Piruleta de morfina
I
Un laberinto de dorados que lanzaban destellos a la luz oblicua procedente de las ventanas opacas por el polvo: cupidos dorados, cómodas y lámparas estilo antorcha doradas, y, atenuando el olor a madera vieja, el hedor a aguarrás, óleo y barniz. Lo seguí por el taller a través de un sendero abierto en el serrín con una escoba, pasando por delante de un tablero con herramientas colgadas de clavos, sillas despedazadas y mesas del revés con las patas en forma de garra al aire. Pese a su corpulencia era un hombre grácil; mi madre lo habría descrito como «flotante», por el modo en que se deslizaba sin esfuerzo por el suelo. Con los ojos clavados en los talones de sus pies enfundados en zapatillas, subí detrás de él por unas estrechas escaleras hasta una habitación en penumbra suntuosamente alfombrada, llena de vasijas expuestas sobre pedestales y cortinajes con borlas corridos para impedir que entrara el sol.
El silencio me heló el corazón. En los enormes jarrones chinos se pudrían flores muertas y una grávida sensación de espacio cerrado flotaba en la habitación, donde el aire estaba demasiado viciado para respirar, igual de asfixiante que el de nuestro piso cuando la señora Barbour me había llevado a Sutton Place para recoger lo que necesitaba. Era una quietud que yo conocía bien: así se encerraba en sí misma una casa cuando alguien moría.
De pronto lamenté haber ido. Pero el hombre —Hobie— pareció percibir mis recelos, porque se volvió de forma bastante inesperada. Aunque no era joven aún tenía cara de niño; los ojos, claros y sorprendidos, eran de un azul infantil.
—¿Qué ocurre? —Y añadió—: ¿Estás bien?
Su preocupación hizo que me avergonzara. Incómodo, me quedé de pie en la penumbra estancada y abarrotada de antigüedades, sin saber qué decir.
Él tampoco parecía saber cómo romper el silencio, porque abrió la boca, la cerró y meneó la cabeza como si quisiera despejarse. Aparentaba entre cincuenta y sesenta años, iba mal afeitado, y tenía una tímida y agradable cara de facciones grandes que no resultaba atractiva pero tampoco lo contrario; un hombre que siempre sería más corpulento que la mayoría de los que hubiera a su alrededor, y al mismo tiempo con un aspecto poco saludable en un sentido impreciso y húmedo, con profundas ojeras y una palidez que me recordó a los mártires jesuitas que había visto representados en los murales de una iglesia en nuestro viaje escolar a Montreal: europeos corpulentos, capaces y mortalmente pálidos, atados a estacas en los campamentos de los hurones.
—Lo siento, esto está hecho una pocilga… —Miraba alrededor con un apremio desenfocado, como mi madre cuando no sabía dónde había puesto algo. Tenía una voz áspera pero educada, como la del señor O’Shea, mi profesor de historia, que había crecido en un duro barrio de Boston y acabó yendo a Harvard.
—Puedo volver otro día, si lo prefiere.
Al oír esas palabras me miró un poco alarmado.
—No, no —dijo; no llevaba gemelos en los puños de la camisa y estos caían sueltos y mugrientos sobre sus muñecas—, solo dame unos momentos para recobrarme, perdona… —Y, apartándose de la cara la maraña de pelo gris, añadió distraído—: Allá vamos.
Me conducía hacia un sofá estrecho de aspecto duro, con los brazos en forma de voluta y el respaldo tallado. Pero en él había una almohada y mantas, y ambos advertimos al mismo tiempo que era incómodo sentarse con tal revoltijo de ropa.
—Ay, lo siento —murmuró, retrocediendo tan deprisa que casi chocamos—. He acampado aquí, como puedes ver. No es el mejor lugar del mundo, pero he tenido que conformarme ya que no oigo bien con todo el ir y venir…
Dándome la espalda (de tal modo que me perdí el resto de la frase), esquivó un libro colocado boca abajo sobre la alfombra y una taza de té con un cerco marrón en el interior, y me señaló una ornamentada butaca tapizada, toda ella remetida y fruncida, con flecos y un elaborado asiento tachonado de botones, que según averiguaría más tarde era una silla turca; Hobie era una de las pocas personas de Nueva York que todavía sabía tapizarlas.
Bronces alados, objetos de plata. Plumas de avestruz grises cubiertas de polvo en un jarrón de plata. Vacilante, me senté en el borde de la butaca y miré alrededor. Habría preferido permanecer de pie, preparado para irme.
Él se inclinó hacia delante, con las manos entre las rodillas. Pero en lugar de hablar me miró y esperó.
—Me llamo Theo —dije atropelladamente, después de un silencio demasiado largo. Me ardía tanto la cara que me dio la impresión de que estallaría en llamas—. Theodore Decker. Pero todos me llaman Theo. Vivo en el norte de la ciudad —añadí con poca convicción.
—Yo soy James Hobart, pero todos me llaman Hobie. —Tenía una mirada triste que desarmaba—. Vivo en el centro.
Sin saber muy bien si se burlaba de mí, desvié la mirada.
—Perdona. —Cerró los ojos un momento y luego los abrió—. No me hagas caso. Welty… —Miró el anillo que tenía en la palma de la mano—. Welty era mi socio.
¿Era? El reloj de pie con la esfera redonda —chirriante y dentado, con cadena y peso, un artilugio digno del capitán Nemo— zumbó ruidosamente en la quietud antes de señalar el cuarto de hora con un gong.
—Oh. Yo solo… Creía que…
—No. Lo siento. ¿No lo sabías? —añadió, mirándome con atención.
Aparté la vista. No me había dado cuenta de hasta qué punto contaba con volver a ver al anciano. A pesar de lo que había visto —de lo que sabía—, por alguna razón había albergado la pueril esperanza de que él hubiera logrado salir milagrosamente del edificio, como una víctima de asesinato de una película televisiva que después de los anuncios resulta que sigue con vida y se está recuperando con tranquilidad en el hospital.
—¿Y cómo es que lo tienes tú?
—¿Cómo dice? —repliqué, asustado. Me fijé en que el reloj no iba bien: marcaba las diez, ya fuera de la mañana o de la noche no se acercaba siquiera a la hora correcta.
—¿Has dicho que él te lo dio?
Cambié de postura, incómodo.
—Sí. Yo… —El shock de la muerte del anciano me sobrevino de nuevo, como si le hubiera fallado por segunda vez y toda la escena se repitiera desde un ángulo totalmente distinto.
—¿Estaba consciente? ¿Habló contigo?
—Sí —empecé a decir, y luego me callé. Me sentía fatal. Estar en el mundo del anciano, entre sus posesiones, me había devuelto su presencia de un modo muy vívido: el ambiente irreal de la habitación, como si estuviera debajo del agua, sus terciopelos de color herrumbre, su intensidad y su silencio.
—Me alegro de que no estuviera solo —dijo Hobie—. No le habría gustado. —Tenía el anillo en la mano y, llevándose el puño a la boca, me miró—. Cielos, si eres un crío.
Sonreí incómodo, no muy seguro de qué tenía que responder.
—Lo siento —dijo con un tono formal que pretendía tranquilizarme—. Es solo que…, sé lo horrible que fue. Lo vi. Su cuerpo… —Parecía esforzarse por encontrar las palabras—. Antes de llamarte, lo limpian como pueden y te advierten que no será agradable, lo que ya sabes, por supuesto, pero… En fin, nada puede prepararte para algo así. Hace unos años tuvimos aquí una serie de fotografías de Mathew Brady…, de la guerra de Secesión, tan truculentas que tardamos mucho tiempo en venderlas.
No dije una palabra. No tenía costumbre de intervenir en las conversaciones de los adultos, aparte de con un «sí o un no» cuando me apremiaban a responder, pero de todos modos estaba traspuesto. Había ido el amigo de mi madre, Mark, que era médico, para identificar su cuerpo y nadie me dijo gran cosa al respecto.
—Recuerdo un relato que leí una vez sobre un soldado. ¿Era en Shiloh…? —Hobie hablaba conmigo, pero no me prestaba toda su atención—. ¿O en Gettysburg? Se quedó tan trastornado que empezó a enterrar pájaros y ardillas en el campo de batalla. En el fuego cruzado también mueren muchas criaturas pequeñas. Hizo muchas tumbas diminutas.
—Murieron veinticuatro mil hombres en Shiloh en apenas dos días —balbuceé.
Volvió a fijar su mirada en mí, alarmado.
—Y cincuenta mil en Gettysburg. Fueron las nuevas armas de fuego. Los proyectiles minié y los fusiles de repetición. Esa es la razón del elevado recuento de víctimas. En Estados Unidos ya se conocía la guerra de trincheras antes de la Primera Guerra Mundial. Casi nadie lo sabe.
Me di cuenta de que Hobie no sabía qué hacer con esa información.
—¿Te interesa la guerra de Secesión? —me preguntó tras una pausa prudente.
—Hum, sí —respondí con brusquedad—. Algo así.
Sabía mucho sobre la artillería en el campo de batalla de la Unión porque había hecho un trabajo en clase, tan técnico y plagado de datos que el profesor me pidió que lo repitiera. También estaba al corriente de las fotografías que había tomado Brady a los muertos de Antietam porque las había visto por internet: chicos con ojos como alfileres, y la nariz y la boca ensangrentadas.
—En nuestra clase de historia le dedicamos seis semanas a Lincoln…
—Brady tenía su estudio de fotografía no muy lejos de aquí. ¿Has estado alguna vez?
—No. —Había un pensamiento atrapado a punto de salir, algo fundamental e impronunciable que se había liberado al mencionar a esos soldados de rostro vacío. De pronto todo se había desvanecido menos la imagen: chicos muertos con las extremidades torcidas, mirando al cielo.
Siguió un silencio insoportable. Ninguno de los dos parecía saber cómo continuar. Al final Hobie cruzó de nuevo las piernas.
—Hum…, perdóname. Por presionarte —dijo sin gran convicción.
Me retorcí en la butaca. Había acudido tan movido por la curiosidad que no conté con que yo mismo tendría que responder preguntas.
—Sé que es difícil hablar de ello. Solo que… nunca pensé…
Mis zapatos. Era interesante comprobar que nunca los había visto realmente. Las puntas gastadas. Los cordones deshilachados. «El sábado iremos a Bloomingdale y compraremos un par». Pero eso nunca ocurrió.
—No quiero incomodarte. Pero… ¿estaba consciente?
—Sí. Más o menos. Quiero decir… —La expresión alerta y ansiosa del hombre hizo que una remota parte de mí deseara proporcionarle toda clase de información que él no necesitaba saber y que no era apropiado contarle: las entrañas desparramadas, las desagradables y recurrentes imágenes que interrumpían mis pensamientos incluso cuando estaba despierto.
Retratos lúgubres, spaniels de porcelana sobre la repisa de la chimenea, un péndulo dorado oscilando, tic toc, tic toc.
—Lo oí llamar a alguien cuando me desperté —dije, frotándome el ojo. Era como intentar explicar un sueño. Resultaba imposible—. Me acerqué y estuve con él, y… no era tan grave. O no como cualquiera habría imaginado —añadí, ya que eso último había sonado como la mentira que era.
—¿Habló contigo?
Tragando saliva, asentí. Caoba oscura; palmeras en tiestos.
—¿Estaba consciente?
Asentí de nuevo. Un regusto amargo en la boca. No era algo que se pudiera resumir, solo pensamientos incoherentes sin un hilo conductor; el polvo, las sirenas, cómo me había cogido la mano, una vida entera los dos solos, frases mezcladas y nombres de ciudades y personas de los que nunca había oído hablar. Cables rotos soltando chispas.
Sus ojos seguían clavados en mí. Tenía la garganta seca y me sentía un poco mareado. El tiempo no transcurría como se suponía que debía hacerlo, y yo aún esperaba que él me preguntara algo, lo que fuera, pero no lo hizo.
Por fin meneó la cabeza para reaccionar.
—Esto es… —Parecía tan confuso como yo: la bata, el pelo gris suelto le daban el aspecto de un rey sin corona en una obra de teatro para niños—. Lo siento, todo esto me viene de nuevas.
—¿Cómo dice?
—Verás, es que… —Se echó hacia delante y parpadeó rápidamente—. No concuerda con lo que me dijeron. Me aseguraron que había muerto en el acto. Hicieron mucho hincapié en ello.
—Pero… —Me quedé mirándolo, atónito. ¿Se creía que me lo estaba inventando?
—No, no —se apresuró a decir él, levantando una mano para tranquilizarme—. Solo que… Estoy seguro de que es lo que nos dicen de todas las víctimas, que murieron en el acto —dijo sombrío, cuando seguí mirándolo fijamente—. «No sufrió en absoluto». «No se sabe qué lo golpeó».
De pronto comprendí con un escalofrío las implicaciones que tenía para mí esa afirmación. Mi madre también había «muerto en el acto». No había sufrido «nada en absoluto». Los asistentes sociales habían insistido tanto en ello que no se me ocurrió preguntarles cómo podían estar tan seguros.
—Aunque, la verdad, me costaba imaginarlo muriéndose de ese modo —continuó Hobie rompiendo el brusco silencio que se había producido—. El fuerte resplandor, cogiéndolo desprevenido. Yo tenía el presentimiento…, a veces pasa, de que no había sido como decían.
—¿Cómo? —repliqué, alzando la vista desorientado ante la nueva y perversa posibilidad con que me topaba.
—Un adiós en la puerta —dijo Hobie, en parte como si hablara consigo mismo—. Eso es lo que a él le habría gustado. La última mirada de despedida, el haiku de la muerte… No le habría gustado marcharse sin pararse a hablar con alguien por el camino. «Un salón de té en medio de flores de cerezo, camino de la muerte».
Me dejó confundido. En la habitación en penumbra, un solo haz de sol entraba a través de las cortinas y se reflejaba en una bandeja de licoreras de vidrio tallado, proyectando prismas que destellaban y cambiaban de sentido, y temblaban en las paredes como paracemios bajo un microscopio. Pese al intenso olor a humo de leña, la chimenea estaba ennegrecida y apagada, con la rejilla sepultada bajo cenizas, como si no se hubiera utilizado desde hacía tiempo.
—La chica —dije con timidez.
Su mirada volvió a posarse en mí.
—También había una chica.
Por un momento él pareció no comprender. Luego se echó hacia atrás en la silla y parpadeó rápidamente como si le hubieran arrojado agua a la cara.
—¿Cómo? —pregunté asustado—. ¿Dónde está ella? ¿Está bien?
—No —respondió frotándose el puente de la nariz—, no está bien.
—Pero ¿sigue viva? —Casi no podía dar crédito.
Hobie arqueó las cejas de un modo que comprendí que quería decir que sí.
—Ella tuvo suerte. —Pero el tono de su voz y su actitud parecían decir lo contrario.
—¿Está aquí?
—Bueno…
—¿Dónde está? ¿Puedo verla?
Él suspiró con algo parecido a la exasperación.
—Tiene que hacer reposo y no recibe visitas —replicó, hurgando en sus bolsillos—. No es la misma…, no se sabe cómo reaccionará.
—Pero ¿se pondrá bien?
—Bueno, eso esperamos. Aunque sigue con la soga al cuello, para utilizar la expresión que insisten en emplear los médicos.
Había sacado un paquete de cigarrillos del bolsillo de la bata. Con manos temblorosas encendió uno y arrojó con un ademán el paquete sobre la mesa japonesa pintada que había entre los dos.
—¿Cómo? —dijo, apartando el humo de la cara cuando me sorprendió mirando el paquete arrugado, tabaco francés, como el que fumaban los actores en las películas antiguas—. No me digas que tú también quieres uno.
—No, gracias —dije tras un silencio incómodo.
Estaba bastante seguro de que bromeaba, pero no lo sabía con absoluta certeza. Él me miró a su vez parpadeando a través de la nube de humo con expresión preocupada, como si acabara de descubrir un dato de vital importancia sobre mi persona.
—Eres tú, ¿no? —dijo inesperadamente.
—¿Cómo dice?
—Tú eres el chico cuya madre murió allí dentro, ¿verdad?
Por un instante me quedé demasiado estupefacto para hablar.
—¿Cómo? —dije.
En realidad quería decir «¿Cómo lo sabe?», pero no logré que me saliera de los labios. Incómodo, Hobie se frotó un ojo y se recostó de nuevo con el nerviosismo de un hombre que ha derramado algo en la mesa.
—Lo siento. No…, quiero decir que no me ha salido como quería. Por Dios, yo… —Hizo un gesto vago, dando a entender que estaba agotado y que no pensaba con claridad.
Aparté la vista de un modo un poco grosero al verme traicionado por una inquietante y desagradable oleada de emoción. Desde la muerte de mi madre casi no había llorado, y menos delante de alguien, ni siquiera en su funeral, donde personas que apenas la conocían (y un par de ellas que le habían hecho la vida imposible, como Mathilde) sollozaron y se sonaron a mi alrededor.
Al ver lo perturbado que estaba Hobie empezó a decir algo, pero se lo pensó mejor.
—¿Has comido? —me preguntó de repente.
Yo estaba demasiado sorprendido para responder. La comida era lo último que tenía en la mente.
—Ah, imagino que no —dijo, levantándose sobre sus grandes pies con un crujido de huesos—. Improvisaremos algo.
—No tengo hambre —dije, de un modo tan brusco que enseguida me arrepentí.
Desde la muerte de mi madre en lo único en que todos parecían pensar era en hacerme engullir.
—No, no, por supuesto. —Con la mano libre apartó una nube de humo—. Pero sígueme, por favor. Para hacerme compañía. No eres vegetariano, ¿verdad?
—¡No! —repliqué, ofendido—. ¿Cómo se le ocurre?
Él soltó una risita aguda.
—Eso es fácil. Porque muchos de los amigos de ella lo son y ella también lo es.
—Oh —repuse consternado, y él bajó la vista hacia mí sin prisas, con una expresión divertida.
—Bueno, para tu información yo tampoco lo soy —continuó alegremente—. Como toda clase de alimentos absurdos, así que imagino que nos las apañaremos.
Abrió una puerta y lo seguí por un pasillo abarrotado y con las paredes llenas de espejos desazogados y viejas fotografías. Aunque me precedía a buen paso, yo estaba deseando rezagarme para mirarlas: grupos familiares, columnas blancas, terrazas y palmeras. Una pista de tenis; una alfombra persa extendida sobre una explanada de césped. Criados con pijama blanco solemnemente colocados en hilera. Mi mirada se detuvo en el señor Blackwell: narigudo y atractivo, vestido de blanco inmaculado, jorobado incluso en su juventud. Estaba apoyado en un muro de un paseo marítimo lleno de palmeras; a su lado había una Pippa muy niña. Aun pequeña como era, el parecido saltaba a la vista: el color de la tez, los ojos, la cabeza ladeada en el mismo ángulo y el pelo igual de pelirrojo.
—Es ella, ¿verdad? —dije, y en ese mismo instante caí en la cuenta de que no podía serlo. Esa foto, con sus colores desvaídos y la ropa anticuada, había sido tomada mucho antes de que yo naciera.
Hobie se volvió y retrocedió hasta mí para mirarla.
—No —respondió en voz baja, con las manos a la espalda—. Es Juliet, la madre de Pippa.
—¿Dónde está?
—¿Juliet? Murió de cáncer. El pasado mes de mayo hizo seis años. —Luego pareció darse cuenta de que había hablado demasiado sucintamente—. Welty era el hermano mayor de Juliet. Mejor dicho, el hermanastro. Del mismo padre pero de distinta madre, se llevaban treinta años. De todos modos él la crió como si fuera su hija.
Me incliné para mirar la foto más de cerca. Ella se apoyaba contra él, con la mejilla dulcemente posada en la manga de su chaqueta.
Hobie carraspeó.
—Su padre tenía unos sesenta años cuando ella nació —continuó en voz baja—. Era demasiado viejo para interesarse por una hija tan pequeña, sobre todo porque no le entusiasmaban los niños.
En el otro lado del pasillo había una puerta entreabierta; la abrió del todo y se quedó mirando hacia la oscuridad. Me puse de puntillas y estiré el cuello detrás de él, pero Hobie se apartó casi inmediatamente y cerró la puerta.
—¿Es ella? —Aunque estaba demasiado oscuro para distinguir gran cosa, había creído ver el brillo poco amistoso de los ojos de un animal en el otro extremo de la habitación.
—Ahora no. —Habló en voz tan baja que apenas lo oí.
—¿Qué hay a su lado? —susurré deteniéndome junto a la puerta, reacio a seguir andando—. ¿Un gato?
—Un perro. La enfermera no lo aprueba, pero ella insiste en tenerlo en su cama y, con franqueza, no consigo impedir que entre… Rasca la puerta y gime. Por aquí.
Moviéndose despacio con un crujir de huesos, con el cuerpo inclinado hacia delante como un anciano, abrió una puerta que daba a una cocina abarrotada con un tragaluz en el techo y un viejo fogón curvilíneo: rojo tomate y de líneas esbeltas como una nave espacial de los años cincuenta. En el suelo había montañas de libros: libros de cocina, diccionarios, novelas viejas, enciclopedias; los estantes estaban atestados de porcelana antigua de media docena de diseños distintos. Cerca de la ventana, al lado de la escalera de incendios, destacaba un santo de madera gastada con la mano levantada en el gesto de bendecir; sobre el aparador, junto a un juego de té de plata, unos animales pintados entrando de dos en dos en un Arca de Noé. Pero el fregadero estaba lleno de platos amontonados, y en las encimeras y los alféizares de las ventanas había frascos de medicinas, tazas sucias, alarmantes montones de cartas sin abrir, y plantas de la floristería secas y mustias en sus macetas.
Me hizo sentar a la mesa, apartando facturas de luz y gas de la compañía Con Ed y números atrasados de la revista Antiques.
—Té —se dijo a sí mismo, como si se recordara un artículo de una lista de la compra.
Mientras trajinaba frente al fogón, observé los cercos de café que había en el mantel. Luego me recosté en la silla y miré alrededor.
—Hummm…
—¿Sí?
—¿Podré verla más tarde?
—Quizá —respondió él de espaldas a mí, golpeando un cuenco de porcelana azul al batir: tap, tap, tap—. Solo si está despierta. Se siente muy dolorida y la medicación le da sueño.
—¿Qué le ocurrió?
—Bueno… —Su tono era a la vez brusco y apagado, y enseguida lo reconocí, ya que era muy parecido al que yo empleaba cuando la gente me preguntaba por mi madre—. Sufrió un fuerte golpe en la cabeza, una fractura en el cráneo…, a decir verdad estuvo en coma un tiempo. Y se rompió la pierna por tantas partes que estuvo a punto de perderla. «Como canicas dentro de un calcetín». —Rió con una risa sin alegría—. Así lo describió el médico cuando miró la radiografía. Doce fracturas, cinco operaciones. La semana pasada —añadió, volviéndose a medias— le quitaron las grapas, y ella les suplicó tanto que la dejaran volver a casa que accedieron, con la condición de que tengamos una enfermera parte del día.
—¿Ya puede caminar?
—Cielos, no —respondió Hobie, llevándose el cigarrillo a la boca para dar una calada; cocinaba con una mano y fumaba con la otra, como un capitán de remolcador o un cocinero de campamento en una película antigua—. No aguanta más de media hora sentada.
—Pero se pondrá bien.
—Bueno, eso esperamos —dijo él, en un tono no muy esperanzado. Y, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Sabes?, es asombroso que estés bien si también estuviste allí dentro.
—Bueno. —Nunca sabía qué responder cuando la gente me señalaba, como ocurría a menudo, que yo estaba «bien».
Hobie tosió y apagó el cigarrillo. Vi en su expresión que sabía que me había contrariado y que lo lamentaba.
—Bueno, supongo que ellos también hablaron contigo. Me refiero a los investigadores.
Miré el mantel.
—Sí.
Me pareció que cuanto menos hablara yo sobre ello, mejor sería.
—Bueno, no sé qué pensarás tú pero a mí me parecieron muy correctos…, muy informados. El tipo irlandés había visto muchos casos parecidos, y me estuvo hablando de maletas-bombas en Inglaterra y en el aeropuerto de París, y de un café en Tánger en el que hubo docenas de muertos aunque la persona que estaba al lado de la bomba salió ilesa. Dijo que suelen producirse efectos bastante extraños, sobre todo en los edificios más antiguos. Espacios cerrados, superficies desiguales, materiales reflectantes…, todo es muy impredecible. Como la acústica, dijo. Las ondas de la explosión son como las de sonido, rebotan y se desvían. A veces se hacen añicos escaparates a millas de distancia. Otras veces… —Se apartó el pelo de los ojos con la muñeca— se da lo que él llamó el efecto escudo. Los objetos más cercanos a la detonación permanecen intactos…, como la taza de té que no se rompió en la casa del IRA que voló por los aires. Son los cristales y los escombros que vuelan por los aires lo que mata a la mayoría de la gente, ¿sabes? A menudo a una gran distancia. Un guijarro o una esquirla de vidrio que se desplaza a esa velocidad es como una bala.
