El Lugar de Encuentro
I
Los días que precedieron a la Navidad fueron muy confusos, ya que a causa de la enfermedad y de lo que vino a ser lo mismo que un encierro incomunicado enseguida perdí la noción del tiempo. Me quedé en la habitación, con el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta, y el televisor, en lugar de proporcionar un falso murmullo de normalidad, no hizo sino aumentar la confusión y la desorientación: sin lógica ni estructura, era imposible saber qué ocurriría a continuación, tal vez nada, Ábrete Sésamo en holandés, holandeses hablando delante de una mesa, más holandeses hablando delante de una mesa, y aunque se podía ver la Sky News, la CNN y la BBC, ninguno de los informativos locales era en inglés (nada importante, nada relacionado conmigo o con el aparcamiento), aunque en un determinado momento di un desagradable respingo cuando, al cambiar el canal donde daban una antigua serie policíaca estadounidense, me detuve perplejo al ver a mi padre a los veinticinco años: en uno de sus papeles innombrables, como extra que aplaudía detrás de un candidato político en una rueda de prensa, asintiendo ante las promesas de campaña y mirando durante un inquietante instante hacia la cámara y, a través del océano, hacia el futuro, hacia mí. La múltiple ironía de todo ello tenía tantas capas y era tan misteriosa que me quedé boquiabierto del horror. De no haber sido por el corte de pelo y la constitución más corpulenta (era una mole por haber levantado pesas; en aquella época iba a menudo al gimnasio), mi padre podría haber sido mi gemelo. Pero lo que más me impactó fue ver lo honrado que parecía mi padre cuando en 1985 ya era vergonzosamente falso y estaba cayendo en el alcoholismo. En su cara no se veía ningún indicio de su carácter o del porvenir que lo aguardaba. Al contrario, parecía un hombre resuelto y alerta, un modelo de certidumbre y promesa.
Apagué el televisor. Mi contacto con la realidad se reducía cada vez más al servicio de habitaciones, al que llamaba solo en los momentos más negros previos al amanecer, cuando los camareros se movían despacio y somnolientos.
—No, me gustaría los periódicos holandeses, por favor —le decía (en inglés) al botones que solo hablaba holandés y que me subía el International Herald Tribune con el café y los panecillos holandeses, los huevos con jamón y el surtido del chef de quesos holandeses.
En vista de que continuaba trayéndome el Tribune, pese a mis indicaciones, empecé a bajar por las escaleras traseras al vestíbulo antes del amanecer para buscar los periódicos locales, que estaban oportunamente expuestos en abanico en una mesa justo al lado de las escaleras, con lo que me ahorraba pasar por delante del mostrador de recepción.
Bloedend. Moord. Sangriento. Asesinato. El sol no parecía salir hasta las nueve de la mañana y cuando por fin lo hacía era brumoso y lúgubre, y proyectaba una luz débil y baja como de purgatorio que recordaba algún efecto teatral de una ópera alemana. Al parecer la pasta dentífrica que había utilizado para limpiar la solapa de mi abrigo contenía agua oxigenada o algún otro agente blanqueador, porque la mancha frotada se había desteñido dejando un halo blanquecino del tamaño de mi mano, de color tiza por los bordes exteriores, bordeando el casi indistinguible fantasma del plasma craneal de Frits. Hacia las tres y media de la tarde empezaba a irse la luz; a las cinco volvía a estar totalmente oscuro. Entonces, si no había mucha gente por la calle, me subía las solapas del abrigo y me enrollaba la bufanda alrededor del cuello y, procurando mantener la cabeza gacha, salía en la oscuridad hasta un pequeño mercado de asiáticos situado a unos pocos cientos de yardas del hotel, donde con los euros que me quedaban compraba sándwiches preparados, manzanas, otra pasta dentífrica, gotas nasales, una aspirina y cerveza. Is alles?, ¿Algo más?, decía la anciana en un holandés de sonido roto. Contando las monedas con exasperante calma. Cling, cling, cling. Aunque yo tenía tarjetas de crédito estaba resuelto a no utilizarlas, lo que no era sino otra norma arbitraria del juego que me había inventado, una precaución del todo irracional, porque ¿a quién iba a engañar? ¿Qué importaba pagar un par de sándwiches en una tienda de comestibles cuando ya tenían mi tarjeta en el hotel?
El miedo y la enfermedad me ofuscaban el juicio, ya que el catarro o el resfriado que había pillado persistía. Cada hora que pasaba tosía con más virulencia y me aumentaba el dolor de los pulmones. Era cierto lo que decían de los holandeses y la limpieza, y de los productos de limpieza holandeses: el supermercado tenía un asombroso surtido de productos y regresé a mi habitación con una botella con un cisne blanco sobre una montaña nevada y una etiqueta de una calavera en la parte de atrás. Sin embargo, aunque era lo bastante potente para limpiar las rayas de mi camisa, no logró eliminar las manchas del cuello, que se habían desteñido, y los manchones de un oscuro color hígado habían pasado a ser siniestros contornos que se superponían como hongos blancos. Por cuarta o quinta vez la aclaré, con los ojos llorosos, luego la doblé y la metí dentro de una bolsa de plástico que guardé en el fondo de un armario alto. Sabía que flotaría si la tiraba al canal sin un peso, y me daba miedo salir con ella a la calle y tirarla a una papelera; alguien me vería y me pillarían, eso era lo que ocurriría, lo sabía de un modo profundo e irracional, como se sabe algo en un sueño.
Un rato. ¿Qué era un rato? Tres días como máximo, había dicho Boris en casa de Anne de Larmessin. Pero entonces no había contado con el encuentro con Frits y Martin.
Campanillas y guirnaldas, estrellas de Adviento en los escaparates, cintas y nueces doradas. Por la noche dormía con los calcetines, el abrigo manchado y un jersey de cuello cisne además del edredón, ya que el mando del radiador, que según indicaba el librito del hotel encuadernado de cuero debía girar en el sentido de las agujas del reloj, no calentaba lo suficiente la habitación para aliviar los dolores y los escalofríos de la fiebre. Plumas de ganso blancas, cisnes blancos. La habitación hedía a lejía como un jacuzzi barato. ¿Lo olían las camareras del hotel desde el pasillo? No te echaban más de diez años por robo de arte pero con Martin había cruzado la frontera hacia otro país, un camino de dirección única y sin retorno.
Sin embargo había desarrollado una forma de pensar en la muerte de Martin, mejor dicho, de obviarla, que funcionaba. El acto —la eternidad de ello— me había arrojado a un mundo tan diferente que, a efectos prácticos, yo ya estaba muerto. Tenía la sensación de estar de vuelta de todo, de volver la vista atrás hacia la tierra desde un témpano de hielo que flotaba hacia el mar. Lo hecho no podía deshacerse. Yo me había ido.
Y ya me estaba bien. Yo no contaba gran cosa en el orden del universo, y Martin tampoco. Éramos fáciles de olvidar. Era una lección social y moral, por lo menos. En cambio, durante todo el tiempo previsible que estaba por venir —mientras se escribiera la historia, hasta que los casquetes glaciares y las calles de Amsterdam quedaran cubiertos de agua—, el cuadro sería recordado y llorado. ¿Quién sabía o a quién le importaban los nombres de los turcos que habían volado el techo del Partenón, o de los mullah que habían ordenado la destrucción de los budas de Bamiyán? Sin embargo, estuvieran vivos o muertos, sus acciones perdurarían. Era la peor clase de inmortalidad. De un modo intencionado o no, yo había extinguido una luz en el corazón del mundo.
«Caso de fuerza mayor», así lo denominaban las compañías de seguros, una catástrofe tan fortuita o arcana que no había forma de apreciar su magnitud. Una cosa era la probabilidad, pero ciertos acontecimientos caían tan fuera de las tablas actuariales que hasta las aseguradoras se veían obligadas a recurrir a lo sobrenatural para explicarlos, «mala pata», como dijo mi padre un día con pesadumbre mientras se hacía bruscamente de noche junto a la piscina, fumando Viceroy tras Viceroy para ahuyentar los mosquitos, una de las pocas veces que había intentado hablar conmigo de la muerte de mi madre, y por qué pasaban cosas malas, por qué ella se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado, un golpe de suerte, un caso entre un millón, no una evasiva o un escurrir el bulto sino —lo reconocí, viniendo de él— una profesión de fe y la mejor respuesta que él podía ofrecerme, en pie de igualdad con lo ha escrito Alá o es la voluntad de Dios, un sincero rendirse ante la Fortuna, el dios más grande que él conocía.
Si él estuviera en mi situación… Casi me entraron ganas de reír al pensarlo. Me lo imaginé allí escondido, yendo de un lado para otro de la habitación de forma demasiado evidente, atrapado y acechante, disfrutando del drama de su aprieto como el policía al que le tienden una trampa y acaba en prisión interpretado por Farley Granger. Pero también me figuraba la fascinación que habría sentido ante mi grave situación, los giros y los reveses tan fortuitos como cualquier cambio de cartas, me lo imaginaba perfectamente meneando la cabeza desconsolado. «Malos planetas. Hay una estructura en todas las cosas, un patrón más grande. Si estás buscando una historia, hijo, ya la tienes». Había hecho su numerología o como se llamara, estudiado su libro de Escorpio y lanzado monedas al aire para consultar las estrellas. De mi padre podías decir todo menos que carecía de una visión cohesiva del mundo.
El hotel se llenaba durante las fiestas. Parejas. Soldados estadounidenses que hablaban por los pasillos con monotonía militar, el rango y la autoridad perceptibles en su voz. En la cama, durante mis fiebres opiáceas, soñaba con montañas nevadas, puras y aterradoras, vistas alpinas de documentales sobre Berchtesgaden, grandes vientos que se encadenaban unos con otros y soplaban sobre mares picados como en el óleo que colgaba encima del escritorio: un diminuto velero que se zarandeaba solo en aguas oscuras.
Mi padre: Deja el mando a distancia cuando hablo contigo.
Mi padre: Bueno, yo no diría desastre sino fracaso.
Mi padre: ¿Tiene que cenar con nosotros, Audrey? ¿Tiene que sentarse a la mesa con nosotros cada puta noche? ¿No puedes decirle a Alameda que le dé de cenar antes de que yo llegue a casa?
Uno, batalla naval, una pizarra mágica, cuatro en raya. Unos soldaditos verdes y unos insectos de goma que había encontrado en mi calcetín de Navidad.
El señor Barbour: Dos banderas de señales. Victor: Necesito auxilio. Eco: Estoy virando a estribor.
El apartamento de la Séptima Avenida. Gris de día lluvioso. Muchas horas tocando monótonamente una armónica de juguete, soplando y soplando.
Un lunes, o quizá fuera martes, cuando por fin me armé de valor para levantar las persianas enrollables que no dejaban entrar la luz, a una hora tan avanzada de la tarde que ya estaba oscuro, vi un equipo de televisión en la calle del hotel abordando a los turistas. Voces con acento inglés, voces con acento estadounidense. Conciertos de Navidad en Sint Nicolaaskerk y puestos navideños que vendían oliebollen, buñuelos. «Casi me atropella una bicicleta, pero aparte de eso ha sido divertido». Me dolía el pecho. Volví a bajar las persianas y me metí en la ducha; dejé que el agua caliente me golpeara hasta que me dolió la piel. Todo el barrio brillaba con los restaurantes iluminados con bombillas de colorines, y las bonitas tiendas con abrigos de cachemir y gruesos jerséis tejidos a mano y toda la ropa abrigada que yo no me había traído. Pero no me atreví a llamar siquiera para que me subieran una cafetera debido a los periódicos holandeses que había estado hojeando esa mañana desde mucho antes del amanecer, y la foto en la portada de uno de ellos: el aparcamiento con una cinta policial extendida de un extremo a otro.
Los periódicos estaban desplegados por el suelo al otro lado de la cama, como un mapa de algún lugar espantoso al que no quería ir. Una y otra vez, incapaz de ayudarme a mí mismo, en un duermevela salpicado de conversaciones febriles que no mantenía, con personas con las que no estaba hablando, me acercaba de nuevo y los examinaba concienzudamente buscando cognados en común entre el holandés y el inglés, que eran pocos y estaban muy espaciados entre sí. Amerikaaan dood aangetroffen. Heroína, cocaína. Moord: mortalidad, mordaz, mórbido, muerte. Druggerelatterde criminialiteit: Frits Aaltink, afkomstrig uit Amsterdam en Mackay Fiedler Martin uit Los Angeles. Bloedig: ensangrentado. Schotenwisseling: quién podía decirlo, aunque schoten: ¿podía significar tiros? Deze moorden kwamen als en shock loor: ¿qué?
Boris. Me acerqué a la ventana y me quedé allí un rato antes de volver con los periódicos. Aun en medio de la confusión de la despedida sobre el puente, recordaba que él me dio instrucciones de no llamar, se mostró muy firme en eso, aunque yo me fui con tantas prisas que no estaba seguro de si me dijo por qué tenía que esperar a que se pusiera él en contacto conmigo, y, en cualquier caso, no estaba seguro de si ya importaba. También se mostró muy tajante al afirmar que no estaba herido, o eso seguía repitiéndome a mí mismo, aunque en el pantano de recuerdos no deseados que me bombardeaban desde esa noche seguía viendo el agujero quemado en la manga de su abrigo, la lana negra y viscosa a la luz de las lámparas de sodio. Por lo que yo sabía, la policía de tráfico lo paró en el puente y lo detuvo por conducir sin carnet; un desenlace desafortunado, era cierto, si ese era realmente el caso, pero mucho mejor que alguna otra posibilidad que se me ocurría.
Twee doden bij bloedige… No se acababa. Había más. Al día siguiente, y el siguiente, junto con mi desayuno tradicional holandés, había más sobre las matanzas en la Overtoom: columnas de menos pulgadas pero de información más densa. Twee dodelijke slachtoffers. Nog een of meer betrokkenen. Wapengeweld in Nederland. La fotografía de Frits, junto con las de algunos otros tipos con nombres holandeses y un artículo más bien largo que no tenía posibilidad de desentrañar. Dodelijke schietpartij nog onopgehelderd… Me preocupaba que ya no hablaran de drogas —la pista falsa de Boris— y hubieran pasado a otros enfoques. Yo era quien había desatado eso, y ahora estaba fuera en el mundo y había gente leyendo sobre ello por toda la ciudad, hablando de ello en un idioma que no era el mío.
Un enorme anuncio de Tiffany en el Herald Tribune. Belleza y artesanía atemporales. Felices Fiestas de Tiffany & Co.
La suerte jugaba malas pasadas, como le gustaba decir a mi padre. Sistemas, colapsos generalizados.
¿Dónde estaba Boris? En mi febril confusión traté en vano de divertirme, o al menos de distraerme, pensando en lo probable que era que apareciera en el momento menos pensado. Haciendo crujir los nudillos, dando un susto a las chicas. Apareciendo media hora después de que hubiera empezado la prueba de aptitud académica, provocando una carcajada de toda la clase cuando apareció su cara de desconcierto a través del cristal reforzado con tela metálica de la puerta cerrada con llave. «¡Ja! Me río de nuestro brillante porvenir», había dicho burlón cuando intenté explicarle el sentido de los exámenes estandarizados mientras volvíamos a casa.
En mis sueños no lograba llegar a donde necesitaba ir. Había algo que me impedía ir a donde quería llegar.
Boris me había enviado su número de teléfono en un mensaje de texto antes de que nos marcháramos de Estados Unidos, y aunque temía escribirle (sin saber en qué circunstancias se encontraba, o si el mensaje de texto podría llevarlos de algún modo hasta mí), me repetía continuamente que podía ponerme en contacto con él, si era necesario. Él sabía dónde estaba yo. Pero, entrada la noche, daba vueltas en la cama discutiendo conmigo mismo; un tedio incesante que iba y venía, qué habría pasado si, qué había de malo. Por fin, en un momento de desorientación —con la lámpara de la mesilla de noche encendida, medio soñando, fuera de contacto—, me vine abajo, cogí el móvil de la mesilla y le mandé un mensaje antes de que tuviera oportunidad de pensármelo mejor: ¿Dónde estás?
Me pasé las dos o tres horas siguientes despierto en un estado de ansiedad apenas controlada, con el brazo sobre la cara para tapar la luz aunque no había luz. Por desgracia, cuando hacia el amanecer desperté de mi sueño, empapado en sudor, el móvil estaba muerto porque me había olvidado de desconectarlo, si bien me resistía a bajar a la recepción para preguntar si podían prestarme un cargador, y estuve dudando durante horas hasta que a media tarde me vine abajo de nuevo.
—Por supuesto, señor —dijo el recepcionista sin apenas mirarme—. ¿Estados Unidos?
Menos mal, pensé, intentando no correr mucho al subir las escaleras. El móvil era viejo y lento, y después de conectarlo y quedarme un rato mirándolo, me cansé de esperar a que saliera el logo de Apple y me acerqué al minibar para coger algo de beber; luego regresé y me quedé mirándolo un rato más hasta que por fin salió la pantalla de bloqueo, una vieja foto del colegio que había escaneado en broma. Nunca me había alegrado tanto de verla: una Kitsey de diez años lanzándose al aire para tirar un penalti. Pero justo cuando estaba a punto de teclear la contraseña, el fondo de la pantalla se apagó, y a continuación zumbó unos diez segundos con rayas negras y grises que cambiaron de dirección y se deshicieron en partículas antes de que apareciera la cara triste y emitiera un pitido inquietante hasta quedarse negra.
Eran las cuatro y cuarto de la tarde. El cielo empezaba a teñirse de azul ultramarino sobre los campanarios del otro lado del canal. Estaba sentado en la alfombra, apoyado contra la cama con el cable del cargador en la mano después de haber probado metódicamente, dos o tres veces, todos los enchufes de la habitación; tras encender y apagar el móvil cientos de veces, lo acerqué a la lámpara para ver si estaba encendido y la pantalla se oscureció; luego traté de resetearla pero el móvil se quedó frito: no pasó nada, la pantalla seguía fría y negra, más que muerta. Debía de haberse producido un cortocircuito; la noche del aparcamiento se me había mojado, y cuando lo saqué del bolsillo tenía la pantalla cubierta de gotas de agua, pero aunque pasé un mal rato esperando a que se encendiera, me dio la impresión de que funcionaba bien, hasta que intenté recargar la batería. En el portátil de casa tenía toda la información, en una copia de seguridad; toda menos lo único que necesitaba: el número de Boris, que él mismo me había enviado en un mensaje de texto mientras íbamos al aeropuerto.
En el techo temblaban los reflejos del agua. Fuera, se oía en alguna parte la música metálica de carillón de la Navidad y unos coros entonando con voces desafinadas O Tannenbaum, O Tannenbaum, wie treu sind deine Blätter.
No tenía billete de vuelta pero sí una tarjeta de crédito. Podía coger un taxi e ir al aeropuerto. Puedes ir en taxi al aeropuerto, me dije. Schiphol. El primer avión que salga. Kennedy, Newark. Tenía dinero. Tenía dinero. Me hablaba a mí mismo como si fuera un niño. Quién sabía dónde estaría Kitsey —fuera en los Hamptons, que yo supiera—, pero la ayudante de la señora Barbour, Janet (que había conservado su viejo empleo aunque la señora Barbour ya no necesitaba mucha ayuda), era la clase de persona capaz de buscarte un billete de avión a cualquier parte en unas pocas horas, incluso en Nochebuena.
Janet. Pensar en Janet era absurdamente tranquilizador. Janet, que era en sí misma un eficiente sistema de estados anímicos; Janet, gorda y rosada con sus shetlands rosas y sus telas escocesas como una ninfa de Boucher vestida por J. Crew; Janet, que respondía a todo con un «¡excelente!» y bebía café de un tazón rosa con su nombre escrito.
Era un alivio pensar con claridad. ¿De qué le servía a Boris o a quien fuera que yo esperara allí? Frío y humedad, un idioma ilegible. Fiebre y tos. Una sensación de enclaustramiento digna de una pesadilla. No quería irme sin Boris, sin saber al menos si estaba bien, era como en una película bélica en el momento de confusión en que hay que decidir si seguir corriendo y dejar a un amigo caído, sin saber hacia qué infierno peor te estás dirigiendo, pero al mismo tiempo me moría por irme de Amsterdam y me imaginaba cayendo de rodillas al bajar del avión en el aeropuerto de Newark y tocando con la frente el suelo de la pista de aterrizaje.
Listín telefónico. Lápiz y papel. Solo me habían visto tres personas: el indonesio, Grozdan y el chico asiático. Y si bien era posible que Martin y Frits tuvieran colegas buscándome en Amsterdam (otro buen motivo para irme de la ciudad), yo no tenía motivos para pensar que la policía andaba detrás de mí. No había razón para que hubieran dado aviso al control de pasaportes.
De pronto —fue como si me hubieran golpeado la cara— me estremecí. Por alguna razón creía que mi pasaporte estaba abajo en la recepción, donde lo había presentado para registrarme. Pero no volví a pensar en él desde que Boris me lo había pedido para guardarlo bajo llave en la guantera de su coche.
Con mucha calma dejé el listín telefónico, intentando que pareciera un gesto natural y poco calculado a los ojos de un observador neutral. En una situación normal era bastante sencillo: buscar la dirección, localizar la oficina, averiguar adónde ir. Hacer cola. Esperar mi turno. Hablar con educación y paciencia. Tenía tarjetas de crédito, un documento con foto. Hobie podía mandarme mi certificado de nacimiento. Con impaciencia intenté apartar de la mente una anécdota que me había contado Toddy Barbour durante una comida: al perder su pasaporte (¿en Italia?, ¿España?) le pidieron que llevara a un testigo en persona que confirmara su identidad.
Cielos manchados de color morado. Era temprano en Estados Unidos. Hobie se habría tomado un descanso para comer y estaría yendo al Jefferson Market y quizá escogiendo las verduras para la comida del día de Navidad. ¿Seguía Pippa en California? La imaginé volviéndose en la cama de un hotel y cogiendo soñolienta el teléfono con los ojos todavía cerrados: «Theo, ¿eres tú? ¿Pasa algo?».
Es mejor pagar una multa y salir del apuro a base de labia.
Me sentía enfermo. Presentarme en el consulado (o lo que fuera) y someterme a una serie de interrogatorios y papeleos era demasiada molestia. No me había puesto un tiempo límite de espera, y sin embargo cualquier movimiento —movimiento al azar, movimiento inconsciente, movimiento de un insecto zumbando alrededor de un tarro— parecía preferible a permanecer encerrado un minuto más en la habitación viendo espectros con el rabillo del ojo.
Otro enorme anuncio de Tiffany en el Tribune deseándome Felices Fiestas. En la página de al lado había otro anuncio, de cámaras digitales, garabateado con letras artísticas y firmado por Joan Miró:
Puedes contemplar una imagen durante toda una semana
y no volver a pensar en ella de nuevo. Aunque también
puedes mirar una foto tan solo un segundo y
recordarla toda la vida.
Centraal Station. En la Unión Europea no había control de pasaporte en las fronteras. Podía coger cualquier tren, a cualquier parte. Me imagine dando vueltas sin rumbo por toda Europa: las cascadas del Rin y los pasos tiroleses, los túneles cinemáticos y las tormentas de nieve.
