Park Avenue
I
Los asistentes sociales me indicaron que me sentara en la parte trasera de su utilitario y me llevaron a un restaurante del centro que había cerca de su oficina, un lugar de falsa opulencia lleno de espejos biselados y arañas de luces baratas de Chinatown. En cuanto nos acomodamos en el reservado (ellos dos a un lado, yo enfrente), sacaron de los maletines sus tablillas con sujetapapeles y sus bolígrafos, e intentaron persuadirme para que desayunara algo mientras ellos se bebían un café a sorbos y me hacían preguntas. Fuera todavía estaba oscuro; la ciudad despertaba. No recuerdo que me echara a llorar o que comiera, aunque después de tantos años todavía huelo los huevos revueltos que pidieron para mí; el recuerdo de ese plato abundante del que se elevaba humo aún me provoca nudos en el estómago.
El comedor estaba casi vacío. Detrás del mostrador, los camareros amodorrados vaciaban cajas de panecillos y bollos. En un reservado cercano se apiñaba un lánguido grupo de chicos recién salidos de una discoteca, con el lápiz de ojos corrido. Recuerdo que los miré fijamente en un intento desesperado de atraer su atención; un chico sudoroso con una chaqueta estilo mandarín, una chica desaliñada con mechones rosas. También había una anciana muy maquillada y con un abrigo de pieles demasiado grueso para esa época del año, sentada sola en la barra y comiéndose un pedazo de tarta de manzana.
Los asistentes sociales —que hicieron todo menos zarandearme y chasquear los dedos en mi cara para que los mirara— parecían comprender mi reticencia a asimilar lo que intentaban decirme. Se turnaron para inclinarse sobre la mesa y repetir lo que yo no quería oír. Mi madre había muerto. Unos cascotes que volaban por los aires le habían golpeado la cabeza. Había muerto en el acto. Lamentaban ser ellos los que me dieran la noticia, eso era lo peor de su trabajo, pero necesitaban que yo entendiera lo ocurrido. Mi madre estaba muerta y su cuerpo se encontraba en el hospital de Nueva York. ¿Lo entendía?
—Sí —respondí en el largo silencio que siguió cuando me di cuenta de que esperaban que dijera algo.
Su torpe e insistente uso de las palabras «muerta» y «cuerpo» no casaba con su tono razonable, su formal atuendo de poliéster, el pop latino que sonaba por la radio y los llamativos letreros que había detrás del mostrador («Batido de frutas frescas», «Diet Delite», «¡Pruebe nuestra hamburguesa de pavo!»).
—¿Fritas? —nos preguntó el camarero cuando apareció junto a la mesa sosteniendo en alto una gran fuente de patatas fritas.
Los asistentes sociales se sobresaltaron; el hombre (solo me dieron sus nombres de pila; él se llamaba Enrique) dijo algo en español y señaló unas mesas más allá, donde los chicos discotequeros le hacían gestos.
Sentado en estado de shock y con los ojos enrojecidos frente al plato de huevos revueltos que se enfriaba rápidamente, apenas podía comprender los aspectos más prácticos de mi situación. A la luz de lo ocurrido, las preguntas sobre mi padre parecían tan fuera de lugar que me costó comprender por qué no paraban de preguntar por él de un modo tan insistente.
—Entonces, ¿cuándo fue la última vez que lo viste? —preguntó la mujer coreana, que me había pedido varias veces que la llamara por su nombre de pila. (Por más que lo intento no consigo recordarlo ahora, aunque todavía veo sus rechonchas manos entrelazadas sobre la mesa y el inquietante color de su esmalte de uñas, de un plateado ceniza entre lavanda y azul).
—¿Cuánto calculas, más o menos? —insistió el tal Enrique.
—Nos basta con una fecha aproximada —terció la señora coreana—. ¿Cuándo dirías que lo viste por última vez?
—Humm… —respondí, pues pensar suponía un esfuerzo—, ¿el pasado otoño?
La muerte de mi madre todavía me parecía un error que podía rectificarse de algún modo si me recobraba y cooperaba con esas personas.
—¿Octubre? ¿Septiembre? —insistió ella con suavidad cuando no respondí.
Me dolía tanto la cabeza que cada vez que la volvía me entraban ganas de llorar, aunque ese era el último de mis problemas.
—No lo sé. Después de que comenzara el colegio.
—¿Dirías entonces que en septiembre? —preguntó Enrique alzando la vista mientras anotaba algo en su tablilla con sujetapapeles.
Era un tipo de aspecto duro que parecía incómodo con traje y corbata, como un entrenador de deporte que se ha engordado, pero su voz transmitía la sensación de control del mundo de los negocios: sistemas de archivo, moqueta industrial y atención permanente al público en el barrio de Manhattan.
—¿No has hablado ni tenido contacto con él desde entonces?
—¿Sabes de algún amigo íntimo o colega que pueda decirnos cómo localizarlo? —preguntó la mujer coreana, echándose hacia delante con aire maternal.
La pregunta me sorprendió. No conocía a semejante persona. La sola insinuación de que mi padre tuviera amigos íntimos (y no digamos «colegas») reflejaba una incomprensión tan profunda de su personalidad que no supe qué responder.
Solo una vez que retiraron los platos, en la tensa tregua de después de comer durante la cual nadie se levantó para irse, caí en la cuenta de adónde querían llegar con todas esas preguntas en apariencia irrelevantes acerca de mi padre, mis abuelos Decker (en Maryland, no recordaba la ciudad, en alguna urbanización semirrural situada detrás de un Home Depot) y mis tíos inexistentes. Yo era un menor de edad sin tutor. Tenía que abandonar de inmediato mi casa (o «entorno», como lo llamaban ellos sin cesar). Hasta que se pusieran en contacto con mis abuelos paternos, el municipio tomaría cartas en el asunto.
—Pero ¿qué van a hacer conmigo? —pregunté por segunda vez, echándome hacia atrás en mi silla con una nota de pánico en la voz.
Todo había parecido muy informal cuando yo había apagado el televisor y había salido con ellos del piso, supuestamente para tomar algo. Nadie había dicho una palabra de sacarme de mi casa.
Enrique miró su tablilla.
—Bueno, Theo… —Los dos pronunciaban mal mi nombre, como si fuera Teo—, eres un menor que necesita de asistencia inmediata. Tendremos que ponerte bajo alguna clase de tutela de urgencia.
—¿Tutela? —La palabra me revolvió el estómago; iba asociada a salas de tribunal, dormitorios cerrados con llave y pistas de baloncesto cercadas con alambre de púas.
—Bueno, digamos que al cuidado de alguien. Y solo hasta que tu abuelo y tu abuela…
—Espere —lo interrumpí, abrumado ante la rapidez con que las cosas escapaban a mi control, al percibir en su forma de pronunciar «abuelo» y «abuela» una presunción errónea de afecto y confianza.
—Solo serán medidas temporales hasta que hablemos con ellos —repuso la mujer coreana, inclinándose hacia mí.
El aliento le olía a caramelo de menta con un toque de ajo.
—Somos conscientes de lo triste que debes de estar, pero no tienes por qué preocuparte. Nuestro trabajo es protegerte hasta que nos pongamos en contacto con personas que te quieren y se preocupan por ti, ¿de acuerdo?
Era demasiado terrible para ser cierto. Me quedé mirando las dos caras desconocidas que tenía frente a mí, cetrinas a la luz artificial. La sola idea de que el abuelo Decker y Dorothy eran personas que se preocupaban por mí era absurda.
—Pero ¿qué va a ser de mí?
—La cuestión principal es que estás en situación de ser acogido; por alguien que trabajará codo con codo con los Servicios Sociales en un plan de atención para ti.
Sus esfuerzos conjuntos para tranquilizarme —su voz serena y su expresión compasiva y razonable— no hacían sino aumentar mi desesperación.
—¡Basta! —grité, apartándome con brusquedad de la mujer coreana cuando trató de cogerme la mano en un gesto cariñoso.
—Mira, Teo. Deja que te lo explique. Nadie está hablando de llevarte a un centro de detención de menores o un reformatorio…
—Entonces, ¿qué?
—Tutela temporal. Solo significa que te llevaremos a un lugar seguro, con personas que actuarán como tus tutores en nombre del Estado…
—¿Y si no quiero ir? —repliqué, tan fuerte que la gente se volvió para mirarme.
—Escucha —dijo Enrique, recostándose en el asiento y pidiendo más café por señas—. El municipio dispone de hogares de acogida certificados para los jóvenes en situación de crisis que los necesiten. Son lugares excelentes. Y en estos momentos es una de las opciones que estamos contemplando, porque en casos como el tuyo…
—¡Yo no quiero ir a un hogar de acogida!
—Claro que no quieres —terció la chica de pelo rosa en voz muy alta desde la mesa de al lado.
Últimamente el New York Post no publicaba más que noticias sobre Johntay y Keshawn Divens, los gemelos de once años que habían sido violados por su padre de acogida y casi muerto de hambre en los alrededores de Morningside Heights.
Enrique fingió no oírlo.
—Mira, estamos aquí para ayudarte —continuó, entrelazando de nuevo las manos encima de la mesa—. También consideraremos otras alternativas, siempre que sean lugares seguros para ti y satisfagan tus necesidades.
—¡No me han dicho que no podría volver al piso!
—Bueno, las oficinas municipales están desbordadas… Sí, gracias —dijo volviéndose hacia la camarera que se había acercado para llenarle la taza—. Pero a veces es posible tomar otras medidas si obtenemos aprobación provisional, sobre todo en un caso como el tuyo.
—Lo que mi compañero quiere decir —terció la mujer coreana, tamborileando con la uña en la formica para atraer mi atención— es que tu ingreso en el sistema no es inamovible si tienes a alguien con quien quedarte un tiempo. O viceversa.
—¿Un tiempo? —repetí. Era la única parte de la frase que había asimilado.
—Quiero decir que quizá podríamos llamar a alguien con quien puedas pasar tranquilamente un par de días. ¿Un profesor quizá? ¿O algún amigo de la familia?
De forma espontánea les di el número de teléfono de mi viejo amigo Andy Barbour, el primero que acudió a mi mente, quizá porque era el primero aparte del mío que me había aprendido de memoria. Aunque Andy y yo habíamos sido buenos amigos en primaria (salidas al cine, invitaciones mutuas a dormir, curso de verano en Central Park para aprender a utilizar un mapa y una brújula), todavía no sé por qué fue el primer nombre que me salió de la boca. Nos habíamos distanciado al comenzar el instituto y casi no lo había visto en los últimos meses.
—¿Barbour con u? —preguntó Enrique mientras escribía su nombre—. ¿Quiénes son? ¿Amigos?
Sí, respondí. Los conocía prácticamente de toda la vida. Los Barbour vivían en Park Avenue, y Andy era mi mejor amigo desde tercero.
—Su padre tiene un cargo importante en Wall Street —dije, y luego me callé. Acababa de recordar que el padre de Andy había pasado un período incierto en un hospital psiquiátrico de Connecticut a raíz de una «postración nerviosa».
—¿Qué hay de la madre?
—Mamá y ella son buenas amigas. —(No era del todo cierto; aunque se llevaban muy bien, mi madre distaba de ser lo bastante rica o de tener suficientes contactos para una asidua de las crónicas de sociedad como la señora Barbour).
—No, me refiero a qué se dedica.
—Obras benéficas —respondí tras un silencio desorientado—. Como la feria de antigüedades del Armory.
—Entonces es ama de casa.
Asentí, alegrándome de que me proporcionara con tanta facilidad un término que, si bien era cierto desde un punto de vista técnico, no era precisamente el que emplearía alguien que conociera a la señora Barbour para describirla.
Enrique firmó con una floritura.
—Miraremos de arreglarlo. No te prometemos nada —añadió, cerrando el bolígrafo con un clic y prendiéndoselo de nuevo en el bolsillo—, pero quizá podamos dejarte en su casa las próximas horas, si es con ellos con quienes quieres estar.
Se levantó del reservado y salió. A través de la cristalera lo vi pasear por la acera mientras hablaba por el móvil, tapándose el otro oído con un dedo. Luego marcó otro número e hizo una llamada mucho más corta. Pasamos por mi piso un momento —menos de cinco minutos, lo justo para que yo recogiera la cartera del colegio y algo de ropa de forma impulsiva y poco meditada—, y, sentado de nuevo en el asiento trasero del coche («¿Te has puesto el cinturón?»), apoyé la mejilla en el frío cristal de la ventanilla y observé cómo cambiaban los semáforos por el desierto cañón de Park Avenue al amanecer.
Andy vivía entre las calles Sesenta y seis y Sesenta y nueve, en uno de los grandes edificios blancos de Park con un vestíbulo sacado de una película de Dick Powell y conserjes que eran en su mayoría irlandeses. Todos llevaban allí desde siempre, y dio la casualidad de que yo recordaba al tipo que nos recibió en la puerta: Kenneth, el vigilante de medianoche. Más joven que la mayoría de los demás conserjes, de una palidez mortal y mal afeitado, a veces tenía la mente un poco espesa por trabajar de noche. Aunque era agradable —en ocasiones nos había arreglado una pelota de fútbol a Andy y a mí, y nos daba consejos amigables sobre cómo lidiar con los bravucones del colegio—, en el edificio era conocido por tener un pequeño problema con la bebida; cuando se hizo a un lado para dejarnos cruzar las grandes puertas y me lanzó la primera de las numerosas miradas de compasión que recibiría en los meses siguientes, reconocí el olor amargo de la cerveza y el sueño que destilaba su ser.
—Les están esperando —dijo a los asistentes sociales—. Suban.
II
Fue el señor Barbour quien abrió la puerta; primero un resquicio y acto seguido de par en par.
—Buenos días, buenos días —dijo retrocediendo.
El señor Barbour tenía un aspecto un poco peculiar, cierta palidez plateada, como si los tratamientos en la «clínica para abollados» (como él la llamaba) de Connecticut lo hubieran dejado incandescente; sus ojos eran de un extraño gris cambiante, y su pelo, completamente blanco, le hacía más mayor, hasta que advertías que su cara era joven y tersa, incluso infantil. Sus mejillas rosadas y su larga nariz anticuada, en combinación con el pelo prematuramente blanco, le conferían el afable aspecto de un padre fundador menor, un miembro secundario del Congreso Continental teletransportado al siglo XXI. Daba la impresión de llevar la misma ropa del día anterior en la oficina: una camisa de vestir arrugada y unos pantalones de aspecto caro que parecía haber recogido con prisas del suelo del dormitorio.
—Pasen —dijo con rapidez, frotándose los ojos con el puño—. Hola, querido —añadió, dirigiéndose a mí, y viniendo de él el «querido», me chocó aun en mi estado desorientado.
