.
—Ya lo sé. No he dicho que lo hayas dicho. —Luego añadí—: Y, para que lo sepas, no soy yo quien deja la puerta abierta sino papá, cuando sale para hablar por teléfono.
Xandra —que buscaba su tazón Planet Hollywood en el armario— me miró por encima del hombro.
—No vas a cenar en casa del pequeño ruski, ¿verdad?
—No. Nos quedaremos aquí viendo la tele.
—¿Quieres que os traiga algo?
—A Boris le encantan las salchichas de cóctel que traes. Y a mí me gustan las alitas. Las picantes.
—¿Algo más? ¿Qué hay de esos minitaquitos? También os gustan, ¿verdad?
—Sería estupendo.
—De acuerdo. Os abasteceré. Pero no me toquéis los cigarrillos, eso es todo lo que os pido. No me importa que fuméis —dijo, levantando una mano para hacerme callar—, no os riño por eso, pero alguien ha estado robándome los paquetes del cartón que tengo en casa y me cuesta veinticinco dólares a la semana.
XIX
Desde que Boris había aparecido con un ojo morado, me había imaginado a su padre como un soviético de cuello ancho, ojos porcinos y pelo rapado. En realidad, como constaté con sorpresa cuando por fin lo conocí, era flaco y pálido como un poeta muerto de hambre. Clorótico y con el pecho hundido, fumaba como un carretero, llevaba camisas baratas y ya grises de tanto lavarlas, y bebía tazas de té azucarado sin parar. Pero al mirarlo a los ojos te dabas cuenta de que su fragilidad era engañosa. Enjuto, vehemente, todo él emanaba mal genio, con su cara de facciones duras y huesos pequeños, como la de Boris; no obstante, en sus ojos inyectados en sangre había algo diabólico y tenía unos dientes de sierra diminutos y grisáceos. Me recordaba a un zorro rabioso.
Aunque lo había visto fugazmente y lo había oído (a él o a una persona que creía que era él) dar tumbos por la casa de Boris por la noche, no lo conocí en persona hasta unos días antes del día de Acción de Gracias. Un día que entramos en la casa riendo y hablando después del colegio, lo encontramos sentado encorvado sobre la mesa de la cocina con una botella y un vaso. Pese a su ropa harapienta, llevaba un calzado caro y muchas joyas de oro; y cuando levantó la vista hacia nosotros con los ojos enrojecidos, nos callamos de inmediato. Pese a ser menudo y de constitución delgada, había algo en su cara que te quitaba las ganas de acercarte mucho a él.
—Hola —dije titubeante.
—Hola —respondió él impávido, con un acento mucho más marcado que el de Boris. Luego se volvió hacia su hijo y dijo algo en ucraniano.
Siguió una breve conversación que escuché con interés. Resultaba interesante ver el cambio que se producía en Boris cuando hablaba en otro idioma: era como si todo él se animara o se pusiera alerta, como si otra persona más eficiente habitara su cuerpo.
De manera inesperada, el señor Pavlikovski me tendió las manos.
—Gracias —dijo con voz gruesa.
Aunque me asustaba acercarme a él —era como acercarse a un animal salvaje—, di un paso hacia delante con las manos extendidas con torpeza. Él me las sostuvo entre las suyas, que estaban frías y tenían la piel dura.
—Eres una buena persona. —Tenía los ojos inyectados en sangre y una mirada demasiado penetrante. Yo quería desviar la vista, avergonzado—. Que Dios te acompañe y te bendiga siempre. Eres como un hijo para mí. Por dejar que mi hijo forme parte de tu familia.
¿Mi familia? Confundido, miré a Boris.
El señor Pavlikovski me siguió la mirada.
—Dile lo que te he dicho.
—Me ha dicho que eres un miembro de la familia —dijo Boris con tono aburrido—, y si hay algo que pueda hacer por ti…
Con sorpresa vi que el señor Pavlikovski me atraía hacia sí y me estrechaba en un firme abrazo mientras yo cerraba los ojos e intentaba evitar el olor que desprendía: loción capilar, sudor, alcohol y alguna clase de colonia fuerte y desagradablemente intensa.
—¿A qué viene todo esto? —pregunté en voz baja cuando nos encerramos en la habitación de Boris del piso superior.
Boris puso los ojos en blanco.
—Créeme, no quieras saberlo.
—¿Está así de borracho siempre? ¿Cómo conserva el empleo?
Boris soltó una carcajada.
—Es un alto cargo en la empresa.
Nos quedamos hasta tarde en la lúgubre habitación cubierta de batik hasta que oímos la furgoneta de su padre en el camino del garaje.
—Tardará un rato en volver —dijo Boris, dejando caer de nuevo la cortina sobre la ventana—. Se siente culpable por dejarme solo tanto tiempo. Sabe que se acercan las vacaciones y le he pedido permiso para quedarme en tu casa.
—Bueno, siempre te quedas.
—Lo sabe —dijo Boris, apartándose el pelo de los ojos—. Por eso te lo ha agradecido. Pero le he dado otra dirección, espero que no te importe.
—¿Por qué?
Movió las piernas para hacerme sitio a su lado sin que yo se lo pidiera.
—No creo que quieras que vaya borracho a tu casa en mitad de la noche, y despierte a tu padre y a Xandra. Además, si alguna vez te lo pregunta, cree que tu apellido es Potter.
—¿Por qué?
—Es mejor así —dijo Boris con calma—. Confía en mí.
XX
Boris y yo estábamos tumbados en el suelo frente al televisor de casa, comiendo patatas fritas y bebiendo vodka mientras veíamos el desfile del día de Acción de Gracias patrocinado por Macy’s. Nevaba en Nueva York. Acababan de pasar flotando muchos globos —Snoopy, Ronald McDonald, Bob Esponja, Míster Peanut—, y un grupo de bailarines hawaianos con taparrabos y faldas de rafia hacían un número en Herald Square.
—Me alegro de no ser uno de ellos —dijo Boris—. Deben de tener el culo helado.
—Sí —dije, aunque no miraba los globos, ni los bailarines, ni nada de todo eso. Viendo Herald Square por televisión tuve la impresión de estar varado a millones de años luz de la Tierra, recibiendo señales de los primeros tiempos de la radio, las voces de los locutores y los aplausos del público de una civilización desaparecida.
—Idiotas. No puedo creer que tengan que vestirse de ese modo. Esas chicas acabarán en el hospital.
Del mismo modo que se quejaba irritado del calor de Las Vegas, Boris también estaba convencido de que cualquier cosa «fría» hacía que enfermaras: las piscinas no climatizadas, el aire acondicionado de mi casa o incluso los cubitos de hielo de las copas.
Rodó por el suelo y me pasó la botella.
—¿Ibais a ese desfile tu madre y tú?
—No.
—¿Por qué no? —preguntó Boris, dando una patata frita a Popper.
—Nekulturni —respondí, practicando una palabra que había aprendido de él—. Y demasiados turistas.
Él se encendió un cigarrillo y me ofreció uno.
—¿Estás triste?
—Un poco —respondí, agachándome para encender el cigarrillo con su mechero.
