11

El canal del caballero

I

El Lincoln daba vueltas a la manzana, pero cuando se detuvo para recogernos no era Giuri quien estaba al volante sino un tipo que yo nunca había visto, con un corte de pelo que parecían haberle hecho en una celda de borrachos y unos penetrantes ojos azul polar.

Boris nos presentó en ruso.

Privet! Myenya zovut Anatoli —me dijo el tipo, tendiéndome una mano emborronada por coronas y rayos solares azul añil semejantes a los diseños de los huevos de Pascua ucranianos.

—¿Anatoli? —repetí con cautela—. Ochien’ priyatno?

Siguió un torrente en ruso del cual no entendí ni una palabra, por lo que me volví hacia Boris desesperado.

—Anatoli no habla ni una pizca de inglés —comentó Boris con tono afable—. ¿Verdad, Toli?

En respuesta, Anatoli nos miró muy serio por el espejo retrovisor y soltó una perorata. Los tatuajes de los nudillos tenían que ver sin duda con la cárcel: aros de tinta que indicaban la duración de la condena o el período ya cumplido, el paso del tiempo marcado como los anillos de un árbol.

—Dice que hablas bien —dijo Boris con ironía—. Una buena educación en urbanidad.

—¿Dónde está Giuri?

—Se fue ayer —respondió Boris, buscando algo en el bolsillo del pecho de su chaqueta.

—¿Se fue? ¿Adónde?

—A Amberes.

—¿Mi cuadro está allí?

—No. —Boris sacó del bolsillo dos hojas de papel que examinó a la tenue luz antes de pasarme una—. Pero mi piso y mi coche sí están en Amberes. Giuri ha ido allí a recoger el coche y algunas cosas, y vendrá a recogernos.

Sosteniendo a la luz el papel, vi que era la copia impresa de un billete de avión electrónico:

CONFIRMADO

DECKER/THEODORE DL2334

NEWARK LIBERTY INTL (EWR) A AMSTERDAM, PAÍSES BAJOS (AMS)

HORA DE EMBARQUE 12:45

DURACIÓN TOTAL DEL VUELO 7 HRS 44 MINS

—De Amsterdam a Amberes solo hay tres horas en coche —continuó Boris—. Llegaremos a Schiphol más o menos a la vez, yo una hora antes que tú. Le he pedido a Myriam que nos reserve un asiento en aviones distintos. El mío enlaza con Frankfurt. El tuyo es directo.

—¿Esta noche?

—Sí. Como ves, eso no nos deja mucho tiempo…

—¿Y por qué tengo que ir yo?

—Porque podría necesitar ayuda y no quiero mezclar a nadie más en esto. Bueno, a Giuri. Pero ni siquiera le he dicho a Myriam el propósito de nuestro viaje. Podría haberlo hecho —añadió interrumpiéndome—, aunque cuantas menos personas estén enteradas mejor. Así que tienes que ir corriendo a buscar tu pasaporte y todo el dinero en efectivo que puedas conseguir. Toli nos llevará a Newark. Yo… —dio unos golpecitos en el maletín que había sobre el asiento trasero en el que yo acababa de reparar— ya estoy listo. Te esperaré en el coche.

—¿Y el dinero?

—Lo que tengas.

—Deberías habérmelo dicho.

—No hace falta. —Buscaba un cigarrillo—. Bueno, yo de ti no me mataría con eso. Lo que tengas y te vaya bien… Porque no es importante. Es sobre todo para impresionar.

Me quité las gafas y me las limpié con la manga.

—¿Cómo?

Se dio unos golpecitos en la sien con los nudillos, un gesto de los viejos tiempos que significaba «burro».

—Porque tengo previsto pagarles pero no toda la cantidad que piden. ¿Recompensarlos por robarme? ¿No es lo mismo que darles alas para que me roben cuando les dé la gana? ¿Qué clase de escarmiento es ese? «Este hombre es débil». «Podemos hacer con él lo que queramos». —Cruzó las piernas de forma espasmódica, palpándose los bolsillos en busca de un encendedor—. Pero quiero que crean que estamos dispuestos a pagar toda la cantidad. Tal vez quieras parar en un cajero para sacar dinero…, podemos hacerlo por el camino o quizá en el aeropuerto. Los billetes nuevos causarán buena impresión. Creo que solo te dejan entrar diez mil dólares en la Unión Europea, ¿verdad? Pero con lo que haya de más haré fajos y los llevaré en la maleta. Además —añadió, ofreciéndome un cigarrillo—, no creo que sea justo que tú pongas toda la cantidad. En cuanto lleguemos allí te proporcionaré más. Es un regalo que quiero hacerte. Y también te daré una letra de cambio… o, en cualquier caso, un papel que pase por una letra de cambio, una hoja de ingreso falsa, un cheque falso. De un banco de fachada del Caribe. Es una falsificación muy conseguida, parece legítima. No sé si esa parte funcionará. Tendremos que improvisar. ¡Nadie con dos dedos de frente aceptaría una letra de cambio en lugar de efectivo por algo así! Pero creo que no tienen mucha experiencia, y además están desesperados… —Cruzó los dedos—. Eso espero. ¡Ya veremos!

II

Mientras Anatoli daba vueltas a la manzana, entré deprisa en la tienda y cogí todo el dinero en efectivo sin contarlo, alrededor de dieciséis mil dólares. Luego subí corriendo las escaleras y, mientras Popper iba de un lado para otro, jadeando de ansiedad, metí unas cuantas cosas en una bolsa de viaje: pasaporte, cepillo de dientes, maquinilla, calcetines, calzoncillos, los primeros pantalones que encontré, un par de camisas, un jersey. También cogí la lata de Redbreast Flake que estaba en el fondo del cajón de los calcetines, pero la dejé caer de nuevo en el cajón y lo cerré con rapidez.

Mientras bajaba con prisas al salón, con el perro pisándome los talones, vi las botas de cazador de Pippa que estaban delante de la puerta de su dormitorio y me paré en seco: en mi mente el verde brillante se fundía con ella y con la felicidad. Por un momento me detuve titubeante. Regresé a mi habitación, cogí la primera edición de Ozma de Oz y garabateé una nota tan deprisa que no tuve tiempo para pensar. «Buen viaje. Te quiero. No es broma». Soplé hasta que se secó la tinta y la metí en el libro, que dejé en el suelo junto a las botas. El retablo resultante sobre la alfombra (Ciudad Esmeralda, las botas verdes, el color de Ozma) era como un haiku o alguna otra combinación de palabras perfecta con la que me hubiera tropezado para explicarle lo que ella significaba para mí. Por un momento me quedé totalmente inmóvil —el tictac del reloj, recuerdos sumergidos de la niñez, puertas que se abrían a viejas y luminosas fantasías en las que caminábamos juntos sobre la hierba en verano—, luego regresé con resolución a mi dormitorio para buscar el collar que me había llamado la atención en una sala de exposición de la casa de subastas; lo saqué de su caja de terciopelo negro azulado y, con cuidado, lo dejé sobre una de las botas, donde la luz se reflejó en algún toque dorado. Era un collar de topacio del siglo XVIII para una reina de las hadas, un girândole con un lazo de diamantes y grandes piedras transparentes color miel, justo el tono de sus ojos. Al volverme aparté la vista de la pared de enfrente, empapelada con fotos de ella, y bajé corriendo las escaleras, casi con la misma emoción y terror con que de niño arrojabas una piedra a una ventana. Hobie sabría exactamente lo que me había costado el collar. Pero cuando Pippa lo encontrara junto a la nota yo ya estaría lejos.

III

Volábamos desde distintas terminales, de modo que nos despedimos donde me dejó Anatoli. Las puertas de cristal se abrieron con un jadeo. En el interior, más allá de los controles de seguridad, sobre los relucientes suelos de la explanada a la luz que precedía al amanecer, miré los monitores y eché a andar entre tiendas oscuras con las persianas bajadas: Brookstone, Tie Rack, perritos calientes de Nathan, música alegre de los años setenta que se introducía en mi mente consciente (love… love will keep us together…, think of me babe whenever…), por delante de puertas de embarque escalofriantemente fantasmales, acordonadas y vacías exceptuando a varios universitarios que dormitaban espatarrados sobre cuatro asientos seguidos, por delante del único bar que todavía estaba abierto, la única caseta de yogures, el único Duty Free donde, siguiendo la recomendación que me había hecho Boris encarecidamente, me detuve para tomar un quinto de vodka («más vale prevenir…, solo podrás conseguir alcohol en las tiendas controladas por el Estado…, quizá quieras tomarte dos»), y recorrí todo el trayecto hasta mi puerta de embarque (abarrotada), llena de familias de minorías étnicas de mirada mortecina, mochileros sentados con las piernas cruzadas en el suelo y hombres de negocios de piel correosa y cara aceitosa encorvados sobre portátiles que parecían estar hechos a la rutina.

El avión iba lleno. Mientras avanzaba arrastrando los pies entre la multitud del pasillo (clase económica, en el centro de la hilera de cinco asientos), me pregunté cómo se las había arreglado Myriam para conseguir un asiento para mí. Pero por fortuna estaba demasiado cansado para preguntarme muchas cosas más; y casi antes de que se apagara la señal de los cinturones de seguridad me quedé dormido, perdiéndome los refrescos, la cena y las películas que proyectaban durante el vuelo, y solo me desperté cuando las persianas ya estaban levantadas, la luz entraba a raudales en la cabina y las azafatas pasaban empujando su carrito con nuestros desayunos empaquetados: un ramillete de uvas frías, un vaso de zumo frío, un cruasán envuelto en papel de celofán amarillo y té o café, a escoger.

Habíamos quedado en la zona de recogida de equipaje. Los hombres de negocios recuperaban en silencio sus maletas y huían de allí hacia sus reuniones, sus planes de marketing, sus amantes, ¿quién sabía? Unos porreros vocingleros con parches de arco iris en las mochilas se peleaban para coger talegos que no eran suyos mientras discutían sobre cuál era la mejor cafetería para colocarse de buena mañana, «vamos, tíos, el Bluebird, no tengo ninguna duda…», «no, esperad…, en la Haarlemmerstraat. En serio, lo apunté. Está en este papel. No, esperad, tíos, deberíamos ir directamente, porque no recuerdo el nombre pero abren temprano y sirven desayunos impresionantes. Y con las crepes y el zumo de naranja te traen tu Apollo 13, que puedes fumar con pipa de agua en la misma mesa».

Allá se fueron en tropel los quince o veinte que eran, despreocupados y con el pelo brillante, riéndose y echándose la mochila a la espalda mientras discutían sobre cuál era la forma más barata de llegar al centro de la ciudad. A pesar de no haber facturado, me quedé en la zona de recogida de equipaje durante más de una hora, observando cómo una maleta con una gruesa capa de cinta adhesiva daba vueltas y más vueltas desamparada hasta que Boris apareció detrás de mí y me saludó, arrojándome el brazo alrededor del cuello en una llave asfixiante y tratando de pisarme los zapatos por detrás.

—Larguémonos de aquí. Tienes una pinta horrible. Vamos a comer algo y hablar. Giuri nos espera fuera en el coche.

IV

Por alguna razón yo no había contado con encontrar una ciudad engalanada para la Navidad: ramas de abeto y espumillón, adornos de rayos de sol en los escaparates, un viento gélido y cortante que llegaba de los canales, chimeneas, casetas navideñas, gente en bicicleta, juguetes, color y dulces, confusión y brillo. Perros pequeños, niños, curiosos, vigilantes y porteadores de paquetes, payasos con sombrero de copa y gabán militar, y un pequeño bufón con ropa navideña que bailaba à la Avercamp. Yo aún no estaba bien despierto y nada de todo eso me parecía más real que el sueño fugaz que había tenido en el avión en el que veía a Pippa en un parque con muchas fuentes altas y un planeta rodeado de un Saturno que colgaba bajo y majestuoso en el cielo.