Descalzo, nos precedió sin hacer ruido por el vestíbulo de mármol. Más allá, en el salón lujosamente decorado (todo chintz satinado y jarrones chinos), no parecía ser por la mañana sino medianoche: lámparas con pantallas de seda que daban una luz muy tenue, cuadros grandes y oscuros de batallas navales, y cortinas corridas para impedir que entrara el sol. Allí, junto al pequeño piano de cola y un ramo de flores del tamaño de un cajón de embalaje, estaba la señora Barbour con una bata que arrastraba por el suelo, sirviendo café en tazas sobre una bandeja de plata.
Al volverse para saludarnos, advertí cómo los asistentes sociales abarcaban con la mirada la estancia y a continuación a ella. La señora Barbour provenía de una familia de la alta sociedad con un apellido holandés de solera, y era tan fría, rubia y monótona al hablar que a veces daba la impresión de haber perdido parte de la sangre. Era el súmmum de la compostura; nada la alteraba o la contrariaba jamás, y si bien no era guapa, su serenidad poseía la magnética atracción de la belleza, una inmovilidad tan poderosa que las moléculas se recolocaban alrededor de ella cuando entraba en una habitación. Como un diseño de moda que cobra vida, las cabezas se volvían cuando ella pasaba distraída, sin parecer advertir la turbulencia que creaba a su paso; tenía los ojos separados, las orejas pequeñas y altas, muy pegadas a la cabeza, y la silueta delgada y de cintura baja de una elegante comadreja. (Andy también tenía esos rasgos pero en proporciones poco armoniosas, sin el sensual garbo de su madre).
En el pasado, su reserva (o frialdad, según como se mirara) a veces me había incomodado, pero esa mañana agradecí su sangre fría.
—Hola. Te pondremos en el mismo dormitorio que Andy —me dijo, sin andarse con rodeos—. Pero me temo que él aún no se ha levantado. Si quieres echarte un rato puedes hacerlo en la habitación de Platt. —Platt era el hermano mayor de Andy, que estudiaba fuera—. Sabes dónde está, ¿verdad?
Respondí que sí.
—¿Tienes hambre?
—No.
—Bien. Si hay algo que podamos hacer por ti, dínoslo.
Yo era consciente de que todos me miraban. Me iba a estallar la cabeza. En el ojo de buey con espejo que había encima de la cabeza de la señora Barbour veía toda la escena reproducida a una extraña escala en miniatura: los jarrones chinos, la bandeja de café, los asistentes sociales con aire incómodo…
Al final el señor Barbour rompió el encanto.
—Ven, vamos a instalarte —dijo poniéndome una mano en el hombro y conduciéndome con firmeza hacia la puerta—. No, vuelve…, a popa, a popa. Por aquí.
La única vez que había estado con Andy en la habitación de Platt varios años atrás, él —que era campeón de lacrosse y un poco psicópata— nos había amenazado con darnos una paliza. Cuando vivía en su casa, se pasaba el día encerrado allí (Andy me dijo que fumaba porros). Ahora que estaba en Groton, todos sus pósters habían desaparecido y la habitación estaba muy limpia y vacía. Había pesas sueltas, montones de viejos números de National Geographic y una pecera vacía. El señor Barbour parloteaba mientras abría y cerraba cajones.
—Veamos qué tenemos aquí. Sábanas… y más sábanas. Me temo que nunca había entrado aquí, espero que me disculpes… Ah. ¡Bañadores! No los necesitaremos esta mañana, ¿verdad?
Revolviendo en un tercer cajón, por fin sacó un pijama de franela con la etiqueta todavía colgando. Era tan feo, con un estampado de renos sobre azul eléctrico, que no me extrañaba que Platt nunca lo hubiera estrenado.
—Bueno, te dejo —añadió, pasándome una mano por el pelo y mirando hacia la puerta, ansioso—. Por Dios, qué horrible es todo lo que ha ocurrido. Debes de sentirte fatal. No hay nada en el mundo como un buen sueño reparador. —Y, escudriñándome, añadió—: ¿Estás cansado?
¿Lo estaba? Me notaba totalmente desvelado, y sin embargo me sentía tan atontado y aislado que era casi como si estuviera en coma.
—¿O prefieres estar acompañado? ¿Quieres que encienda la chimenea en la otra habitación? Dime qué quieres.
Al oír esa pregunta sentí una brusca oleada de desesperación, porque pese a lo mal que me encontraba, él no podía hacer nada por mí, y a juzgar por su cara, él también lo sabía.
—Estaremos en la habitación de al lado si nos necesitas. Bueno, yo me iré a trabajar dentro de un rato, pero habrá alguien… —Su pálida mirada se paseó por la habitación antes de volver a posarse en mí—. Puede que no sea lo más correcto, pero, dadas las circunstancias, no veo nada malo en servirte lo que mi padre llamaba un traguito. Si quisieras uno. —Y al advertir mi confusión se apresuró a añadir—: Que, por supuesto, no es el caso. No es lo apropiado. No importa.
Se acercó más a mí y durante un incómodo momento pensé que iba a tocarme o abrazarme. Pero solo juntó las manos y se las frotó.
—En fin, estamos encantados de tenerte con nosotros y espero que te sientas como en casa. Si necesitas algo nos lo dirás, ¿verdad?
Acababa de salir cuando oí unos susurros al otro lado de la puerta. Luego llamaron con unos golpecitos.
—Alguien quiere verte —dijo la señora Barbour, y se retiró.
Andy entró muy despacio, parpadeando y manoseando sus gafas. Era evidente que lo habían despertado y sacado de la cama. Con un chirrido de muelles, se sentó a mi lado en el borde de la cama de Platt y no me miró a mí sino a la pared de enfrente.
Se aclaró la voz y se deslizó las gafas por el puente de la nariz. Siguió un gran silencio. El radiador vibraba y zumbaba con apremio. Sus padres habían salido corriendo de la habitación como si se hubiera disparado una alarma.
—Uf —me dijo por fin con su extraña voz apagada—. Perturbador.
—Sí.
Nos quedamos sentados en silencio, codo con codo, mirando las paredes verde oscuro de la habitación de Platt, llenas de cuadrados con celo donde antes había pósters. ¿Qué más se podía decir?
III
Aún hoy, recordar ese momento me llena de una asfixiante sensación de impotencia. Todo fue horrible. Me ofrecieron refrescos, más jerséis y comida que era incapaz de comer: plátanos, bizcochos, sándwiches, helado. Yo decía sí o no cuando se dirigían a mí, y pasé mucho rato con los ojos fijos en la moqueta para que no vieran que había estado llorando.
El piso de los Barbour era enorme para estar en Nueva York, pero se encontraba en una planta baja y entraba muy poca luz, incluso por el lado que daba a Park Avenue. Aunque allí nunca era del todo de noche, o exactamente de día, el resplandor de las lámparas contra el roble pulido creaba el ambiente de seguridad y cordialidad de un club privado. Los amigos de Platt lo llamaban «el estrafalatorio», y mi padre, que había ido a recogerme en un par de ocasiones, se había referido a él como «la Frank E. Campbell», por la funeraria. Sin embargo, yo encontré consuelo en esa sólida y opulenta penumbra de preguerra en la que era fácil refugiarse si no tenías ganas de hablar o de que te miraran.
Pasaron a verme varias personas: los asistentes sociales, por supuesto, y un psiquiatra de oficio que me mandaron los del municipio, pero también compañeros de trabajo de mi madre (a algunos de los cuales, como Mathilde, yo había imitado a la perfección para hacerla reír) y muchos amigos de cuando estudiaba en la Universidad de Nueva York y de su época de modelo. Un actor con cierta fama llamado Jed, que a veces pasaba con nosotros el día de Acción de Gracias («Por lo que sé, tu madre era la reina del universo»), y una mujer con un abrigo naranja con un aire punk llamada Kika, que me contó que mi madre y ella, sin blanca en el East Village, habían ofrecido una cena de gran éxito para doce personas (que, entre otras cosas, consistió en nata y azúcar robados de una cafetería, y hierbas arrancadas de la jardinera de un vecino por menos de veinte dólares). Annette —la viuda septuagenaria de un bombero que había sido vecina de mi madre en el Lower East Side— apareció con una caja de galletas de la panadería italiana del barrio, las mismas galletas de mantequilla con piñones que siempre nos llevaba cuando iba a vernos a Sutton Place. Luego estaba Cinzia, nuestra antigua asistenta, que al verme se echó a llorar y me pidió una foto de mi madre para guardarla en la billetera.
Si esas visitas se alargaban demasiado, la señora Barbour las interrumpía con el pretexto de que yo me cansaba enseguida, pero sospecho que también porque no podía soportar que personas como Cinzia y Kika monopolizaran su salón durante tanto tiempo. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, entraba en el salón y se quedaba de pie junto a la puerta sin decir una palabra. Y si la visita no pillaba la indirecta, les daba las gracias por venir en voz muy alta, sin faltar a la educación pero de un modo que la gente se daba por aludida y se levantaba. (Su voz, como la de Andy, sonaba apagada e infinitamente lejana; incluso cuando estaba de pie a tu lado, parecía transmitir desde la estrella Alfa Centauri).
A mi alrededor la vida familiar continuaba. Todos los días sonaba varias veces el timbre de la puerta: criados, canguros, servicios de comida a domicilio, tutores, el profesor de piano, amigos del colegio de los hermanos pequeños de Andy, señoras de las crónicas de sociedad e individuos con mocasines de borla vinculados a las obras benéficas de la señora Barbour. Por las tardes a menudo pasaban mujeres perfumadas con bolsas de la compra para tomar un café o un té; por las noches, parejas vestidas de etiqueta se reunían antes de cenar con una copa de vino y agua con gas en el salón, donde todas las semanas llegaban ramos de una elegante floristería de Madison Avenue, y en cuya mesa de centro se encontraban expuestos en abanico los últimos números de Architectural Digest y The New Yorker.
Si para el señor y la señora Barbour supuso una gran incomodidad que les endilgaran un hijo más, avisándolos con solo unos minutos de antelación, tuvieron la elegancia suficiente de no demostrarlo. La madre de Andy, con sus sobrias joyas y su sonrisa distante —la clase de mujer que no dudaría en llamar al alcalde para pedirle un favor—, parecía funcionar por encima de las restricciones de la burocracia municipal de Nueva York. Aun en medio de mi confusión y dolor, me dio la impresión de que ella lo controlaba todo entre bastidores, poniéndome las cosas más fáciles y protegiéndome de los aspectos más duros de la maquinaria de los servicios sociales y —ahora estoy casi seguro— de la prensa. Las llamadas del teléfono fijo, que no paraba de sonar, eran desviadas a su móvil. Hubo conversaciones susurradas e instrucciones a conserjes. Después de interrumpir uno de los interminables interrogatorios de Enrique sobre el paradero de mi padre —interrogatorios que a menudo me dejaban al borde de las lágrimas; podría haberme bombardeado a preguntas sobre la ubicación de las bases de misiles en Pakistán—, me hizo salir de la habitación y a continuación, en un tono controlado, dio por zanjado el asunto («Bueno, está claro que el chico no sabe dónde está; la madre tampoco lo sabía… Sí, ya sé que a ustedes les gustaría localizarlo, pero salta a la vista que el tipo no quiere que lo encuentren y ha tomado medidas para evitarlo…, no contribuía en la manutención del chico y dejó un montón de deudas, prácticamente huyó de la ciudad sin decir palabra, así que, con franqueza, no estoy segura de qué pretenden conseguir poniéndose en contacto con ese progenitor estelar y ciudadano ejemplar y, sí, sí, todo eso está muy bien, pero si ni los acreedores ni su agencia son capaces de dar con él, no estoy segura de qué se gana con este continuo acoso al chico. ¿Podemos acordar que se ponga fin a esto?»).
Ciertos elementos de la ley marcial impuesta a raíz de mi llegada habían caído mal entre los residentes en la casa; por ejemplo, a las criadas ya no se les permitía trabajar escuchando Ten Ten WINS, la emisora de noticias («No, no», decía Etta, la cocinera, lanzando una mirada de advertencia en mi dirección cuando una de las asistentas encendía la radio), y por las mañanas llevaban el Times al gabinete del señor Barbour en lugar de dejarlo a la vista para que el resto de la familia lo leyera. Resultaba evidente que esa no era la costumbre («Alguien ha vuelto a llevarse el periódico», gemía la hermana pequeña de Andy, Kitsey, y se sumía en un silencio culpable tras recibir una mirada de su madre), y no tardé en deducir que el periódico había empezado a desaparecer porque publicaban noticias que creían que era preferible que yo no viera.
Por suerte Andy, que ya había sido mi compañero ante la adversidad en el pasado, comprendió enseguida que lo último que yo quería era hablar. Esos primeros días le dejaron quedarse en casa conmigo en lugar de ir al colegio. Nos sentábamos a jugar al ajedrez en su anticuada habitación de tela escocesa y literas, donde yo había pasado muchos sábados por la noche en primaria; aunque en realidad Andy jugaba por los dos, pues en mi aturdimiento yo apenas me acordaba de cómo se movían las piezas.
—De acuerdo —decía, colocándose bien las gafas sobre el puente de la nariz—. ¿Estás completamente seguro de que eso es lo que quieres hacer?
—¿Hacer qué?
—Ya veo —respondía Andy, con la débil e irritante voz que había incitado a tantos bravucones a empujarlo hacia la acera frente a nuestro colegio a lo largo de los años—. Tu torre está en peligro. Es totalmente lícito, pero yo te sugeriría que estuvieras más pendiente de tu reina…, no, no, tu reina. En la casilla d5.
Tenía que llamarme por mi nombre para atraer mi atención. Una y otra vez yo revivía el momento en que había subido corriendo los escalones del museo con mi madre. Su paraguas de rayas. La lluvia acribillándonos y azotándonos la cara. Yo sabía que lo ocurrido era irrevocable, y al mismo tiempo me parecía que tenía que haber algún modo de regresar a la calle lluviosa y cambiar el curso de los acontecimientos.
—El otro día el tal Malcolm como se llame —dijo Andy—, o algún otro escritor supuestamente reconocido, señaló en el programa Science Times que hay más partidas de ajedrez posibles que granos de arena en el desierto. Es ridículo que un escritor científico de un gran periódico se sienta obligado a afirmar algo tan obvio.
—Ya —respondí, regresando con esfuerzo de mi ensimismamiento.
—Porque ¿quién no sabe que, por muchos granos de arena que haya, son finitos? Es absurdo que alguien señale algo tan irrebatible como si se tratara de una primicia. Lanzándolo allí, ya sabes, como un hecho supuestamente arcano.