No podía dejar de pensar en el último día de Acción de Gracias; era como una película que se proyectaba una y otra vez en mi mente y que no podía detener: mi madre se pasea descalza con sus tejanos viejos con rotos en las rodillas, descorcha una botella de vino y me sirve un poco de ginger ale en una copa de champán, luego saca unas aceitunas, pone música en el estéreo y tras ponerse el delantal de los días de fiesta desenvuelve el pavo que ha comprado en Chinatown, solo para, acto seguido, arrugar la nariz y echarse hacia atrás con los ojos llorosos por el olor a amoníaco, diciendo: «Oh, Dios, Theo, está pasado. Abre la puerta…», y, sosteniéndolo ante ella como una granada sin detonar, baja corriendo por la escalera de incendios hasta el cubo de basura de la calle, mientras yo, asomado a la ventana, hago alegres ruidos de arcadas. Al final comimos un austero plato a base de verduras enlatadas, salsa de arándanos envasada y arroz integral con almendras tostadas. «Nuestro banquete del día de Acción de Gracias socialista vegetariano», lo llamó mi madre. Lo habíamos organizado con prisas porque ella tenía que entregar un proyecto en el trabajo; el próximo año, prometió (cuando nos cansamos de reír, pues por alguna razón el pavo podrido nos había parecido comiquísimo), alquilaríamos un coche e iríamos a la casa de su amiga Jed, en Vermont, o reservaríamos una mesa en algún restaurante como Gramercy Tavern. Pero el futuro se había truncado; y ahí estaba yo, celebrando con Boris un día de Acción de Gracias alcohólico a base de patatas fritas frente al televisor.
—¿Qué vamos a comer, Potter? —preguntó Boris, rascándose la barriga.
—¿Ya tienes hambre?
Agitó una mano: comme ci, comme ça.
—¿Y tú?
—No especialmente. —Tenía el paladar rasposo de comer tantas patatas, y el tabaco había empezado a darme náuseas.
De pronto Boris soltó una carcajada y se sentó.
—¿Has oído eso? —dijo, dándome una patada y señalando el televisor—. El locutor acaba de saludar a sus hijos «Bastardo y Casey».
—Oh, vamos. —Boris siempre oía mal las palabras en inglés y entendía una cosa por otra, lo que a veces era divertido pero otras solo resultaba irritante.
—¡Bastardo y Casey! Qué duro, ¿no? Casey no está mal, pero ¿llamar a tu hijo Bastardo por la televisión?
—Eso no es lo que ha dicho.
—Está bien, tú que lo sabes todo, ¿qué ha dicho?
—¿Cómo coño quieres que lo sepa?
—Entonces, ¿por qué me llevas la contraria? ¿Por qué crees siempre que sabes más que yo? ¿Qué problema tiene este país? ¿Cómo se explica que un país tan estúpido se haya vuelto tan arrogante y rico? Todos los estadounidenses, las estrellas de cine, la gente de la tele…, ponen a sus hijos nombres como Manzana, Manta, Oso, Bastardo y toda clase de disparates.
—¿Qué insinúas?
—Pues que la democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia…, la codicia…, la estupidez…, todo está bien si lo hacen los estadounidenses. ¿Tengo o no razón?
—No puedes cerrar el pico, ¿verdad?
—Yo solo sé lo que he oído. ¡Bastardo! Te diré algo. Si creyera que mi hijo es bastardo lo llamaría de otro modo.
En la nevera había alitas, taquitos y las salchichas de cóctel que Xandra había traído a casa, así como bolas de masa rellena del puesto chino del mercado donde a mi padre le gustaba comer, pero cuando empezamos a cenar, ya habíamos dado cuenta de la mitad de la botella de vodka (la contribución de Boris al día de Acción de Gracias) y estábamos a punto de vomitar. Boris —a quien a veces le daba por ponerse serio cuando se emborrachaba, y tenía una inclinación típicamente rusa hacia los temas profundos y las preguntas sin respuesta— se había sentado en la encimera de mármol, y agitaba una salchicha clavada en un tenedor mientras hablaba un poco frenético sobre la pobreza, el capitalismo, el cambio climático y lo jodido que estaba el mundo.
—Boris, cállate. No quiero oírte —dije en un momento de desorientación.
Él había ido a mi habitación a buscar mi ejemplar escolar de Walden y empezó a leer en voz alta un largo pasaje que reafirmaba el argumento que estaba exponiendo.
Luego me lanzó el libro, que por suerte era de tapas blandas, y me golpeó en el pómulo.
—Ischézni! ¡Vete!
—Esta es mi casa, cabrón ignorante.
La salchicha de cóctel, todavía clavada en el tenedor, me pasó volando por un lado de la cabeza y no me dio por poco. Pero los dos nos reíamos. A media tarde estábamos hechos polvo: rodando por la moqueta, haciéndonos zancadillas y gateando por la habitación sin dejar de reír y soltar tacos. Por la televisión daban un partido de fútbol, y aunque ninguno de los dos quería verlo, resultaba molesto buscar el mando a distancia y cambiar el canal. Boris estaba tan borracho que no paraba de hablarme en ruso.
—En inglés o cierra el pico —le decía yo, intentando agarrarme a la barandilla para esquivar un puñetazo con tanta torpeza que choqué con la mesa de centro.
—Ti menjá dostál!! Poshël ti!
—Y el pavo glu glu glu… —respondí con voz aniñada, cayendo de bruces sobre la moqueta. El suelo se balanceaba y oscilaba como la cubierta de un barco.
—Puta télik —dijo Boris, desplomándose a mi lado en el suelo y dando ridículas patadas hacia el televisor—. No quiero ver esta mierda.
—Joder, yo tampoco —dije dándome la vuelta y agarrándome el vientre.
No veía con claridad, y los objetos tenían halos que reverberaban más allá de sus contornos normales.
—Vamos a ver el parte del tiempo —dijo Boris, gateando por la sala—. Quiero saber qué tiempo hace en Nueva Guinea.
—Tendrás que buscarlo, no sé qué canal es.
—¡Dubai! —exclamó Boris desplomándose a cuatro patas, y luego soltó un sensiblero torrente de palabras en ruso entre las que reconocí un par de tacos.
—Angliyski! Habla en inglés.
—¿Está nevando allí? —Sacudiéndome el hombro—. El hombre dice que está nevando, está loco, ty videsh? ¡Nieve en Dubai! ¡Un milagro, Potter! ¡Mira!
—En Dublín, imbécil. No en Dubai.
—Valí otsyúda! ¡Vete a la mierda!
Luego debí de perder el conocimiento (algo habitual cuando Boris traía una botella), porque cuando me di cuenta, la luz era distinta por completo y estaba arrodillado junto a las puertas corredizas con un charco de vómito a mi lado en la moqueta y la frente apoyada en el cristal. Boris dormía boca abajo en el sofá, roncando felizmente, con un brazo colgando. Popchik también dormía, con el pecho apoyado en la nuca de Boris. Yo me encontraba fatal. Una mariposa muerta flotaba en la superficie de la piscina. Se oía el zumbido de una máquina. En las cestas de plástico de los filtros se arremolinaban grillos y escarabajos. Sobre nuestras cabezas, el sol de atardecer brillaba chillón e inhumano entre bancos de nubes rojo sangre que sugerían interminables secuencias de catástrofe y ruinas: detonaciones sobre atolones del Pacífico, animales salvajes huyendo de cortinas de fuego.
Quizá habría gritado si Boris no hubiera estado allí. En lugar de eso fui corriendo al cuarto de baño y volví a vomitar. Después de beber un poco de agua del grifo, regresé al salón con papel de cocina e intenté limpiar la moqueta, aunque me dolía demasiado la cabeza para ver con claridad. El vómito era de un feo color naranja de las alitas de pollo y había dejado una mancha difícil de quitar; mientras la frotaba con detergente para lavar los platos traté de pensar en cosas agradables de Nueva York: el apartamento de los Barbour, con sus porcelanas chinas y sus conserjes amables; el remanso atemporal que se percibía en la casa de Hobie, llena de libros viejos, relojes que hacían tictac, muebles destartalados y cortinas de terciopelo, donde en todas partes se veían los sedimentos del pasado, habitaciones silenciosas donde reinaba la calma y todo tenía razón de ser. Por las noches, abrumado por encontrarme en un lugar extraño, me dormía pensando en su taller, los intensos olores de la cera de abeja y las virutas de la madera de palisandro, y las estrechas escaleras que subían al salón, donde polvorientos rayos de sol caían sobre las alfombras orientales.