Deslicé el pulgar a lo largo de una flor del estampado del mantel.
—Yo…
—Lo siento. Quizá no sea el tema de conversación más apropiado.
—No, no. —En realidad era un gran alivio oír a alguien hablar sin rodeos, y de un modo informado, sobre lo que la mayoría de la gente se esforzaba en eludir—. No es eso. Solo que…
—¿Sí?
—Me preguntaba cómo logró salir ella.
—Bueno, fue un golpe de suerte. Quedó atrapada bajo un montón de escombros. Los bomberos no la habrían encontrado si uno de los perros no los hubiera alertado. Abrieron un trecho, levantaron una viga con un gato… Lo asombroso fue que se despertó y estuvo hablando con ellos todo el tiempo, pero ella no se acuerda. Milagrosamente la sacaron antes de que llegara el aviso de evacuar… ¿Cuánto tiempo has dicho que estuviste inconsciente tú?
—No me acuerdo.
—Bien, pues tuviste suerte. Si hubieran tenido que irse dejándola allí todavía inmovilizada, que es lo que tengo entendido que le ocurrió a mucha gente… Ah, ya está —dijo al silbar el hervidor de agua.
Cuando dejó delante de mí el plato de comida, no era muy apetitoso a la vista: un pegote amarillo e hinchado sobre una tostada. Pero olía bien. Lo probé con cautela. Era queso derretido con tomate troceado y pimienta de cayena, y varios ingredientes más que no reconocí; estaba riquísimo.
—Perdone, pero ¿qué es esto? —le pregunté dando otro cuidadoso mordisco.
Él pareció un poco avergonzado.
—No tiene nombre en realidad.
—Pues está muy bueno —dije, un poco sorprendido del hambre que tenía.
Mi madre preparaba una tostada con queso muy parecida que a veces comíamos los sábados por la noche en invierno.
—¿Te gusta el queso? Debería habértelo preguntado antes.
Hice un gesto de afirmación con la boca todavía llena. Aunque la señora Barbour siempre insistía en cebarme a helados y dulces, yo tenía la impresión de que apenas había ingerido una comida normal desde que mi madre había muerto; o al menos no la clase de comidas que eran normales para nosotros, como huevos revueltos o fritos en poco aceite, o macarrones con queso servidos directamente del envase de cartón, mientras yo le contaba lo que había hecho durante el día encaramado en la escalera de mano de la cocina.
Mientras yo comía, él me observó sentado al otro lado de la mesa, con la barbilla apoyada en sus grandes manos blancas.
—¿Qué se te da bien? —preguntó de un modo bastante inesperado—. ¿Los deportes?
—¿Cómo?
—¿Qué te interesa? ¿Los campeonatos y todo eso?
—Bueno…, los videojuegos. Como la Age of Conquest o Yakuza Freakout.
Pareció desconcertado.
—Y en el colegio, ¿cuál es tu asignatura preferida?
—Supongo que historia. También lengua y literatura —añadí cuando él no respondió—. Pero será muy aburrido las próximas seis semanas… Hemos dejado la literatura y retomado el libro de gramática, y ahora estamos analizando frases.
—¿La literatura? ¿Británica o estadounidense?
—Estadounidense. Al menos hasta ahora. Este año también estamos estudiando la historia de Estados Unidos. Aunque últimamente ha sido muy aburrido. Casi hemos acabado la Gran Depresión, pero todo mejorará de nuevo cuando lleguemos a la Segunda Guerra Mundial.
Era la conversación más agradable que había mantenido en bastante tiempo. Hobie me hizo toda clase de preguntas interesantes, como qué libros había leído en la clase de literatura y en qué se diferenciaba el colegio de primaria del de secundaria, cuál era la asignatura qué más me costaba (el español) y qué período histórico me atraía más (no estaba seguro, cualquiera menos el de Eugene Debs y el movimiento obrero, al que habíamos dedicado demasiado tiempo), y qué quería ser de mayor (ni idea), pero sobre todo era una novedad charlar con un adulto que parecía interesarse en mí al margen de mi infortunio, sin sonsacarme información ni agotar la lista de cosas que decir a niños problemáticos.
Nos entusiasmamos con el tema de los escritores, desde T. H. White y Tolkien a Edgar Allen Poe, otro autor favorito.
—Mi padre dice que Poe es un escritor mediocre —comenté—. Que es el Vincent Price de la literatura estadounidense. Pero creo que no es justo.
—No, no lo es —respondió Hobie muy serio, sirviéndose una taza de té—. Aunque no te guste, Poe inventó las historias de detectives y de ciencia ficción. En el fondo inventó una parte enorme del siglo veinte. Si te soy sincero no me interesa tanto como cuando era niño, pero no puedes descartarlo por cascarrabias por mucho que no te guste.
—Mi padre lo hacía. Le gustaba ir por ahí recitando «Annabel Lee» con una voz ridícula para irritarme. Porque sabía que me gustaba.
—Entonces tu padre es escritor.
—No. —No sabía de dónde se sacaba eso—. Es actor. O lo era. —Antes de que yo naciera había interpretado papeles secundarios en varias series de televisión, nunca de protagonista sino de novio playboy malcriado o socio corrupto que muere asesinado.
—¿Es posible que haya oído hablar de él?
—No, ahora trabaja en una oficina. O trabajaba.
—¿Y a qué se dedica? —me preguntó.
Se había deslizado el anillo en el meñique y de vez en cuando le daba vueltas entre el pulgar y el índice de la otra mano, como para asegurarse de que seguía allí.
—¿Quién sabe? Nos dejó tirados.
Vi con sorpresa que él se reía.
—¿Si te he visto no me acuerdo?
—Bueno… —Me encogí de hombros—. No lo sé. A veces no estaba mal. Veíamos partidos y películas policíacas juntos, y me contaba cómo hacían los efectos especiales de la sangre y demás. Pero otras…, no lo sé. Como cuando iba a recogerme al colegio borracho. —No había hablado realmente de ello con Dave el psiquiatra ni con la señora Swanson ni con nadie—. Me daba miedo decírselo a mi madre, pero luego ella se enteraba por una de las otras madres. Un día… —era una larga historia y estaba avergonzado, no quería extenderme demasiado— se rompió una mano en un bar a raíz de una pelea. Siempre iba al mismo bar, solo que nosotros no lo sabíamos porque nos decía que trabajaba hasta tarde, y tenía una pandilla de amigos que nosotros no conocíamos y que le enviaban postales a la dirección de casa cuando se iban de vacaciones a lugares como las islas Vírgenes, así fue como nos enteramos, y mi madre trató de convencerlo para que fuera a Alcohólicos Anónimos pero él no quiso ni oír hablar de ello. A veces los conserjes subían y se quedaban frente a la puerta de nuestro piso, haciendo mucho ruido con el fin de que él lo oyera y supiera que estaban fuera. Para que no se desmadrara demasiado, ya sabes.
—¿Desmadrara?
—Había muchos gritos y demás. Era sobre todo él. Pero… —era consciente de que había hablado más de la cuenta y me sentía incómodo— era sobre todo él quien metía tanto escándalo. Como…, no sé, como cuando tenía que quedarse conmigo mientras mi madre iba a trabajar. Siempre estaba de muy mal humor. Yo no podía hablarle mientras veía las noticias o los deportes, esa era la norma. Quiero decir… —Guardé silencio unos minutos con aire desdichado, con la sensación de haber hablado demasiado—. De todos modos, eso fue hace mucho tiempo.
Hobie se recostó en su silla y me miró; era un hombre corpulento, cauto, reservado, aunque tenía los ojos del inquieto azul de la juventud.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Te gusta la gente con la que estás viviendo?
—Hummm… —Guardé silencio unos minutos con la boca llena, sin saber cómo describir a los Barbour—. Supongo que son agradables.
—Me alegro. No puedo decir que conozca a Samantha Barbour, pero trabajé para su familia en el pasado. Tiene buen ojo.
Al oír eso dejé de comer.
—¿Conoce a los Barbour?
—A él no, a ella. La madre de él era una gran coleccionista… Pero tengo entendido que todo fue a parar al hermano, a raíz de una pelea familiar. Welty te habría contado más cosas. No es que le gustara cotillear —se apresuró a añadir—. Destacaba por ser muy discreto y reservado, pero la gente le hacía confidencias. Era esa clase de hombre, ¿sabes? Los desconocidos se confiaban a él, ya fueran clientes o personas que apenas conocía; era la clase de hombre a quien la gente le cuenta sus miserias.
»Pero sí, todos los marchantes y anticuarios de Nueva York conocen a Samantha Barbour. —Juntó las manos—. Era una Van der Pleyn antes de casarse. No es una gran compradora, pero Welty a veces coincidía con ella en las subastas, y desde luego tiene piezas hermosas.
—¿Quién le ha dicho que estoy viviendo con los Barbour?
Él parpadeó rápidamente.
—Salió en el periódico. ¿No lo viste?
—¿El periódico?
—En el Times. ¿No lo leíste?
—¿Hablaron sobre mí en el periódico?
—No, no —se apresuró a responder Hobie—. No era sobre ti, sino sobre los niños que habían perdido a algún miembro de su familia en el museo. La mayoría eran turistas. Había una niña pequeña, un bebé en realidad, la hija de un diplomático sudamericano…
—¿Qué decían en el periódico sobre mí?
Hobie hizo una mueca.
—La difícil situación de un huérfano…, y gente de la buena sociedad que hacía obras de caridad y había intervenido, esa clase de cosas. Ya puedes imaginártelo.
Me quedé mirando mi plato avergonzado. ¿Huérfano? ¿Caridad?
—Era un artículo muy bonito. Por lo visto, hace tiempo protegiste a uno de sus hijos de unos matones en el colegio —dijo, bajando su gran cabeza gris para mirarme a los ojos—. Me refiero al otro chico superdotado al que pasaron de curso.
Meneé la cabeza.
—¿Cómo?
—¿No era el hijo de Samantha el que defendiste de un grupo de chicos mayores en el colegio? Tú recibiste la paliza por él o algo así.
De nuevo meneé la cabeza, totalmente estupefacto.
Él se rió.
—¡Qué humildad! No deberías avergonzarte.
—Pero… no es verdad —repliqué confuso—. A los dos nos provocaban y pegaban. Todos los días.
—Eso ponía en el artículo. Lo que hacía aún más extraordinario que hubieras salido en su defensa. ¿Recuerdas el incidente de la botella rota? —añadió al ver que yo no respondía—. Alguien intentó herir al hijo de Samantha Barbour con una botella rota y tú…
—Ah, eso —lo interrumpí avergonzado—. No fue nada.
—Te cortaste. Cuando intentabas ayudarlo.
—¡No fue así! Cavanaugh se abalanzó sobre los dos y dio la casualidad de que había un pedazo de cristal en la acera.
Hobie se rió de nuevo con la risa de un hombre corpulento, fuerte y áspera, en discordancia con su voz refinada.
—Bueno, no importa, lo cierto es que has acabado en una familia interesante. —Se levantó y se acercó a un armario del que cogió una botella de whisky, y se sirvió dos dedos en un vaso no muy limpio—. Samantha Barbour no parece tener el más afectuoso y acogedor de los corazones…, al menos no da esa impresión. Pero por lo visto hace una gran labor en el mundo de las fundaciones benéficas.
Guardé silencio mientras él volvía a guardar la botella en el armario. La luz que entraba a través del tragaluz del techo era gris y opalescente; una lluvia fina repiqueteaba en el cristal.
—¿Va a abrir de nuevo la tienda? —le pregunté.
—Bueno… —Suspiró—. Welty era el que se ocupaba de esa parte del negocio: los clientes, las ventas. Yo no soy empresario sino ebanista. Anticuario y manitas. Apenas piso la tienda. Siempre estoy abajo, serrando y puliendo. Ahora que él ya no está…, todo es muy nuevo para mí. Los clientes preguntan por muebles que él les vendió, llegan mercancías que yo no sabía que él había comprado, no sé dónde están los papeles, no tengo ni idea de para quién son…, hay millones de cosas que necesito preguntarle, daría todo lo que tengo por hablar cinco minutos con él. Sobre todo…, bueno, sobre todo acerca de Pippa. Los cuidados médicos y…, en fin.
—Entiendo —respondí, consciente de lo poco convincente que sonaba.
Nos adentrábamos en el incómodo territorio del funeral de mi madre, los silencios prolongados, las sonrisas inapropiadas, el aire lleno de palabras inútiles.
—Welty era un hombre maravilloso. No hay muchos como él. Cortés, encantador. La gente siempre lo compadecía por su joroba, aunque nunca he conocido a nadie con un don tan innato para la felicidad, y, por supuesto, los clientes lo querían…, era un tipo muy sociable y extrovertido…, «el mundo no acudirá a mí», solía decir, «yo tengo que salir a su encuentro».
De forma bastante repentina el iPhone de Andy emitió un pitido; había entrado un mensaje de texto.
Hobie, que se estaba llevando el vaso a la boca, dio un respingo.
—¿Qué es eso?
—Espere —dije, buscando en el bolsillo.
El texto era de Phil Lefkow, uno de los compañeros de Andy de la clase de japonés:
Hola, Theo, soy Andy, ¿estás bien?
Desconecté con prisas el móvil y lo guardé de nuevo en el bolsillo.
—Disculpe. ¿Qué decía?
—Lo he olvidado. —Hobie se quedó unos minutos mirando al vacío, luego meneó la cabeza—. Nunca pensé que volvería a verlo —añadió, bajando la vista hacia el anillo—. Es tan típico de él que te pidiera que lo trajeras aquí…, que me lo pusieras en la mano. Yo…, bueno, no dije nada pero estaba seguro de que se lo había quedado alguien del depósito de cadáveres…
Volvió a sonar el móvil con una nota aguda e irritante.
—Dios mío. Perdone —dije, buscándolo.
Otro mensaje de Andy:
¡¡¡¡Solo quería asegurarme de que no te
están matando!!!!
—Disculpe, esta vez lo he apagado del todo —dije, apretando el botón unos segundos para asegurarme.
Pero él se limitó a sonreír y miró el interior de su copa. Las gotas de lluvia repiqueteaban en el tragaluz, arrojando sombras aguadas que bajaban por la pared. Demasiado tímido para decir nada, esperé a que Hobie retomara el hilo de la conversación, y como no lo hizo, nos quedamos sentados en silencio mientras yo bebía a sorbos té frío (Lapsang Souchong, ahumado y peculiar) y pensaba en lo extraña que era mi vida y el lugar donde me encontraba.
Aparté el plato.
—Gracias —dije formalmente, hablando así para mi madre, por si escuchaba (se había convertido en una costumbre), mientras paseaba la mirada por la habitación—, estaba muy bueno.
—¡Oh, qué educado eres! —respondió él riéndose de mí, pero no de una manera descortés sino muy amigable—. ¿Te gusta?
—¿Qué?
—Mi Arca de Noé. —Señaló el estante con la cabeza—. Me ha parecido que la mirabas.
Los animales de madera gastada (elefantes, tigres, bueyes, cebras, hasta un par de ratoncitos) hacían pacientemente cola para subir a bordo.
—¿Es de ella? —pregunté, tras un silencio impregnado de fascinación; porque los animales habían sido colocados con tanto cuidado (los grandes felinos se ignoraban mutuamente; el gallo le daba la espalda a la gallina para admirar su reflejo en el tostador) que me la imaginé a ella ocupada durante horas en ponerlos en el sitio adecuado.
—No… —Hobie juntó las manos sobre la mesa—. Fue una de las primeras antigüedades que compré, hace treinta años. En un mercado de arte popular norteamericano. No soy muy aficionado a lo popular, nunca lo he sido, y esta pieza, que no es de primera calidad, rompe con todo lo que tengo; pero ¿acaso no es lo inapropiado, lo que no encaja, lo que curiosamente más queremos?
Eché la silla hacia atrás, incapaz de permanecer más tiempo sentado.
—¿Puedo verla ahora?
—Si está despierta… —Hobie se mordió los labios—. Bueno, no veo qué hay de malo en ello. Pero solo un minuto. —Cuando se levantó, su corpulenta y encorvada figura me sorprendió de nuevo—. Pero te lo advierto…, está un poco confusa. —Al llegar a la puerta, se volvió—. Ah, y es mejor que no hables de Welty, si puedes evitarlo.
—¿No lo sabe?
—Oh, sí —respondió con tono brusco—. Lo sabe, pero a veces se queda muy afectada cuando oye hablar de ello, y pregunta cuándo pasó y por qué no le dijimos nada.
II
Cuando abrí la puerta, las persianas estaban bajadas y mis ojos tardaron unos momentos en acostumbrarse a la oscuridad; el ambiente olía a enfermedad y medicamentos. Encima de la cama colgaba un póster enmarcado de la película El mago de Oz. Una vela aromática se derretía en un vaso rojo, entre otros cachivaches y rosarios, partituras de música, flores de papel de seda y viejas tarjetas de San Valentín, junto con cientos de postales deseándole una pronta recuperación ensartadas con cintas, y un montón de globos plateados que flotaban de forma siniestra en el techo, con las cuerdas metálicas colgando como tentáculos de medusa.
—Ha venido alguien a verte, Pip —dijo Hobie con un tono alto y alegre.
Vi movimiento en la colcha. Un codo se levantó.
—Hummm… —dijo una voz soñolienta.
—Está tan oscuro, cariño. ¿No me dejarías descorrer las cortinas?
—No, por favor, la luz me hiere la vista.
Era más menuda de lo que recordaba, y su cara —un borrón en la penumbra— era muy blanca. Tenía la cabeza afeitada con un solo rizo delantero. Al acercarme a ella, un poco asustado, vi un destello metálico en su sien, un pasador para el pelo o una horquilla, pensé, hasta que distinguí las grapas médicas describiendo una fea espiral por encima de una oreja.
—Os he oído en el pasillo —dijo con una voz débil y áspera, mientras su mirada iba de Hobie a mí.
—¿Qué has oído? —preguntó él.
—Os he oído hablar. Cosmo también.
Al principio no vi al perro, un terrier gris acurrucado a su lado en medio de cojines y muñecos de peluche. Cuando levantó la cabeza vi por la cara entrecana y los ojos nublados de cataratas que era muy viejo.
—Creía que estabas dormida, palomita —dijo Hobie, acariciando la barbilla del perro.
—Siempre dices eso, pero siempre estoy despierta —dijo ella y, mirándome, añadió—: Hola.
—Hola.
—¿Quién eres?
—Me llamo Theo.
—¿Cuál es tu pieza musical favorita?
—No lo sé —respondí, y luego, para no parecer estúpido—: Beethoven.
—Eso está muy bien. Tienes pinta de que te guste Beethoven.
—¿En serio? —dije, sintiéndome abrumado.
—Lo he dicho en un sentido positivo. Yo no puedo escuchar música. Por mi cabeza. Es horrible. No, deja que se siente aquí —le dijo a Hobie, que estaba apartando libros, gasas y paquetes de kleenex de la silla que había junto a la cama—. Puedes sentarte aquí —me dijo, moviéndose un poco para hacerme sitio sobre la cama.
Después de mirar a Hobie para asegurarme de que lo aprobaba, me senté con cautela sobre una cadera, con cuidado de no molestar al perro, que levantó la cabeza y me miró furibundo.
—No te preocupes, no muerde. Bueno, solo a veces. —Ella me miró con ojos soñolientos—. Te conozco.
—¿Te acuerdas de mí?
—Hummm… ¿Somos amigos?
—Sí —dije sin pensar, luego me volví hacia Hobie, avergonzado de haber mentido.
—He olvidado cómo te llamas, lo siento. Pero recuerdo tu cara. —Luego, acariciando la cabeza del perro, añadió—: No me acordaba de mi habitación cuando volví a casa. Me acordaba de la cama y de mis cosas, pero la habitación era distinta.
Ahora que los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad, vi la silla de ruedas en una esquina, los frascos de medicinas en la mesilla de noche.
—¿Qué te gusta de Beethoven?
—Uf… —Le miraba fijamente el brazo, que había apoyado en la colcha, la tierna piel del interior del codo con una tirita.
Ella se estaba sentando en la cama y miraba más allá de mí, hacia Hobie, cuya silueta se recortaba en el umbral iluminado.
—No puedo hablar demasiado, ¿verdad?
—No, palomita.
—Creo que no estoy muy cansada, pero nunca lo sé. ¿Tú te cansas durante el día?
—A veces. —Tras la muerte de mi madre me había dado por dormirme en clase y por quedarme frito en la habitación de Andy después del colegio—. Antes no lo hacía.
—Yo también. Tengo sueño a todas horas. Me gustaría saber por qué. Creo que es muy aburrido.
Hobie —me di cuenta al volverme hacia el umbral iluminado— se había ido un momento. Aunque era poco propio de mí, por alguna razón sentí el impulso de cogerle la mano y ahora que estábamos solos lo hice.
—¿Te importa?
Todo parecía suceder a cámara lenta, como si me moviera a través de agua profunda. Era muy extraño sostener la mano de alguien —la mano de una chica— y, al mismo tiempo, resultaba curiosamente normal. Nunca había hecho algo parecido.
—En absoluto. Creo que es bonito. —Luego, después de un breve silencio durante el cual oí los ronquidos del pequeño terrier, ella añadió—: ¿No te importa que cierre los ojos un momento?
—No —dije, deslizando un pulgar por sus nudillos, a lo largo de los huesos.
—Sé que es una grosería, pero tengo que hacerlo.
Bajé la vista hacia sus párpados cerrados: los labios cuarteados, la palidez y los morados, la fea hilera metálica sobre una oreja. La extraña combinación de lo que había de emocionante en ella y lo que se suponía que no lo era, hizo que me sintiera mareado y confuso.
Me volví con culpabilidad y vi a Hobie en el umbral. Salí de puntillas al pasillo y cerré la puerta sin hacer ruido detrás de mí, agradeciendo lo oscuro que estaba.
Recorrimos juntos el pasillo hasta el salón.
—¿Cómo la has visto? —me preguntó, en voz tan baja que apenas podía oírlo.
¿Qué podía decir?
—Supongo que bien.
—No es la misma. —Hizo una pausa con aire desdichado, con las manos hundidas en los bolsillos de la bata—. Bueno, lo es y no lo es. No reconoce a muchas personas muy allegadas a ella, les habla con mucha formalidad, y a veces se muestra muy abierta, parlanchina y franca con los desconocidos, y trata a gente que nunca ha visto como si fueran viejos amigos. Me han dicho que es muy común.
—¿Por qué no puede escuchar música?
Él arqueó las cejas.
—A veces lo hace. Pero de vez en cuando, sobre todo últimamente, la altera mucho. Cree que tiene que ensayar, que debe practicar una pieza para el colegio, y se agita mucho. Es muy difícil. Algún día es posible que vuelva a tocar, o eso me dicen, pero como aficionada…
De pronto sonó el timbre de la puerta, sobresaltándonos a los dos.
—Ah, debe de ser su enfermera —dijo Hobie, nervioso, mirando un viejo reloj de pulsera extraordinariamente bonito en el que aún no me había fijado.
Nos miramos. No habíamos acabado de hablar; había mucho más que decir.
Volvió a sonar el timbre. En el otro extremo del pasillo el perro ladraba.
—Llega pronto —dijo Hobie, cruzándolo deprisa con un aire un poco desesperado.
—¿Puedo volver para verla?
Él se detuvo. Parecía horrorizado de que se lo preguntara siquiera.
—Por supuesto que puedes volver. Vuelve, por favor.
De nuevo el timbre de la puerta.
—Cuando quieras. Por favor. Siempre nos alegraremos de verte.
III
—¿Qué ha pasado? —me preguntó Andy mientras nos vestíamos para cenar—. ¿Ha sido extraño?
Platt ya se había marchado para coger el tren de regreso al colegio; la señora Barbour tenía una cena con la junta directiva de alguna sociedad benéfica, y el señor Barbour iba a llevarnos a cenar al resto de nosotros al club náutico (adonde solo íbamos las noches que la señora Barbour tenía otros planes).
—El tipo conocía a tu madre.
Andy hizo una mueca mientras se anudaba la corbata; todo el mundo conocía a su madre.