Andy y yo nos habíamos hecho amigos en primaria en unas circunstancias más o menos traumáticas: después de que nos obligaran a saltarnos un curso por sacar buenas notas. Todo el mundo parecía pensar ahora que había sido una equivocación para los dos, aunque por motivos diferentes. Aquel año (nuestra cautividad babilónica, como la llamaba Andy con su voz débil y apagada), tambaleándonos entre chicos mayores y más corpulentos que nosotros, chicos que nos empujaban y nos ponían la zancadilla, nos pillaban la mano cerrando de golpe las puertas de nuestras taquillas, nos rompían los deberes, escupían en nuestro vaso de leche y nos llamaban «gusano», «marica» y «mamón», habíamos luchado codo con codo como una pareja de hormigas enclenques bajo una lupa: recibiendo patadas en las espinillas y golpes a traición, siendo condenados al ostracismo, comiendo apretujados en el rincón más apartado para impedir que nos arrojaran botes de ketchup y pedazos de pollo rebozado. Durante casi dos años él había sido mi único amigo, y viceversa. Me deprimía y avergonzaba recordar esa época; nuestras guerras entre Autobots y las naves espaciales Lego, las identidades secretas de Star Trek que habíamos adoptado (yo era Kirk y él, Spock) en un esfuerzo por convertir en un juego nuestros tormentos. «Capitán, parece que estos alienígenas nos tienen prisioneros en una especie de simulacro de los colegios para niños humanos que tienen ustedes en la Tierra».
Antes de que me soltaran en medio de un grupo hermético y competitivo de chicos mayores con la etiqueta de «superdotado» colgada del cuello, nunca había sido vilipendiado ni humillado en el colegio. Pero el pobre Andy, aun antes de que nos pasaran de curso, había sido un chico crónicamente discriminado; escuálido y nervioso, intolerante a la lactosa, con la piel tan pálida que rayaba en la transparencia y una tendencia a pronunciar palabras como «nocivo» y «ctónico» en una conversación informal. Pese a su inteligencia era torpe; y su voz monótona y su costumbre de respirar por la boca por tener la nariz siempre tapada hacían que pareciera algo estúpido en lugar de demasiado listo. En medio de sus hermanos atléticos y juguetones que corrían de aquí para allá con sus amigos, su equipo de deporte y sus actividades extraescolares de pago, Andy destacaba como un despistado que se ha metido sin casco en un campo de lacrosse.
Si bien yo había logrado recuperarme de algún modo de la catástrofe de quinto, Andy no. Se quedaba en casa los viernes y los sábados por la noche; nunca le invitaban a las fiestas o a pasar el rato en el parque. Sabía que yo aún era su único amigo. Gracias a su madre, él tenía toda la ropa adecuada y vestía como los chicos populares, y durante un tiempo hasta llevó lentillas. Pero no consiguió engañar a nadie; los típicos chicos deportistas y hostiles que lo recordaban de los malos tiempos seguían empujándolo y llamándolo Trespio, tras cometer hacía mucho tiempo el error de llevar al colegio una camiseta de La guerra de las galaxias.
Andy nunca había sido muy hablador, ni siquiera de niño, exceptuando algún que otro estallido bajo presión (gran parte de nuestra amistad había consistido en pasarnos libros de cómics sin hablar). Esos años de acoso en el colegio lo habían vuelto aún más hermético y poco comunicativo, menos apto para emplear palabras del vocabulario lovecraftiano, y más proclive a sepultarse en las matemáticas y las ciencias de nivel avanzado. A mí nunca me habían interesado mucho las matemáticas; más bien tenía lo que llamaban una gran capacidad verbal. Pero mientras que yo no había estado a la altura de lo que se esperaba académicamente de mí y no me interesaba sacar buenas notas si eso suponía matarme a estudiar, Andy estaba en el nivel avanzado de todas las asignaturas y era el primero de la clase. (Seguro que lo habrían enviado a Groton, como a Platt —una perspectiva que le aterraba cuando íbamos a tercero—, si a sus padres no les hubiera preocupado, y con razón, perder de vista a un hijo tan perseguido por sus compañeros de clase que en una ocasión casi lo habían ahogado poniéndole una bolsa de plástico en la cabeza durante el recreo. Además había otra preocupación; si yo sabía que el señor Barbour había ingresado en la «clínica para abollados» era porque Andy me había dicho con toda naturalidad que sus padres temían que él hubiera heredado parte de la misma vulnerabilidad, como lo expresó él).
Durante el tiempo que se quedó en casa conmigo Andy se disculpó por tener que estudiar; «pero por desgracia es necesario», dijo sorbiendo y limpiándose la nariz con la manga. Su plan de estudios era increíblemente exigente («el infierno sobre ruedas del nivel avanzado») y no podía permitirse retrasarse un solo día. Mientras él acometía una interminable cantidad de tareas escolares (química y cálculo, historia, literatura, astronomía, japonés), yo me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en la cómoda, y contaba en silencio: hace tres días a esta hora ella estaba viva, hace cuatro días, una semana, a esta hora… Repasaba mentalmente todas las comidas de los días anteriores a su muerte: la última vez que fuimos al restaurante griego o al Shun Lee Palace, la última cena que ella cocinó para mí (espaguetis a la carbonara), y la anterior a esa (un plato llamado pollo Indienne, que había aprendido de su madre cuando vivía en Kansas). A veces, para parecer ocupado, hojeaba viejos volúmenes de El alquimista de acero o un ejemplar ilustrado de H. G. Wells que Andy tenía en su habitación, pero hasta eso era más de lo que yo podía asimilar. Casi siempre me quedaba mirando las palomas que se posaban sobre el alféizar de la ventana batiendo las alas mientras Andy rellenaba innumerables cuadrículas en su cuaderno de hiragana, con la rodilla dando botes debajo del escritorio.
La habitación de Andy, inicialmente un dormitorio amplio que los Barbour habían dividido en dos, daba a Park Avenue. Llegaban bocinazos del cruce en la hora punta, y las ventanas del otro lado de la calle brillaban con una luz dorada que agonizaba más o menos al mismo tiempo que empezaba a disminuir el tráfico. A medida que avanzaba la noche (fosforescencia de las farolas, cielos nocturnos violetas que nunca acababan de volverse negros en la ciudad) yo daba vueltas en la litera superior; el techo bajo me oprimía tanto que a veces me despertaba convencido de que estaba debajo de ella.
¿Cómo era posible añorar a alguien tanto como yo añoraba a mi madre? La echaba tanto de menos que quería morirme; una intensa nostalgia física, como la necesidad de aire bajo el agua. Desvelado en la cama, intentaba recordar los mejores momentos que había compartido con ella y fijarlos en mi mente para no olvidarla, pero en lugar de los cumpleaños y las ocasiones felices, no paraban de acudir a mi memoria detalles absurdos, como que, pocos días antes de su muerte, ella me había parado en la puerta para quitarme un hilo del chaquetón. Por alguna razón era uno de los recuerdos más vívidos que tenía de ella; las cejas entrelazadas, el gesto preciso de alargar una mano hacia mí, todo. A veces, sumido en un inquieto duermevela, me incorporaba de golpe al oír nítidamente en mi mente su voz, comentarios que podría haber hecho ella en algún momento pero que en realidad yo no recordaba, como: «Pásame una manzana», «Me gustaría saber si se abotona por delante o por detrás» o «Este sofá está en un estado lamentable».
La luz de la calle se deslizaba entre gruesas franjas negras por el suelo. Desesperado, pensé en mi habitación vacía a pocas manzanas de allí; mi estrecha cama con la colcha roja gastada. Las estrellas del planetario luminiscente que brillaban en la oscuridad, una postal de Frankenstein de James Whale. Los pájaros habían regresado al parque y ya habían brotado los narcisos; en esa época del año en que mejoraba el tiempo, a veces nos despertábamos más temprano de lo habitual y en lugar de coger el autobús para ir al West Side cruzábamos juntos el parque. Ojalá pudiera dar marcha atrás y cambiar lo ocurrido, impedir de algún modo que ocurriera. ¿Por qué no había insistido en ir a desayunar en lugar de entrar en el museo? ¿Por qué el señor Beeman no nos había pedido que fuéramos el martes o el jueves?
La segunda o la tercera noche tras la muerte mi madre —en cualquier caso, después de que la señora Barbour me llevara al médico para preguntarle por mi dolor de cabeza—, los Barbour iban a dar una gran fiesta en su casa que ya no estaban a tiempo de anular, y hubo susurros y bullicio de actividad que yo apenas advertí.
—Creo que Theo y tú os lo pasaréis mejor si os quedáis aquí —dijo la señora Barbour cuando entró de nuevo en la habitación de Andy y, pese al tono despreocupado, resultaba evidente que no era una sugerencia sino una orden.
Andy y yo, sentados uno al lado del otro en la litera baja, comimos canapés de alcachofas y gambas en platos de papel, mejor dicho, él comió mientras yo lo observaba con el plato sobre las rodillas, sin probar bocado. Él estaba viendo en el DVD una película de acción de robots que volaban por los aires, y lluvias de metales y llamas. Del salón llegaban el tintineo de copas, el olor a cera de vela y perfume, y de vez en cuando una voz que se alzaba en una alegre carcajada. Una efervescente adaptación a piano de «It’s All Over Now, Baby Blue» parecía flotar en un universo alternativo. Todo estaba perdido; me habían borrado del mapa, y la sensación de desorientación que me producía encontrarme en un piso que no era el mío, con una familia que no era la mía, era tan abrumadora que me sentía grogui y borracho, casi al borde de las lágrimas, como un prisionero al que no se le permite dormir durante días. Una y otra vez pensaba: «Tengo que irme a casa», y luego, por enésima vez: «No puedo».
IV
Al cabo de unos cuatro o cinco días, Andy metió los libros en una mochila y volvió al colegio. Todo aquel día y el siguiente los pasé sentado en su habitación con el televisor encendido en el canal de Turner Classic Movies, que era el que veía mi madre cuando llegaba del trabajo. Pasaron las adaptaciones al cine de las novelas de Graham Greene: El ministerio del miedo, El factor humano, El ídolo caído, El cuervo. Esa segunda noche, mientras esperaba a que empezara El tercer hombre, la señora Barbour (que estaba a punto de salir, toda vestida de Valentino, para asistir a un acto en el Frick) se detuvo en la habitación de Andy y anunció que yo también debía reanudar las clases al día siguiente.
—Cualquiera se sentiría mal aquí solo. No es bueno para ti.
Yo no sabía qué decir. Ver películas solo era lo único que había hecho desde que había muerto mi madre y me parecía bastante normal.
—Es hora de que vuelvas a adoptar alguna rutina. Empezarás mañana. —Y al ver que yo no contestaba, añadió—: Sé que no lo creerás, Theo, pero estar ocupado es lo único que hará que te sientas mejor.
Me quedé mirando el televisor con determinación. No había vuelto al colegio desde el día antes de que muriera mi madre, y por alguna razón tenía la impresión de que mientras me mantuviera lejos de él su muerte no sería oficial. Pero en cuanto regresara se convertiría en un hecho público. Peor aún: la idea de volver a adoptar una rutina me parecía una deslealtad, un error. Cada vez que me acordaba de que ella ya no estaba era como un shock, como si me dieran una bofetada. Cada acontecimiento nuevo —todo lo que hiciera en adelante— no haría más que separarnos; serían días de los que ella ya no formaría parte, por lo que la distancia entre nosotros sería cada vez mayor. Cada día de mi vida ella no haría sino alejarse aún más.
—Theo.
Sorprendido, levanté la mirada hacia ella.
—Paso a paso. No hay otra forma de superarlo.
Al día siguiente daban en la televisión un ciclo sobre el espionaje durante la Segunda Guerra Mundial (Cairo, Enemigo oculto, Código Esmeralda) que yo tenía mucho interés en ver. Pero cuando el señor Barbour asomó la cabeza por la puerta para despertarnos («¡Arriba y pa’lante, tunantes!»), me obligué a levantarme de la cama y caminé hasta la parada de autobús con Andy. Era un día lluvioso y hacía suficiente frío para que la señora Barbour me hiciera llevar la embarazosa trenca de Platt. La hermana pequeña de Andy, Kitsey, bailoteaba delante de nosotros con su gabardina rosa, saltando por encima de los charcos y haciendo ver que no nos conocía.
Yo sabía que me esperaba un día horrible y, en efecto, lo fue, desde el instante en que entré en el intensamente iluminado vestíbulo y reconocí el habitual olor del colegio: una mezcla de desinfectante cítrico y calcetín sucio. En el pasillo colgaban letreros escritos a mano: listas de inscripción para torneos de tenis y clases de cocina, pruebas para la obra de teatro La extraña pareja, un viaje de estudio a Ellis Island y entradas todavía a disposición del interesado para el concierto de Swing en primavera; costaba creer que se hubiera acabado el mundo cuando todas esas ridículas actividades continuaban llevándose a cabo.
Lo extraño era que el último día que yo había estado en ese edificio ella seguía con vida. No paraba de darle vueltas a ese pensamiento y en cada ocasión se me ocurría algo nuevo: la última vez que abrí esta taquilla, la última vez que toqué este estúpido libro de Aproximación a la biología, la última vez que vi a Lindy Maisel pintarse los labios con esa barra de plástico. Apenas resultaba creíble que, siguiendo esos momentos, no pudiera retroceder a un mundo donde ella no estaba muerta.
«Lo siento», me decían tanto personas que conocía como otras que nunca en mi vida me habían dirigido la palabra. Algunas que se reían y hablaban en el pasillo se callaban cuando yo pasaba, lanzándome miradas serias o interrogantes. Otras ni me hicieron caso como harían unos perros juguetones con un perro enfermo o herido: negándose a mirarme, y correteando y jugando alegremente por los pasillos cuando yo no estaba.
Tom Cable, en particular, no paró de rehuirme como a una chica a la que hubiera plantado. A la hora de comer se esfumó. En la clase de español (entró tan campante cuando ya había empezado, evitando así la incómoda escena en la que todos se apiñaron alrededor de mi mesa para decirme con cara de circunstancias que lo sentían) no se sentó como siempre a mi lado sino delante de todo, repantigado y con las piernas estiradas hacia un lado. La lluvia repiqueteaba en las ventanas mientras desentrañábamos el significado de una serie de frases extrañas, frases que habrían hecho que Salvador Dalí se sintiera orgulloso: sobre langostas y sombrillas de playa, y una Marisol de largas pestañas parando el taxi verde lima para ir al colegio.
Al salir de clase me molesté en ir a la parte delantera mientras él recogía los libros para saludarlo.