Llamaré, pensé. ¿Por qué no? Todavía estaba lo bastante borracho para creer que era una buena idea. Pero el teléfono sonó y sonó. Al final, después de dos o tres intentos, y de pasar media hora deprimente frente al televisor, mareado y sudoroso, y con un fuerte dolor de barriga, viendo el canal del tiempo —las condiciones en las carreteras heladas, los frentes fríos sobre Montana—, decidí llamar a Andy, y fui a la cocina para no despertar a Boris. Contestó Kitsey.
—No podemos hablar —dijo con prisas al darse cuenta de que era yo—. Llegamos tarde. Vamos a salir a cenar.
—¿Adónde?
—A casa de los Van Nesses, en la Quinta. Son unos amigos de mamá.
De fondo se oía a Toddy lloriquear algo ininteligible y a Platt bramar «¡Suéltame!».
—¿Puedo saludar a Andy? —pregunté, mirando fijamente la puerta de la cocina.
—No, vamos a… ¡Ya voy, mamá! —la oí gritar. Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Feliz día de Acción de Gracias.
—Igualmente. Dales recuerdos a todos de mi parte. —Pero ella ya había colgado.
XXI
Mis aprensiones acerca del padre de Boris se habían desvanecido desde el día que él me cogió las manos entre las suyas y me dio las gracias por cuidar de Boris. Aunque el señor Pavlikovski («¡Señor!», se rió Boris) tenía un aspecto aterrador, yo creía que no era tan horrible como parecía. La semana siguiente a la del día de Acción de Gracias nos lo encontramos en dos ocasiones sentado en la cocina al llegar del colegio; murmuró unas palabras corteses, nada más, mientras bebía vodka y se secaba con un pañuelo de papel la frente húmeda, con el pelo rubio oscurecido con alguna clase de loción capilar aceitosa, escuchando las noticias en ruso a todo volumen por su destartalada radio. Pero una noche que estábamos en el piso de abajo con Popper (a quien había llevado conmigo), viendo una vieja película de Peter Lorre titulada La bestia con cinco dedos, lo oímos cerrar de un portazo la puerta principal.
Boris se dio una palmada en la frente.
—Mierda. —Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, cogió en brazos a Popper y, agarrándome por el cuello de la camisa, me levantó y me empujó por la espalda.
—¿Qué…?
Él alargó una mano como diciendo «Vete».
—El perro —siseó—. Mi padre lo matará. Deprisa.
Crucé corriendo la cocina y, procurando no hacer ruido, salí por la puerta trasera. Fuera estaba muy oscuro. Por una vez Popper no ladró. Lo dejé en el suelo, sabiendo que me seguiría, y rodeé la casa hasta las ventanas de la sala de estar, que no tenían cortinas.
Su padre caminaba con un bastón, algo que yo no había visto antes. Se apoyaba pesadamente en él, cojeando a la brillante luz como el personaje de una obra de teatro. Boris se quedó con los brazos cruzados sobre su escuálido pecho.
Él y su padre discutían, mejor dicho, su padre le decía algo furioso. Boris miraba al suelo. Le caía el pelo por la cara, de modo que solo le vi la punta de la nariz.
Echando hacia atrás la cabeza con brusquedad, Boris dijo algo contundente y se volvió para salir de la habitación. Pero de una forma tan maliciosa que apenas me di cuenta, su padre saltó sobre él con el bastón como una serpiente, y lo golpeó entre los hombros hasta derribarlo al suelo. Antes de que Boris —que estaba a cuatro patas— pudiera levantarse, el señor Pavlikovski la emprendió a patadas con él, luego lo cogió por la camisa por detrás y tiró de él hasta que lo levantó tambaleante del suelo. Jadeando y gritando en ruso, le abofeteó la cara con su mano roja llena de anillos, plas, plas. Por último lo arrojó hacia el centro de la habitación, alzó el extremo curvado del bastón y le dio en plena cara.
Me aparté de la ventana, medio en estado de shock y tan desorientado que tropecé y me caí hacia atrás sobre una bolsa de basura. Alarmado por el ruido, Popper corría de un lado a otro ladrando fuerte y estridente. Justo cuando me levantaba con torpeza del suelo, presa del pánico y en medio de un estrépito de latas y envases de cerveza, la puerta trasera se abrió de golpe y un cuadrado de luz amarilla se derramó sobre el asfalto. Agarré lo más rápido que pude a Popper y eché a correr.
Pero solo era Boris. Me alcanzó, me asió del brazo y me arrastró por la calle.
—Dios, ¿qué ha sido eso? —le pregunté, rezagándome un poco para mirar atrás.
Detrás de nosotros, la puerta delantera de la casa de Boris se abrió de par en par. El señor Pavlikovski se quedó en el umbral con la silueta recortada contra la luz y, agarrándose con una mano, sacudió el puño de la otra y gritó en ruso.
Boris tiró de mí.
—Vamos.
Corrimos por la calle oscura, golpeando el asfalto con los zapatos, hasta que dejamos de oír la voz.
—Joder —dije, aminorando el paso al doblar la esquina.
El corazón me latía con fuerza y la cabeza me daba vueltas; Popper gimoteaba y forcejeaba para que lo soltara; lo dejé en el asfalto, donde corrió en círculo a nuestro alrededor.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió Boris con una alegría injustificada, secándose la nariz con un resoplido húmedo—. Una tormenta en un vaso de agua, como decimos en polaco. Solo estaba cabreado.
Me incliné, apoyando las manos en las rodillas, para recobrar el aliento.
—¿Cabreado o bebido?
—Las dos cosas. Por suerte no ha visto a Popchik, o… no sé qué habría pasado. Cree que los animales tienen que vivir a la intemperie. Toma —dijo, sosteniendo en alto la botella de vodka—, mira lo que he conseguido. La he agarrado al salir por la puerta.
Olí la sangre antes de verla. La luna creciente proyectaba la luz justa para ver algo, y cuando me detuve y lo miré, me fijé en que le goteaba la nariz y tenía la camisa oscura.
—Dios, ¿estás bien? —pregunté, jadeando aún.
—Vamos al parque infantil a recuperar el aliento —respondió Boris. Cuando vi su cara estaba destrozada: un ojo hinchado, y un feo corte en forma de gancho en la frente del que manaba sangre.
—¡Boris! Deberíamos irnos a casa.
Arqueó una ceja.
—¿A casa?
—A mi casa. La que sea, pero tienes mal aspecto.
Él sonrió, dejando ver sus dientes ensangrentados, y me dio un codazo en las costillas.
—Nyah, necesito un trago antes de enfrentarme a Xandra. Vamos, Potter. A ti tampoco te vendrá mal algo que te relaje, después de todo esto.
XXII
En el parque infantil abandonado, los toboganes brillaban plateados a la luz de la luna. Nos sentamos en la fuente vacía, con las piernas colgando sobre la pila seca, y nos pasamos la botella hasta que empezamos a perder la noción del tiempo.
—Es lo más extraño que he visto nunca —dije, secándome la boca con el dorso de la mano.
Las estrellas daban vueltas.
Boris se echó hacia atrás apoyándose en las manos, y con la cara vuelta hacia el cielo empezó a cantar en polaco para sí:
Wszystkie dzieci, nawet zle,
pograzone sa we snie,
a ty jedna tylko nie.
A-a-a, a-a-a…
—Tu padre da un miedo que te mueres.
—Sí —dijo Boris alegremente, secándose la boca en el hombro de camisa empapada de sangre—. Se ha cargado a gente. Una vez en la mina mató a un hombre a golpes.
—Es mentira.
—No, es verdad. Fue en Nueva Guinea. Hizo lo posible para que pareciera que se habían desprendido unas rocas sobre él y lo habían matado, pero tuvimos que largarnos de allí pitando.
Reflexioné sobre ello.
—Tu padre no es, hum, muy fornido. Quiero decir que no veo cómo…
—Nyah, no lo hizo con los puños sino con el chisme ese… —hizo como que golpeaba una superficie—, una llave inglesa.