—Ha sido un poco extraño. Pero me alegro de haber ido. —Y, metiendo una mano en el bolsillo del chaquetón, añadí—: Gracias por dejármelo.
Andy comprobó si tenía mensajes, lo desconectó y se lo guardó en el bolsillo. Luego se detuvo, con la mano todavía en el bolsillo, y levantó la vista sin mirarme directamente a la cara.
—Sé que las cosas van mal —dijo inesperadamente—. Siento que todo se haya jodido para ti.
Su voz —monótona como la voz robótica de un contestador automático— me impidió por un momento comprender lo que había dicho.
—Ella era encantadora —continuó, todavía sin mirarme—. Quiero decir…
—Sí, bueno —murmuré, no muy impaciente por prolongar la conversación.
—Quiero decir que la echo de menos. —Me miró a los ojos con una expresión medio aterrada—. Nunca he conocido a nadie que haya muerto. Bueno, a mi abuelo Van der Pleyn. Nunca a alguien que me gustara.
No dije una palabra. Mi madre siempre había tenido debilidad por Andy; le sonsacaba con paciencia información sobre su estación meteorológica casera y le tomaba el pelo por su puntuación en campos de batalla galácticos hasta que él se ponía rojo de placer. Joven, juguetona, divertida y cariñosa, ella había sido todo lo que su madre no era: una madre que lanzaba frisbees con nosotros en el parque, hablaba de películas de zombis con ambos y nos dejaba quedarnos en la cama hasta tarde los domingos por la mañana, comiendo Lucky Charms y viendo dibujos animados; a veces me irritaba un poco lo atontado y eufórico que se veía a Andy en presencia de ella, trotando detrás sin dejar de parlotear sobre el nivel 4 del juego al que estaba jugando, incapaz de apartar los ojos de su trasero cuando ella se inclinaba para coger algo del fregadero.
—Era la más enrollada —dijo Andy, con su voz distante—. ¿Te acuerdas de cuando nos llevó en autobús a aquella convención de fans del cine de terror en las afueras de New Jersey? ¿Y de ese tipo espeluznante llamado Rip que nos seguía a todas partes intentando persuadir a tu madre para que actuara en su película de vampiros?
Yo sabía que su intención era buena. Pero me resultaba casi insoportable hablar de algo relacionado con mi madre o de antes, y volví la cabeza.
—No creo que hiciera cine de terror siquiera —continuó Andy, con su voz débil e irritante—. Creo que era una especie de obseso. Todas esas mazmorras con chicas atadas a mesas de laboratorios parecía algo más bien sacado de una película porno. ¿Te acuerdas de cómo le suplicó a tu madre que se probara la dentadura de vampiro?
—Sí. Después de eso ella se acercó al segurata.
—Con pantalones de cuero y todos esos piercings. Quién sabe, quizá fuera verdad que estaba haciendo una película de vampiros, pero seguro que era un gran pervertido. ¿No lo notaste? Con esa sonrisa astuta y el modo en que no paraba de mirarle el escote.
—Vámonos ya. Tengo hambre.
—¿Sí?
Desde que mi madre había muerto yo había perdido unas nueve o diez libras, las suficientes para que la señora Swanson hubiera empezado a pesarme (de manera vergonzosa) en su consulta, en la misma báscula que utilizaba para pesar a las chicas con trastornos alimentarios.
—¿Tú no?
—Sí, pero pensaba que estabas vigilando el peso para que te cupiera el vestido del baile de fin de curso.
—Vete a la mierda —dije de buen humor mientras abría la puerta… y me topé con el señor Barbour, que se encontraba al otro lado, no sabría decir si escuchando o a punto de llamar.
Avergonzado, empecé a tartamudear… En casa de los Barbour estaba terminantemente prohibido decir palabrotas, pero el señor Barbour no parecía muy perturbado.
—Vaya, Theo, me alegra ver que estás mejor —dijo secamente, mirando por encima de mi cabeza—. Vamos a coger mesa.
IV
La semana siguiente todos, incluido Toddy, se dieron cuenta de que mi apetito había aumentado.
—¿Has acabado tu huelga de hambre? —me preguntó con curiosidad una mañana.
—Toddy, acaba de desayunar.
—Pero creía que se llamaba así cuando la gente no come.
—No, una huelga de hambre es para la gente que está en la cárcel —dijo Kitsey fríamente.
—Gatita —dijo el señor Barbour con tono de advertencia.
—Sí, pero él se comió tres gofres ayer —dijo Toddy, ansioso, mirando a sus distraídos padres en un intento de llamar su atención—. Y yo solo me comí dos. Además, esta mañana se ha zampado dos boles de cereales y seis lonchas de beicon, pero a mí me habéis dicho que cinco son demasiadas. ¿Por qué no puedo tomar cinco como él?
V
—Hola, hola. Bienvenido —me dijo Dave el psiquiatra mientras cerraba la puerta y se sentaba frente a mí en su consulta: alfombras de kilim, estantes llenos de viejos libros de texto (Drogas y sociedad; Psicología infantil: un nuevo enfoque) y cortinas beige que se abrían con un zumbido al pulsar un botón.
Sonreí incómodo, paseando la vista por la habitación —la palmera en una maceta, la estatua de Buda de bronce—, mirando a todas partes menos a él.
—Bien. —El débil murmullo del tráfico que llegaba de la Primera Avenida hacía que el silencio entre nosotros fuera enorme, intergaláctico—. ¿Qué tal va todo?
—Bueno… —Yo tenía pavor a las sesiones con Dave, un suplicio que se producía dos veces a la semana y que solo era comparable con las visitas al dentista; me sentía culpable por no tenerle simpatía pese al gran esfuerzo que hacía él, siempre preguntándome qué películas o libros me gustaban, grabándome música o recortando artículos de Game Pro que pensaba que podían interesarme. A veces incluso me llevaba a EJ’s Luncheonette para tomar una hamburguesa. Pero en cuanto empezaba con las preguntas me ponía rígido, como si me hubieran obligado a salir a escena en una obra de teatro en la que no me sabía el papel.
—Se te ve un poco distraído hoy.
—Hummm… —No se me había escapado que varios de los libros que había en los estantes de Dave tenían la palabra sexo en el título: Sexualidad adolescente, Sexo y capacidades mentales, Patrones de desviación sexual, y mi favorito: Saliendo de las sombras: Cómo comprender la adicción sexual—. Supongo que estoy bien.
—¿Solo lo supones?
—No, estoy bien. Las cosas me van bien.
—¿Ah, sí? —Dave se recostó en su silla, moviendo la cabeza—. Eso es estupendo. —Luego añadió—: ¿Por qué no me pones un poco al día de lo que ha pasado?
—Oh… —Me rasqué la ceja, desvié la mirada—. El español se me sigue resistiendo… Tengo otro examen de recuperación que probablemente haré este lunes. Pero he sacado un sobresaliente en el trabajo sobre Stalingrado, de modo que pasaré de bien menos a bien en historia.
Él guardó silencio tanto tiempo que me sentí acorralado y empecé a devanarme los sesos buscando qué más decir.
—¿Algo más?
—Bueno… —Me miré los pulgares.
—¿Qué tal tu ansiedad?
—Mejor —dije, pensando en lo mucho que me incomodaba no saber nada sobre él.
Era uno de esos tipos que llevaba un anillo de casado que en realidad no parecía un anillo de casado, o quizá no lo era y solo estaba muy orgulloso de sus antepasados celtas. Si hubiera tenido que adivinar habría dicho que se había casado hacía poco y tenía un hijo recién nacido, pues emanaba una vidriosa aura de paternidad joven y exhausta, como si tuviera que levantarse y cambiar pañales en mitad de la noche, pero ¿quién sabía?
—¿Y la medicación? ¿Qué hay de los efectos secundarios?
—Ah… —Me rasqué la nariz—, supongo que mejor. —No había tomado las pastillas; hacían que me sintiera tan cansado y me daban tanto dolor de cabeza que últimamente las escupía por el desagüe del lavabo del cuarto de baño.
—Entonces podríamos decir que, en general, te encuentras mejor —dijo él después de unos momentos.
—Supongo que sí —respondí tras un silencio, mirando el cuadro que colgaba detrás de su cabeza. Era como un ábaco torcido hecho de cuentas de barro y cuerda con nudos, y me pareció que había pasado gran parte de mi vida reciente mirándolo.
Dave sonrió.
—Lo dices como si fuera algo de lo que avergonzarse. Pero sentirse mejor no significa que hayas olvidado a tu madre. O que la quieras menos.
Molesto ante semejante suposición, que jamás se me había pasado por la cabeza, desvié la mirada y contemplé la deprimente vista de edificios de ladrillo blanco de la acera de enfrente a través de la ventana.
—¿Tienes alguna idea de por qué te estás sintiendo mejor?
—No, la verdad —respondí cortante.
Mejor ni siquiera se ajustaba a lo que sentía. No había una palabra para describirlo. Eran cosas demasiado insignificantes para mencionarlas —risas en el pasillo del colegio, un geco vivo escabulléndose de un terrario en el laboratorio de ciencias— y que tan pronto hacían que me sintiera contento como me daban ganas de llorar. A veces por las tardes soplaba un viento húmedo y arenoso a través de las ventanas de Park Avenue, justo cuando el tráfico de la hora punta disminuía y la ciudad se vaciaba; era la lluvia, los árboles echando hojas, la primavera dando paso al verano; y el grito desesperado de las bocinas, el olor a humedad de la acera mojada tenían algo eléctrico, una sensación de aglomeración y estática en la atmósfera, secretarias solitarias y tipos gordos con comida para llevar, la omnipresente y poco atractiva tristeza de las criaturas que luchaban por vivir. Durante semanas había estado paralizado, aislado; ahora, en la ducha, ponía el chorro a la máxima potencia y gritaba calladamente. Todo era crudo, doloroso, confuso y erróneo, y sin embargo era como si me hubieran sacado a rastras del agua helada a través de una grieta en el hielo y hubiera salido a la luz y a un frío abrasador.
—¿Adónde has ido ahora mismo? —preguntó Dave, intentando atraer mi mirada.
—¿Perdón?
—¿En qué estabas pensando?
—En nada.
—¿De verdad? Es bastante difícil no pensar en nada.
Me encogí de hombros. Aparte de Andy, no había hablado con nadie de mi visita a la casa de Pippa en autobús, y el secreto lo coloreaba todo, como la luminiscencia de un sueño: los cachorros de papel de seda, la luz tenue de una vela goteante, el calor pringoso de la mano de ella en la mía. Pero aunque en apariencia era lo más resonante y real que me había sucedido en mucho tiempo, no quería estropearlo hablando de ello, y menos con Dave.
Permanecimos sentados otro largo momento. Luego Dave se echó hacia delante con expresión preocupada.
—Verás, Theo, cuando te pregunto adónde vas durante esos silencios, no quiero parecer estúpido ni ponerte en un aprieto ni nada parecido.
—¡Ya lo sé! —me apresuré a decir, agarrándome a los brazos del sofá tapizados de tweed.
—Estoy aquí para hablar de lo que tú quieras. O… —un crujido de la madera al cambiar de postura en la silla— para no hablar. Solo quería saber si tenías algo en la mente.
—Bueno —dije después de otra pausa interminable, resistiendo la tentación de mirar de reojo el reloj—. Yo solo… —¿Cuántos minutos quedaban? ¿Cuarenta?
—Porque me he enterado por alguno de los otros adultos que hay en tu vida de que en los últimos días has hecho una notable mejora. Has participado más en clase —continuó cuando yo no respondí—. Has hecho más vida social. Has vuelto a comer con normalidad. —En el silencio se oyó débilmente la sirena de una ambulancia—. Y quería saber si podías ayudarme a entender qué ha cambiado.
Me encogí de hombros, me rasqué una mejilla. ¿Cómo se podía explicar algo así? Parecía una estupidez intentarlo. Hasta el recuerdo empezaba a parecer tan desvaído y lleno de irrealidad como un sueño en el que los detalles se desdibujan cuanto más te esfuerzas por retenerlos. Lo importante era la sensación, una dulce e intensa corriente subterránea tan poderosa que en clase, en el autocar escolar o acostado en la cama tratando de pensar en algo seguro o agradable, algún entorno o configuración donde mi pecho no estuviera tan oprimido a causa de la ansiedad, lo único que tenía que hacer era sumergirme en esa corriente caliente como la sangre y dejarme llevar hasta el lugar secreto donde todo parecía ir bien. Paredes de color canela, gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, un vasto silencio y una sensación de profundidad y distancia, como el barniz sobre el fondo de un cuadro del siglo XIX. Alfombras deshilachadas por el uso, abanicos japoneses pintados y tarjetas de San Valentín antiguas a la luz de una vela, pierrots, palomas y guirnaldas de flores en forma de corazón. La cara de Pippa pálida en la oscuridad.
VI
—Escucha —le dije a Andy al cabo de varios días, cuando salíamos de Starbucks después de clase—, ¿podrías cubrirme esta tarde?
—Claro —respondió Andy, tomando un ansioso trago de café—. ¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. —Dependía de lo que tardara en cambiar de tren en la calle Catorce, podían ser cuarenta y cinco minutos hasta el centro; entre semana, el autobús tardaría aún más—. ¿Tres horas?
Andy hizo una mueca; si su madre estaba en casa le haría preguntas.
—¿Qué le digo?
—Dile que he tenido que quedarme hasta tarde en el colegio o algo así.
—Creerá que estás en apuros.
—¿Qué importa?
—No quiero que telefonee al colegio para averiguarlo.
—Pues dile que me he ido al cine.
—Entonces me preguntará por qué no he ido contigo. ¿Por qué no le digo que estás en la biblioteca?
—Es poco creíble.
—Tienes razón ¿Por qué no le digo que tenías una cita urgente con el encargado de controlar tu libertad condicional? ¿O que te has parado a tomarte un par de Old Fashioneds en el Four Seasons? —Imitaba a su padre; la imitación era tan buena que me reí.
—Fabelhaft —respondí, con la voz del señor Barbour—. Muy gracioso.
Él se encogió de hombros.
—La biblioteca principal está abierta hasta las siete de la tarde —dijo con su voz débil—. Pero no tengo por qué saber a cuál has ido si te olvidas de decírmelo.
VII
La puerta se abrió antes de lo que esperaba, mientras miraba ensimismado hacia el final de la calle. Esta vez Hobie iba bien afeitado y olía a jabón; llevaba el pelo largo y gris pulcramente peinado detrás de las orejas; vestido con tanta elegancia como el señor Blackwell el día de la explosión.
Arqueó las cejas; era evidente que se sorprendía de verme.
—¡Hola!
—¿He venido en mal momento? —le pregunté al ver los puños blancos como la nieve de su camisa, bordada con una diminuta inscripción cifrada en caracteres chinos rojos tan pequeños y estilizados que apenas se veían.
—En absoluto. La verdad es que esperaba que vinieras. —Llevaba una corbata roja con un dibujo amarillo pálido; mocasines negros y un traje azul marino de bonito corte—. Pasa, por favor.
—¿Va a alguna parte? —le pregunté mirándolo con timidez. El traje le hacía parecer otra persona, menos melancólica y pensativa, más capaz, a diferencia del Hobie de mi primera visita, con el aspecto de un oso polar elegante pero maltratado.
—Bueno…, sí. Pero ahora no. La verdad es que estamos en un pequeño aprieto. Pero no importa.
¿Qué significaba eso? Lo seguí por el interior de la casa, a través del bosque de patas de mesa y sillas desmembradas que había en el taller y a lo largo del salón lúgubre hasta la cocina, donde Cosmo, el terrier, corría de un lado para otro repiqueteando con las garras en el suelo de pizarra y gimoteando. Cuando entramos retrocedió unos pasos y nos miró con agresividad.
—¿Qué hace aquí? —le pregunté, arrodillándome para acariciarle la cabeza y apartando enseguida la mano cuando él se asustó.
—Hummm… —dijo Hobie. Parecía ensimismado.
—Cosmo. ¿No prefiere estar con ella?
—Oh, eso es cosa de su tía. No quiere que esté allí dentro. —Hobie llenaba el hervidor de agua en el fregadero y advertí cómo temblaba en sus manos.
—¿Su tía?
—Sí —dijo él poniendo el agua a hervir. Luego se agachó para rascar la barbilla del perro—. Pobrecito, no entiendes nada, ¿verdad? Margaret tiene opiniones muy firmes sobre la presencia de un perro en la habitación de un enfermo. Seguramente tiene razón. Y aquí llegas tú —añadió, mirándome por encima del hombro con una extraña mirada luminosa—, traído por la corriente. Pippa no ha parado de hablar de ti desde que viniste.
—¿De verdad? —dije, encantado.
—«¡¿Dónde está ese chico?!». «Aquí estuvo un chico». Ayer me dijo que ibas a volver y presto —dijo con una risa cálida y juvenil—, aquí estás. —Se levantó con un crujido de rodillas, y se secó la frente blanca y nudosa con el dorso de la muñeca—. Si esperas un momento, podrás entrar a verla.
—¿Cómo está?
—Mucho mejor —respondió él resueltamente, sin mirarme—. Hay muchas novedades. Su tía va a llevársela a Texas.
—¿Texas? —repetí tras unos minutos de atónito silencio.
—Eso me temo.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana.
—¡No!
Hobie torció el gesto…, una mueca de dolor que desapareció en cuanto la vi.
—Sí, he hecho su equipaje —dijo en un tono alegre que no se correspondía con la infelicidad que había dejado traslucir—. Ha pasado mucha gente por aquí. Amigos del colegio… De hecho, este es el primero momento de tranquilidad que tenemos desde hace un tiempo. Ha sido una semana bastante ajetreada.
—¿Cuándo volverá?
—Bueno, tardará un tiempo en hacerlo. Margaret se la lleva a vivir con ella.
—¿Para siempre?
—¡Oh, no! Para siempre no —respondió él, con una voz que me dio a entender que eso era exactamente lo que quería decir—. No es que vaya a irse a otro planeta —añadió al ver mi cara—. Iré a verla, por supuesto. Y ella vendrá de visita.
—Pero… —Tuve la sensación de que el techo se derrumbaba sobre mi cabeza—. Creía que vivía aquí contigo.
—Y así era hasta hace nada. Pero estoy seguro de que se encontrará mucho mejor allí —añadió sin convicción—. Significará un gran cambio para todos, pero a la larga estoy seguro de que será lo mejor.
Me di cuenta de que no creía una palabra de lo que decía.
—Pero ¿por qué no puede quedarse aquí?
Hobie suspiró.
—Margaret es la hermanastra de Welty —respondió—. Es su otra hermanastra. El pariente más cercano de Pippa. Cree que Pippa estará mejor en Texas ahora que vuelve a tener movilidad.
—Yo no querría vivir en Texas —dije, sorprendido—. Hace demasiado calor.
—No creo que allí tengan tan buenos médicos —dijo Hobie, limpiándose el polvo de las manos—. Aunque Margaret y yo no coincidimos en este punto.
Se sentó y me miró.
—Tus gafas —dijo—. Me gustan.
—Gracias.
Yo no quería hablar de mis gafas nuevas, una novedad mal recibida por mi parte, aunque sin duda veía mejor con ellas. La señora Barbour había escogido la montura por mí en E. B. Meyrowitz, cuando no pasé el examen de visión del colegio. Eran de concha y redondas, quizá demasiado serias y de aspecto caro, y los adultos habían hecho lo indecible por asegurarme que me sentaban bien.
—¿Qué tal van las cosas por el norte? —preguntó—. No sabes el revuelo que causó tu visita. De hecho, pensaba ir a verte yo mismo. Si no lo he hecho ha sido por no dejar a Pippa, ya que se irá tan pronto. Verás, todo este asunto de Margaret ha sucedido muy deprisa. Es como su padre, el viejo señor Blackwell…, cuando se le mete algo en la cabeza no para hasta conseguirlo.
—¿Él también va a ir a Texas? Me refiero a Cosmo.
—Oh, no, aquí estará bien. Ha vivido en esta casa desde que tenía doce semanas.
—¿No se pondrá triste?
—Espero que no. Bueno…, la verdad es que la echará de menos. Cosmo y yo nos llevamos bastante bien, aunque ha estado algo deprimido desde que Welty murió. En realidad era el perro de Welty, su afecto por Pippa es reciente. A estos terriers pequeños, como siempre decía Welty, no siempre les enloquecen los niños… La madre de Cosmo, Chessie, era el terror.
—Pero ¿por qué Pippa tiene que irse tan lejos?
—Bueno —respondió Hobie frotándose un ojo—, en realidad es lo único que tiene sentido. Margaret es pariente de Pippa y yo no. Aunque Margaret y Welty apenas se hablaban cuando él vivía…, al menos no en los últimos años.
—¿Por qué no?
—Bueno… —Noté que no quería contármelo—. Todo era muy complicado. Verás, Margaret estaba en contra de la madre de Pippa.
En cuanto pronunció estas palabras entró en la habitación una mujer alta de facciones afiladas y aire eficiente. Tenía la edad de una abuela joven, con una cara delgada y patricia, y el pelo de color óxido tirando a gris. Tanto el traje como el calzado que llevaba recordaban a la señora Barbour, pero eran de un tono verde lima que esta nunca habría llevado.
Me miró; yo miré a Hobie.
—¿Qué pasa? —preguntó ella con frialdad.
Hobie exhaló audiblemente; parecía exasperado.
—Nada, Margaret. Este es el chico que estuvo con Welty cuando murió.
Ella miró por encima de sus gafas de media montura, luego se rió fuerte, con una risa aguda y cohibida.
—Hola —dijo, convertida de pronto en el encanto personificado, tendiéndome unas manos delgadas y rojas repletas de diamantes—. Me llamo Margaret Blackwell Pierce y soy la hermana de Welty. Medio hermana —se corrigió, lanzando una mirada a Hobie por encima de mi hombro al ver que yo arqueaba las cejas—. Welty y yo teníamos el mismo padre. Mi madre era Susie Delafield.
Pronunció el nombre como si esperara que me sonara. Miré a Hobie para ver lo que pensaba de todo ello. Margaret me vio hacerlo y le lanzó una mirada brusca antes de volver a concentrarse —toda efervescencia— en mí.
—Qué encanto de chico —me dijo. Su larga nariz estaba ligeramente rosada por la punta—. Me alegro mucho de conocerte. James y Pippa me lo han contando todo de tu anterior visita…, algo de lo más extraordinario. Ha sido el tema de conversación. Asimismo quiero darte las gracias —me cogió la mano— de todo corazón por devolverme el anillo de mi abuelo. Significa mucho para mí.
¿Su anillo? De nuevo miré a Hobie, confuso.
—También habría significado mucho para mi padre. —Había algo deliberado y ensayado en su afabilidad («todo encanto», como habría dicho el señor Barbour); y sin embargo el parecido físico de esa mujer con el señor Blackwell, así como con Pippa, me atraía a pesar de mí mismo—. Ya sabes que se perdió otra vez, ¿verdad?
El hervidor de agua silbó.
—¿Quieres una taza de té, Margaret? —preguntó Hobie.
—Sí, por favor —respondió ella enseguida—. Con limón y miel. Y una pizca de whisky. —Volviéndose hacia mí, con voz más afable, añadió—: Lo siento mucho, pero tenemos un asunto de adultos que atender. Dentro de nada tenemos que salir para ir a ver al abogado. En cuanto llegue la enfermera de Pippa.
Hobie carraspeó.
—No veo nada malo en que…
—¿Puedo entrar a verla? —lo interrumpí, demasiado impaciente para dejarle acabar la frase.
—Por supuesto —se apresuró a decir Hobie antes de que la tía Margaret pudiera intervenir, dándole hábilmente la espalda para eludir su mirada de disgusto—. Te acuerdas del camino, ¿verdad? Por allí.
VIII
—¿Puedes apagar la luz? —fue lo primero que me dijo Pippa. Estaba recostada en la cama con los auriculares del iPod puestos, y parecía cegada y desorientada bajo la luz de la bombilla del techo.
La apagué. La habitación estaba más vacía y había cajas de cartón amontonadas contra las paredes. Una fina lluvia de primavera repiqueteaba en los cristales de las ventanas; fuera, en el patio oscuro, vi las flores blancas como la espuma de un peral, pálidas contra el ladrillo mojado.
—Hola —dijo, juntando las manos sobre la colcha.
—Hola —respondí, deseando no parecer tan cohibido.
—¡Sabía que eras tú! Os he oído hablar en la cocina.
—¿Ah, sí? ¿Cómo has sabido que era yo?
