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«La lección de anatomía»

I

Cuando tenía unos cuatro o cinco años, mi mayor temor era que un día mi madre no volviera del trabajo. Sumar y restar me resultaba útil en la medida en que me ayudaba a seguir sus movimientos (¿cuántos minutos faltaban para que saliera de la oficina?, ¿cuántos minutos se tardaba en ir de la oficina al metro andando?), y antes incluso de que me enseñaran a contar estaba obsesionado con aprender a leer la esfera de un reloj, estudiando desesperado el círculo oculto dibujado sobre el disco de papel que, una vez que lo dominara, me desvelaría las pautas de las idas y venidas de mi madre. Normalmente ella estaba en casa a la hora que decía que llegaría, de modo que si se retrasaba diez minutos empezaba a preocuparme; y cuando llegaba más tarde, me sentaba en el suelo frente a la puerta del piso como un cachorro al que han dejado solo demasiado tiempo, atento a oír el ruido del ascensor al subir hasta nuestra planta.

En la época en que iba a primaria, oía casi todos los días cosas que me preocupaban en las noticias del Canal 7. ¿Y si un vagabundo con una mugrienta chaqueta militar empujaba a mi madre a las vías mientras esperaba el tren de la línea 6, o la metía en un oscuro portal y la apuñalaba para robarle unas monedas? ¿Y si a ella se le caía el secador en la bañera, o una bicicleta la arrollaba frente a un coche, o el dentista se equivocaba de medicamento y ella moría como la madre de un compañero de clase?

La sola idea de que le pasara algo a mi madre era especialmente aterradora, porque mi padre no era un hombre muy formal. Supongo que esa es una forma diplomática de expresarlo. Incluso cuando estaba de buenas, mi padre hacía cosas como perder el cheque del sueldo o dormirse dejando la puerta de la calle abierta porque estaba borracho. Cuando estaba de malas, que era la mayor parte del tiempo, tenía los ojos inyectados en sangre y un aspecto sudoroso, con el traje tan arrugado que parecía haber rodado por el suelo con él, y toda su persona emanaba una inmovilidad antinatural propia de una olla a presión a punto de explotar.

Aunque yo no entendía por qué era tan desgraciado, era evidente que mi madre y yo teníamos la culpa de su infelicidad. Le poníamos nervioso. Por nosotros tenía un empleo que no soportaba. Todo lo que hacíamos le irritaba. Le desagradaba en particular tenerme cerca, si bien eso no sucedía muy a menudo; por las mañanas, mientras me preparaba para ir al colegio, se tomaba el café en silencio con los ojos hinchados, The Wall Street Journal abierto delante de él, el albornoz abierto y el pelo de punta, y a veces le temblaban tanto las manos que derramaba café al llevarse la taza a los labios. Me observaba cuando yo entraba, y se le ensanchaban las fosas de la nariz si hacía demasiado ruido con la cuchara o con el bol de cereales.

Aparte de ese violento trance diario no lo veía a menudo. No comía con nosotros ni asistía a las funciones del colegio; no jugaba ni hablaba mucho conmigo cuando estaba en casa; de hecho, rara vez volvía a casa antes de que yo me hubiera acostado, y algunos días, los días de paga sobre todo, que era cada dos viernes, llegaba a las tres o las cuatro de la madrugada con gran estruendo; aporreaba la puerta, dejaba caer el maletín y daba tumbos tan erráticos por la casa que a veces me despertaba de golpe, presa de terror, y me quedaba mirando las estrellas del planetario del techo que brillaban en la oscuridad, preguntándome si había entrado un asesino en el piso. Por suerte, cuando estaba borracho adaptaba sus pasos a una cadencia irregular e inconfundible —pasos de Frankenstein, los llamaba yo, deliberados y fuertes, con pausas absurdamente largas entre pisadas—, y en cuanto me daba cuenta de que era él quien caminaba ahí fuera en la oscuridad, y no un asesino en serie o un psicópata, me sumía de nuevo en un sueño inquieto. Al día siguiente, que era sábado, mi madre y yo nos las arreglábamos para estar fuera del piso cuando él se despertara de su sudoroso y confuso sueño en el sofá. O nos pasábamos todo el día andando de puntillas, temerosos de cerrar la puerta con demasiada fuerza o de molestarlo de algún modo, mientras él permanecía imperturbable frente el televisor con una mirada vidriosa, bebiendo una cerveza china del restaurante de comida para llevar mientras veía las noticias o los deportes con el volumen apagado.