A veces se trata de jugar bien una mala mano, recordaba a mi padre diciéndolo medio dormido en el sofá.
Mirando fijamente el móvil, mareado a causa de la fiebre, me quedé muy quieto e intenté pensar. Mientras comíamos, Boris había hablado de coger un tren de Amsterdam a Amberes (y Frankfurt; yo no quería ni acercarme a Alemania) pero también a París. Si en París acudía a un consulado para solicitar un nuevo pasaporte, quizá hubiera menos probabilidades de que me relacionaran con el caso de Martin. Pero el hecho ineludible era que el chico chino era un testigo ocular. Por lo que yo sabía, mi foto podía estar en todos los ordenadores de las autoridades policiales de Europa.
Fui al cuarto de baño para arrojarme agua a la cara. Demasiados espejos. Cerré el grifo y cogí una toalla para secármela con delicadeza. Acciones metódicas, una tras otra. Era al llegar la noche cuando mi estado anímico se ensombrecía y empezaba a asaltarme el miedo. Vaso de agua. Aspirina para la fiebre, que también me subía al anochecer. Acciones simples. Estaba dejándome llevar por los nervios y lo sabía. No tenía la certeza de qué garantías podía ofrecerme Boris ahí fuera, pero aunque era preocupante pensar que lo habían arrestado, me preocupaba mucho más el hecho de que la gente de Sascha hubiera mandado a alguien tras él. No obstante, ese era otro pensamiento que no podía permitirme albergar.
II
Al día siguiente —nochebuena— me obligué a tomar un desayuno abundante que pedí al servicio de habitaciones, si bien no tenía apetito, y a tirar los periódicos sin mirarlos, pues temía echarme atrás y no llevarlo a cabo si veía una vez más las palabras Overtoom o Moord. Después del abundante desayuno, junté los periódicos acumulados encima y alrededor de la cama durante una semana, los enrollé y los metí en la papelera; a continuación saqué del armario la camisa estropeada con lejía y, tras asegurarme de que la bolsa estaba bien cerrada, la puse dentro de otra bolsa del mercado asiático (que dejé abierta, para llevarla con naturalidad, pero también por si veía un ladrillo). Me subí el cuello del abrigo y me enrollé la bufanda alrededor, di la vuelta al letrero de la puerta y me fui.
Hacía un tiempo horrible, lo que ayudaba. Aguanieve que caía de lado a causa del viento y rizaba la superficie del canal. Caminé unos veinte minutos, estornudando con frío, hasta que encontré una papelera en una esquina desierta donde no había coches, ni transeúntes ni tiendas, solo casas herméticamente cerradas contra el viento.
Tiré con rapidez la camisa a la papelera y seguí andando, con una oleada de euforia que me empujó a apretar el paso durante cuatro o cinco calles, pese a que me castañeteaban los dientes. Tenía los pies mojados; las suelas de mis zapatos eran demasiado finas para caminar sobre adoquines y estaba aterido de frío. ¿A qué hora vaciaban las papeleras? No importaba.
A no ser que… Sacudí la cabeza para despejarme. El mercado asiático. En la bolsa de plástico ponía el nombre del mercado asiático, que estaba a solo unas manzanas de mi hotel. Pero era ridículo pensar en ello. Intenté razonar: ¿Quién me había visto? Nadie.
Charlie: Afirmativo. Delta: Maniobrando con dificultad.
Basta ya. No vas a volver.
Sin saber dónde había una parada de taxi, seguí andando sin rumbo durante unos veinte minutos o más hasta que por fin logré parar un taxi en la calle.
—Centraal Station —le dije al turco que lo conducía.
Pero cuando el taxi me dejó justo delante, después de una carrera a través de calles grises e inquietantes que evocaban secuencias de antiguos documentales, pensé por un momento que se había equivocado de estación, ya que la fachada del edificio parecía más bien la de un museo: una fantasía de ladrillo rojo con gabletes y torres, rebosante de antigüedades holandesas de estilo victoriano. Entré con una multitud de viajeros de vacaciones e hice lo posible por parecer uno más, pasando por alto a los agentes de policía que parecían estar prácticamente en todas partes; me sentía desconcertado e intranquilo al ver cómo el gran mundo democrático surgía una vez más en torno a mí y me arrastraba consigo: abuelos, estudiantes, jóvenes parejas de aspecto cansado con niños acarreando mochilas; bolsas de compras y tazas desechables de Starbucks, estrépito de maletas con ruedas, adolescentes recogiendo firmas para Greenpeace, de nuevo en el hervidero de actividades humanas. Había un tren de tarde a París pero yo quería tomar el último.
Las colas eran interminables, se prolongaban hasta el quiosco.
—¿Para esta noche? —preguntó la vendedora de billetes cuando por fin llegué a la ventanilla; una mujer rubia y gruesa de mediana edad, con un cojín por pecho y la impersonal cordialidad de una celestina en un cuadro de género de poca calidad.
—Eso es —respondí, esperando no parecer tan enfermo como estaba.
—¿Cuántos? —preguntó sin apenas mirarme.
—Uno.
—De acuerdo. El pasaporte, por favor.
—Solo… —Voz ronca de enfermo, dándome palmadas a mí mismo; esperaba que no me lo pidieran—. Perdón, no lo llevo encima, está en la caja fuerte del hotel, pero… —deslizando por debajo de la ventanilla mi documento de identidad del estado de Nueva York, mis tarjetas de crédito, la tarjeta de la Seguridad Social—, aquí tiene.
—Necesita el pasaporte para viajar.
—Sí, por supuesto. —Hice lo posible para parecer razonable e informado—. Pero no me voy hasta esta noche. Mire… —señalando el suelo vacío a mis pies: sin equipaje—. He venido a despedirme de mi novia y he aprovechado que estaba aquí para ponerme en la cola y comprar el billete, si no tiene inconveniente.
—Bueno… —la mujer miró la pantalla—, tiene tiempo de sobras. Le aconsejo que espere a comprar el billete cuando vuelva esta noche.
—Sí… —apretándome la nariz, para no estornudar—, pero me gustaría comprarlo ahora.
—Me temo que no es posible.
—Por favor. Sería una gran ayuda. Llevo cuarenta y cinco minutos aquí de pie y no sé cómo serán las colas esta noche. —Por Pippa, que había recorrido en tren toda Europa, estaba bastante seguro de que no pedían los pasaportes para subirte al tren—. Solo quiero comprarlo ahora para tener tiempo para hacer todos los recados que me quedan.
La mujer me miró a la cara con dureza. Luego cogió el documento de identidad, miró la foto y me volvió a mirar.
—Mire —dije, cuando titubeó o pareció titubear—. Puede ver que soy yo. Tiene mi nombre, mi tarjeta de la Seguridad Social… —Y buscando un bolígrafo y un papel del bolígrafo, añadí—: Deje que firme aquí.
Ella comparó las dos firmas, poniendo una al lado de la otra. Luego me miró y miró la tarjeta, y una vez más pareció titubear.
—No puedo aceptar esta documentación —dijo devolviéndome todas las tarjetas a través de la ventanilla.
—¿Por qué no?
Detrás de mí la gente de la cola gruñía.
—¿Por qué? —repetí—. Es totalmente legal. Es lo que utilizo a modo de pasaporte para volar en Estados Unidos. Las firmas coinciden —insistí, ya que ella no respondía—, ¿no lo ve?
—Lo siento.
—¿Me está diciendo… —podía percibir la desesperación en mi voz; ella me miraba a los ojos con agresividad, como si me desafiara a discutir— que tengo que regresar aquí esta noche y hacer otra vez toda la cola?
—Lo siento, señor. No puedo ayudarle. Siguiente —dijo la mujer mirando por encima de mi hombro al siguiente pasajero.
Mientras me alejaba, abriéndome paso a empujones y chocando con la gente, alguien dijo a mis espaldas:
—Eh, amigo.
Al principio, desorientado por lo sucedido, pensé que era una alucinación. Pero cuando me volví inquieto, vi a un adolescente con cara de hurón, ojos enrojecidos y la cabeza afeitada, dando botes sobre las puntas de sus enormes zapatillas de deporte. Por su forma de mirar de un lado para otro pensé que iba a ofrecerse a venderme un pasaporte, pero en lugar de ello se echó hacia delante y dijo:
—Ni lo intentes.
—¿Cómo? —pregunté vacilante, levantando la vista hacia la mujer policía que estaba a unos cinco pies detrás de él.
—Escucha, amigo. He viajado de un lugar a otro cientos de veces cuando tenía uno y nunca me lo pidieron. Pero la única vez que no lo llevaba al entrar en Francia, me encerraron. Doce horas en la cárcel de inmigración francesa, con comida basura y actitud basura, horrible. Celda sucia y horrible. Créeme…, mejor tener los documentos en orden. No es una broma.
—Eh, vale —dije, sudando con el abrigo que no me atrevía a desabrochar y la bufanda que no me atrevía a quitarme.
Calor. Dolor de cabeza. Mientras me alejaba de él, sentí la mirada furiosa de una cámara de seguridad taladrándome; procuré no parecer cohibido mientras hacía eses entre la gente, flotando mareado a causa de la fiebre, con el número de teléfono del consulado de Estados Unidos pesándome en el bolsillo.
Tardé un rato en encontrar una cabina telefónica, pues tuve que ir hasta el otro extremo de la estación —en una zona abarrotada de adolescentes anodinos sentados en el suelo en lo que parecía casi un consejo tribal—, y tardé aún más tiempo en averiguar cómo realizar la llamada.
Un optimista torrente de holandés, y a continuación me saludó una agradable voz con acento estadounidense: bienvenido al consulado de Estados Unidos en los Países Bajos, ¿desea continuar en inglés? Más menús, más opciones. Pulse 1 para eso, 2 para lo otro, por favor, espere y le atenderá un operador. Seguí con paciencia las instrucciones y me quedé mirando a las multitudes hasta que me di cuenta de que no era tan buena idea dejar que la gente me viera la cara y me volví hacia la pared.
Me tuvieron esperando tanto rato que me había sumido en una especie de bruma desligada de todo cuando de pronto se oyó un clic y una relajada voz con acento estadounidense que parecía recién salida de la playa de Santa Cruz dijo:
—Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—Hola —dije aliviado—. Yo… —Dudé entre dar un nombre falso y obtener solo la información que quería, pero estaba demasiado mareado y agotado para molestarme—. Me temo que estoy en un apuro. Me llamo Theodore Decker y me han robado el pasaporte.
—Lo lamento. —Se le oía teclear en el otro extremo de la línea. De fondo sonaba un villancico—. Es un mal momento del año para eso. Como sabe, todo el mundo está viajando. ¿Lo ha denunciado a la policía?
—¿Cómo?
—El robo del pasaporte. Porque tiene que hacerlo de inmediato. La policía necesita saberlo enseguida.
—Yo… —Me maldije; ¿por qué había dicho que me lo habían robado?—. No, lo siento, me acaba de pasar en la Centraal Station. —Miré alrededor—. Estoy llamando desde una cabina. La verdad es que no sé si me lo han robado o se me ha caído del bolsillo.
—Bien… —Tecleó más—, pero tanto si lo ha extraviado como si se lo han robado tendrá que denunciarlo en la comisaría.
—Sí, pero estaba a punto de coger un tren y ahora no me dejan subir. Y tengo que estar en París esta noche.
—Espere un momento. —Había demasiada gente en la estación, y los olores de la lana mojada y la gente sudorosa se acentuaban de una forma terrible en los lugares excesivamente caldeados. Al cabo de un momento ella volvió con otro clic—. Bien, deje que tome nota de sus datos…
Nombre. Fecha de nacimiento. Lugar y fecha de expedición del pasaporte. Sudando con el abrigo. Cuerpos húmedos respirando alrededor.
—¿Tiene algún documento que establezca su nacionalidad? —me preguntaba la mujer.
—¿Cómo dice?
—¿Un pasaporte caducado? ¿Un certificado de nacimiento o una carta de ciudadanía?
—Tengo la tarjeta de la Seguridad Social. Y un documento de identidad de la ciudad de Nueva York. Puedo pedir que me envíen por fax mi certificado de nacimiento desde Estados Unidos.
—Oh, estupendo. Con eso bastará.
¿De veras? Me quedé inmóvil. ¿Eso era todo?
—¿Tiene acceso a un ordenador?
—Hummm… —¿El ordenador del hotel?—. Sí.
—Bueno… —Me dio la dirección de una web—. Necesitará descargar, imprimir y rellenar una declaración jurada con respecto a los pasaportes extraviados o robados, y traerla aquí, a nuestras oficinas. Estamos cerca del Rijksmuseum. ¿Sabe dónde es?
Era tan grande el alivio que lo único que podía hacer era quedarme allí de pie y dejar que los ruidos de la multitud pasaran murmurando sobre mí en una masa de colores psicodélicos.
—Bien, esto es lo que necesito de usted —decía la chica de California con su voz crepitante, haciéndome volver de mi febril ensimismamiento multicolor—: La declaración jurada, los documentos enviados por fax y dos fotos de cinco por cinco centímetros con el fondo blanco. También, no se olvide, una copia de la denuncia de la policía.
—¿Cómo? —pregunté con una sacudida.
—Como le decía, es preciso informar del extravío o robo del pasaporte en la comisaría.
—Yo… —Mirando una inquietante convergencia de mujeres árabes con hiyab vestidas de negro de la cabeza a los pies que se deslizaba silenciosamente—. No tengo tiempo para eso.
—¿Qué quiere decir?
—No voy a viajar a Estados Unidos hoy. Solo… —Tardé unos momentos en recobrarme; un ataque de tos me había dejado lloroso— voy a tomar el tren a París que sale dentro de dos horas. Quiero decir que no estoy seguro de si voy a tener tiempo para preparar todo este papeleo e ir también a la comisaría.
—Bueno… —lamentablemente—, en realidad nuestras oficinas solo estarán abiertas otros cuarenta y cinco minutos.
—¿Cómo?
—Hoy cerramos temprano. Nochebuena, ya sabe. Y no estaremos mañana ni el fin de semana. Pero volveremos a estar aquí a las ocho de la mañana del lunes después de Navidad.
—¿El lunes?
—Hum, lo siento. —Parecía resignada—. Es un proceso.
—¡Pero es una emergencia! —Con la voz ronca a causa de la enfermedad.
—¿Una emergencia? ¿Familiar o médica?
—Yo…
—Porque en ciertas situaciones muy poco comunes proporcionamos apoyo de emergencia fuera de las horas de oficina. —Ya no era tan amable; recitaba con prisas el guión, y oí otra llamada de fondo, como en un programa de radio con participación del público—. Por desgracia, solo es para casos de emergencia de vida o muerte, y nuestro personal debe determinar que la emergencia doméstica está justificada antes de conceder una exención de pasaporte. De modo que a menos que sean circunstancias de muerte o enfermedad crítica las que le requieren en París esta tarde, y disponga de suficiente información para establecer la emergencia crítica, como una declaración jurada del médico que lo asiste, de un clérigo o del director de la funeraria…
—Yo… —¿El lunes? ¡Mierda! No quería ni pensar en poner una denuncia en la comisaría—. Esto, lo siento, escuche…
Ella intentaba colgar.
—Está bien. Téngalo todo listo el lunes día veintiocho. Una vez se ha tramitado la solicitud, el procedimiento es lo más rápido posible… ¿Me disculpa un momento? —Clic. Su voz, más débil—. Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. No cuelgue, por favor. —El teléfono volvió a sonar de inmediato. Clic—. Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. No cuelgue, por favor.
—¿Cuánto tardan? —pregunté cuando ella volvió.
—Una vez que presente la solicitud deberíamos tenerlo en diez días como mucho. Días hábiles. Normalmente intento acelerar un poco el proceso y que sean siete, pero, al ser fiestas, estoy segura de que entenderá que hay mucho trabajo, y el horario es muy irregular hasta primero de año. En fin, disculpe —añadió, en el silencio perplejo que se produjo—, pero podría tardar un poco. Es una mala noticia, lo sé.
—¿Qué puedo hacer?
—¿Necesita ayuda para el viajero?
—No estoy seguro de qué significa. —El sudor me caía a chorros. Aire caldeado hediondo, cargado de los olores a multitud, apenas respirable.
—¿Qué le manden dinero? ¿Qué le busquen alojamiento temporal?
—¿Cómo se supone que puedo volver a casa?
—¿Vive en París?
—No, en Estados Unidos.
—Bueno, con un pasaporte temporal… Los pasaportes temporales ni siquiera tienen el chip que necesita para entrar en Estados Unidos, de modo que no creo que haya atajos que puedan llevarlo allí mucho más deprisa de lo que yo… —Ring ring, ring ring—. Un momento, señor. No cuelgue, por favor. Mire, me llamo Holly. ¿Desea que le facilite mi extensión, por si tiene problemas o necesita ayuda durante su estancia?
III
Por la razón que fuera, la fiebre tendía a subir al anochecer. Pero después de estar tanto tiempo levantado y pasando frío, se me disparó con saltos desiguales que recordaban las sacudidas de un objeto pesado que se iza a trompicones con una cuerda por el lateral de un edificio alto, por lo que durante el regreso a pie apenas entendí por qué me movía o por qué no me caía o, de hecho, cómo conseguía avanzar hacia delante, un deslizamiento inconsciente sin tocar tierra que me transportaba muy por encima de mí por las lluviosas calles que bordeaban el canal y me elevaba hacia alturas y corrientes incorpóreas donde parecía estar observándome a mí mismo desde arriba; fue un error no coger un taxi en la estación, no paraba de ver la bolsa de plástico en la papelera y la cara rosada de la gruesa vendedora de billetes y a Boris con lágrimas en los ojos y la mano ensangrentada, agarrándose la manga por el agujero quemado; el viento rugía y me ardía la cabeza y a intervalos irregulares parpadeaba ante oscuros temblores epilépticos en el borde del codo: oscuras salpicaduras, falsos comienzos, no había nadie allí, de hecho no había nadie en la calle exceptuando —de vez en cuando— un ciclista mal iluminado que pasaba encorvado bajo la llovizna.
Me pesaba la cabeza, me dolía la garganta. Cuando por fin logré parar un taxi en la calle, estaba a solo unos minutos del hotel. Lo bueno, cuando subí a mi habitación —con los huesos helados y tiritando— era que habían limpiado y reabastecido el minibar, del que me había bebido hasta el Cointreau.
Saqué los dos botellines de ginebra, los mezclé con agua caliente del grifo, y me senté en la silla de brocado que había delante de la ventana con el vaso suspendido entre los dedos, contemplando el paso de las horas; apenas despierto, medio soñando, la solemne luz del invierno cayendo oblicua de pared a pared en paralelogramos que resbalaban a la moqueta y se volvían más estrechos hasta que se desvanecían del todo; era la hora de cenar, y me dolía el estómago y tenía la garganta en carne viva a causa de la bilis, y yo seguía allí sentado en la oscuridad. No era algo en lo que no hubiera pensado, largo y tendido y en circunstancias mucho menos duras; el apremio me sacudía fuerte y de una forma impredecible, un susurro venenoso que nunca me abandonaba del todo, que algunos días se quedaba justo en el umbral de mi oído pero otros rugía de forma incontrolable en una especie de escabroso frenesí visionario, no estaba seguro de por qué, a veces hasta una película mala o una cena horrible podía desencadenarlo, tedio a corto plazo y dolor a largo plazo, un pánico pasajero y una desesperación permanente que alcanzaba a todo a la vez y estallaba en una luz tan cenicienta y desolada que vi, realmente vi, mirando atrás hacia el pasado y con una desesperación clarividente y locuaz, que el mundo y todo lo que había en él estaban insoportable y permanentemente jodidos, y nunca había ido nada bien o normal, una intolerable claustrofobia del alma, la habitación sin ventanas, sin salida, oleadas de vergüenza y horror, «déjame en paz», mi madre muerta sobre el suelo de mármol, «basta, basta», murmurándome a mí mismo en voz alta en ascensores, en taxis, «dejadme en paz», «me quiero morir», una ira fría, inteligente, autoinmolada que —más de una vez— me había conducido al piso de arriba en una confusión llena de determinación para tragar cantidades indiscriminadas de las pastillas o la botella de alcohol que tuviera a mano; solo mi gran tolerancia y mi ineptitud lo impedían, y cuando me despertaba me sentía desagradablemente sorprendido y al mismo tiempo aliviado de que Hobie no hubiera tenido que encontrarme.
Mirlos. Cielos catastróficos de color plomizo dignos de un cuadro de Egbert van der Poel.
Me levanté y encendí la luz de la mesilla, tambaleándome en el débil resplandor de color orina. Podía esperar. Podía huir. Pero esas no eran tanto alternativas como medidas de resistencia: los inútiles correteos y paradas en seco de un ratón en el terrario de una serpiente que solo servían para prolongar la incomodidad y el suspense. Además, había una tercera opción; ya que por varios motivos me parecía que un miembro del consulado me devolvería la llamada enseguida si dejaba un mensaje de madrugada afirmando que era un ciudadano estadounidense y que quería entregarme por un asesinato castigado con la pena de muerte.
Acto de rebelión. La vida: vacía, banal, intolerable. ¿Qué lealtad debía? Absolutamente ninguna. ¿Por qué no golpear a las Parcas con el puño? ¿Arrojar el libro al fuego y acabar con todo? No se vislumbraba posibilidad alguna de que terminara el horror presente, una gran cantidad de horror externo y empírico que se alineaba con mi propio suministro endógeno; y, dado que tenía bastantes drogas (examinando la bolsa vi que me quedaba menos de la mitad), me habría hecho encantado una generosa raya y la habría esnifado enseguida; oscuridad de grandes almas, explosión de estrellas.
Pero no había suficiente para estar seguro de que acabarían conmigo. No quería malgastar las que tenía en unas pocas horas de olvido y despertar de nuevo en mi jaula (o peor, en un hospital holandés sin pasaporte). Por otra parte, mis defensas estaban tan bajas que tenía la seguridad de poseer la suficiente para cumplir el cometido, si me emborrachaba primero y lo completaba con mi pastilla de reserva.
Una botella de blanco helado en el minibar. ¿Por qué no? Me bebí el resto de la ginebra y la descorché, sintiéndome resuelto y jubiloso; tenía hambre, habían repuesto las galletas saladas y los frutos secos de aperitivo pero todo eso sería mucho más efectivo con el estómago vacío.
El alivio era inmenso. Rechazo silencioso. La perfecta alegría de echarlo todo por la borda. Logré sintonizar una emisora de música clásica por la radio —un villancico sencillo, lúgubre y litúrgico; no era tanto una melodía como un comentario espectral sobre ella— y pensé en llenar la bañera.
Pero eso podía esperar. En lugar de ello abrí el escritorio y encontré una carpeta con un juego de papel de carta y sobres del hotel. Gris de piedra de catedral, pequeños hexacordos. Rex virginum amator. Entre la fiebre y el chapaleteo del agua del canal al otro lado de la ventana, el espacio a mi alrededor cayó silenciosamente en una duplicidad embrujada, una zona fronteriza que era al mismo tiempo habitación de hotel y camarote de un barco que se mecía con suavidad. La vida en alta mar. La muerte en el agua. Andy contándome cuando éramos niños con su inquietante voz de pequeño marciano que había oído decir por el canal de Discovery que María protegía a los marineros, y que una de las protecciones del rosario era que nunca morirías ahogado. Maria Stella Maris. María Estrella del Mar.