—¡Soy músico! Tengo un gran oído.
Una vez que los ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que Pippa parecía menos frágil que en mi anterior visita. El pelo le había crecido un poco, y ya no tenía las grapas, aunque todavía se veía la fruncida línea de la cicatriz.
—¿Cómo te encuentras?
Ella sonrió.
—Soñolienta. —El sueño se percibía en su voz, áspera y dulce por los bordes—. ¿Te importa compartir?
—¿Compartir qué?
Ella volvió la cabeza hacia el lado, se quitó un auricular y me lo dio.
—Escucha esto.
Me senté a su lado en la cama y me lo puse en la oreja: armonías etéreas, impersonales, penetrantes, como una señal de radio procedente del Paraíso.
Nos miramos.
—¿Qué es?
—Hummm… —Miró el iPod—. Palestrina.
—Ah.
Pero me traía sin cuidado qué era. Las únicas razones por las que lo escuchaba siquiera eran la luz lluviosa, el árbol blanco en la ventana, el trueno, ella.
Se hizo un silencio alegre y extraño, conectado por el cable y las voces heladas que resonaban débilmente.
—No tienes que hablar —me dijo—. Si no tienes ganas. —Le pesaban los párpados, y su voz sonaba soñolienta y enigmática—. La gente siempre quiere hablar pero yo prefiero estar callada.
—¿Has estado llorando? —le pregunté, mirándola un poco más de cerca.
—No. Bueno…, un poco.
Nos quedamos allí sentados sin decir una palabra, y no resultó incómodo ni raro.
—Me tengo que marchar —dijo al final—. ¿Lo sabías?
—Lo sé. Hobie me lo ha dicho.
—Es horrible. No quiero irme. —Pippa olía a sal, a medicamentos y a algo más, como la infusión de manzanilla, grasienta y dulce que mi madre compraba en Grace’s.
—Ella parece agradable —dije cortésmente—, supongo.
—Supongo —repitió ella con tristeza, deslizando la punta del dedo por el borde de la colcha—. Dijo algo de una piscina. Y caballos.
—Eso será divertido.
Pippa parpadeó confundida.
—Es posible.
—¿Montas a caballo?
—No.
—Yo tampoco. Pero mi madre montaba. Le encantaban los caballos. Siempre se paraba a hablar con los caballos de los carruajes de Central Park South. —Yo no sabía cómo explicarlo—. Era casi como si ellos le hablaran. Intentaban volver la cabeza, incluso con las orejeras, hacia donde estaba ella.
—¿Tu madre también ha muerto? —preguntó ella con timidez.
—Sí.
—La mía lleva muerta desde… —Se interrumpió y reflexionó—, no me acuerdo. Murió después de una Semana Santa, de modo que me tomé la semana siguiente de vacaciones. Se suponía que íbamos a hacer una excursión a los jardines botánicos pero no llegué a ir. La echo de menos.
—¿De qué murió?
—Se puso enferma. ¿Tu madre también?
—No. Fue un accidente. —Y luego, sin querer aventurarme más sobre el tema, añadí—: Como digo, le encantaban los caballos. De niña tenía uno que a veces se sentía solo, y le gustaba acercarse a la casa y meter la cabeza por la ventana para ver qué pasaba.
—¿Cómo se llamaba?
—Paintbox.
Me encantaba oír hablar a mi madre de los establos de Kansas; las lechuzas y los murciélagos en las vigas del techo, y los caballos relinchando y resoplando. Me sabía los nombres de todos los caballos y perros de su niñez.
—¡Paintbox! ¿Era de colores diferentes?
—Era más bien moteado. He visto fotos de él. A veces, en verano, iba a buscarla mientras ella dormía la siesta. Mi madre lo oía respirar entre las cortinas.
—Qué bonito. Me gustan los caballos. Solo que…
—¿Qué?
—¡Preferiría quedarme aquí! —De pronto pareció a punto de llorar—. No sé por qué tengo que irme.
—Deberías decirles que quieres quedarte. —¿Cuándo empezamos a cogernos las manos? ¿Por qué la mano de ella estaba tan caliente?
—¡Ya se lo he dicho! Aunque todos parecen creer que es mejor que yo viva allí.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo preocupada—. Dicen que es más tranquilo. Pero a mí no me gusta la tranquilidad, me gusta que haya mucho que oír.
—También quieren que yo me vaya.
Pippa se apoyó sobre el codo.
—¡No! ¿Cuándo? —exclamó, alarmada.
—No lo sé. Supongo que pronto. Tengo que ir a vivir con mis abuelos.
—Oh —dijo ella con anhelo, recostándose en la almohada—. Yo no tengo abuelos.
Entrelacé los dedos con los suyos.
—Los míos no son muy simpáticos.
—Lo siento.
—No importa —dije de la forma más natural que fui capaz, aunque el corazón me latía con tanta fuerza que notaba las palpitaciones en las yemas de los dedos. Su mano aterciopelada ardía febril y un poco húmeda en la mía.
—¿No tienes más familia? —Tenía los ojos tan oscuros que a la tenue luz de la ventana se veían negros.
—No. Bueno… —¿Contaba mi padre?—. No.
Siguió un largo silencio. Todavía estábamos conectados a través de los auriculares, uno en la oreja de ella y el otro en la mía. Conchas marinas cantando. Coros de ángeles y perlas. De pronto todo transcurría demasiado despacio; era como si me hubiera olvidado de respirar con normalidad; me encontré conteniendo el aliento una y otra vez, exhalándolo de forma entrecortada y demasiado ruidosa.
—¿De quién has dicho que era esta música? —pregunté, solo por decir algo.
Ella sonrió somnolienta, y alargó la mano para coger una piruleta alargada de aspecto poco apetitoso que había encima de un envoltorio plateado en la mesilla de noche.
—Palestrina —respondió, dando vueltas a la piruleta en la boca—. Misa mayor o algo así. Todas son muy parecidas.
—¿Te gusta ella? Me refiero a tu tía.
Ella me miró durante largo rato. Luego dejó la piruleta sobre el envoltorio y dijo:
—Parece agradable. Pero no la conozco en realidad. Es extraño.
—¿Por qué tienes que irte?
—Es un asunto de dinero. Hobie no puede hacer nada…, no es mi tío en realidad. Es mi tío de mentirijillas, como dice él.
—Ojalá fuera tu verdadero tío. Quiero que te quedes.
Ella se incorporó de golpe, me rodeó con los brazos y me besó; y toda la sangre me bajó de golpe a los pies, como si me tirara desde un precipicio.
—Yo… —Me entró el pánico. Aturdido, me sequé el beso en un acto reflejo, pero no fue baboso ni asqueroso, y me pareció ver su rastro brillando en el dorso de mi mano—. No quiero que te vayas.
—Yo tampoco quiero irme.
—¿Recuerdas haberme visto?
—¿Cuándo?
—Antes.
—No.
—Yo sí. —De algún modo mi mano se acercó hasta su mejilla; luego, cerrando el puño, la aparté con torpeza y me obligué a ponerla a mi lado, sentándome prácticamente encima de ella—. Yo estaba allí.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Hobie estaba en la puerta.
—Hola, amorcito. —Y aunque el afecto que traslucía su voz iba dirigido sobre todo a ella, noté que un poco era para mí—. Te dije que volvería.
—Es cierto —dijo, incorporándose—. Está aquí.
—¿Me harás caso la próxima vez?
—Te hice caso, pero no te creí.
El dobladillo de una cortina muy fina rozaba el alféizar. Se oía débilmente el ruido del tráfico de la calle. Sentado en el borde de la cama, era como si me hallara en ese momento de transición entre el sueño y la vigilia en el cual todo se fundía y mezclaba como si estuviera a punto de cambiar, deslizándose en un mismo fluido y eufórico movimiento: la luz lluviosa, Pippa incorporándose mientras Hobie permanecía en el umbral, y el beso (con el peculiar sabor de lo que creo que era una piruleta de morfina) todavía adherido a mis labios. Pero no estoy seguro de que la morfina justificara lo mareado que me sentía en ese momento, tan risueñamente arropado en belleza y felicidad. Medio aturdidos, nos despedimos (no hubo promesas de cartearnos; ella parecía demasiado enferma para eso) y me encontré de nuevo en el pasillo con la enfermera, la tía Margaret hablando en voz muy alta y desconcertante, y la mano tranquilizadora de Hobie en mi hombro, una presión fuerte y reconfortante que me transmitía que todo iba bien. Nadie me había tocado así desde que mi madre había muerto —de forma tan afectuosa, sosteniéndome en medio de los acontecimientos confusos—, y, como un perro perdido y ávido de atención, experimenté una transferencia de lealtades, a un nivel muy profundo, una repentina, humillante y lacrimógena convicción de que estaba fuera de peligro y esa persona era de fiar, podía confiar en ella, nadie me haría daño allí.
—Ah, estás llorando —gritó la tía Margaret—. ¿Lo has visto? —Se volvió hacia la joven enfermera (quien asintió sonriendo, deseosa de complacer y claramente bajo su hechizo)—. ¡Qué encanto! La echarás de menos, ¿verdad? —Era una sonrisa de oreja a oreja, segura de sí misma y de su propia justificación—. Tendrás que venir a vernos. Me encanta tener huéspedes. Mis padres… tenían una de las casas Tudor más grandes de Texas…
Y siguió parloteando afable como un loro. Pero mi lealtad estaba en otra parte. Y el sabor del beso de Pippa —agridulce y extraño— me acompañó durante todo el tambaleante y soñoliento trayecto en autobús de regreso al norte de la ciudad, fundiéndose con el pesar y la belleza, un dolor estrellado que hizo que me elevara por encima de la ciudad barrida por el viento como una cometa; la cabeza en las nubes cargadas de lluvia, el corazón en el cielo.
IX
Yo no soportaba pensar que ella se iba. No podía pensar en ello. El día de su partida me desperté acongojado. Miré el cielo sobre Park Avenue, negro azulado y amenazador, un cielo turbulento que parecía sacado de un cuadro del Calvario, y me la imaginé mirando el mismo cielo por la ventanilla del avión; mientras Andy y yo caminábamos hacia la parada del autobús, con las campanas de la iglesia repicando por todo Park Avenue, los ojos alicaídos y el ambiente lúgubre de la calle parecieron reflejar y aumentar mi tristeza ante su partida.
—Bueno, Texas es aburrido —dijo Andy entre estornudos; con los ojos enrojecidos y llorosos por el polen, su aspecto de rata de laboratorio era más evidente que nunca.
—¿Has estado allí?
—Sí…, en Dallas. El tío Harry y la tía Tess vivieron un tiempo allí. No hay nada que hacer aparte de ir al cine, y no puedes ir andando a ningún sitio, te tienen que llevar en coche a todas partes. Además, hay serpientes de cascabel y aplican la pena de muerte, lo que a mi modo de ver no es civilizado y resulta poco ético en el noventa y ocho por ciento de los casos. Pero probablemente será lo mejor para ella.
—¿Por qué?
—Por el clima, para empezar —respondió Andy, secándose la nariz con uno de los pañuelos de algodón planchados que cada mañana cogía del montón que guardaba en su cajón—. Los convalecientes hacen grandes progresos en los climas cálidos. Por eso mi abuelo Van der Pleyn se fue a vivir a Palm Beach.
Guardé silencio. Sabía que Andy era leal; confiaba en él y apreciaba su opinión; sin embargo, cuando conversábamos a veces tenía la sensación de estar hablando con uno de esos programas informáticos que reproducen la respuesta humana.
—Si va a Dallas tiene que ir al Museo de Ciencias Naturales. Aunque creo que le parecerá pequeño y anticuado. El IMAX que vi allí ni siquiera era de tres dimensiones. Además, me hicieron pagar para entrar en el planetario, lo que resulta ridículo teniendo en cuenta lo inferior que es al de Hayden.
—Ya.
A veces me preguntaba qué se necesitaba para sacar a Andy de su torreón de genio matemático: ¿un maremoto? ¿Una invasión de decepticones? ¿Godzilla marchando a grandes zancadas por la Quinta Avenida? Era como un planeta sin atmósfera.
X
¿Alguna vez se había sentido alguien tan solo? De nuevo en casa de los Barbour, en medio del estruendo y la plenitud de una familia que no era la mía, ahora me sentía aún más solo que de costumbre…, sobre todo porque, a medida que se acercaba el fin de curso, no tenía claro (y Andy tampoco en realidad) si iría con ellos a su casa de veraneo de Maine. Con su característica delicadeza la señora Barbour, logró eludir el tema incluso en medio de las cajas y las maletas abiertas que iban apareciendo por toda la casa; el señor Barbour y los hermanos pequeños parecían muy emocionados, pero Andy contemplaba la perspectiva con visible horror.
—Sol y diversión —dijo con desdén, colocándose las gafas (que eran como las mías pero más gruesas) sobre el puente de la nariz—. Al menos con tus abuelos estarás en secano. Con agua caliente y conexión de internet.
—No te compadezco.
—Bueno, si al final te vienes con nosotros verás cuánto te gusta. Es como Secuestrado. La parte en que lo venden como esclavo en ese barco.
—¿Qué hay de la parte en que tiene que ir a vivir con un pariente espantoso a quien apenas conoce y que vive en medio de la nada?
—En eso estaba pensando —dijo Andy, serio, volviéndose desde su escritorio para mirarme—. Pero al menos no conspiran para matarte…, no hay en juego ninguna herencia.
—No, eso está claro.
—¿Quieres un consejo?
—¿Cuál?
—Cuando llegues a tu nuevo colegio de Maryland, mátate a estudiar —dijo él, rascándose la nariz con la goma de su lápiz—. Tienes ventaja porque vas un curso adelantado. Eso significa que te graduarás a los diecisiete. Si te empleas a fondo estarás fuera en cuatro años, tal vez incluso tres, con una beca para estudiar donde quieras.
—Mis notas ya no son tan buenas.
—No —dijo Andy muy serio—, pero es solo porque no estudias. Además, no creo equivocarme al decir que tu nuevo colegio, esté donde esté, no será muy exigente.
—Rezo para que no lo sea.
—Quiero decir que será un colegio público en Maryland. No quiero ser irreverente con Maryland, que tiene el Laboratorio de Física Aplicada y el Instituto de Ciencias del Telescopio Espacial de la Johns Hopkins, por no hablar del Centro Goddard de Vuelos Espaciales en Greenbelt. Definitivamente, es un estado con un compromiso serio con la NASA. ¿Qué sacaste de media el año pasado?
—No me acuerdo.
—Bueno, no pasa nada si no deseas decírmelo. Lo que quiero decir es que si te esfuerzas puedes terminar con buenas notas a los diecisiete años, o incluso a los dieciséis, y entonces podrás ir a la universidad que quieras.
—Tres años son muchos.
—Lo es para nosotros, pero para el orden del universo no es nada en absoluto. Vamos —dijo Andy con tono razonable—, mira a la tonta de remate de Sabine Ingersoll o al idiota de James Villiers. O al cabrón de Forrest Longstreet.
—Esa gente no es pobre. Vi en la portada de The Economist al padre de Villiers.
—No, pero son muy cortos. Sabine apenas sabe poner un pie detrás del otro. Si su familia no tuviera dinero y se viera obligada a arreglárselas por su cuenta, tendría que ser…, no lo sé, prostituta. Y Longstreet probablemente se arrastraría hasta la esquina y moriría de hambre, como un hámster al que te olvidas de dar de comer.
—Me estás deprimiendo.
—Solo te estoy diciendo que eres listo. Y que caes bien a los adultos.
—¿Cómo? —dije con recelo.
—Ya lo creo —respondió Andy, con su voz débil e irritante—. Te acuerdas de cómo se llaman, los miras a los ojos y les estrechas la mano cuando toca. En el colegio los tienes a todos en el bote.
—Sí, pero… —No quería decir que era porque mi madre había muerto.
—No seas estúpido. Te dejan hacer lo que te da la gana. Eres lo bastante listo para discurrir algo tú solo.
—¿Entonces por qué no has discurrido tú algún plan para librarte de los barcos?
—Ya lo he hecho —respondió Andy, resuelto, volviendo a concentrarse en su cuaderno de hiragana—. Tengo por delante cuatro veranos infernales, en el peor de los casos. Tres si papá me deja ir a la universidad con dieciséis años, y dos si en tercero hago de tripas corazón y me apunto a ese programa de verano de la Mountain School para aprender agricultura ecológica. Después de eso no volveré a subirme a un barco.
XI
—Por desgracia, es difícil hablar con ella por teléfono —dijo Hobie—. No contaba con eso, pero a ella no se le da bien.
—¿No se le da bien qué? —le pregunté.
Apenas había pasado una semana y, aunque no había previsto ir a ver a Hobie, volvía a estar allí, sentado a la mesa de la cocina, comiendo mi segundo plato de lo que, a primera vista, parecía un pegote de barro negro pero que en realidad era una deliciosa mezcla de jengibre e higos cubierta de nata batida y pequeñas rodajas amargas de piel de naranja.
Hobie se frotó el ojo. Había estado restaurando una silla en el sótano.
—Todo es muy frustrante. —Tenía el pelo recogido hacia atrás; las gafas le colgaban de una cadena. Debajo de la bata negra, que se había quitado y colgado de un gancho, llevaba unos viejos pantalones de pana manchados de disolvente y cera para muebles, y una camisa de algodón fina de tanto lavarla con las mangas enrolladas por encima de los codos.
—Margaret me dijo que Pippa lloró tres horas después de hablar conmigo por teléfono el domingo por la noche.
—¿Por qué no puede regresar?
—Con franqueza, ojalá supiera cómo arreglar las cosas —dijo Hobie.
Con aire eficiente y taciturno, y una mano blanca y nudosa apoyada sobre la mesa, algo en sus hombros recordaba a un caballo de carga de natural manso, o quizá a un obrero en el pub después de una larga jornada laboral.
—Se me ocurrió coger un avión e ir a verla, pero Margaret no quiere. Dice que no se adaptará como es debido si siempre estoy revoloteando alrededor.
—Creo que debería ir usted de todos modos.
Hobie arqueó las cejas.
—Margaret ha contratado a un terapeuta supuestamente famoso que utiliza los caballos para tratar a niños con lesiones. A Pippa le encantan los animales, pero aunque estuviera restablecida por completo no querría estar todo el tiempo a la intemperie montando a caballo. Ha pasado la mayor parte de su vida en clases de música y salas de ensayo. Margaret está muy entusiasmada con el programa de música de su iglesia, pero un coro de niños aficionados no puede tener mucho interés para ella.
Dejé a un lado el plato de cristal, bien rebañado.
—¿Por qué Pippa no la conoció antes? —le pregunté con timidez. Y como él no respondió, añadí—: ¿Fue un asunto de dinero?
—No exactamente. Aunque…, sí. Tienes razón. El dinero siempre tiene algo que ver. Verás —dijo, echándose hacia delante y apoyando sus grandes y expresivas manos en la mesa—, el padre de Welty tenía tres hijos: Welty, Margaret y la madre de Pippa, Juliet. Todos de distintas madres.
—Oh.
—Welty era el mayor. El hijo primogénito, ya sabes. Pero contrajo tuberculosis de la espina dorsal a los seis años, cuando sus padres estaban en Asuán. La niñera no se dio cuenta de lo grave que estaba y lo llevaron al hospital demasiado tarde. Tengo entendido que era un niño muy listo, además de simpático, aunque el viejo Blackwell no era muy tolerante que digamos con la debilidad o la enfermedad. Lo mandó a vivir a Estados Unidos con unos parientes y apenas volvió a pensar en él.
—Eso es horrible —dije, escandalizado ante lo injusto del trato.
—Bueno, te llevarías una impresión totalmente distinta de él si oyeras a Margaret, por supuesto, pero el padre de Welty era un hombre duro. De cualquier modo, después de que los Blackwell fueran expulsados de El Cairo…, aunque «expulsados» quizá no sea el término que mejor lo describa. Con la llegada al poder de Nasser todos los extranjeros tuvieron que abandonar Egipto. Por suerte, el padre de Welty estaba en el negocio del petróleo, y tenía dinero y propiedades en otra parte, ya que a los extranjeros se les prohibió sacar dinero o cualquier cosa de valor del país.
»En fin, me he desviado un poco del tema. —Sacó otro cigarrillo—. El caso es que Welty apenas conoció a Margaret, que tenía unos doce años menos que él. La madre de Margaret era de Texas, una heredera con una gran fortuna. Fue el último y más largo de los matrimonios del viejo señor Blackwell, y su gran amor, según Margaret. La pareja más prominente de Houston…, muchas copas y vuelos, safaris africanos… Al padre de Welty le encantaba África y nunca pudo permanecer muy lejos de ella, aun después de tener que marcharse de El Cairo.
»En fin… —Encendió una cerilla y tosió mientras exhalaba una nube de humo—. Margaret era para su padre la princesa, la niña de sus ojos, ya sabes. Aun así, a lo largo del matrimonio él continuó liándose con camareras, encargadas de guardarropa, hijas de amigos…, y ya en la sesentena dejó embarazada a una chica que le cortaba el pelo. Ese bebé sería con el paso de los años la madre de Pippa.
Guardé silencio. Cuando yo estudiaba segundo curso se había desatado un gran escándalo (documentado a diario en las crónicas de sociedad del Post de Nueva York) porque el padre de uno de mis compañeros de clase, Eli, tuvo un hijo con una mujer que no era su madre, lo que había llevado a muchas madres a tomar partido y a dejar de saludarse frente al colegio mientras esperaban para recogernos por las tardes.
—Margaret estaba estudiando en el Vassar College —continuó Hobie de forma entrecortada. Aunque hablaba conmigo como si yo fuera adulto (lo que me gustaba), el tema parecía incomodarlo—. Creo que estuvo un par de años sin dirigirle la palabra a su padre. El viejo señor Blackwell quiso pagar a la peluquera para desembarazarse de ella, pero su tacañería siempre pudo más que él, su tacañería con los que dependían de él. Así que Margaret…, Margaret y la madre de Pippa, Juliet, no se conocieron hasta que coincidieron en la sala del tribunal, cuando Juliet era prácticamente una niña de pecho. El padre de Welty había llegado a odiar tanto a la peluquera que dejó claro en el testamento que ni ella ni Juliet recibirían un centavo más de la mísera pensión que estableciera la ley. Pero Welty… —Apagó el cigarrillo—. El viejo señor Blackwell se lo pensó mejor por lo que se refería a Welty y lo incluyó en el testamento. A lo largo de todo ese proceso legal, que duró años, la indignación de Welty por el modo en que se había apartado y desatendido a la criatura no hizo sino aumentar. Ni la madre de Juliet ni ninguno de sus parientes quería a la niña; el viejo Blackwell sin duda nunca la había querido, y Margaret y su madre se habrían alegrado de verla en la calle. Entretanto la peluquera dejaba sola a Juliet en el piso cuando se iba a trabajar…, una situación terrible para todos los involucrados.
»Welty no tenía obligación de intervenir, pero era un hombre afectuoso sin familia al que le gustaban los niños. Invitó a Juliet, o a JuleeAnn, como se llamaba ella entonces, a pasar unas vacaciones aquí cuando tenía seis años…
—¿Aquí? ¿A esta casa?
—Sí, aquí. Al finalizar el verano llegó el momento de mandarla de vuelta; entonces ella se echó a llorar porque no quería irse; la madre de Juliet no respondía al teléfono, y Welty anuló los billetes de avión e hizo llamadas para matricularla en un colegio. Nunca fue algo oficial, pues él temía el escándalo, por así decirlo, pero casi todo el mundo dio por hecho que la niña era suya sin hacer demasiadas preguntas. Tenía unos treinta y cinco años, era lo bastante mayor para ser padre. Y, en lo fundamental, lo era.
»En fin, no importa —concluyó levantando la vista con un tono alterado—. Has dicho que querías echar un vistazo al taller. ¿Quieres que bajemos ahora?
—Me encantaría —respondí.
Al llegar lo había encontrado allí, restaurando una silla colocada del revés; él se había erguido y estirado diciendo que no le vendría mal un descanso, pero yo no había querido subir; el taller era un lugar opulento y mágico, una cueva llena de tesoros, más grande por dentro de lo que parecía por fuera, con la luz filtrándose por las altas ventanas, calados y filigranas, herramientas misteriosas cuyos nombres no conocía, y los intensos e intrigantes olores del barniz y la cera de abeja. Incluso la silla que estaba reparando, que tenía las patas de cabra con la pezuña hendida, me había parecido más una criatura hechizada que un mueble, como si ella sola pudiera darse la vuelta, bajar de un salto de la mesa e irse trotando por la calle.