Guardé silencio. Algo en su gesto al bajar la llave inglesa imaginaria pareció verídico.
Intentaba encender un cigarrillo; luego exhaló el humo en un suspiro.
—¿Quieres uno? —Me lo pasó y encendió otro para él, después se frotó la mandíbula con los nudillos, moviéndolos de un lado para otro—. Ay.
—¿Te duele?
Riéndose soñoliento, me dio un puñetazo en el hombro.
—¿Tú qué crees, idiota?
No tardamos en tambalearnos de la risa y caer a cuatro patas sobre la grava. Aun borracho como estaba, me notaba la mente elevada y fría, y extrañamente despejada. En algún momento, cubiertos de polvo tras haber rodado por el suelo peleándonos, regresamos a casa dando tumbos en una negrura casi total, en medio de hileras de casas abandonadas y rodeadas de la desierta y vasta noche, el brillante crepitar de las estrellas en lo alto y Popchik trotando detrás de nosotros mientras caminábamos haciendo eses, riéndonos tan fuerte que tuvimos arcadas y se nos revolvió el estómago, y casi vomitamos a un lado del camino.
Él cantaba a pleno pulmón la misma tonadilla de antes:
A-a-a, a-a-a,
byly sobie kotki dwa.
A-a-a, kotki dwa,
szarobure…
Le di una patada.
—¡En inglés!
—Espera, te la enseñaré. «A-a-a, a-a-a…»
—Solo dime qué significa.
—Está bien. —Y se puso a cantar:
Había dos gatitos,
los dos eran de un marrón grisáceo.
A-a-a…
—¿Dos gatitos?
Él trató de golpearme y casi se cayó.
—¡Vete a la mierda! Aún no he llegado a la mejor parte. —Secándose la boca con la mano, echó la cabeza hacia atrás y cantó:
Oh, duerme, mi vida,
y te daré una estrella del cielo,
todos los niños duermen profundamente,
todos, hasta los malos,
todos los niños duermen menos tú.
A-a-a, a-a-a…
Había dos gatitos…
Cuando llegamos a mi casa —armando demasiado alboroto y haciéndonos callar mutuamente—, el garaje estaba vacío; no había nadie.
—Gracias a Dios —dijo Boris, cayendo al suelo para postrarse con fervor ante el Señor.
Lo cogí por el cuello de la camisa.
—¡Levántate!
Bajo las luces de la sala de estar, vi que estaba hecho un asco. Tenía sangre por todas partes, y el ojo hinchado y reducido a una rendija brillante.
—Espera —dije, dejándolo caer en el centro de la moqueta, y fui tambaleándome al cuarto de baño para buscar algo con que curar el corte.
Pero no había nada excepto champú y un frasco de perfume verde que Xandra había traído del Wynn. Borracho, recordé que mi madre había dicho en una ocasión que el perfume era un antiséptico y regresé al salón. Boris estaba espatarrado en la moqueta; Popper resoplaba ansioso sobre su camisa empapada de sangre.
—Espera —dije, apartando al perro y frotándole suavemente la frente ensangrentada con una toalla húmeda—. Estate quieto.
Boris se retorció con un gruñido.
—¿Qué coño estás haciendo?
—Calla —dije, apartándole el pelo de los ojos.
Él murmuró algo en ruso. Yo trataba de tener cuidado, pero estaba tan borracho como él, y cuando rocié el corte con el perfume, él gritó y me pegó un puñetazo en la boca.
—Joder, mira lo que has hecho —grité, llevándome una mano al labio y apartando los dedos manchados de sangre.
—Blyad —dijo, tosiendo y agitando el aire con la mano—. ¿Qué me has puesto, puta? Apesta.
Me eché a reír; no pude evitarlo.
—Desgraciado —bramó, empujándome con tanta fuerza que me caí.
Pero él también se reía. Me tendió una mano para ayudar a levantarme, aunque se la aparté de una patada.
—¡Vete a la mierda! —Me reía tan fuerte que casi no me salían las palabras—. Hueles como Xandra.
—Joder, me estoy ahogando. Tengo que quitarme esto.
Salimos dando tumbos, y saltando sobre una pierna y sobre la otra, nos quitamos la ropa y nos tiramos a la piscina; una pésima idea, pero me di cuenta demasiado tarde, justo antes de perder el equilibrio y caer al agua, borracho y demasiado hecho polvo para andar. El agua fría me produjo un impacto tan fuerte que casi se me cortó la respiración.
Logré salir a la superficie dando manotazos desesperados, con los ojos escocidos y la nariz ardiéndome por el cloro. Al instante me cayó un chorro de agua en los ojos y yo también escupí. Él era un borrón blanco en la oscuridad, con las mejillas marcadas y el pelo negro y pegado a los lados de la cabeza. Riéndonos, nos agarramos y nos hicimos mutuamente aguadillas, aunque me castañeteaban los dientes y estaba demasiado borracho y mareado para hacer el tonto en ocho pies de agua.
Boris buceó. Una mano me agarró el tobillo y tiró de mí hacia abajo, y me encontré mirando una oscura pared de burbujas.
Me retorcí; forcejeé. Volvía a estar en el museo, atrapado en el espacio oscuro, sin poder subir ni salir. Me sacudí y me revolví mientras veía flotar ante mis ojos burbujas de respiración aterrada; campanillas bajo el agua, oscuridad. Pero justo cuando estaba a punto de llenarme los pulmones de agua de un trago, me zafé y salí a la superficie.
Ahogándome, me aferré al borde de la piscina y respiré con dificultad. Al despejarse mi visión, vi a Boris —tosiendo y maldiciendo— arrojarse hacia las escaleras. Jadeante de cólera, medio nadé, medio salté por detrás de él y le hice una zancadilla en el tobillo con el pie, y cayó boca abajo con gran estrépito.
—Gilipollas —balbuceé cuando salió a la superficie.
Él trataba de hablar, pero le arrojé agua a la cara un par de veces, y, agarrándolo por el pelo, le hice una aguadilla.
—Desgraciado de mierda —grité cuando salió de nuevo a la superficie jadeando, con el agua chorreándole por la cara—. No vuelvas a hacerme eso nunca más.
Lo había sujetado por los hombros y estaba a punto de hundirlo y mantenerlo debajo del agua mucho más rato cuando él me agarró el brazo, y vi que estaba blanco y tembloroso.
—Para —dijo jadeando.
—Eh, ¿estás bien? —le pregunté, viendo la mirada tan extraña y desenfocada que tenía.
Pero tosía demasiado para responder. Volvía a sangrarle la nariz, y la sangre le corría oscura entre los dedos. Lo ayudé a subir, y juntos nos desplomamos sobre las escaleras de la piscina, con la mitad del cuerpo dentro y la otra mitad fuera, demasiado agotados para salir del todo.
XXIII
El sol brillante me despertó. Estábamos tumbados en mi cama, con el pelo mojado, medio vestidos y tiritando en el frío del aire acondicionado; Popper roncaba entre nosotros. Las sábanas, empapadas, apestaban a cloro; me iba a estallar la cabeza y tenía un desagradable gusto metálico en la boca, como si hubiera chupado un puñado de monedas.
Me quedé muy quieto, pues me pareció que vomitaría si movía un poco la cabeza, luego, con mucho cuidado, me senté.
—¿Boris? —dije, frotándome la mejilla con el dorso de la mano. En la funda de la almohada había manchas de color rojizo oscuro—. ¿Estás despierto?
—Dios, voy a vomitar —gruñó Boris, mortalmente pálido y pegajoso de sudor, volviéndose sobre el estómago para aferrarse al colchón.
Excepto por sus brazaletes de Sid Vicious y lo que parecían ser unos calzoncillos míos, estaba desnudo.
—Aquí no. —Le di una patada—. Levántate.