Pensé en Hobie con su traje negro en la misa de gallo, arrodillado en el banco. El dorado envejece de forma natural. En la puerta de un armario, en la tapa plegable de un buró, a menudo hay varias abolladuras diminutas.
Objetos que buscaban sus dueños legítimos. Tenían cualidades humanas. Eran furtivos, honestos, sospechosos o buenos.
Los muebles realmente singulares no aparecen de la nada.
El bolígrafo del hotel dejaba mucho que desear. Lamenté no tener uno mejor, pero el papel era grueso y de color crema. Cuatro cartas, la de Hobie y la de la señora Barbour tendrían que ser más largas, ya que eran las personas que más se merecían una explicación, y además eran las únicas a las que, si me moría, les importaría. Pero escribiría también a Kitsey, para asegurarle que no era culpa suya. La carta a Pippa sería la más corta. Solo quería que supiera cuánto la quería al mismo tiempo que le hacía saber que no debía sentirse culpable por no corresponder a mi amor.
Pero no le diría eso. Era pétalos de rosa, no un dardo venenoso, lo que quería tirar. Se trataba de hacerle saber brevemente lo feliz que me había hecho, omitiendo la parte más obvia.
Cuando cerré los ojos me asaltaron flashes muy vívidos que la fiebre hizo aparecer de la nada, como balas trazadoras que estallaban en la selva, resplandores refulgentes de material muy minucioso y emocionalmente complejo. Rayos de luz semejantes a cuerdas de arpa a través de las ventanas enrejadas de nuestro antiguo piso de la Séptima Avenida, una áspera alfombra de sisal y las marcas rojas y onduladas que esta me dejaba en las manos y las rodillas cuando jugaba en el suelo. Un vestido de fiesta naranja de mi madre con algo brillante en la falda que yo siempre quería tocar. Alameda, nuestra antigua asistenta, aplastando plátanos verdes en un bol de cristal. Andy haciéndome el saludo militar antes de recorrer dando traspiés el lúgubre vestíbulo de la casa de sus padres: «Sí, mi capitán».
Voces medievales, austeras y místicas. La gravedad de una canción sin adornos.
No estaba disgustado, eso era lo curioso. Más bien me sentía como durante el último y peor de los tratamientos de endodoncia que me hizo el dentista, cuando se inclinó bajo las lámparas y dijo «ya casi está».
24 de diciembre
Querida Kitsey:
Lo siento mucho, pero quiero que sepas que esto no tiene nada que ver contigo ni con nadie de tu familia. Tu madre recibirá una carta aparte con un poco más de información, pero puedo asegurarte, en privado, que mis actos no se han visto influidos por nada de lo que ha habido entre nosotros, en concreto lo ocurrido más recientemente.
¿De dónde salía ese tono tan frío y esa letra de una rigidez acartonada, que parecían tan incongruentes con los chaparrones de recuerdos y alucinaciones que caían sobre mí de todas partes? No lo sabía. El aguanieve que repiqueteaba contra los cristales de la ventana tenía una especie de profundo peso histórico, hambruna, ejércitos marchando, una incesante llovizna de tristeza.
Como sabes bien, y tú misma me has señalado, tengo numerosos problemas que empezaron mucho antes de conocerte, y ninguno de ellos son culpa tuya. Si tu madre te pregunta sobre el papel que has tenido tú en los recientes sucesos, te recomiendo que le mandes a Tessa Margolis o, aún mejor, a Em, quienes estarán más que encantadas de compartir con ella su opinión sobre mi carácter. Además, y esto no guarda relación alguna, también te insto a no dejar entrar nunca más en tu casa a Havistock Irving.
Kitsey de niña. El pelo claro cayéndole sobre la cara. Cállate, estúpido. Basta o se lo digo.
Por último pero no menos…
(el bolígrafo suspendido sobre esta línea)
Importante, quiero decirte lo guapa que estabas en la fiesta y lo que me emocionó que llevaras los pendientes de mi madre. A ella le encantaba Andy, y tú también le habrías encantado y le habría encantado vernos juntos. Siento que no haya salido bien. Pero espero que te vaya bien a ti. De verdad.
Con todo mi cariño,
THEO
Cerré el sobre; escribí la dirección en él; lo dejé a un lado. Tendrían sellos en el mostrador de recepción.
Querido Hobie:
Es difícil escribir esta carta y siento estar escribiéndola.
Sudores alternados con escalofríos. Veía manchas verdes. Tenía tanta fiebre que las paredes parecían encogerse.
No es por los muebles falsos que vendí. Imagino que pronto te enterarás de por qué ha sido.
Ácido nítrico. Negro de humo. Los muebles, como todas las criaturas vivas, adquirían marcas y huellas con el paso del tiempo.
Los efectos del tiempo, visibles e invisibles.
Y no sé muy bien cómo decir esto, pero supongo que estoy pensando en esa perra enferma que mi madre y yo encontramos en una calle de Chinatown. Estaba tumbada entre dos cubos de basura. Era un cachorro de pitbull. Sucia y maloliente. Demasiado débil para levantarse. La gente pasaba por su lado. Y yo me enfadé tanto que mi madre me prometió que si seguía allí fuera cuando termináramos de comer, la recogeríamos. Cuando salimos del restaurante, allí estaba ella. De modo que paramos un taxi y yo la cogí en brazos; cuando llegamos a casa mi madre le hizo una cama en la cocina, y ella estaba tan feliz que nos lamió la cara y bebió mucha agua y comió la comida de perro que le llevamos, pero la vomitó en el acto.
Bueno, para resumir, se murió. No fue culpa nuestra. Pero tuvimos la sensación de que lo era. La llevamos al veterinario y le compramos comida especial, pero se puso cada vez más enferma. Tanto mi madre como yo la queríamos mucho a esas alturas. Mi madre volvió a cogerla y la llevó a un especialista del Animal Medical Center. Y el veterinario nos dijo que la perra tenía una enfermedad, no me acuerdo del nombre, y que ya la tenía cuando la encontramos, y ya sé que no es lo que quiere oír, pero será mucho mejor para ella si la dormimos ahora mismo…
Mi mano volaba sobre el papel en temerarios saltos y sacudidas. Pero al llegar al final de la hoja, mientras cogía otra, me detuve horrorizado. Lo que experimenté como ingravidez, un magnífico planeo a modo de última oportunidad, no era la despedida elocuente y afectuosa que había imaginado. La letra descendía y descendía a través de la hoja, y no era inteligente ni coherente, ni siquiera resultaba legible. Tenía que haber una forma mucho más breve y simple de dar las gracias a Hobie y decirle lo que tenía que decir, a saber: que no se sintiera mal, que siempre había sido bueno conmigo y había hecho todo lo posible para ayudarme, del mismo modo que mi madre y yo habíamos hecho todo lo posible para ayudar a un cachorro de pitbull que —en realidad, venía a cuento contárselo pero no quería alargarme demasiado—, pese a todas sus dulces cualidades, fue increíblemente destructivo los días que precedieron su muerte, poco menos que destrozó todo el piso e hizo trizas el sofá.
Sensiblero, autoindulgente, falto de gusto. Era como si me hubieran arrancado la piel de la garganta con una navaja.
Fuera la tapicería. Mira, hay carcoma. Tendremos que tratarlo con Cuprinol.
La noche que me metí una sobredosis en el cuarto de baño del piso de arriba de Hobie, esperando no despertar y aun así despertando con la mejilla sobre la flipante baldosa hexagonal del suelo, me quedé asombrado de lo radiante que podía ser un cuarto de baño de preguerra con sencillos accesorios blancos cuando lo mirabas desde la vida después de la muerte.
¿El comienzo del fin? ¿O el fin del fin?
Fabelhaft. Divirtiéndome como nunca.
Paso a paso. Aspirinas. Agua fría del minibar. Las aspirinas me rasparon la garganta y se me quedaron atascadas en el pecho, como si fueran grava, y me lo golpeé intentando tragarlas; el alcohol hizo que me sintiera mucho más enfermo; sediento y confuso, con anzuelos en el cuello, me caían gotas absurdamente por las mejillas mientras resollaba y boqueaba, había descorchado el vino para darme (supuestamente) un lujo pero me bajó al estómago como si fuera aguarrás, abrasando y haciendo cortes; tenía que llenar la bañera, tenía que pedir algo caliente, algo sencillo, un caldo o un té. No, se trataba de acabar el vino o quizá cambiar y pasarme al vodka; había leído por internet que solo el dos por ciento de los intentos de suicidio por sobredosis tenían éxito, lo que me pareció una cifra absurdamente baja aunque por desgracia la experiencia la confirmara. «¡Ya no lloverá más!». Así rezaba una nota de despedida de un suicida. «Solo era una farsa». El marido de Jean Harlow, que se mató la noche de bodas. La nota de George Sander había sido la mejor, un clásico del viejo Hollywood que mi padre se había aprendido de memoria y le gustaba citar: «Querido Mundo, me voy porque me aburro». Y luego la de Hart Crane. Giro y salto, con la camisa hinchándose al caer. «¡Adiós a todos!». Un grito de despedida tirándose del barco.
Ya no sentía el cuerpo como mío. Había dejado de pertenecerme. Las manos, al moverse, parecían independientes, flotando con vida propia, y cuando me levanté fue como si accionaran una marioneta, desdoblándome e irguiéndome a tirones colgado de cuerdas.
Hobie me había dicho que cuando era joven bebía Cutty Sark porque era el whisky que bebía Hart Crane. Cutty Sark significa «falda corta».
Paredes verde pálido en la habitación con piano, palmeras y helados de pistacho.
Ventanas cubiertas de escarcha. Habitaciones sin calefacción de la niñez de Hobie.
Los grandes maestros nunca se equivocaban.
¿Qué pensaba yo, qué sentía?
Me resultaba doloroso respirar. El paquete de heroína estaba en la mesilla de noche del otro lado de la cama. Pero aunque mi padre, con su amor incondicional por el infernal mundo del espectáculo, habría admirado la escena —drogas, cenicero sucio, alcohol y demás—, yo no podía soportar pensar en que me encontraran espatarrado con el albornoz de cortesía del hotel, como un cantante del pasado. Lo que tenía que hacer era limpiar, ducharme y ponerme el traje, para no tener un aspecto tan tirado cuando me encontraran, y solo entonces, después de que las camareras de noche acabaran su turno, retiraría por fin de la puerta el letrero de «No molesten»; era mejor que me encontraran a primera hora, no quería que me descubrieran por el olor.
Tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida desde la noche que había pasado con Pippa, y pensé en lo feliz que fui, corriendo a reunirme con ella en la invernal oscuridad de contornos nítidos, mi euforia al verla bajo la farola delante del Film Forum, y cómo me detuve en la esquina para saborear el momento, la alegría de contemplarla esperándome. Su expectante cara observando a la gente. Ella esperándome a mí. Y el corazón paralizado de creer, solo por un instante, que podías tener lo que nunca sería tuyo.
El traje del armario. Todas las camisas sucias. ¿Por qué no se me había ocurrido darlas al servicio de lavandería? Tenía los zapatos empapados y destrozados, lo que ponía una triste nota final al cuadro, pero (deteniéndome confuso en mitad de la habitación), ¿iba a tumbarme vestido por completo, con zapatos y todo, como un cadáver sobre mármol? Me entró un sudor frío, seguido de nuevos escalofríos y temblores. Necesitaba sentarme. Tal vez tendría que replantearme la presentación. Romper las cartas. Arreglarlo todo para que pareciera un accidente. Era mucho mejor que pareciera que iba a una misteriosa fiesta de etiqueta, solo una esnifada antes de salir…, sentándome en el borde de la cama, tal vez me había excedido un poco, chispas y destellos negros, desplomándome de un modo delicioso. Ay.
Alas blancas de revuelo. Un salto hacia el infinito.
Luego —tras un clarín de trompetas— me sobresalté. La salmodia litúrgica dio paso a un arranque de orquestación inapropiadamente festiva. Melódica, metálica. Una oleada de frustración bullía dentro de mí. La suite de El cascanueces. Todo estaba mal. Todo. Un gran espectáculo navideño lleno de vida no era la nota adecuada para irme, un número orquestal lleno de vitalidad, la Marcha de nosecuantos, y enseguida se me revolvió el estómago, noté un violento tirón en la garganta, tenía la sensación de que había tragado un cuarto de galón de zumo de limón y antes casi de que me diera cuenta me abalancé hacia la papelera y lo vomité todo en un claro chorro ácido, oleada tras oleada tras oleada amarillenta.
Cuando terminó, me senté en la alfombra con la frente apoyada en el duro borde metálico de la papelera y la animada música del ballet infantil sonando irritantemente de fondo; ni siquiera estaba borracho, eso era lo peor, solo enfermo. Alcancé a oír en el pasillo a una manada de estadounidenses, parejas riéndose y despidiéndose con ruidosos adioses antes de irse cada una a sus respetivas habitaciones; viejos amigos de la universidad, con empleos en el sector financiero, cinco años y pico de ejercicio de la abogacía corporativa y Fiona entraría en primero en otoño, todo va bien en Oaklandia, bueno, buenas noches entonces, os queremos, una vida que yo mismo podría haber tenido, solo que no la quise. Eso es lo último que recuerdo haber pensado antes de levantarme tambaleándome para apagar la irritante música y, con el estómago revuelto, tirarme boca abajo sobre la cama como si saltara de un puente, con todas las lámparas de la habitación todavía encendidas mientras me sumergía lejos de la luz y la negrura me cubría la cabeza.
IV
De pequeño, después de la muerte de mi madre, siempre me esforzaba en retenerla en mi mente cuando intentaba dormirme para así soñar con ella, pero nunca lo lograba. Mejor dicho, soñaba con ella constantemente pero como una ausencia, no una presencia; una brisa que soplaba a través de una casa recién desalojada, su letra en un bloc de notas, el olor de su perfume, calles en extrañas ciudades perdidas donde sabía que ella había caminado hacía apenas un momento antes de desaparecer, una sombra que se alejaba sobre una pared iluminada por el sol. A veces la veía en medio de una multitud, o en un taxi que arrancaba, y atesoraba esos vislumbres, a pesar de que nunca era capaz de alcanzarla. Siempre acababa eludiéndome: no llegaba al teléfono o perdía su número; subía sin aliento las escaleras y llegaba jadeando a un lugar donde esperaba verla, y descubría que no estaba. En la vida de un adulto esos crónicos encuentros fallidos por los pelos bullían de una ansiedad más desagradable y mucho más dolorosa: me quedaba paralizado de pánico al averiguar, o recordar, o enterarme por alguna fuente inverosímil de que vivía en el otro extremo de la ciudad, en algún piso de mala muerte donde, por razones inexplicables, no había ido a verla ni me había puesto en contacto con ella durante años. Por lo general, cuando me despertaba estaba frenético intentando parar un taxi o abrirme paso hasta ella. Esas situaciones insistentes tenían una cualidad repetitiva y rayana en la brutalidad que me recordaba al tenso marido de Wall Street de una de las clientes de Hobie que, si estaba de humor, contaba las mismas tres anécdotas de su experiencia en la guerra de Vietnam una y otra vez con las mismas palabras y gestos mecánicos: el mismo martilleo de la ametralladora, la misma mano cortando siempre en el mismo lugar. Todos se quedaban pétreos durante las copas de sobremesa cuando él se embarcaba en el mismo número de siempre que todos habíamos visto un millón de veces y que (como mis propias búsquedas crueles de mi madre, noche tras noche, año tras año, sueño tras sueño) era rígido e invariable. Siempre tropezaba y caía con la misma raíz de árbol; nunca llegaba hasta su amigo Gage a tiempo del mismo modo que yo nunca lograba encontrar a mi madre.
Pero esa noche la encontré por fin. O, para ser más exactos, ella me encontró a mí. Parecía algo excepcional, aunque quizá alguna otra noche, en algún otro sueño, ella había acudido a mí, tal vez cuando me moría, si bien eso parecía mucho desear. Sin duda tendría menos miedo a la muerte (no solo mi propia muerte sino la de Welty, la de Andy, la Muerte en general) si creyera que una persona que conozco puede salir a nuestro encuentro en la puerta, porque —escribo esto al borde de las lágrimas— pienso en cómo el pobre Andy me dijo, con expresión aterrorizada, que mi madre era la única persona que conocía, y que le gustaba, que había muerto. Así, cuando Andy, escupiendo y tosiendo, se vio arrastrado hasta el país del otro lado del agua, quizá fue mi madre quien se arrodilló a su lado para recibirlo en esa orilla extraña. Quizá sea estúpido expresar siquiera tales esperanzas. Por otra parte, quizá es más estúpido no hacerlo.
Excepcional o no, esa visita era un regalo; y si ella solo disponía de una visita, eso era todo lo que le permitían, la había guardado para cuando importara. Porque, de pronto, allí estaba. Yo me encontraba de pie frente al espejo, mirando la habitación reflejada detrás de mí, un interior muy parecido a la tienda de Hobie, o más bien una versión más espaciosa y en apariencia eterna, paredes de un marrón violonchelo y una ventana abierta que era como un punto de entrada a un teatro mucho más grande e inimaginable de luz de sol. El espacio que había detrás de mí en el marco no era un espacio en el sentido convencional sino una armonía totalmente serena, una realidad de aspecto más real y más amplia con un profundo silencio a su alrededor, más allá del sonido y el habla; donde todo era inmovilidad y claridad, y, al mismo tiempo, como en una película proyectada al revés; podías imaginar también la leche derramada metiéndose de nuevo en la jarra, un gato saltando que volaba hacia atrás para aterrizar sin hacer ruido en una mesa, una estación de paso donde el tiempo no existía, o, más exactamente, existía todo a la vez en todas direcciones, todas las historias y los movimientos ocurriendo de manera simultánea.
Cuando aparté la vista por un momento y miré de nuevo, la vi reflejada detrás de mí en el espejo. Me quedé sin habla. Por alguna razón sabía que no me estaba permitido volverme —iba contra las reglas, fueran cuales fuesen estas—, pero podíamos vernos, nuestros ojos se encontraron en el espejo, y ella se alegraba tanto de verme como yo de verla a ella. Ella era la misma. Una presencia encarnada. En ella había una realidad física, había profundidad e información. Ella estaba entre el lugar del que había salido, el paisaje que hubiera más allá, y yo. Y todo se redujo al instante en que nuestras miradas se encontraron en el espejo, sorpresa y diversión, sus bonitos ojos azules con los oscuros aros alrededor de los iris, ojos azul claro llenos de luz: ¡hola! Afecto, inteligencia, tristeza, humor. Había movimiento e inmovilidad, inmovilidad y modulación, y toda la carga y la magia de un gran cuadro. Diez segundos, la eternidad. Todo era un círculo que retrocedía hasta ella. Podías atraparlo en un instante, vivir en él para siempre; existía solo en el espejo, dentro del espacio del marco, y aunque no estaba vivo, no exactamente, tampoco estaba muerto porque aún no había nacido y sin embargo nunca había dejado de nacer; como, extrañamente, yo tampoco había hecho de algún modo. Supe que podía decirme lo que yo quisiera saber (de la vida, la muerte, el pasado, el futuro) aunque allí, en su sonrisa, estaba la respuesta a todas las preguntas, la sonrisa anterior a la Navidad de alguien que tiene un secreto demasiado maravilloso para dejarlo escapar así sin más: «Bueno, tendrás que esperar para verlo, ¿no?». Pero justo cuando ella estaba a punto de hablar, echándome un exasperado y afectuoso aliento que yo conocía muy bien, cuyo sonido podía oír incluso ahora, me desperté.
V
Cuando abrí los ojos ya era por la mañana. Todas las lámparas de la habitación estaban encendidas y yo seguía bajo el edredón sin recordar cómo me había deslizado debajo de él. Todo seguía saturado y bañado en la presencia de ella, más elevada, más amplia, más profunda que la vida, un cambio de óptica que había creado un borde del arco iris, y recuerdo que pensé que así era como debía de sentirse uno después de tener visiones de santos; no es que mi madre fuera santa, pero su aparición había sido tan vívida y sorprendente como una llama que se enciende en una habitación oscura.
Todavía medio dormido me dejé ir bajo las sábanas, eufórico por la dulzura del sueño que flotaba en silencio a mi alrededor. Incluso los ruidos matinales del pasillo se contagiaron del ambiente y el color de la presencia de mi madre; porque si escuchaba con atención en mi estado semidormido, me parecía que podía oír la luz específica, el sonido alegre de sus pasos mezclados con el traqueteo de los carritos del servicio de habitaciones yendo y viniendo por el pasillo y el estrépito de los cables del ascensor, las puertas del ascensor que se abrían y se cerraban; un sonido muy urbano que yo asociaba con Sutton Place y con ella.
De pronto, estallando en las últimas volutas de bioluminiscencia que seguían colgando del sueño, las campanas de la iglesia más cercana tocaron con un estruendo tan violento que me erguí de pánico, buscando a tientas las gafas. Había olvidado qué día era: Navidad.
Tambaleándome, me levanté y me acerqué a la ventana. Campanas, campanas. Las calles estaban blancas y desiertas. La escarcha brillaba sobre los tejados de tejas; fuera, en el Herengracht, la nieve danzaba y flotaba. Una bandada de mirlos graznaba y descendía en picado sobre el canal, el cielo estaba lleno de ellos, grandes descensos de lado y ondulaciones como un solo cuerpo inteligente yendo de aquí para allá, y su movimiento parecía introducirse en mí casi a nivel celular, cielo blanco y nieve que se arremolinaba y la feroz ráfaga de viento de los poetas.
Primera regla para la restauración de muebles. Nunca hacer algo que no se pueda deshacer.
Me duché, me afeité y me vestí. Luego, sin hacer ruido, ordené e hice el equipaje. De algún modo tenía que dar con Giuri, suponiendo que estuviera vivo, que lo dudaba, para devolverle el anillo y el reloj; solo el reloj valía una fortuna, como un BMW serie 7 que serviría para pagar la entrada de un piso. Se los mandaría a través de FedEx a Hobie para que los guardara bien y dejaría su nombre en la recepción por si acaso aparecía Giuri.
Los cristales cubiertos de escarcha, la nieve envolviendo en fantasmas los adoquines profunda y silenciosamente, sin tráfico en las calles, los siglos se superponían, la década de 1940 pasando por la década de 1640.
Era importante no pensar demasiado. Lo importante era utilizar la energía del sueño que no me había abandonado al despertarme. Como no hablaba holandés, decidí ir al consulado de Estados Unidos y allí pedir que telefonearan a la policía holandesa. Estropeando la festiva comida familiar de Navidad a un empleado del consulado. Pero no me fiaba de mí mismo para esperar. Quizá fuera buena idea entrar en la página web del Departamento de Asuntos Exteriores y averiguar mis derechos como ciudadano estadounidense; sin duda había muchos lugares peores donde acabar que una cárcel de Holanda y quizá si me presentaba y les contaba todo lo que sabía (Horst y Sascha, Martin y Frits, Frankfurt y Amsterdam), ellos podrían dar con el cuadro.