Hobie descolgó la bata y se la puso. Pese a su gentileza y su forma de ser apacible, tenía la constitución de un hombre que se gana la vida trasladando neveras o descargando camiones.
—Aquí la tienes —dijo precediéndome por las escaleras—. La tienda que hay detrás de la tienda.
—¿Cómo?
Se rió.
—La trastienda. Lo que ven los clientes es un decorado, la cara que se muestra al público, pero aquí abajo es donde se realiza el trabajo importante.
—Entiendo —respondí, bajando la vista hacia el laberinto que se extendía al pie de las escaleras: madera clara como la miel, madera oscura como la melaza, destellos de latón, dorado y plateado a la tenue luz.
Como en el arca de Noé, cada mueble hacía cola con los de su especie: las sillas con las sillas, los sofás con los sofás, los relojes con los relojes, y los escritorios, armarios y aparadores en rígidas filas justo enfrente. Las mesas de comedor, en el centro, formaban estrechos senderos laberínticos que había que rodear. En el fondo de la habitación, una pared de viejos espejos desazogados, un marco al lado de otro, brillantes de la luz plateada de las antiguas salas de baile y los salones iluminados con velas.
Hobie me miró. Vi lo satisfecho que estaba.
—¿Te gustan los objetos antiguos?
Hice un gesto de asentimiento; era cierto que me gustaban, aunque nunca me había parado a pensarlo.
—Entonces debe de ser interesante para ti vivir en casa de los Barbour. Supongo que algunos de sus muebles reina Ana y Chippendale son tan buenos como los que encuentras en un museo.
—Sí —respondí titubeante—. Pero esto es distinto. —Y, por si no lo entendía, añadí—: Es más bonito.
—¿Cómo es eso?
—Quiero decir que lo que hay aquí abajo es… —cerré los ojos con fuerza, tratando de aclarar mis ideas— increíble. Al haber tantas sillas juntas ves las distintas personalidades, ¿comprende? Esa, por ejemplo, es algo así como… —No sabía cómo describirla—. Bueno, es casi boba, pero en un sentido positivo…, confortable. Aquella, en cambio, es más nerviosa, con esas largas patas enroscadas…
—Tienes buen ojo para los muebles.
—Bueno… —Los cumplidos me desconcertaban, nunca sabía cómo reaccionar aparte de no dándome por aludido—. Cuando los ves colocados en hilera ves cómo están hechos. En cambio, la casa de los Barbour… —No estaba seguro de cómo explicarlo—. Me recuerda más bien a las salas de animales disecados del Museo de Historia Natural.
Al reírse, su aire sombrío y preocupado se desvaneció; se percibía su buen carácter, lo irradiaba.
—No, hablo en serio —añadí, resuelto a no parar hasta lograr exponer mi argumento—. Tal como los ha colocado ella, una mesa sola con una lámpara y todos esos objetos encima que se supone que no puedes tocar, es como esos dioramas que se instalan alrededor de un yak para mostrar su hábitat. Es bonito, pero… —Señalé con un ademán los respaldos de las sillas alineados contra la pared—. Eso es un arpa, y ese otro, una cuchara, y ese… —Imité la forma con el dorso de la mano.
—Un escudo. Aunque lo más bonito de ese respaldo son las borlas que adornan las palas. Quizá no te des cuenta —continuó él, antes de que yo pudiera preguntar qué era una pala—, pero es de lo más educativo ver todos los días los muebles que tiene ella a distintas luces, y poder deslizar una mano por ellos cuando se te antoje. —Echó vaho a las gafas y las limpió con una esquina del delantal—. ¿No te esperan en casa?
—No —respondí, aunque se estaba haciendo tarde.
—Entonces ven conmigo. Te pondré a trabajar. No me vendrá mal un poco de ayuda con esta silla.
—¿La pata de cabra?
—Sí, la pata de cabra. Hay otro delantal en el colgador… Ya sé que es demasiado grande, pero acabo de aplicar una capa de aceite de linaza y no quiero que te manches.
XII
Dave el psiquiatra me había recomendado en más de una ocasión que me buscara algún pasatiempo, un consejo que me sentaba mal, pues los que él me proponía (frontón, ping pong, bolos) me parecían patéticos. Si creía que un par de partidas de ping pong me ayudarían a superar la muerte de mi madre, no estaba en sus cabales. Sin embargo, muchos adultos habían tenido la misma idea, como ponían de manifiesto el diario en blanco que me había dado el señor Neuspeil, mi profesor de lengua y literatura, la propuesta de la señora Swanson de que empezara a ir a clase de arte después del colegio, el ofrecimiento de Enrique de llevarme a ver un partido de baloncesto en las pistas de la Sexta Avenida, e incluso los intentos esporádicos del señor Barbour de despertar mi interés por las banderas de navegación y las señales marítimas de las cartas náuticas.
—Pero ¿qué te gustaría hacer en tu tiempo libre? —me había preguntado la señora Swanson, en su espeluznante oficina gris pálido que olía a infusión de hierbas y artemisa, con ejemplares de Seventeen y Teen People amontonados en la mesa y una música asiática de campanillas sonando de fondo.
—No lo sé. Me gusta leer. Ver películas. Jugar a Age of Conquest II y Age of Conquest, edición platinum. No lo sé —repetí cuando ella continuó mirándome.
—Verás, todo eso está muy bien, Theo —dijo, con aire preocupado—. Pero sería maravilloso que encontraras alguna actividad de grupo. Algo que pudieras hacer con otros niños. ¿Has pensado alguna vez en practicar un deporte?
—No.
—Yo practico un arte marcial llamado aikido, no sé si has oído hablar de él. Consiste en utilizar los movimientos del adversario como un modo de autodefensa.
Desvié la mirada hacia el gastado tablero de Nuestra Señora de Guadalupe que colgaba detrás de su cabeza.
—O quizá la fotografía. —Juntó las manos adornadas con anillos turquesa sobre el escritorio—. Si no te interesan las clases de arte. Aunque debo decir que la señora Sheinkopf me enseñó varios dibujos tuyos del año pasado, una serie de tejados, ya sabes, con los depósitos de agua, la vista desde la ventana de tu habitación, me imagino. Eres muy observador… Conozco esas vistas y supiste captar realmente la energía…, creo que la palabra que utilizó ella es cinética. Hay una rapidez muy interesante, con todos esos planos que se entrecruzan y el ángulo de las escaleras de incendios. Lo que trato de decir es que lo de menos es lo que hagas, solo quiero que encuentres la manera de estar más conectado.
—¿Conectado con qué? —pregunté, pero me salió con un tono demasiado desagradable.
Ella no se inmutó.
—¡Con los demás! Y… —señaló la ventana— con el mundo que te rodea. Escucha —añadió con su voz más suave e hipnóticamente sosegante—, sé que tu madre y tú estabais muy unidos. Hablé con ella. Os vi juntos. Y sé lo mucho que debes de echarla de menos.
No, no lo sabes, pensé mirándola a los ojos con insolencia.
Ella me miró de una forma extraña.
—Te sorprendería saber hasta qué punto las pequeñas cosas cotidianas pueden sacarnos de nuestra desesperación —dijo, recostándose en su silla cubierta con un chal—. Pero nadie puede hacerlo por ti, Theo. Tú eres el único que tiene que estar atento para ver la puerta abierta.
Aunque sabía que ella tenía buena intención, salí de la consulta cabizbajo y con los ojos escocidos de lágrimas de rabia. ¿Qué demonios sabía esa bruja? A juzgar por las fotos que colgaban en la pared, la señora Swanson tenía una familia muy numerosa, unos diez hijos y treinta nietos; vivía en un piso enorme en Central Park West y poseía una casa de veraneo en Connecticut, y no podía ni sospechar qué significaba que una tabla se partiera y todo desapareciera en un instante. Para ella era muy fácil recostarse con comodidad en su butaca hippy y divagar sobre actividades extracurriculares y puertas abiertas.
Y, sin embargo, de la forma más inesperada, se había abierto una puerta en el lugar más improbable: el taller de Hobie. «Ayudar» con la silla (que había implicado, más que nada, estar de pie al lado de él mientras arrancaba el asiento para enseñarme los daños causados por la carcoma, y los arreglos chapuceros y otros horrores ocultos debajo de la tapicería) había dado paso enseguida a dos o tres tardes extrañamente absorbentes a la semana, después del colegio: poniendo etiquetas a tarros, mezclando cola de piel de conejo, ordenando cajas de accesorios para cajones («las piezas complicadas») o a veces solo viéndolo girar las patas de una silla sobre el torno. Aunque la tienda del piso superior estaba oscura y con la verja cerrada, en la trastienda los relojes de pie hacían tictac, la caoba brillaba y la luz se filtraba en un círculo dorado sobre las mesas de comedor; la vida del zoo del piso inferior continuaba.
Hobie recibía llamadas de las casas de subasta de toda la ciudad, así como de clientes privados; restauraba muebles para Sotheby’s, Christie’s, Tepper y Doyle. Después del colegio, en medio del adormecedor tictac de los relojes de pie, me enseñaba la porosidad y el lustre de las distintas maderas, sus colores, las ondulaciones y el brillo del arce atigrado y el veteado del castaño, el peso y hasta el distinto olor que desprendían —«A veces, cuando no estás seguro de qué es, lo más fácil es sencillamente oler…»—, el toque a especias de la caoba, el olor a polvo del roble, el característico aroma penetrante del cerezo negro y la fragancia a flores y resina de ámbar de la madera de palisandro. Sierras y avellanadores, escofinas y acanaladores, gubias curvas y en forma de cuchara, abrazaderas y guías de ingletes. Aprendí de barnices y de técnicas de dorado, qué era una mortaja y qué una espiga, la diferencia entre la madera de imitación de ébano y el ébano auténtico, entre la parte superior de un respaldo de Newport, Connecticut y Filadelfia, o cómo el diseño cuadrado y la superficie lisa de un buró Chippendale eran inferiores a los de otro mueble con pies de escuadra de la misma época, con sus columnas acanaladas y lo que a él le gustaba llamar las dimensiones «exaltadas» de la proporción de un cajón.
En el piso de abajo —luz débil, virutas de madera en el suelo— se respiraba un ambiente parecido al de un establo, con grandes bestias dormitando plácidamente en la penumbra. Hobie me enseñó a ver todo buen mueble como una criatura viviente, con su costumbre de referirse a ellos en masculino o femenino, su énfasis en la cualidad muscular y casi animal que distinguía las grandes piezas de sus semejantes más rígidas, cuadradas y afectadas, y su afectuosidad al deslizar la mano por los oscuros y brillantes flancos de sus aparadores y cómodas, como si fueran animales de compañía. Era un buen maestro y, guiándome a través del examen minucioso y la comparación, enseguida me enseñó a identificar una reproducción: por el desgaste demasiado uniforme (las antigüedades siempre envejecían de forma asimétrica); por los bordes cortados a máquina en lugar de cepillados a mano (la sensible yema de un dedo lo advertía incluso con poca luz); pero, sobre todo, por la cualidad apagada y mortecina de la madera, que carecía del brillo y de la magia de siglos de roce y uso, y caricias humanas. Contemplar las vidas de esos viejos y dignificados escritorios y cómodas —vidas más largas y más nobles que la existencia humana— me sumergía en una calma semejante a la de una piedra que reposa en aguas profundas, de modo que cuando llegaba la hora de marcharme, salía aturdido y parpadeando bajo el resplandor de la Sexta Avenida, sin saber muy bien dónde estaba.
Más que del taller (o el «hospital», como lo llamaba él), yo disfrutaba de la compañía de Hobie: su sonrisa cansina, su elegante andar desgarbado de hombre corpulento, las mangas enrolladas y su actitud jocosa y desenvuelta, su costumbre de obrero de frotarse la frente con el interior de la muñeca, su paciente amabilidad y su invariable prudencia. Sin embargo, por muy naturales y esporádicas que fueran nuestras conversaciones, nunca había nada simple en ellas. Incluso un despreocupado «cómo estás» era, sin que lo pareciera, una pregunta con matices; y en mi respuesta inalterable («bien»), él percibía enseguida lo suficiente sin necesidad de que se lo explicara. A pesar de que casi nunca me sonsacaba o me cuestionaba, yo tenía la impresión de que me conocía mejor que los otros adultos cuyo trabajo era «meterse en mi cabeza», como le gustaba expresarlo a Enrique.
Pero, por encima de todo, Hobie me gustaba porque me trataba como un compañero y un buen conversador por méritos propios. No importaba que a veces quisiera hablar de su vecino, a quien le habían puesto una prótesis de rodilla, o de un concierto de música tradicional al que había asistido en el norte de la ciudad. Si yo le contaba algo divertido que había pasado en el colegio, él era un público atento y apreciativo; a diferencia de la señora Swanson (que se quedaba parada y parecía asustarse cuando yo hacía una broma) o de Dave (que se reía por lo bajo pero con cierta incomodidad y siempre demasiado tarde), a él le gustaba reír, y a mí me encantaba cuando me contaba anécdotas de su vida: de los escandalosos tíos casados tardíamente y de las entrometidas monjas de su niñez; del internado de poca categoría al que lo mandaron, situado en la frontera canadiense, donde todos sus profesores eran unos borrachos; de la gran casa del norte del estado donde hacía tanto frío que en el interior de las ventanas se formaba hielo, o de las grises tardes de diciembre que pasó leyendo Tácito o El origen del Imperio holandés, de Motley. («Siempre me ha gustado la historia. ¡El camino no elegido! De niño mi mayor ambición era ser profesor de historia en Notre Dame. Aunque supongo que lo que hago ahora solo es otra forma de abordar la historia»). Me hablaba de su canario tuerto, al que rescató de un Woolworth y que lo despertaba con su trino todas las mañanas cuando era adolescente; del brote de fiebre reumática que lo obligó a guardar cama durante seis meses; de la pequeña y curiosa librería de viejo de su barrio, con frescos en los techos («ahora derribados, desgraciadamente»), a la que solía ir para huir de su casa. De la señora De Peyster, la vieja y solitaria heredera, otrora una beldad de Albany e historiadora local a la que iba a ver después del colegio y; ella lo mimaba y le daba para merendar bizcocho de naranjas y almendras que le llegaba de Inglaterra en latas, y disfrutaba contándole la historia de cada objeto de porcelana de su vitrina, y de ella, era, entre otras cosas, el sofá de caoba —que se rumoreaba que había pertenecido al general Herkimer— que lo había impulsado a interesarse por los muebles en un principio. («Aunque no me imagino al general Herkimer arrellanado en ese antiguo y decadente mueble de aspecto griego»). Me hablaba de su madre, que había muerto poco después que lo hiciera su hermana a los tres días de vida, dejando a Hobie como único hijo; y del joven padre jesuita —entrenador de fútbol— que, al recibir una aterrada llamada telefónica de una criada irlandesa cuando el padre de Hobie la emprendió a correazos con su hijo, fue corriendo a la casa, se remangó y derribó al padre de Hobie al suelo de un puñetazo. («¡El padre Keegan! Era él quien venía a casa cada vez que tenía fiebre reumática, para darme la comunión. Yo era su monaguillo; lo sabía todo de mí, había visto las marcas en mi espalda. Últimamente ha habido muchos casos de sacerdotes que se han portado mal con los chicos, pero él fue muy bueno conmigo, siempre me pregunto qué fue de él y he tratado en vano de buscarlo. Mi padre telefoneó al arzobispo y cuando quise darme cuenta lo habían enviado a Uruguay»). Todo era muy distinto de la casa de los Barbour, donde, pese al ambiente general de amabilidad, me sentía perdido en la multitud o era el cohibido objeto de una investigación formal. Me sentía mejor sabiendo que solo tenía que coger un autobús y recorrer en línea recta la Quinta Avenida para estar con Hobie; y en mitad de la noche, cuando me despertaba nervioso y asustado, sintiendo cómo la onda expansiva de la explosión traspasaba mi cuerpo, a veces lograba conciliar de nuevo el sueño pensando en su casa, donde sin darte cuenta retrocedías hasta 1850, un mundo de relojes de pie y tablas que crujían, ollas de cobre y cestas de tulipanes y cebollas en la cocina, llamas de vela que oscilaban con la corriente de una puerta abierta y altas ventanas con cortinajes que se hinchaban y formaban pliegues como trajes de baile, y habitaciones frías y silenciosas donde dormían los objetos antiguos.
Sin embargo, cada vez era más difícil justificar mis ausencias (a menudo a la hora de comer) y la capacidad de invención de Andy se estaba agotando.
—¿Quieres que vaya a hablar con ella? —me preguntó Hobie una tarde, cuando estábamos en la cocina comiendo una tarta de cerezas que había comprado en el mercado—. No tengo inconveniente en ir y conocerla. ¿O prefieres preguntárselo antes?
—Quizá —respondí, después de reflexionar sobre ello.
—Tal vez le interese ver la cómoda Chippendale, ya sabes, la de Filadelfia, con volutas en la parte superior. No para que la compre, solo para que la mire. O, si quieres, podríamos invitarla a comer en La Grenouille —se rió— o en algún pequeño antro del centro que le agrade.
—Deje que me lo piense —respondí; y me fui a casa temprano en autobús, meditabundo.
Aparte de mi duplicidad crónica con la señora Barbour —las continuas tardes que me quedaba hasta el anochecer en la biblioteca haciendo un trabajo de historia inexistente—, me daba vergüenza admitir ante Hobie que me había referido al anillo del señor Blackwell como una reliquia familiar. Sin embargo, si la señora Barbour y Hobie se conocían, mi mentira sin duda acabaría saliendo a la luz, de un modo u otro. No parecía haber salida.
—¿Dónde has estado? —me preguntó la señora Barbour con brusquedad, vestida para cenar pero sin los zapatos, saliendo del fondo del piso con una copa de ginebra con lima en una mano.
Algo en su actitud hizo que percibiera una trampa.
—He ido al centro a ver a un amigo de mi madre.
Andy se volvió y me miró con cara inexpresiva.
—¿Ah, sí? —replicó la señora Barbour con recelo, mirándolo de reojo—. Andy me estaba diciendo que ibas a quedarte otra vez hasta tarde en la biblioteca.
—Esta noche no —respondí, con tanta tranquilidad que yo mismo me sorprendí.
—Me alegro —dijo la señora Barbour con frialdad—. Ya que la biblioteca principal cierra los lunes.
—Yo no he dicho que estuviera en esa, madre.
—De hecho, es posible que lo conozca —dije, impaciente por apartar a Andy del fuego—. O que haya oído hablar de él.
—¿De quién? —La señora Barbour se volvió hacia mí.
—Del amigo al que he ido a ver. Se llama James Hobart. Lleva una tienda de muebles en el centro…, bueno, no la lleva. Hace restauraciones.
Ella bajó las cejas y me miró.
—¿Hobart?
—Trabaja para mucha gente de la ciudad. A veces para Sotheby’s.
—Entonces no te importará si lo llamo.
—No —dije en tono defensivo—. Me ha dicho que podríamos ir todos a comer fuera algún día. O si lo prefiere podría ir un día a su tienda.
—Oh —respondió la señora Barbour tras un par de segundos de estupefacción. Ahora era ella la que no sabía qué decir. Si iba alguna vez al sur de la calle Catorce, por el motivo que fuera, yo no estaba informado—. Bueno, ya veremos.
—No para que compre. Solo para mirar. Tiene muebles preciosos.
Ella parpadeó.
—Por supuesto. —Parecía extrañamente desorientada, con una mirada fija y algo absorta—. Bueno, será un placer conocerlo, estoy segura. ¿Ya le conozco?
—Creo que no.
—En fin. Lo siento, Andy. Te debo una disculpa. Y a ti también, Theo.
¿A mí? Yo no sabía qué decir. Metiéndose furtivamente en la boca un lado del pulgar, Andy se encogió de un hombro mientras ella daba media vuelta y salía de la habitación.
—¿Qué ocurre? —le pregunté en voz baja.
—Está enfadada. Pero no tiene nada que ver contigo. —Y añadió—: Platt está en casa.
Ahora que él lo mencionaba me di cuenta de que llegaba una música amortiguada de la parte trasera del piso, un golpeteo profundo y subliminal.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—Ha ocurrido algo en la universidad.
—¿Algo malo?
—Sabe Dios —dijo él con tono inexpresivo.
—¿Está en apuros?
—Supongo. Nadie habla de ello.
—Pero ¿qué ha pasado?
Andy hizo una mueca, como diciendo «quién sabe».
—Estaba aquí cuando hemos vuelto del colegio. Al oír su música, Kitsey se ha emocionado y ha subido corriendo a su habitación para saludarlo, pero él le ha gritado y le ha cerrado la puerta en la cara.
Me estremecí. Kitsey idolatraba a Platt.
—Luego ha llegado mi madre. Se ha metido en su habitación, y al salir ha hablado mucho rato por teléfono. Creo que papá viene para aquí. Iban a salir con los Ticknor esta noche, pero supongo que lo han anulado.
—¿Qué hay de la cena? —pregunté tras un breve silencio.
Por lo general, las noches de colegio cenábamos frente al televisor haciendo los deberes, pero con Platt en casa, el señor Barbour de camino y los planes de la velada anulados, parecía más bien que habría una cena de familia en el comedor.
Andy se puso bien las gafas a su manera de anciana quisquillosa. Aunque yo tenía el pelo moreno y él rubio, era muy consciente de que las gafas que la señora Barbour había escogido para mí, idénticas a las de su hijo, me hacían parecer su gemelo lumbrera, sobre todo desde que había oído a una chica del colegio llamarnos «los hermanos lerdos» (¿o era lelos?; fuera como fuese, no era un cumplido).
—Vamos al Serendipity a tomar una hamburguesa —propuso él—. Preferiría no estar aquí cuando llegue papá.
—Llévame a mí también —dijo Kitsey inesperadamente, que entró corriendo y se detuvo en seco frente a nosotros, jadeando acalorada.
Andy y yo nos miramos. A Kitsey ni siquiera le gustaba que la vieran con nosotros en la parada de autobús.
—Por favor —gimió, mirándonos—. Toddy está en el entrenamiento y tengo dinero. No quiero quedarme sola con ellos, por favor.
Andy se metió las manos en los bolsillos.
—Está bien —respondió inexpresivo.
Pensé que parecían un par de ratones blancos, solo que Kitsey era una princesa ratita de algodón de azúcar mientras que Andy era más bien un ratón anémico y sin suerte que podías dar de comer a tu boa constrictor.
—Vamos, ve a por tus cosas —dijo cuando ella se quedó parada mirándolo—. No voy a esperarte. Y no te olvides de coger dinero porque no pienso invitarte.
XIII
No fui a ver a Hobie los días siguientes por lealtad a Andy, aunque estuve muy tentado de hacerlo a causa del ambiente tenso que se respiraba en la casa. Andy tenía razón, era imposible saber qué había hecho Platt, ya que el señor y la señora Barbour actuaron como si no hubiera pasado nada (solo que notabas que no era cierto), y Platt se negó a soltar prenda; se limitó a permanecer sentado con expresión huraña durante las comidas, con el pelo cayéndole sobre la cara.
—Créeme —me dijo Andy—, es mejor cuando estás aquí. Se esfuerzan más en mostrarse normales.
—¿Qué crees que ha hecho Platt?
—No lo sé ni quiero saberlo, la verdad.
—No me lo creo.
—Bueno, sí —dijo Andy, cediendo—. Pero no tengo ni la más remota idea.
—¿Crees que ha copiado? ¿Que ha robado? ¿Que ha mascado chicle en la capilla?
Andy se encogió de hombros.
—La última vez que estuvo en apuros fue por golpear a alguien en la cara con un palo de lacrosse. Pero no fue tan gordo como esta vez. —Y entonces, de manera inesperada, añadió—: Platt es el predilecto de mi madre.
—¿Eso crees? —respondí evasivo, aunque sabía perfectamente que era verdad.
—Kitsey es la favorita de papá y Platt el predilecto de mamá.
—También adora a Toddy —dije antes de darme cuenta de cómo sonaba eso.
Andy hizo una mueca.
—Si no me pareciera tanto a mi madre físicamente, pensaría que dieron un cambiazo en mi parto.