Por esa razón, ni mi madre ni yo nos sentimos muy afectados cuando un buen sábado nos despertamos y descubrimos que mi padre no había vuelto a casa. Hasta el domingo no empezamos a inquietarnos, e incluso entonces no nos alarmarnos del modo en que normalmente lo hace la gente; era el comienzo de la temporada de fútbol universitario y tal vez hubiera apostado dinero en algún deporte, por lo que nos figuramos que se había ido en autobús a Atlantic City sin decírnoslo. Solo al día siguiente, cuando la secretaria de mi padre, Loretta, telefoneó porque no había aparecido por la oficina, empezó a parecer que pasaba algo grave. Mi madre, temiendo que lo hubieran asaltado o matado al salir borracho de algún bar, llamó a la policía; pasamos varios días tensos, esperando que telefoneara o apareciera por la puerta. Pero hacia el final de la semana llegó una vaga nota de mi padre (con matasellos de Newark, New Jersey) informándonos con unos garabatos impacientes que se disponía a «empezar una nueva vida» en algún lugar que no revelaba. Recuerdo que reflexioné sobre la expresión «una nueva vida» como si pudiera darnos alguna pista acerca de adónde había ido; porque después de pasarme casi una semana pataleando, gritando y presionando a mi madre, al final ella me permitió leer la carta («Está bien —dijo con resignación mientras abría el cajón de su escritorio—. No sé qué esperas que yo te diga, así que es mejor que te enteres por él»). Estaba escrita en papel de carta de un hostal cercano al aeropuerto, el Doubletree Inn. Yo había imaginado que contendría valiosas pistas sobre su paradero, pero me chocó su exagerada brevedad (cuatro o cinco líneas) y los trazos rápidos y descuidados, como algo que apuntarías antes de salir corriendo a la tienda de comestibles.

En muchos sentidos fue un alivio que mi padre desapareciera del mapa. Yo desde luego no lo echaba mucho de menos, y mi madre tampoco parecía hacerlo, aunque fue triste cuando nuestra empleada Cinzia nos dejó porque no podíamos permitirnos pagarle. (Cinzia había llorado, y se había ofrecido a quedarse y trabajar gratis; pero mi madre le había encontrado un empleo a tiempo parcial en el edificio con una pareja que tenía un niño; una vez a la semana más o menos pasaba por casa para ver a mi madre y tomar una taza de café, todavía con la bata con que limpiaba). La foto de mi padre más joven y bronceado en lo alto de una pista de esquí desapareció de manera discreta de la pared, y fue sustituida por una de mi madre conmigo en la pista de patinaje de Central Park. De noche mi madre se quedaba levantada hasta tarde, revisando las facturas con una calculadora. Aunque el piso era de alquiler fijo, salir adelante sin el sueldo de mi padre era una aventura que vivíamos mes a mes, ya que fuera cual fuese la nueva vida que se había buscado él en otra parte, en ella no entraba enviar dinero para mantener a su hijo. En general estábamos bastante contentos; bajábamos al sótano a hacer la colada, íbamos a las primeras sesiones para no pagar el precio completo de la entrada del cine, comíamos pan y otros productos del día anterior de la panadería y comida para llevar del chino (fideos, huevo fu yung), y contábamos la calderilla para el billete de autobús. Pero mientras yo regresaba penosamente del museo aquel día —con frío, empapado y con una jaqueca que me hacía apretar los dientes—, se me ocurrió pensar que ahora que mi padre se había ido, nadie en el mundo mostraría especial preocupación por mi madre o por mí; nadie nos esperaría preguntándose dónde habíamos estado toda la mañana o por qué no habíamos dado señales de vida. Estuviera donde estuviese mi padre en su nueva vida (los trópicos o una pradera, una pequeña estación de esquí o la principal ciudad de Estados Unidos), seguramente tendría los ojos fijos en el televisor, y quizá hasta se pondría un poco nervioso o frenético, como a menudo le sucedía con las grandes noticias que no tenían nada que ver en absoluto con él, como los huracanes o los derrumbamientos de puentes en estados lejanos. Pero ¿se preocuparía lo suficiente para llamar y averiguar cómo estábamos? Probablemente no, o no más de lo que se preocuparía en llamar a su vieja oficina del centro para ver qué pasaba, aunque sin duda se acordaría de sus antiguos compañeros de trabajo y se preguntaría cómo habrían salido de ese trance todos los comenúmeros y los chupatintas (como se refería a ellos) del número 101 de Park. ¿Se habían asustado mucho las secretarias mientras cogían sus fotos de los escritorios y se cambiaban de calzado para volver a casa andando? ¿O la gente estaba pidiendo sándwiches y reuniéndose alrededor del televisor de la sala de conferencias, convirtiéndolo en una especie de fiesta contenida?

A pesar de que el trayecto de regreso fue interminable, no recuerdo mucho de él aparte de cierto ambiente gris y frío envuelto en lluvia por Madison Avenue; el vaivén de los paraguas, los transeúntes dirigiéndose en silencio hacia el centro, el anonimato de las masas, como en las viejas fotografías en blanco y negro que había visto de quiebras de bancos y de colas para el pan en la década de 1930. Mi jaqueca y la lluvia redujeron el mundo a un círculo tan constreñido y enfermo que vi poco más que las espaldas encorvadas que tenía delante en la acera. De hecho, me dolía tanto la cabeza que apenas veía por dónde iba; y en un par de ocasiones casi me arrolló un coche cuando bajé de la acera para cruzar sin prestar atención al semáforo. Nadie parecía saber exactamente qué había ocurrido, aunque oí bramar «Corea del Norte» a través de la radio de un coche aparcado, y murmurar «Irán» y «al-Qaeda» a varios transeúntes. Un negro escuálido con peinado rasta y calado hasta los huesos se paseaba frente al museo Whitney; agitaba los puños al aire y gritaba a nadie en particular:

—¡Prepárate, Manhattan! ¡Osama bin Laden vuelve a la carga!