—Nieuwmarkt —dijo Giuri cuando llegamos a un gran círculo con un castillo con torreones digno de un cuento de hadas y, alrededor de él, un mercado al aire libre, abetos cortados y espolvoreados de nieve, y vendedores con mitones pisando fuerte, una ilustración de un libro de niños—: Jo, jo, jo.

—Siempre hay mucha policía por aquí —comentó Boris sombrío mientras se veía arrojado contra la portezuela cuando Giuri tomó una curva cerrada.

Por varias razones yo estaba algo aprensivo acerca de nuestro alojamiento y tenía preparada una excusa si suponía estar en una casa de ocupas o dormir en el suelo. Por fortuna Myriam me había reservado una habitación en un hotel situado en una casa junto a un canal, en la parte antigua de la ciudad. Dejé el equipaje, guardé el efectivo en la caja fuerte y salí de nuevo a la calle para reunirme con Boris. Giuri había ido a aparcar.

Boris tiró el cigarrillo sobre los adoquines y lo pisó.

—Hacía tiempo que no venía por aquí —dijo echando vaho mientras miraba con actitud apreciativa a los transeúntes sobriamente vestidos que pasaban por la calle—. Mi piso en Amberes…, bueno, estoy en Amberes por el trabajo. También es una ciudad bonita…, las mismas nubes marinas, la misma luz. Algún día iremos. Pero siempre me olvido de cuánto me gusta esto también. ¿Tienes mucha hambre? —me preguntó, dándome un puñetazo en el brazo—. ¿Te importa si caminamos un poco?

Deambulamos por callejuelas húmedas y demasiado estrechas para que circularan coches, pequeñas tiendas de colores ocres llenas de grabados antiguos y porcelanas polvorientas. Un puente peatonal sobre un canal: agua marrón, un solitario pato marrón. Una taza de plástico cabeceando medio sumergida. El viento era cortante y húmedo, y arrastraba consigo aguanieve que acribillaba la piel, y el espacio que nos rodeaba resultaba agobiante y oscuro. ¿No se congelaban los canales en invierno?, pregunté.

—Sí, pero… —dijo secándose la nariz—, supongo que es por el calentamiento global. —Con su abrigo y el traje de la noche anterior se le veía fuera de lugar y al mismo tiempo totalmente en su salsa—. ¡Qué tiempo de perros! ¿Entramos aquí? ¿Cómo lo ves?

El sucio bar, café o lo que fuera, situado a un lado del canal, era de madera oscura, decorado con motivos marítimos de remos y salvavidas, y velas rojas que ardían débilmente aun de día en un ambiente sombrío y desolado. Luz bochornosa, brumosa de humo. El interior de las ventanas estaba cubierto de gotas de agua condensada. No tenían una carta de menú. En el fondo había una pizarra con garabatos ininteligibles para mí: dagsoep, draadjesvlees, kapucijnerschotel, zuurkoolstamppot.

—Deja que pida algo —dijo Boris, y se puso a hacerlo, de manera sorprendente, en holandés.

Lo que llegó era una comida típica de él, consistente en cerveza, pan, salchichas, cerdo con patatas y sauerkraut. Mientras engullía con alegría, recordó su primer y único intento de montar una bicicleta por la ciudad (caída, desastre), y también lo mucho que disfrutaba con los arenques nuevos en Amsterdam, de los que por supuesto no era época, ya que al parecer se comían sujetándolos por la aleta de la cola y dejándolos suspendidos dentro de la boca, pero yo estaba demasiado desorientado por el entorno para escucharle con mucha atención, y con los sentidos casi dolorosamente despiertos me dediqué a toquetear el puré de patatas con el tenedor, abrumado por lo extraño que era todo en esa ciudad: los olores a tabaco, malta y nuez moscada, las paredes del local del marrón melancólico de un viejo libro encuadernado de cuero, y más allá, los oscuros pasadizos y el agua salobre chapaleando, cielos bajos y viejos edificios inclinados unos contra otros con un poético aire taciturno, al borde del derrumbamiento, la soledad adoquinada de una ciudad donde parecía —al menos a mí— que podías llegar a dejar que el agua te cubriera la cabeza.

Giuri, con las mejillas coloradas y sin aliento, enseguida se reunió con nosotros.

—Aparcar… un poco problemático aquí. Lo siento. —Me tendió la mano—. ¡Me alegro de verte! —exclamó abrazándome con un afecto en apariencia genuino que me sorprendió, como si fuéramos viejos amigos que hacía tiempo que no se veían—. ¿Todo va bien?

Boris, que iba por su segunda cerveza, peroraba sobre Horst.

—No sé por qué no se viene a vivir a Amsterdam —dijo, zampándose feliz un pedazo de salchicha—. ¡Se queja continuamente de Nueva York! ¡Lo odio, lo odio, lo odio! Cuando todo lo que ama… —abarcando con una mano el canal al otro lado de la ventana empañada— está aquí. Hasta el idioma es igual que el suyo. Si Horst quisiera ser feliz de verdad en este mundo, llevar una vida alegre o feliz, debería pagar veinte mil dólares para volver cuanto antes a su centro de desintoxicación rápida y venirse luego aquí y pasarse todo el día en un museo fumando Buddha Haze.

—¿Horst…? —repetí, mirando a uno y otro.

—¿Qué?

—¿Sabe que estás aquí?

Boris apuró su cerveza.

—¿Horst? No, no lo sabe. Será mucho, muchísimo más fácil si Horst se entera de todo esto después. —Y, lamiéndose un pegote de mostaza del dedo, añadió con apremio—: Porque mis sospechas no andaban muy desencaminadas. El cabrón de Sascha robó el cuadro. El hermano de Ulrika. Lo que deja a Horst en una mala situación. Así que es mucho mejor que me ocupe de esto yo solo, ¿comprendes? Así le estoy haciendo un favor a Horst…, un favor que no olvidará.

—¿Qué quieres decir con «ocuparte»?

Boris suspiró.

Miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba, aunque éramos los únicos clientes del local.

—Bueno, es complicado, podría hablar durante tres días seguidos, pero también te puedo resumir en tres frases lo que ha pasado.

—¿Sabe Ulrika que lo cogió su hermano?

Boris puso los ojos en blanco.

—¡A mí que me registren! —Era una de las expresiones que había aprendido años atrás, haciendo el tonto en mi casa después del colegio. «A mí que me registren». «Corta el rollo». En el humeante crepúsculo del desierto, con las persianas bajadas. «Aclárate». «Seamos realistas». «Ni hablar». Las mismas sombras sobre su cara. La luz dorada reflejándose en las puertas de la piscina.

—Creo que Sascha tendría que ser muy estúpido para decírselo a Ulrika —terció Giuri con expresión preocupada.

—No sé lo que Ulrika sabe o deja de saber. Eso no viene al caso. Su lealtad a su hermano pasa por encima de Horst, como ha demostrado en más de una ocasión. —E indicando por señas a la camarera que trajera una cerveza a Giuri, añadió—: Uno pensaría que Sascha al menos tendría el sentido común de retenerlo un tiempo. Pero no. No puede utilizarlo para pedir un préstamo en Hamburgo o Frankfurt por culpa de Horst…, porque Horst se enteraría inmediatamente. De modo que lo ha traído aquí.

—Escucha, si sabes quién tiene el cuadro deberías llamar a la policía.

Por el silencio y las miradas de incomprensión que siguieron, comprendí que era como si hubiera sacado una lata de gasolina y sugerido que nos prendiéramos fuego.

—Vamos, ¿no es lo más seguro? —añadí a la defensiva, después de que la camarera trajera la cerveza de Giuri y se hubiera marchado de nuevo, y ni él ni Boris pronunciaran una palabra—. ¿No es más seguro y más fácil que la policía lo recupere y tú no tengas nada que ver con ello?

El timbre de una bicicleta, una mujer pasando estrepitosamente por la acera, el ruido de los radios de las ruedas, una capa negra de bruja ondeando detrás de ella.

—Porque… —continué, mirándolos a los dos—, si te paras a pensar en todo por lo que ha pasado este cuadro…, todo por lo que debe de haber pasado… No sé si me entiendes, Boris, pero ¿qué precauciones hay que tomar para transportar un cuadro? ¿Basta con empaquetarlo bien? ¿Por qué correr riesgos?

—Eso es exactamente lo que yo pienso.

—Una llamada anónima al departamento de delitos de arte. No son agentes corrientes…, no tienen contacto con la policía normal, lo único que les preocupará será el cuadro. Ellos sabrán qué hay que hacer.

Boris se recostó en su silla. Miró a su alrededor y luego a mí.

—No, no es una buena idea. —Su tono era el de alguien dirigiéndose a un niño de cinco años—. ¿Y quieres saber por qué?

—Piensa en ello. Es lo más fácil. No tendrías que hacer nada.

Boris dejó el vaso de cerveza en la mesa con mucho cuidado.

—Ellos tienen más probabilidades de recuperarlo intacto —continué—. Además, si hiciera yo la gestión, si llamara yo…, mierda, podría pedirle a Hobie que los llamara… —Me llevé las manos a la cabeza—. Lo mires como lo mires, tú no correrías ningún riesgo. —Me sentía demasiado cansado y desorientado; los dos pares de ojos penetrantes que tenía delante no me permitían pensar con claridad—. Si lo hiciera yo o alguien que no formara parte de tu, hum, organización…

Boris soltó una carcajada.

—¿Organización? —Meneó la cabeza con tanto vigor que le cayó el pelo sobre los ojos—. Bueno, supongo que somos una organización de alguna clase, ya que somos tres o más… Pero, como puedes ver, no es muy grande ni está muy bien organizada.

—Deberías comer algo —me dijo Giuri en el silencio lleno de tensión que se produjo, mirando mi plato de cerdo con patatas que seguía intacto—. Debería comer —insistió volviéndose hacia Boris—. Dile que coma.

—Deja que se muera de hambre, si quiere —dijo Boris, cogiendo un pedazo de cerdo de mi plato y metiéndoselo rápidamente en la boca.

—Una llamada. La haré yo.

—No, no la harás —replicó Boris de pronto ceñudo, empujando hacia atrás la silla y levantando la barbilla con agresividad cuando intenté hablar—. No, no, cállate, joder, no la harás.

De pronto noté la mano de Giuri en mi muñeca, un gesto que conocía muy bien, el viejo lenguaje olvidado de Las Vegas cuando mi padre estaba en la cocina vociferando sobre de quién era la casa y quién pagaba…

—Y quiero que dejes de hablar ahora mismo de esa estúpida «llamada» —continuó Boris con tono autoritario, aprovechando un momento de silencio con el que no contaba—. Llamada, llamada —repitió al no obtener respuesta de mí, agitando una mano en el aire de un modo burlón, como si la palabra «llamada» fuera una absurda broma que significaba «unicornio» o «país de las hadas»—. Sé que quieres ayudar, pero no es una sugerencia muy útil por tu parte. Así que olvídala. Basta de llamadas. En fin —continuó con tono afable, sirviendo parte de su cerveza en mi vaso medio vacío—, como iba diciendo, si Sascha tiene tantas prisas no piensa con claridad. ¿Está jugando más de una baza o quizá dos a la vez? No. Sascha es forastero. Sus contactos aquí están corrompidos. Necesita dinero. Y se ha esforzado tanto en alejarse de Horst que se ha dado de lleno conmigo.

No dije una palabra. Me resultaría bastante fácil llamar a la policía. No había motivos para involucrar a Boris o a Giuri en ello.

—Un asombroso golpe de suerte, ¿no? Y nuestro amigo georgiano es un tipo muy rico, pero está tan lejos del mundo de Horst y tan lejos de ser un coleccionista de arte que ni siquiera conocía el cuadro por su nombre. Solo sabía que era un pájaro…, un pequeño pájaro amarillo. Pero Cherry cree que no miente cuando dice que lo vio. Es un tipo muy poderoso que está en el sector de bienes inmuebles. Aquí y en Amberes. Está forrado y es casi un padre para Cherry, pero no es una persona muy culta, para que me entiendas.