Murmurando, se fue dando tumbos al cuarto de baño. Lo oí vomitar, y el ruido me produjo náuseas, pero también me dejó un poco histérico. Me di la vuelta y me reí sobre la almohada. Cuando él regresó tambaleante y agarrándose la cabeza con las manos, me impactó su aspecto: el ojo morado, la sangre coagulada alrededor de las fosas nasales y el corte con costra de la frente.
—Dios, eso pinta muy mal. Necesitas puntos.
—¿Sabes una cosa? —respondió Boris, arrojándose boca abajo sobre el colchón.
—¿Qué?
—¡Llegaremos tarde al puto colegio!
Nos volvimos y, tumbados de espaldas, nos reímos a carcajadas. Debilitados y con náuseas, creí que nunca podríamos parar de reír.
De nuevo boca abajo, Boris buscó algo por el suelo con el brazo. Al instante echó la cabeza hacia atrás.
—¡Ah! ¿Qué es eso?
Me senté e intenté coger con avidez el vaso de agua, o lo que creía que lo era, pero cuando él me lo puso debajo de la nariz y lo olí, tuve arcadas.
Boris bramó y, rápido como un rayo, se me echó encima, todo huesos afilados y carne pegajosa, apestando a sudor, a vómito y a algo más, algo crudo e inmundo, como agua estancada. Me agarró la mejilla con los dedos e inclinó el vaso de vodka sobre mi cara.
—¡Hora de la medicina! Vamos, vamos —dijo mientras yo arrojaba el vaso por el aire e intentaba golpearlo en la boca, un puñetazo de refilón que no lo alcanzó.
Popper ladraba excitado. Boris me tenía inmovilizado con una llave, y agarró la camisa sucia del día anterior y trató de metérmela en la boca, pero yo fui demasiado rápido y lo tiré de la cama, y se golpeó la cabeza contra la pared.
—Joder —dijo soñoliento, frotándose con la palma abierta y riéndose.
Me levanté vacilante y, sintiendo un hormigueo de sudor frío, me abrí paso hasta el cuarto de baño, donde en un par de violentas oleadas —apoyándome con una mano en la pared— vacié el estómago en el inodoro. Desde allí lo oí reírse en la habitación contigua.
—Dos dedos por debajo de la cañería —me gritó, y luego algo que un nuevo estremecimiento de náuseas no me permitió oír.
Cuando terminé, escupí un par de veces y me sequé la boca con la mano. El cuarto de baño estaba hecho un asco: la ducha goteaba, la puerta estaba parcialmente desencajada, había toallas empapadas y manoplas manchadas de sangre amontonadas en el suelo. Todavía temblando de náuseas, bebí del grifo del lavabo con las manos y me arrojé agua a la cara. En el espejo me vi el pecho desnudo, encorvado y pálido, y el labio hinchado donde Boris me había pegado la noche anterior.
Él seguía tumbado con languidez en el suelo, la cabeza apoyada contra la pared. Cuando regresé, abrió el ojo bueno y se rió.
—¿Mejor?
—¡Vete a la mierda! No me hables, joder.
—Te lo mereces. ¿No te dije que no jugaras con ese vaso?
—¿Cuándo?
—No te acuerdas, ¿eh? —Se llevó la lengua al labio superior para comprobar si volvía a sangrarle la boca. Sin camisa, se le marcaban todas las costillas, y se le veían las cicatrices de viejas palizas y el calor que le subía por el pecho—. Dejar ese vaso en el suelo ha sido una mala idea. ¡Nefasta! ¡Te dije que no lo dejaras allí! ¡Está gafado!
—No tenías por qué echármelo sobre la cabeza —repliqué, buscando mis gafas y cogiendo los primeros pantalones que vi del montón de ropa sucia común que había en el suelo.
Boris se apretó el puente de la nariz y se rió.
—Solo trataba de ayudarte. Un poco de alcohol hace que te sientas mejor.
—Sí, claro, muchas gracias.
—Es cierto. Si eres capaz de tragarlo, te quita milagrosamente el dolor de cabeza. Mi padre no es una persona muy práctica, pero esto es algo muy práctico que me ha enseñado él. Una buena cerveza fría es lo mejor, si tienes.
—Ven —dije deteniéndome junto a la ventana, mirando hacia la piscina.
—¿Eh?
—Ven aquí. Quiero que veas esto.
—Solo dime qué es —murmuró Boris desde el suelo—. No quiero levantarme.
—Será mejor que vengas.
La planta de abajo parecía el escenario de un asesinato. Un reguero de gotas de sangre serpenteaba por las losas hasta la piscina. Zapatos, tejanos, una camisa ensangrentada, todo arrancado con desenfreno y lanzado al aire. En el fondo del lado hondo de la piscina había una bota maltrecha de Boris. Peor aún: un grasiento vómito de color verdín flotaba en el agua, junto a las escaleras.
XXIV
Más tarde, después de haber pasado un par de veces el aspirador por el fondo de la piscina sin gran entusiasmo, nos sentamos en la encimera de la cocina y nos pusimos a hablar fumando los Viceroys de mi padre. Era casi la una del mediodía, demasiado tarde para pensar siquiera en ir al colegio. Boris —con su aspecto raído y trasnochado, la camisa colgándole de un hombro, y quejándose con amargura de que no hubiera té mientras cerraba de golpe los armarios— había preparado un café horrible al estilo ruso, hirviendo granos en una cazuela.
—No, no —dijo al ver que me servía una taza de tamaño normal—. Es muy fuerte, solo un poco.
Lo probé e hice una mueca.
Él metió un dedo y se lo lamió.
—Una galleta no me vendría mal.
—Estás de coña.
—¿Pan con mantequilla? —preguntó esperanzado.
Me bajé de la encimera con toda la delicadeza que pude, porque me dolía la cabeza, y busqué por toda la cocina hasta que encontré en un cajón unos sobres de azúcar y un paquete de nachos que Xandra había traído del bufet del bar.
—Qué locura —dije mirándole la cara.
—¿Qué?
—Lo que te hizo tu padre.
—Esto no es nada —murmuró Boris, ladeando la cabeza para meterse en la boca un nacho entero—. Una vez me rompió una costilla.
Después de un largo silencio, y como no se me ocurría nada más, dije:
—Una costilla rota no es tan serio.
—No, pero duele. —Y se levantó la camisa, señalándomela—. Esta.
—Pensé que iba a matarte.
Me golpeó el hombro con el suyo.
—Bah, lo provoqué a propósito. Le repliqué para que pudieras llevarte a Popchik de allí. Escucha, no te preocupes —añadió con tono condescendiente al ver que seguía mirándolo—. Anoche echaba espuma por la boca, pero cuando me vea hoy se arrepentirá.
—Quizá tendrías que quedarte un tiempo aquí.
Boris se echó hacia atrás apoyándose sobre las manos y sonrió con desdén.
—No tienes por qué preocuparte. A veces se deprime, eso es todo.
—Ja.
En los viejos tiempos de Johnny Walker Black —vómito en sus camisas de etiqueta, colegas furiosos llamando a casa—, mi padre (a veces lloroso) había achacado sus arrebatos a la «depresión».
Boris se rió, genuinamente divertido.
—¿Y qué? ¿Tú no te pones triste a veces?
—Deberían meterlo en la cárcel por eso.
—Oh, vamos. —Boris se aburrió de su espantoso café y se acercó a la nevera para coger una cerveza—. Mi padre tiene mal carácter, pero me quiere. Podría haberme dejado con un vecino cuando se marchó de Ucrania. Eso es lo que les pasó a mis amigos Maks y Seryozha… Maks acabó en la calle. Además, yo mismo tendría que estar en la cárcel, si lo piensas.
—¿Por qué?
—Una vez intenté matarlo. ¡En serio! —añadió cuando vio el modo en que yo lo miraba.
—No te creo.