—Ah, hola. ¿Qué tal te va? —replicó distante, echándose hacia atrás y arqueando las cejas con arrogancia—. Ya me he enterado.
—Sí. —Ese era nuestro estilo; demasiado frío para los demás, siempre con la misma nota de humor.
—Mala pata. Realmente jode.
—Gracias.
—Eh, deberías haberte hecho el enfermo. ¡Te lo dije! Mi madre también estalló con toda esa mierda. ¡Se subía por las putas paredes! —Y casi encogiéndose de hombros durante el momento de perplejidad que siguió, miró hacia arriba, hacia abajo y alrededor como si disimulara después de haber lanzado una bola de nieve con una piedra dentro. Luego, con el tono de querer pasar página, añadió—: En fin. ¿Qué haces con ese disfraz?
—¿Cómo?
—Bueno…, has ganado definitivamente el primer puesto en el concurso de parecerse a Platt Barbour. —Y dio un paso hacia atrás, mirando la trenca a cuadros con expresión irónica.
No pude evitarlo, después de días de horror y atontamiento me eché a reír, y la risa fue un shock, como el espasmo eruptivo de un enfermo de Tourette.
—Excelente, Cable —dije, imitando el odioso hablar arrastrando las palabras de Platt. Los dos éramos grandes imitadores, y a menudo manteníamos conversaciones enteras con la voz de otros: presentadores necios, niñas lloronas, profesores fatuos y aduladores—. Mañana vendré vestido como tú.
Tom no me pagó con la misma moneda ni me siguió la corriente. Había perdido el interés.
—Hum, luego —dijo con una sonrisa burlona, encogiéndose ligeramente de hombros.
—Está bien, luego.
Pero me enfadé; ¿qué problema tenía? Sin embargo, formaba parte de ese acto de comedia negra habitual entre nosotros que solo nos divertía a nosotros dos, y que consistía en insultarnos y vituperarnos mutuamente; estaba seguro de que él vendría a buscarme después de la clase de literatura o me alcanzaría al volver a casa, corriendo detrás de mí y dándome un cogotazo con el cuaderno de álgebra. Pero no lo hizo. A la mañana siguiente, antes de la primera clase, no me miró siquiera cuando lo saludé, y su cara inexpresiva al pasar por mi lado me dejó helado. Lindy Maise y Mandy Quaife, de pie frente a sus taquillas, se miraron sorprendidas y rieron con disimulo. A mi lado, mi compañero de laboratorio, Sam Weingarten, meneó la cabeza.
—Qué gilipollas —dijo tan alto en el pasillo que todas las cabezas se volvieron—. Cable, eres un auténtico gilipollas, ¿lo sabías?
Pero no me importó, o al menos no me sentí dolido ni deprimido. Más bien me enfurecí. Mi amistad con Tom siempre había tenido un componente feroz y maníaco, algo frenético y trastornado que encerraba cierto peligro, y aunque la alta energía seguía allí, la corriente se había invertido y el voltaje zumbaba en dirección contraria. Así, en lugar de armar jaleo con él en la sala de estudio ahora solo quería hundirle la cabeza en el urinario, o arrancarle el brazo de cuajo y aplastarle la cara contra la acera; hacerle comer excremento de perro y basura de la cuneta. Cuanto más pensaba en ello más me sulfuraba, y a veces estaba tan rabioso que me paseaba por el cuarto de baño murmurando para mí. Si Cable no me hubiera delatado al señor Beeman («Theo, ahora ya sé que esos cigarrillos no eran tuyos»)…, si no me hubieran expulsado por su culpa…, si mi madre no se hubiera tomado aquel día libre…, si no hubiéramos visitado el museo en el momento menos oportuno… Bueno, hasta el señor Beeman se había disculpado por ello. Porque era cierto que yo tenía problemas con las notas (y con otros muchos temas de los que el señor Beeman no estaba al corriente), pero el motivo por el que me habían llamado, todo el asunto de fumar en el patio, ¿de quién era culpa? De Cable. No es que yo esperara que él se disculpara. De hecho, nunca le habría dicho nada al respecto. Pero… ¿de pronto yo era un paria? ¿Una persona no grata? ¿No iba a dirigirme la palabra siquiera? Yo era menos corpulento que Cable aunque solo un poco, y cuando él se hacía el gracioso en clase, algo que no podía evitar, o pasaba corriendo por mi lado con sus nuevos amigos, Billy Wagner y Thad Randolph (del mismo modo que habíamos corrido él y yo en el pasado, siempre en superdirecta, con ese impulso hacia el peligro y la locura), en lo único que podía pensar yo era en las ganas que tenía de hacerle picadillo y ver a las chicas reír mientras él se encogía de miedo ante mí llorando: «¡Ooooh, Tom! ¡Bua, bua, bua!». «¿Estás llorando?». (Haciendo todo lo posible para provocar una pelea, lo golpeé a propósito pero accidentalmente en la nariz al cerrarle la puerta del cuarto de baño en la cara, y lo empujé hacia la máquina expendedora de bebidas, logrando que se le cayeran al suelo sus repugnantes patatas fritas con queso, si bien en lugar de abalanzarse sobre mí —como yo esperaba que hiciera—, él se limitó a sonreír burlón y se marchó sin decir palabra).
No todo el mundo me rehuyó, por supuesto. Muchos compañeros de clase me dejaron notas y regalos en la taquilla (entre ellas Isabella Cushing y Martina Lichtblau, las chicas más populares de mi curso), y mi viejo enemigo Win Temple de quinto me sorprendió acercándose y dándome un fuerte abrazo. Pero la mayoría reaccionaba con cautela y cortesía medio aterrorizada al verme. No es que fuera por ahí llorando o me hiciera el afectado, pero todavía se callaban a mitad de conversación cuando yo me sentaba con ellos a comer.
Por otra parte, los adultos me prestaban tanta atención que me incomodaba. Me aconsejaban que llevara un diario, hablara con mis amigos o hiciera un «collage de recuerdos» (consejos descabellados, en lo que a mí respectaba, pues los otros chicos ya se sentían bastante violentos en mi compañía, por mucha naturalidad con que yo actuara, y lo último que quería era llamar la atención contando cómo me sentía o haciendo laborterapia en la clase de arte). Me daba la impresión de que pasaba una inusitada cantidad de tiempo de pie en aulas y oficinas vacías (mirando al suelo y haciendo gestos de asentimiento sin sentido) con profesores preocupados que me pedían que me quedara al finalizar la clase o hacían un aparte para hablar conmigo. Mi profesor de literatura, el señor Neuspeil, después de sentarse ante su escritorio y soltarme un relato lleno de tensión sobre la terrible muerte de su madre a manos de un cirujano incompetente, me había dado unas palmaditas en la espalda y entregado un cuaderno vacío para que escribiera en él; la señora Swanson, la psicóloga del colegio, me enseñó un par de ejercicios de respiración y sugirió que tal vez me resultara útil salir y lanzar cubitos de hielo contra un árbol para desahogar mi dolor; hasta el señor Borowsky (que me daba clases de matemáticas y tenía los ojos considerablemente menos vivarachos que la mayoría de los demás profesores) me llevó a un lado del pasillo y, en voz muy baja, con la cara muy cerca de la mía, me contó lo culpable que se había sentido tras la muerte de su hermano en un accidente de coche. (La culpabilidad salía mucho en esas conversaciones. ¿Acaso mis profesores creían, como yo, que la muerte de mi madre era culpa mía? Eso parecía). El señor Borowsky se había sentido tan culpable por haber dejado que su hermano volviera a casa de la fiesta conduciendo borracho que por un momento incluso había considerado suicidarse. Tal vez yo también lo había considerado. Pero el suicidio no era la solución.
Acepté educadamente todos esos consejos, con una sonrisa helada en los labios y una gran sensación de irrealidad. Muchos adultos parecían interpretar ese aturdimiento como una señal positiva; recuerdo en particular que el señor Beeman (un británico de pocas palabras con una ridícula gorra de automovilista de tweed, a quien a pesar de su solicitud yo había llegado a odiar de un modo irracional como el agente de la muerte de mi madre) elogió mi madurez y me comentó que parecía «llevarlo de maravilla». Quizá fuera cierto, no lo sé. Tal vez no gritaba, ni golpeaba las ventanas con los puños ni hacía lo que creían que solía hacer la gente que se sentía como yo. Pero a veces, cuando menos me lo esperaba, el dolor me sobrevenía en oleadas que me dejaban sin aliento; y cuando estas retrocedían me encontraba contemplando los restos del naufragio iluminados a una luz tan cruda, enfermiza y vacía que me costaba recordar que el mundo había estado de todo menos muerto.
V
Con franqueza, en lo último en que pensaba era en mis abuelos Decker, lo que fue una suerte porque los Servicios Sociales no lograron localizarlos a partir de la escasa información que les facilité. Pero un día la señora Barbour llamó a la puerta de la habitación de Andy y dijo:
—Theo, ¿podemos hablar un momento, por favor?
Algo en su actitud me dijo que sin duda se trataba de malas noticias, aunque dada mi situación me costaba imaginar qué podría ser aún peor. Una vez sentados en el salón, junto a un arreglo de ramas de sauce ceniciento y manzano en flor de tres pies de altura recién llegado de la floristería, ella cruzó las piernas y dijo:
—He recibido una llamada de los Servicios Sociales. Ya se han puesto en contacto con tus abuelos. Por desgracia, parece ser que tu abuela no se encuentra bien.
Por un momento me quedé confuso.
—¿Dorothy?
—Si así es como la llamas, sí.
—No es mi abuela en realidad.
—Entiendo —dijo la señora Barbour, como si no lo entendiera ni quisiera entenderlo—. De todos modos, parece ser que no se encuentra bien, creo que tiene dolor de espalda, y tu abuelo está cuidando de ella. Verás, estoy segura de que lo sienten mucho, pero dicen que no ven factible que vayas a vivir con ellos por el momento. Se han ofrecido a pagar tu alojamiento en un Holiday Inn que hay cerca de su casa, aunque parece poco práctico, ¿no crees?
Me zumbaban los oídos de un modo desagradable. Allí sentado bajo su mirada desapasionada y gris hielo, por alguna razón me sentí muy avergonzado de mí mismo. Me había aterrado tanto la perspectiva de ir a vivir con mi abuelo Decker y Dorothy que la había borrado casi por completo de mi mente. Pero otra cosa era saber que ellos me rechazaban.
Un atisbo de compasión se traslució en su cara.
—No debes sentirte mal por ello —dijo—. Y, en cualquier caso, no debes preocuparte. Se ha resuelto que te quedarás con nosotros las próximas semanas y terminarás al menos este curso escolar. Todos estamos de acuerdo en que es lo mejor. Por cierto —añadió, inclinándose más hacia mí—, ese anillo es precioso. ¿Es de tu familia?
—Hum, sí.
Por razones que me habría costado explicar había empezado a ir a casi a todas partes con el anillo del anciano. La mayor parte del tiempo lo tenía en el bolsillo del chaquetón y jugueteaba con él, pero de vez en cuando me lo deslizaba en el índice y lo llevaba, aunque era demasiado grande y me bailaba un poco.
—Qué interesante. ¿La familia de tu padre o la de tu madre?
—La de mi madre —respondí al cabo de una pausa, sin gustarme el cariz que estaba tomando la conversación.
—¿Me dejas verlo?
Me lo quité y lo puse en la palma de su mano. Ella lo acercó a la lámpara.
—Es precioso. De cornalina. Y esa gema grabada, ¿es grecorromana, o un emblema de familia?
—Un emblema, creo.
Ella examinó la bestia mitológica con garras.
—Parece un grifo. O quizá un león alado. —Lo volvió de lado bajo la luz y miró en el interior del anillo—. ¿Y la inscripción que hay grabada dentro?
Mi expresión de desconcierto le hizo fruncir el entrecejo.
—No me digas que nunca te has fijado. Espera. —Se levantó y se acercó al escritorio, en el que había numerosos e intrincados cajones y escondrijos, y volvió con una lupa. Mirando a través de ella, dijo—: Es mejor que mis gafas de lectura. Aunque cuesta ver este viejo grabado en cobre. —Acercó la lupa y luego la apartó—. Blackwell. ¿Te suena?
—Ah… —Lo cierto era que me sonaba, más allá de las palabras, el pensamiento se había desvanecido antes de que acabara de concretarse del todo.
—También veo unas letras en griego. Muy interesante. —Dejó caer de nuevo el anillo en mi mano—. Es un anillo antiguo. Se nota en la pátina de la piedra y por el modo en que se ha desgastado…, ¿lo ves? En tiempos de Henry James, los estadounidenses solían escoger esas clásicas gemas grabadas de Europa y encargar que se las engastaran en anillos. Como recuerdos del Grand Tour.
—Si ellos no me quieren, ¿adónde iré?
Por un instante la señora Barbour pareció sorprendida. Casi de inmediato se recobró y dijo:
—Yo no me preocuparía por ello. Es mejor que te quedes aquí un tiempo y termines el curso, ¿no crees? Bueno, ten cuidado con ese anillo y procura no perderlo. Me he fijado que te va muy grande. Puede que quieras guardarlo en un lugar seguro en vez de llevarlo a todas partes.
VI
Pero yo lo llevaba. O, mejor dicho, desoí el consejo de ponerlo en un lugar seguro y seguí llevándolo en el bolsillo. Cuando lo sostenía en la palma de la mano, era muy pesado; si cerraba los dedos alrededor de él el oro se calentaba con el calor de mi mano, pero la piedra tallada conservaba el frío. Su cualidad anticuada y pesada y la mezcla de sobriedad y brillantez eran curiosamente un consuelo; si lo miraba con suficiente atención, tenía un extraño poder que me anclaba en mi estado a la deriva y me aislaba del mundo que me rodeaba; pese a todo ello yo no quería pensar de dónde había salido.
Tampoco quería pensar en mi futuro, pues a pesar de lo poco que me ilusionaba la idea de emprender una nueva vida en la Maryland rural, a la fría merced de mis abuelos Decker, empezó a preocuparme en serio qué sería de mí. Todos parecieron sorprenderse mucho ante la propuesta del Holiday Inn, como si mi abuelo Decker y Dorothy hubieran sugerido que me trasladara a un cobertizo en su jardín trasero, pero a mí no me pareció tan mal. Siempre había querido vivir en un hotel, y aunque el Holiday Inn no respondía a la imagen que tenía de uno, estaba seguro de que me las arreglaría: hamburguesas del servicio de habitaciones, televisión a la carta y una piscina en verano, ¿qué tenía de malo?