—¿Dónde está ahora?

Boris se frotó la nariz con vigor.

—No lo sé. No van a decírnoslo, como es lógico. Pero Vitia se ha puesto en contacto para decir que sabe de un comprador. Y han acordado un encuentro.

—¿Dónde?

—Aún no se han puesto de acuerdo. Ya han cambiado media docena de veces el lugar de encuentro. Paranoicos —dijo haciendo el gesto de que les faltaba un tornillo—. Quizá nos hagan esperar un día o dos. Quizá solo lo sepamos una hora antes.

—Cherry… —dije, y luego me detuve. Vitia era la abreviación del nombre de Cherry en ruso, Víktor (Victor, en la versión anglicanizada), pero Cherry solo era un apodo, y yo no sabía nada de Sascha: ni su edad, ni su apellido ni el aspecto que tenía, nada salvo que era el hermano de Ulrika; y ni siquiera de eso estaba seguro, en un sentido literal, en vista de lo libremente que utilizaba Boris la palabra.

Boris se lamió la grasa del pulgar.

—Mi idea era… organizar un encuentro en tu hotel. Ya sabes, tú, estadounidense, un pez gordo interesado en el cuadro. Ellos… —bajó la voz cuando la camarera le cambió el vaso vacío por otro lleno mientras Giuri asentía educado, echándose hacia delante— irían a tu habitación. Así es como suele hacerse. Todo muy profesional. Pero… —añadió con un mínimo encogimiento de hombros— son nuevos en esto y están paranoicos. Insisten en ser ellos quienes propongan el lugar de encuentro.

—¿Y cuál es?

—¡Aún no lo sé! ¿No acabo de decírtelo? Cambian continuamente de opinión. Si quieren que esperemos, esperaremos. Tendremos que dejarles creer que ellos mandan. Ahora perdona pero estoy cansado —dijo, estirándose y bostezando, frotándose con un dedo un ojo rodeado de un cerco oscuro—. ¡Quiero echar una cabezada! —Se volvió y le dijo algo a Giuri en ucraniano, luego se volvió hacia mí. Se echó hacia delante y me rodeó con un brazo—. Lo siento. ¿Sabrás encontrar el hotel?

Intenté soltarme sin que lo pareciera.

—¿Dónde vas a alojarte tú?

—En el piso de mi novia, en Zeedijk.

—Cerca de Zeedijk —corrigió Giuri, irguiéndose a propósito, con un aire educado y ligeramente militar—. El antiguo barrio chino.

—¿Cuál es la dirección?

—No me acuerdo. Ya me conoces, no consigo memorizar las direcciones y cosas así. —Boris se dio unos golpecitos en el bolsillo—. Menos tu hotel.

—Ya.

En Las Vegas, si nos separábamos al huir del segurata del centro comercial con los bolsillos llenos de tarjetas de regalo robadas, mi casa siempre era el punto de encuentro.

—Bueno, me reuniré contigo allí. Tienes mi móvil y yo tengo el tuyo. Te llamaré cuando sepa algo más. —Me dio una palmada en la nuca—. ¡Ahora deja de preocuparte, Potter! ¡No pongas esa cara larga! ¡Ganemos o perdamos saldremos ganando! ¡Todo va a salir bien! Sabes cómo volver, ¿verdad? Subes por aquí y al llegar al Singel giras a la izquierda. Sí, allí. Hablamos pronto.

V

Me equivoqué de calle al regresar a mi hotel y me pasé varias horas dando vueltas sin rumbo entre tiendas adornadas con bolas de cristal y grises callejones de ensueño con nombres impronunciables, budas dorados, bordados asiáticos, mapas antiguos, viejos clavecines y brumosos escaparates de color marrón cigarro con vajillas, copas y jarras de Dresde antiguas. Había escampado y alrededor de los canales se percibía algo intenso y radiante, un brillo respirable. Las gaviotas se zambullían y graznaban. Un perro pasó corriendo con un cangrejo vivo entre los dientes. En mi cansancio delirante, que hacía que me sintiera totalmente desconectado de mí mismo, como si observara todo desde cierta distancia, anduve a través de confiterías, cafeterías y tiendas de juguetes antiguos y azulejos de Delft de la década de 1800, viejos espejos y destellos plateados a la intensa luz color coñac, armarios de marquetería franceses y mesas al estilo de la corte francesa con guirnaldas talladas y un barnizado que arrancaría exclamaciones de admiración a Hobie; de hecho, toda la brumosa, acogedora y culta ciudad con sus floristerías, panaderías y anticuarios me hacía pensar en Hobie, no solo por la abundancia de antigüedades sino porque rezumaba una integridad muy de su estilo, como esos cuentos ilustrados en los que unos dependientes con delantal barrían los suelos y unos gatos atigrados dormitaban en las ventanas al sol.

Pero había mucho más que ver, y me sentía abrumado, exhausto y aterido de frío. Al final, pidiendo indicaciones a desconocidos (esposas de mejillas sonrosadas con flores en los brazos, hippies con manchas de tabaco y gafas de montura metálica), volví sobre mis pasos a través de puentes que se extendían sobre canales y calles estrechas con la iluminación de un cuento de hadas hasta llegar a mi hotel, donde enseguida cambié unos dólares en el mostrador de recepción y subí a ducharme en el cuarto de baño de mi habitación, que era todo cristal curvado y apliques voluptuosos, un híbrido de art nouveau y frío diseño futurista de ciencia ficción basado en formas de huevo; me dormí boca abajo en la cama, donde me despertó horas más tarde el móvil dando vueltas en la mesilla de noche. El familiar sonido me hizo creer, por un instante, que estaba en casa.

—¿Potter?

Me senté y busqué las gafas.

—Hummm… —No había corrido las cortinas antes de acostarme y los reflejos del canal titilaban por el techo de la habitación en la oscuridad.

—¿Pasa algo? ¿Estás colocado? No me digas que has ido a un café.

—No, no. —Aturdido, miré alrededor: lucernas y vigas, armarios y techo inclinado y, al otro lado de la ventana, cuando me detuve delante frotándome la cabeza, puentes con la tracería iluminada y reflejos arqueados sobre el agua negra de los canales.

—Bien, voy para allá. No estás con una chica, ¿verdad?

VI

Para llegar a mi habitación había que dar una caminata desde el mostrador de recepción y coger dos ascensores distintos, de modo que me sorprendió que llamaran tan pronto a la puerta. Giuri fue derecho a la ventana y se quedó allí de espaldas a nosotros mientras Boris me miraba.

—Vístete —dijo.

Yo estaba descalzo, con el albornoz del hotel y el pelo de punta después de haberme dormido recién salido de la ducha.

—Tienes que arreglarte. Vamos, péinate y aféitate.

Cuando salí del cuarto de baño (donde había dejado el traje colgado de una percha para que se planchara solo), apretó los labios con ojo crítico y dijo:

—¿No tienes nada mejor?

—Es un traje Turnbull and Asser.

—Sí, pero parece que hayas dormido con él.

—Lo he llevado mucho tiempo. Tengo una camisa mejor.

—Pues póntela. —Abrió el maletín que había dejado a los pies de la cama—. Y mete aquí el dinero.

Cuando regresé, poniéndome los gemelos, me detuve en seco en mitad de la habitación al verlo de pie a un lado de la cama, con la cabeza inclinada, concentrado en montar una pistola: encajando un perno con la misma competencia lúcida con que Hobie trabajaba en el taller, deslizando hacia atrás el pasador con un contundente y verosímil clic.

—Boris, qué coño es eso.

—Cálmate —me dijo, mirándome de reojo. Se palpó los bolsillos y sacó un cargador que encajó con un chasquido—. No es lo que crees. En absoluto. ¡Solo es para impresionar!

Miré las anchas espaldas de Giuri, que permanecía totalmente impasible, con la misma sordera profesional que a veces adoptaba yo en la tienda cuando las parejas discutían sobre si comprar un mueble o no.

—Es solo que… —Movió una pieza hacia un lado y hacia el otro con pericia para probarla, luego la sostuvo a la altura del ojo y apuntó, gestos irreales procedentes de una profunda capa del cerebro donde las películas en blanco y negro parpadeaban las veinticuatro horas al día—. Nos vamos a reunir en su terreno y ellos serán tres. Bueno, en realidad dos. Dos que cuenten. Además, ahora ya puedo decírtelo, estaba un poco preocupado por si Sascha aparecía, porque entonces yo no podría acompañarte. Pero todo ha salido a la perfección, ¡y aquí estoy!

—Boris. —Allí de pie, comprendí de golpe, en una oleada enfermiza, el estúpido lío en el que me había metido.

—¡No te preocupes! Ya lo he hecho yo por ti. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. Porque Sascha está demasiado nervioso. Tiene miedo de dejarse ver en Amsterdam…, miedo de que se entere Horst. Y con toda la razón. Y eso es una gran noticia para nosotros. —Cerró el arma: plata cromada, negro mercurio, con una densidad uniforme que distorsionaba oscuramente el espacio de alrededor como una gota de aceite de motor en un vaso de agua—. Bien.

—No me digas que vas a llevarla —dije con incredulidad en el silencio que se hizo.

—Bueno, sí. Para la pistolera…, solo para llevarla en la pistolera… Pero espera, espera —añadió, levantando la palma de una mano, aunque yo no hablaba, solo lo miraba mudo de horror—, antes de que empieces. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Solo es para impresionar.

—Estás bromeando.

—Un disfraz —dijo con vehemencia, como si yo no hubiera hablado—. Pura pantomima. Así se lo pensarán más antes de intentar algo, ¿entiendes? —Y como yo seguía allí plantado, mirándolo fijamente, añadió—: ¡Una medida de precaución! Porque tú eres el hombre rico y nosotros somos tus guardaespaldas, así son las cosas. Esperarán que sea así. Todo muy civilizado. Y solo con que abramos un poco el abrigo —llevaba una pistolera escondida en el cinturón—, se mostrarán respetuosos y no intentarán nada. Es mucho más peligroso entrar así sin más… —Puso los ojos en blanco imitando a una chica chiflada.

—Boris —dije lívido y mareado—, no puedo hacerlo.

—¿Hacer qué? —Metió la barbilla y me miró—. ¿No puedes bajar del coche y quedarte cinco minutos a mi lado mientras recupero tu puto cuadro? ¿Es eso?

—No, quiero decir… —El arma estaba sobre la colcha; no podía apartar la vista de ella; parecía cristalizar y magnificar la mala energía que flotaba en el aire—. No puedo. En serio, olvídalo.

—¿Olvidar? —Boris hizo una mueca—. ¡No me hagas esto! Me has hecho venir aquí en balde, metiéndome en un aprieto. Y ahora —agitó un brazo—, en el último minuto, empiezas a poner condiciones y a decir que es peligroso, y a decirme cómo tengo que hacer las cosas. ¿No confías en mí?

—Sí, pero…

—Bueno. Confía en mí ahora, por favor. Tú eres el comprador —me dijo con impaciencia al ver que no respondía—. Esa es la trama. Todo está arreglado.

—Deberíamos haber hablado antes de esto.

—Oh, vamos —replicó él exasperado, cogiendo la pistola de la cama y guardándola en la funda—. No discutas conmigo, por favor, o llegaremos tarde. ¡Si hubieras tardado dos minutos en salir del cuarto de baño no la habrías visto! ¡Nunca te habrías enterado de que llevo un arma encima! Porque, Potter, escúchame. Escúchame, ¿quieres? Esto es lo que va a pasar. Entramos, estamos cinco minutos, nosotros somos los que hablamos, solo hablamos, luego tú coges el cuadro y todo el mundo contento, nos largamos y nos vamos a cenar. ¿De acuerdo?

Giuri, que se apartó de la ventana, me miraba de arriba abajo. Con cara de preocupación, le dijo algo a Boris en ucraniano. Siguió un enigmático intercambio de palabras. Luego Boris se llevó una mano a la muñeca y empezó a desabrocharse el reloj.