Pero quién sabía cómo funcionaría. De lo único que estaba seguro era de que las tácticas evasivas habían terminado. Pasara lo que pasase, yo no sería como mi padre, escabulléndome y tramando hasta el mismo momento de estrellar el coche y estallar en llamas; daría la cara y afrontaría lo que ocurriera; y entonces fui derecho al cuarto de baño y tiré por el retrete el sobre de papel vegetal.
Y eso fue todo: tan rápido como lo de Martin e igual de irrevocable. ¿Qué era lo que le gustaba decir a mi padre? Apechuga con las consecuencias. Aunque él no lo hubiera hecho.
Recorrí toda la habitación, hice todo lo que había que hacer menos escribir las cartas. Hasta mi caligrafía me hizo hacer una mueca. Pero —a causa de la mala conciencia di un respingo— tenía que escribir a Hobie; no las vacilaciones autocompasivas de un borracho sino unas pocas líneas serias, contándole dónde estaba el talonario, el libro mayor, la llave de la caja fuerte. Probablemente podría admitir por escrito el fraude de los muebles, y establecer claro y fuerte que él no había tenido nada que ver. Quizá podría autentificarlo mediante un acta notarial y un testigo en el consulado estadounidense; quizá Holly (o quien fuera) se compadecería y llamaría a alguien que se prestara a hacerlo antes de telefonear a la policía. Grisha podría respaldarme sin incriminarse a sí mismo; nunca hablamos de ello, nunca me cuestionó pero él sabía que todos esos discretos viajes a la unidad de almacén no eran legales.
Solo me quedaban Pippa y la señora Barbour. ¡Dios mío, cuántas cartas había escrito a Pippa y nunca le envié! Mi mayor esfuerzo, el más creativo, después de la desastrosa visita con Everett, había empezado y terminado con lo que creía que era una frase ligera y afectiva: «Me marcho un tiempo». Como posible nota de un suicida me había parecido en esos momentos, desde el punto de vista de la brevedad, una obra maestra. Por desgracia, había calculado mal la dosis y despertado doce horas más tarde con la colcha cubierta de vómito, y tuve que bajar tambaleándome y todavía mareado a las diez de la mañana para una reunión con los de Hacienda.
Dicho esto, una nota antes de ir a la cárcel era otro asunto y era mejor dejarla sin escribir. Pippa no se dejaría engañar sobre quién era yo. Yo no tenía nada que ofrecerle. Yo era enfermedad, inestabilidad, todo aquello de lo que ella quería huir. La cárcel no haría sino confirmar lo que ella ya sabía. Lo mejor que podía hacer yo era interrumpir el contacto. Si mi padre había querido realmente a mi madre, como afirmaba haber hecho al principio, ¿no habría hecho lo mismo?
Por último, la señora Barbour. Era algo que no sabes hasta que el barco se hunde, la clase de información sumamente sorprendente que no descubres sobre ti mismo hasta el último momento desesperado en que bajan los botes salvavidas y el barco está envuelto en llamas, pero, al final, cuando pensé en matarme, ella fue la única persona a la que me costó realmente hacerle algo así.
Mientras salía de la habitación para bajar a la recepción y preguntar por el servicio de FedEx, y entrar en la página web del Departamento de Asuntos Exteriores antes de llamar al consulado, me detuve. Del pomo de la puerta colgaba una pequeña bolsa de caramelos envuelta con una cinta y una nota escrita a mano: Merry Christmas! En alguna parte la gente se reía y por el pasillo flotaba un delicioso olor a café fuerte, azúcar quemado y pan recién horneado del servicio de habitaciones. Todas las mañanas pedía el desayuno del hotel y me obligaba a tomarlo. ¿No era famosa Holanda por su café? Y sin embargo me lo bebía todas las mañanas sin saborearlo.
Me metí la bolsa de caramelos en el bolsillo de la americana y me detuve en el pasillo inhalando hondo. Incluso a los hombres condenados se les permitía escoger una última comida, un tema de conversación que Hobie (cocinero infatigable y alegre tragón) había sacado en más de una ocasión al final de una velada con un Armagnac mientras daba vueltas buscando cajas de rapé vacías y platitos para utilizar como ceniceros improvisados para sus huéspedes; para él se trataba de una pregunta metafísica que era mejor contemplar con el estómago lleno, después de haber recogido los postres y de pasar el último plato de caramelos de jazmín, porque contemplando realmente el fin, al final de la velada, cerrando los ojos y diciendo adiós a la Tierra, ¿qué escogerías? ¿Algo reconfortante que te recordara el pasado? ¿Una sencilla comida de pollo de algún domingo olvidado de la niñez? ¿O el último intento de lujo, al otro extremo del horizonte, faisán y camemoros, y trufas blancas de Alba? En cuanto a mí, no sabía siquiera que tenía hambre hasta que salí al pasillo, pero en ese momento, allí parado con el estómago revuelto, un gusto amargo en la boca, y la perspectiva de la que sería mi última comida libremente escogida, me pareció que nunca había olido nada tan delicioso como ese olor azucarado: café con canela y los simples panecillos con mantequilla del desayuno continental. Curioso, pensé mientras entraba de nuevo en la habitación y cogía el menú del servicio de habitaciones: querer algo tan sencillo, tener tanto apetito por el apetito en sí.
Vrolijk Kerstfeest!, me dijo el chico de la cocina media hora después, un adolescente robusto y despeinado salido de un cuadro de Jan Steen, con una corona de espumillón sobre la cabeza y una ramita de acebo detrás de la oreja.
Levantando con un ostentoso ademán las tapas plateadas de las bandejas calientaplatos: «pan holandés especial de Navidad», dijo, señalándolo irónicamente. «Solo hoy». Yo había pedido el «Desayuno Festivo con Champán», que incluía un benjamín de champán, huevos con trufas y caviar, una macedonia, un plato de salmón ahumado, una ración de paté y media docena de platos con salsas, pepinillos, alcaparras, condimentos y cebollas encurtidas.
Él descorchó el champán antes de retirarse (después de que le diera de propina casi todos los euros que me quedaban), y acababa de servirme un café y lo estaba probando con mucho cuidado, preguntándome si podría retenerlo (seguía aprensivo y de cerca no olía tan bien), cuando sonó el teléfono.
Era el recepcionista.
—Feliz Navidad, señor Decker —dijo rápidamente—. Lo siento pero alguien está subiendo para verle. He tratado de detenerlo…
—¿Cómo? —Paralizado. Con la taza en el aire.
—Está subiendo en estos momentos. He tratado de detenerlo. Le he pedido que esperaran pero no ha querido. Es decir, mi compañero le ha pedido que esperara. Pero ha empezado a subir antes de que pudiera…
—Ah.
Recorrí la habitación con la mirada. Toda mi resolución se desvaneció en un instante.
—Mi compañero… —El recepcionista dijo algo a alguien cubriendo el auricular con una mano—, mi compañero ha salido tras él, Todo ha sido muy repentino, y pensé que debía…
—¿Ha dado su nombre? —pregunté, acercándome a la ventana y preguntando si podía romperla con una silla. No estaba en un piso muy alto y era un salto moderado de unos doce pies.
—No, señor. —Hablaba muy deprisa—. No hemos podido…, quiero decir que estaba tan resuelto… Se ha escabullido por delante del mostrador antes de…
Conmoción en el pasillo. Alguien gritó algo en holandés.
—Hay poco personal esta mañana, como estoy seguro de que comprenderá…
Golpes llenos de determinación en la puerta, seguidos de una sacudida brusca y nerviosa, como el infinito chorro que salía de la frente de Martin, y el café me saltó por los aires. Mierda, pensé, mirándome el traje y la camisa: hechos un asco. ¿No podían haber esperado a que desayunara? Limpiándome la camisa con una servilleta mientras me acercaba con aprensión a la puerta, de pronto pensé: quizá son los tipos de Martin. Quizá todo sea más rápido de lo que pensaba.
Pero cuando abrí la puerta de par en par, apenas podía creerlo: allí estaba Boris. Despeinado, con los ojos rojos y un aspecto lamentable. Nieve en el pelo, nieve sobre los hombros del abrigo. Me quedé tan sorprendido como aliviado.
—Todo en orden —dije hacia el resuelto recepcionista que se acercaba a zancadas mientras Boris me abrazaba.
—¿Lo ve? ¿Por qué debía esperar? ¿Por qué? —repitió Boris irritado, arrojando un brazo hacia el empleado, que se paró en seco para mirarnos—. ¿No se lo he dicho? ¿No le he dicho que sabía dónde estaba su habitación? ¿Cómo iba a saberlo si no fuera mi amigo? —Luego, volviéndose hacia mí—. No sé a qué viene este número. ¡Ridículo! —(Lanzando una mirada de odio al recepcionista)—. Me tienen esperando, esperando. ¡Han tocado el timbre! Y en cuanto empiezo a subir, «espere, espere, señor» —gimoteó con voz infantil—, «vuelva», y sale este detrás de mí…
—Gracias —le dije al recepcionista, o más bien a su espalda, ya que después de mirarnos durante varios minutos con expresión sorprendida y disgustada, se dio media vuelta en silencio para irse—. ¡Muchas gracias, de verdad! —grité hacia el pasillo; era agradable saber que detenían a la gente que se precipitaba sola escaleras arriba.
—No hay de qué, señor. —Sin molestarse en volverse—. Feliz Navidad.
—¿Vas a dejarme entrar? —me preguntó Boris cuando por fin se cerró la puerta del ascensor y nos vimos solos—. ¿O nos quedamos aquí tranquilamente a mirar? —Hedía, como si no se hubiera duchado durante días, y parecía a la vez desdeñoso y muy satisfecho consigo mismo.
—Yo… —El corazón me latía con fuerza y volvía a sentirme enfermo—, espera un momento.
—¿Un momento? —Me miró de arriba abajo con desdén—. ¿Tienes que ir a alguna parte?
—La verdad es que sí.
—Potter… —Medio en broma, dejando la bolsa en el suelo y poniéndome los nudillos en la frente—. Tienes mala cara. Estás febril. Parece que acabes de excavar el canal de Panamá.
—Me siento genial —repliqué cortante.
—Pues no lo parece. Estás blanco como un pez. ¿Por qué vas tan elegante? ¿Por qué no has respondido a mis llamadas? ¿Qué es esto? —preguntó, mirando por encima de mi hombro el carrito del servicio de habitaciones.
—Adelante. Sírvete tú mismo.
—Bueno, si no te importa lo haré. Qué semana. Llevo toda la puta noche en el coche. Una forma asquerosa de pasar la Nochebuena… —Se quitó el abrigo con torpeza y lo dejó caer en el suelo—. Bueno, la verdad dicha, he pasado muchas peores. Al menos no había tráfico en la autopista. Hemos parado en un lugar horrible de la carretera, el único abierto, una estación de servicio donde solo había frankfurts con mostaza, normalmente me gustan, pero, Dios, el estómago… —Cogió una copa del bar y se sirvió champán—. Y tú aquí dándote la gran vida. —Agitó una mano—. Una etapa de lujo. —Se quitó los zapatos y retorció los pies dentro de los calcetines mojados—. Dios, tengo los dedos helados. Había mucho barro por las calles…, toda la nieve se está derritiendo. —Acercó una silla—. Siéntate conmigo. Come algo. He venido en buen momento. —Levantó la tapa del calientaplatos y olisqueó los huevos con trufas—. ¡Deliciosos! ¡Todavía están calientes! ¿Qué es eso? —me preguntó cuando metí una mano en el bolsillo del abrigo y le tendí el reloj y el anillo de Giuri—. ¡Ah, sí! No importa. Puedes dárselos tú mismo.
—No, hazlo tú por mí.
—Bueno, deberíamos llamarlo. Este festín es para cinco personas. ¿Por qué no llamamos… —levantó la botella de champán y miró el nivel como si estudiara una tabla de cifras financieras preocupantes— y pedimos otra de estas, una botella llena, o quizá dos, y los mandamos por más café, o quizá té? —Acercó más la silla—. ¡Me muero de hambre! Le diré a Giuri… —dijo mientras cogía un pedazo de salmón ahumado y lo dejaba caer en su boca antes de llevarse una mano al bolsillo buscando el móvil— que deje el coche en alguna parte y suba, ¿te parece bien?
—Sí. —Algo en mí se había muerto al ver a Boris, casi como me ocurría con mi padre cuando era pequeño, después de muchas horas solo en casa sentía una involuntaria oleada de alivio al oír su llave en la cerradura y en el instante de verlo se me caía el alma a los pies.
—¿Qué, no quieres que venga Giuri? —Lamiéndose los dedos ruidosamente—. ¿Quién crees que ha conducido toda la noche y ha aguantado sin dormir? Dale algo para desayunar al menos. —Empezó a comer los huevos—. Han pasado muchas cosas.
—A mí también me han pasado muchas cosas.
—¿Adónde vas?
—Pide lo que quieras. —Buscando la llave electrónica en el bolsillo y dándosela—. Dejaré la cuenta abierta. Que te lo carguen a la habitación.
—Potter… —dijo, tirando la servilleta y saliendo tras mí. Me detuvo a media zancada, y, para mi sorpresa, se echó a reír—. Vete entonces con tu nuevo amigo o lo que sea tan importante que tienes que hacer.
—Me han pasado muchas cosas.
—Bueno… —replicó él con suficiencia—, no sé las cosas que te han pasado a ti, pero puedo decirte las que me han pasado a mí y son por lo menos cinco mil veces más. Ha sido una semana inolvidable. Como para escribir un libro. Mientras tú te has estado dando lujos en el hotel, yo… —Dio un paso hacia delante y me puso una mano en la manga—. Espera.
Le sonó el móvil; se volvió a medias, habló rápidamente en ucraniano antes de interrumpirse y colgar de golpe al ver que yo me dirigía a la puerta.
—Potter. —Me sujetó por los hombros y me miró fijamente a las pupilas, luego me dio la vuelta y me condujo de nuevo a la habitación, cerrando la puerta con el pie—. ¿Qué coño? Eres como La noche del zombi. ¿Era esa la película que nos gustó? ¿En blanco y negro? No La noche de los muertos vivientes sino la poética…
—Yo anduve con un zombie, de Val Lewton.
—Exacto. A esa me refiero. Siéntate. La hierba de aquí es muy potente, aunque estés acostumbrado a ella, debería haberte advertido…
—No he fumado hierba.
—… porque te lo aseguro, la primera vez que vine aquí, a los veinte años o así, fumaba árboles cada día, creía que podía manejar lo que fuera y… Dios mío, fue culpa mía…, me porté como un imbécil con el tipo del café. «Dame lo más fuerte que tengas». ¡Ya lo creo que lo hizo! ¡Tres caladas y no podía caminar! ¡No podía tenerme en pie! ¡Era como si me hubiera olvidado de cómo se movían los pies! Visión periférica restringida, sin control de los músculos. ¡Una desconexión total con la realidad! —Boris me llevó a la cama, y estaba sentado a mi lado rodeándome los hombros con un brazo—. Y, ya me conoces, pero… ¡eso nunca! El corazón me latía a toda velocidad, como si corriera y corriera, todo el tiempo estuve sentado rígido, sin comprender dónde estaba…, ¡en una oscuridad horrible! Totalmente solo y llorando un poco, ya sabes, hablando mentalmente con Dios, «qué he hecho para merecer esto». ¡No recordaba haberme ido del café! Era como una pesadilla horrible. Y eso es la hierba, que no se te olvide. ¡La hierba! Salí a la calle, con las piernas temblorosas, y me agarré a la barra de un aparcamiento de bicicletas que había cerca de la plaza Dam. Creía que los coches venían por la acera e iban a atropellarme. Al final me orienté y encontré el piso de mi novia en el barrio de Jordaan y estuve tumbado mucho rato en la bañera sin agua. Así que… —Miraba con recelo la pechera de mi camisa manchada de café.
—No he fumado hierba.
—Lo sé, ya me lo has dicho. Solo te contaba una anécdota. Aunque quizá no tenía mucho interés para ti. Bueno…, no me extraña. En fin. —El silencio que siguió fue interminable—. He olvidado decir…, he olvidado decir… —continuó mientras me servía un vaso de agua mineral— que, después de ese día, el día que estuve vagando por Dam, me encontré fatal durante tres días. Mi novia me dijo: «Salgamos de aquí, Boris, no puedes quedarte más tiempo ahí tumbado y malgastar todo el fin de semana». Vomité en el museo de Van Gogh. Con mucha clase.
El agua fría, al golpear mi garganta dolorida, me puso la piel de gallina y me trajo un recuerdo corporal visceral de la niñez: la dolorosa luz del sol del desierto, una dolorosa resaca de tarde, con los dientes castañeteándome en el frío del aire acondicionado. Boris y yo tan enfermos que no parábamos de vomitar, y nos reíamos de vomitar, lo que nos hacía vomitar aún más. Sufriendo arcadas al ver las rancias galletas saladas de la caja que yo tenía en la habitación.
—Bueno… —Boris mirándome de reojo—, podrías tener algo. Si no fuera Navidad bajaría a buscar algo para tu estómago. Toma, toma —añadió dejando caer algo de comida en el plato y dándomelo a la fuerza.
Cogió la botella de champán de la cubitera, miró de nuevo el nivel y se sirvió el resto en mi copa de zumo de naranja medio vacío (medio vacío porque él se lo había bebido).
—¡Feliz Navidad! —dijo alzando la copa de champán hacia mí—. ¡Larga vida para los dos! ¡Cristo ha nacido, glorifiquémoslo! —Y se la bebió de golpe. Tiró los panecillos sobre el mantel y estaba amontonando comida para él en la panera de cerámica—. Lo siento, ya sé que quieres saberlo todo, pero tengo hambre y debo comer primero.
Paté. Caviar. Pan de Navidad. A pesar de todo yo también tenía hambre y decidí ser agradecido con las circunstancias y con la comida que tenía delante, y empecé a comer. Durante un rato ninguno de los dos dijo una palabra.
—¿Mejor? —me preguntó él por fin, mirándome—. Estás exhausto. —Se sirvió un poco más de salmón—. Ha habido una pasa de gripe. Shirley también tiene.
No dije nada. Empezaba a hacerme a la idea de que él estaba en la habitación conmigo.
—Creía que ibas a salir con una chica. Bueno, te diré dónde hemos estado Giuri y yo —dijo, cuando no respondí—. Hemos estado en Frankfurt. Bueno…, eso ya lo sabes. ¡Ha sido una locura! Pero… —Apuró el champán, luego se acercó al minibar y se acuclilló para mirar lo que había en él.
—¿Tienes mi pasaporte?
—Sí, tengo tu pasaporte. ¡Vaya, aquí hay un buen vino! ¡Y todos estos botellines de Absolut!
—¿Dónde está?
—Ah… —Regresó a grandes zancadas con el vino tinto bajo el brazo y tres botellines de vodka del minibar que metió en la cubitera—. Aquí tienes. —Lo sacó del bolsillo y la arrojó con descuido sobre la mesa antes de sentarse—. Ahora, ¿brindamos?
Yo seguía sentado en el borde de la cama sin moverme, con el plato de comida medio vacío todavía en el regazo. Mi pasaporte.
En el largo silencio que siguió, Boris alargó un brazo por encima de la mesa y dio un capirotazo con el dedo corazón en el borde de mi copa de champán, produciendo un tintineo cristalino como el de una cuchara al golpear una copa.
—Atención, por favor —pidió con ironía.
—¿Qué?
—¿Un brindis? —Inclinó su copa hacia mí.
Me froté la frente con una mano.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Eh?
—¿Por qué quieres brindar exactamente?
—¿Por la Navidad? ¿La misericordia de Dios? ¿Te sirve?
Entre ambos se hizo un silencio que, si bien no era exactamente hostil, adquirió al intensificarse un tono sin duda audaz y difícil de controlar. Al final Boris se recostó en la silla y señaló la copa con la cabeza.
—Lamento tener que pedírtelo, pero cuando te canses de mirarme fijamente, ¿crees que podríamos…?
—Voy a tener que desentrañar todo esto en algún momento.
—¿Cómo?
—Supongo que tendré que ordenar todo esto en mi mente en algún momento. No será fácil. Eso va allí…, eso aquí. Dos montones distintos, quizá tres.
—Potter, Potter, Potter… —dijo él con afecto, medio burlón, echándose hacia delante—, eres un zoquete. No tienes sentido de la gratitud ni de la belleza.
—El sentido de la gratitud. Supongo que brindaré por eso.
—¿Qué? ¿No recuerdas la feliz Navidad que pasamos juntos? ¿Los felices tiempos pasados que nunca volverán? ¿Tu padre… —un gesto grandioso— sentado a la mesa del restaurante? ¿El festín y la alegría? ¿La feliz celebración? ¿No honras ese recuerdo en tu corazón?
—Por el amor de Dios.
—Potter —dijo conteniendo el aliento—, eres un caso. Eres peor que una mujer. «Deprisa, deprisa». «Levántate y vete». ¿No leíste mis mensajes?
—¿Cómo?
Boris, que alargó el brazo para coger la copa, se detuvo en seco. Echó un vistazo al suelo y de pronto fui muy consciente de la bolsa que había junto a su silla.
Divertido, él se hurgó los dientes delanteros con la uña del pulgar.
—Adelante.
Las palabras flotaron sobre la mesa de comedor. Reflexiones distorsionadas en la tapa en forma de cúpula del calientaplatos plateado.
Cogí la bolsa y me puse en pie; y su sonrisa se desvaneció cuando me dirigí a la puerta.
—¡Espera!
—¿Que espere qué?
—¿No vas a abrirla?
—Mira… —Me conocía muy bien y no me fiaba lo suficiente de mí mismo para esperar; no permitiría que ocurriera dos veces lo mismo…
—Voy a llevarlo abajo para que lo metan en la caja fuerte.
No sabía siquiera si había caja fuerte, solo que no quería tener el cuadro cerca, estaría más seguro con desconocidos, en un guardarropa, donde fuera. Además, pensaba llamar a la policía en cuanto Boris se marchara, pero no hasta entonces; no había motivos para mezclar a Boris en el asunto.
—¡Ni siquiera lo has abierto! ¡Ni siquiera sabes qué es!
—He tomado debida nota.
—¿Qué demonios significa eso?
—Quizá no necesito saber qué es.
—¿Ah, no? Quizá sí. —Y, con cierta suficiencia, añadió—: Porque no es lo que crees.
—¿No?
—No.
—¿Cómo sabes lo que creo que es?
—¡Por supuesto que sé lo que crees que es! ¡Y te equivocas! Lo siento, pero… —alzó las manos— es algo mucho, muchísimo mejor.
—¿Mejor?
—Sí.
—¿Cómo va a ser mejor?
—Lo es. Muchísimo mejor. Tendrás que creerme. Ábrela y míralo —dijo con un brusco movimiento de la cabeza.
—¿Qué es esto? —pregunté al cabo de unos treinta segundos, levantando un fajo de cientos de… dólares, y luego otro.
—Esto no es todo —dijo frotándose la nuca con la palma de la mano—. Solo una parte.
Miré el dinero y luego a él.
—¿Una parte de qué?
Sonrió con suficiencia.
—Bueno, pensé que era más espectacular en efectivo, ¿no?
Voces de comedia amortiguadas que llegaban flotando de la puerta de al lado, cadencias articuladas de risas enlatadas de la televisión.