XIV
Por alguna razón, durante este tenso interludio (quizá porque los enigmáticos apuros de Platt me recordaban a los míos), se me ocurrió que tal vez debía hablar con Hobie del cuadro, o, por lo menos, abordar el tema de forma indirecta, para ver cuál era su reacción. Lo difícil era saber cómo sacarlo. El cuadro seguía en mi casa, exactamente donde yo lo había dejado, dentro de la bolsa con que había salido del museo. Cuando lo había visto apoyado contra el sofá de la sala de estar la espantosa tarde que regresé para coger lo que necesitaría en el colegio, pasé por su lado esquivándolo como habría esquivado a un vagabundo que intentara agarrarme por la calle, notando los pálidos y fríos ojos de la señora Barbour clavados en mi espalda, en el piso y en los objetos personales de mi madre mientras me esperaba en la puerta con los brazos cruzados.
Era complicado. Cada vez que pensaba en el cuadro se me hacía un nudo tan grande en el estómago que mi primera reacción era olvidarlo y pensar en otra cosa. Por desgracia, había esperado demasiado para hablar con alguien y empezaba a creer que era demasiado tarde para decir algo. Cuanto más tiempo pasaba en compañía de Hobie —con sus mutilados Hepplewhites y Chippendales, y todos los objetos antiguos que él cuidaba con tanto primor—, más erróneo me parecía guardar silencio. ¿Y si alguien encontraba el cuadro? ¿Qué me ocurriría? Por lo que yo sabía, el casero podría haber entrado en el piso; tenía la llave; pero aunque entrara, no tenía forzosamente que verlo. Sin embargo, sabía que estaba tentando al destino dejándolo allí mientras posponía la decisión de qué hacer.
No me importaba devolverlo; si hubiera podido hacerlo, por arte de magia o por la fuerza del deseo, lo habría hecho sin pensármelo. Pero no se me ocurría cómo devolverlo de un modo que no pusiera en peligro el cuadro o a mí mismo. Desde que habían explotado las bombas en el museo había carteles por toda la ciudad informando de que todos los paquetes abandonados serían destruidos, lo que me hizo descartar la idea de entregarlo de forma anónima. Cualquier maleta o paquete de aspecto sospechoso sería volado, sin hacer preguntas.
De todos los adultos que conocía, solo había dos con los que me plantearía hablar: Hobie y la señora Barbour. Hobie parecía una perspectiva mucho más halagüeña y menos aterradora. Resultaría mucho más fácil contarle cómo había acabado llevándome el cuadro del museo, para empezar. Que había sido por equivocación o algo por el estilo. Que había seguido las instrucciones de Welty. Que había sufrido una conmoción cerebral y no había considerado con seriedad lo que estaba haciendo. Que no había sido mi intención guardarlo tanto tiempo. Pero en ese limbo sin hogar me había parecido una locura dar el paso de reconocer lo que me constaba que muchos tacharían de fechoría. Luego, justo cuando empezaba a comprender que no podía esperar mucho más para actuar, vi por casualidad una pequeña foto en blanco y negro del cuadro en la sección de negocios del Times.
Quizá debido a la zozobra que había reinado en la casa tras la desgracia de Platt, el periódico encontraba de vez en cuando el modo de salir del gabinete del señor Barbour, ya desmontado, en páginas sueltas o de dos en dos. Esas páginas en particular, torpemente dobladas, estaban desperdigadas cerca del vaso de agua de seltz envuelto con una servilleta (la tarjeta de visita del señor Barbour) en la mesa de centro del salón. Se trataba de un artículo largo y aburrido, hacia el final de la sección, relacionado con las compañías de seguros: sobre las dificultades económicas que entrañaba organizar grandes exposiciones de arte en una economía en crisis, y, en concreto, la dificultad de asegurar las obras que se trasladaban. Pero lo que me llamó la atención fue el pie de la foto: El jilguero, obra maestra de Carel Fabritius, 1654. Destruido.
Sin pensar, me senté en la butaca del señor Barbour y recorrí con la vista el denso texto buscando cualquier alusión a mi cuadro (ya había empezado a verlo como mío; se me había metido en la cabeza como si me hubiera pertenecido toda mi vida).
Cuestiones de derecho internacional entran en juego en un caso de terrorismo cultural como este, que ha hecho estremecer a la comunidad financiera así como al mundo del arte. «La pérdida de una sola de esas piezas es imposible de cuantificar —declaró Murray Twitchell, un analista de riesgos de seguros establecido en Londres—. Junto con las doce obras extraviadas y supuestamente destruidas, otras veintisiete sufrieron desperfectos serios, aunque algunas podrán restaurarse». En lo que podría parecer un gesto fútil para muchos, la base de datos de obras de arte perdidas…
El artículo continuaba en la página siguiente; pero justo en ese momento la señora Barbour entró en la habitación y tuve que bajar el periódico.
—Theo, tengo una propuesta que hacerte.
—¿Sí? —respondí con cautela.
—¿Te gustaría venir con nosotros a Maine este año?
Por un momento me sentí tan eufórico que me quedé totalmente en blanco.
—¡Sí! —exclamé—. ¡Vaya! ¡Me encantaría!
Ni siquiera ella pudo contener una sonrisa.
—Bueno. Seguro que Chance se alegrará de ponerte a trabajar en el barco. Vamos a ir un poco antes este año… Bien, Chance y los niños irán antes. Yo me quedaré en la ciudad para ocuparme de unos asuntos, pero me reuniré con vosotros dentro de un par de semanas.
Estaba tan contento que no sabía qué decir.
—Veremos qué tal se te da la navegación. Quizá te guste más que a Andy. Al menos, eso esperamos.
—Crees que será divertido —me dijo Andy, sombrío, cuando volví (corriendo en lugar de andando) a la habitación para darle la buena noticia—. Pero no lo será. Lo aborrecerás.
Aun así, vi lo satisfecho que estaba. Y esa noche, antes de acostarme, se sentó conmigo en el borde de la litera inferior para hablar de los libros y los juegos que nos llevaríamos, y de cuáles eran los síntomas del mareo a bordo de un barco, para que pudiera librarme de ayudar en cubierta, si quería.
XV
Esa doble noticia —buena en ambos frentes— me dejó sin fuerzas y aturdido de alivio. Si creían que mi cuadro había sido destruido —si esa era la versión oficial—, disponía de mucho tiempo para decidir qué hacer. También por arte de magia, la invitación de la señora Barbour parecía prolongarse más allá del verano hasta perderse en el horizonte, como si todo el Atlántico se extendiera entre el abuelo Decker y yo; el subidón fue de vértigo, y no podía hacer más que regocijarme por la prórroga. Sabía que debía entregar el cuadro a Hobie o a la señora Barbour, ponerme a su merced, contarles todo y suplicarles que me ayudaran; en un rincón lúcido de mi mente sabía que lo lamentaría si no lo hacía, pero tenía la cabeza demasiado llena de Maine y de navegación para pensar en nada más; y empecé a pensar que quizá lo más inteligente era guardar el cuadro por el momento, como una especie de seguro durante los próximos tres años, para evitar tener que ir a vivir con el abuelo Decker y Dorothy. Prueba de mi asombrosa ingenuidad es que creyera que podría venderlo si hacía falta. De modo que guardé silencio, estudié las banderas y las cartas náuticas con el señor Barbour, y dejé que la señora Barbour me llevara a Brooks Brothers para comprarme zapatos náuticos y jerséis de algodón de colores claros para cuando refrescara de noche en el barco. Y no dije una palabra.
XVI
—Demasiada educación, ese era mi problema —dijo Hobie—. O eso creía mi padre.
Yo estaba con él en el taller, ayudándole a revisar un sinfín de fragmentos de madera de cerezo, algunos más rojizos, otros más marronáceos, todos rescatados de viejos muebles, buscando el tono exacto que necesitaba para la base del reloj de pie que estaba restaurando.
—Mi padre tenía una empresa de transportes por carretera (eso ya lo sabía yo; era tan famosa que incluso a mí me sonaba el nombre) y en los veranos y las vacaciones de Navidad me hacía cargar los camiones; tendría que trabajar mucho para conducir uno, me decía. Los hombres que trabajaban en las áreas de carga y descarga enmudecían en cuanto me veían aparecer por allí. Yo era el hijo del jefe, ya sabes. Ellos no tenían la culpa de que mi padre fuera un cabrón. De todos modos, trabajaba en su empresa desde los catorce años, todos los días laborables después del colegio y los fines de semana, cargando cajas bajo la lluvia. A veces también trabajaba en la oficina, un lugar horrible y húmedo donde hacía un frío que pelaba en invierno y un calor achicharrante en verano, gritando por encima de ruido de los ventiladores. Al principio solo era los veranos y las vacaciones de Navidad. Pero después de mi segundo año en la universidad anunció que no pensaba seguir pagando mis estudios.
Yo había encontrado un pedazo de madera que parecía ir bien y se la tendí.
—¿Sacó malas notas?
—No, me iba bien —respondió él. Hobie la cogió y la examinó a la luz, y a continuación la dejó caer sobre el motón de piezas posibles—. El problema era que él no había estudiado en la universidad y le había ido bien en la vida, ¿no? ¿Acaso me creía mejor que él? Pero eso no era todo. Verás, mi padre era la clase de hombre que tenía que intimidar a todos los que lo rodeaban, ya sabes de qué hablo, y creo que comprendió que la mejor manera de mantenerme bajo su yugo era hacerme trabajar gratis. —Reflexionó unos momentos sobre otra pieza barnizada antes de ponerla en el montón—. Al principio me dijo que tendría que dejar los estudios un año, luego cuatro, cinco, los que tardara en ganar el resto del dinero para costear mis estudios, a base de trabajo duro. Pero nunca vi ni un centavo. Vivía en casa y él ingresaba mi sueldo en una cuenta especial, por mi bien. Era bastante duro pero justo, o eso creía yo. Pero después de haber trabajado para él durante tres años la jornada completa, el juego cambió. De un día para otro. —Se rió—. Resultó que yo no había entendido bien el trato. Estaba devolviéndole la matrícula de mis primeros dos años de universidad. No había ahorrado nada.
—¡Eso es terrible! —exclamé tras un silencio sorprendido, pues no comprendía cómo podía reírse de algo tan injusto.
—Bueno —Hobie puso los ojos en blanco—, yo seguía siendo un poco ingenuo, aunque a esas alturas ya había entendido que moriría de viejo antes de salir de allí. Pero pelado y sin ningún lugar adónde ir, ¿qué podía hacer? Trataba de discurrir alguna salida cuando hete aquí que un día Welty entró en la oficina mientras mi padre la emprendía conmigo. A mi padre le encantaba reprenderme delante de sus trabajadores, pavoneándose a mi alrededor como un capo mafioso y diciendo que le debía dinero por esto y por aquello, y que iba a descontármelo de mi mal llamado «sueldo». Que retendría el supuesto cheque de mi salario por alguna infracción imaginaria. Esa clase de cosas.
»No era la primera vez que yo veía a Welty. Había estado en la oficina para organizar el transporte de muebles de unas fincas vendidas. Él siempre decía que con su joroba tenía que esforzarse el doble para causar buena impresión, para que la gente viera más allá de su deformidad y demás, pero a mí me gustó desde el principio. Caía bien a la mayoría de las personas, incluido mi padre, que no era un hombre que viera con buenos ojos a la gente. Después de presenciar ese estallido, Welty telefoneó a mi padre al día siguiente y le preguntó si yo podía echarle una mano empaquetando los muebles de una casa cuyo contenido acababa de comprar. Yo era un chico fuerte y muy trabajador, justo lo que él necesitaba. Bueno… —Se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza—. Welty era un buen cliente. Y mi padre, por la razón que fuera, dijo que sí.
»La casa que le ayudé a vaciar era la mansión del viejo De Peyster. Y resultó que yo conocía bastante bien a su señora. Desde que era niño me gustaba ir a visitarla. Era una curiosa anciana con una peluca amarilla, una fuente de información que sabía al dedillo la historia local y una narradora increíblemente amena. En fin, era una auténtica mansión, abarrotada de cristal de Tiffany y de muebles muy buenos del siglo XIX, y pude ayudar con la procedencia de muchos de ellos mejor que la hija de la señora De Peyster, que nunca había mostrado el menor interés en la silla en que se había sentado el presidente McKinley ni en piezas por el estilo.
»El día que terminé de ayudarle con la casa eran cerca de las seis de la tarde y yo estaba cubierto de polvo de la cabeza a los pies. Welty descorchó una botella de vino y nos sentamos sobre los cajones de embalaje para beber, rodeados de paredes desnudas y del eco de una casa vacía. Me sentía agotado; él me había pagado directamente a mí en metálico, dejando a mi padre al margen, y cuando le di las gracias y le pregunté si sabía de más trabajo, me dijo: “Mira, acabo de abrir una tienda en Nueva York. Si quieres un empleo, es tuyo”. De modo que brindamos por ello; regresé a casa, hice el equipaje, que consistió prácticamente en libros, me despedí del ama de llaves y al día siguiente hice autoestop hasta Nueva York. Nunca miré atrás.
Guardamos silencio. Seguíamos buscando entre el montón: fragmentos muy finos que repiqueteaban como las fichas de algún antiguo juego de China, un sonido misterioso que hacía que te sintieras perdido en un silencio mucho más grande.
—Eh —dije, cogiendo una pieza y pasándosela con aire triunfal; era del color exacto, y se parecía más que ninguna de las que él había apartado.
Me la cogió de las manos y la examinó bajo la lámpara.
—No está mal.
—¿Qué problema tiene?
—Bueno, verás… —acercó la pieza a la base del reloj—, en esta clase de trabajo lo que tienes que hacer coincidir es el veteado de la madera. Ahí está el quid. Las variaciones de tono son más fáciles de disimular. Esta, en cambio —sostuvo en alto otra pieza, que era unos tonos más pálida—, con un poco de cera y el tinte adecuado quizá sirva. Bicromato de potasa, con un toque de marrón Vandyke… A veces, cuando es tan difícil lograr que concuerde el veteado, lo que ocurre sobre todo con ciertas maderas de castaño, utilizo amoníaco para oscurecer un poco la madera nueva. Pero solo lo hago cuando estoy desesperado. Siempre es mejor utilizar madera de la misma antigüedad que la pieza que estás restaurando, si eso es posible.
—¿Cómo aprendió todo esto? —le pregunté después de un tímido silencio.
Él se rió.
—¡Como estás aprendiendo ahora tú! De pie y observando. Echando una mano.
—¿Le enseñó Welty?
—Oh, no. Él lo entendía…, sabía cómo se hacía. Es necesario si estás en este negocio. Tenía mucho ojo, y yo había subido a menudo a buscarlo cuando quería otra opinión. Pero antes de que me uniera a la empresa él solía aprobar las piezas que necesitaban ser restauradas. Es un trabajo que lleva mucho tiempo, se necesita cierta manera de ser, y él no tenía ni el carácter ni la fortaleza física para ello. Prefería llevar la parte de las adquisiciones, ya sabes, ir a subastas, o estar en la tienda y charlar con los clientes. Cada tarde a eso de las cinco yo subía, «torturado de las mazmorras», para tomar el té con él. En los viejos tiempos era bastante horrible estar aquí abajo, con el moho y la humedad. Cuando entré a trabajar para Welty —se rió—, estaba con él su viejo colega, Abner Mossbank. Tenía mal las piernas y artritis en los dedos, y casi no veía. A veces tardaba un año en restaurar un mueble. Pero yo me quedaba detrás de él y lo observaba trabajar. Era como un cirujano. No podía hacerle preguntas. ¡Silencio absoluto! Pero él lo sabía absolutamente todo…, lo que nadie más sabía hacer o se molestaba en aprender. Este oficio cuelga de un hilo, generación tras generación.
—¿Su padre nunca le dio el dinero que había ganado?
Él se rió con una expresión llena de afecto.
—¡Ni un centavo! No volvió a dirigirme la palabra. Era un viejo amargado… Cayó fulminado de un ataque al corazón mientras despedía a uno de sus empleados más antiguos. Fue uno de los funerales menos concurridos que se hayan visto. Tres paraguas negros bajo el aguanieve. Costaba no pensar en Ebenezer Scrooge.
—¿Nunca volvió a la universidad?
—No, no quise. Ya había encontrado lo que quería hacer. —Se llevó las manos a la parte inferior de la espalda y se estiró; su holgada chaqueta, algo deformada por los codos y un poco sucia, le hacía parecer un afable mozo de cuadra camino de los establos—. Así que la moraleja es: ¿quién sabe adónde te llevará todo?
—¿Todo?
Hobie se rió.
—Tus vacaciones haciendo vela —dijo acercándose al estante donde había otros tarros de pigmentos ordenados en una hilera como las pociones de un boticario: tierras ocres, verdes venenosos, carbón en polvo y hueso calcinado—. Podría ser el momento decisivo. El mar a veces afecta así a la gente.
—Andy se marea. Tiene que ir a todas partes con una bolsa para vomitar.
—Bueno —cogió un tarro de negro hollín—, debo confesar que a mí nunca me afectó de ese modo. Cuando era niño…, La rima del viejo marinero, con esas ilustraciones de Doré… No, el océano me da escalofríos, claro que nunca he vivido una aventura como la tuya. Nunca sabes, porque… —frunció la frente, sacando unos pocos polvos negros con una paleta— nunca imaginé que los viejos muebles de la señora De Peyster acabarían decidiendo mi futuro. Quién sabe, a lo mejor te quedas tan fascinado con los cangrejos ermitaños que te pones a estudiar biología marina. O decides que quieres construir barcos, o ser pintor de escenas marinas, o escribes el libro decisivo sobre el Lusitania.
—Quizá —dije con las manos a la espalda. Pero lo que esperaba en realidad no me atrevía a expresarlo en palabras. Incluso pensar en ello me hacía temblar. Porque era lo siguiente: Kitsey y Toddy habían empezado a mostrarse mucho más simpáticos conmigo, como si alguien hubiera tenido unas palabras con ellos; y había detectado miradas y señales sutiles entre el señor y la señora Barbour que me hacían estar esperanzado…, más que esperanzado. De hecho, era Andy quien me había metido esa idea en la cabeza. «Creen que eres una buena influencia para mí —me había comentado yendo al colegio hacía unos días—. Porque me estás haciendo salir del cascarón y volviendo más social. Estoy pensando en que podrían anunciar algo cuando lleguemos a Maine».
—¿Como qué?
—No seas tonto. Te han tomado mucho afecto, sobre todo mamá. Pero papá también. Es posible que quieran que te quedes.
XVII
Regresé al norte de la ciudad en autobús un poco amodorrado, balanceándome en el asiento de forma agradable y observando cómo las mojadas calles del sábado pasaban por mi lado. En cuanto entré en el piso —aterido de frío después de haber caminado bajo la lluvia—, Kitsey irrumpió en el vestíbulo y me miró con los ojos muy abiertos y llenos de fascinación, como si fuera un avestruz que se había metido en la casa. Tras unos segundos de embobamiento desapareció en el salón, con las sandalias repiqueteando sobre el suelo de parquet y gritando:
—¿Mamá? ¡Ya está aquí!
La señora Barbour apareció.
—Hola, Theo. —Estaba totalmente serena pero había algo contenido en su actitud que no supe identificar—. Ven conmigo. Tengo una sorpresa para ti.
Entré detrás de ella en el gabinete del señor Barbour, lúgubre en la tarde encapotada; con las cartas náuticas enmarcadas y las gotas de lluvia corriendo por los grises cristales de las ventanas, era como el decorado de un camarote en un mar embravecido. En el otro extremo de la habitación se levantó una figura de una butaca de cuero.
—Hola, colega —dijo—. Cuánto tiempo sin verte.
Me quedé clavado en el suelo. La voz no dejaba lugar a dudas: era mi padre.
Dio un paso situándose bajo la débil luz de la ventana. No había duda de que era él, pero había cambiado desde la última vez que lo vi: estaba más corpulento, más bronceado, con la cara más hinchada, con un traje nuevo y un corte de pelo que le daba el aspecto de un camarero del centro de la ciudad. Horrorizado, me volví hacia la señora Barbour, quien me sonrió con impotencia, como diciendo: «Lo sé, pero ¿qué puedo hacer?».
Mientras me quedaba de pie, mudo a causa del shock, otra figura se levantó y apartó de un codazo a mi padre para acercarse.
—Hola, me llamo Xandra —dijo con voz gangosa.
Me encontré frente a una mujer desconocida, muy bronceada y de aire deportivo: ojos grises y apagados, la piel cobriza y arrugada, y los dientes vueltos hacia dentro, con un hueco en medio. Aunque era mayor que mi madre, o al menos lo parecía, iba vestida como alguien más joven: sandalias de plataforma rojas, tejanos de tiro corto, cinturón ancho; muchas joyas de oro. Llevaba el pelo, de un color caramelo tirando a pajizo, cortado muy recto y despuntado; mascaba chicle y despedía un intenso olor a Juicy Fruit.
—Xandra con X —añadió con voz ronca. Tenía motas de rímel negro alrededor los ojos claros e incoloros, y su mirada era penetrante, segura y firme—. No Sandra. Y, por Dios, no Sandy. Cada vez que me llaman así me subo por las paredes.
Mientras hablaba, mi estupefacción iba en aumento. No lograba abarcarla en todos sus detalles: la voz curtida por el whisky, los brazos musculosos; el tatuaje de una letra china en el dedo gordo del pie; las largas uñas cuadradas con la punta pintada de blanco; los pendientes en forma de estrellas de mar.
—Hum, hace dos horas que hemos aterrizado en La Guardia —dijo mi padre, como si eso lo explicara todo.
¿Por esa mujer nos había abandonado? Atónito, me volví de nuevo hacia la señora Barbour y vi que había desaparecido.
—Theo, ahora vivo en Las Vegas —continuó mi padre, mirando un punto en la pared situado por encima de mi cabeza.
Seguía teniendo la voz contenida y enérgica de los tiempos que estudiaba para actor, pero si bien sonaba tan autoritario como siempre, vi que no se sentía más relajado que yo.
—Supongo que debería haber telefoneado antes, pero me pareció que sería más fácil si veníamos a buscarte directamente.
—¿A buscarme? —repetí tras una larga pausa.
—Díselo, Larry —dijo Xandra, luego se volvió hacia mí—: Deberías sentirte orgulloso de tu padre. Ya no bebe. ¿Cuántos días llevas sin beber? ¿Cincuenta y uno? Lo ha hecho todo él solo, ni siquiera fue a ese antro…, se desintoxicó en el sofá con una cesta de huevos de Pascua y un bote de Valium.
Demasiado avergonzado para mirarla a ella o a mi padre, volví la vista de nuevo hacia la puerta y vi a Kitsey Barbour en el pasillo, escuchándolo todo con los ojos muy abiertos.
—Vamos, quiero decir que yo no podía soportarlo más —continuó Xandra, con un tono que daba a entender que mi madre había aprobado y alentado el alcoholismo de mi padre—. Me refiero a que mi madre era la clase de borrachina que vomitaba en su copa del Canadian Club y luego se lo bebía. Y una noche le dije: «Larry, no voy a pedirte que no bebas nunca más, y creo sinceramente que ese asunto de Alcohólicos Anónimos es excesivo para el problema que tú tienes…».
Mi padre carraspeó y se volvió hacia mí, con la cara jovial que solía reservar para los desconocidos. Tal vez había dejado de beber, pero todavía tenía un aspecto embotado, brillante y ligeramente aturdido, como si hubiera vivido los últimos ocho meses a base de copas de ron y platos combinados hawaianos.
—Hijo, acabamos de bajar del avión y hemos venido, hum, porque queríamos verte enseguida, por supuesto…
Esperé.
—… y necesitamos la llave del piso.
Todo sucedía demasiado deprisa para mí.
—¿La llave?
—No podemos entrar —terció Xandra sin rodeos—. Ya lo hemos intentado.
—Verás, Theo —dijo mi padre con voz clara y afable, pasándose una mano por el pelo con aire formal—. Necesito entrar en Sutton Place y ver cómo están las cosas allí dentro. Estoy seguro de que es el caos, y alguien tiene que entrar y ocuparse de todo.
«Si no lo dejaras todo patas arriba, maldita sea…» Esas eran las palabras que había oído a mi padre gritar a mi madre dos semanas antes de que se esfumara, cuando habían tenido la pelea más fuerte que yo había presenciado nunca, a raíz de la desaparición de los pendientes de diamantes y esmeraldas que pertenecían a mi madre y que ella había dejado en un platito en la mesilla de noche. Mi padre (con la cara roja, imitándola con un falsete sarcástico) le había gritado que la culpa era de ella, que quizá los había cogido Cinzia o quién sabía, que no era buena idea dejar joyas a la vista, y que eso quizá le enseñara a cuidar mejor de sus pertenencias. Pero mi madre —lívida de cólera— había señalado con voz fría que se había quitado los pendientes el viernes por la noche y que Cinzia no había vuelto desde entonces.