Aunque me sentía débil y quería sentarme, por alguna razón seguí renqueando con un impedimento en el andar como un juguete medio roto. Los policías gesticulaban; tocaban el silbato y hacían señas. Me goteaba agua de la punta de la nariz. Una y otra vez, parpadeando para ver a través de la lluvia, en mi mente se abría paso el pensamiento de que tenía que llegar a casa para reunirme con mi madre lo antes posible. Estaría esperándome frenética en el piso; estaría mesándose los cabellos de la preocupación, maldiciéndose por haberme quitado el móvil. Había problemas para realizar llamadas y los transeúntes hacían cola de hasta diez y veinte personas en las pocas cabinas de la calle. Mamá, pensé, tratando de enviarle telepáticamente a mi madre el mensaje de que estaba vivo. Quería que supiera que estaba bien y al mismo tiempo recuerdo que me repetía a mí mismo que todo iba bien; caminaba en lugar de correr, pues no quería desmayarme por el camino. ¡Qué suerte había tenido ella saliendo solos unos minutos antes! Me había mandado derecho al epicentro de la explosión; seguro que se creía que estaba muerto.

Y al pensar en la joven que me había salvado la vida me entraron ganas de llorar. ¡Pippa! Un nombre extraño e incisivo para una pelirroja tan menuda; era perfecto para ella. Cada vez que recordaba sus ojos clavados en los míos me daba un vahído, al pensar que ella, una perfecta desconocida, había evitado que yo saliera de la exposición y me adentrara en el negro resplandor de la tienda de postales, la nada, el final de todo. ¿Algún día tendría oportunidad de decirle que me había salvado la vida? En cuanto al anciano, los bomberos y el personal de rescate habían entrado rápidamente en el edificio a los pocos minutos de que yo saliera, y todavía tenía esperanzas de que alguien hubiera logrado rescatarlo; la puerta estaba entreabierta, sabían que él estaba allí dentro. ¿Estaría bien? ¿Volvería a encontrarme con alguno de los dos?

Cuando por fin llegué a casa, estaba helado, atontado y tambaleante. La ropa me chorreaba y fui dejando un reguero desigual de agua por el suelo del vestíbulo.

Después de las multitudes de la calle, el aire de abandono resultaba desconcertante. Aunque el televisor portátil de la oficina de paquetería estaba encendido y unos walkie talkies crepitaban en alguna parte del edificio, no había ni rastro de Goldie, Carlos, José o cualquiera de los empleados fijos.

Al fondo, la cabina iluminada del ascensor esperaba vacía, como un armario de un número de magia. El engranaje encajó y vibró; uno por uno, los viejos números art déco de nácar parpadearon a medida que subía chirriando hasta la séptima planta. Al salir al lúgubre pasillo de mi planta me sentí abrumado de alivio; la pintura marrón ratón, el denso olor del spray para limpiar la moqueta.

La llave giró ruidosamente en la cerradura.

—¿Hola? —grité, adentrándome en la oscuridad del piso; las persianas seguían bajadas, todo estaba silencioso.

En medio del silencio se oía el zumbido de la nevera. Por Dios, pensé con un desagradable respingo, ¿aún no ha llegado a casa?

—¿Mamá? —grité de nuevo.

Con el corazón encogido, crucé deprisa el vestíbulo y me quedé confuso en mitad de la sala de estar.

Sus llaves no colgaban del clavo que había junto a la puerta; su bolso no estaba encima de la mesa. Con las zapatillas de deporte mojadas y chirriando en el silencio me dirigí a la cocina, que era poco más que un hueco con un fogón de dos quemadores vuelto hacia una rejilla de ventilación. Allí estaban su taza de café y el vaso verde del mercadillo, con la marca de pintalabios en el borde.

Me quedé mirando la cafetera usada con un dedo de café frío en el fondo sin saber muy bien qué hacer. Me pitaban los oídos y la cabeza me martilleaba de tal modo que apenas podía pensar; en mi campo visual había olas de negrura. Había estado tan concentrado pensando en lo preocupada que estaría mi madre por mí y en lograr llegar a casa para decirle que me encontraba bien que no me había planteado la posibilidad de que ella no estuviera esperando.

Estremeciéndome de dolor con cada paso, recorrí el pasillo hasta el dormitorio de mis padres; en esencia no había cambiado desde que mi padre se había marchado, pero estaba más atestado y tenía un aire más femenino desde que solo lo ocupaba ella. La lucecita del contestador, encima de la mesilla de noche junto a la cama deshecha y revuelta, estaba apagada; no había mensajes.

De pie en el umbral, casi desmayado a causa del dolor, intenté concentrarme. Me recorrió el cuerpo una desagradable sensación de que el día avanzaba, como si hubiera viajado demasiado tiempo en coche.

Primero lo más importante: encontrar mi móvil y comprobar si tenía algún mensaje. Solo que no sabía dónde estaba. Mi madre me lo había quitado cuando me expulsaron; la noche anterior, mientras ella se duchaba, yo había intentado localizarlo llamándome a mí mismo, pero al parecer ella lo había desconectado.

Recuerdo que introduje las manos en el primer cajón de la cómoda y revolví entre una maraña de pañuelos: seda, terciopelo y bordados indios.