—¡Tengo una sorpresa aún más agradable para ti! Esto no es todo, por si te interesa. Moneda estadounidense, pensé, te será más útil para volver. Lo que trajiste…, un poco más. De hecho, aún no han pagado…, aún no ha llegado el dinero. Pero… pronto, espero.
—¿Quiénes? ¿Quiénes no han pagado? ¿Pagado por qué?
—Este dinero es mío. Mío personal. De la caja fuerte. Me paré en Amberes para recogerlo. Así es mejor…, mejor para hacerte entrega de él, ¿no? La mañana de Navidad. Jo, jo, jo. Pero esperamos mucho más.
Di la vuelta al montón de dinero y lo miré: delante y detrás. Eran fajos, recién salidos de Citibank.
—«Gracias, Boris» —respondió él imitándome con ironía, y añadió, con su propia voz—: «De nada. Ha sido un placer».
Fajos de dinero. Al margen de lo ocurrido. Billetes nuevos. Había una especie de satisfacción o emoción en todo el asunto que se me escapaba.
—Como digo, solo es una parte. Dos millones de euros. Mucho, mucho más en dólares. ¡Feliz Navidad! ¡Este es mi regalo! Puedo abrirte una cuenta en Suiza con el resto y darte una libreta, y así…, ¿qué pasa? —dijo, casi retrocediendo, cuando metí el fajo de billetes en la bolsa, la cerré con brusquedad y se la devolví—. ¡No! ¡Es tuyo!
—No lo quiero.
—¡Creo que no lo entiendes! Déjame que te lo explique, por favor.
—He dicho que no lo quiero.
—Potter… —Se cruzó de brazos, mirándome con frialdad, la misma mirada que me había clavado en el bar polaco—, otro hombre saldría de aquí riéndose y no volvería.
—¿Por qué no lo haces entonces?
Recorrió la habitación con la mirada, como si le faltaran razones.
—¡Te diré por qué! Por los viejos tiempos. Aunque me trates como a un delincuente. Y porque quiero compensarte…
—¿Compensarme por qué?
—¿Cómo dices?
—¿De qué quieres compensarme exactamente? ¿Me lo vas a explicar de una vez? ¿Y de dónde demonios ha salido este dinero? ¿Cómo arregla esto las cosas?
—Bueno, la verdad, no deberías precipitarte en…
—¡No me importa el dinero! —casi grité—. ¡Me importa el cuadro! ¿Dónde está el cuadro?
—Si me dejaras hablar y no perdieras los…
—¿Para qué es este dinero? ¿De dónde ha salido? ¿Exactamente de qué fuente? ¿Bill Gates? ¿Papá Noel? ¿El ratoncito Pérez?
—Por favor. Eres tan dramático como tu padre.
—¿Dónde está el cuadro? ¿Qué has hecho con él? Ya no lo tienes, ¿verdad? ¿Lo has cambiado? ¿Vendido?
—Por supuesto que no. Yo…, hum… —Echó hacia atrás la silla con prisas, arrastrándola por el suelo—. Dios mío, Potter, cálmate. Por supuesto que no lo he vendido. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¡No lo sé! ¿Cómo voy a saberlo? ¿Para qué es todo esto? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué he venido aquí contigo? ¿Por qué has tenido que involucrarme en esto? ¿Me trajiste para que te ayudara a matar gente, es eso?
—Nunca he matado a nadie en toda mi vida —replicó Boris altanero.
—Oh, Dios. ¿He oído bien? ¿Se supone que tengo que reírme? ¿De verdad has dicho que nunca…?
—Eso fue en defensa propia. Y tú lo sabes. Yo no voy por ahí haciendo daño a la gente para divertirme, pero me protegeré si tengo que hacerlo. Lo mismo que tú… —añadió elevando la voz sobre la mía, imperioso— con Martin, aparte del hecho de que yo no estaría aquí ahora, y tú probablemente tampoco…
—¿Quieres hacerme un favor? Si no vas a callarte, ¿puedes irte a ese rincón y quedarte allí un rato? Porque no quiero verte ni mirarte ahora.
—… con Martin, si la policía lo supiera, te daría una medalla, y lo mismo otros muchos inocentes, que ya no viven, gracias a él. Martin era…
—O podrías irte. Eso es quizá lo mejor.
—Martin era un demonio. No era humano. No todo era culpa suya. Nació así. Sin sentimientos, ¿sabes? Hizo cosas mucho peores que disparar a gente. A nosotros no —añadió con prisas, agitando una mano, como si esa fuera la clave de todo el malentendido—. A nosotros nos habría disparado por cortesía, sin premiarnos con su otra maldad y perversidad. Pero… ¿era Martin un buen hombre? ¿Un ser humano como es debido? No, no lo era. Y Frits tampoco era ninguna flor. Así que debes mirar los remordimientos y el dolor que sientes desde otro punto de vista. Debes verlo como heroísmo al servicio de un bien más elevado. No puedes tener siempre una perspectiva tan sombría de la vida, ¿sabes?, es malo para ti.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras.
—¿Dónde está el cuadro?
—Mira… —Boris suspiró y miró hacia otro lado—. Eso es lo mejor he sabido hacer. Sé cuánto lo querías. No pensé que te llevarías un disgusto tan grande.
—¿Puedes decirme solo dónde está?
—Potter… —Con una mano en el corazón—. Siento que estés tan enfadado. No me lo esperaba. Pero tú dijiste que no te lo quedarías de todos modos. Que pensabas devolverlo. ¿No es eso lo que dijiste? —añadió al ver que lo miraba fijamente.
—¿Cómo diablos va a ser eso lo correcto?
—¡Te lo diré, si te callas y me dejas hablar! ¡En lugar de despotricar y sacar espuma por la boca, estropeando nuestra Navidad!
—¿De qué estás hablando?
—Idiota —dijo golpeándose una sien con los nudillos—. ¿De dónde crees que ha salido este dinero?
—¿Cómo coño quieres que lo sepa?
—¡Es el dinero de la recompensa!
—¿La recompensa?
Tardé un momento en comprender. Estaba de pie y tuve que sentarme.
—¿Estás enfadado? —preguntó Boris con cautela.
Voces en el pasillo. Tenue luz de invierno reflejándose en la pantalla de la lámpara de latón.
—Pensé que estarías contento. ¿No lo estás?
Pero yo no me había recobrado lo bastante para hablar. Todo lo que podía hacer era mirarlo fijamente, anonadado.
Al ver mi expresión, Boris se apartó el pelo de la cara y se rió.
—Tú mismo me diste la idea. ¡No creo que supieras lo buena que era! ¡Genial! Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. «Llama a la policía de delitos de arte, llama a la policía de delitos de arte». ¡Qué locura! Eso es lo que pensé entonces. Que estabas un poco loco con tu obsesión de ser totalmente honrado. Solo que… —se encogió de hombros— ocurrieron unos sucesos desafortunados, como bien recordarás, y después de que nos despidiéramos en el puente hablé con Cherry, qué hacer, qué hacer, retorciéndonos las manos; hicimos unas cuantas averiguaciones y, bueno, en realidad… —alzando la copa hacia mí—, ¡era una idea genial! ¿Por qué he dudado de ti alguna vez? ¡Eres el cerebro de todo esto, desde el comienzo! Mientras yo estaba en Alaska, caminando cinco millas hasta una estación de servicio para robar una barra de Nestlé…, mírate a ti. ¡Un cerebro! ¿Por qué he dudado de ti alguna vez? Porque hice averiguaciones y… —arrojando los brazos al aire— tenías razón. ¿Quién podía imaginarlo? ¡Más de un millón de dólares esperando ahí fuera como recompensa! ¡Sin responder preguntas! ¡En efectivo, libre y claro…!
Fuera, la nieve volaba contra la ventana. En la habitación contigua alguien tosía con violencia, o se reía fuerte, no lo sabía.
—De aquí para allá, de aquí para allá, todos estos años. Un juego para imbéciles. Incómodo, peligroso. Y lo que me pregunto ahora es ¿por qué me molesté siquiera? ¿Habiendo todo este dinero legal directo para el que lo reclamara? Porque tú tenías razón, ellos lo tenían claro. No hicieron preguntas. Solo les importaba recuperar el cuadro. —Boris encendió un cigarrillo y dejó caer la cerilla en el vaso de agua con un siseo—. Yo no lo vi, ojalá lo hubiera hecho, pero no creí que fuera una buena idea andar cerca, ya sabes. ¡El cuerpo especial SWAT alemán! Chalecos, pistolas. ¡Tiradlo todo! ¡Al suelo! ¡Una gran conmoción y una multitud en la calle! Y me habría encantado ver la cara de Sascha.
—¿Llamaste a la policía?
—¡Bueno, no personalmente! Lo hizo mi chico, Dima… Dima está furioso con los alemanes por el tiroteo en su aparcamiento. Totalmente innecesario y un gran quebradero de cabeza para él. Verás —dijo inquieto, cruzando las piernas y exhalando una gran nube de humo—. Yo tenía una vaga idea de dónde tenían el cuadro. Hay un apartamento en Frankfurt. Pertenecía a una exnovia de Sascha. La gente guarda cosas en él. Pero yo no tenía forma de entrar, ni siquiera con media docena de tipos. Llaves, alarmas, cámaras, contraseñas. Solo había un problema. —Bostezó y se secó la boca con el dorso de la mano—. Bueno dos. El primero era que la policía necesita un motivo probable para registrar el apartamento. No puedes llamar simplemente con nombre de ladrón, un ciudadano anónimo que está intentando ayudar, para entendernos. Y el segundo problema era que yo no recordaba la dirección exacta del piso. Muy muy secreto…, solo había estado en él una vez, a altas horas de la noche, y no me encontraba lo que se dice en el mejor estado. Conocía vagamente el barrio…, antes había ocupas, pero ahora es muy bonito. Pedí a Giuri que me llevara por las calles, arriba y abajo, arriba y abajo. Durante una puta eternidad. Al final reduje las posibilidades a una hilera de casas, pero no estaba cien por cien seguro. De modo que me bajé del coche y me puse a andar. Asustado de estar en esa calle, temeroso de que alguien me viera, me bajé y la recorrí a pie. Con los ojos entrecerrados. Un poco hipnotizado, ya sabes, tratando de recordar el número de pasos. Intentando sentirlo con el cuerpo. De todos modos, estoy adelantado acontecimientos. Hablábamos de Dima… —Jugueteaba con los panecillos que había sobre el mantel—. La cuñada del primo de Dima, excuñada en realidad, estaba casada con un holandés, y tienen un hijo llamado Anton, de veintiún o veintidós años, superpulcro, apellidado Van de Brink. Anton es de nacionalidad holandesa y ha crecido hablando holandés, lo que nos será útil, ya me entiendes. —Mordisqueó un panecillo; hizo una mueca y escupió una semilla de centeno entre los dientes—. Anton trabaja en un bar frecuentado por ricos junto a P. C. Hooftstraat, el Amsterdam elegante, ya sabes, la calle de Gucci, de Cartier. Es un buen chico. Habla inglés, holandés, unas pocas palabras de ruso. Sea como sea, Dima le pidió a Anton que telefoneara a la policía y denunciara que había visto a dos alemanes, uno de los cuales respondía a una descripción exacta de Sascha: gafas de abuelo, camisa tipo La casa de la pradera, un tatuaje tribal en la mano que Anton era capaz de dibujar con exactitud, a partir de una fotografía que le dimos… En fin, Anton telefoneó a la policía de delitos de arte y les dijo que había visto a esos alemanes muy borrachos discutiendo en su bar, y que estaban tan furiosos y disgustados que se habían olvidado… ¿qué? ¡Una carpeta! Bueno, era una carpeta falsificada, por supuesto. Íbamos a dar un móvil, un móvil falso, pero ninguno somos lo bastante genios en informática para estar seguros de que no sería rastreable. De modo que imprimí unas fotos, la que te enseñé y otras que dio la casualidad que llevaba en el móvil…, un jilguero junto con un artículo periodístico relativamente reciente para ponerle fecha, ya sabes. El periódico tenía dos años, pero… no importaba. Anton acababa de encontrar esa carpeta debajo de una silla con alguna otra información del cuadro de Miami, ya sabes, para relacionarlo con una aparición anterior. La dirección de Frankfurt estaba oportunamente intercalada, así como el nombre de Sascha. Todo esto fue idea de Myriam, es ella la que merece llevarse el mérito, deberías invitarla a una gran copa cuando vuelvas. Nos envió algunos papeles por FedEx desde Estados Unidos…, muy muy convincente. En ellos aparece el nombre de Sascha, y…
—¿Sascha está en la cárcel?
—Ya lo creo. —Boris soltó una risita—. Nosotros aceptamos el rescate, el museo vuelve a tener el cuadro, la policía cierra el caso, la aseguradora recupera el dinero, el público aprende una lección edificante y todo el mundo sale ganando.
—¿El rescate?
—Bueno, rescate, recompensa, como quieras llamarlo.
—¿Quién ha pagado este dinero?
—No lo sé. —Boris hizo un gesto irritado—. El museo, el gobierno, un particular. ¿Acaso importa?
—Me importa a mí.
—Bueno, pues no debería. Deberías callarte y mostrarte agradecido. Porque… —añadió, levantando la barbilla y elevando la voz sobre la mía—, ¿sabes una cosa, Theo? ¿Sabes una cosa? ¡A que no lo adivinas! ¡A que no adivinas la suerte que hemos tenido! No solo tienen tu pájaro allí dentro sino…, ¿quién lo habría dicho?, ¡muchos de los otros cuadros robados!
—¿Cómo?
—¡Dos docenas o más! Algunos de ellos llevaban años desaparecidos. Y no todos son tan bonitos ni fascinantes como el tuyo, de hecho la mayoría no lo son. Esa es mi opinión personal. Pero aun así hay grandes recompensas para cuatro o cinco de ellos, y más elevadas que para el tuyo. Y aunque algunos no son tan famosos, como un pato muerto o un aburrido cuadro de un hombre de cara gorda que no conoces, hasta esos tienen recompensas, cincuenta mil o cien mil aquí y allá. ¿Quién lo diría? «Toda información que lleve a su rescate». Tiene sentido. —Y añadió con austeridad: Y espero que quizá puedas perdonarme por eso.
—¿Qué?
—Porque están diciendo que es «uno de los grandes rescates de obras de arte de la historia». Y esa es la parte que esperaba que te pusiera contento. Quizá no, quién sabe, pero lo esperaba. ¡Las obras de arte del museo devueltas al público! ¡Administración de los tesoros culturales! ¡Qué alegría! ¡Todos los ángeles están cantando! Pero todo eso jamás habría ocurrido si no fuera por ti.
Me quedé sentado en un silencio estupefacto.
—Por supuesto, esto no es todo —añadió Boris, señalando con la cabeza la bolsa abierta sobre la cama—. Allí dentro hay un bonito regalo de Navidad para Myriam, Cherry y Giuri. Y he dado a Anton y a Dima un treinta por ciento del total, que se han repartido a partes iguales. Anton hizo todo el trabajo en realidad, de modo que en mi opinión debería quedarse con el veinte por ciento y Dima con el diez. Pero es mucho dinero para Anton, así que se da por satisfecho.
—Han recuperado otros cuadros. No solo el mío.
—Sí, ¿no me has oído…?
—¿Qué cuadros?
—¡Oh, varios son muy conocidos y famosos! ¡Llevaban años desaparecidos!
—¿Por ejemplo?
Boris hizo un ruidito de irritación.
—Oh, no sé los títulos, ya sabes que no puedes preguntarme eso. Unos cuantos modernos…, muy importantes y caros, todo el mundo está muy emocionado, aunque si te digo la verdad, no entiendo por qué dan tanta importancia a algunos. ¿Por qué cuesta tanto dinero algo que podría haber pintado un párvulo? «Feo pegote». «Palo negro con enredos». Pero también había muchas obras de grandeza histórica. Uno era un Rembrandt.
—¿No sería una marina?
—No…, gente en una habitación oscura. Un poco aburrido. Pero un bonito Van Gogh, de una playa. Y luego…, oh, no sé…, lo típico, María, Jesús, muchos ángeles. Algunas esculturas incluso. Y obras asiáticas también. Me pareció que no valían nada pero supongo que eran muchas. —Boris apagó el cigarrillo aplastándolo con vigor—. Lo que me recuerda que él escapó.
—¿Quién?
—El amigo chino de Sascha. —Se acercó al minibar y regresó con un sacacorchos y dos copas—. No estaba en el apartamento cuando llegaron los policías, por suerte para él. Y si es listo, que lo es, no volverá. —Sostuvo en alto los dedos cruzados—. Se buscará a otro hombre rico para vivir a su costa. Eso es lo que hace. Es un buen trabajo si lo consigues. En fin… —Mordió el labio mientras descorchaba la botella con un ¡pop!—. ¡Ojalá se me hubiera ocurrido esto hace años! ¡Un gran cheque fácil! ¡Moneda de curso legal! En lugar de ese seguir la pelota que bota durante tantos años. —Y agitó el corcho hacia un lado y hacia el otro, tic, toc—. De aquí para allá, de aquí para allá. ¡Con los nervios destrozados! Todo este tiempo, todos estos quebraderos de cabeza, mientras tenía este dinero fácil del gobierno debajo de las narices. Te diré algo —añadió, echándose hacia delante para servirme ruidosamente vino tinto—. En cierto sentido, Horst tal vez se habrá alegrado tanto como tú de que esto cayera. Le gusta ganar dinero como a cualquier hijo de vecino pero también se siente culpable, tiene las mismas ideas que tú sobre el bien público, el patrimonio cultural, bla, bla, bla…
—No entiendo qué pinta Horst en todo esto.
—Yo tampoco, y nunca lo sabremos —respondió Boris con firmeza—. Todo es muy discreto y civilizado. —Con impaciencia, bebió un rápido y furtivo sorbo de vino—. Y, sí, es cierto que estoy un poco enfadado con él, quizá ya no me fío de él tanto como antes, o más bien no me fío nada de él. Pero Horst está diciendo que él jamás habría mandado a Martin si hubiera sabido que éramos nosotros. Y quizá sea verdad. «Boris, jamás lo habría hecho». ¿Quién sabe? Entre tú y yo, creo que podría decirlo solo para guardar las apariencias. Porque una vez que cayó todo a pedazos con Martin y Frits, ¿qué más podía hacer él aparte de retirarse con elegancia, afirmando que no sabía nada? No lo sé con seguridad. Solo es una teoría que yo tengo. Horst cuenta con su propia versión de los hechos.
—¿Y cuál es?
Boris suspiró.
—Horst dice que no sabía que Sascha se había llevado el cuadro, no hasta que nosotros nos lo llevamos y Sascha le telefoneó inesperadamente pidiéndole ayuda para recuperarlo. Fue una coincidencia que Martin estuviera en la ciudad. Acababa de llegar de Los Ángeles para pasar las vacaciones. Entre los drogatas, Amsterdam es un lugar muy popular para pasar la Navidad. Y bueno, esa parte… —se frotó un ojo—, estoy bastante seguro de que aquí Horst dice la verdad. La llamada que recibió de Sascha, poniéndose a su merced, fue una sorpresa. No hubo tiempo para hablar. Había que actuar deprisa. ¿Cómo iba a saber Horst que éramos nosotros? Sascha ni siquiera estaba en Amsterdam…, se estaba enterando de todo de modo indirecto por Chinky, cuyo alemán no es muy bueno, de modo que Horst se estaba enterando por terceras personas. Todo encaja si lo miras como es debido. Dicho esto… —Se encogió de hombros.
—¿Qué?
—Bueno… Está claro que Horst no sabía que el cuadro estaba en Amsterdam, ni que Sascha intentaba obtener un préstamo utilizándolo como aval, no hasta que a Sascha le entró el pánico y lo telefoneó cuando nosotros nos lo llevamos. De eso estoy seguro. Pero ¿se confabularon Horst y Sascha para hacer desaparecer el cuadro en Frankfurt cuando el trato de Miami se rompió? Es posible. A Horst le gustaba mucho ese cuadro. Muchísimo. ¿Te dije que lo reconoció en el acto la primera vez que lo vio? ¿Que sabía el nombre del pintor y todo?
—Es uno de los cuadros más famosos del mundo.
Boris se encogió de hombros.
—Como he dicho, Horst es culto. Creció rodeado de belleza. Dicho esto, Horst no sabe que fui yo quien preparó la carpeta. Tal vez no estaría tan contento. Pero —se rió fuerte— ¿se le habría ocurrido a él? Me gustaría saberlo. Todo este tiempo la recompensa estaba allí esperando. ¡Libre y legal! ¡Brillando a plena vista, como el sol! Sé que a mí nunca se me ocurrió, no hasta ahora. ¡Alegría y felicidad en todo el mundo! ¡Obras maestras perdidas han sido recuperadas! ¡Anton el gran héroe, posando para las fotos y hablando por Sky News! ¡Una ovación en pie en la rueda de prensa de anoche! Todo el mundo lo quiere…, como ese hombre que hizo un aterrizaje forzoso en el río hace unos años y salvó a todos pasajeros, ¿te acuerdas? Pero, en mi opinión, no es a Anton a quien aplaude la gente…, en realidad es a ti.
Yo tenía tantas cosas que decirle que no pude decir ninguna. Y sin embargo solo podía sentir la más abstracta gratitud. Quizá la buena suerte se parecía a la mala suerte en que tardabas un tiempo en asimilarla, pensé, introduciendo una mano en la bolsa y sacando un fajo de billetes para mirarlo. Al principio no sentías nada. El sentimiento llegaba después.
—Bonito, ¿no? —dijo Boris, visiblemente aliviado al ver que volvía en mí—. ¿Estás contento?
—Boris, tienes que quedarte la mitad.
—Créeme, me he ocupado de mí mismo. Poseo suficiente para no tener que hacer nada que no me guste durante un tiempo. Quién sabe, hasta podría abrir un bar en Estocolmo. O… quizá no. Un poco aburrido. Pero todo eso es tuyo. Y más que vendrá. ¿Te acuerdas de aquella vez que tu padre nos arrojó quinientos a cada uno? ¿Volando como plumas? ¡Qué noble y grandioso! Bueno, para mí entonces, que la mitad del tiempo estaba hambriento, solo y triste, sin un centavo, eso era una fortuna. ¡Más dinero del que había visto nunca! Y tú… —Se le puso roja la nariz; pensé que estaba a punto de estornudar—. Tú siempre tan decente y bueno, compartiendo conmigo todo lo que tenías, ¿y… qué hice yo?
—Oh, Boris, vamos —dije incómodo.
—Te robé, eso es lo que hice. —Un brillo alcohólico en los ojos—. Te arrebaté lo que más querías. ¿Cómo pude tratarte tan mal cuando solo deseaba lo mejor para ti?
—Basta. De verdad, para —dije al ver que lloraba.
—¿Qué puedo decir? Me has preguntado por qué me lo llevé. ¿Y qué puedo responder? Solo que… las cosas nunca son lo que parecen…, todo bueno o todo malo. Sería mucho más fácil si lo fueran. Incluso tu padre…, dándome de comer, hablando conmigo, ofreciéndome un techo, dándome ropa… Tú odiabas a tu padre pero en cierto sentido era un buen hombre.