Giuri dijo algo más, meneando la cabeza con vigor.

—Bien —dijo Boris—. Tienes razón. —Luego se volvió hacia mí con un gesto de asentimiento—. Toma.

Rolex President Platinum. Esfera con diamantes incrustados. Yo intentaba pensar en una manera educada de rechazarlo cuando Giuri se quitó del meñique su anillo de diamante de talla biselada e, ilusionado como un niño que da un regalo hecho por él, me tendió ambas cosas con las manos abiertas.

—Sí —dijo Boris cuando yo titubeé—. Giuri tiene razón. No pareces lo bastante rico. Ojalá tuviéramos otros zapatos para ti —añadió, mirando con ojo crítico mis zapatos negros con hebillas—, pero esos tendrán que servir. Ahora pondremos el dinero en este maletín —de cuero, lleno de billetes amontonados— y nos iremos. —Trabajó con rapidez, con manos ágiles, como una camarera de hotel haciendo una cama—. Encima los billetes más grandes. Todos esos de cien. Precioso.

VII

Ya en la calle, esplendor y delirio de las fiestas navideñas. Reflejos que danzaban y rielaban sobre el agua negra; arcadas con celosías por encima de la calle, guirnaldas de luz sobre los barcos del canal.

—Todo va a ser muy fácil y cómodo —dijo Boris, que daba vueltas al mando de la radio saltándose los Bee Gees y las noticias en holandés y en francés, intentando sintonizar una canción—. Cuento con que quieren este dinero ya. Cuanto antes se deshagan del cuadro, menos oportunidades tendrán de cruzarse con Horst. No mirarán con mucho detenimiento la letra de cambio o la hoja de ingreso. Todo lo que verán es la cifra de seiscientos mil.

Yo estaba sentado solo en el asiento trasero con el maletín con el dinero. («¡Porque debe acostumbrarse a ser pasajero distinguido, señor!», dijo Giuri mientras rodeaba el coche y abría la portezuela trasera para que yo subiera).

—Verás, lo que espero que le engañe es que la hoja de ingreso es totalmente legal —decía Boris—. Y la letra de cambio también. Solo que vienen de un banco malo. De Anguila. En Amberes también hay rusos, en P. C. Hooftstraat…, vienen aquí a invertir, a lavar dinero, a comprar arte, ¡ja! Ese banco estaba bien hace seis semanas, pero ya no.

Dejamos atrás los canales, el agua. En la calle: la silueta de ángeles de neón de múltiples colores asomando en lo alto de los edificios como mascarones de proa. Lentejuelas azules, lentejuelas blancas, focos, cascada de luces blancas y estrellas de Navidad, brillando impenetrables, tan ajenos a mí como el diamante rosado que destellaba en mi mano.

—Mira, lo que tengo que decirte… —continuó Boris, olvidando la radio y volviéndose hacia el asiento trasero—, lo que quiero decirte de todo corazón es que no te preocupes —dijo con las cejas juntas, alargando una mano alentadora para sacudirme el hombro—. Todo saldrá bien.

—¡Pan comido! —exclamó Giuri, y sonrió por el espejo retrovisor, encantado con la expresión.

—Este es el plan. ¿Quieres saber cuál es el plan?

—Supongo que debo decir que sí.

—Dejamos el coche. En las afueras. Cherry se reúne allí con nosotros y nos lleva hasta su coche.

—Y todo va a ser pacífico.

—Totalmente. ¿Y sabes por qué? ¡Porque tú tienes el efectivo! Eso es todo lo que ellos quieren. Y aun con la letra de cambio falsa, es una cantidad enorme. ¡Cuarenta mil dólares por no trabajar! ¡O trabajar muy poco! Después Cherry nos dejará de nuevo en el aparcamiento con el cuadro y entonces saldremos… ¡a celebrarlo!

Giuri murmuró algo.

—Se queja del aparcamiento. Ahora ya lo sabes. Cree que es mala idea. Pero yo no quiero ir con mi coche y lo último que necesitamos es que nos pongan una multa de aparcamiento.

—¿Dónde es la reunión?

—Bueno, es un quebradero de cabeza. Tendremos que salir de la ciudad y luego volver a entrar. Insistieron en que fuera en su terreno y Cherry aceptó porque…, bueno, de verdad que es mejor así. Al menos en su terreno podemos contar con que no habrá interferencias con la policía.

Llegamos a un tramo de la carretera más solitario, recto y lúgubre donde el tráfico era escaso y las farolas bastante distanciadas entre sí, y el estimulante estruendo y brillo del casco antiguo, con sus tracerías iluminadas y su oculto diseño —patines plateados, niños felices debajo del árbol de Navidad— dieron paso a una desolación urbana que me resultaba más familiar: Fotocadeau, Locksmith Sleutelkluis, letreros en árabe, Shoarma, Tandoori Kebab, persianas bajadas, todo cerrado.

—Estamos en la Overtoom —dijo Giuri—. No muy interesante ni bonito.

—Este es el aparcamiento de mi hombre, Dima. Ha puesto el letrero de «Completo», así nadie nos molestará. Lo dejaremos en la zona de larga… ¡Ah! —Y gritó «bliad» cuando un camión apareció de la nada y nos cortó el paso tocando la bocina, lo que obligó a Giuri a dar un viraje y frenar en seco.

—Aquí la gente es a veces un poco agresiva sin motivo —dijo Giuri, sombrío, mientras ponía el intermitente para entrar en el aparcamiento.

—Dame tu pasaporte —me dijo Boris.

—¿Por qué?

—Porque voy a dejarlo en la guantera para cuando volvamos. Es mejor no llevar nada encima, por si acaso. Yo también dejo el mío. —Lo sostuvo en alto para que lo viera—. Y el de Giuri. Giuri es un honesto estadounidense de nacimiento… —añadió, por encima de las risas de Giuri—, sí, vosotros lo tenéis muy bien, pero ¿yo? Cuesta un montón conseguir un pasaporte estadounidense y, la verdad, no quiero perderlo. —Me miró—. ¿Sabes, Potter, que ahora la ley te obliga a ir documentado a todas horas en los Países Bajos? Hacen registros callejeros al azar…, se penaliza al que no cumple. Te estoy hablando de Amsterdam. ¿Qué clase de estado policial es este? ¿Quién lo creería? Yo jamás. Ni en un millón de años. —Cerró la guantera con llave—. Pero es mejor pagar una multa y salir del apuro a base de labia que llevar encima el auténtico si nos paran.

VIII

En el interior del aparcamiento, que vibraba de un modo deprimente con una luz verde aceituna, había muchas plazas vacías en la zona de larga estancia, pese al letrero de «Completo». Mientras nos metíamos de morro en el hueco, un hombre con una chaqueta de sport que estaba apoyado contra un Range Rover blanco tiró el cigarrillo al suelo salpicando brasas rojas y se acercó. Las pronunciadas entradas, las gafas de aviador ahumadas y su fornido torso de militar le daban el aspecto curtido de un expiloto, un hombre que manejaba instrumentos delicados en algún lugar de pruebas de los Urales.

—Victor —me dijo cuando bajamos del coche, estrujándome la mano en la suya.

Giuri y Boris recibieron un golpe en la espalda. Después de tensos preliminares en ruso, un adolescente de barba rizada y cara de niño se bajó del asiento del conductor, y Boris lo saludó con una bofetada en la mejilla silbando On the Good Ship Lollipop en una alegre séptima nota.

—Este es Shirley T —me dijo, alborotándole los tirabuzones—. De Shirley Temple. ¿Sabes por qué lo llamamos así? ¿Te lo imaginas? —me preguntó riéndose mientras el chico, incapaz de contenerse, sonreía avergonzado, dejando ver unos hoyuelos profundos.

—No te dejes engañar por su físico —me dijo Giuri en voz baja—. Parece un niño pero tiene tantas pelotas como cualquiera de los presentes.

Educado, Shirley me saludó con la cabeza —¿hablaba inglés?, no lo parecía—; nos abrió la portezuela trasera del Range Rover, y nos subimos los tres, Boris, Giuri y yo, mientras Victor Cherry se sentaba delante y nos hablaba desde el asiento del copiloto.

—Esto debería ser sencillo —me dijo con formalidad mientras salíamos del aparcamiento y regresábamos de nuevo a la Overtoom—. Como un simple empeño. —De cerca su cara era ancha y sagaz, con una pequeña boca remilgada y una expresión irónicamente alerta que por alguna razón hizo que me sintiera menos inquieto acerca de la lógica de la noche, o la falta de ella: el cambio de coche, la ausencia de una dirección, la falta de información, el terrible desconocimiento—. Vamos a hacer un favor a Sascha y por esa razón él se portará bien con nosotros.

Edificios bajos y alargados. Luces desarticuladas. Tenía la sensación de que no estaba ocurriendo, de que le sucedía a otro que no era yo.

—Porque ¿acaso Sascha puede entrar en un banco y pedir un crédito con el cuadro como aval? —decía Victor con pedantería—. No. ¿Puede Sascha entrar en una tienda de empeños y pedir un préstamo con el cuadro como garantía? No. ¿Puede Sascha, debido a las circunstancias del robo, acudir a alguno de sus contactos habituales de Horst y pedir un préstamo con el cuadro como garantía? No. Por tanto, Sascha está muy contento con la aparición de este estadounidense misterioso, tú, con él que yo le he puesto en contacto.

—Sascha se inyecta heroína como tú y yo respiramos —me cuchicheó Giuri—. Cada vez que toca dinero sale a la calle como un reloj para comprar un cargamento de drogas.

Victor Cherry se puso bien las gafas.

—Exacto. No es un amante del arte y no es exigente. Utiliza el cuadro como tarjeta de crédito de alto interés, o eso cree. Una inversión para ti y efectivo para él. Tú le presentas el dinero y te quedas con el cuadro como aval; él compra schmeck, se guarda la mitad, sale con el resto y lo vende; vuelve al mes con el doble del dinero para recuperar el cuadro. ¿Y si al mes no vuelve con el doble del dinero? El cuadro pasa a ser tuyo. Como digo es tan simple como un empeño.

—Solo que no es tan simple… —Boris se estiró y bostezó—, porque cuando desapareces, y resulta que la letra de cambio no es válida, ¿qué puede hacer él? Si va corriendo a Horst pidiendo ayuda, le partirán el cuello por él.

—Me alegro de que hayan cambiado tantas veces el lugar de encuentro. Es un poco ridículo. Pero ayuda porque hoy es viernes —dijo Victor, quitándose las gafas de aviador y limpiándoselas con la camisa—. Les hice creer que te estabas echando atrás, porque no paraban de anular y cambiar de planes… No has llegado hasta hoy, aunque ellos no lo saben. Como no paraban de cambiar de planes les dije que estabas cansado y nervioso de dar vueltas por Amsterdam con tu maletín lleno de billetes, esperando tener noticias suyas, y que habías ingresado de nuevo el dinero y regresabas en avión a Estados Unidos. No les gustó eso. Así que —señaló el maletín con la cabeza—, como hoy es fin de semana y los bancos están cerrados, les estás llevando todo el efectivo que tienes, y…, bueno, ellos han hablado conmigo por teléfono muchas veces, un montón, y yo he quedado con ellos una vez en un bar del barrio rojo, pero han acordado traer el cuadro y hacer el intercambio esta noche sin conocerte antes, porque les he dicho que tu avión sale mañana, y como han sido ellos quienes lo han jodido, o aceptan una letra de cambio o nada. No les gustó, pero dieron por válida la explicación. Eso nos pone más fáciles las cosas.

—Mucho más fáciles —dijo Boris—. No estaba seguro de si funcionaría lo de la letra de cambio. Es mejor que crean que es por culpa suya, por marear la perdiz.

—¿Cuál es el lugar de encuentro?

—Lunchcafé. —Victor lo pronunció como una sola palabra—. De Paarse Koe.