Todos (los asistentes sociales, Dave el psiquiatra, la señora Barbour) me dijeron una y otra vez que no podía vivir solo en un Holiday Inn de las afueras de Maryland, que pasara lo que pasase nunca llegaría a eso…, sin darse cuenta de que sus palabras supuestamente tranquilizadoras solo lograban aumentar mi ansiedad.
—Lo que hay que recordar —dijo Dave, el psiquiatra que me había asignado el municipio— es que, pase lo que pase, alguien se hará cargo de ti. —Era un tipo de unos treinta años que vestía ropa oscura, llevaba gafas modernas y siempre tenía el aspecto de llegar de un recital de poesía en el sótano de alguna iglesia—. Porque hay muchas personas que velan por ti y solo quieren lo mejor para ti.
Yo había empezado a recelar de los desconocidos que me hablaban de lo que era mejor para mí, ya que eso era justo lo que me habían dicho los asistentes sociales antes de sacar el tema de mi tutela.
—Pero… yo no creo que mis abuelos anden tan desencaminados.
—¿Desencaminados sobre qué?
—Sobre el Holiday Inn. Podría ser el lugar adecuado para mí.
—¿Quieres decir que no estarías bien en casa de tus abuelos? —preguntó Dave conteniendo el aliento.
—¡No! —No soportaba que siempre me atribuyera palabras que yo no había dicho.
—De acuerdo. Quizá podamos expresarlo de otro modo. —Juntó las manos y reflexionó—. ¿Por qué preferirías vivir en un hotel en lugar de en la casa de tus abuelos?
—No he dicho eso.
Él ladeó la cabeza.
—No, pero tu insistencia en tocar el tema del Holiday Inn, como si fuera una elección viable, me hace creer que preferirías hacerlo.
—Me parece mucho mejor que ir a una casa de acogida.
—Sí… —Se echó hacia delante—. Pero escúchame, por favor. Solo tienes trece años. Y has perdido a la persona a cuyo cuidado estabas. Vivir tú solo en estos momentos no es realmente una opción para ti. Lo que intento decirte es que es una lástima que tus abuelos tengan problemas de salud, pero estoy seguro de que saldremos con algo mucho mejor en cuanto tu abuela se recupere.
Guardé silencio. Era evidente que él no conocía al abuelo Decker ni a Dorothy. Aunque yo tampoco había pasado mucho tiempo con ellos, recordaba bien la completa ausencia de vínculo familiar entre nosotros, la mirada opaca con que me observaban, como si fuera un chico cualquiera que llegaba del centro comercial. La perspectiva de ir a vivir con ellos era casi literalmente inimaginable; me había devanado los sesos esforzándome por recordar todo lo posible sobre mi última visita a su casa, lo que no era mucho, ya que entonces tenía siete u ocho años. De las paredes colgaban refranes bordados en punto de cruz enmarcados, y había un aparato de plástico en la encimera de la cocina con el que Dorothy solía deshidratar los alimentos. En cierto momento —después de que el abuelo me gritara que apartara mis sucias zarpas de su tren— mi padre salió a fumar un cigarrillo (era invierno) y no volvió a entrar en la casa. «Cielo santo», dijo mi madre ya en el coche (había sido idea de ella presentarme a la familia de mi padre); después de eso nunca regresamos.
Varios días después de la propuesta del Holiday Inn llegó a casa de los Barbour una tarjeta para mí. (Una acotación: ¿es un error por mi parte pensar que Bob y Dorothy, como firmaban, deberían haber llamado por teléfono en lugar de escribirme, o haberse subido al coche y conducido hasta la ciudad para ocuparse en persona de mí? Pero no hicieron ni una cosa ni la otra; no es que yo esperara que corrieran a mi lado llorando de compasión, pero aun así me habría gustado que me sorprendieran con algún pequeño gesto cariñoso e insólito).
En realidad la tarjeta era de Dorothy (resultaba evidente que ella había escrito «Bob», incorporándolo a su propia firma como un pensamiento tardío). El sobre tenía curiosamente el aspecto de haber sido abierto al vapor y cerrado de nuevo (¿por la señora Barbour?, ¿los Servicios Sociales?), aunque la tarjeta estaba escrita en la tiesa caligrafía europea de Dorothy que veíamos una vez al año en la felicitación de Navidad, caligrafía que —como mi padre había señalado en una ocasión— esperabas encontrar en el pizarrín de La Goulue enumerando los platos especiales de pescado del día. En la tarjeta había un tulipán marchito y debajo una frase impresa: «NO HAY DESENLACES».
Por lo poco que yo recordaba, Dorothy no era amiga de malgastar palabras y esa tarjeta no era una excepción. Después de un comienzo cordial (lamentaban mucho mi trágica pérdida, me tenían muy presente en estos momentos de tristeza), se ofrecía a enviarme un billete de autobús con destino a Woodbriar, Maryland, al mismo tiempo que aludía de un modo vago a las circunstancias médicas que hacían difícil que mi abuelo Decker y ella «respondieran a la exigencia» de cuidar de mí.
—¿Exigencia? —dijo Andy—. Logra que suene como si le estuvieras pidiendo diez millones en billetes nuevos.
Yo guardé silencio. Curiosamente, lo que me había perturbado era la ilustración de la tarjeta. Era como las que veías en el expositor de postales de un drugstore, pero, por muy artística que pareciera, no era apropiado enviar una foto de una flor marchita a alguien cuya madre acababa de morir.
—Creía que era ella la que estaba enferma. ¿Por qué te escribe ella?
—A mí que me registren. —Yo me había preguntado lo mismo; resultaba extraño que mi verdadero abuelo no hubiera añadido un mensaje o firmado al menos con su nombre.
—Quizá tu abuelo tiene Alzheimer y ella lo está reteniendo en casa, para quedarse con su dinero —dijo Andy, sombrío—. Ocurre a menudo en los casos en que la mujer es más joven, ¿sabes?
—No creo que él tenga mucho dinero.
—Quizá, pero nunca hay que descartar la sed de poder —replicó Andy, aclarándose ruidosamente la voz—. La naturaleza es cruel y despiadada. Quizá quiere impedir que acabes heredando tú.
—Mira, colega, no creo que esta clase de conversación sea muy productiva —dijo el padre de Andy, levantando la vista del Financial Times de forma bastante repentina.
—Con franqueza, no veo por qué Theo no puede seguir viviendo con nosotros —dijo Andy, expresando en voz alta mis pensamientos—. A mí me gusta estar acompañado y en mi habitación hay espacio de sobras.
—Bueno, a todos nos gustaría que se quedara con nosotros, eso es evidente —dijo el señor Barbour, sin tanta efusión ni convicción como me habría gustado—. Pero ¿qué pensará su familia? Que yo sepa, el secuestro sigue siendo ilegal.
—Vamos, papá, no creo que este sea el caso —replicó Andy con un tono distante e irritante.
El señor Barbour se levantó con brusquedad, con su vaso de agua de seltz en la mano. Tenía prohibido beber bebidas alcohólicas debido a la medicación que tomaba.
—Theo, se me olvidaba. ¿Sabes navegar?
Tardé un rato en entender qué me preguntaba.
—No.
—Qué lástima. Andy se lo pasó en grande el año pasado en un campamento de vela en Maine, ¿verdad?
Andy guardó silencio. Me había dicho muchas veces que habían sido las dos peores semanas de su vida.
—¿Conoces el lenguaje de las banderas náuticas? —me preguntó el señor Barbour.
—¿Cómo dice?
—En mi gabinete tengo un cuadro excelente que me encantaría enseñarte. No pongas esa cara, Andy. Es algo útil que cualquier chico puede aprender.
—Desde luego, si necesita hacer señas a un remolque.
—Esos comentarios jocosos son agotadores —replicó el señor Barbour, aunque parecía más ensimismado que enfadado—. Además —se volvió hacia mí—, creo que te sorprenderías de las veces que ondean banderas náuticas en los desfiles y en las películas, e incluso sobre las tablas.
Andy hizo una mueca.
—Las tablas —repitió burlón.
El señor Barbour se volvió para mirarlo.
—Sí, las tablas. ¿Te parece gracioso el término?
—Más bien pomposo.
—Bueno, pues yo no veo qué hay de pomposo en él. Sin duda es la palabra que habría utilizado tu bisabuela. —(El abuelo del señor Barbour había sido expulsado del llamado Registro Social, el directorio de la élite, por casarse con Olga Osgood, una actriz de películas de serie B.)
—A eso me refería.
—¿Cómo quieres que lo llame entonces?
—Papá, lo que en realidad me gustaría saber es cuál es la última vez que viste banderas náuticas en alguna producción teatral.
—Al sur del Pacífico —respondió el señor Barbour rápidamente.
—Aparte de Al sur del Pacífico.
—Doy por concluido mi argumento.
—No creo que mamá y tú hayáis visto siquiera Al sur del Pacífico.
—Por el amor de Dios, Andy.
—Aunque la hayáis visto, un ejemplo no es suficiente para fundamentar un argumento.
—Me niego a continuar esta absurda conversación. ¿Vienes, Theo?
VII
A partir de ese momento me esforcé en ser un buen huésped, haciéndome la cama cada mañana, diciendo siempre «gracias» y «por favor», y haciendo todo lo que sabía que mi madre querría que hiciera. Por desgracia no era exactamente la clase de casa donde puedes demostrar tu agradecimiento ofreciéndote a cuidar a los hermanos pequeños o echando una mano con los platos. Entre la mujer que venía a cuidar las plantas —un trabajo deprimente, pues había tan poca luz en el piso que la mayoría se morían— y la asistenta de la señora Barbour, cuya principal tarea parecía ser poner orden en los armarios y en la colección de porcelana, había unas ocho personas trabajando para ellos. (Cuando le pregunté a la señora Barbour dónde estaba el lavaplatos, me miró como si le hubiera pedido sosa y manteca para elaborar jabón).
Pero aunque no se me exigía nada, el esfuerzo de integrarme en su pulida y complicada vida hogareña me provocaba una tensión inmensa. Yo estaba desesperado por fundirme en el fondo, por deslizarme invisible entre los estampados de inspiración china como un pez en un arrecife de coral, y sin embargo un centenar de veces al día parecía atraer una atención no deseada, al tener que pedir cada cosa, ya fuera una prenda ropa, una tirita o el sacapuntas, o al verme obligado a tocar el timbre cada vez que entraba y salía por no tener llave de la casa; incluso con mis bienintencionadas tentativas de hacerme la cama por las mañanas (era mejor dejar que la hiciera Irenka o Esperenza, me comentó la señora Barbour, ya que estaban acostumbradas a esa tarea y metían mejor las esquinas de las sábanas). Rompí un remate de un perchero antiguo al abrir con brusquedad una puerta; logré que se disparara dos veces la alarma sin querer, y una noche que buscaba el cuarto de baño me metí por equivocación en el dormitorio del señor y la señora Barbour.
Por fortuna, los padres de Andy apenas paraban en casa y mi presencia no parecía importunarlos demasiado. A menos que la señora Barbour tuviera invitados, se ausentaba a partir de las once de la mañana, solo pasaba un par de horas antes de cenar para tomar una ginebra con lima y no volvía a casa hasta que ya estábamos acostados. Al señor Barbour lo veíamos todavía menos, solo los fines de semana y cuando se sentaba en el salón después de trabajar con un vaso de agua de seltz envuelto en una servilleta, esperando a que la señora Barbour se vistiera para salir por la noche.
El problema más grande lo tuve con los hermanos de Andy. Aunque Platt, por suerte, estaba en Groton aterrorizando a niños más pequeños, era evidente que a Kitsey y a su hermano menor, Toddy, que solo tenía siete años, les molestaba tenerme allí usurpando la escasa atención que recibían de sus padres. Presencié un sinfín de rabietas y malas caras, muchos ojos en blanco y risitas hostiles por parte de Kitsey, así como un desconcertante (para mí) contratiempo —que nunca fue resuelto del todo— cuando se quejó a sus amigas, al personal de servicio y a todo el que la escuchara de que yo había entrado en su habitación y le había toqueteado su colección de huchas cerdito que tenía en un estante encima de su escritorio. En cuanto a Toddy, parecía cada vez más angustiado al ver que transcurrían las semanas y yo todavía estaba allí; mientras desayunábamos me miraba boquiabierto y a menudo me hacía preguntas descaradas que obligaban a su madre a pellizcarle el brazo. ¿Dónde vivía? ¿Cuánto tiempo más pensaba quedarme con ellos? ¿Tenía padre? ¿Dónde estaba entonces?
—Buena pregunta —respondí, provocando una risotada horrorizada de Kitsey, que era muy popular en el colegio y a los nueve años era tan guapa a su estilo rubio albino como poco agraciado Andy.
VIII
En algún momento los empleados de una compañía de mudanzas acudirían a recoger las cosas de mi madre y las llevarían a un guardamuebles. Antes de que llegaran, yo tenía que ir al piso y coger lo que quería o necesitara. Era consciente del cuadro de un modo vago pero insistente que no guardaba ninguna proporción con la importancia que tenía en realidad, como si fuera un proyecto del colegio que había dejado sin terminar. Tarde o temprano tendría que devolverlo al museo, aunque todavía no había decidido cómo lo haría sin causar un gran alboroto.
Ya había dejado pasar una oportunidad cuando la señora Barbour había despedido a unos investigadores que se habían presentado en el piso preguntando por mí. Mejor dicho, deduje que eran inspectores o incluso policías por lo que me dijo Kellyn, la chica galesa que hacía de canguro. Había llegado de la guardería con Teddy cuando aparecieron los desconocidos buscándome.
—Trajeados, ¿sabes? —dijo arqueando una ceja de forma elocuente. Era una chica robusta que hablaba muy deprisa y tenía las mejillas tan coloradas que siempre parecía haber estado junto a un fuego—. Tenían ese aspecto.
Yo me sentía demasiado asustado para preguntar qué quería decir con «ese aspecto»; y cuando entré con cautela en el salón para ver qué tenía que decir al respecto la señora Barbour, ella estaba ocupada.
—Lo siento —dijo sin mirarme—, pero ¿podemos hablar de esto luego?
Esperaba invitados en media hora, entre ellos un arquitecto muy conocido y una famosa bailarina del New York City Ballet; se peleaba con el cierre de un collar, contrariada porque el aire acondicionado no funcionaba como era debido.
—¿Estoy en algún aprieto? —Me salió antes de que pudiera contenerme.
La señora Barbour se detuvo.
—Theo, no seas ridículo. Han sido muy educados y considerados, pero no podía recibirlos ahora. ¿A quién se le ocurre aparecer sin telefonear antes? De todos modos solo les he dicho que no era el mejor momento, lo que han podido ver con sus propios ojos. —Señaló a los empleados del servicio de catering, que corrían de un lado para otro, y al técnico del edificio, subido a una escalera de mano, examinando el interior del conducto del aire acondicionado con una linterna—. Ahora largo. ¿Dónde está Andy?