—Yo no diría bueno.
—Yo sí.
—Pues serías el único. Y te equivocarías.
—Mira, yo soy más tolerancia que tú —dijo Boris, estimulado ante la perspectiva de una discusión y sorbiendo de golpe las lágrimas—. Xandra…, tu padre, siempre lograbas que los dos parecieran malos y perversos. Y, sí, tu padre era destructivo, e irresponsable…, como un niño. ¡Tenía un espíritu enorme! ¡Le dolía muchísimo! Pero a quien más daño hizo fue a sí mismo. Y sí… —dijo teatralmente, pasando por alto mis objeciones—, te robó, o intentó hacerlo, lo sé, pero ¿sabes qué? Yo también te robé y salí impune. ¿Qué es peor? Porque, te lo aseguro —dando un golpe a la bolsa con el dedo del pie—, el mundo es mucho más extraño de lo que sabemos o nos imaginamos. Y sé cómo piensas, o cómo te gustaría pensar, pero quizá este es un caso que no puedes reducir a «bien» puro o «mal» puro como siempre quieres hacer… Como esos montones que decías, malo aquí, bueno allí. Quizá no sea tan simple. Porque, mientras veníamos aquí en coche esta noche, veía todas las luces de Navidad en la autopista y no me avergüenza decírtelo, se me ha hecho un nudo…, porque no podía evitar pensar en la historia de la Biblia, ya sabes, cuando el administrador roba el óbolo a la viuda, pero luego huye a un país lejano e invierte sabiamente el óbolo y le devuelve a la viuda el dinero multiplicado por mil. Y con alegría ella le perdona, y matan el ternero cebado y lo celebran con un banquete.
—Creo que quizá no todo es la misma historia.
—Bueno, iba a catequesis en Polonia, han pasado muchos años. Lo que trato de decir es que anoche en el coche, mientras salíamos de Amberes, pensaba: no siempre se saca el bien de las buenas obras ni el mal de las malas obras. Ni siquiera los sabios y los buenos pueden ver la finalidad de todas sus acciones. ¡Qué idea más aterradora! ¿Te acuerdas del príncipe Mishkin de El idiota?
—No estoy en condiciones para mantener una conversación intelectual en estos momentos.
—Lo sé, lo sé, pero escúchame. Leíste El idiota, ¿no? Bueno, pues fue un libro que me perturbó mucho. De hecho, me perturbó tanto que ya no he vuelto a leer mucha ficción después de él, aparte de Dragón tatuado. Porque… —yo intentaba decir algo pero me interrumpió—, ya me dirás luego qué piensas, deja que te explique por qué me perturbó tanto. Porque todo lo que Mishkin hizo en la vida fue bueno, generoso…, trataba a todas las personas con comprensión y compasión, ¿y qué salió de toda esa bondad? ¡Un asesinato! ¡Una catástrofe! Yo solía preocuparme mucho por eso. ¡Me quedaba despierto por la noche angustiado! ¿Qué explicación tenía? ¿Cómo era posible? Leí ese libro como unas tres veces creyendo que no lo había entendido bien. Mishkin era amable, quería a todo el mundo, era tierno, siempre perdonaba y nunca hacía nada malo, pero confió en quien no debía, se equivocó en todas sus decisiones e hizo daño a todos lo que tenía alrededor. Es un mensaje muy oscuro el de este libro. «Por qué ser bueno». Eso es lo que hizo presa en mí anoche mientras veníamos aquí en coche. ¿Y si es más complicado que todo eso? ¿Y si lo contrario también es cierto? Porque si a veces se obtiene el mal de las buenas acciones, ¿dónde dice que de las malas acciones solo se obtiene el mal? Puedes equivocarte de camino y que aun así este te lleve a donde quieres ir. O, viceversa, a veces puedes hacerlo todo mal y aun así sale bien.
—No estoy seguro de entenderlo.
—Quiero decir que personalmente nunca he trazado una línea tan firme entre el «bien» y el «mal». Para mí esa línea a menudo es falsa. Nunca están tan desconectados el uno del otro. No pueden existir por su cuenta. Mientras actúe guiado por el amor creo que estoy haciéndolo lo mejor que sé. En cambio tú, envuelto en tus juicios, lamentando siempre el pasado, maldiciéndote a ti mismo, culpándote y preguntándote «¿Qué habría pasado si…?». «La vida es cruel». «Ojalá hubiera muerto yo en su lugar». Bueno, pues pregúntate esto: ¿y si todas las acciones y decisiones, buenas o malas, le traen sin cuidado a Dios? ¿Y si el patrón está predeterminado? No, no, espera, es una pregunta que vale la pena plantearse. ¿Y si son nuestros errores y nuestra maldad los que marcan el destino y nos conducen a lo bueno? ¿Y si para alguno de nosotros no es posible llegar de ningún otro modo?
—¿Llegar adónde?
—Cuando digo «Dios», solo estoy utilizando el término de «Dios» como referencia a un patrón de larga duración que no podemos descifrar. Un enorme y lento sistema climático que avanza hacia nosotros desde la distancia, soplándonos de forma aleatoria, así… —Con elocuencia, sacudió el aire como si fuera una hoja llevada por el viento—. Pero quizá no sea tan aleatorio ni impersonal como eso, si me entiendes.
—Lo siento, pero no veo muy bien qué quieres decir.
—No te hace falta. Quizá lo único que hace falta ver es que quizá todo es demasiado grande para verlo o llegar a ello tú solo. —Arqueó una ceja semejante a un ala de murciélago—. Porque si tú no hubieras cogido el cuadro del museo, y Sascha no lo hubiera vuelto a robar, y a mí no se me hubiera ocurrido pedir la recompensa, ¿no seguirían todos esos otros cuadros también desaparecidos, quizá para siempre? ¿Envueltos en papel marrón y encerrados aún en ese apartamento, sin que nadie los viera? ¿Solos y perdidos para el resto del mundo? Quizá tenía que perderse ese para que los demás fueran encontrados.
—Creo que esto encaja más con la idea de «ironía incesante» que con la de «divina providencia».
—Sí, pero ¿por qué ponerle nombre? ¿No pueden ser lo mismo?
Nos miramos. Y se me ocurrió pensar que, pese a sus defectos, que eran numerosos y espectaculares, la razón por la que me gustaba Boris y me había sentido contento a su lado casi desde el momento en que lo conocí era que nunca tenía miedo. No conocías a mucha gente que fuera libremente por el mundo con un desdén tan rotundo y al mismo tiempo una fe tan original e irrefutable en lo que, de niños, le había gustado llamar «el planeta Tierra».
—Bueno… —dijo Boris apurando su vino y sirviéndose un poco más—, ¿qué planes tan importantes son esos?
—¿Planes?
—Hace un momento te marchabas. ¿Por qué no te quedas un tiempo aquí?
—¿Aquí?
—No, no me refiero aquí en Amsterdam. Estoy de acuerdo en que quizá es buena idea que nos larguemos de la ciudad, y por lo que a mí se refiere, no me importaría tardar un tiempo en volver. Lo que te preguntaba era por qué no nos relajamos un poco antes de que vuelvas. Ven conmigo a Amberes. Conoce mi casa, mis amigos. ¡Aléjate durante un tiempo de los problemas con tu novia!
—No, me voy a casa.
—¿Cuándo?
—Hoy, si puedo.
—¿Tan pronto? ¡No! ¡Ven a Amberes! Hay un servicio fantástico…, no es como en el barrio rojo, dos chicas, dos mil euros y tienes que llamar con dos días de antelación. Todo por partida doble. Giuri puede llevarnos…, yo me sentaré delante, tú puedes tumbarte en el asiento trasero y dormir. ¿Qué dices?
—La verdad, creo que podríais dejarme en el aeropuerto.
—La verdad, creo que no debo. Si yo vendiera los billetes no te dejaría subirte siquiera al avión. Parece que tengas la gripe aviar o una enfermedad respiratoria. —Estaba desatando los cordones de sus zapatos empapados, intentando meter los pies en ellos—. ¡Uy! ¿Puedes explicarme por qué… —levantando un zapato destrozado— compro estos zapatos de cuero italiano tan elegantes cuando los destrozo en una sola semana? Cuando mis viejas botas del desierto, tan buenas para escapar a toda velocidad o saltar por una ventana, ¿te acuerdas?, me duraron años. No me importa si quedan fatal con los trajes. Buscaré unas botas como esas y las llevaré el resto de mi vida. —Frunció el entrecejo—. ¿Dónde se ha metido Giuri? No debería tener tantos problemas aparcando el día de Navidad.
—¿Lo has llamado?
Boris se dio una palmada en la frente.
—No, me he olvidado. ¡Mierda! Probablemente ya ha desayunado. O está en el coche, muerto de frío. —Apurando el vino y metiéndose en el bolsillo los botellines de vodka, añadió—: ¿Tienes el equipaje hecho? Perfecto. Podemos irnos entonces. —Me fijé en que estaba envolviendo lo que quedaba de pan y queso en una servilleta—. Baja a pagar. Aunque… —miró con desaprobación el abrigo manchado que había arrojado encima de la cama— tendrás que deshacerte de él.
—¿Cómo?
Señaló con la cabeza el canal lodoso que había al otro lado de la ventana.
—¿De verdad?
—¿Por qué no? No hay ninguna ley que prohíba tirar un abrigo al canal, ¿no?
—Diría que sí.
—Bueno, quién sabe. No será una ley que se aplique mucho, si quieres saber mi opinión. Deberías haber visto la mierda que vi flotar en ese canal durante la huelga de recogida de basura. Estadounidenses borrachos vomitando en él, cualquier cosa. Aunque —mirando por la ventana—, estoy de acuerdo contigo, es mejor no hacerlo a plena luz. Podemos llevárnoslo a Amberes en el maletero del coche y tirarlo al incinerador. Te gustará mucho mi piso. —Sacó el móvil y marcó el número—. ¡Un loft de artista sin las obras de arte! Y cuando abran las tiendas, saldremos y te compraremos un abrigo nuevo.
VI
Regresé a Estados Unidos en un vuelo nocturno dos noches después (tras pasar un día de San Esteban en Amberes sin fiestas ni servicio de compañía sino tumbado en el sofá de Boris tomando sopa de lata, recibiendo una inyección de penicilina y viendo viejas películas) y cuando llegué a casa de Hobie a las ocho de la mañana, con el aliento elevándose en forma de nubes blancas, abrí la puerta delantera adornada con ramas de abeto y crucé el salón con su oscuro árbol de Navidad casi sin regalos en dirección a la parte trasera de la casa, donde encontré a Hobie con la cara hinchada y los ojos soñolientos, en albornoz y zapatillas, subido a la escalera de mano para guardar la sopera y el bol de ponche que había utilizado para la comida de Navidad.
—Hola —dije, dejando caer la maleta en el suelo, ocupado en Popchik que daba vueltas alrededor de mis pies en una geriátrica figura de ocho a modo de saludo, y solo cuando levanté la vista hacia él, que bajaba de la escalera, me fijé en su expresión resuelta: preocupado, pero con una sonrisa firme y a la defensiva—. ¿Y tú qué tal? —le pregunté, irguiéndome y quitándome mi abrigo nuevo que dejé en el respaldo de la silla de la cocina—. ¿Hay novedades?
—Poca cosa. —Sin mirarme.
—¡Feliz Navidad! Bueno…, con un poco de retraso. ¿Qué tal fue la Navidad?
—Bien. ¿Y la tuya? —preguntó él rígidamente al cabo de unos momentos.
—No estuvo mal. —Y como él guardaba silencio, añadí—: La pasé en Amsterdam.
—Oh, debes de haberte divertido. —Distraído, con la mirada desenfocada.
—¿Qué tal fue tu comida? —le pregunté tras un silencio cauto.
—Oh, muy bien. Cayó algo de aguanieve pero por lo demás fue una bonita reunión. —Estaba teniendo problemas en doblar la escalera de mano—. Hay algunos regalos para ti debajo del árbol, si quieres abrirlos.
—Gracias. Los abriré esta noche. Estoy molido. ¿Puedo echarte una mano? —pregunté dando un paso hacia él.
—No, no, gracias. —Lo que fuera que pasaba estaba condensado en su voz—. Ya está.
—Bueno —dije, preguntándome por qué no mencionaba el regalo que yo le había hecho: un bordado infantil en punto de cruz del alfabeto y los números entrelazados como una parra, y estilizados animales de granja en crewel, «Marry Sturtevant Su Bordado 11 Años 1779». ¿No lo había abierto? Lo había encontrado dentro de una caja de calzones de poliéster de abuela en el mercadillo, y me costó bastante para ser del mercadillo, cuatrocientos dólares, pero había visto piezas parecidas en subastas de Americana por diez veces más. En silencio lo observé trajinar por la cocina en piloto automático, dando vueltas, abriendo la nevera, cerrándola sin sacar nada, llenando el hervidor de agua, y todo ese tiempo estuvo envuelto en su capullo, negándose a mirarme.
—Hobie, ¿qué pasa? —pregunté por fin.
—Nada. —Buscaba una cuchara pero se equivocó de cajón.
—¿No quieres decírmelo?
Se volvió para mirarme con un brillo de incertidumbre en los ojos antes de volverse de nuevo hacia el fogón y balbucear:
—No fue apropiado que le regalaras a Pippa ese collar.
—¿Cómo? —dije sorprendido—. ¿Se enfadó?
—Yo… —Mirando al suelo, meneó la cabeza—. No sé qué te pasa. Ya no sé qué pensar. Mira, no quiero ser crítico, de verdad —añadió cuando me quedé inmóvil—. De hecho, preferiría no hablar de ello. Pero… —Parecía buscar las palabras—. ¿No crees que es preocupante y poco adecuado? ¿Regalar un collar de treinta mil dólares a Pippa la noche de tu fiesta de compromiso, y dejárselo en un zapato, delante de su puerta?
—No pagué treinta mil por él.
—No, me atrevería a decir que habrías pagado setenta y cinco si lo hubieras comprado en una tienda. Pero hay algo más… —De pronto sacó una silla y se sentó, y dijo con tristeza—: No sé qué hacer. No tengo ni idea de cómo empezar.
—¿Qué ocurre?
—Por favor, dime que todo ese otro asunto no tiene nada que ver contigo.
—¿Qué asunto? —le pregunté con cautela.
—Bueno. —Música clásica matinal por la radio de la cocina, una meditabunda sonata al piano—. Dos días antes de Navidad recibí una visita bastante extraña de tu amigo Lucius Reeve.
La sensación de caída fue inmediata, su rapidez y su profundidad.
—Con unas acusaciones bastante asombrosas, que superaban con creces toda expectativa. —Hobie se apretó los ojos entre el pulgar y el índice, y se quedó así un momento—. Dejemos a un lado el otro asunto por ahora. No, no —añadió, rechazando con la mano mis palabras cuando intenté hablar—. Lo primero es lo primero. Empecemos por los muebles.
»Entiendo que no te he puesto exactamente fácil que acudas a mí. Y también entiendo que soy yo quien te puso en esta situación. Pero —miró alrededor— ¡dos millones de dólares!
—Deja que te diga algo…
—Debería haberlo apuntado… Él tenía fotocopias, recibos de envío de muebles que nunca vendimos ni tuvimos que vender, piezas de la categoría de Important American, inexistentes, no pude retenerlo todo mentalmente y en cierto momento dejé de contar. ¡Eran cientos! No tenía ni idea de la envergadura de la operación. Y tú me mentiste acerca de sus intenciones. No es «colocar» lo que él quiere.
—¿Hobie? Hobie, escúchame. —Me miraba sin mirarme del todo—. Siento que hayas tenido que enterarte de este modo, esperaba poder arreglarlo antes, pero… ya me he ocupado de ello. Ahora puedo comprar cada una de las piezas.
Pero en lugar de parecer aliviado, solo meneó la cabeza.
—Eso es terrible, Theo. ¿Cómo pude permitir que ocurriera?
Si hubiera estado un poco menos alterado habría señalado que él solo había cometido el pecado de confiar en mí y creer lo que yo le decía, pero él parecía tan genuinamente desconcertado que no pude decir nada.
—¿Cómo ha podido llegar tan lejos? ¿Cómo es posible que yo no me haya enterado? Él tenía… —Hobie miró hacia otra parte, meneando la cabeza de nuevo rápidamente con incredulidad—. Era tu letra, Theo. Tu firma. Mesa Duncan Phyfe…, sillas de comedor Sheraton…, sofá Sheraton a California… Yo hice ese sofá con mis propias manos, Theo, tú me viste hacerlo, y tenía tanto de Sheraton como esa bolsa de la compra de ahí de Gristede. Todo el armazón era nuevo. Hasta los soportes de los brazos lo eran. Solo dos de las patas son originales, tú me viste decorar las nuevas…
—Lo siento, Hobie… Los de Hacienda telefoneaban cada día y no sabía qué hacer…
—Yo sabía que no sabías qué hacer —dijo él, aunque mientras lo decía parecía haber una pregunta en sus ojos—. Allá abajo fue como la cruzada de los niños. Solo que… —apartó la silla, puso los ojos en blanco y miró hacia el techo—, ¿por qué no paraste? ¿Por qué seguiste? ¡Hemos gastado un dinero que no teníamos! ¡Has cavado una zanja que casi llega hasta China! ¡Ha durado años! Aunque pudiéramos cubrirlo todo, que no podemos y tú lo sabes…
—Hobie, en primer lugar, ahora puedo cubrirlo, y en segundo… —necesitaba café, pues aún estaba dormido, pero no había hecho y no me pareció momento para ponerme a preparar—, en segundo lugar, no te digo que esté bien lo que hice, porque no lo está, solo trataba de salir del apuro y saldar parte de las deudas, no sé cómo dejé que se me fuera de las manos de ese modo. Pero no, no, escucha —lo interrumpí con apremio; vi cómo se alejaba de allí, tal como solía hacer mi madre cuando se veía obligada a sentarse rígida y escuchar alguna mentira complicada e improbable de papá—. No sé lo que él te dijo pero, fuera lo que fuese, ahora tengo el dinero. Todo se arreglará, ¿de acuerdo?
—Supongo que es mejor no preguntarte de dónde lo has sacado. —Luego, con tristeza, echándose hacia atrás en su silla—: ¿Dónde has estado en realidad? Si no te importa decírmelo.
Crucé y descrucé las piernas, me pasé las manos por la cara.
—En Amsterdam.
—¿Por qué Amsterdam? —Y mientras yo buscaba una respuesta, añadió—. Pensé que no volverías.
—Hobie… —Ardía de vergüenza; siempre me había esforzado tanto en ocultar mi yo traidor, enseñándole solo la versión mejorada y pulida, nunca el yo gastado y lamentable, impostor y cobarde, mentiroso y estafador que estaba desesperado por ocultar…
—¿Por qué has vuelto? —Hablaba deprisa, con tristeza, como si todo lo que quisiera fuera sacar las palabras de la boca; y en su agitación se levantó y empezó a pasearse, golpeando el suelo con los zapatos planos—. Creía que ya no te vería más. La noche pasada, las últimas noches, he dado vueltas en la cama intentando pensar qué hacer. Un naufragio. Una catástrofe. Todas esas noticias sobre los cuadros robados. Navidad. Y tú… sin dar señales de vida. No respondías al móvil, nadie sabía dónde estabas…
—Dios mío —dije, sinceramente horrorizado—. Lo siento. Escucha, escucha…
Él tenía los labios apretados y meneaba la cabeza, como si ya se hubiera distanciado de lo que yo le decía y no tuviera sentido escucharme.
—Si lo que te preocupan son los muebles…
—¿Los muebles? —El plácido, tolerante y conciliador Hobie, bullendo como una caldera a punto de estallar—. ¿Quién ha dicho nada de muebles? Reeve dijo que tú habías huido, que te habías dado a la fuga, pero… —Se quedó de pie parpadeando, intentando recobrar la compostura—. Yo no lo creí tratándose de ti, no podía, y temí que fuera algo mucho peor —añadió medio enfadado cuando yo no respondí—. ¿Qué iba a pensar? El modo en que te fuiste de la fiesta… No te lo imaginas, pero la anfitriona montó una pequeña escena, «dónde está el novio», snif, snif, te fuiste con tantas prisas, y a Pippa y a mí no nos invitaron a la fiesta de después, de modo que salimos por piernas…, ¿y te imaginas cómo me sentí cuando llegué a casa y me encontré la tienda abierta, la puerta prácticamente de par en par, la caja saqueada…?, olvídate del collar, pero esa nota que le dejaste a Pippa era tan extraña que ella se quedó tan preocupada como yo…
—¿Sí?
—¡Por supuesto! —Alargó un brazo. Prácticamente gritaba—. ¿Qué íbamos a pensar? Y luego esa horrible visita de Reeve. Yo estaba haciendo una tarta, no debería haber abierto, pero pensé que era Moira…, las nueve de la mañana y allí estaba yo, cubierto de harina, mirándolo boquiabierto. ¿Por qué lo hiciste, Theo? —me preguntó desesperado.
Sin saber a qué se refería —había hecho tantas cosas—, solo pude menear la cabeza y mirar para otro lado.
—Era tan absurdo…, ¿cómo iba a creerlo? Si te digo la verdad no lo creí. Porque, verás —dijo, cuando yo no respondí—, entiendo lo de los muebles, hiciste lo que tenías que hacer y créeme, te estoy agradecido, si no fuera por ti estaría trabajando para otros y viviendo en una sórdida habitación. —Hundió los puños en los bolsillos de la bata—. Pero todas esas majaderías. Como comprenderás, no puedo evitar preguntarme qué papel has desempeñado en todo eso. Sobre todo después de que huyeras sin decir una palabra con tu amigo…, quien, lamento decirlo, es encantador pero parece que haya estado en la cárcel un par de veces…
—Hobie…
—Deberías haber oído a Reeve. —Toda la energía parecía haberlo abandonado; se le veía lánguido y derrotado—. La vieja serpiente. Y quiero que sepas que, por lo que se refiere a eso del robo de arte, salí en tu defensa sin titubear. Fuera lo que fuese lo que habías hecho, estaba seguro de que eso no era cosa tuya. Pero tres días después, ¿qué sale en las noticias? ¿Qué cuadro? ¿Con cuántos más? ¿Decía la verdad Reeve? —me preguntó, al ver que yo seguía sin responder—. ¿Fuiste tú?
—Sí. Bueno, técnicamente no.
—Theo.
—Puedo explicarlo.
—Hazlo, por favor —dijo él llevándose el dorso de la mano al ojo.
—Siéntate.
—Yo… —Miró alrededor desesperado, como si temiera perder toda su resolución si se sentaba conmigo a la mesa.
—Es mejor que te sientes. Es una larga historia. Trataré de ser lo más breve posible.
VII
No dijo una palabra. Ni siquiera respondió al teléfono cuando sonó. Yo estaba agotado y entumecido a causa del vuelo, y aunque omití lo de los dos cadáveres, le ofrecí la mejor crónica que pude del resto de lo ocurrido: frases cortas, tono práctico, sin intentar justificar o explicar. Cuando terminé me quedé allí sentado, afectado por su silencio; no se oía ningún ruido en la cocina salvo el monótono zumbido de la vieja nevera. Al fin él se recostó y cruzó los brazos.