«¿Qué coño estás insinuando? —gritó mi padre—. ¿Estás acusando a tu marido de robarte joyas? ¿Qué clase de criatura enferma e irracional eres? Necesitas ayuda, ¿lo sabes? Necesitas realmente ayuda profesional…»
Pero no habían desaparecido solo los pendientes. Después de que él se largara, resultó que también habían desaparecido otras cosas, entre ellas dinero en efectivo y unas monedas antiguas que habían pertenecido a mi abuelo materno; mi madre cambió las cerraduras, y advirtió a Cinzia y a los conserjes que no dejaran entrar a mi padre si se presentaba cuando ella estaba en el trabajo. Por supuesto, ahora todo era distinto, y ya nada podía impedir que mi padre entrara en el piso y revolviera entre las cosas de mi madre, e hiciera con ellas lo que quisiera; pero mientras lo miraba tratando de pensar qué demonios decir, se me pasaron por la cabeza una docena de cosas, y la principal fue el cuadro. Durante semanas me había dicho a diario que debía ir al piso y ocuparme de él, buscar alguna solución, pero había seguido posponiéndolo, y ahora mi padre había llegado.
Mi padre me sonreía sin apartar la vista de mí.
—Bueno, compinche. ¿Querrías ayudarnos? —Tal vez ya no bebía, pero en su tono, áspero y rasposo, aún se percibía la tensión de aquellas tardes que se moría por beber.
—No tengo la llave —respondí.
—Eso no es problema —se apresuró a decir mi padre—. Podemos llamar a un cerrajero. Xandra, pásame el móvil.
Pensé con celeridad. No quería que entraran en el piso sin mí.
—José o Goldie podrían abrirnos la puerta, si voy con vosotros.
—De acuerdo —dijo mi padre—. Vámonos.
Por su tono deduje que sabía que yo mentía acerca de la llave (que estaba escondida en un lugar seguro en el cuarto de Andy). Además, no debía de gustarle la idea de involucrar a los conserjes, pues la mayoría de los tipos que trabajaban en el edificio no le tenían mucho aprecio, después de haberlo visto borracho tantas veces. Pero le sostuve la mirada con la cara más inexpresiva que pude hasta que él se encogió de hombros y se volvió.
XVIII
—¡Hola, José!
—¡Bomba! —exclamó José, retrocediendo alegremente un paso cuando me vio en la acera; era el conserje más joven y alegre, y siempre intentaba escabullirse antes de que terminara su turno para jugar al fútbol en el parque—. ¡Theo! ¿Qué lo qué, manito?
Su sonrisa franca me hizo volver de golpe al pasado. Todo seguía igual: el toldo verde, la ligera sombra, un charco marrón en una parte de la acera más hundida. De pie frente a las puertas art déco —niqueladas y surcadas de rayos solares abstractos, como las puertas que empujarían los jóvenes periodistas con sombrero fedora en una película de los años treinta—, recordé todas las veces que las había cruzado y encontrado a mi madre echando un vistazo a su correspondencia mientras esperaba el ascensor. Recién llegada del trabajo, con tacones y maletín, sosteniendo en la mano el ramo de flores que yo le había enviado por su cumpleaños. «Pues mira tú. Mi admirador secreto ha vuelto a la carga».
José miró por encima de mí y vio a mi padre y a Xandra esperando unos pasos atrás.
—Hola, señor Decker —saludó con un tono más formal, tendiéndole una mano; con educación pero sin rastro de afecto—. Me alegro de verlo.
Mi padre, con su sonrisa simpática, empezó a responder, pero yo estaba demasiado nervioso y lo interrumpí:
—José. —Me había devanado los sesos durante todo el trayecto, buscando las palabras en español y practicando la frase mentalmente—. Mi papá quiere entrar en el piso, le necesitamos para abrir la puerta. —Y enseguida, lancé la pregunta que había preparado—: ¿Usted puede subir con nosotros?
La mirada de José fue de mi padre a Xandra. Era un dominicano corpulento y bien parecido, y había algo en él que recordaba al joven Muhammad Ali, de carácter dulce y siempre bromeando, aunque uno no querría vérselas con él. En cierta ocasión, en un momento de confianza, se levantó la chaqueta del uniforme para enseñarme la cicatriz de un navajazo en el abdomen que, según dijo, le habían asestado en una pelea callejera en Miami.
—Será un placer —dijo en inglés, con tono relajado. Los miraba a ellos, pero yo sabía que estaba hablando conmigo—. Les acompañaré arriba. ¿Todo va bien?
—Sí, estamos bien —respondió mi padre sucintamente. Era él quien había insistido en que yo estudiara español en lugar de alemán como idioma extranjero («Al menos alguien de la familia podrá comunicarse con esos jodidos conserjes»).
Xandra, a quien yo empezaba a ver como una verdadera chiflada, se rió nerviosa y dijo con voz farfullante y apabullada:
—Sí, estamos bien, pero el vuelo nos ha dejado agotados. Esto está muy lejos de Las Vegas y seguimos un poco… —Puso los ojos en blanco y retorció los dedos, dando a entender aturdimiento.
—¿Ah, sí? —respondió José—. ¿Hoy? ¿Han aterrizado en La Guardia? —Como a todos los conserjes, se le daba muy bien charlar sobre temas triviales, en particular sobre el estado del tráfico, el tiempo o la mejor ruta para ir al aeropuerto en hora punta—. He oído decir que ha habido muchos retrasos hoy debido a cierto problema con los mozos de equipaje, el sindicato y demás, ¿no es cierto?
Durante el trayecto en el ascensor, Xandra mantuvo una conversación fluida pero agitada: sobre lo sucia que era la ciudad de Nueva York en comparación con Las Vegas («Sí, lo admito, todo está más limpio en el Oeste, supongo que estoy mal acostumbrada»), sobre lo malo que estaba el sándwich de pavo del avión, y que la azafata se había «olvidado» (haciendo el gesto de las comillas con los dedos) de darle los cinco dólares de cambio por el vino que había pedido.
—¡Oh, señora! —exclamó José bajando del ascensor mientras meneaba la cabeza con fingida seriedad—. La comida de avión es de lo peor. Tienes suerte si te dan de comer. Aunque le diré una cosa sobre Nueva York. Aquí comerá bien. Hay buenos vietnamitas, buenos cubanos, buenos indios…
—No me gusta toda esa comida picante.
—Tranquila, lo que quiera lo encontrará aquí. —Y, mientras buscaba en el llavero la llave maestra, levantó un dedo y añadió—: Segundito.
La cerradura giró con un compacto sonido, instintivo y penetrante en su precisión. Aunque el ambiente estaba cargado, percibí el fuerte olor de la casa: libros y alfombras viejas, limpiasuelos con olor a limón, las oscuras velas con aroma de mirra que mi madre había comprado en Barney’s.
La bolsa del museo estaba en el suelo junto al sofá, exactamente donde yo la había dejado hacía… ¿cuántas semanas? Mareado, di un rodeo y entré para recogerla mientras José —bloqueando aún el paso a mi irritado padre sin que lo pareciera— se quedaba plantado en el umbral, escuchando a Xandra con los brazos cruzados.
La expresión serena pero un poco distraída de José me recordó la que puso cuando tuvo que subir a mi padre prácticamente a cuestas una noche gélida que estaba tan borracho que había perdido el abrigo. «Ocurre en las mejores familias», dijo con una sonrisa abstracta, rechazando la propina de veinte dólares que mi padre —incoherente, con vómito en la americana, y cubierto de arañazos y de mugre como si hubiera estado rodando por la acera— trataba de ponerle en la cara.
—En realidad soy de la costa Este —decía Xandra—, de Florida. —De nuevo una risa nerviosa…, balbuceante, farfullante—. West Palm, para ser exactos.
—¿Ha dicho Florida? —oí decir a José—. Es precioso todo eso.
—Ya lo creo. Al menos en Las Vegas tenemos sol…, no sé si podría soportar pasar los veranos aquí, acabaría convertida en un polo…
En cuanto cogí la bolsa me di cuenta de que pesaba muy poco…, estaba casi vacía. ¿Dónde demonios había puesto el cuadro? Casi ciego del pánico, no me detuve sino que seguí andando por el pasillo, en piloto automático, hasta mi habitación, con la cabeza dándome vueltas con un sonido chirriante…
De pronto…, a través de los flashes inconexos que conservaba de esa noche, me acordé. La bolsa se había mojado. No había querido dejar el cuadro dentro de una bolsa mojada para evitar que se enmoheciera, se reblandeciera o lo que fuera. En lugar de ello —¿cómo podía haberlo olvidado?— lo había dejado encima del escritorio de mi madre, para que fuera lo primero que ella viera cuando entrara en casa. Con celeridad, dejé caer la bolsa fuera de la puerta cerrada de mi dormitorio y me metí en el de mi madre, mareado de miedo, confiando en que mi padre no me siguiera, demasiado aterrado para volverme y mirar.
—Apuesto que aquí ven un montón de gente famosa por la calle —oí decir a Xandra desde el salón.
—Ya lo creo. LeBron, Dan Aykroyd, Tara Reid, Jay-Z, Madonna…
El dormitorio de mi madre estaba oscuro y fresco, y el olor apenas perceptible de su perfume fue casi demasiado para mí. Allí estaba el cuadro, entre fotografías enmarcadas en plata de sus padres, de ella, de mí a distintas edades, y de montones de caballos y perros: la yegua de su padre, Chalkboard, Bruno el Gran Danés, el perro salchicha Poppy, que había muerto cuando yo iba a la guardería. Armándome de valor al ver las gafas de lectura de mi madre encima del escritorio, sus rígidas medias negras donde las había puesto a secar, su caligrafía en el calendario de mesa y un millón de otros detalles dolorosos, cogí el cuadro, me lo puse bajo el brazo y entré rápidamente en mi habitación, situada al otro lado del pasillo.
La ventana de mi habitación —como la de la cocina— daba a un conducto de aire y estaba oscura si no encendía las luces. Había una toalla fría y húmeda en el suelo, encima de un montón de ropa sucia, donde yo la había dejado caer esa última mañana después de ducharme. La recogí —haciendo una mueca al llegarme el olor— con la intención de arrojarla encima del cuadro mientras buscaba un escondite mejor, quizá en el…
—¿Qué estás haciendo?
En el umbral estaba mi padre, una silueta oscura recortada en la luz que brillaba detrás de él.
—Nada.
Se detuvo y recogió la bolsa que yo había tirado en el pasillo.
—¿Qué es esto?
—Para mis libros —respondí después de un silencio, aunque era la típica bolsa plegable para la compra, algo que ni yo ni ningún niño llevaría al colegio.
La lanzó a través de la puerta abierta, y arrugó la nariz a causa del olor, agitando una mano frente a la cara.
—Puaf. Aquí dentro apesta a calcetín sucio. —Mientras introducía una mano por la puerta y encendía el interruptor, me las arreglé con un movimiento complejo pero espasmódico para arrojar la toalla sobre el cuadro y evitar así que él lo viera.
—¿Qué tienes allí?
—Un póster.
—Escucha, espero que no cuentes con llevarte muchos trastos a Las Vegas. No hace falta que cojas tu ropa de invierno…, allí no la necesitarás. A menos que tengas equipo de esquí. No sabes lo que es esquiar en Tahoe…, no se parece nada a esas pequeñas montañas heladas del norte.
Me pareció que tenía que responder algo, sobre todo porque era lo más largo y amistoso que me decía mi padre desde que había aparecido, pero era incapaz de ordenar mis pensamientos.
—Tampoco era muy fácil vivir con tu madre, ¿sabes? —añadió con brusquedad. Cogió algo que parecía un viejo examen de matemáticas de mi escritorio, lo examinó y lo dejó caer de nuevo sobre él—. Ella jugaba sus cartas con mucho cuidado. Ya sabes cómo era. No se mostraba muy comunicativa. Me excluía. Siempre se las daba de hacer lo moralmente correcto. Era un asunto de poder, ¿sabes? Una cuestión de control. Con franqueza, no me gusta decirlo, pero llegó un momento en que me costaba estar en la misma habitación que ella. No estoy diciendo que ella fuera mala persona. Pero tan pronto todo iba sobre ruedas como, ay de mí, yo había hecho algo, y el viejo silencio…
No dije una palabra. Me quedé de pie, incómodo, tapando el cuadro con la toalla enmohecida con la luz en los ojos, deseando estar en otra parte (el Tíbet, el lago Tahoe, la Luna) y sin atreverme a responder. Lo que decía sobre mi madre era cierto; a menudo era poco comunicativa, y cuando se enfadaba era difícil saber qué pensaba, pero no tenía ningún interés en hablar de los defectos de mi madre y, en todo caso, parecían bastante pequeños comparados con los de mi padre.
Mi padre seguía hablando.
—… porque, no tengo nada que demostrar, ¿entiendes? Cada tablero tiene dos caras. No se trata de establecer quién tenía razón y quién no. Yo también tuve parte de culpa, lo reconozco, aunque estoy seguro, y tú lo sabes, que ella encontró la forma de reescribir la historia de la forma más favorecedora. —Me resultaba extraño volver a estar en mi habitación con él, sobre todo viéndolo tan cambiado: casi despedía un olor diferente, e irradiaba otra clase de gravidez, un brillo, como si todo él estuviera recubierto de una fina capa de grasa—. Supongo que muchos matrimonios tienen problemas como los nuestros…, pero ella se volvió amargada. Y contenida. Sinceramente, me pareció que no podía seguir viviendo con ella, aunque sabe Dios que ella no se merecía eso.
Desde luego que no, pensé.
—¿Sabes cuál fue en realidad la razón por la que la dejé? —continuó mi padre, apoyándose con un codo en el marco de la puerta y mirándome de forma penetrante—. Tuve que sacar algo de dinero de nuestra cuenta para pagar unos impuestos y ella se puso como loca, como si los hubiera robado. —Observaba mi reacción con mucha atención—. Nuestra cuenta conjunta. Quiero decir que, a la hora de la verdad, ella no se fiaba de mí. De su marido.
Yo no sabía qué decir. Era la primera vez que oía hablar de los impuestos, si bien no era ningún secreto que mi madre no se fiaba de mi padre en lo que se refería al dinero.
—Dios mío, pero ella podía ser tan rencorosa… —continuó él, con una mueca medio burlona, pasándose una mano por la frente—. Ojo por ojo, diente por diente. Siempre buscaba la venganza. Porque nunca olvidaba nada. Aunque tuviera que esperar veinte años, se vengaría. Y, claro, yo siempre parezco el malo de la película, y quizá lo sea…
El cuadro, aunque pequeño, empezaba a pesarme en los brazos, y me notaba la cara tensa por el esfuerzo de disimular mi incomodidad. Para no oír su voz, empecé a contar para mis adentros en español. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Había llegado a veintinueve cuando apareció Xandra.
—Larry, tu mujer y tú teníais una casa muy bonita. —Su forma de decirlo hizo que la compadeciera, pero no me cayó mejor por eso.
Mi padre le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí, recorriéndole la espalda con una especie de movimiento masajeante que me puso enfermo.
—Bueno —dijo él con modestia—, era más suya que mía.
Ni que lo digas, pensé.
—Ven conmigo —continuó mi padre y, olvidándose de mí, le cogió la mano y la condujo al dormitorio de mi madre—. Quiero que veas algo. —Me volví y los vi salir, aprensivo ante la perspectiva de que manosearan las pertenencias de mi madre, pero me alegraba tanto de que se fueran de mi cuarto que no me importó.
Sin dejar de mirar el umbral vacío, me acerqué al otro extremo de la cama y escondí el cuadro. En el suelo había un viejo New York Post, el mismo periódico que ella me había lanzado nuestro último sábado juntos. «Eh, escoge una película», me había dicho asomando la cabeza por la puerta. Aunque había varias películas que nos habrían gustado a los dos, escogí una del festival de cine de Boris Karloff, El ladrón de cadáveres. Ella aceptó mi decisión sin ninguna queja; iríamos al Film Forum para ver la película y después nos llegaríamos al Moondance Diner para comer una hamburguesa, una tarde de sábado perfecta si no fuera por el hecho de que sería la última que ella pasaría sobre la Tierra y ahora me sentía desgraciado cada vez que pensaba en ella, ya que (gracias a mí) lo último que había visto mi madre en el cine era una pésima película de terror antigua sobre cadáveres y ladrones de tumbas. (Si hubiera escogido la película que ella quería ver sobre unos niños parisienses durante la Primera Guerra Mundial, que había recibido buenas críticas, ¿seguiría viva ahora? A menudo repasaba mentalmente esos oscuros y supersticiosos fallos).
Aunque el periódico parecía algo tan sagrado como un documento histórico, lo abrí por la mitad y lo desmonté. Envolví el cuadro en él con resolución, hoja por hoja, y cerré el paquete con el mismo rollo de celo que había utilizado meses atrás para envolver el regalo de Navidad para mi madre. «¡Perfecto!», había dicho ella bajo una lluvia de papeles de colores, inclinándose con su albornoz para darme un beso; un juego de acuarelas que ella ya nunca llevaría al parque los sábados de verano por la mañana que ella ya nunca vería.
Mi cama —un catre de campaña de latón comprado en el mercadillo, con un aspecto soldadesco que inspiraba confianza— siempre me había parecido el lugar más seguro del mundo para esconder algo. Pero de pronto, recorriendo la habitación con la mirada (un escritorio destartalado, un póster de Godzilla japonés, la taza de pingüino del zoo que utilizaba para poner los lápices), la impermanencia de todo ello me conmovió; me sentí abrumado al imaginar cómo sacarían del piso nuestras pertenencias, los muebles, la cubertería y toda la ropa de mi madre: vestidos de ventas de muestrario con la etiqueta todavía colgando, todas esas zapatillas de ballet de colores y las blusas entalladas con sus iniciales en los puños. Sillas y lámparas chinas, discos de vinilo de jazz que mi madre había comprado en el Village, y tarros de mermelada, aceitunas y mostaza alemana en la nevera. En el cuarto de baño, un caos de esencias y cremas perfumadas, geles de colores para baño de burbujas, botes medio vacíos de champú de aspecto caro amontonados en el lateral de la bañera (Kiehl, Klorane, Kérastase, mi madre siempre tenía cinco o seis abiertos). ¿Cómo podía mostrar el piso un aspecto tan permanente y sólido cuando solo era un decorado que aguardaba a ser desmontado y transportado lejos por empleados uniformados de una empresa de mudanzas?
Al entrar en la sala de estar, vi un jersey de mi madre colgado en el respaldo de la silla donde lo había dejado, un fantasma azul celeste de ella. Las conchas marinas que habíamos recogido de la playa de Wellfleet. Los jacintos que ella había comprado en el mercado coreano unos días antes de morir, con los tallos ennegrecidos y podridos colgando por el lado de la maceta. En la papelera, catálogos de Dover Books, Belgian Shoes; un envoltorio de un paquete de gofres Necco, su dulce favorito. Lo rescaté y lo olí. Sabía que el jersey también olería a ella si lo cogía y me lo acercaba a la cara, pero el solo hecho de verlo me resultó insoportable.
Regresé a mi dormitorio y me subí a la silla para bajar la maleta —que no era muy grande y tenía los lados blandos—; la llené de ropa interior limpia, ropa de colegio limpia y camisas dobladas de la lavandería. Luego metí el cuadro con otra capa de ropa encima. Cerré la cremallera de la maleta —no tenía cierres porque era de lona— y me quedé muy quieto. Después salí al pasillo. Oía abrir y cerrar cajones en el dormitorio de mi madre. Una risita.
—Papá —dije en voz baja—. Me voy abajo para hablar con José.
Sus voces enmudecieron.
—De acuerdo —respondió mi padre a través de la puerta cerrada, con una voz extrañamente cordial.
Regresé a mi habitación, cogí la maleta y salí con ella del piso, dejando la puerta de la calle entornada por si quería volver a entrar. Mientras bajaba en el ascensor me miré en el espejo que tenía ante mí, intentando no pensar en Xandra dentro del dormitorio de mi madre toqueteando su ropa. ¿Era posible que mi padre hubiera estado saliendo con ella antes de largarse de casa? ¿No se sentía un poco mal dejándola hurgar entre las cosas de mi madre?
Me dirigía a la puerta delantera donde José montaba guardia cuando una voz gritó:
—¡Espera!
Me volví y vi a Goldie salir a toda prisa de la oficina de paquetería.
—Dios mío, Theo, lo siento. —Nos quedamos mirándonos durante un momento de incertidumbre, luego, en un impulsivo gesto de mandarlo todo al infierno, tan violento que resultó casi divertido, se inclinó y me abrazó.
—Lo siento muchísimo —repitió él, meneando la cabeza—. Dios mío, qué desgracia.
Desde que se había divorciado, Goldie trabajaba por las noches y los días festivos, apostado frente a las puertas sin los guantes y con un cigarrillo apagado en la mano, mirando la calle. Mi madre me había mandado a veces a la portería con un café y donuts para él cuando estaba solo, sin más compañía que el árbol con luces y el menorá eléctrico, ordenando los periódicos a las cinco de la madrugada del día de Navidad, con la mirada vacía, y una cara cenicienta e incierta, en el solitario y desprevenido momento anterior a que me viera y mostrara su mejor sonrisa.
—He pensado mucho en tu madre y en ti —dijo, secándose la frente—. Ay, bendito. No puedo ni imaginarme siquiera lo que debes de estar pasando.
—Sí, ha sido duro —dije desviando la mirada; por alguna razón, era la frase a la que constantemente recurría cuando la gente me daba el pésame. La había repetido tantas veces que empezaba a sonar facilona y un poco falsa a mis oídos.
—Me alegro de que hayas pasado por aquí —dijo Goldie—. Esa mañana yo estaba de guardia allá fuera, ¿te acuerdas?
—Por supuesto —respondí, sorprendido ante su énfasis, como si pensara que pudiera olvidarme de él.
—Santo cielo. —Se pasó una mano por la frente con una expresión un poco frenética, como si él mismo se hubiera salvado por los pelos—. Pienso en ello cada día. Todavía veo la cara de tu madre subida a ese taxi. Diciendo adiós con la mano, tan tranquila. —Se inclinó hacia delante en actitud confidencial y, como si se tratara de un gran secreto, añadió—: Cuando me enteré de que había muerto llamé enseguida a mi exmujer, de lo afectado que me quedé. —Se echó hacia atrás y me miró con las cejas arqueadas, como si no esperara que lo creyera. Las batallas de Goldie con su exmujer eran épicas—. Casi nunca hablamos, pero ¿a quién iba a decírselo? Tenía que decírselo a alguien, ¿comprendes? De modo que la llamé y le dije: «Rosa, no te lo vas a creer. Hemos perdido a la mujer guapa del edificio».
Al verme, José abandonó la puerta para unirse a nuestra conversación, con sus característicos andares saltarines.
—La señora Decker —dijo, meneando la cabeza con afecto, como si nunca hubiera habido nadie como ella— siempre saludaba, siempre tenía una bonita sonrisa. Muy considerada, ya sabes.
—No como otros del edificio —dijo Goldie, mirando por encima del hombro—. Ya sabes a quién me refiero. —Se inclinó más y articuló mudamente la palabra esnob—. La clase de persona que se queda de pie con las manos vacías, sin paquetes ni nada parecido, esperando que le abras la puerta, a eso me refiero.
—Ella no era así —dijo José, sin dejar de menear la cabeza con amplios movimientos, como un niño que dice que no—. La señora Decker tenía clase.
—¿Tienes un momento? —me preguntó Goldie, levantando una mano—. Enseguida vuelvo. No te vayas. —Y, volviéndose hacia José mientras se alejaba, añadió—: No dejes que se vaya.
—¿Quieres que te pida un taxi, manito? —me preguntó José al ver la maleta.
—No —dije, mirando hacia el ascensor—. Escuche, José, ¿puede guardarme esta maleta hasta que venga a recogerla?
—Claro —respondió él levantándola—. Es un placer.
—Volveré yo mismo a recogerla, ¿de acuerdo? No deje que nadie se la lleve.
—Claro, lo entiendo —dijo José con tono afable.
Lo seguí hasta la oficina de paquetería, donde puso una etiqueta a la maleta y la colocó en el estante superior.
—¿Lo ves? Ya la hemos quitado de en medio. No guardamos nada allá arriba excepto algún paquete que la gente tiene que firmar y nuestras pertenencias. Nadie podrá retirar esa maleta sin tu firma personal, ¿entendido? Ni tu tío, ni tu primo, nadie. Y le diré a Carlos, a Goldie y a los otros compañeros que no se la den a nadie más que a ti. ¿Te parece bien?