—Significa «la Vaca Morada» en holandés —ofreció Boris solícito—. Es un lugar hippy, cerca del barrio rojo.

Una calle larga y solitaria: Ferreterías cerradas, ladrillos amontonados a un lado, todo era importante y de algún modo hipersignificativo, aunque pasaba por nuestro lado a toda velocidad, demasiado deprisa para que lo viéramos.

—La comida que sirven es espantosa —dijo Boris—. Coles y una tostada dura de trigo viejo. Pensarías que van allí chicas cachondas, pero solo encuentras mujeres viejas y gordas de pelo gris.

—¿Por qué allí?

—Porque calle tranquila por la noche —dijo Victor Cherry—. Lunchcafé está cerrado de madrugada, pero como es semipúblico no se nos escapará de las manos, ¿comprendes?

En todas partes, una sensación de extrañeza. Sin darme cuenta había dejado la realidad y cruzado la frontera hacia una tierra de nadie donde nada tenía sentido. Ensoñación, fragmentación. Cable enrollado y montañas de escombros con la lona de plástico agitándose con el viento.

Boris hablaba con Victor en ruso; y cuando se dio cuenta de que yo lo miraba, se volvió hacia mí.

—Solo estamos diciendo que Sascha está en Frankfurt esta noche, dando una fiesta en un restaurante por un amigo suyo recién salido de la cárcel, y todos lo hemos confirmado por tres fuentes distintas, Shirley también. Se cree muy listo, quedándose fuera de la ciudad. Si a Horst le llegan noticias de lo que ha pasado aquí esta noche, Sascha podría levantar las manos y decir: «¿Quién, yo? Yo no tengo nada que ver con esto».

—Tú vives en Nueva York —me dijo Victor—. He dicho que eras marchante, que te arrestaron por falsificación y ahora llevas una operación como la de Horst, a escala mucho mayor por lo que se refiere a cuadros y dinero.

—Horst…, que Dios lo bendiga —dijo Boris—, él sería el hombre más rico de Nueva York si no regalara cada centavo. Siempre lo ha hecho. Mantiene a muchas personas aparte de a sí mismo.

—Eso es malo para los negocios.

—Sí. Pero disfruta con la compañía.

—Un filántropo yonqui, ¡ja! —dijo Victor, pronunciando mal la palabra—. Por suerte mueren de vez en cuando o quién sabe cuántos heroinómanos habría apelotonados con él en ese basural. En fin, cuanto menos hables tú mejor. No esperarán que tengamos una conservación educada. Solo trataremos de negocios. Será rápido. Dale la letra de cambio, Boria.

Boris dijo algo brusco en ucraniano.

—No, tiene que sacarla él. Debe entregarla en propia mano.

Tanto en la letra de cambio como en la hoja de ingreso estaban impresas las palabras Farruco Frantisek, Citizen Bank Anguilla, lo que solo aumentaba la percepción de trayectoria de un sueño, un recorrido que se aceleraba demasiado rápido para aminorar el ritmo.

—¿Farruco Frantisek? ¿Es él? —Dadas las circunstancias parecía una pregunta significativa, como si de algún modo me hubiera vuelto incorpóreo o al menos hubiera cruzado cierto horizonte donde carecía de datos tan básicos como los de mi identidad.

—Yo no escogí el nombre. Tuve que quedarme con lo que me ofrecieron.

—¿Debo presentarme yo mismo con este nombre? —Había algo en el papel que no estaba bien, era demasiado fino, y el hecho de que pusiera Citizen Bank en lugar de Citizen’s Bank me dio mala espina.

—No, te presentará Cherry.

Farruco Frantisek. Intenté pronunciar el nombre con naturalidad en voz baja. Aunque no era fácil de memorizar, sonaba lo bastante fuerte y extranjero para transmitir la hiperdensidad de perdido en el espacio de las calles negras, las vías de tranvía, más adoquines y ángeles de neón; volvíamos a estar en el casco antiguo, histórico e insondable, canales, aparcamientos para bicicletas y luces de Navidad sacudiéndose sobre el agua oscura.

—¿Cuándo pensabais decírselo? —preguntaba Victor Cherry a Boris—. Necesita saber cómo se llama.

—Bueno, ahora ya lo sabe.

Calles desconocidas, giros incomprensibles, distancias anónimas. Yo había dejado incluso de intentar leer los letreros de las calles o de seguir la ruta. De todo lo que me rodeaba —todo lo que podía ver—, el único punto de referencia era la luna, cabalgando muy por encima de las nubes, y aunque brillante y llena por alguna razón parecía extrañamente inestable, un vacío de gravedad, no era la luna pura del desierto que servía de referente sino más bien un truco de fiesta que podía desaparecer con el guiño de un ilusionista o alejarse flotando hacia la oscuridad hasta perderse de vista.

IX

La Vaca Morada estaba en una calle de sentido único poco concurrida con anchura suficiente para que pasara un coche. Todos los negocios de alrededor —farmacia, panadería, tienda de bicicletas— estaban cerrados a cal y canto, con excepción de un restaurante indonesio al fondo. Shirley Temple nos hizo bajar justo delante. En la pared de enfrente, una pintada: una cara sonriente y flechas, advertencia radiactiva, y un relámpago de plantilla con la palabra «Shazam», y letras goteantes de película de terror, «¡sé agradable!».

Atisbé por la puerta de cristal. El local era alargado y estrecho, y a primera vista estaba vacío. Paredes moradas; lámpara de techo de vidrios de colores; mesas y sillas distintas entre sí pintadas en colores de guardería y luces bajas menos en un área de mostrador con una parrilla y una nevera expositor iluminada al fondo. Plantas de interior enfermas; una foto en blanco y negro de John y Yoko firmada; un tablero de noticias combado lleno de folletos y volantes de satsangs, clases de yoga y diversas modalidades holísticas. En la pared había un mural de tarot arcana y, en la ventana, una endeble carta en la que aparecía una larga lista de platos sanos al estilo Everett: crema de zanahorias, sopa de ortigas, puré de ortigas, pastel de lentejas y frutos secos…, nada muy apetitoso, pero me recordó que mi última comida completa, sin contar con unos pocos bocados, había sido el curry que me había comido en la cama en casa de Kitsey.

Boris me vio mirarlo.

—Yo también tengo hambre —dijo con bastante formalidad—. Luego iremos a cenar a un buen restaurante. El Blake. A veinte minutos.

—¿No vas a entrar?

—Aún no. —Un poco apartado de las puertas de cristal, miraba a un lado y a otro de la calle.

Shirley Temple daba la vuelta a la manzana.

—No te quedes aquí hablando conmigo. Ve con Victor y Giuri.

El hombre que se acercó a la puerta de cristal del café era un individuo enclenque, anodino y con tics de unos sesenta años, con la cara larga y estrecha, una melena hippy por debajo de los hombros y una gorra tejana de visera sacada de Soul Train 1973. Se detuvo con el manojo de llaves en las manos, mirándonos a Giuri y a mí por encima de Victor, y pareció titubear. Con los ojos juntos, las pobladas cejas grises y el voluminoso bigote gris, recordaba un viejo schnauzer receloso. Apareció entonces otro tipo, mucho más joven y mucho más corpulento, que le sacaba una cabeza incluso a Giuri, un malaisio o indonesio con el rostro tatuado, desorbitantes diamantes en las orejas y un moño negro en la coronilla que hacía pensar en uno de los arponeros de Moby Dick, si alguno de los arponeros de Moby Dick hubiera llevado pantalones de chándal de terciopelo y una chaqueta de béisbol de raso color melocotón.

El viejo de los tics estaba llamando por el móvil. Esperó, sin apartar en todo momento de nosotros su mirada cautelosa. Luego hizo otra llamada, y nos dio la espalda, y se internó en las profundidades del local hablando con la palma de la mano apretada en la mejilla y la oreja al estilo de una ama de casa histérica mientras el indonesio se quedaba de pie en la puerta de cristal y nos observaba, con una inmovilidad antinatural. Tras un breve intercambio, el viejo de los tics volvió y con la frente arrugada y visible renuencia manejó con torpeza el llavero e hizo girar la llave en la cerradura. En cuanto estuvimos dentro empezó a quejarse a Victor Cherry y a agitar los brazos alrededor mientras el indonesio se acercaba tranquilamente y se apoyaba contra la pared, con los brazos cruzados, escuchando.

Algún altercado, era evidente. Malestar. ¿En qué idioma hablaban? ¿Rumano? ¿Checo? Yo no sabía de qué iba el asunto, pero Victor Cherry se mostró frío y disgustado mientras el viejo de los tics estaba cada vez más agitado (¿enfadado?, no; irritado, frustrado, incluso adulador, con una nota gimoteante en la voz, y en todo ese tiempo el indonesio no apartó la mirada de nosotros con la inquietante inmovilidad de una anaconda). Yo estaba a unos diez pies de distancia, y —a pesar de que Giuri, con el maletín del dinero, estaba demasiado pegado a mí— puse una expresión cohibida de no entender y fingí contemplar los letreros y las consignas de la pared: Greenpeace, Prohibido el Uso de Pieles, Apto para Veganos, ¡Protegido por los Ángeles! Después de haber comprado suficientes drogas en situaciones lo bastante peliagudas (apartamentos con cucarachas en el Harlem hispano, escaleras con olor a orina en las viviendas de protección oficial de Saint Nicholas), sabía lo suficiente para no mostrarme interesado, ya que —al menos en mi experiencia— las transacciones de esta naturaleza eran por lo general iguales. Actuabas de un modo relajado y desconectado, y no hablabas a menos que fuera necesario y cuando lo hacías era con un tono monocorde; en cuanto conseguías lo que habías ido a buscar, te largabas.

—¡Y una mierda protegido por los ángeles! —me dijo Boris al oído, apareciendo sin hacer ruido a mi lado.

No dije ni una palabra. Aun después de todos estos años nos resultaba muy fácil caer en el hábito de susurrar con las cabezas juntas como si estuviéramos en clase de Spirsetskaya, lo que no parecía una buena dinámica dadas las circunstancias.

—Hemos llegado puntuales —dijo Boris—, pero uno de sus hombres no ha aparecido. Por eso el Difunto Agradecido aquí presente está tan nervioso. Quieren que esperemos hasta que llegue. La culpa es de ellos por cambiar tantas veces de lugar de encuentro.

—¿Qué está pasando ahí?

—Deja que Vitia se encargue —dijo él, tocando con la punta del zapato una bola de pelo disecada que había en el suelo.

¿Un ratón muerto?, pensé con un respingo, antes de darme cuenta de que era un juguete para gato mordisqueado, uno de los muchos que había desperdigados por el suelo junto a un arenero oscuro de meadas medio escondido, con excrementos y todo, debajo de una mesa para cuatro. Me estaba preguntando en lo conveniente que podía ser que hubiera un arenero donde los comensales podían meter el pie, desde el punto de vista de la logística del servicio de comida (por no hablar de lo atractivo, higiénico o incluso legal que era), cuando me fijé en que la conversación había terminado y los dos se habían vuelto hacia Giuri y hacia mí, Victor Cherry y el viejo de los tics cuya mirada expectante y cauta iba de mí al maletín que Giuri tenía en las manos. Solícito, Giuri dio un paso hacia delante, lo abrió y lo dejó en la mesa con una servil inclinación de cabeza, y retrocedió para que el anciano lo examinara.

El anciano miró dentro con ojos miopes y arrugó la nariz. Con una exclamación malhumorada levantó la vista hacia Cherry, que observaba impasible. Siguió otra conversación enigmática. El canoso parecía descontento. Luego cerró el maletín, se quedó de pie y me miró rápidamente.

—Farruco —dije nervioso, ya que olvidé mi apellido y esperaba que no me lo preguntaran.

Cherry me lanzó una mirada: los papeles.