—Llegará dentro de una hora. Ha ido al planetario para su clase de astronomía.
—Bueno, hay comida en la cocina. No hay muchas tartaletas, pero podéis comer todos los sándwiches que queráis. Y cuando cortemos la tarta también podréis probarla.
Había hablado con tanta despreocupación que me había olvidado de las visitas hasta que aparecieron en el colegio tres días después en mi clase de geometría, uno joven y otro de más edad, ambos vestidos de forma anodina, llamando educadamente a la puerta abierta.
—¿Está aquí Theodore Decker? —le preguntó al señor Borowsky el más joven, un tipo de aspecto italiano, mientras su compañero de más edad atisbaba de manera cordial en el interior del aula.
—Solo queremos hablar contigo, si es posible —dijo el de más edad mientras recorríamos el pasillo hacia la temida sala de conferencias, donde debería haber tenido lugar la reunión con el señor Beeman y mi madre el día que ella murió—. No te asustes. —Era un negro de tez oscura con una perilla gris; tenía aspecto duro pero parecía agradable, como un policía enrollado de la tele—. Solo intentamos atar todos los cabos de lo que ocurrió aquel día y esperamos que puedas ayudarnos.
De entrada me asusté, pero cuando me dijo «no te asustes», le creí. Hasta que abrió de un empujón la puerta de la sala de conferencias y vi allí sentado a mi némesis con gorra de tweed, el señor Beeman, tan pomposo como siempre con su chaleco y su reloj con cadena; a su alrededor estaban Enrique, mi asistente social; la señora Swanson, la psicóloga del colegio (la que me había sugerido arrojar cubitos de hielo a un árbol para sentirme mejor); Dave el psiquiatra, con sus Levi’s negros y su jersey de cuello alto de rigor, y nada menos que a la señora Barbour, con tacones y un traje gris perla que parecía costar más de lo que ganaban en un mes todos los presentes en la sala.
Yo debía de llevar el pánico escrito en la frente. Quizá no me habría alarmado tanto si hubiera entendido un poco mejor lo que aún no tenía claro entonces: que yo era un menor de edad, y que mi progenitor o tutor tenía que estar presente en una entrevista oficial, que era la razón por la que habían llamado a todas las personas que se consideraban, aunque fuera vagamente, mis defensores. Pero lo único que pensé cuando vi todas esas caras y una grabadora en medio de la mesa fue que las partes oficiales habían sido convocadas para decidir mi destino y disponer de mí como creyeran conveniente.
Permanecí sentado con rigidez y soporté sus preguntas preparatorias (¿tenía pasatiempos?, ¿practicaba algún deporte?) hasta que se hizo evidente para todos que la cháchara preliminar no estaba logrando que me relajara.
Sonó el timbre de final de clase. Portazos en las taquillas, murmullo de voces en el pasillo.
—Eres hombre muerto, Thalheim —gritó un chico alegremente.
El tipo italiano —Ray, dijo que se llamaba— sacó una silla frente a mí y se sentó rodilla con rodilla. Era joven pero robusto, con el aire de un conductor de limusina de buen carácter, y sus ojos caídos tenían un aspecto soñoliento y lloroso como si hubiera bebido.
—Solo queremos saber qué recuerdas —dijo—. Hurgar en tu memoria, para hacernos una idea general de lo que pasó aquella mañana. Porque al recordar algunos detalles quizá te venga a la mente algo que nos ayude.
Estaba sentado tan cerca de mí que me llegaba el olor de su desodorante.
—¿Como qué?
—Como qué desayunaste aquella mañana. Es un buen comienzo, ¿no?
—Hummm… —Miré fijamente el brazalete de oro que tenía en la muñeca. No era la clase de pregunta que esperaba. Lo cierto era que aquella mañana no había desayunado nada porque tenía problemas en el colegio y mi madre estaba enfadada conmigo, pero me daba vergüenza decirlo.
—¿No te acuerdas?
—Crepes —solté, desesperado.
—Ya. —Ray me miró con suspicacia—. ¿Las hizo tu madre?
—Sí.
—¿Con qué las rellenó? ¿Arándanos, pedacitos de chocolate?
Asentí.
—¿Las dos cosas?
Noté que todos me miraban. Luego intervino el señor Beeman, con tanta gravedad como si estuviera de pie en su clase de moralidad en la sociedad actual.
—No tienes por qué inventarte una respuesta si no te acuerdas.
El tipo negro, que estaba sentado en la esquina con un cuaderno, lanzó al señor Beeman una penetrante mirada de advertencia.
—De hecho, parece haber un problema de memoria —se inmiscuyó la señora Swanson en voz baja, jugueteando con las gafas que le colgaban de una cadena alrededor del cuello.
Era una abuela que llevaba camisas blancas holgadas y una larga trenza gris que le caía por la espalda. Los chicos que acudían a su consulta la llamaban la Swami. En las sesiones del colegio, además de darme el consejo de los cubitos de hielo, me había enseñado una forma de respirar en tres fases que me ayudaría a liberar mis emociones y me había hecho dibujar un mandala que representara mi corazón herido.
—Se dio un golpe en la cabeza. ¿Verdad, Theo?
—¿Es cierto eso? —preguntó Ray, mirándome con franqueza.
—Sí.
—¿Te vio algún médico?
—No inmediatamente —respondió la señora Swanson.
La señora Barbour cruzó los tobillos.
—Lo llevé a urgencias del Presbyterian —dijo con frialdad—. Cuando llegó a mi casa se quejaba de dolor de cabeza. Tardamos un par de días en que se lo vieran. Al parecer, a nadie se le ocurrió preguntarle si resultó herido o no.
Enrique, el asistente social, empezó a hablar al oír eso, pero guardó silencio cuando el policía negro de más edad (cuyo nombre acabo de recordar: Morris) le lanzó una mirada.
—Mira, Theo —dijo el tal Ray, dándome unas palmaditas en la rodilla—. Sé que quieres ayudarnos. ¿Verdad que quieres ayudarnos?
Hice un gesto de asentimiento.
—Estupendo. Pero si te preguntamos algo y no sabes la respuesta, puedes decir que no lo sabes y no pasa nada.
—Solo queremos hacerte muchas preguntas para ver si podemos ayudarte a refrescar la memoria —dijo Morris—. ¿Te parece bien?
—¿Necesitas algo? —preguntó Ray, mirándome con atención—. ¿Un vaso de agua quizá? ¿Un refresco?
Negué con la cabeza —no estaban permitidos los refrescos dentro del recinto escolar— mientras el señor Beeman decía:
—Lo siento, pero están prohibidos los refrescos en el recinto escolar.
Ray puso una cara de «dame un respiro» que no sé si el señor Beeman la vio o no.
—Lo siento, chico —dijo volviéndose hacia mí—. Iré corriendo a la tienda si te apetece luego uno, ¿qué te parece? —Juntó las manos—. Veamos, ¿cuánto tiempo crees que estuvisteis tú y tu madre en el edificio antes de la primera explosión?
—Cerca de una hora, supongo.
—¿Lo supones o lo sabes?
—Lo supongo.
—¿Crees que fue más de una hora o menos de una hora?
—No creo que fuera más de una hora —respondí tras una larga pausa.
—Descríbenos lo que recuerdas del incidente.
—No vi qué pasó. Todo estaba bien y de pronto hubo un fuerte destello y un estrépito…
—¿Un fuerte destello?
—Quería decir que el estrépito fue muy fuerte.
—Has dicho estrépito —dijo el tal Morris, dando un paso hacia mí—. ¿Crees que podrías describirnos con un poco más de detalle ese estrépito?
—No lo sé. Solo… fuerte —añadí al ver que seguían mirándome como si esperaran algo más.
En el silencio que siguió oí unos pitidos débiles: la señora Barbour, con la cabeza gacha, comprobaba con disimulo si tenía algún mensaje en su BlackBerry.
Morris se aclaró la voz.
—¿Qué hay del olor?
—¿Cómo dice?
—¿Notaste algún olor en particular unos momentos antes?
—Creo que no.
—¿Nada en absoluto? ¿Estás seguro?
A medida que avanzaba el interrogatorio —las mismas preguntas una y otra vez, cambiadas de orden para confundirme e intercaladas de vez en cuando con una nueva—, me armé de valor y esperé desesperado a que llegaran al cuadro. Sencillamente tendría que admitirlo y afrontar las consecuencias, fueran cuales fuesen (que quizá serían bastante graves, ya que estaba a punto de pasar a la tutela del Estado). En un par de ocasiones estuve a punto de soltarlo de puro terror. Pero cuantas más preguntas me hacían (¿dónde estaba cuando me golpeé la cabeza?, ¿a quién había visto o con quién había hablado al bajar las escaleras?), más claro veía que no sabían qué me había ocurrido, en qué sala me encontraba cuando se produjo la explosión o por dónde había salido del edificio.
Tenían un plano del museo; las salas estaban numeradas en lugar de tener nombres, galería 19A y galería 19B, números y letras dispuestos de un modo laberíntico hasta el 27.
—¿Estabas aquí cuando se produjo la primera explosión? —preguntó Ray, señalando una—. ¿O aquí?
—No lo sé.
—No tengas prisa en contestar.
—No lo sé —repetí, un poco frenético. El plano de las salas tenía la cualidad confusa de algo generado por un ordenador, como algo sacado de un videojuego o una reconstrucción del búnker de Hitler que había visto en la televisión, que en realidad no tenían ningún sentido ni parecía representar el espacio que yo recordaba.
Señaló otro lugar.
—¿Ves este cuadrado? —preguntó—. Es un expositor. Ya sé que todas esas salas parecen iguales, pero quizá te acuerdes de dónde te encontrabas con respecto a ese expositor.
Me quedé mirando el plano, desesperado, y no respondí.
(En parte me resultaba tan poco familiar porque se trataba de la zona donde habían encontrado a mi madre, salas que quedaban lejos de donde yo estaba al estallar la bomba, aunque no lo comprendí hasta más tarde).
—¿No viste salir o entrar a nadie? —preguntó Morris alentador, repitiendo lo que yo ya les había dicho.
Hice un gesto de negación.
—¿No recuerdas nada?
—Bueno…, cuerpos cubiertos. Equipo desperdigado.
—No viste a nadie entrar o salir de la zona de la explosión.
—No, no vi a nadie —repetí, obstinado. Ya habíamos tocado ese punto.
—¿No viste bomberos ni otros miembros del personal de rescate?
—No.
—Entonces supongo que podemos establecer que cuando recuperaste el conocimiento ya les habían ordenado salir. De modo que estamos hablando de un intervalo de entre cuarenta minutos y una hora y media después de la explosión inicial. ¿Es mucho presumir?
Me encogí de hombros lánguidamente.
—¿Eso es un sí o un no?
—No lo sé.
—¿Qué es lo que no sabes?
—No lo sé —repetí, y esta vez el silencio que siguió fue tan largo y violento que pensé que me echaría a llorar.
—¿Recuerdas la segunda explosión?
—Disculpe —interrumpió el señor Beeman—, pero ¿es realmente necesario?
Ray, mi interrogador, se volvió hacia él.
—¿Cómo dice?
—No estoy seguro de comprender el propósito de hacer pasar por esto al chico.
—Estamos investigando el lugar de un crimen. Nuestra tarea es averiguar qué ocurrió allí dentro —respondió Morris con cuidadosa neutralidad.
—Sí, pero seguramente tendrán otros medios para un asunto tan rutinario. Imagino que había toda clase de cámaras de seguridad dentro del edificio.
—Desde luego —respondió Ray bastante cortante—. Solo que las cámaras no pueden ver a través del polvo y el humo, o si enfocan el techo a causa del estallido. —Y recostándose en su silla con un suspiro, continuó—: Veamos. Has mencionado el humo. ¿Lo oliste o lo viste?
Asentí.
—¿Lo viste o lo oliste?
—Ambas cosas.
—¿De dónde dirías que venía?
Estaba a punto de decir de nuevo que no lo sabía, pero el señor Beeman no había terminado su argumentación.
—Perdone, pero no consigo ver la finalidad de unas cámaras de seguridad si no funcionan en un caso de emergencia —replicó, dirigiéndose a todos los presentes en general—. Con la tecnología actual y todas esas obras de arte…
Ray volvió la cabeza como si se dispusiera a decir algo desagradable, pero Morris, que se encontraba de pie en la esquina, levantó una mano y habló en voz alta.
—El chico es un testigo importante. El sistema de vigilancia no está diseñado para soportar un incidente como este. Lo lamento, señor, pero si no puede contener sus comentarios tendremos que pedirle que salga.
—Estoy aquí para velar por los intereses del muchacho. Tengo derecho a hacer preguntas.
—No a menos que estas estén directamente relacionadas con el bienestar del chico.
—Por extraño que parezca, yo tenía la impresión de que lo estaban.
Llegado a este punto, Ray, que estaba sentado frente a mí, se volvió.
—Señor, si continua obstruyendo el procedimiento, tendrá que salir de la sala.
—No tengo ninguna intención de obstruir nada —replicó el señor Beeman en el tenso silencio que siguió—. Nada podría estar más lejos de mi intención, se lo aseguro. Continúe, por favor —añadió, con un irritada sacudida de la mano—. Lo último que deseo es interrumpirlo.
El interrogatorio se alargaba de manera interminable. ¿De dónde había llegado el humo? ¿De qué color fue el destello? ¿Quién entró y salió de la zona un momento antes de la explosión? ¿Había advertido algo raro, lo que fuera, antes o después? Miré las fotos que me enseñaron, caras inocentes de personas de vacaciones, nadie que yo reconociera. Fotos de pasaporte de turistas asiáticos y jubilados, madres y adolescentes con acné contra el fondo azul de un estudio…, caras corrientes y poco memorables, pero todas ellas despidiendo un aire a tragedia. Luego volvimos al plano. ¿Podía intentar una vez más señalar mi situación en ese mapa? ¿Aquí o aquí? ¿Y aquí?
—No me acuerdo —decía yo sin cesar, porque no estaba seguro en realidad y me sentía asustado y ansioso porque terminara el interrogatorio, pero también porque se respiraba un ambiente de inquietud y clara impaciencia en la habitación; los demás adultos parecían haber acordado en silencio entre ellos que yo no sabía nada y debían dejarme en paz.
Antes de que me diera cuenta, se acabó.
—Theo —dijo Ray, levantándose y poniéndome su rechoncha mano en el hombro—, quiero darte las gracias por haber hecho todo lo que has podido por nosotros.
—No se preocupe —dije, nervioso por la brusquedad con que había terminado todo.