Yo estaba a punto de darle las gracias cuando él se aclaró la voz.
—Escucha —susurró—. No quiero preocuparte ni nada parecido, pero últimamente han venido unos tipos preguntando por tu padre.
—¿Unos tipos? —repetí, después de un silencio incoherente. Unos «tipos», viniendo de José, solo significaba una cosa: los hombres a los que mi padre debía dinero.
—No te preocupes. No les dijimos nada. Quiero decir que tu padre se fue hace… ¿cuánto? ¿Un año? Carlos les dijo ya no vivíais aquí y que no habíais vuelto. Pero —miró hacia el ascensor—, ahora que tu padre está aquí, quizá no quiera pasar mucho tiempo en el edificio, ya me entiendes.
Le estaba dando las gracias cuando Goldie volvió con lo que parecía un enorme fajo de dinero.
—Esto es para ti —me dijo con un tono un poco melodramático.
Por un instante me pareció que lo había oído mal. José tosió y desvió la mirada. En el pequeño televisor en blanco y negro de la oficina de paquetería (con una pantalla que no era más grande que una funda de CD), una mujer glamurosa con largos pendientes agitaba los puños y gritaba insultos en español a un sacerdote acobardado.
—¿Qué es esto? —le pregunté a Goldie, que seguía tendiéndome el fajo.
—¿Tu madre no te lo dijo?
Me sentía confuso.
—¿Decirme qué?
Al parecer, poco antes de Navidad, Goldie había encargado un ordenador y se lo habían entregado en el edificio. El ordenador era para su hijo, que lo necesitaba para el colegio, pero (Goldie se mostró vago acerca de esa parte) no había llegado a pagarlo todo o su mujer había supuesto que tenía que pagarlo íntegramente él. Fuera como fuese, los repartidores se llevaron de nuevo el ordenador por la puerta y estaban subiéndolo a la furgoneta cuando mi madre bajó por casualidad y vio lo que ocurría.
—Y la mujer guapa lo pagó —dijo Goldie—. Al ver lo que pasaba, abrió el bolso y sacó el talonario. Me dijo: «Goldie, sé que tu hijo necesita este ordenador para hacer los deberes del colegio. Por favor, deja que haga esto por ti y ya me lo devolverás cuando puedas».
—¿Lo ves? —dijo José con un tono inesperadamente furibundo, mirando hacia el televisor, donde la mujer seguía en el cementerio de la iglesia, discutiendo con un tipo con aspecto de magnate con gafas de sol—. Fue tu madre quien lo hizo. —Miró el dinero, casi enfadado—. Es cierto, tenía clase. La mayoría de las mujeres se gastan el dinero en pendientes de oro, perfume o cosas para ellas, pero tu madre se preocupaba por la gente, ¿sabes?
Me pareció extraño aceptar el dinero, por toda clase de motivos. Aun sumido en la estupefacción, algo en esa historia me sonaba raro (¿qué clase de establecimiento entrega a domicilio un ordenador que no se ha pagado anteriormente?). Más tarde me pregunté: ¿tan desprotegido les había parecido a los conserjes que habían juntado dinero para mí? Todavía no sé de dónde salió el dinero; y lamento no haber hecho más preguntas, pero estaba tan aturdido por todo lo que había ocurrido ese día (sobre todo por la repentina aparición de mi padre con Xandra) que si Goldie se hubiera encarado conmigo y hubiese intentado darme un pedazo de chicle arrancado del suelo, habría alargado la mano y lo habría cogido obediente.
—No es asunto mío, ¿sabes? —dijo José, mirando por encima de mi cabeza mientras lo decía—, pero yo de ti no le diría a nadie lo del dinero. ¿Entiendes?
—Sí, guárdatelo en el bolsillo. No vayas por allí enseñándolo. Mucha gente de la calle mataría por esa cantidad.
—¡Mucha gente de este edificio! —gritó José, con un repentino ataque de risa.
—¡Ja! —exclamó Goldie tronchándose de risa, y luego dijo algo en español que no entendí.
—Cuidado —dijo José mientras meneaba la cabeza, fingiendo seriedad pero incapaz de dejar de sonreír—. Por eso no nos dejan trabajar en la misma planta a Goldie y a mí. Nos lo pasamos tan bien juntos que nos tienen que separar.
XIX
A partir del momento en que aparecieron papá y Xandra, los acontecimientos empezaron a sucederse rápidamente. Esa noche, mientras cenábamos (en un restaurante turístico que me sorprendió que mi padre escogiera), él recibió una llamada de alguien de la compañía de seguros de mi madre que, aun después de tantos años, lamento no haber oído mejor. Pero había mucho ruido en el restaurante, y Xandra (entre sorbos de vino blanco; puede que él hubiera dejado de beber, pero ella no) tan pronto se quejaba de que no podía fumar como me contaba, un poco distraída, cómo había aprendido la práctica de la brujería de un libro de la biblioteca cuando iba al instituto, en alguna parte de Fort Lauderdale. («En realidad se llama wicca. Es una religión terrenal»). Si se hubiera tratado de otra persona, le habría preguntado qué implicaba exactamente ser bruja (¿hechizos y sacrificios?, ¿tratos con el diablo?), pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, ella ya había aparcado el tema y empezado a hablar de que habría podido ir a la universidad, y cuánto lamentaba no haberlo hecho («Te diré qué me fascinaba. La historia de Inglaterra y cosas por el estilo. Enrique VIII, la reina María de Escocia»). Pero al final había renunciado a estudiar porque se había obsesionado demasiado por un tipo. «Obsesionado», siseó, clavándome sus ojos penetrantes e incoloros.
Nunca averigüé por qué su obsesión por el tipo había impedido que Xandra fuera a la universidad, ya que mi padre colgó y pidió (y tuve una extraña sensación) una botella de champán.
—No puedo bebérmela toda yo —dijo Xandra, que iba por el segundo vaso de vino—. Me dolerá la cabeza.
—Bueno, si tú no puedes entonces tendré que ayudarte —dijo mi padre, echándose hacia atrás en la silla.
Xandra me hizo un gesto de asentimiento.
—Déjale que tome un poco —dijo—. Camarero, traiga otra copa.
—Disculpe —respondió el camarero, un italiano de aspecto severo que parecía acostumbrado a vérselas con turistas desmadrados—. No se sirve alcohol a los menores de edad.
Xandra empezó a escarbar en su bolso. Llevaba un vestido descubierto por la espalda de color marrón, y se había puesto polvos marronáceos, bronceador o colorete en los pómulos, tan mal extendidos que me dieron ganas de hacerlo yo mismo con el dedo.
—Salgamos a fumar —le dijo a mi padre. Y se cruzaron una larga mirada de complicidad que me hizo estremecer. Luego Xandra apartó la silla para levantarse y, dejando caer la servilleta en la silla, buscó al camarero con la mirada—. Qué bien, se ha ido. —Entonces cogió mi copa de agua (prácticamente vacía) y me sirvió un poco de champán.
Ya habían traído los platos, y yo me había servido furtivamente más champán en la copa, cuando ellos volvieron.
—Ñam, ñam —exclamó Xandra, con los ojos un poco brillantes y vidriosos, estirándose la falda corta hacia abajo y contoneándose hasta deslizarse de nuevo en el asiento, sin molestarse en apartar del todo la silla. Agitó la servilleta en su regazo y acercó el abundante plato rojo de manicotti—. ¡Qué buena pinta tiene!
—El mío también —dijo mi padre, que era quisquilloso con la comida italiana, y a quien había visto quejarse por platos de pasta ahogados en marinara y con demasiado tomate que eran exactamente iguales que el que tenía delante en ese momento.
Mientras se abalanzaban sobre la comida (que quizá se había enfriado bastante, teniendo en cuenta el rato que habían estado fuera), reanudaron su conversación.
—Bueno, de todos modos no funcionó —dijo él, recostándose en la silla y jugueteando con un cigarrillo que no podía encender—. Así son las cosas.
—Eres grande.
Él se encogió de hombros.
—Incluso si eres joven, es un juego duro. No se trata solo de talento. Tiene que ver con tu atractivo y con la suerte.
—Aun así —repuso Xandra, secándose una comisura del labio con un dedo envuelto en la servilleta—. Un actor. Te estoy viendo. —La malograda carrera de actor de mi padre era uno de sus temas predilectos y…, aunque ella parecía bastante interesada, algo me decía que no era la primera vez que oía la historia.
—¿Si me gustaría haber seguido en ello? —Mi padre contemplaba su cerveza sin alcohol (¿o era de un tres por ciento? Desde donde yo estaba sentado no lo veía)—. Tengo que decir que sí. Es una de esas cosas de las que te arrepientes toda tu vida. Me habría encantado hacer algo con mi talento, pero no pude permitirme ese lujo. La vida discurre de forma extraña.
Estaban profundamente sumergidos en su propio mundo; para el caso que me hacían, yo podría haber estado en Idaho. Pero me traía sin cuidado; conocía la historia. Mi padre, que había sido estrella de teatro en la universidad, se había ganado la vida durante un breve período trabajando como actor: prestaba la voz en anuncios publicitarios, e interpretaba unos pocos papeles secundarios (un playboy asesinado, el hijo consentido de un jefe mafioso) en la televisión y en el cine. Después de casarse con mi madre, todo se desvaneció. Él tenía una larga lista de razones para explicar por qué no había triunfado, aunque, como a menudo le había oído decir, si mi madre hubiera tenido un poco más de éxito como modelo o hubiera trabajado un poco más, habrían tenido suficiente dinero para que él se concentrara en su carrera de actor sin tener que aceptar un empleo durante el día.
Mi padre apartó el plato. Me di cuenta de que no había comido mucho…, lo que a menudo era un síntoma de que había estado bebiendo o se disponía a hacerlo.
—Llegó un momento en que tuve que cortar por lo sano y dejarlo —dijo, arrugando la servilleta y arrojándola sobre la mesa.
Me pregunté si le había hablado a Xandra de Mickey Rourke, a quien consideraba el principal responsable del descarrilamiento de su carrera, sin contar a mi madre y a mí.
Xandra bebió un buen sorbo de vino.
—¿Alguna vez te has planteado volver?
—Claro que me lo he planteado. Pero —meneó la cabeza como si rechazara una petición escandalosa— no. La palabra es no.
El champán me cosquilleaba en el paladar; un destello como de polvos, lejano y embotellado en un año feliz en que mi madre seguía viva.
—Quiero decir que en cuanto me vio, supe que no le había gustado —decía mi padre en voz baja.
De modo que ya le había hablado de Mickey Rourke. Ella echó hacia atrás la cabeza, apurando su copa de vino.
—Esta clase de tipos no soportan la competencia.
—Todo era Mickey esto, Mickey aquello, Mickey quiere conocerte, pero en cuanto entré supe que era el final.
—Está claro que ese tipo es un monstruo.
—Entonces no lo era. Si te digo la verdad, en aquella época había realmente cierto parecido…, no solo físicamente sino que también teníamos el mismo estilo de actuar. O digamos que yo tenía una formación clásica, un registro, pero podía interpretar la misma clase de quietismo que Mickey, ya sabes, esa voz callada y susurrante…
—Oh, me da escalofríos. Susurrante. Solo el modo en que lo has dicho…
—Sí, pero Mickey era la estrella. No había cabida para los dos.
Mientras los veía compartir un pedazo de tarta de queso como dos tortolitos en un anuncio, me sumergí en un maldito torrente de pensamientos extraños, bajo las luces del comedor demasiado brillantes y con la cara ardiendo de calor por el champán; recordaba de un modo desordenado pero exaltado a mi madre después de la muerte de sus padres obligada a vivir con su tía Bess en una casa situada junto a las vías del tren, con el papel de pared marrón y fundas de plástico sobre los muebles. La tía Bess, que freía la comida en manteca vegetal Crisco y cortó uno de los vestidos de mi madre con tijeras porque el estampado psicodélico le molestaba, era una solterona estadounidense-irlandesa amargada y corpulenta que había dejado la Iglesia católica para unirse a una pequeña y disparatada secta que sostenía que beber té o tomar una aspirina era malo. Sus ojos —en la fotografía que yo había visto— eran del mismo azul plateado que los de mi madre, pero ribeteados de rosa y con una expresión demente en una cara plana como una patata. Mi madre me había descrito esos dieciocho meses con su tía Bess como el período más triste de su vida: los caballos que se vendieron, los perros que se regalaron, los largos adioses entre lágrimas a un lado de la carretera, con los brazos alrededor del cuello de Clover, Chalkboard, Paintbox y Bruno. De nuevo en la casa, la tía Bess le dijo a mi madre que era una niña consentida, y que la gente que no temía al Señor siempre tenía lo que se merecía.
—Y el productor, verás… Quiero decir que todos sabían cómo era Mickey, él empezaba a tener fama de persona conflictiva…
—Ella no se lo merecía —dije en voz alta, interrumpiendo la conversación.
Papá y Xandra dejaron de hablar y me miraron como si me hubiera convertido en el monstruo de Gila.
—Quiero decir que por qué iba a soltar alguien algo así. —No estaba bien que hablara en voz alta, y sin embargo las palabras salían de mi boca sin darme cuenta, como si alguien hubiera apretado un botón—. Si ella era maravillosa, ¿por qué todo el mundo se portaba de un modo tan horrible con ella? No se merecía nada de lo que le pasó.
Mi padre y Xandra se miraron. Luego él pidió por señas la cuenta.
XX
Antes de que saliéramos del restaurante, yo tenía la cara ardiendo y oía un fuerte pitido en mis oídos; cuando regresé al piso de los Barbour no era tan tarde, pero me tropecé con el paragüero e hice mucho ruido al entrar; en cuanto la señora y el señor Barbour me vieron, supe (por la cara que pusieron más que por cómo me sentía) que estaba borracho.
El señor Barbour apagó el televisor con el mando a distancia.
—¿Dónde has estado? —preguntó, con voz firme pero afable.
Me sostuve en el respaldo del sofá.
—Con papá y… —Pero el nombre de su compañera se me había borrado de la mente, todo menos la X.
La señora Barbour miró a su marido con las cejas arqueadas, como diciendo: «¿Qué te había dicho?».
—Bueno, vete a dormir la mona, amigo —dijo el señor Barbour con un tono alegre que, a pesar de todo, logró hacer que me sintiera un poco mejor acerca de mi vida en general—. Pero procura no despertar a Andy.
—No estás mareado, ¿verdad? —me preguntó la señora Barbour.
—No —respondí, aunque no era cierto; me pasé la mayor parte de la noche despierto en la litera superior, sintiéndome desgraciado y revolviéndome mientras la habitación daba vueltas a mi alrededor; me desperté un par de veces con el corazón palpitante, porque me parecía que Xandra había entrado en la habitación y me hablaba: palabras claras, pero con la brusca y farfullante cadencia de su voz inconfundible.
XXI
—Bien —me dijo el señor Barbour a la mañana siguiente durante el desayuno, poniendo una mano en mi hombro mientras apartaba la silla para que me sentara—, tuviste una cena festiva con tu viejo, ¿eh?
—Sí, señor.
Me iba a estallar la cabeza, y el olor de las tostadas francesas me revolvió el estómago. Etta me había traído discretamente de la cocina una taza de café con un par de aspirinas en el platito.
—¿Dices que Las Vegas?
—Así es.
—¿Y cómo se gana el pan?
—¿Cómo?
—¿En qué se ocupa allí?
—Chance —dijo la señora Barbour con voz neutral.
—Bueno, quiero decir… —continuó el señor Barbour, al darse cuenta de que quizá había formulado la pregunta con poca delicadeza—, a qué se dedica.
—Hummm… —dije, luego me callé. ¿En qué trabajaba mi padre? No tenía ni idea.
La señora Barbour, que parecía preocupada por el giro que había tomado la conversación, estaba a punto de decir algo; pero Platt, sentado a mi lado, se le adelantó irritado.
—¿Qué tengo que hacer para conseguir una taza de café aquí? —le preguntó a su madre, echándose hacia atrás en la silla y sujetándose a la mesa con una mano.
Siguió un silencio espantoso.
—Él la ha conseguido —dijo Platt, señalándome con la cabeza—. ¿Llega a casa borracho y le dais café?
Después de otro espantoso silencio, el señor Barbour, con un tono tan gélido que hizo avergonzar incluso a la señora Barbour, dijo:
—Ya está bien, Pard.
La señora Barbour juntó sus pálidas cejas.
—Chance…
—No, esta vez no acudirás en su auxilio. —El señor Barbour se volvió hacia Platt—. Ve a tu cuarto. Inmediatamente.
Todos miramos nuestros platos mientras escuchábamos el furioso ruido de los pasos de Platt, seguido de un estrepitoso portazo y, unos segundos más tarde, la música sonando de nuevo a todo volumen. Nadie dijo mucho más durante el resto del desayuno.
XXII
Mi padre —a quien le gustaba hacer todo con prisas, siempre impaciente por «echarse a la carretera», como le gustaba decir— anunció que contaba con tenerlo todo empaquetado y listo para partir los tres a Las Vegas en una semana. Y cumplió su palabra. A las ocho de la mañana de ese lunes, los empleados de la empresa de mudanzas se presentaron en Sutton Place y empezaron a desmantelar el piso y a llenar cajas. Un comerciante de libros usados pasó para echar un vistazo a los libros de arte de mi madre, y alguien más para examinar los muebles, y casi sin darme cuenta mi hogar empezó a desaparecer ante mis ojos a una velocidad nauseabunda. Viendo cómo retiraban las cortinas, descolgaban los cuadros y enrollaban las alfombras recordé unos dibujos animados en los que un personaje borraba con una goma su escritorio, la lámpara, la silla, la ventana con vistas y toda su oficina bien equipada, hasta que al final solo se veía la goma colgando de un turbulento mar blanco.
Mortificado por lo que sucedía pero incapaz de detenerlo, rondé por el piso observando cómo lo desmantelaban, pieza por pieza, como observa una abeja la destrucción de su colmena. Encima del escritorio de mi madre, entre muchas fotos de las vacaciones y viejas tomas del colegio, colgaba una en blanco y negro que le habían hecho en sus tiempos de modelo en Central Park. Era una reproducción muy nítida, en la que destacaban casi con dolorosa claridad los más pequeños detalles: la tez pecosa, la áspera textura del abrigo, la marca de la varicela sobre la ceja izquierda. Mi madre observaba risueña el desorden y la confusión que reinaban en la sala de estar, y cómo mi padre tiraba sus papeles y su material de dibujo, y empaquetaba sus libros para que los recogieran los voluntarios de Goodwill, una escena que probablemente jamás habría imaginado, o eso espero.
XXIII
Los últimos días que pasé con los Barbour transcurrieron tan deprisa que apenas los recuerdo, aparte de las frenéticas idas y venidas de última hora a la lavandería y la tintorería, y varias salidas precipitadas a la tienda de bebidas alcohólicas de la Lex para buscar cajas de cartón. Con rotulador negro escribí la exótica dirección de mi nuevo hogar:
Theodore Decker a/c Xandra Terrell
6219 Desert End Road
Las Vegas, NV
Andy y yo nos quedamos contemplando con tristeza las cajas con etiquetas amontonadas en su habitación.
—Es como si te fueras a otro planeta —dijo él.
—Más o menos.
—No, hablo en serio. Esa dirección hace pensar en alguna colonia minera de Júpiter. Me pregunto cómo será tu colegio.
—Quién sabe.
—Quiero decir si será uno de esos lugares sobre los que lees, con bandas criminales y detectores de metal. —A Andy le habían tratado tan mal en nuestro colegio (supuestamente) progresista e ilustrado que imaginaba que el público estaba al nivel del sistema penitenciario—. ¿Qué harás?
—Me afeitaré la cabeza. Me haré un tatuaje.
Me gustó que no tratara de mostrarse optimista o alegre ante mi traslado, a diferencia de la señora Swanson o de Dave (quien estaba visiblemente aliviado de no tener que lidiar más con mis abuelos). Nadie más dijo gran cosa sobre mi partida en Park Avenue, aunque, por la expresión tensa que ponía la señora Barbour cuando salía el tema de mi padre y su «amiga», yo sabía que no eran cosas imaginarias. Además, el futuro con papá y Xandra parecía tan malo o aterrador como incomprensible, un borrón de tinta negra en el horizonte.
XXIV
—Bueno, puede que te siente bien un cambio de aires —dijo Hobie cuando fui a verlo antes de irme—. Aunque no sea en el lugar que tú habrías escogido.
Estábamos cenando en el comedor para variar, sentados en el extremo de una mesa con capacidad para doce comensales y cubierta de una serie de jarros y ornamentos de plata que se perdían en la opulenta oscuridad. Sin embargo, reinaba el mismo ambiente que la última noche que pasamos en nuestro viejo piso de la Séptima Avenida mi padre, mi madre y yo, sentados en cajas de cartón y cenando comida china para llevar.
No dije una palabra. Me sentía desgraciado, pero mi determinación a sufrir en secreto me había vuelto poco comunicativo. Durante la semana anterior, sumido en un estado de ansiedad mientras desmantelaban el piso y observaba cómo las pertenencias de mi madre eran dobladas y metidas en cajas para venderlas, había anhelado la oscuridad y el reposo de la casa de Hobie, sus habitaciones abarrotadas y bien caldeadas, el olor a madera vieja, hojas de té y humo de tabaco, los cuencos con naranjas sobre el aparador y los candelabros festoneados de cera.
—Me refiero a que tu madre… —Se calló por delicadeza—. Será como volver a empezar.
Miré mi plato. Hobie había preparado un curry de cordero con una salsa de color limón que parecía más francesa que india.
—No tienes miedo, ¿verdad?
Levanté la vista.
—¿Miedo?
—De vivir con él.
Reflexioné sobre ello, mirando hacia las sombras que había detrás de su cabeza.
—La verdad es que no.
Por la razón que fuera, mi padre parecía más tranquilo y relajado desde que había vuelto. No podía atribuirlo a que hubiera dejado de beber, ya que cuando no bebía estaba más callado y visiblemente desdichado, tan propenso a golpear que yo procuraba no estar al alcance de su brazo.
—¿Le has dicho a alguien más lo que me contaste?
—¿Sobre…? —Avergonzado, bajé la cabeza y seguí comiéndome el curry. En realidad estaba muy bueno, una vez que te acostumbrabas al hecho de que no era un curry—. Creo que ya no bebe —dije en el silencio que siguió—, si se refiere a eso. Parece estar mejor. Así que… —Incómodo, me quedé sin voz.
—¿Te gusta su novia?
Tuve que reflexionar también sobre esa pregunta.
—No lo sé —admití.
Hobie guardó un silencio afable, cogiendo la copa de vino sin apartar los ojos de mí.
—Quiero decir que no la conozco en realidad. Supongo que no está mal. No puedo comprender qué le gusta de ella.
—¿Por qué no?
—Bueno… —No sabía cómo empezar. Mi padre podía ser encantador con «las damas», como él las llamaba, abriendo las puertas por ellas y rozándoles la muñeca para dejar claras sus intenciones; yo había visto cómo las mujeres se rendían ante él, un espectáculo que observaba con frialdad, preguntándome cómo era posible que alguien se dejara engañar por un acto tan transparente. Era como observar a unos niños dejándose engatusar por un espectáculo de magia de tres al cuarto—. No lo sé. Supongo que me imaginé que sería más guapa o algo así.
—Eso no importa si es agradable —dijo Hobie.
—Sí, pero no lo es.
—Oh. —Y añadió—: ¿Se les ve felices juntos?
—No lo sé. Bueno…, sí —admití—. Ya no parece irritado a todas horas. —Luego, sintiendo sobre mí el peso de la pregunta no formulada por Hobie—: Además, ha venido a buscarme. No tenía por qué hacerlo. Podrían habérselo ahorrado si no hubieran querido que fuera con ellos.
No dijimos una palabra más sobre el asunto y terminamos la comida hablando de otros temas. Pero justo antes de marcharme, mientras recorríamos el pasillo empapelado de fotografías pasando por delante de la habitación de Pippa, con la luz de la mesilla encendida y Cosmo dormido a los pies de la cama, Hobie me dijo:
—Theo.
—¿Sí?
—Tienes mi dirección y mi teléfono.
—Claro.
—Bien. —Parecía casi tan incómodo como yo—. Buen viaje. Que te vaya bien.
—Lo mismo digo.
Nos miramos.
—En fin…
—Buenas noches.
Abrió la puerta y salí de la casa creyendo que era la última vez que lo hacía. Pero si creía que no volvería a verlo nunca más, me equivocaba.