—Ya, ya —dije, y me llevé una mano al bolsillo interior de la americana buscando la letra de cambio y la hoja de ingreso, las desdoblé con un gesto que confié en que pareciera despreocupado y los comprobé antes de entregárselos…

«Frantisek». Pero justo cuando alargaba el brazo —fue como una ráfaga de aire que recorre la casa y, ¡pam!, cierra de golpe una puerta en una dirección que no esperas—, Victor se colocó rápidamente detrás del hombre canoso y lo golpeó en la nuca con la empuñadura de la pistola con tanta fuerza que se le cayó la gorra, se le doblaron las piernas y se desplomó con un gruñido. El indonesio, todavía apoyado en la pared, pareció sorprenderse tanto como yo; se puso rígido, y nos miramos con un respingo como diciendo: «¿Qué coño ha sido eso?». Fue casi una mirada entre dos amigos, y me preguntaba por qué no se apartaba de la pared cuando me volví y vi horrorizado que Boris y Giuri habían desenfundado sus armas; el morro de la de Boris descansaba en su palma izquierda ahuecada, y Giuri, que sostenía la suya con una sola mano, con el maletín del dinero en la otra, retrocedía hacia la puerta.

En un instante inconexo, alguien salió de la cocina del fondo: una mujer asiática más bien joven…, no, un chico —tez blanca, ojos asustados y carentes de expresión que barrían la habitación, un pañuelo con estampado ikat y melena suelta— que desapareció igual de deprisa.

—Hay alguien al fondo —dije enseguida mirando en todas direcciones; la habitación daba vueltas como una atracción de feria y el corazón me latía tan deprisa que las palabras no me salían como era debido, no estaba seguro de si alguien me había oído; o, en todo caso, de si Cherry me había oído, pues tiraba del hombre de pelo canoso agarrándolo por la chaqueta tejana. Lo inmovilizó con una llave asfixiante y, apretándole la pistola en la sien, le gritó en alguna lengua de Europa del Este y lo empujó hacia la parte trasera mientras el indonesio se apartaba de la pared, con gracilidad y cautela, y nos miraba a Boris y a mí durante lo que pareció mucho rato.

—Hijos de puta, os arrepentiréis de esto —susurró.

—Las manos —dijo Boris con cordialidad—, las manos donde yo las vea.

—No voy armado.

—Quédate allí de todos modos.

—Muy bien —respondió el indonesio con la misma cordialidad.

Me miró de arriba abajo con las manos levantadas, memorizando mi cara, me di cuenta con un escalofrío, y mandando la imagen directamente al archivo de datos, luego miró a Boris.

—Sé quién eres —dijo.

Luz difusa como de submarino de la nevera de zumos de fruta. Me oía a mí mismo inhalar el aire y expulsarlo. Un ruido metálico en la cocina. Gritos ininteligibles.

—Túmbate, si eres tan amable —dijo Boris, señalando con la cabeza el suelo.

Sumiso, el indonesio se arrodilló y —muy despacio— se estiró cuan largo era. Pero no parecía agitado ni asustado.

—Te conozco —repitió él con la voz un poco amortiguada.

Un movimiento repentino con el rabillo del ojo, tan veloz que me sobresalté: un gato, negro como un espectro viviente, oscuridad huyendo hacia la oscuridad.

—Boria-de-Amberes, ¿no es cierto? —No era verdad que no fuera armado; hasta yo vi el arma que le sobresalía bajo la axila—. Boria el Polaco. Boria Hierba de la Risa. El amigo de Horst.

—¿Y qué si lo soy? —dijo Boris con simpatía.

El hombre guardó silencio. Apartándose el pelo de los ojos con un movimiento de la cabeza, Boris hizo un ruido burlón y pareció a punto de decir algo sarcástico, pero en ese momento Victor Cherry salió de detrás solo, sacando del bolsillo lo que parecía un juego de esposas flexibles; y el corazón me dio un brinco al ver, debajo de su brazo, un paquete del tamaño y el grosor correctos, envuelto en fieltro blanco y atado con cordel de bramante de panadería. Se arrodilló junto a la espalda del indonesio y le deslizó las esposas en las muñecas.

—Sal —me dijo, y al ver que yo no me movía (tenía los músculos paralizados y endurecidos), me dio un pequeño empujón y añadió—: Espera en el coche.

Miré alrededor sin comprender; no veía la puerta, no había puerta… y de pronto allí estaba, y yo salía a la calle, tan deprisa que resbalé y casi caí sobre un ratón de mentira, y me dirigía al Range Rover que resoplaba en la cuneta. Fuera, Giuri montaba guardia bajo la ligera llovizna que había empezado a caer.

—Sube, sube —me siseó, deslizándose en el asiento trasero y haciéndome señas para que me sentara a su lado.

En ese preciso momento Boris y Victor Cherry salieron como locos del restaurante y también se subieron de un salto, y nos largamos, a una velocidad sedada y anticlimática.

X

En el coche, recorriendo de nuevo la calle principal, todo era euforia: risas, choca esos cinco, mientras el corazón me latía en el pecho con tanta fuerza que apenas podía respirar.

—¿Qué está pasando? —espeté varias veces, luchando por respirar y mirando a uno y otro al ver que seguían ignorándome, parloteando los cuatro a la vez, incluido Shirley Temple, en una mezcla percusiva de ruso y ucraniano—. Angliyski!

Boris se volvió hacia mí, secándose los ojos, y me rodeó el cuello con un brazo.

—Cambio de planes —dijo—. Todo ha sido improvisado, sobre la marcha. No podía haber ido mejor. El tercer hombre no apareció.

—Los hemos pillado faltos de personal.

—Con la guardia baja.

—¡Con los pantalones en los tobillos, cagando!

—Tú… —Tuve que jadear para pronunciar las palabras— no dijiste nada de armas.

—Bueno, nadie ha resultado herido, ¿no? ¿Qué importa?

—¿Por qué no les hemos pagado y listos?

—¡Porque hemos tenido un golpe de suerte! —Arrojando los brazos al aire—. ¡Por una vez en la vida se nos ha presentado una oportunidad! ¿Qué podían hacer ellos? Eran dos y nosotros cuatro. Si hubieran tenido un poco de sentido común no nos habrían dejado entrar. Y, sí, ya lo sé, solo eran cuarenta mil, pero ¿por qué tengo que pagarles un centavo si puedo evitarlo? ¿Por robarme algo que era mío? —Boris soltó una risotada—. ¿Le has visto la cara al Difunto Agradecido cuándo Cherry lo ha golpeado por detrás?

—¿Sabes de qué se quejaba el viejo chivo? —preguntó Victor, volviéndose alegremente hacia mí—. ¡Lo quería en euros! «¿Cómo, dólares?» —añadió imitando su expresión irritada—. «¿Me lo ha traído en dólares?».

—Pero ya le gustaría ahora tener esos dólares.

—Apuesto a que ahora lamenta no haber cerrado el pico.

—Me gustaría oírlo cuando llame a Sascha.

—Me gustaría saber el nombre del tipo que los ha plantado. Para invitarle a una copa.

—Me pregunto dónde estará.

—Probablemente en su casa duchándose.

—Repasando la lección de catequesis.

—Viendo Christmas Carol por televisión.

—Esperando en otra parte, seguramente.

—Yo… —Me notaba la garganta tan constreñida que tuve que tragar saliva para hablar—. ¿Qué hay del chico?

—¿Eh? —Lloviznaba, y las gotas repiqueteaban contra el parabrisas. Las calles, negras y brillantes.

—¿Qué chico?

—El chico, o la chica, que estaba en la cocina.

—¿Cómo? —Cherry se volvió, todavía sin aliento—. No he visto a nadie más.

—Yo tampoco.

—Bueno, pues yo sí.

—¿Qué aspecto tenía?

—Joven. —Todavía veía el fotograma congelado de la joven cara fantasmal con la boca entreabierta—. Bata blanca. Aspecto japonés.

—¿De verdad los distingues? —preguntó Boris con curiosidad—. ¿Sabes de dónde son por su aspecto? ¿Japoneses, chinos, vietnamitas?

—No lo he visto bien. Asiático.

—¿Hombre o mujer?

—Creo que aquí solo trabajan mujeres en la cocina —dijo Giuri—. Macrobiótico. Arroz integral y cosas así.

—Yo… —No estaba seguro.

—Bueno… —Cherry se pasó una mano por el pelo rapado—. Fuera quien fuese, me alegro de que huyera, porque ¿sabes qué más he encontrado allí? Un Mossberg 500 recortado.

Risas y silbidos.

—Mierda.

—¿Dónde estaba? ¿Grozdan no…?

—No. En un… —hizo gestos para explicar que era un portafusil—, no sé cómo se llama. Estaba colgado debajo de la mesa, dentro de una especie de tela. Lo he visto por casualidad cuando me he agachado. He levantado la mirada y allí estaba, justo encima de mi cabeza.

—No lo has dejado allí, ¿verdad?

—¡No! No me habría importado llevármelo, pero era demasiado grande y tenía las manos llenas. Lo he descolgado, he arrancado la clavija y lo he tirado al callejón. Y también… —sacó una pistola plateada del bolsillo que pasó a Boris— esto.

Boris la sostuvo a la luz y la examinó.

—Un bonito revólver de armazón J para llevar escondido. ¡Una funda de tobillo dentro de esos pantalones de pata de elefante! Pero para su desgracia no ha sido lo bastante rápido.

—Esposas flexibles —dijo Giuri volviéndose hacia mí con una ligera inclinación de la cabeza—. Vitia piensa en todo.

—Bueno… —Cherry se secó el sudor de su amplia frente—, son ligeras de llevar, y me han ahorrado disparar a gente muchas veces. No me gusta hacer daño a alguien innecesariamente.

Ciudad medieval; calles sinuosas, luces que colgaban de los puentes y se reflejaban en los canales acribillados por las gotas de lluvia, fundiéndose con la llovizna. Un sinfín de tiendas anónimas, escaparates titilantes, lencería y ligueros, utensilios de cocina colocados como instrumentos quirúrgicos, palabras extranjeras en todas partes, Snel bestellen, Retro-stijl, Showgirl-Sexboetiek, servicio rápido, estilo retro, tienda erótica.

—La puerta trasera daba al callejón —dijo Cherry, quitándose la americana de sport, y bebió un trago de una botella de vodka que Shirley T sacó de debajo del asiento delantero, con las manos un poco temblorosas y la cara, sobre todo la nariz, de un rojo flagrante y acentuado como la del reno Rudolph—. Debieron de dejarla abierta para el tercer hombre, para que entrara por detrás. La he cerrado con llave, bueno, lo ha hecho Grozdan a punta de pistola, lloriqueando como un niño…

—Ese Mossberg… —Boris se volvió hacia mí, aceptando la botella que le pasaban del asiento delantero—. Qué sucio y feo. Recortado, dispara balas de aquí a Hamburgo. Apunta a la distancia que quieras y aun así alcanza a la mitad de las personas de la habitación.

—Un buen truco, ¿eh? —dijo Victor Cherry, filosóficamente—. Decir que tu tercer hombre no está. «Esperen cinco minutos, por favor. Lamento la confusión… Estará aquí dentro de un momento». Y mientras tanto él entra por detrás con el fusil. Una gran traición, si se les hubiera ocurrido…

—A lo mejor sí que se les ocurrió. ¿Por qué tenían esa arma allí detrás si no era para utilizarla?

—Nos hemos salvado por los pelos, eso es lo que creo…

—Un coche se ha parado delante mientras vosotros estabais dentro, y Shirley y yo nos hemos asustado —dijo Giuri—. Eran dos tíos y pensamos que la habíamos jodido, pero solo eran dos franceses, buscando un restaurante…

—… pero en la parte trasera no había nadie, gracias a Dios —dijo Cherry—, y le he dicho a Grozdan que se tumbara en el suelo y lo he esposado al radiador. Ah, pero… —sostuvo en alto el paquete envuelto en fieltro—, antes de nada, toma. Esto es para ti.