—Pues es cierto —dijo con tono de resignación—. Me arrepiento. El último invierno que pasamos en Ucrania le tendí una trampa para que saliera de casa, y estaba tan borracho que lo hizo. Luego cerré la puerta con llave. Estaba seguro de que se moriría en la nieve. Te alegras de que no se muriera, ¿eh? —dijo, con una carcajada—. O ahora estaría varado en Ucrania, durmiendo en cualquier estación de tren.
—¿Qué ocurrió?
—No sé. No era lo suficientemente tarde. Alguien lo vio y lo recogió en un coche, imagino que alguna mujer, quién sabe. De todas formas siguió bebiendo, y, por suerte para mí, cuando volvió a casa unos días después no recordaba lo que había pasado. Me trajo una pelota de fútbol y me dijo que en adelante solo bebería cerveza. Eso duró más o menos un mes.
Me froté el ojo por detrás de las gafas.
—¿Qué vas a decir en el colegio?
Abrió la cerveza.
—¿Eh?
—Quiero decir que te harán preguntas. —El cardenal de la cara tenía el color de la carne cruda.
Él sonrió y me dio un codazo.
—Les diré que me lo hiciste tú.
—No, en serio.
—Hablo en serio.
—No tiene gracia, Boris.
—Veamos. Jugando al fútbol o con el monopatín… —El pelo negro le caía sobre la cara como una sombra y se lo apartó con un movimiento de la cabeza—. No querrás que me lleven a otro sitio, ¿verdad?
—Está bien —respondí, después de un silencio incómodo.
—Porque creo que así es como sería en Polonia. —Me pasó la cerveza—. Deportación. ¡Aunque Polonia… —se rió, soltando una sorprendente carcajada— es mejor que Ucrania, Dios mío!
—No pueden mandarte de vuelta allí, ¿verdad?
Se miró las manos con el entrecejo fruncido; estaban sucias y con un cerco de sangre seca incrustada en las uñas.
—No —replicó con ferocidad—. Porque antes me mataría.
—Bah —dije, ya que Boris siempre estaba amenazando con matarse por un motivo u otro.
—Lo digo en serio. Antes me mataría. Prefiero estar muerto.
—No es verdad.
—¡Sí que lo es! El invierno…, no sabes cómo es allá. Hasta el aire es horrible. Todo cemento gris, y el viento…
—Bueno, pero en algún momento tiene que haber verano…
—Ah, Dios. —Me arrebató el cigarrillo de las manos, dio una calada y echó el humo hacia el techo—. Mosquitos. Barro pestilente. Moho en todas partes. Pasaba tanta hambre y me sentía tan solo… En serio, a veces tenía tanta hambre que iba al río y me planteaba ahogarme.
Me dolía la cabeza. La ropa de Boris (mi ropa, en realidad) daba vueltas en la secadora. Fuera, el sol brillaba implacable.
—No sé tú —dije, recuperando el cigarrillo—, pero yo necesito algo de comer.
—¿Qué hacemos?
—Deberíamos haber ido al colegio.
—Uf. —Boris había dejado claro que solo iba al colegio porque yo iba, y porque no había nada más que hacer.
—No, hablo en serio. Deberíamos haber ido. Hoy había pizza.
Boris hizo una mueca de sincero arrepentimiento.
—Mierda. —Eso era otra cosa del colegio; al menos allí nos daban de comer—. Ahora ya es tarde.
XXV
A veces me despertaba llorando por las noches. Lo peor de la explosión era que la llevaba dentro de mí: el calor, la sacudida de los huesos, el impacto. En mis sueños siempre había una salida iluminada y otra oscura. Yo tenía que tomar la salida oscura, porque la iluminada ardía envuelta en llamas parpadeantes. Pero en la oscura estaban los cuerpos.
Por suerte, Boris no parecía irritarse ni sorprenderse siquiera cuando lo despertaba, como si viniera de un mundo donde no había nada raro en soltar un alarido de dolor en mitad de la noche. A veces cogía a Popchik, que roncaba a los pies de nuestra cama, y me lo dejaba hecho un ovillo lánguido y soñoliento encima del pecho. Sujeto bajo su peso, notando el calor que irradiaban los dos a mi alrededor, contaba en español o trataba de recordar todas las palabras que conocía en ruso (tacos, sobre todo) hasta que me dormía de nuevo.
Al llegar a Las Vegas, había intentado sentirme mejor imaginándome que mi madre seguía viva y llevaba su vida rutinaria en Nueva York, charlando con los conserjes, pidiendo un café con una magdalena en el bar de la esquina y esperando el tren de la línea seis en el andén, al lado del quiosco. Pero no había funcionado durante mucho tiempo. Ahora, cuando hundía la cara en una almohada desconocida que no olía a ella o a nuestra casa, pensaba en el apartamento de los Barbour en Park Avenue o en la casa de Hobie en el Village.
Lamento que tu padre vendiera las pertenencias de tu madre. Si me lo hubieras dicho podría haber comprado algunas para guardártelas. Cuando estamos tristes —al menos, a mí me pasa—, puede ser un consuelo aferrarnos a objetos que nos resultan familiares, a las cosas que no cambian.
Tus descripciones del desierto —ese resplandor infinito y oceánico— son horribles pero al mismo tiempo muy hermosas. Quizá haya algo que decir a favor de la crudeza y el vacío que hay en todo ello. La luz del pasado es diferente de la luz de hoy y sin embargo aquí, en esta casa, me acuerdo continuamente de los viejos tiempos. Pero cuando pienso en ti, es como si te hubieras ido en un barco hacia un resplandor extranjero donde no hay senderos, solo estrellas y cielo.
Esta carta había llegado junto con una vieja edición de tapa dura de Tierra de hombres, de Saint-Exupéry, que leí una y otra vez. Guardaba la carta dentro del libro, donde acabó arrugada y sucia de tanto leerla y releerla.
Boris era la única persona de Las Vegas a la que le había contado cómo había muerto mi madre; información que, dicho sea en su favor, había escuchado con serenidad; su propia vida había sido tan violenta y errática que no pareció impresionarle demasiado. Había visto grandes explosiones en las minas donde trabajaba su padre, en los alrededores de Batu Hijau y en otros lugares de los que yo nunca había oído hablar, y, sin conocer los detalles, se aventuró a adivinar con bastante exactitud qué clase de explosivos se habían utilizado en el museo. A pesar de lo hablador que era, tenía un lado reservado, y yo estaba seguro de que no se lo contaría a nadie sin necesidad de pedírselo. Quizá porque él mismo no tenía madre y había establecido estrechos vínculos con personas como Bami, el «lugarteniente» de su padre, Evgeni, y Judy, la mujer del dueño del bar de Karmeywallag, no veía nada especial en mi relación con Hobie.
—La gente siempre promete escribir y luego no lo hace —me dijo en la cocina mirando la última carta de Hobie—. Pero este tipo te escribe a menudo.
—Sí, es muy amable.
Yo había renunciado a hablarle de Hobie; la casa, el taller, su pensativa forma de escuchar tan diferente de la de mi padre, pero por encima de todo agradable ambiente: brumoso, otoñal, un microclima suave y placentero que hacía que me sintiera seguro y cómodo en su compañía.
Boris metió un dedo en el tarro abierto de mantequilla de cacahuete que había entre los dos y se lo lamió. Se había aficionado a la mantequilla de cacahuete, que (como el dulce de merengue blando, que también le encantaba) no existía en Rusia.
—¿Un viejo maricón? —preguntó.
Me sobresalté.
—No —dije rápidamente; y luego—: No lo sé.
—No importa —dijo Boris, ofreciéndome el tarro—. He conocido a viejos maricones encantadores.
—No creo que lo sea —dije sin mucho convencimiento.
Boris se encogió de hombros.
—¿Qué más da si es bueno contigo? La bondad que encontramos en este mundo nunca es suficiente, ¿no crees?