—Sé muy bien lo duro que ha sido para ti. Nadie en absoluto quiere revivir esa clase de experiencia. Es como… —describió con las manos el marco de un cuadro— si estuviéramos juntando las piezas de un rompecabezas, intentando desentrañar qué pasó allí dentro, y tú podrías tener unas piezas que nadie más tiene. Has sido de gran ayuda al prestarte a hablar con nosotros.
—Si recuerdas algo más —terció Morris, inclinándose hacia delante para darme su tarjeta (que la señora Barbour enseguida interceptó y guardó en el bolso)—, llámanos. Usted se lo recordará, ¿verdad señora? —añadió volviéndose hacia la señora Barbour—. Dígale que nos telefonee si tiene algo más que decirnos. El número de la oficina está en esa tarjeta, pero… —Sacó un bolígrafo del bolsillo—. ¿Me permite recuperarla un momento, por favor?
Sin decir una palabra la señora Barbour abrió el bolso y le devolvió la tarjeta.
Él abrió el bolígrafo y garabateó un número.
—Este es mi móvil. Puede dejar un mensaje en mi oficina, pero si no me encuentra, llámeme al móvil.
Mientras todos se apiñaban alrededor de la entrada, la señora Swanson se acercó flotando a mí y me deslizó un brazo alrededor de los hombros de esa forma tan afectuosa que tenía.
—Eh, ¿cómo va eso? —me preguntó con tono confidencial, como si fuera mi mejor amiga.
Yo desvié la mirada y puse una cara como diciendo «supongo que bien».
Ella me acarició el brazo como si fuera su gato favorito.
—Me alegro. Sé que ha sido duro. ¿Quieres venir unos minutos a mi consulta?
Advertí horrorizado que Dave el psiquiatra revoloteaba en segundo plano, y detrás de él Enrique, con las manos en las caderas y una medio sonrisa expectante.
—Por favor —dije, y mi desesperación debió de traslucirse en mi voz—. Quiero volver a clase.
Ella me dio un apretón en el brazo y me fijé en que lanzaba una mirada a Dave y a Enrique.
—De acuerdo. ¿Dónde está? Te acompañaré.
IX
Pero tocaba lengua y literatura, la última clase del día. Ese trimestre estábamos estudiando la poesía de Walt Whitman:
Júpiter saldrá, ten paciencia, sal otra noche a observar, las Pléyades saldrán,
son inmortales, todos esos astros de plata y oro de nuevo han de brillar…
Caras inexpresivas. En el aula hacía calor y había amodorramiento a media tarde, las ventanas estaban abiertas y el ruido del tráfico llegaba flotando de la West End Avenue. Los chicos, apoyados sobre los codos, dibujaban en los márgenes de sus cuadernos de espiral.
Miré por la ventana el sucio depósito de agua que había en el tejado de enfrente. El interrogatorio (como lo había vivido yo) me había perturbado mucho, sacudiendo un muro de sensaciones inconexas que caían sobre mí en los momentos más inesperados: una asfixiante quemadura de sustancias químicas y humo, destellos y cables, el frío blanqueado de las luces de emergencia, lo bastante abrumadoras para dejarme la mente en blanco. Ocurría a veces, en el colegio o en la calle, me quedaba paralizado a mitad de zancada mientras volvía a revivirlo: los ojos de la chica clavados en los míos en el extraño y sesgado momento anterior a que el mundo volara en pedazos. A veces volvía en mí, sin saber muy bien qué me habían dicho, y me encontraba a mi compañero de laboratorio mirándome, o al tipo al que le estaba cortando el paso frente al puesto de refrescos del mercado coreano diciéndome «Mira chico, no tengo todo el día».
¿Solo tú lloras por Júpiter, niña amada?
¿Solo tú piensas en el entierro de las estrellas?
No me habían enseñado ninguna foto de la chica ni del anciano. Sin hacer ruido introduje la mano izquierda en el bolsillo del chaquetón y palpé el anillo. Unos días atrás, en la lista de vocabulario había salido la palabra «consanguinidad»: unidos por la sangre. La cara del anciano estaba tan desgarrada y destrozada que ni siquiera sabía decir con exactitud qué aspecto tenía, y sin embargo recordaba bien su sangre caliente en mis manos, sobre todo desde que, en cierto modo, la sangre seguía estando allí. Todavía podía olerla y paladearla en la boca, y me ayudaba a comprender por qué la gente hablaba de hermanos de sangre y de cómo la sangre unía a las personas. En otoño habíamos leído Macbeth en la clase de lengua y literatura, pero solo ahora empezaba a entender por qué lady Macbeth no había logrado limpiarse la sangre de las manos, por qué seguía allí después de que se las hubiera lavado.
X
En vista de que a veces despertaba a Andy revolviéndome y llorando en sueños, la señora Barbour había empezado a darme una pequeña pastilla verde llamada Elavil que, según me comentó, impediría que tuviera miedo por la noche. Eso era vergonzoso, sobre todo porque mis sueños nunca llegaban a ser pesadillas en toda regla sino solo interludios perturbados en los que mi madre se quedaba trabajando hasta tarde y no encontraba ningún medio de transporte para volver a casa, a veces en las afueras, en alguna área reducida a cenizas llena de coches abandonados y perros encadenados que ladraban en los patios. Intranquilo, la buscaba en ascensores de servicio y en edificios abandonados, la esperaba en la penumbra de extrañas paradas de autobús, vislumbraba a mujeres que se parecían a ella en las ventanillas de los trenes que pasaban y no llegaba a coger el teléfono cuando ella me llamaba a la casa de los Barbour; decepciones e incidentes cogidos por los pelos que me zarandeaban y me despertaban con la respiración sibilante, inquieto y sudoroso a la luz de la mañana. Lo malo no era intentar encontrarla, sino despertar y recordar que estaba muerta.
Con las pastillas verdes, hasta esos sueños se desvanecieron en una negrura sin aire. (Me choca ahora, aunque entonces no lo pensé, que la señora Barbour se saltara las reglas dándome una medicación sin receta, además de las cápsulas amarillas y las bolitas naranjas que me había dado Dave el psiquiatra). Cuando por fin conciliaba el sueño era como caer a un foso, y a menudo me costaba despertarme por las mañanas.
—Té negro, ese es el secreto —dijo el señor Barbour una mañana que me sorprendió dormitando durante el desayuno, sirviéndome una taza de su tetera bien reposada—. Assam Supreme. Tan fuerte como lo hace mi madre. Eliminará la medicación de tu organismo. ¿Has oído hablar de Judy Garland? Bueno, pues mi abuela me contó que Sid Luft solía llamar al restaurante chino para pedir una gran tetera de té negro que limpiara su organismo antes de las actuaciones. Eso era en Londres, creo, en el Palladium, y el té fuerte era lo único que servía. A veces les costaba despertarla, ¿sabes? Levantarla de la cama y vestirla…
—No puede beber eso, es demasiado amargo —dijo la señora Barbour, echando dos terrones de azúcar y sirviendo un gran chorro de crema de leche antes de ofrecerme la taza—. Theo, siento estar siempre dándote la murga, pero tienes que comer algo.
—De acuerdo —dije con timidez, pero sin dar ningún bocado a mi magdalena de arándanos.
La comida me sabía a cartón; hacía meses que no tenía apetito.
—¿Prefieres una tostada de canela? ¿O gachas de avena?
—Es ridículo que no nos dejes tomar café —dijo Andy, que tenía la costumbre de comprarse un café grande en el Starbucks todas las tardes al volver del colegio sin que sus padres lo supieran—. En eso estáis muy anticuados.
—Es posible —replicó la señora Barbour con frialdad.
—Aunque solo fuera media taza. No es razonable que esperes que vaya a clase de química de nivel avanzado a las nueve menos cuarto de la mañana sin cafeína.
—Snif, snif —dijo el señor Barbour, sin levantar la mirada del periódico.
—Vuestra actitud no ayuda. Todos los demás tienen autorización para beber café.
—Eso no es cierto —replicó la señora Barbour—. Betsy Ingersoll me dijo…
—Puede que la señora Ingersoll no deje beber café a Sabine, pero haría falta mucho más que una taza de café para que Sabine Ingersoll estudie cualquier asignatura de nivel avanzado.
—Eso es innecesario, Andy, además de poco amable.
—Pero es la verdad —repuso Andy con frialdad—. Sabine es corta como la manga de un chaleco. Supongo que hace bien en cuidar su salud, ya que no tiene mucho más que eso.
—El cerebro no lo es todo. ¿Te comerías un huevo escalfado si Etta te lo prepara? —preguntó la señora Barbour, volviéndose hacia mí—. ¿O frito? ¿O revuelto? ¿Cómo lo quieres?
—¡A mí me gustan los huevos revueltos! —exclamó Toddy—. ¡Puedo comer cuatro!
—No, no puedes, amigo —dijo el señor Barbour.
—Sí que puedo. ¡Puedo comer seis! ¡Puedo comerme toda la caja!
—No os pido Dexedrina —dijo Andy—. Aunque podría conseguirla en el colegio, si quisiera.
—¿Theo? —dijo la señora Barbour. Me fijé en que Etta, la cocinera, estaba de pie junto a la puerta—. ¿Qué me dices de ese huevo?
—A nosotros nadie nos pregunta qué queremos para desayunar —dijo Kitsey; y aunque lo dijo en voz muy alta, todos fingieron que no la habían oído.
XI
El domingo por la mañana trepé hacia la luz desde un sueño pesado y complejo del que no quedó más que un pitido en mis oídos y el dolor de algo que se me escurría de las manos y caía por una grieta donde no volvía a verlo. Sin embargo, en medio de ese profundo hundimiento entre hilos rotos y fragmentos perdidos e imposibles de rastrear, destacaba una frase, cruzando la oscuridad como un teletipo al pie de una pantalla de televisor: «Hobart y Blackwell. Toca el timbre verde».
Yo estaba tumbado mirando el techo, sin querer moverme. Veía las palabras tan nítidas y precisas como si alguien me las hubiera entregado mecanografiadas en una hoja de papel. Y, sin embargo, de la forma más asombrosa, se había abierto una extensión de la memoria olvidada y flotaba hacia la superficie con ellas, como una de esas bolitas de papel de Chinatown que se abrían en flores cuando las dejabas caer en un vaso de agua.
Perdido en un aire cargado de significado, me asaltó una duda: ¿era un recuerdo real?, ¿de verdad me había dicho el anciano esas palabras o estaba soñando? Poco antes de que muriera mi madre, me había despertado convencido de que una maestra (inexistente) llamada señorita Malt me había echado cristales triturados en la comida en castigo por mi falta de disciplina —en el mundo de mi sueño, era una secuencia de acontecimientos totalmente lógica— y había permanecido dos o tres minutos sumido en una angustiosa confusión antes de despertarme del todo.
—¿Andy? —dije. Luego me incliné y miré hacia la cama de abajo, que estaba vacía.
Después de quedarme varios minutos con los ojos muy abiertos, mirando el techo, bajé de la litera y saqué el anillo del bolsillo del chaquetón del colegio; lo sostuve a la luz para leer la inscripción. Luego lo guardé con celeridad y me vestí. Andy ya estaba desayunando con el resto de los Barbour; el desayuno de los domingos era un gran festín para ellos y los oí a todos en el comedor, el señor Barbour divagando de forma ininteligible como hacía a veces, perorando sobre algo. Me detuve en el pasillo y eché a andar en sentido contrario, hacia el salón, donde cogí del armario que había debajo del teléfono las Páginas Blancas, con su funda de punto de cruz.
Allí estaba: «Hobart y Blackwell»; era, sin lugar a dudas, un negocio, aunque la guía no especificaba de qué clase. Me sentí un poco mareado. Ver el nombre en blanco y negro me produjo una extraña emoción, como si unas piezas invisibles encajaran en su sitio.
El negocio se encontraba en una dirección del Village, la calle Diez Oeste. Tras cierto titubeo y en un estado de gran agitación, marqué el número.
Mientras esperaba, jugueteé con un reloj de mesa de latón y, mordiéndome el labio inferior, miré las litografías enmarcadas de aves tropicales que había sobre la mesa del teléfono: colibríes, loros, aves del paraíso. No estaba muy seguro de cómo explicaría quién era o preguntaría lo que necesitaba saber.
—¿Theo?
Di un respingo, sintiéndome culpable. La señora Barbour —vestida de cachemir gris y gasa— había entrado con una taza de café en la mano.
—¿Qué estás haciendo?
El teléfono seguía sonando en el otro extremo de la línea.
—Nada.
—Entonces date prisa, que se te está enfriando el desayuno. Etta te ha preparado una tostada francesa.
—Gracias. Enseguida voy —dije justo cuando se oyó una voz de la compañía telefónica diciendo que lo intentara de nuevo.
Me reuní con los Barbour, absorto en mis pensamientos (había contado con que me saliera al menos un contestador automático) y me sorprendió ver nada menos que a Platt Barbour, mucho más gordo y con la cara más colorada que la última vez que lo había visto, sentado en el sitio que normalmente ocupaba yo.
—¡Ah, aquí estás, aquí estás! —exclamó el señor Barbour, interrumpiéndose a mitad de frase. Se limpió los labios con la servilleta y, levantándose deprisa, añadió—: Buenos días. Te acuerdas de Platt, ¿verdad? Platt, este es Theodore Decker…, el amigo de Andy, ¿recuerdas? —Sin dejar de hablar, había ido a buscar otra silla que colocó torpemente en la esquina de la mesa.
Mientras yo me sentaba en un extremo del grupo —tres o cuatro pulgadas por debajo del resto de los comensales, en una esbelta silla de bambú que era distinta de las demás—, Platt me miró sin gran interés y desvió la vista. Había vuelto a casa la noche anterior para ir a una fiesta y parecía resacoso.
El señor Barbour se sentó de nuevo y reanudó su tema favorito: la vela.
—Como iba diciendo, todo se reduce a una falta de confianza. Se te ve poco seguro de ti mismo en la quilla, Andy. Y no hay ninguna razón para ello, aparte de que no tienes mucha experiencia navegando solo.
—No —replicó Andy con su voz distante—. El problema esencial es que desprecio los barcos.
—¡Bobadas! —exclamó el señor Barbour guiñándome un ojo como si yo participara de la broma, que no era el caso—. ¡No me trago esa actitud escéptica! Mírate en las fotos de esa pared navegando por Sanibel hace dos primaveras. A ese chico no le aburría el mar ni el cielo ni las estrellas, no señor.