Lo pasó por encima del asiento a Giuri, quien —con aprensión, cogiéndolo con las puntas de los dedos con gran cautela, como si fuera una bandeja y pudiera derramar algo— me lo dio a mí. Boris, tomando un trago y secándose la boca con el dorso de la mano, me dio alegremente un golpe en el brazo con la botella mientras tarareaba we wish you a merry Christmas we wish you a merry Christmas.

El paquete en mi regazo. Deslizando las manos por el borde. El fieltro era tan fino que enseguida lo palpé con las yemas de los dedos: la textura y el peso eran perfectos.

—¡Vamos, más vale que lo abras y te asegures de que esta vez no es el libro de cívica! —me dijo Boris señalándolo con la cabeza—. ¿Dónde estaba? —le preguntó a Cherry mientras yo empezaba a pelearme con el cordel.

—En un armario pequeño y sucio para las escobas. Dentro de una mierda de maletín de plástico. Lo ha sacado Grozdan. Pensaba que iba a jugármela, pero ha bastado con ponerle el cañón en la sien. No tenía sentido recibir un tiro habiendo toda esa tarta espacial para repartir.

—Potter —dijo Boris, tratando de atraer mi atención; y de nuevo—: Potter.

—¿Sí?

Levantando el maletín del dinero.

—Estos cuarenta van para Giuri y Shirley T., por los servicios prestados. Porque gracias a ellos no hemos pagado a Sascha ni un centavo por hacernos el favor de robar tu propiedad. En cuanto a ti, Vitia —añadió, alargando el brazo para estrecharle la mano—, ahora estamos más que en paces. Soy yo el que está en deuda.

—No, nunca podré pagarte lo que te debo, Boria.

—Olvídalo. No fue nada.

—¿Nada? ¿Nada? No es cierto, Boria, porque si estoy con vida esta noche, y todas las noches hasta la última…

La historia que se puso a contar era interesante, si hubiera tenido oídos para escuchar: alguien había delatado a Cherry por algún crimen no especificado pero en apariencia muy grave que él no había cometido, algo con lo que él no había tenido nada que ver, era totalmente inocente; al tipo le había caído una pena de cárcel reducida, y a no ser que Cherry quisiera delatar, por su parte, a sus superiores («poco aconsejable, si quería seguir respirando»), estaba contemplando diez años de cárcel; pero Boris, Boris le había sacado del apuro porque había localizado al canalla en Amberes, en libertad bajo fianza, y la historia de cómo lo había hecho era muy complicada y entusiasta. Cherry se ahogaba y sorbía un poco por la nariz, pero no se acababa ahí, pues parecía que había un incendio y derramamiento de sangre, y algo que ver con una sierra eléctrica, aunque yo ya no oía una palabra porque por fin desaté el cordel, y los reflejos de las farolas y del agua de la lluvia danzaban por la superficie de mi cuadro, mi jilguero, que, sabía con absoluta certeza, más allá de toda duda, antes de darle la vuelta siquiera para ver el dorso, que era auténtico.

—¿Lo ves? —dijo Boris, interrumpiendo a Vitia en el momento culminante de la historia—. Tu zolotaia ptitsa está en buen estado, ¿no? ¿No te dije que nos ocuparíamos de él?

Deslizando un dedo por los bordes del tablero con incredulidad igual que el desconfiado Tomás atravesó la palma de Cristo. Como sabía cualquier comerciante de muebles o el mismo santo Tomás: era más difícil engañar al tacto que a la vista, y aun después de tantos años mis manos recordaban tan bien el cuadro que los dedos se precipitaron hacia las marcas de los clavos, una en cada esquina, los diminutos agujeros por donde el cuadro había estado clavado (una vez, o eso decían) como letrero de una taberna o parte de un armario pintado, nadie lo sabía.

—¿Sigue vivo ahí detrás? —preguntó Victor Cherry.

—Eso creo. —Boris me clavó el codo en las costillas—. Di algo.

Pero yo no podía. Era el auténtico; lo sabía aun en la penumbra. Veta de pintura amarilla con relieve en el ala y plumas rascadas con el extremo del pincel. Un desconchado en el borde izquierdo superior que no había estado antes allí, un desperfecto diminuto que no tenía más de dos milímetros, pero por lo demás, intacto. Yo era diferente pero él no. Y mientras la luz destellaba en franjas sobre él, tuve la inquietante sensación de que mi propia vida, en comparación, era como un estallido de energía pasajero y sin patrón, un zumbido de estática biológica tan fortuito como las farolas que pasaban parpadeando por nuestro lado.

—Qué bonito —dijo Giuri afablemente, inclinándose a mi derecha para mirar—. ¡Tan puro! Como una margarita. ¿Me explico? —me preguntó, dándome un codazo, al no responder—. ¿Una flor solitaria en un campo? —Me dio otro codazo, pero yo estaba demasiado aturdido para hablar.

Entretanto Boris murmuraba medio en inglés medio en ruso a Vitia sobre el ptitsa y sobre algo más que no entendí, algo sobre una madre y un bebé, amor amoroso.

—¿Sigues lamentando no haber llamado a la policía de delitos de arte? —me preguntó deslizándome un brazo por los hombros y acercando la cabeza a la mía, exactamente como cuando éramos niños.

—Todavía estás a tiempo —dijo Giuri con una carcajada, dándome un puñetazo en el otro brazo.

—Eso, Potter. ¿Llamamos? ¿No? Quizá ya no es tan buena idea, ¿eh? —dijo Boris por encima de mí a Giuri con una ceja arqueada.

XI

Cuando nos metimos en el aparcamiento y bajamos del coche todos seguían riéndose eufóricos, repasando momentos de la emboscada en múltiples lenguas…, todos menos yo, que todavía tenía la mente en blanco, notando cómo los bruscos golpes y los movimientos repentinos reverberaban hacia mí desde la oscuridad, demasiado aturdido para pronunciar una palabra.

—Míralo —dijo Boris interrumpiendo lo que estaba diciendo y golpeándome en el brazo—. Parece que acaben de hacerle la mejor mamada de su vida.

Todos se reían de mí, incluso Shirley Temple; el mundo entero era carcajadas que rebotaban fractales y metálicas de las paredes revestidas con baldosas, delirio y fantasmagoría, una sensación de que el mundo aumentaba de tamaño como un fabuloso globo hinchado que flotaba y se alejaba hacia las estrellas; yo también me reía y ni siquiera estaba seguro de qué me reía, ya que seguía tan perturbado que me temblaba todo el cuerpo.

Boris encendió un cigarrillo. Tenía la cara verdosa a la luz subterránea.

—Envuélvelo —dijo con cordialidad, señalando el cuadro— y lo dejaremos en la caja fuerte del hotel, y saldremos para que te hagan una auténtica mamada.

Giuri frunció el entrecejo.

—Creía que íbamos a comer algo antes.

—Tienes razón. Estoy muerto de hambre. Primero cenar y luego la mamada.

—¿En el Blake? —dijo Cherry, abriendo la portezuela del pasajero del Land Rover—. ¿Dentro de una hora?

—Por mí, bien.

—No soporto ir así —dijo Cherry, estirándose el cuello de la camisa, que era transparente y se le pegaba a causa del sudor—. Además, no me vendría mal un coñac. Uno de los de cien euros. Podría pulirme una botella ahora mismo. Shirley, Giuri… —y añadió algo en ucraniano.

—Está diciéndoles —me tradujo Boris durante la carcajada que siguió— que esta noche invitan ellos. Con eso… —Y Giuri levantó triunfal el maletín.

Luego hubo una pausa. Giuri parecía preocupado. Le dijo algo a Shirley Temple y este —riéndose de él, con sus profundos hoyuelos color melocotón— lo rechazó con un ademán, rechazó el maletín que Giuri le tendía, y cuando este volvió a tendérselo puso los ojos en blanco.

Ne syeiychas —dijo Victor Cherry irritado—. Ahora no. Ya lo dividiréis luego.

—Por favor —dijo Giuri, ofreciendo el maletín una vez más.

—Oh, vamos. Ya lo dividiréis luego o nos estaremos aquí toda la noche.

Ya jochu chto-by Shirli priniala eto, dijo Giuri, una frase tan sencilla y pronunciada con tanto énfasis que hasta yo, con mi ruski malo, la entendí. «Quiero que se lo lleve Shirley».

—¡Ni hablar! —dijo Shirley, y no pudo resistirse a lanzar una mirada para asegurarse de que yo lo había oído, como un chico que se siente orgulloso de saber la respuesta en el colegio.

—Vamos. —Boris, con las manos en las caderas, miró hacia un lado exasperado—. ¿Es muy importante quién lo lleva en el coche? ¿Uno de los dos va a darse a la fuga con él? No. Todos somos amigos. ¿Qué queréis? —preguntó cuando ninguno de los dos dio el paso—. ¿Dejarlo en el suelo para que lo encuentre Dima? Que uno de los dos decida.

Hubo un largo silencio. Shirley, de pie con los brazos cruzados, sacudió la cabeza con firmeza ante la insistencia de Giuri. Luego, con una mirada preocupada, preguntó algo Boris.

—Sí, sí, por mí no hay problema —dijo Boris con impaciencia, y, volviéndose hacia Giuri, añadió—: Adelante, marchaos los tres juntos.

—¿Estás seguro?

—Sí. Ya habéis trabajado suficiente por esta noche.

—¿Te las arreglarás?

—¡No, iremos los dos andando! —dijo Boris—. Por supuesto que nos las arreglaremos —añadió, acallando las objeciones de Giuri—. Nos las arreglaremos, marchaos.

Y todos nos reíamos mientras Vitia, Shirley y Giuri nos decían adiós con la mano (Davaye!), y se subían al Range Rover, se alejaban por la rampa y desaparecían de nuevo hacia la Overtoom.

XII

—Ah, qué noche —dijo Boris, rascándose la barriga—. Estoy hambriento. Salgamos de aquí. Aunque… —miró hacia atrás ceñudo mientras el Range Rover se alejaba—, bueno, no importa. Es un paseo. El Blake está a tiro de piedra de tu hotel. Y tú —me dijo, señalando con la cabeza—, qué descuidado eres. ¡Vuelve a atar eso! No lo lleves envuelto sin el cordel.

—Ya, ya —dije, y rodeé el coche para apoyarlo en el capó mientras manejaba con torpeza el cordel de bramante que tenía en el bolsillo.

—¿Puedo verlo? —preguntó Boris, acercándose por detrás.

Retiré el fieltro y por un instante nos quedamos los dos incómodos, como un par de nobles menores flamencos que merodearan en el margen de un cuadro de la Natividad.

—Mucho jaleo… —Boris encendió un cigarrillo y exhaló el humo de lado, lejos del cuadro—, pero ha valido la pena, ¿no?

—Sí —respondí.

Nuestras voces estaban llenas de humor pero amortiguadas, como dos chicos inquietos en una iglesia.

—Yo he sido quien más tiempo lo he tenido —continuó Boris—, si cuentas los días. —Y con otro tono añadió—: Recuerda que puedo cambiarlo por dinero, si quieres. Un único trato y puedes retirarte.

Pero meneé la cabeza. No habría podido expresar con palabras lo que sentía, aunque era algo profundo y primario que Welty había compartido conmigo, y yo con él, en el museo todos esos años atrás.

—Solo bromeaba. Bueno…, algo parecido. Pero no, en serio —dijo, frotándose los nudillos en mi manga—, ahora es tuyo. ¿Por qué no te lo quedas un tiempo y lo disfrutas antes de devolverlo al museo?

Guardé silencio. Ya estaba preguntándome cómo iba a sacarlo del país.

—Vamos, envuélvelo. Tenemos que largarnos de aquí. Ya lo mirarás luego todo lo que quieras. Eh, dame eso —cogiéndome el cordel de mis torpes manos cuando me vio buscar los extremos con poca habilidad—. Vamos, deja que lo haga yo o estaremos aquí toda la noche.