Luego, con un esfuerzo descomunal (aunque no pesaba tanto), arrastré la banqueta que había a los pies de la cama y me subí a ella para mirar en el estante superior del armario. Después me senté en la alfombra y me quedé en un estado rayano en el estupor, con la mejilla apoyada en la banqueta y oyendo un desagradable pitido en mis oídos.

Algo pasaba. Recuerdo que levanté la cabeza de repente, convencido de que salía gas de la cocina y que moriría envenenado por un escape. Solo que no olía a gas.

Es posible que entrara en el pequeño cuarto de baño que había junto a su habitación y mirara en el botiquín buscando una aspirina o algo para el dolor de cabeza. Lo único que sé con seguridad es que en un momento determinado me encontré en mi habitación, sin saber cómo había llegado a ella, apoyándome con una mano en la pared que había junto a la cama, como si estuviera a punto de vomitar. Luego todo fue tan confuso que no puedo describir con claridad qué ocurrió hasta que me erguí desorientado en el sofá de la sala de estar al oír el ruido de una puerta que se abría.

Pero no era la de nuestro piso, sino la de algún vecino. Las luces de la habitación estaban apagadas y se oía el tráfico de la tarde en la hora punta. Me quedé un rato inmóvil en la penumbra mientras los ruidos se diferenciaban entre sí, y los cables de la lámpara de la mesa y el respaldo en forma de lira de la silla se hacían cada vez más nítidos contra el fondo de la ventana al atardecer.

—¿Mamá? —dije, y el miedo se traslució claramente en mi voz.

Me había quedado dormido con la ropa mojada y sucia; el sofá también estaba mojado, y había un hoyo húmedo con la forma de mi cuerpo donde me había echado. Una brisa fría sacudía los estores a través de la ventana que mi madre había dejado entreabierta por la mañana.

El reloj marcaba las 18.47. Cada vez más asustado, me paseé rígido por el piso encendiendo todas las luces, incluso las del techo del salón, que no solíamos utilizar porque eran demasiado intensas y deslumbrantes.

De pie en el umbral del dormitorio de mi madre vi parpadear una luz roja en la oscuridad. Me recorrió una agradable oleada de alivio; rodeé corriendo la cama y pulsé con torpeza el botón del contestador; tardé varios segundos en darme cuenta de que no era la voz de mi madre sino la de una mujer que trabajaba con ella, que sonaba injustificadamente alegre.

«Hola, Audrey, soy Pru. Solo quería saber si estabas en casa. Qué locura de día, ¿no? Escucha, están al caer las galeradas para Pareja y necesitamos hablar, pero han pospuesto la fecha de entrega, así que, al menos por el momento, no te preocupes. Espero que aguantes, cariño. Llámame cuando puedas».

Me quedé inmóvil mirando el contestador mucho después de que el mensaje se acabara con un pitido. Luego levanté el borde de los estores y me asomé para mirar los coches.

Era la hora en que la gente volvía a casa. Se oían débilmente las bocinas de la calle. Todavía tenía un fuerte dolor de cabeza y la sensación (nueva para mí entonces, pero por desgracia muy familiar ahora) de que acababa de despertarme con una desagradable resaca y había olvidado y dejado cosas importantes por hacer.

Regresé al dormitorio de mi madre, y con las manos temblorosas marqué el número de su móvil, tan deprisa que me equivoqué y tuve que volver a empezar. Pero ella no respondió; saltó el contestador. Le dejé un mensaje («Mamá, soy yo. Estoy preocupado. ¿Dónde estás?») y me senté en la cama, con la cabeza entre las manos.

De las plantas inferiores subían olores a comida. Se oían voces indefinidas, golpes abstractos, alguien que abría y cerraba armarios en el piso de al lado. Era tarde; la gente regresaba del trabajo, dejaba el maletín junto a la puerta, saludaba a sus gatos, a sus perros y a sus hijos, y escuchaba las noticias o se preparaba para salir a cenar. ¿Dónde estaba ella? Traté de pensar en todas las razones por las que podía haberse entretenido y no se me ocurrió ninguna, aunque, quién sabía, quizá habían cerrado al tráfico la calle por la que circulaba y no podía regresar a casa. Pero ¿no habría llamado entonces?

Quizá se le había caído el móvil al suelo, pensé. O se le había estropeado. O se lo había dado a alguien que lo necesitaba más que ella.

La quietud del piso me puso nervioso. El agua gorgoteaba en las cañerías y la brisa hacía repiquetear los estores peligrosamente. Como estaba sentado en su cama sin hacer nada, con la sensación de que tenía que hacer algo, volví a telefonearla y le dejé otro mensaje, y esta vez no logré evitar que me temblara la voz. «Mamá, he olvidado decirte que estoy en casa. Por favor, llámame en cuanto puedas». Luego llamé a su oficina y le dejé un mensaje en el buzón de voz, por si acaso.

Sentí cómo una frialdad mortal se extendía por el centro de mi pecho, y regresé al salón. Tras unos minutos allí de pie, me acerqué al tablón de avisos para ver si mi madre me había dejado una nota, aunque sabía muy bien que no era así. De nuevo en el salón, me asomé por la ventana y miré la calle concurrida. ¿Tal vez mi madre había bajado a la tienda de comestibles o a la charcutería, sin querer despertarme? Una parte de mí quería salir a la calle y buscarla, pero era una locura pensar que la vería entre la gente a la hora punta; además, temía que ella llamara y no me encontrara si me iba del piso.