XXVI
Boris le había tomado afecto a mi padre, y viceversa. Entendía mejor que yo cómo se ganaba la vida; y aunque sabía, sin que nadie se lo dijera, que debía quitarse de en medio cuando perdía, también comprendió que necesitaba algo que yo no podía darle, a saber, un público en la euforia de una victoria, cuando daba vueltas por la cocina con la americana al hombro, deseando que alguien oyera sus anécdotas y lo felicitara por lo bien que lo había hecho. En cuanto lo oíamos en el piso de abajo, arrogante y exaltado por un triunfo, chocando con todo y haciendo mucho ruido, Boris dejaba el libro que estaba leyendo y bajaba para escuchar pacientemente la aburrida y detallada crónica de mi padre de la noche ante la mesa de bacarrá, a la que a menudo seguían varias anécdotas (insoportables para mí) sobre triunfos relacionados, que se remontaban a su época universitaria y su malograda carrera de actor.
—¡No sabía que tu padre había hecho cine! —dijo Boris al regresar al piso de arriba con una taza de té ya frío.
—No salió en muchas películas. Solo en dos.
—Pero esa peli de policías, ya sabes, la de los que aceptaban sobornos. ¿Cómo se llamaba? Fue una gran película.
—No tuvo un papel muy importante. Solo salía un segundo. Hacía de abogado al que le pegaban un tiro por la calle.
Boris se encogió de hombros.
—¿Qué importa? Aun así es interesante. Si fuera a Ucrania lo tratarían como una estrella de cine.
—Pues que vaya allí y se lleve a Xandra con él.
El entusiasmo de Boris por lo que llamaba las «charlas intelectuales» encontró en mi padre una agradecida válvula de escape. Poco interesado en política, y menos aún en las opiniones que tenía mi padre al respecto, yo no estaba dispuesto a embarcarme en la clase de discusión inútil sobre sucesos mundiales con la que sabía que mi padre disfrutaba. En cambio Boris —ya fuera borracho o sobrio— se prestaba encantado. A menudo, durante esas conversaciones, mi padre agitaba los brazos e imitaba el acento de Boris de un modo que me daba dentera. Pero a él no parecía importarle o darse cuenta siquiera. A veces bajaba para poner agua a hervir y no regresaba; entonces me los encontraba hablando alegremente en la cocina como un par de actores en una obra sobre la disolución de la Unión Soviética o lo que fuera.
—¡Ah, Potter! —exclamó un día al subir a la habitación—. Tu padre. ¡Qué gran tipo!
Me quité los auriculares de mi iPod.
—Si tú lo dices.
—Hablo en serio —dijo Boris, dejándose caer en el suelo—. ¡Es un conversador tan brillante! Y te quiere.
—No sé de dónde sacas eso.
—¡Venga ya! Quiere hacer bien las cosas contigo, pero no sabe cómo. Le gustaría que fueras tú quien conversara con él.
—¿Te lo ha dicho?
—No. ¡Pero es cierto! Lo sé.
—Podría haberme engañado.
Boris me miró con perspicacia.
—¿Por qué lo odias tanto?
—No lo odio.
—Le rompió el corazón a tu madre cuando la dejó —dijo Boris con decisión—. Pero todo eso pertenece al pasado. Tienes que perdonarlo.
Lo miré. ¿Era eso lo que iba diciendo mi padre por ahí?
—Bobadas —dije, y me senté tirando mi libro de cómics a un lado—. Mi madre… —¿Cómo podía explicarlo?—. No lo entenderás, pero él era un cabrón con nosotros. Nos alegramos de que se largara. Ya sé que crees que es un gran tipo y demás…
—¿Y por qué era tan horrible? ¿Porque se iba con otras mujeres? —replicó Boris, alargando las manos con las palmas hacia arriba—. Son cosas que pasan. Él tiene su vida. ¿Qué tiene que ver eso contigo?
Meneé la cabeza con incredulidad.
—Tío, te ha camelado.
Nunca dejaba de asombrarme la fascinación que mi padre despertaba en los desconocidos, cómo los engatusaba. Le prestaban dinero, lo recomendaban para ascensos, le presentaban a personas importantes, le ofrecían sus casas de veraneo, caían por completo bajo su hechizo…, y de pronto todo se desmoronaba por alguna razón y él acudía a otro.
Boris se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la cabeza contra la pared.
—Está bien, Potter —dijo con tono afable—. Tu enemigo… es mi enemigo. Si lo odias, yo también lo odio. Pero… —ladeó la cabeza—, estoy instalado en su casa. ¿Qué debo hacer? ¿Hablar con él, y ser simpático y agradable? ¿O faltarle al respeto?
—No estoy diciendo eso. Solo que no te creas todo lo que te cuenta.
Boris se rió.
—Nunca me creo todo lo que me cuentan —dijo, dándome una patada amigablemente en el pie—. Ni siquiera tú.
XXVII
Por mucho afecto que mi padre le hubiera tomado a Boris, yo siempre intentaba desviar su atención del hecho de que se había instalado a vivir con nosotros, lo que no resultaba muy difícil, ya que entre el juego y las drogas mi padre estaba tan distraído que no se habría dado cuenta si yo hubiera metido un lince en mi dormitorio. Me costó un poco más negociar con Xandra, que era más propensa a quejarse del gasto, pese al suministro de comida robada que Boris aportaba. Cuando ella estaba en casa, él se quedaba en el piso de arriba, fuera de su vista, leyendo El idiota en ruso con el ceño fruncido y escuchando música por mis altavoces portátiles. Yo le subía cervezas y comida, y aprendí a preparar té como a él le gustaba: hirviendo y con tres cucharadas de azúcar.
Ya era casi Navidad, si bien nadie lo habría adivinado por el tiempo: las noches eran frescas, pero durante el día hacía sol y calor. Cuando soplaba el viento, la sombrilla que había junto a la piscina restallaba con el ruido de un disparo. Por la noche había relámpagos, aunque no llovía; y a veces se levantaba la arena en pequeños remolinos que giraban en un sentido y en otro por la calle.
Me sentía deprimido ante la perspectiva de las fiestas, pero Boris se lo tomaba con calma.
—Todo eso es para los niños —dijo burlón, recostándose sobre los codos en mi cama—. El árbol, los juguetes… En Nochebuena celebraremos nuestro propio prazniki. ¿Qué te parece?
—¿Prazniki?
—Una especie de fiesta. No exactamente una Santa Cena, solo una cena agradable. Cocinaremos algo especial, y quizá podríamos invitar a tu padre y a Xandra. ¿Crees que querrán comer algo con nosotros?
Para mi sorpresa, mi padre (e incluso Xandra) se quedó encantado con la propuesta, creo que porque le gustó la palabra prazniki y disfrutaba haciéndosela repetir a Boris en alto. El día 23 Boris y yo fuimos a comprar con el dinero que mi padre nos dio (que era una fortuna, ya que el supermercado al que solíamos ir estaba tan abarrotado que se podía robar con toda libertad), y volvimos a casa con patatas, un pollo y una serie de ingredientes poco apetitosos (sauerkraut, setas, guisantes, nata agria) para hacer un plato polaco que Boris aseguró que sabía preparar; panecillos de pan de centeno (Boris insistió en que el pan tenía que ser negro; el blanco no servía para esa comida); una libra de mantequilla, encurtidos y un postre típico de Navidad.
Boris dijo que empezaríamos a cenar en cuanto apareciera la primera estrella en el cielo: la estrella de Belén. Pero no estábamos acostumbrados a cocinar para nadie más que para nosotros y en consecuencia íbamos atrasados. A eso de las ocho el plato de sauerkraut estaba listo y faltaban unos diez minutos para sacar el pollo del horno (lo habíamos cocinado siguiendo las instrucciones que ponía en el paquete) cuando apareció mi padre silbando «Deck the Halls» y tamborileó alegremente con los dedos en un armario de la cocina para atraer nuestra atención.