Andy se quedó contemplando la escena nevada del tarro de sirope de arce mientras su padre se explayaba a su ritmo vertiginoso y difícil de seguir sobre cómo la vela inculcaba en los jóvenes disciplina y una actitud alerta, así como la firmeza de carácter de los marineros de antaño. Andy me había contado que al principio no le había importado tanto navegar porque podía escaquearse y quedarse en el camarote leyendo o jugando a cartas con sus hermanos pequeños. Pero ahora era lo bastante mayor para echar una mano a la tripulación, lo que significaba días largos y estresantes, cegado por el sol, trabajando sin descanso en la cubierta junto a un intimidador Platt, agachándose para esquivar la botavara totalmente desorientado y haciendo lo que podía por no enredarse con los cabos y caer por la borda mientras su padre gritaba órdenes y disfrutaba de la espuma salada.
—Cielos, ¿os acordáis de la luz de esa travesía por Sanibel? —El padre de Andy echó hacia atrás la silla y miró al techo con los ojos en blanco—. ¿No fue maravillosa? Esos atardeceres rojos y naranjas. Fuego y rescoldos. Casi atómicos. Llama pura rasgando y cayendo del cielo. Y recuerdo esa gorda y glotona luna con la bruma azul alrededor, a poca distancia de Hatteras… ¿Es en Maxfield Parrish en quien estoy pensando, Samantha?
—¿Cómo dices?
—Maxfield Parrish. El artista que tanto me gusta. Pinta esos cielos inmensos —alargó los brazos— con las nubes altísimas. Disculpa, Theo, no era mi intención golpearte en el morro.
—Constable pinta nubes.
—No, no me refiero a él. El pintor que yo digo es mucho mejor. De todos modos, qué cielos contemplamos aquella noche sobre el agua. Mágicos. Arcádicos.
—¿De qué noche hablas?
—¡No me digas que no te acuerdas! Fue lo mejor de todo el viaje.
—Lo mejor del viaje para Andy fue la parada que hicimos en la cafetería para comer —dijo Platt con malicia repantigado en la silla.
—A mamá tampoco le gusta navegar —replicó Andy con voz aflautada.
—No me apasiona, es cierto —dijo la señora Barbour, cogiendo otra fresa—. Theo, me gustaría que desayunaras algo. No puedes seguir pasando hambre de este modo. Empiezas a estar muy paliducho.
Pese a las improvisadas lecciones que me había dado el señor Barbour frente al cuadro de las banderas náuticas de su gabinete, yo tampoco había logrado entusiasmarme con el tema de la vela.
—Porque el mejor regalo que me hizo mi padre —decía el señor Barbour con vehemencia— fue el mar. El amor por él…, la sensación. Papá me regaló el océano. Y es trágico que eso se haya perdido en ti, Andy…, mírame, te estoy hablando…, es terrible que hayas tomado la decisión de dar la espalda a lo único que a mí me ha dado la libertad, la…
—Me he esforzado en que me gustara. Pero siento una aversión natural hacia él.
—¿Aversión? —Asombro, estupefacción—. ¿Aversión a qué? ¿A las estrellas y al viento? ¿Al cielo y al sol? ¿A la libertad?
—En la medida en que todo ello está relacionado con la navegación, sí.
—Bueno… —El señor Barbour miró alrededor de la mesa, incluyéndome a mí en el llamamiento—, solo está siendo cabezotas. Niégalo si quieres, pero el mar —volviéndose hacia Andy— forma parte de tu patrimonio, lo llevas en la sangre, se remonta a los fenicios, los griegos antiguos…
Pero mientras continuaba hablando sobre Magallanes, la navegación celestial y Billy Budd («Recuerdo a Taff el galés cuando se hundió en el mar / y su mejilla era rosa como la rosa al brotar»), volví a concentrar mis pensamientos en Hobart y Blackwell, preguntándome quiénes eran y a qué se dedicaban en concreto. Los apellidos hacían pensar en un par de viejos abogados anticuados, o incluso unos magos profesionales, socios de un negocio, arrastrando los pies por la penumbra iluminada con velas.
Parecía prometedor que el teléfono siguiera dado de alta. El de mi piso había sido desconectado. En cuanto logré escabullirme educadamente del comedor y de mi plato intacto, regresé al teléfono del salón, donde me apabulló la presencia de Irenka pasando la aspiradora y sacando el polvo a mi alrededor, y la de Kitsey, sentada frente al ordenador en el otro extremo de la habitación, resuelta a no mirarme siquiera.
—¿A quién llamas? —me preguntó Andy, que se había acercado a mí a la manera silenciosa de toda su familia y no lo había oído.
Podría no haberle dicho nada, pero sabía que podía confiar en que mantuviera la boca cerrada. Andy nunca hablaba con nadie, y menos con sus padres.
—A esta gente —respondí en voz baja, retrocediendo un poco para que no se me viera desde la puerta—. Sé que te parecerá extraño, pero ¿sabes ese anillo que tengo?
Le hablé del anciano, y estaba pensando en cómo hablarle también de la chica, de lo conectado que me había sentido con ella y las ganas que tenía de volver a verla, pero Andy —como era de esperar— ya había dado un salto hacia delante, alejándose de los aspectos personales y yendo a la logística de la situación. Miró las Páginas Blancas, abiertas en la mesa del teléfono.
—¿Están en la ciudad?
—En la Diez Oeste.
Andy estornudó y se sonó; esa primavera las alergias le habían afectado mucho.
—Si no logras hablar con ellos por teléfono —dijo doblando su pañuelo y guardándoselo en el bolsillo—, ¿por qué no vas allí?
—¿Hablas en serio? —Parecía terrible no llamar antes y aparecer sin más.
—Eso es lo que yo haría.
—No lo sé. Puede que no se acuerden de mí.
—Es más probable que se acuerden de ti si te ven —dijo Andy, razonable—. O podrías ser un lunático que telefonea haciéndose pasar por alguien. No te preocupes —añadió, mirando por encima del hombro—, no se lo diré a nadie si no quieres.
—¿Un lunático? ¿Haciéndose pasar por quién?
—Bueno, quiero decir que todos recibimos llamadas raras —dijo Andy, inexpresivo.
Me quedé callado, sin saber cómo asimilarlo.
—Además, no contestan. ¿Qué otra opción te queda? No podrás ir allí hasta el próximo fin de semana. ¿Y es aquí donde quieres tener una conversación…? —Recorrió con la vista el pasillo, donde Toddy saltaba arriba y abajo con una especie de zapatos con muelles, y la señora Barbour interrogaba a Platt sobre la fiesta en casa de Molly Walterbeek.
Tenía algo de razón.
—De acuerdo.
Andy se colocó bien las gafas sobre el puente de la nariz; todavía las llevaba por casa, pero no en el colegio.
—Si quieres, puedo acompañarte.
—No, no te preocupes.
Sabía que esa tarde Andy se había apuntado a experiencia japonesa, un grupo de estudio que se reunía en la cafetería Toraya, para subir nota, y luego tenía previsto ir a ver la última de Miyazake en el Lincoln Center; no es que necesitara mejorar las notas, pero las salidas escolares eran toda su vida social.
—Toma, llévatelo —me dijo, metiendo la mano en el bolsillo y sacando el móvil—. Por si acaso. —Pulsó algo en la pantalla—. Te he quitado el código de bloqueo. Ya está.
—No lo necesito —dije, mirando el pequeño y brillante móvil con una imagen animada de Virtual Girl Aki (desnuda, con botas altas sexys) de salvapantalla.
—Pero podrías necesitarlo. Nunca se sabe. Vamos, tómalo —insistió cuando titubeé.
XII
Y así, en torno a las once y media de la mañana, me encontré sentado en un autobús yendo al Village por la Quinta Avenida, con la dirección de Hobart y Blackwell en el bolsillo, escrita en una hoja de uno de los blocs de notas con monograma que la señora Barbour tenía junto al teléfono.
Me bajé del autobús en Washington Square y deambulé durante unos cuarenta y cinco minutos buscando la calle. Era fácil perderse en el Village, con su distribución errática (manzanas triangulares, callejones sin salida que torcían en una y otra dirección), y tuve que detenerme tres veces para pedir indicaciones: en un quiosco lleno de bongs y revistas pornográficas gays, en una panadería abarrotada donde sonaba ópera a todo volumen, y a una chica vestida con una camiseta blanca y un peto que limpiaba los cristales de una librería con una escobilla de goma y un cubo.
Cuando por fin localicé la Diez Oeste, que estaba desierta, la recorrí contando los números. Estaba en una parte un poco descuidada de la calle que era principalmente residencial. Delante de mí, en la acera mojada, se pavoneaban unas palomas colocadas en fila de tres como pequeños transeúntes oficiosos. Muchos de los números de los edificios no estaban muy a la vista, y me preguntaba si me lo había saltado y debía retroceder cuando me encontré contemplando las palabras «Hobart y Blackwell» pintadas en un pulcro y anticuado arco encima del escaparate de una tienda. A través de los cristales sucios vi perros staffordshire y gatos de mayólica, cristalería polvorienta, cubertería de plata opaca, sillas antiguas y sofá camas tapizados con un viejo brocado amarillento, una elaborada jaula de cerámica, minúsculos obeliscos de mármol sobre un pedestal también de mármol y un par de cacatúas de alabastro. Era la clase de tienda que le habría encantado a mi madre: abarrotada y un poco desvencijada, con montones de libros viejos en el suelo. Pero la puerta estaba cerrada.
La mayoría de las tiendas no abrían hasta las doce del mediodía o la una. Para matar el tiempo eché a andar por Greenwich Street hasta el Elephant and Castle, un restaurante donde a veces comíamos mi madre y yo cuando íbamos al centro. Pero en cuanto entré me di cuenta de mi error. Los elefantes desiguales, hasta la camarera con coleta y camiseta negra que se acercó a mí sonriendo…, todo fue demasiado abrumador. Vi la mesa de la esquina donde mi madre y yo nos habíamos sentado la última vez que estuvimos allí, y tuve que murmurar una excusa y salir.
Me quedé en la acera con el corazón palpitándome con fuerza. Las palomas volaban bajo en el cielo negro hollín. La avenida Greenwich estaba casi vacía; un par de hombres adormilados que parecían haberse peleado durante toda la noche; una mujer con el pelo alborotado y vestida con un jersey de cuello alto demasiado grande que paseaba un perro salchicha hacia la Sexta Avenida. Resultaba un poco extraño estar solo en el Village, ya que no era un lugar donde se vieran muchos chicos por la calle en una mañana de fin de semana; reinaba un ambiente adulto, sofisticado y un poco ebrio. Toda la gente parecía recién levantada de la cama y resacosa.
Como no había muchos establecimientos abiertos, y me sentía un poco perdido y sin saber qué hacer, volví a dirigir mis pasos hacia Hobert y Blackwell. Para alguien que llegaba del norte de la ciudad como yo, todo el Village parecía pequeño y viejo, con hiedras y parras trepando por los edificios, y tomateras y hierbas aromáticas plantadas en barriles por las aceras. Hasta en los bares colgaban letreros pintados a mano como en las tabernas rurales: caballos y gatos callejeros, gallos, gansos y cerdos. Pero la intimidad que evocaba toda esa pequeñez también hacía que me sintiera excluido, y me encontré pasando por delante de las pequeñas puertas invitadoras con la cabeza gacha, muy consciente de las alegres vidas que se desplegaban en privado a mi alrededor un domingo por la mañana.
La puerta de Hobart y Blackwell seguía cerrada. Me dio la impresión de que hacía tiempo que no abrían la tienda; parecía demasiado fría y oscura; no había un signo de la vida interior o la vitalidad que se percibía en los demás locales de la calle.
Miraba por el escaparate, intentando decidir qué hacer a continuación, cuando de pronto advertí movimiento, una gran forma deslizándose en el fondo de la tienda. Me detuve petrificado. Se movía con ligereza, como decían que se movían los fantasmas, sin mirar a un lado y a otro, pasando rápidamente por delante de un umbral hacia la oscuridad.
Luego desapareció. Hice visera con una mano, y atisbé en las turbias y atestadas profundidades de la tienda; di un golpecito en el cristal.
«Hobart y Blackwell. Toca el timbre verde».
¿Un timbre? No había ninguno; la entrada de la tienda estaba cercada por una verja de hierro. Me acerqué a la siguiente puerta, el número doce de un modesto edificio de pisos, luego retrocedí hasta el número ocho, una casa de piedra rojiza. Una pequeña escalinata conducía al primer piso, pero esta vez vi algo que antes había pasado por alto: una estrecha entrada entre el número ocho y el diez, medio oculta por una hilera de anticuados cubos de basura de latón. Cuatro o cinco escalones descendían hasta una puerta de aspecto anodino situada unos tres pies por debajo del nivel de la acera. No había ninguna señal o letrero, pero me llamó la atención un destello verde: una especie de banderita de cinta aislante verde pegada debajo de un botón en la pared.
Bajé los escalones y toqué el timbre un par de veces, e hice una mueca al oír el pitido ensordecedor (que me impulsó a echar a correr), respirando hondo para armarme de valor. Luego, de un modo tan repentino que di un brinco hacia atrás, la puerta se abrió y ante mí encontré una persona inesperada y corpulenta.
Medía seis pies con cuatro pulgadas, por lo menos; ojeroso, de mentón aristocrático y de constitución robusta, había algo en él que recordaba las fotos antiguas de los pugilistas y poetas irlandeses que frecuentaban el pub del centro donde a mi padre le gustaba beber. Su pelo, prácticamente gris, necesitaba con urgencia un corte, y tenía una tez pálida poco saludable, con profundas ojeras moradas, como si se hubieran roto la nariz. Encima de la ropa llevaba una bata a cuadros de vivos colores con las solapas de raso que casi le llegaba a los tobillos; flotaba alrededor de él como una prenda sacada de una película de los años treinta, gastada pero aun así imponente.
Me quedé tan sorprendido al verlo que no supe qué decir. En su actitud no había nada impaciente sino todo lo contrario. Me miró sin comprender con sus ojos de párpados oscuros, esperando a que dijera algo.
—Disculpe… —Tragué saliva; tenía la garganta seca—. No quería importunarle…
Él parpadeó un poco en el silencio que siguió, como si lo entendiera bien y jamás se le hubiera ocurrido insinuar tal cosa.
Busqué con torpeza en el bolsillo y le tendí el anillo en la palma abierta de la mano. La enorme y pálida cara del hombre se volvió flácida. Miró el anillo y luego a mí.
—¿De dónde lo has sacado?
—Me lo dieron —respondí—. Me pidieron que lo trajera aquí.
Él se quedó donde estaba, observándome con atención. Por un momento pensé que respondería que no sabía de qué le hablaba. Luego, sin decir una palabra, retrocedió y abrió la puerta del todo.
—Soy Hobie —dijo al ver que yo titubeaba—. Pasa.