Era el momento del cambio de turno de los conserjes. Telefoneé a la planta baja esperando que contestara Carlos (el más anciano y digno de los conserjes) o incluso José, un corpulento y risueño dominicano que era mi favorito. Pero no respondió nadie durante mucho rato, y cuando por fin se oyó una voz, era débil, entrecortada y con acento extranjero.

—¿Diga?

—¿Está José?

—No, no —respondió la voz—. Vuelva a llamar.

Caí en la cuenta de que era el asiático de aspecto asustado, con gafas y guantes de goma que se encargaba de encerar los suelos y sacar la basura, y hacía diversos trabajos en el edificio. Los conserjes (que, como yo, no parecían saber cuál era su nombre) lo llamaban «el nuevo», y se quejaban de que la gerencia contratara a un empleado que no hablaba ni inglés ni español. Todo lo que iba mal en el edificio lo atribuían a él: el nuevo no rastrillaba bien los caminos, el nuevo no ponía la correspondencia donde debía ni mantenía el patio tan limpio.

—Llame luego —dijo el nuevo, esperanzado.

—¡No, espere! —exclamé, cuando el tipo estaba a punto de colgar—. Necesito hablar con alguien.

Una pausa de confusión.

—Por favor, ¿no hay nadie más? Es una emergencia.

—Está bien —dijo la voz con cautela, con un tono que invitaba a seguir hablando que me infundió esperanzas. Lo oía respirar ruidosamente en el silencio.

—Soy Theo Decker, del séptimo C. Le he visto muchas veces en la portería. Mi madre no ha vuelto a casa y no sé qué hacer.

Se hizo un silencio largo, desconcertado.

—Séptimo C —repitió, como si fuera la única parte de la frase que había entendido.

—Mi madre —repetí—. ¿Dónde está Carlos? ¿Hay alguien con usted?

—Lo siento. Gracias —respondió en un tono asustado, y colgó.

Yo también colgué en un estado de gran agitación y, tras quedarme unos minutos parado en mitad del salón, me acerqué al televisor y lo encendí. La ciudad era un auténtico caos; habían cerrado los puentes que llevaban a los distritos de la periferia, lo que explicaba por qué Carlos y José no habían acudido a trabajar, pero no vi nada que explicara qué podía retener a mi madre. En la pantalla salió un número de teléfono, para preguntar sobre los desaparecidos. Lo copié en un pedazo de periódico y decidí que si en media hora mi madre no había vuelto a casa, llamaría.

Después de apuntar el número me sentí mejor. Por alguna razón estaba seguro de que, solo por el hecho de apuntarlo, ella entraría como por arte de magia por la puerta. No obstante, transcurrieron cuarenta y cinco minutos, una hora, y ella seguía sin aparecer. Al final me vine abajo y marqué el número (paseándome por la habitación, sin apartar la vista del televisor mientras esperaba que alguien contestara; todo el tiempo que me tuvieron esperando pusieron anuncios de colchones y equipos estéreos, con envío rápido y gratuito a domicilio y sin necesidad de tarjeta de crédito). Al final respondió una mujer que era todo profesionalidad. Apuntó el nombre de mi madre y mi teléfono, y dijo que mi madre no estaba «en su lista», pero que me llamarían si aparecía su nombre. Hasta que colgué no se me ocurrió preguntar a qué clase de lista se refería; y después de un tiempo indefinido de desazón recorriendo las cuatro habitaciones en un torturante círculo, abriendo cajones, cogiendo libros de los estantes y poniéndolos de nuevo en su sitio, encendiendo el ordenador de mi madre y viendo todo lo que encontré en una búsqueda de Google (o sea, nada), llamé de nuevo para preguntar.

—No figura entre los muertos —respondió la segunda mujer con la que hablé, con un tono extrañamente normal—. Ni entre los heridos.

Sentí alivio.

—¿Entonces está bien?

—Lo que estoy diciendo es que no tenemos información. ¿Ya nos ha facilitado su número de teléfono para que podamos llamarlo?

—Sí, me han dicho que me llamarían.

«Entrega e instalación gratuitas —decían en la televisión—. Asegúrese y consulte nuestra financiación de seis meses gratis».

—Buena suerte entonces —dijo la mujer, y colgó.

La quietud que reinaba en el piso era antinatural; ni siquiera el alto volumen del televisor logró romperla. Había veintiún muertos y «muchos más» heridos. En vano traté de tranquilizarme con esa cifra. Veintiuna personas no eran tantas, ¿no? Eran pocas en una sala de cine o en un autobús; y en mi clase de inglés éramos tres menos. Pero pronto empezaron a asaltarme nuevas dudas y temores, e hice todo lo posible por quedarme en casa y no salir gritando su nombre.