—¡Vamos, chicos! —Tenía la cara colorada y brillante, y hablaba muy deprisa, con un staccato tenso que yo conocía muy bien. Llevaba uno de sus viejos trajes Dolce y Gabbana de Nueva York pero sin corbata, con la camisa por fuera y el cuello sin abrochar—. Subid a peinaros y a arreglaros un poco. Os invito a cenar fuera. ¿Tienes algo mejor que ponerte, Theo? Seguro que sí.
—Pero… —Lo miré fijamente con frustración. Típico de mi padre, entrar como si nada y cambiar de planes en el último minuto.
—Venga ya. Estoy seguro de que el pollo puede esperar. —Hablaba a toda velocidad—. Puedes meter lo otro también en la nevera. Lo guardaremos para la comida de Navidad de mañana…, ¿seguirá siendo un prazniki? ¿O el prazniki solo es en Nochebuena? Bueno, pues el nuestro será el día de Navidad. Una nueva tradición. Las sobras son lo mejor. Escuchad, esto va a salir perfecto. Boris… —ya estaba sacándolo de la cocina—, ¿qué talla de camisa tienes, camarada? ¿No lo sabes? Voy a darte alguna de mis viejas camisas de Brooks Brothers… En realidad debería dártelas todas, son buenas, no te vayas a pensar, quizá te lleguen hasta las rodillas, pero a mí me aprietan un poco por el cuello y si te enrollas las mangas te quedarán bien…
XXVIII
Aunque llevaba casi medio año en Las Vegas, solo era la cuarta o quinta vez que estaba en el Strip, y Boris (que se sentía bastante a gusto en nuestra pequeña órbita entre el colegio, el centro comercial y nuestra casa) apenas había pisado el centro. Nos quedamos asombrados al ver las cascadas de neón, con la electricidad zumbando, vibrando y cayendo en burbujas a nuestro alrededor mientras la cara de Boris, vuelta hacia arriba, se iluminaba de rojo y luego de dorado en la demencial borrachera de luces.
En el interior del Venetian, unos gondoleros se impulsaban con pértigas por un canal de verdad, con agua de verdad que olía a sustancias químicas, mientras unos cantantes de ópera disfrazados cantaban «Stille Nacht» y «Ave Maria» bajo cielos artificiales. Boris y yo seguimos al camarero nerviosos, sintiéndonos desaliñados y arrastrando los pies demasiado aturdidos para abarcarlo todo con la mirada. Mi padre había reservado una mesa en un elegante restaurante italiano de paneles de roble, sucursal de su asociado de Nueva York, más famoso.
—Podéis pedir lo que queráis, que invito yo —dijo, apartando una silla para Xandra—. Adelante, no os cortéis.
Le tomamos la palabra. Comimos flan de espárragos con vinagreta de echalotes; salmón ahumado; carpaccio de bacalao ahumado; perciatelli con cardos y trufa negra; lubina crujiente con azafrán y habas; asado de ternera, costillas a la brasa, panna cotta, pastel de calabaza y helado de higos de postre. Era, con diferencia, la mejor comida que había ingerido en meses, quizá en toda mi vida; y Boris, que había pedido dos platos de bacalao solo para él, estaba eufórico.
—¡Ah, qué maravilla! —exclamó por enésima vez, prácticamente ronroneando, mientras una joven y bonita camarera nos traía un plato extra de dulces y galletas con el café—. ¡Gracias! Muchas gracias, señor Potter y Xandra. Todo está buenísimo.
Mi padre, que en comparación con nosotros apenas había comido (Xandra tampoco), apartó el plato. Tenía el pelo húmedo sobre las sienes, y la cara tan brillante y roja que casi resplandecía.
—Agradecédselo al hombrecillo chino de la gorra de Cubs que esta tarde no ha parado de apostar contra la banca —dijo—. Dios, era imposible perder. —En el coche ya nos había enseñado las ganancias: el grueso fajo de billetes de cien sujetos con una goma—. No paraban de llegar buenas cartas. ¡Mercurio está retrocediendo y la Luna está alta! Quiero decir que era mágico. A veces en la mesa hay una luz, una especie de halo visible, y tú eres ella. ¡Tú eres la luz! Hay un repartidor de cartas, se llama Diego, que es extraordinario, le quiero… Es una locura pero se parece a Diego Rivera el pintor, solo que con esmoquin. ¿Os he hablado ya de Diego? Lleva cuarenta años allí, desde los tiempos del viejo Flamingo. Un tipo corpulento y fuerte de aspecto imponente. Mexicano, ya sabéis, manos rápidas y resbaladizas, y grandes anillos… —Retorció los dedos—. ¡BacaRRRÁ! Dios, me encantan esos mexicanos de la vieja escuela que se ven por el salón de bacarrá. Tienen tanto estilo, joder. Esos elegantes y anticuados ancianos son los que llevan la batuta. Bueno, pues estábamos en la mesa de Diego, el hombrecillo chino y yo, y él también era un espectáculo, con sus gafas de concha y sin hablar ni una palabra de inglés, solo «¡San Bin! ¡San Bin!», y bebiendo esa disparatada infusión de ginseng que todos toman, y que sabe a polvo pero que huele genial, es como el olor de la suerte, y fue increíble, estábamos de buena racha, cielo santo, con todas esas mujeres chinas colocadas en hilera detrás de nosotros, estábamos ganando cada mano… —Volviéndose hacia Xandra—: ¿Crees que me dejarían entrar en el salón de bacarrá con ellos para que conozcan a Diego? Estoy seguro de que fliparían con él. No sé si estará aún. ¿Tú qué crees?
—Ya no estará. —Xandra tenía muy buen aspecto, con los ojos brillantes y toda ella centelleante; llevaba un minivestido de terciopelo y sandalias adornadas con bisutería, y un pintalabios más rojo del que normalmente utilizaba.
—Los días de fiesta a veces hace doble turno.
—Ellos no quieren hacer toda esa caminata, créeme. Se tarda media hora en ir y otra en volver.
—Sí, pero sé que a él le gustaría conocer a mis chicos.
—Es probable —respondió Xandra con tono amable, deslizando un dedo por el borde de su copa de vino. Le brillaba la pequeña paloma de oro que le colgaba de cuello—. Es un buen tipo. Escúchame, Larry, ya sé que no me tomas en serio, pero si empiezas a hacerte amigote de los repartidores de cartas, algún día se te echarán encima los de seguridad.
Mi padre se rió.
—¡Dios! —exclamó eufórico, dando palmadas sobre la mesa con tanta fuerza que me encogí—. Si no hubiera sabido más habría creído que Diego me estaba ayudando hoy. Quizá lo hacía. ¡Bacarrá telepático! —Y, dirigiéndose a Boris, añadió—: Pon a tus investigadores soviéticos a averiguarlo. Eso encarrilará vuestro sistema económico.
Boris carraspeó con suavidad y alzó su vaso de agua.
—Perdonad, ¿puedo decir algo?
—¿Es la hora de los discursos? ¿Teníamos que prepararnos por el brindis?
—Gracias a todos por la compañía. Os deseo salud y felicidad, y que todos vivamos hasta la próxima Navidad.
En el sorprendido silencio que siguió oímos descorchar una botella de champán en la cocina entre carcajadas. Ya eran las doce de la noche pasadas; hacía dos minutos que era Navidad. A continuación mi padre echó el cuerpo hacia atrás en su silla y se rió.
—¡Feliz día de Navidad! —bramó, y sacó del bolsillo un estuche de joyería que dejó delante de Xandra, y dos fajos de billetes de veinte (¡quinientos dólares!, ¡para cada uno!) que nos lanzó por encima de la mesa a Boris y a mí.
Y si bien en ese ambiente de temperatura controlada y sin relojes del casino, unas palabras como «día» y «Navidad» eran formulaciones teóricas que no significaban gran cosa, la noción de «felicidad», en medio del ruidoso entrechocar de copas, no pareció tan fatídica ni catastrofista.