—A veces todo gira en redondo de una forma extraña, ¿verdad?
Guardé silencio, sin saber qué decir.
—Solo lo he comprendido —frotándose un ojo— con los años. Lo curioso que es el tiempo. Cuántos trucos y sorpresas encierra.
La palabra «truco» fue todo lo que oí o entendí. Luego él se levantó con brusquedad, sus seis pies cinco pulgadas de estatura, con algo severo y pesaroso en su postura, o eso me pareció, un fantasma ancestral del policía que hacía rondas o quizá de un portero a punto de echarte del pub.
—Me iré —dije.
Él parpadeó.
—Extenderé un cheque que cubra toda la cantidad. Solo espera a que te avise para cobrarlo, es todo lo que te pido. Yo no quería causarte ningún perjuicio, te lo juro.
Él rechazó mis palabras con un ademán de anciano.
—No, no. Espera. Hay algo que quiero enseñarte.
Se levantó y entró en el salón. Tardó en volver y cuando lo hizo llevaba un álbum de fotos que se caía a pedazos. Se sentó. Pasó varias páginas, y al llegar a la que buscaba deslizó el álbum por la mesa hacia mí.
—Mira.
Una foto desteñida. Un niño pequeño de nariz aguileña, como un pájaro, sonreía sentado ante un piano en una sala estilo belle époque con palmeras; no era parisina, no exactamente; estaba en El Cairo. Jardineras idénticas entre sí, muchos bronces franceses, muchos cuadros pequeños. Uno —unas flores en un jarro— lo reconocí vagamente como un Manet. Pero mi vista tropezó y se detuvo en una imagen que me resultaba mucho más familiar, un par de marcos por encima.
Era, por supuesto, una reproducción. Pero incluso en la vieja fotografía descolorida brillaba en su aislada y extrañamente moderna luz.
—Una copia de artista —dijo Hobie—. El Manet también. No tiene nada especial, pero… —juntó las manos encima de la mesa— esos cuadros desempeñaron un papel importante en la niñez de Welty, la parte más feliz, antes de que se pusiera enfermo, cuando era hijo único, mimado y consentido por los criados…, higos y mandarinas, y flores de jazmín en el balcón. Él hablaba árabe además de francés, ¿lo sabías? —Cruzó rígidamente los brazos y se dio unos golpecitos en los labios con un dedo—. Y solía hablar de que era posible conocer a fondo los cuadros muy grandes, casi habitarlos, a través incluso de reproducciones. Hasta en Proust hay un famoso pasaje en el que Odette abre la puerta con un resfriado, está malhumorada, lleva el pelo suelto y despeinado, y tiene la piel con manchas, y Swann, que hasta ese momento la ha ignorado, se enamora de ella porque le recuerda a la joven de un fresco algo dañado de Botticelli. El mismo Proust solo lo conocía de una reproducción. Nunca vio el original en la capilla Sixtina. Pero aun así toda la novela gira en cierto modo en torno a ese momento. Y los daños forman parte de la atracción del cuadro, las mejillas hinchadas de la joven. Incluso a partir de una reproducción Proust supo recrear esa imagen, remodelar con ella la realidad y sacar de ella algo de sí mismo y ofrecerlo al mundo. Porque la línea de la belleza no cambia por mucho que haya pasado cientos de veces por una fotocopiadora.
—No —dije yo, aunque no estaba pensando en los cuadros sino en las criaturas de Hobie. Piezas que habían cobrado vida en sus manos y que él pulía hasta que parecían bañadas en el tiempo dorado y puro, copias que te impulsaban a amar a Hepplewhite o a Sheraton aunque nunca en tu vida hubieras mirado o pensado en un mueble de Hepplewhite o Sheraton.
—Bueno, solo es un viejo copista el que habla. Ya sabes lo que dijo Picasso: «Los buenos artistas copian, los grandes roban». Aun así, con la verdadera grandeza hay una descarga eléctrica al final del cable. Da igual las veces que agarres el cable o la cantidad de gente que lo haya agarrado antes que tú. Es el mismo cable que ha caído de una vida más elevada. Sigue acarreando algo de la misma descarga. Y esas copias… —echándose hacia delante con las manos juntas sobre la mesa—, las copias de esos artistas con las que Welty creció, se perdieron cuando la casa de El Cairo se incendió, aunque en realidad las perdió antes, cuando quedó tullido y lo mandaron de regreso a Estados Unidos. Pero él era como nosotros, se encariñaba con los objetos, para él tenían alma y personalidad, y aunque perdió casi todo lo demás, nunca perdió esos cuadros, porque los originales seguían estando en el mundo. Hizo varios viajes para verlos… De hecho, fuimos en tren a Baltimore para ver el original de su Manet cuando lo expusieron allí hace años, cuando la madre de Pippa todavía vivía. Fue todo un viaje para Welty. Pero sabía que nunca volvería al Musée d’Orsay. El día que él y Pippa fueron a la exposición de pintura holandesa, ¿qué cuadro crees que él la llevó a ver?
Lo interesante de la fotografía era ver cómo el niño frágil y patizambo que sonreía dulcemente, impecable en su traje de marinero, era también el anciano que me había cogido la mano mientras agonizaba: dos fotogramas distintos de la misma alma, superpuestos. Y el cuadro, que estaba justo encima de su cabeza, era el punto de quietud del que dependía todo: los sueños y las señales, el pasado y el futuro, la suerte y el destino. No había un solo significado sino muchos. Era un acertijo que se hacía cada vez más grande.
Hobie se aclaró la voz.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Cómo lo guardaste?
—Dentro de una funda de almohada.
—¿De algodón?
—Bueno, era de percal de algodón.
—¿Sin relleno? ¿No pusiste nada para protegerlo?
—Solo papel y cinta adhesiva. Sí —añadí cuando se le empañó la vista a causa de la preocupación.
—Deberías haber utilizado papel vegetal y envoltorio de burbujas.
—Eso lo sé ahora.
—Lo siento. —Hizo una mueca y se llevó una mano a la sien—. Todavía estoy asimilándolo. ¿Facturaste la maleta en la que iba el cuadro cuando volaste en Continental Airlines?
—Ya te he dicho que tenía trece años.
—¿Por qué no me lo dijiste? —Y cuando hice un gesto de negación, añadió—: Podrías haberlo hecho.
—Sí, claro —dije, quizá demasiado deprisa. Pero recordaba lo aislado y aterrado que me sentía entonces: mi miedo constante a los Servicios Sociales; el fuerte olor a jabón de mi dormitorio sin cerradura, el frío intenso que hacía en la sala de espera gris piedra de la oficina del señor Bracegirdle, mi terror a que me mandara lejos.
—Se me habría ocurrido algo. Aunque cuando apareciste aquí sin un lugar donde vivir… Bueno, espero que no te importe que te lo diga, pero hasta tu abogado…, lo sabes tan bien como yo, la situación le puso nervioso y estaba bastante impaciente por sacarte de aquí. Y, por mi parte, varios viejos amigos me dijeron: «James, esto es demasiado para ti». Bueno, puedes imaginarte por qué lo pensaron —añadió rápidamente cuando vio la expresión de mi cara.
—Lo sé, lo sé.
Los Vogel, los Grossman, los Mildeberger, si bien siempre se mostraron educados, lograron transmitir en silencio (a mí al menos) su filosofía de que Hobie ya tenía bastante con qué lidiar.
—En cierto modo era una locura. Sé que esa era la impresión de todos. Sin embargo, el mensaje parecía claro. Welty te había enviado aquí, y tú, como un pequeño insecto, volvías y volvías… —Reflexionó unos momentos con el entrecejo fruncido, una versión más pronunciada de su perpetua expresión preocupada—. Te diré lo que intento decirte con tanta torpeza. Cuando mi madre murió, caminé y caminé sin parar durante ese horrible verano que no se acababa nunca. A veces caminaba de Albany a Troy, otras me quedaba bajo los toldos de las ferreterías mientras llovía. Todo con tal de no ir a casa donde ella ya no estaba. Iba por ahí flotando como un fantasma. Me quedaba en la biblioteca hasta que me echaban y luego cogía el autobús de Watervliet y deambulaba un poco más. Yo era un niño grande, tenía doce años y era alto como un hombre, la gente me tomaba por un vagabundo, las amas de casa me perseguían con escobas echándome de sus portales. Pero así fue como acabé en casa de la señora De Peyster. Ella abrió la puerta cuando estaba sentado en su porche y me dijo: «Debes de tener sed. ¿Quieres entrar?». Retratos, miniaturas, daguerrotipos, la tía tal, el tío cual. Una escalera de caracol que bajaba. Y allí estaba yo, en mi bote salvavidas. Lo había encontrado. Cuando te encontrabas en esa casa tenías que pellizcarte para recordarte que no estabas en mil novecientos nueve. Uno de los muebles clásicos americanos más bonitos que jamás he visto. Y, Dios mío, ese cristal de Tiffany…, eso fue antes de que Tiffany fuera tan especial, no estaba de moda y la gente no le daba mucha importancia, probablemente ya pedían grandes cantidades por él en la ciudad pero allí podías encontrarlo en tiendas de segunda mano casi regalado. Muy pronto empecé a merodear yo mismo por esas tiendas. Pero eso…, todo eso había llegado por herencia familiar. Cada mueble tenía una historia. Y ella estaba encantada de enseñarte a qué hora y dónde debías ponerte para contemplar el mueble a la mejor luz. A media tarde, cuando el sol daba vueltas por la habitación… —abrió los dedos, ¡pop!, ¡pop!—, estallaban uno a uno como petardos colgados de un cordel.
Desde mi silla veía el arca de Noé de Hobie: parejas de elefantes, cebras, bestias talladas marchando de dos en dos, hasta los más pequeños, el gallo y la gallina, los conejos y los ratones que cerraban filas. El recuerdo se encontraba localizado allí, más allá de las palabras, un mensaje cifrado desde esa primera tarde que pasamos juntos: la lluvia corriendo por los tragaluces, la prosaica hilera de criaturas sobre la encimera de la cocina esperando a que las salvaran. Noé: el gran cuidador, el gran protector.
Hobie se levantó para preparar café.
—Y supongo que es poco noble pasarte toda la vida preocupándote tanto por objetos…
—¿Quién lo dice?
—Bueno… —volviéndose desde la cocina—, no es que llevemos un hospital para niños enfermos allá abajo. ¿Dónde está la nobleza en poner parches a un montón de mesas y sillas viejas? Probablemente es corrosivo hasta la médula. He visto demasiadas mansiones para no darme cuenta. ¡Idolatría! Amar tanto a los objetos puede acabar destruyéndote. Lo que ocurre es que si cuidas algo lo suficiente cobra vida propia. ¿Y no es ese el propósito de los objetos, de las cosas hermosas, ponerte en contacto con una belleza más grande? Esas primeras imágenes que te abren de par en par el corazón y te pasas el resto de tu vida persiguiéndolas o intentando capturarlas de nuevo, de un modo u otro. Porque, en cierto modo, no hay nada racional en remendar objetos viejos, conservarlos y cuidarlos…
—No hay nada «racional» en nada de lo que me importa.
—Bueno, tampoco para mí —respondió él con tono razonable—. Pero… —atisbando en el tarro de café molido como un miope y echándolo en la cafetera con una cuchara—, siento divagar de este modo, pero desde aquí, desde donde estoy, es como una fijación, ¿no?
—¿Cómo?
Se rió.
—¿Quién puede decirlo? Los grandes cuadros atraen a multitudes, la gente va en tropel a verlos, son reproducidos sin cesar en tazas de café, alfombrillas para el ratón y todo lo que tú quieras. Y yo me cuento entre esa gente, puedes pasarte la vida yendo a museos, dando penosamente vueltas por sus salas y luego salir e ir a comer. —Se acercó de nuevo a la mesa para sentarse—. Pero si un cuadro te llega de verdad al corazón y cambia tu forma de mirar, de pensar, de sentir, no piensas: «Oh, me encanta este cuadro porque es universal» o «Me encanta este cuadro porque habla a toda la humanidad». Esa no es la razón por la que alguien ama una obra de arte. Es un susurro secreto desde un callejón: «Psss. Eh, chico. Sí, tú». —Deslizando un dedo por la foto descolorida, el roce de la mano del cuidador, un roce que no roza, el espacio entre la superficie de la foto y el dedo índice del grosor de una hostia de comunión—. Fallo cardíaco individual. Tu sueño, el sueño de Welty, el sueño de Vermeer. Tú ves un cuadro, yo veo otro, el libro de arte lo pone a cierta distancia, la mujer que compra la postal en la tienda de regalos del museo ve algo totalmente diferente, y eso por no mencionar a la gente de la que estamos separados por el tiempo: cuatrocientos años antes de que llegáramos nosotros u otros cuatrocientos después de que nos hayamos ido, nunca afectará a nadie del mismo modo y a la gran mayoría jamás les afectará de forma profunda, pero… un cuadro importante fluye con suficiente potencia para abrirse paso hasta la mente y el corazón a través de toda clase de enfoques diferentes, de maneras únicas y muy particulares. «Soy tuyo, tuyo. Me pintaron para ti». Oh, no lo sé, hazme callar si estoy divagando… —se pasó una mano por la frente—, pero el mismo Welty solía hablar de objetos proféticos. Todos los comerciantes y los anticuarios los reconocen. Las piezas que aparecen y vuelven a aparecer. Quizá para alguien que no sea comerciante no es un objeto. Es una ciudad, un color, una hora del día. El clavo con el que el destino es propenso a engancharse.
—Hablas como mi padre.
—Bueno, digámoslo de otro modo. ¿Quién dijo que la coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo?
—Ahora sí que has hablado como mi padre.
—¿Quién sabe si los jugadores no son los que mejor lo entienden? ¿No merece todo una apuesta? ¿No sale a veces el bien de alguna extraña puerta trasera?
VIII
Supongo que sí. O, para citar otra paradójica gema de sabiduría de mi padre: a veces tienes que perder para ganar.
Porque hace casi un año de eso y he estado casi todo el tiempo viajando, once meses que he pasado sobre todo en salas de espera de aeropuertos, habitaciones de hotel y otros lugares de paso, Guárdese durante la rodadura, el despegue y el aterrizaje, bandejas de plástico y aire viciado a través de las rejillas de ventilación semejantes a las branquias de un tiburón, y aunque aún no es el día de Acción de Gracias, ya han colgado las luces y empiezan a poner los clásicos temas navideños fáciles de escuchar como «Tannenbaum» de Vince Guaraldi o «Greensleeves» de Coltrane en el Starbucks del aeropuerto; y entre los miles de preguntas que he tenido tiempo de plantearme (cosas por las que merece la pena vivir, cosas por las que merece la pena morir, qué es una estupidez perseguir), he estado dando vueltas a lo que dijo Hobie: sobre esas imágenes que te llegan al corazón y lo abren como una flor, imágenes que se abren a una belleza tan grande que puedes pasarte toda la vida buscando sin encontrarla.
Y me ha sentado bien pasar tanto tiempo solo en tránsito. Un año es lo que he necesitado para ir yo solo por ahí y volver a comprar con discreción todas las falsificaciones que vendí, un proceso delicado que he descubierto que es mejor hacer en persona: tres o cuatro viajes al mes, a New Jersey y Oyster Bay, Providence y New Canaan, y, más allá, Miami, Houston, Dallas, Charlottesville, Atlanta, donde a instancias de mi encantadora cliente Mindy, la esposa de un magnate de repuestos de automóvil llamado Earl, pasé tres agradables días alojado en un château de piedra de coral recién estrenado con billar propio, «pub de caballeros» (con un auténtico camarero inglés importado) y un campo de tiro cubierto con un sistema de dianas montadas sobre una guía. Algunos de mis clientes, dueños de compañías puntocom y fondos de alto riesgo, tienen segundas residencias en lugares exóticos, exóticos al menos para mí, como Antigua y México, las Bahamas, Montecarlo, Juan-les-Pins y Sintra, interesantes vinos locales y cócteles en jardines con terrazas llenos de palmeras y agaves, y sombrillas blancas restallando como una vela junto a la piscina. Entre viaje y viaje me he encontrado como en una especie de estado de transición, volando alrededor en un rugido gris, elevándome con las ventanas salpicadas de gotas hacia la escalonada luz del sol y descendiendo hacia nubes de tormenta y lluvia, y por escaleras mecánicas que bajaban y bajaban hasta un tropel de caras en la zona de recogida de equipaje, una inquietante vida de ultratumba, el espacio entre la Tierra y la no Tierra, el mundo y el no mundo, suelos muy pulidos y ecos de catedral con el techo de cristal y todo el brillo anónimo de la sala, una identidad de masas de la que yo no quiero formar parte y de hecho no soy parte, solo que es casi como si hubiera muerto, me siento diferente, soy diferente, y hay una especie de placer embotado en entrar y salir de la mentalidad de grupo, dormitando en mohosas sillas de plástico y vagando por los relucientes pasillos del duty-free y, por supuesto, todo el mundo es muy amable cuando aterrizas, pistas de tenis cubiertas y playas privadas, y después de la obligada vuelta, todo muy bonito, admirando el Bonnard, el Buillard, un almuerzo ligero a pie de piscina, una cuenta exorbitante y un taxi de regreso al hotel bastante más pobre que cuando salí.
Es un gran cambio. No sé cómo explicarlo. Entre querer y no querer, que te importe o que no te importe.
Es mucho más que eso, por supuesto. Impacto y aura. Las cosas son más fuertes y más brillantes, y me siento al borde de algo indescriptible. Mensajes cifrados en las revistas del avión. Escudo de energía. Cuidado absoluto. Electricidad, colores, resplandor. Todo es un letrero que señala algo más. Tumbado en la cama de una habitación de hotel de Niza, entre paredes de un frío beige y con un balcón que da a la Promenade des Anglais, observo cómo las nubes se reflejan en las puertas corredizas y me maravillo de que incluso mi tristeza me pueda hacer feliz, o de lo necesarios y adecuados que me parecen la moqueta de pared a pared, el mueble Biedermeier de imitación y el locutor del Canal Plus que murmura suavemente en francés.
Preferiría olvidarlo enseguida pero no puedo. Es como el zumbido de un diapasón. Está justo allí. Me acompaña todo el tiempo.
Ruido uniforme, rugido impersonal. La amortiguadora incandescencia de las terminales de embarque. Pero incluso esos lugares cercados y sin alma están impregnados de sentido, destellan y retumban con él. Sky Mall. Sistemas estéreos portátiles. Islas reflejadas de Drambuie, Tanqueray y Chanel n.º 5. Miro la cara inexpresiva de los otros pasajeros que cogen sus maletas y mochilas, y avanzan arrastrando los pies por el pasillo para bajar del avión, y pienso en lo que dijo Hobie, que la belleza altera la textura de la realidad. Y sigo pensando también en la opinión más convencional, que la búsqueda de la belleza pura es una trampa, la vía rápida hacia la amargura y el dolor, y que la belleza tiene que casar con algo más significativo.
Pero ¿qué es ese algo? ¿Y por qué soy como soy? ¿Por qué me importa lo que no debería importarme, y viceversa? O, por decirlo de otro modo, ¿cómo es posible que vea con tanta claridad que todo lo que amo o lo que me importa es una ilusión, y que al mismo tiempo, al menos para mí, ahí resida el encanto de todas las cosas por las que merece la pena vivir?
Un gran pesar que solo ahora empiezo a comprender: no elegimos nuestros sentimientos. No podemos obligarnos a querer lo que es bueno para nosotros o lo que es bueno para los demás. No escogemos ser las personas que somos.
Porque ¿acaso no es un lugar común indiscutido en la cultura que nos han inculcado desde niños? Desde William Blake hasta Lady Gaga pasando por Rousseau, Rumi, Tosca o Míster Rogers, es un mensaje curiosamente inalterable, aceptado desde lo alto hacia abajo: cuando tenemos dudas, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo sabemos qué es lo que más nos conviene? Todos los psiquiatras, todos los orientadores de profesión y todas las princesas de Disney saben la respuesta: «Se tú mismo». «Haz lo que te diga el corazón».
Pero lo que quisiera que alguien me explicara es lo siguiente: ¿qué pasa si da la casualidad de que tienes un corazón que no es de fiar? ¿Y si el corazón, por sus propios motivos insondables, te aleja con obstinación en una nube de resplandor indescriptible de la salud, de la vida doméstica, de las responsabilidades cívicas y los contactos sociales, y de todas las virtudes comunes tibiamente mantenidas, y te lleva directo a un bonito espectáculo de ruina, autoinmolación y catástrofe? ¿Tiene razón Kitsey? Si tu yo más profundo te está engatusando para que vayas derecho a la hoguera, ¿es mejor darte la vuelta? ¿Taparte los oídos con cera? ¿Pasar por alto toda la perversa gloria que te está gritando el corazón? ¿Ponerte sumisamente en camino hacia la norma, el horario razonable y los chequeos médicos periódicos, las relaciones estables y los continuos ascensos profesionales, el New York Times y un desayuno tardío los domingos, todo con la promesa de ser de algún modo mejor persona? ¿O, como Boris, es mejor arrojarte de cabeza y riéndote a la furia sagrada que grita tu nombre?
No se trata de apariencias externas sino de significado interior. Una grandeza en el mundo pero no del mundo, una grandeza que el mundo no entiende. Ese primer destello de pura otredad en cuya presencia floreces una y otra vez.
Un yo que no quieres. Unos sentimientos que no puedes evitar.
Aunque el compromiso no se ha roto, al menos no oficialmente, se me ha dado a entender —con elegancia, al estilo desenfadado de los Barbour— que nadie me está atando a nada. Lo que es perfecto. No se ha dicho nada y no se dice nada. Cuando me invitan a cenar (como a menudo hacen cuando estoy en la ciudad), todo es muy agradable y despreocupado, incluso locuaz, íntimo y sutil, aunque no personal; me tratan (casi) como a un miembro más de la familia, me animan a ir a verlos cuando quiera; he logrado convencer a la señora Barbour para que salga un poco del apartamento, y hemos disfrutado de agradables comidas en el Pierre y de un par de subastas; y Toddy, sin ser en absoluto grosero, incluso se las ha arreglado para dejar caer, de forma natural y casi accidental, el nombre de un buen médico, sin sugerir que podría necesitarlo.