Por mucho que quisiera salir a la calle a buscarla, sabía que no debía moverme de allí. Se suponía que teníamos que reunirnos en el piso, ese era el trato, el inflexible acuerdo al que habíamos llegado desde que en primaria me habían mandado a casa con un cuaderno de actividades titulado «Cómo prepararse para una catástrofe», en el que aparecían unos dibujos de hormigas con mascarillas antipolvo reuniendo suministros y preparándose para una emergencia no especificada. Yo había hecho los crucigramas y contestado los necios cuestionarios («¿Cuál es la ropa más adecuada para el paquete de suministros en caso de catástrofe? A. Un bañador. B. Varias capas de ropa. C. Falda de rafia. D. Papel de plata») y con mi madre había diseñado un plan familiar en caso de catástrofe. Era sencillo: nos encontraríamos en casa, y si uno de los dos no podía llegar, telefonearía. Pero transcurría el tiempo y el teléfono no sonaba; en las noticias la cifra de muertos se elevó a veintidós y luego a veinticinco, así que marqué de nuevo el número de emergencias de nuestro municipio.

—Sí —dijo la mujer que atendió la llamada con un tono irritantemente sereno—. Veo que ya ha telefoneado antes, porque lo tenemos en nuestra lista.

—Pero… ¿no podría estar en el hospital o algo así?

—Sí, pero me temo que no puedo confirmárselo. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Quiere hablar con uno de nuestros asesores psicológicos?

—¿A qué hospital están llevando a los heridos?

—Lo siento, no puedo…

—¿Al Beth Israel? ¿Al Lenox Hill?

—Mire, depende del tipo de heridas. Estamos viendo traumas oculares, quemaduras y toda clase de heridas. Están operando a gente por toda la ciudad…

—¿Qué hay de las personas que han declarado muertas hace solo unos minutos?

—Escuche, le entiendo y me gustaría ayudarle, pero me temo que no hay ninguna Audrey Decker en mi lista.

Paseé la mirada por el salón hasta detenerla en el libro que estaba leyendo mi madre (Jane y Prudence, de Barbara Pym), boca abajo en el respaldo del sofá. Una de sus rebecas finas colgaba del brazo del sillón. Las tenía en todos los colores; esa era azul pálido.

—Debería venir al Armory. Han montado un punto de reunión para las familias, y hay comida y café en abundancia, y personas con las que hablar.

—Lo que le pregunto es si hay muertos que aún no han identificado. O heridos.

—Escuche, entiendo su preocupación. Créame, quisiera ayudarle, pero no puedo. Le llamaremos en cuanto tengamos alguna información concreta.

—¡Necesito encontrar a mi madre! ¡Por favor! Lo más probable es que esté en algún hospital. ¿No puede indicarme dónde puedo buscarla?

—¿Cuántos años tiene usted? —me preguntó la mujer con recelo.

Después de un desconcertado silencio, colgué. Por unos instantes me quedé mirando el teléfono; me sentía aliviado pero también culpable, como si hubiera volcado algún objeto y se hubiera hecho añicos. Cuando bajé la vista hacia mis manos y vi que temblaban, me chocó de un modo impersonal, como si advirtiera que se me había agotado la batería del iPod o que hacía mucho rato que no comía. Nunca había pasado tanto tiempo sin ingerir nada, salvo cuando tenía gripe intestinal. De modo que fui a la nevera y encontré restos de lo mein de la noche anterior; los engullí de pie, vulnerable y expuesto al resplandor de la bombilla del techo. También había huevo fu yung con arroz, pero se lo dejé a mi madre por si tenía hambre cuando llegara. Era casi medianoche; pronto sería demasiado tarde para que ella telefoneara e hiciera un pedido. Cuando terminé, lavé el tenedor y las tazas de café de esa mañana, y pasé la bayeta por la encimera, para que mi madre no tuviera que hacer nada cuando llegara a casa; se sentiría satisfecha cuando viera que había recogido la cocina, me dije con firmeza. También se sentiría satisfecha (o al menos eso pensé) cuando se enterara de que había rescatado su cuadro. Quizá se enfadara. Pero se lo explicaría.

Según la televisión, ya se sabía quiénes eran los responsables de la explosión: grupos que en las noticias tan pronto llamaban «extremistas de ultraderecha» como «una banda de terroristas autóctonos». Habían trabajado para una compañía de mudanzas y almacenaje; con la ayuda de empleados cómplices del museo habían ocultado los explosivos dentro de los huecos de las plataformas que sostenían los expositores de la tienda del museo, donde se exhibían los libros de arte y las postales. Varios de los perpetradores estaban muertos; otros habían sido detenidos y el resto había huido. Estaban repasando los detalles con bastante minuciosidad, si bien ya era demasiado para que yo lo asimilara.

Empecé a pelearme con el cajón de la cocina que se había quedado atascado mucho antes de que mi padre se marchara; en él no había nada aparte de moldes de galletas, viejos pinchos de fondue y ralladores de limón que nunca utilizábamos. Ella llevaba más de un año buscando a alguien que se lo arreglara (junto con un pomo roto, un grifo que goteaba y media docena de otros incordios). Cogí el cuchillo de la mantequilla y, deslizándolo por los bordes del cajón, hice palanca con cuidado de no desportillar aún más la pintura. La fuerza de la explosión seguía resonándome en los huesos, como un eco interior del pitido en los oídos; pero lo peor era que todavía olía a sangre, notaba en la boca su sabor a sal y metal. (La olería durante días, aunque entonces no lo sabía).

Mientras forcejeaba con el cajón, me pregunté si debía telefonear a alguien, y, en tal caso, a quién. Mi madre era hija única. Y aunque tenía unos abuelos todavía vivos —mi abuelo paterno y la madrastra de mi padre, en Maryland—, no sabía cómo ponerme en contacto con ellos. La relación entre mi padre y su madrastra, Dorothy, una inmigrante de Alemania Oriental que había limpiado oficinas para ganarse la vida hasta que se casó con mi abuelo, no eran muy corteses. (Mi padre, que siempre había sido un gran mimo, hacía una divertida y cruel imitación de Dorothy: una especie de hausfrau que funcionaba a pilas, todo labios apretados y movimientos bruscos, con un acento como el de Curd Jürgens en La batalla de Inglaterra). Pero aunque a mi padre no le gustaba demasiado Dorothy, su principal enemigo era el abuelo Decker: un hombre alto y grueso de aspecto aterrador con las mejillas coloradas y el pelo negro (creo que teñido) que llevaba trajes a cuadros llamativos y chalecos, y creía en los azotes con cinturón a los niños para disciplinarlos. «No fue nada fácil», esa era la primera frase que yo relacionaba con el abuelo Decker, así como haberle oído decir a mi padre: «Vivir con ese cabrón no fue nada fácil» y «Créeme, la hora de la cena no era nada fácil en casa». Yo solo había coincidido con ellos un par de veces en mi vida, en situaciones cargadas de tensión durante las cuales mi madre, con el abrigo puesto y el bolso en el regazo, se echaba hacia delante en el sofá, y todos sus valientes esfuerzos por entablar conversación tropezaban y se hundían en arenas movedizas. Lo que mejor recordaba eran las sonrisas forzadas, el intenso olor a tabaco de pipa con aroma a cereza y la advertencia no muy amistosa del abuelo Decker de que apartara mis sucias zarpas de su tren en miniatura (un pueblo alpino que ocupaba toda una habitación de su casa y que, según él, valía decenas de miles de dólares).

Yo había logrado doblar la hoja del cuchillo —uno de los pocos cuchillos buenos de mi madre, el de plata que había pertenecido a su madre— al clavarlo con demasiada fuerza por el lado del cajón atascado. Traté de doblarlo en sentido contrario, volcándome en cuerpo y alma en la tarea, y mordiéndome el labio, ya que no paraba de tener desagradables visiones del día. Apartarlo de mi mente era como intentar no pensar en un elefante blanco. No podías pensar en otra cosa.

Inesperadamente el cajón se abrió. Contemplé el batiburrillo que había en él: pilas oxidadas, un rallador de queso roto, moldes de galletas que mi madre no había utilizado desde que yo era pequeño, junto con viejos menús de Viand and Shun Lee Palace y Delmonico. Dejé el cajón abierto de par en par para que fuera lo primero que ella viera cuando entrara, luego me acerqué al sofá y, envuelto en una manta, me recosté en él de tal modo que pudiera ver bien la puerta de entrada.

La mente me daba vueltas describiendo círculos. Durante largo rato estuve tiritando con los ojos rojos ante el resplandor del televisor, mientras las sombras azules se encendían y se apagaban de forma inquietante. En realidad no había novedades; continuamente pasaban las mismas tomas nocturnas del museo (donde a esas alturas parecía reinar la normalidad si no fuera por la cinta amarilla policial que seguía extendida sobre la acera, los guardias armados apostados frente a la puerta y los jirones de humo elevándose del tejado hacia el cielo iluminado por reflectores).

¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no había vuelto aún a casa? Tendría una buena razón; le quitaría importancia, y luego todo lo que me había preocupado me parecería una tontería.

Para apartar a mi madre de la mente me concentré en la entrevista que habían realizado a un conservador del museo hacía unas horas y que volvían a transmitir. El hombre, que iba con chaqueta de tweed y pajarita, y llevaba gafas, hablaba visiblemente afectado de lo vergonzoso que era que no permitieran entrar a los especialistas del museo para ocuparse de las obras de arte. «Sí, entiendo que es la escena del crimen —decía—, pero esos cuadros son muy sensibles a los cambios en la temperatura o a la calidad del aire. Podrían haber sufrido desperfectos con el agua, las sustancias químicas o el humo. Quizá estén deteriorándose mientras hablamos. Es de vital importancia que autoricen la entrada de los conservadores y los comisarios de las exposiciones en las áreas más cruciales para evaluar lo antes posible los daños».

De pronto sonó el teléfono con unos timbrazos demasiado fuertes, como un despertador sacándome del peor sueño de mi vida. La oleada de alivio fue indescriptible. Tropecé y casi caí de bruces al suelo cuando me precipité a contestarlo. Estaba seguro de que era mi madre, pero al ver quién llamaba me quedé helado: era del Departamento de Servicios Sociales para la Infancia y la Familia del estado de Nueva York.

El Departamento de… ¿qué? Tras un instante de confusión, descolgué el auricular.

—¿Diga?

—Hola —dijo una voz apagada y de una gentileza casi espeluznante—. ¿Con quién hablo?

—Con Theodore Decker —respondí sorprendido—. ¿Quién es usted?

—Hola, Theodore. Me llamo Marjorie Beth Weinberg y soy asistenta social del Departamento de Servicios Sociales para la Infancia y la Familia.