[En cuanto a Pippa, aunque se llevó el libro de Oz, dejó el collar, junto con una carta que abrí con tanta impaciencia que rasgué literalmente el sobre y la rompí en dos. Lo esencial —una vez que me arrodillé para juntar las partes— era: le había encantado verme, el tiempo que habíamos pasado juntos en la ciudad había significado mucho para ella, ¿quién más podría haber escogido un collar tan bonito para ella?, era perfecto, más que perfecto, pero no podía aceptarlo, era excesivo, lo sentía, y, a lo mejor estaba hablando de más, y si era así esperaba que la perdonara, pero no debía pensar que ella no me correspondía, porque sí lo hacía, me quería. (¿Me quieres?, pensé desconcertado). Solo que era complicado, no estaba pensando solo en ella sino también en mí, los dos habíamos pasado por muchas experiencias similares y nos parecíamos mucho…, demasiado. Y puesto que los dos habíamos sufrido tanto, a una edad tan temprana, de formas tan violentas e irreparables que la mayoría de la gente no conocía y no podía comprender, ¿no era un poco… precario? ¿Una cuestión de autoprotección? ¿Dos personas descompuestas e impulsadas por la muerte que necesitan apoyarse tanto la una en la otra? No es que ella no estuviera bien en esos momentos, porque lo estaba, pero eso podía cambiar en un instante, ¿no?, la recaída, el brusco descenso, ¿no era ese el problema?, y como nuestros defectos y debilidades eran demasiado parecidos, uno de los dos podía arrastrar al otro hacia abajo muy deprisa, y aunque lo dejaba un poco en el aire, comprendí al instante y con considerable asombro lo que intentaba decirme. (Qué estúpido había sido al no verlo antes, después de todas las lesiones, la pierna aplastada, las múltiples operaciones; el adorable arrastrar las palabras, el adorable arrastrar el paso, el modo en que se abrazaba y la palidez, las bufandas, los jerséis y las múltiples capas de ropa, la sonrisa adormilada: ella misma, la niñez soñadora que había en ella, era sublimidad y catástrofe, la piruleta de morfina que yo había perseguido durante todos esos años).
Pero, como el lector habrá deducido (si algún día hay un lector), la idea de verme arrastrado hacia abajo no me inspira ningún terror. Tampoco me importa arrastrar a otro conmigo, pero… ¿no puedo cambiar? ¿No puedo ser yo el fuerte? ¿Por qué no?].
[Puedes acostarte con una de esas chicas si quieres, me dijo Boris, sentado en el sofá de su loft de Amberes, partiendo pistachos con los molares traseros mientras veíamos Kill Bill.
No, no puedo.
¿Por qué? Yo me quedo con Copo de Nieve. Pero si quieres la otra, ¿por qué no?
Porque tiene novio.
¿Y qué?
Pues que vive con él.
¿Y?
Eso era lo que estaba pensando yo también: ¿Y? ¿Y si voy a Londres?
Y esa pregunta es catastrófica o bien es la más sensata que me he hecho en toda mi vida].
He escrito todo esto, curiosamente, con la idea de que Pippa lo lea algún día, lo que, por supuesto, no ocurrirá. No lo he escrito de memoria; ese cuaderno en blanco que me dio mi profesor de literatura hace tantos años fue el primero de una serie, y el comienzo de un errático hábito que duraría toda la vida, empezando a los trece años con una colección de cartas formales aunque curiosamente íntimas dirigidas a mi madre: largas, obsesivas y nostálgicas, con el tono con el que te dirigirías a una madre viva que espera ansiosa noticias tuyas, cartas que describían dónde estaba «alojándome» (y no viviendo) y la gente con la que «me alojaba», cartas que describían con minuciosidad qué comía y qué bebía, cómo me vestía, qué veía por la televisión, qué libros leía, a qué jugaba, qué películas veía, cosas que los Barbour decían y hacían, y cosas que papá y Xandra decían y hacían; esas epístolas (escritas con pulcra caligrafía, fechadas y firmadas, listas para ser arrancadas del cuaderno y echadas al buzón) se alternaban con miserables estallidos de odio todo y ojalá estuviera muerto, meses que discurrían tediosamente con garabatos deshilvanados, la casa de los B, hace tres días que no voy al colegio y ya es viernes, mi vida en haiku, estoy casi zombi, Dios, anoche nos emborrachamos tanto que me quedé inconsciente, jugamos a un juego de dados que se llama el mentiroso y cené cereales y caramelos de menta.
Y, sin embargo, después de llegar a Nueva York seguí escribiendo. «¿Por qué demonios hace mucho más frío aquí de lo que recordaba, y por qué esta estúpida lámpara de mesa me pone tan triste?». Describía cenas agobiantes; reproducía conversaciones y apuntaba lo que soñaba; tomaba cuidadosamente apuntes de todo lo que Hobie me enseñaba en el taller.
Caoba del siglo XVIII, más fácil de hacer coincidir que el nogal; la madera más oscura engaña a la vista
¡Cuando la ejecución es artificial, el resultado es demasiado uniforme!
1. estantería mostrará signos de desgaste en los estantes inferiores, donde se quita el polvo y hay roce, no en los superiores
2. en piezas con cerradura, buscar arañazos y hendiduras debajo, donde la madera habrá sido golpeada con un llavero
Intercaladas con todos esos apuntes, y con las notas de los resultados de las subastas de Important Americana («Lt. 77 espejo cvx. girandole ebz. prdo. fed. $7500»), hay gráficas y tablas —cada vez más— siniestras que por alguna razón pensé que serían incomprensibles para el que consultara el cuaderno, pero que en realidad son muy claras:
1-8 dic. 320,5 mg
9-15 dic. 202,5 mg
16-22 dic. 171,5 mg
23-30 dic. 420,5 mg
Y, presente a lo largo de todo este registro diario, elevándolo por encima de sí mismo, está el secreto solo visible para mí: floreciendo en la oscuridad y ni una sola vez mencionado por su nombre.
Porque si son nuestros secretos los que nos definen, y no la cara que mostramos al mundo, entonces el cuadro es el secreto que hizo que me elevara por encima de la superficie de la vida y que me permitió averiguar quién era yo. Y está ahí, en cada página de mis cuadernos, aunque no lo esté. Sueño y magia, magia y delirio. La teoría del campo unificado. Un secreto de un secreto.
[Ese pájaro, dijo Boris durante el trayecto en coche a Amberes. Sabes que el pintor lo estaba viendo, que no lo pintaba de memoria. Es una criatura real, encadenada a una pared. Si lo viera mezclado entre una docena de pájaros de la misma especie lo reconocería sin dificultad.]
Y tiene razón. Yo también lo reconocería. Y si pudiera llegar a tiempo, lo liberaría de la cadena en un abrir y cerrar de ojos, sin importarme ni por un momento que no se pintara nunca el cuadro.
Pero es más complicado. ¿Quién sabe por qué Fabritius pintó el jilguero? Una pequeña obra maestra autónoma, única en su género. Él era joven y famoso. Tenía mecenas importantes (aunque, por desgracia, casi ninguno de los cuadros que pintó para ellos ha sobrevivido). Te lo imaginas como el joven Rembrandt, inundado de encargos grandiosos, su estudio resplandeciente de joyas y hachas de guerra, copas y pieles, pieles de leopardo y armaduras, todo el poder y la tristeza de los bienes terrenales. ¿Por qué escogió este tema? ¿Un pájaro solitario que no era nada propio de su edad ni de su época, en la que casi todos los animales pintados estaban muertos, en suntuosas piezas trofeo, liebres, peces y aves de caza sin vida amontonados y destinados para la mesa? ¿Por qué doy tanta importancia a que la pared sea lisa, sin tapices ni cuernos de caza, sin adornos, y a que él se preocupara en poner su nombre y el año en un lugar tan destacado, si no podía saber? (¿o si?). ¿Que ese 1654, el año que pintó el cuadro, también sería el de su muerte? Se percibe una premonición escalofriante, como si intuyera que ese diminuto y misterioso cuadro sería una de las pocas obras que lo sobrevivirían. La peculiaridad de ese cuadro me tiene obsesionado. ¿Por qué no pintó algo más típico? ¿Por qué no una marina, un paisaje, un cuadro histórico, un retrato por encargo de alguna personalidad importante, una escena barriobajera de borrachos en una taberna, un ramo de tulipanes, por Dios, todo menos ese pequeño y solitario prisionero, encadenado a su pedestal? Quién sabe lo que Fabritius quiso expresar al escoger a este diminuto sujeto. Y si lo que dicen es cierto, si todos los grandes cuadros son en realidad autorretratos, ¿qué nos está diciendo Fabritius de sí mismo? Un pintor reconocido como incomparablemente grande por los más grandes maestros de su época, que murió muy joven hace muchos años y de quien apenas sabemos nada. Sobre sí mismo como pintor está diciendo mucho. Sus trazos hablan por sí solos. Las alas nervudas; el plumaje naciente rascado. Enseguida se aprecian la rapidez de la pincelada, la firmeza del pulso y la pintura aplicada en una gruesa capa. Y, sin embargo, junto a los osados toques pastosos también hay zonas casi transparentes, ejecutadas con tanta delicadeza que crean un contraste lleno de ternura e incluso de humor; por debajo de las cerdas del pincel se ve la capa inferior de pintura; Fabritius quiere que sintamos el tacto del pecho henchido, su suavidad y su textura, la fragilidad de la pequeña cadena enroscada alrededor de la percha de latón.
Pero ¿qué dice el cuadro sobre el mismo Fabritius? Nada sobre devoción familiar, romántica o religiosa; nada sobre temor cívico, ambición profesional o respeto a la riqueza y el poder. Solo un diminuto corazón palpitante y soledad, una pared iluminada por el sol y la sensación de que no hay escapatoria. Tiempo que no transcurre, tiempo que podría no llamarse tiempo. Y, atrapado en el núcleo de luz, el pequeño prisionero inmutable. Creo que leí algo sobre Sargent: cómo, en sus retratos, siempre buscaba lo que había de animal en el modelo (una vez que aprendí a mirar, vi esta tendencia en toda su obra: en el largo morro de zorro y las orejas puntiagudas de la heredera de Sargent, en los intelectuales con dientes de conejo y en los leoninos magnates de la industria, en sus rollizos niños con cara de lechuza). Y, en este pequeño retrato fiel, es difícil no ver lo humano que hay en el jilguero. Dignificado, vulnerable. Dos prisioneros mirándose.
Pero quién sabe qué se proponía Fabritius. No han quedado suficientes obras para hacer conjeturas siquiera. El pájaro nos mira a nosotros. No ha sido humanizado ni idealizado. Vigilante, resignado. No hay historia ni moraleja. No hay propósito. Solo un abismo por partida doble: entre el pintor y el pájaro cautivo; entre el pájaro que pintó y la experiencia que tenemos de él siglos después.
A los estudiosos quizá les interese la pincelada innovadora o el uso de la luz, la influencia histórica y el significado de esa obra única en el arte holandés. Pero a mí no. Como dijo hace muchos años mi madre, a quien le encantaba este cuadro por haberlo visto de niña en un libro de la biblioteca del condado de Comanche, el significado no importa. El significado histórico le quita vida. A través de esas distancias infranqueables entre el pájaro y el pintor, el cuadro y el observador, oigo demasiado bien lo que se me está diciendo, un «psss» desde un callejón, como lo expresó Hobie, a través de cuatrocientos años, y es algo realmente personal y específico. Está allí, en el ambiente teñido de luz, en las pinceladas que él nos permite ver, de cerca, exactamente como son: destellos manuales de pigmento, el mismo paso de las cerdas visible, y, a lo lejos, el milagro, o la broma, como lo llamaba Horst, aunque en realidad es ambas cosas, el proceso de la transustanciación donde la pintura es pintura y al mismo tiempo pluma y hueso. Es el lugar donde la realidad choca con lo ideal, donde una broma se vuelve seria y todo lo serio se convierte en broma. El punto mágico donde cada idea y su contrario son igualmente verdaderos.
Y estoy esperando que haya una verdad más grande sobre el sufrimiento allí contenido, o al menos una mayor comprensión por mi parte, aunque he llegado a darme cuenta de que las únicas verdades que cuentan para mí son las que no puedo o no sé comprender. Lo que es misterioso, ambiguo, inexplicable. Lo que no encaja en una historia, lo que no tiene historia. Un destello que se refleja en una cadena que apenas está allí. La luz del sol sobre una pared amarilla. La soledad que aísla a una criatura viva de la otra. El dolor inseparable de la alegría.
Porque ¿qué pasaría si ese jilguero en particular (y es muy particular) nunca hubiera sido capturado o nacido en cautiverio, o jamás hubiera estado expuesto en la casa donde el pintor Fabritius lo vio? No se entiende por qué el pequeño pájaro se vio obligado a vivir semejante tortura: desconcertado (me imagino) por el ruido, inquieto por el humo, los ladridos de los perros, los olores de la comida que se estaba cocinando; objeto de burlas por parte de borrachos y niños; imposibilitado para volar con las más cortas de las cadenas. Sin embargo, hasta un niño puede ver la dignidad que hay en él; un pequeño modelo de coraje, todo plumaje hinchado y huesos frágiles. No se le ve tímido, ni siquiera desesperado. Se niega a retirarse del mundo.
Y, poco a poco, me encuentro a mí mismo inclinándome a favor de esa negativa a retirarse. Porque no me importa lo que la gente diga o lo cautivadoramente o a menudo que lo diga; nadie podrá persuadirme nunca de que la vida es maravillosa y gratificante. Porque esta es la verdad: la vida es catástrofe. El hecho básico de la existencia —ir por ahí intentando alimentarnos y hacer amigos o lo que sea que hagamos— es una catástrofe. Olvidaos de esa ridícula tontería de «nuestra ciudad» que está en boca de todos: el milagro de un niño recién nacido, la alegría de una simple flor, la vida es demasiado maravillosa para abarcarla y demás. Para mí, y no pararé de repetirlo hasta que me muera, hasta que me caiga y me golpee mi desagradecida cara nihilista contra el suelo y esté demasiado débil para decirlo: es mejor no nacer que hacerlo en este pozo negro. Un sumidero de camas de hospital, ataúdes y corazones rotos. No hay liberación, no hay atracción, no hay «segundas oportunidades», para emplear una de las expresiones favoritas de Xandra, no hay más camino hacia delante que la vejez y la pérdida, y no hay otra salida que la muerte. [«¡Mostrador de Quejas!», exclamó Boris en su casa una tarde en que nos habíamos puesto a hablar sobre el tema vagamente metafísico de nuestras madres: ¿por qué ellas —ángeles, diosas— habían tenido que morir mientras nuestros horribles padres prosperaban, se emborrachaban, se despatarraban e iban tirando, dando tumbos y causando estragos, con una salud en apariencia de hierro? «¡Se equivocaron y se llevaron a otros! ¡Fue un error! ¡Todo es injusto! ¿A quién nos quejamos en este lugar de mierda? ¿Quién está a cargo aquí?».]
Y quizá sea ridículo continuar en esta dirección, aunque no importa puesto que nadie va a leerlo, pero ¿tiene algún sentido saber que termina mal para todos, incluso para los más felices, pues al final todos perdemos lo que importa, y saber al mismo tiempo que, pese a ello, con toda la crueldad que implica el juego, es posible jugar con una especie de alegría?
Intentar dar sentido a todo esto parece increíblemente insólito. Quizá solo veo un patrón porque he estado demasiado tiempo mirando. O, parafraseando a Boris, quizá lo veo porque está allí.
Y, en cierto modo, he escrito estas páginas para intentar entender. Pero, a otro nivel, no quiero entender ni intentarlo siquiera, porque al hacerlo falsearé los hechos. Lo único que puedo decir con certeza es que nunca he percibido el misterio del futuro con mucha intensidad: la sensación de que la arena del reloj se acaba, la fiebre del tiempo que pasa volando. Fuerzas desconocidas, no escogidas, no deseadas. Y llevo tanto tiempo viajando, despertando antes del amanecer en hoteles de ciudades desconocidas, llevo tanto tiempo en tránsito que siento la vibración de los reactores en los huesos, en el cuerpo, una sensación de movimiento constante a través de continentes y husos horarios que persiste mucho después de que me baje del avión y me balancee ante otro mostrador para facturar: «Hola, me llamo Emma/Selina/Charlie/Dominic, ¡bienvenido a no sé dónde!», sonrisas exhaustas, firmando con mano temblorosa, bajando otra persiana, tumbándome en otra cama desconocida de otra habitación desconocida en la que todo da vueltas, nubes y sombras, una enfermedad que es casi euforia, una sensación de haber muerto y de haberme ido al cielo.
Porque ayer, sin ir más lejos, soñé con un viaje y con serpientes, de rayas y venenosas, con la cabeza en forma de flecha, y aunque estaban bastante cerca de mí no tenía miedo. Y a mi mente llegaba de alguna parte una frase: «Hemos estado alrededor de ti, olvídate de morir». Estas son las lecciones que acuden a mí en las habitaciones de hotel oscuras con minibares brillantemente iluminados y voces extranjeras en el pasillo, donde la línea que separa los mundos se vuelve muy fina.
Y como perspectiva en curso, después de Amsterdam, que fue realmente mi Damasco, estación de paso y culminación de mi conversión, como supongo que debería llamarlo, sigue conmoviéndome profundamente la impermanencia de los hoteles; no en un sentido mundano de viaje y ocio sino con un fervor rayano en lo trascendente. En algún momento de octubre, cerca del día de los Difuntos, me alojé en un hotel de la costa mexicana donde ondeaban cortinas por los pasillos y todas las habitaciones tenían nombre de flor. La Habitación Azalea, la Habitación Camelia, la Habitación Adelfa. Opulencia y esplendor, pasillos llenos de corrientes de aire que arrastraban hacia algo parecido a la eternidad y habitaciones con puertas de distintos colores. Peonía, Glicinia, Rosa, Flor de la Pasión. Y, quién sabe, quizá sea eso lo que nos esté esperando al final del viaje, un esplendor inimaginable hasta el mismo instante en que crucemos las puertas, quizá sea eso lo que nos encontraremos mirando con asombro cuando Dios por fin nos quite las manos de los ojos y diga: ¡Mira!
[¿Alguna vez piensas en dejarlo?, pregunté durante la parte aburrida de Qué bello es vivir, el paseo con Donna Reed a la luz de la luna, cuando estaba en Amberes observando cómo Boris, con una cuchara y un cuentagotas, mezclaba lo que llamaba un «tonificante».
¡Déjame en paz! ¡Me duele el brazo! Ya me había enseñado la marca sanguinolenta: un corte profundo en el bíceps con los bordes ennegrecidos. ¡Que te peguen un tiro en Navidad, a ver si quieres esperar sentado con una aspirina!
Sí, pero estás loco de hacerlo así.
Bueno, lo creas o no, no es un problema para mí. Solo lo hago en ocasiones especiales.
Eso ya lo he oído antes.
¡Bueno, pues es verdad! Por ahora todavía soy un aficionado. Conozco a tíos que se han chutado durante tres o cuatro años y están bien, siempre y cuando se limiten a hacerlo dos o tres veces al mes. Dicho eso, Boris añadió sombrío, con la luz azulada de la película reflejándose en la cuchara: Soy alcohólico. El daño ya está hecho. Seré un borracho hasta que me muera. Señaló con la cabeza la botella de Russian Standard que había encima de la mesa de centro. Si me mata algo será eso. ¿Dices que nunca te has chutado?
Créeme, he tenido suficientes problemas con todo lo demás.
Bueno, el gran estigma y el miedo, lo entiendo. Yo, con franqueza, casi siempre prefiero esnifar, en los clubes nocturnos o los restaurantes, es más rápido y más fácil meterte en el aseo de hombres para meterte una raya. Con esto siempre estás ansioso. En el lecho de muerte habrá ansia. Es mejor no empezar nunca. Aunque, la verdad, resulta irritante ver a algún estúpido sentado allí fumando una pipa de crack y declarando lo sucio y poco seguro que es esto, que ellos nunca utilizarán una aguja. Como si fueran mucho más sensatos que tú.
¿Por qué empezaste?
¿Por qué empiezan todos? ¡Me dejó mi novia! La novia de ese momento. Quería ser malo y autodestructivo, y lo conseguí.
Jimmy Stewart con su jersey de universitario. Luna plateada, voces temblorosas. Buffalo Gals won’t you come out tonight, come out tonight.
¿Y por qué no lo dejas?
¿Por qué tendría que hacerlo?
¿Hace falta que te lo diga?
¿Y si no tengo ganas?
Si puedes dejarlo, ¿por qué no lo haces?
Quien a hierro mata a hierro muere, dijo Boris rápidamente, apretando con la barbilla el botón de su torniquete, que tenía un aspecto muy profesional, mientras se subía la manga.]
Por horrible que suene, lo entiendo. No escogemos lo que queremos y lo que no queremos, esta es la única y cruda verdad. A veces queremos lo que queremos aunque sepamos que nos matará. No podemos escapar de quiénes somos. (Dicho en honor de mi padre: él al menos intentó querer lo sensato —mi madre, el maletín, yo— antes de volverse loco y huir corriendo de ello).
Y por más que quiera creer que hay una verdad más allá de la ilusión, no puedo evitar pensar que no la hay. Porque entre la «realidad» y el punto en que la mente alcanza la realidad hay una zona intermedia, el borde de un arco iris donde la belleza cobra existencia, donde dos superficies muy distintas se mezclan y se funden para proporcionar lo que la vida no te da; y este es el espacio donde existe todo el arte y toda la magia.
Y —me atrevería a decir— todo el amor. O, quizá con más exactitud, esta zona intermedia ilustra la contradicción fundamental del amor. Visto de cerca, una mano pecosa sobre un abrigo negro, una rana de origami inclinada. Aléjate un paso y la ilusión vuelve; más viva que la vida, imperecedera. La misma Pippa es el efecto óptico entre esas cosas, tanto el amor como el no amor, el allí y el no allí. Fotografías en la pared, un calcetín enrollado debajo del sofá. Cuando alargué una mano para quitarle una pelusa del pelo y ella se rió y se escabulló. Y del mismo modo que la música es el intervalo entre las notas, y las estrellas son bonitas gracias al espacio que hay entre ellas, y el sol cae sobre las gotas de lluvia en ángulo y arroja un prisma de color al cielo, así el espacio donde yo existo, y donde quiero seguir existiendo, y donde, si soy sincero, espero morir, es exactamente esa media distancia: donde la desesperación alcanzó la pura otredad y creó algo sublime.
Por eso he querido escribir estas páginas tal como las he escrito. Porque solo adentrándome en la zona intermedia, el borde policromo entre la verdad y la no verdad, es tolerable estar aquí y escribir esto.
Todo lo que nos enseña a hablar con nosotros mismos, lo que nos enseña a salir de la desesperación entonando una canción, es importante. Pero el cuadro también me ha enseñado que podemos hablar unos con otros a través del tiempo. Y tengo la impresión de que hay algo muy serio que me urge decir al lector inexistente. Que la vida es, entre otras muchas cosas, breve. Que el destino es cruel pero quizá no sea arbitrario. Que la naturaleza (en el sentido de la Muerte) siempre vence, pero eso no significa que tengamos que resignarnos y arrastrarnos ante ella. Que aunque no siempre nos alegremos de estar aquí, tal vez sea nuestro deber sumergirnos igualmente; vadear en línea recta a través del pozo negro, manteniendo abiertos los ojos y el corazón. Y en nuestro agonizar, mientras nos levantamos de lo orgánico y nos hundimos de nuevo de manera ignominiosa en lo orgánico, es un honor y un privilegio amar lo que la Muerte no puede alcanzar. Pues si la catástrofe y el olvido han acompañado a este cuadro a través de los tiempos, tanto más lo hará el amor. En la medida en que es inmortal (y lo es), yo desempeño un pequeño, brillante e inmutable papel en esa inmortalidad. Existe, y sigue existiendo. Y sumo mi amor a la historia de cuantos han amado los objetos hermosos y han velado por ellos, los han librado de las llamas, los han buscado cuando estaban extraviados y han procurado conservarlos y rescatarlos mientras pasaban literalmente de mano en mano, cantando con alegría desde el naufragio del tiempo a la siguiente generación de amantes, y a la siguiente.