—¿Qué pasa? ¿Llama por mi madre?

—¿Eres el hijo de Audrey Decker?

—¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? ¿Está bien?

Se hizo un largo silencio…, espantoso.

—¿Qué ocurre? —grité—. ¿Dónde está mi madre?

—¿Estás con tu padre? ¿Puedo hablar con él?

—No puede ponerse al teléfono. ¿Qué sucede?

—Lo siento, pero es un asunto urgente. Es muy importante que hable con tu padre ahora mismo.

—¿Qué le ha pasado a mi madre? —pregunté levantándome—. ¡Por favor! ¡Solo dígame dónde está! ¿Qué ha pasado?

—No estás solo, ¿verdad, Theodore? ¿Hay algún adulto contigo?

—No, han salido a tomar un café —dije recorriendo la habitación con una mirada frenética. Unas zapatillas de ballet torcidas debajo de una silla. Jacintos morados en una maceta envuelta en papel de plata.

—¿Tu padre también?

—No, está dormido. ¿Dónde está mi madre? ¿Está herida? ¿Qué ha ocurrido?

—Lo siento pero tengo que pedirte que despiertes a tu padre, Theodore.

—¡No! ¡No puedo!

—Me temo que es muy importante.

—¡No puede ponerse al teléfono! ¿Por qué no puede decirme simplemente qué pasa?

—Está bien. Si tu padre no puede ponerse, quizá sea mejor que te deje mi número. —La voz, si bien suave y compasiva, me recordó la del ordenador Hal en 2001: Odisea en el espacio—. Por favor, dile que se ponga en contacto conmigo lo antes posible. Es realmente importante que me devuelva la llamada.

Cuando colgué, me quedé muy quieto durante largo rato. Según el reloj de la cocina, que podía ver desde donde estaba, eran las tres menos cuarto de la madrugada. Nunca había estado solo y despierto a esa hora. La sala de estar —en general espaciosa y acogedora, rebosante de la presencia de mi madre— se había convertido en un lugar hostil, frío y anodino como un apartamento de playa en invierno: telas precarias, alfombra de sisal áspera, pantallas de papel de Chinatown y sillas demasiado pequeñas y ligeras. Todo el mobiliario parecía frágil, colocado de puntillas con nerviosismo. Notaba cómo me palpitaba el corazón, oía los chasquidos, crujidos y zumbidos del enorme y anciano edificio que dormía profundamente a mi alrededor. Todos dormían. Incluso las distantes bocinas y el traqueteo de los camiones que de vez en cuando pasaban por la calle Cincuenta y siete parecían débiles e inciertos, y tan solitarios como si llegaran de otro planeta.

El cielo nocturno no tardaría en volverse azul oscuro; el primer destello frío y delicado de la luz de una mañana de abril entraría con sigilo en la habitación. Los camiones de la basura pasarían con estruendo por la calle; los pájaros cantores de la primavera empezarían a trinar en el parque; en los dormitorios de todas las casas sonarían los despertadores. Colgados de la parte trasera de furgonetas unos tipos gruesos lanzarían paquetes de The Times y The Daily News frente a los quioscos. Madres y padres de toda la ciudad, en ropa interior y albornoz, y con el pelo alborotado, se pasearían por sus casas arrastrando los pies mientras preparaban el café, tostaban el pan y despertaban a sus hijos para ir al colegio.

¿Y qué haría yo? Una parte de mí estaba inmóvil, paralizada de la desesperación, como esas ratas de los experimentos de laboratorio que pierden la esperanza y se tumban en el laberinto para morir de inanición.

Traté de poner en orden mis pensamientos. Durante un rato casi me pareció que si me quedaba quieto el tiempo suficiente y esperaba, todo se arreglaría. Estaba tan agotado que los objetos del piso se tambaleaban; alrededor de la lámpara de mesa brillaban halos y la cenefa de la pared parecía vibrar.

Cogí el listín de teléfonos; lo dejé. Me aterraba la idea de llamar a la policía. Además, ¿qué podrían hacer ellos? Sabía por la televisión que había que esperar veinticuatro horas para dar por desaparecida a una persona. Acababa de convencerme de que debía ir al centro de la ciudad para buscarla, aunque fuera en mitad de la noche, y que se fuera al infierno nuestro plan familiar en caso de catástrofe, cuando un timbrazo ensordecedor (la puerta) hizo añicos el silencio y el corazón me dio un vuelco de alegría.

Me precipité hacia la puerta, derrapando atolondrado, y traté torpemente de abrirla.

—¿Mamá? —grité, corriendo el cerrojo superior y abriéndola con gran estrépito de par en par…, y acto seguido se me cayó el alma a los pies desde una altura de seis pisos.

En el umbral había dos personas que no había visto en mi vida: una mujer coreana rolliza, con el pelo corto y de punta, y un tipo hispano con camisa y corbata que se parecía mucho a Luis de Barrio Sésamo. No había nada amenazador en ninguno de ellos, al contrario: eran tranquilizadoramente achaparrados y de mediana edad, e iban vestidos como una pareja de maestros sustitutos. Pero aunque ambos tenían una expresión amable, en cuanto los vi comprendí que mi vida, tal como la conocía, había terminado.