XIII

El cuadro estaba envuelto y atado, y Boris se lo metió bajo el brazo —dando una última calada a su cigarrillo—; rodeó el automóvil hasta el lado del conductor, y estaba a punto de subir al coche cuando a nuestras espaldas se oyó una voz con acento estadounidense decir de un modo despreocupado y afable:

—Feliz Navidad.

Me volví. Eran tres hombres, dos de mediana edad y paso lánguido que se acercaban un poco aturdidos con la actitud de haber venido para hacernos un favor —se dirigían a Boris, no a mí, y parecían alegrarse de verlo—; el tercero, que correteaba por delante de ellos, era el chico asiático. La bata blanca que llevaba no era la de alguien que trabaja en una cocina sino una prenda asimétrica, hecha de lana blanca de una pulgada de grosor; le temblaba el cuerpo y tenía los labios prácticamente morados del terror. No iba armado, o eso me pareció, y me alegré, porque lo primero que advertí en las manos de los otros dos tipos —corpulentos, con aire profesional— fue un revólver de acero azulado que brillaba a la luz de los sucios fluorescentes. Aun así no lo entendí; el tono afable me desconcertaba; pensé que habían capturado al chico y nos lo traían; hasta que miré a Boris y lo vi inmóvil, blanco como el papel.

—Siento hacerte esto —le dijo el estadounidense, aunque no parecía sentirlo sino al contrario, disfrutar con ello.

Tenía los hombros anchos y un aspecto aburrido, con su suave abrigo gris, y pese a su edad había algo caprichoso y querúbico en él, demasiado flácido, manos blancas y delicadas, y aspecto blanducho de oficinista.

Boris —con el cigarrillo en la boca— se quedó paralizado.

—Martin.

—¡Sí, sí! —exclamó Martin con afabilidad mientras el otro tipo, un matón con el pelo rubio grisáceo, tabardo y facciones recias sacadas del folclore nórdico, se acercaba tranquilamente a Boris y, después de palparle la cintura, le cogía la pistola y se la pasaba a Martin.

En mi confusión miré al chico de la bata blanca pero era como si le hubieran golpeado la cabeza con un martillo, no parecía más divertido o motivado que yo con la situación.

—Ya sé que esto te horroriza —dijo Martin. La voz discreta contrastaba con sus ojos, que eran como víboras—. Eh, a mí también me horroriza. Frits y yo estábamos en el Pim, no contábamos con salir. Vaya tiempo, ¿eh? ¿Dónde está nuestra blanca Navidad?

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Boris, quien a pesar de su actitud exageradamente calmada estaba más asustado de lo que yo recordaba haberlo visto jamás.

—¿Tú qué crees? —Martin se encogió de hombros divertido—. Por si te interesa, estoy tan sorprendido como tú. Nunca pensé que Sascha tendría los huevos de llamar a Horst por este asunto. Pero, después de una cagada así, ¿a quién más podía llamar? Admitámoslo —añadió, haciendo un afable gesto con la pistola, y con una oleada de horror me di cuenta de que apuntaba a Boris, señalando con el cañón el paquete envuelto en fieltro que tenía en las manos—. Vamos, dámelo.

—No —dijo Boris con aspereza, apartándose el pelo de la cara.

Martin parpadeó un poco aturdido.

—¿Qué has dicho?

—No.

—¿Cómo? —Martin se rió—. ¿Me tomas el pelo?

—¡Boris! ¡Dáselo! —tartamudeé, mientras observaba paralizado del horror cómo el tipo llamado Frits ponía una pistola en la sien de Boris y, agarrándolo por el pelo, le bajaba la cabeza con tanta brusquedad que le hizo gemir.

—Lo sé —dijo Martin con tono cordial, lanzándome una mirada de colega, como diciendo: «ah, estos rusos están locos, ¿verdad?». Y, volviéndose hacia Boris, añadió—: Vamos, dánoslo.

Boris gimió de nuevo mientras el tipo le tiraba una vez más del pelo y desde el otro lado del coche me lanzó una mirada inconfundible que entendí tan claramente como si hubiera pronunciado las palabras en voz alta; una mirada apremiante y muy específica de los tiempos en que robábamos juntos: «corre, Potter, huye».

—Boris, por favor, dáselo —dije, después de un momento de incredulidad.

Pero Boris volvió a gemir desesperado cuando Frits le clavó el arma debajo de la barbilla y Martin dio un paso adelante para arrebatarle el cuadro de las manos.

—Excelente. Gracias —dijo aturdido, y, poniéndose el arma debajo del brazo, empezó a tirar del cordel que Boris había atado con un pequeño nudo minuciosamente. Pero los dedos no le respondían mucho, y cuando alargó la mano para sacar el cuadro, vi la razón: estaba colocado hasta las cejas—. En fin… —Miró hacia atrás, como si quisiera hacer partícipes de la broma a unos amigos ausentes, luego se volvió con otro encogimiento de hombros confuso—. Lo siento. Llévalos allí, Frits —añadió, todavía ocupado con el cuadro, señalando con la cabeza una esquina en penumbra semejante a una mazmorra, más oscura que el resto del aparcamiento.

Cuando Frits se volvió parcialmente para hacerme un gesto con el arma —«vamos, vamos, tú también»—, comprendí, lívido de horror, lo que Boris supo que ocurriría en cuanto los vio; por qué me miró de manera apremiante para que me diera a la fuga, o al menos que lo intentara.

Pero en la media fracción de segundo durante la cual Frits me hizo gestos con el arma perdimos de vista a Boris, cuyo cigarrillo salió volando en una lluvia de chispas. Frits gritó y le dio una bofetada en la mejilla, luego retrocedió tambaleante agarrándose el cuello de la camisa por donde le apretaba. En ese preciso instante Martin, distraído con el cuadro, levantó la vista; yo lo miraba por encima del techo del coche, sin comprender, cuando oí a mi derecha tres rápidos disparos que hicieron que nos volviéramos con celeridad hacia el lado. Con el cuarto (encogido, con los ojos cerrados), un chorro de sangre caliente saltó por encima del techo del coche y me dio en plena cara; al abrir los ojos de nuevo, el chico asiático retrocedía horrorizado, dejándose la huella de una mano en la pechera como una mancha sanguinolenta en un delantal de carnicero mientras yo miraba fijamente un letrero iluminado, BETAALAUTOMAAT OP, donde había estado la cabeza de Boris; corría sangre por debajo del coche y Boris estaba en el suelo, apoyado sobre los codos, moviendo los pies en un intento de levantarse, pero no pude ver si estaba herido o no; debí de correr hacia él sin pensar, porque cuando quise darme cuenta me encontraba al otro lado del coche e intentaba ayudarlo, había sangre por todas partes, Frits era un amasijo, desplomado contra el coche con un agujero del tamaño de una pelota de béisbol en un lado de la cabeza, y yo acababa de ver su arma en el suelo cuando oí a Boris gritar con aspereza. Y allí estaba Martin, con los ojos cerrados y sangre en la manga, aferrándose con una mano el brazo y tratando con torpeza de levantar el arma.

Ocurrió antes de que sucediera siquiera, como un salto en un DVD, haciendo que me adelantara en el tiempo, porque no recuerdo haber recogido el arma del suelo, solo un culatazo tan fuerte que levanté el brazo en el aire, no oí realmente el estallido hasta que sentí el culatazo y el casquillo salió volando hacia atrás y me dio en la cara; disparé de nuevo, entrecerrando los ojos por el ruido, y el brazo se me sacudió con cada disparo, el gatillo ofrecía una resistencia, una rigidez, como si corriera un cerrojo demasiado pesado, y las ventanillas del coche reventaron; vi a Martin levantar un brazo mientras estallaba el vidrio blindado y salían volando pedazos de hormigón de una columna; agarré a Martin por el hombro, su suave abrigo gris estaba empapado y oscuro, se extendía una mancha oscura, el olor a cordita y un ensordecedor eco que me llegó hasta el fondo del cráneo, no era tanto un sonido resonándome en los tímpanos como una pared derrumbándose en mi mente y arrojándome de nuevo a una negrura interior y profunda de mi niñez, y los ojos de víbora de Martin se encontraron con los míos; se desplomaba hacia delante con la pistola apoyada en el techo del coche cuando disparé de nuevo y lo alcancé justo encima del ojo, una explosión roja que me hizo retroceder; luego, en alguna parte a mis espaldas, oí ruido de pies golpeando el hormigón, el chico de la bata blanca corriendo hacia la rampa con el cuadro bajo el brazo, subiendo la rampa hacia la calle, los ecos reverberando en el espacio de baldosas, y casi le disparé, solo que de algún modo todo cambió en un instante y de pronto yo estaba de espaldas al coche, doblado en dos con las manos en las rodillas, y el arma en el suelo; no recordaba haberla dejado caer aunque el ruido estaba allí, hizo estrépito al estrellarse contra el suelo y todavía resonaba; yo seguía oyendo los ecos y notando la vibración del arma en el brazo mientras sufría arcadas, doblado en dos, con la sangre de Frits deslizándose y rodando por mi lengua.

Fuera de la oscuridad, ruido de pies corriendo, y de nuevo yo no veía nada ni podía moverme, todo era negro en los límites y yo caía, solo que no caía porque de algún modo estaba sentado en un muro bajo cubierto de baldosas con la cabeza entre las piernas, mirando saliva roja, o vómito, sobre el brillante hormigón pintado con epoxi entre mis zapatos; y allí estaba Boris, jadeando sin aliento y ensangrentado, entrando de nuevo corriendo, y su voz llegaba desde un millón de millas de distancia: «Potter, ¿estás bien? Se ha ido, no he podido alcanzarlo, se ha ido».

Me pasé una mano por la cara y miré la mancha roja que dejó. Boris seguía hablando conmigo con cierto apremio, pero a pesar de que me sacudía el hombro solo veía el movimiento de sus labios, como a través de un cristal insonorizado. Curiosamente el humo del arma disparada despedía el mismo olor a amoníaco que las tormentas eléctricas de Manhattan y las aceras mojadas de la ciudad. Motas azul turquesa en la portezuela de un Mini azul pálido. Más cerca, avanzando por debajo del coche de Boris, un oscuro charco de raso brillante de tres pies de ancho se extendía poco a poco como una ameba, y me pregunté cuánto tardaría en alcanzar mi zapato y qué haría cuando lo hiciera.

Con fuerza pero sin rabia, Boris me pegó en la sien con un puño; un golpe impersonal, sin pasión. Era como si practicara una reanimación cardiopulmonar.

—Vamos. Tus gafas —dijo con un breve movimiento de la cabeza.

Mis gafas —manchadas de sangre pero por lo demás intactas— estaban en el suelo junto a mis pies. No recordaba que se me hubieran caído.

Boris las recogió por mí, las limpió con la manga y me las dio.

—Vamos —dijo, cogiéndome el brazo y levantándome. Hablaba con voz serena y tranquilizadora aunque todo él estaba salpicado de sangre y le temblaban las manos—. Ya se ha terminado. Nos has salvado. —El tiroteo desencadenó mi tinnitus y era como si un enjambre de langostas me zumbara en los oídos—. Lo has hecho bien. Vamos…, por aquí. Deprisa.

Me condujo por detrás de la caseta acristalada, que estaba cerrada y oscura. Mi abrigo de pelo de camello estaba manchado de sangre; Boris me lo quitó como si fuera un empleado del guardarropa, lo volvió del revés y lo dejó colgado de un poste de hormigón.

—Tendrás que deshacerte de él —dijo con un violento estremecimiento—. De la camisa también. Ahora no…, luego. —Abrió una puerta, entró detrás de mí y encendió una luz—. Vamos.

Un cuarto de baño húmedo y oscuro que hedía a capas de orina incrustada y a meados recientes. No había lavabo, solo un grifo y un desagüe en el suelo.

—Rápido, rápido —dijo Boris abriendo el grifo a tope—. Nada es perfecto. ¡Solo… tú! —E hizo una mueca mientras metía la cabeza debajo del chorro y se mojaba la cara, frotándosela.

—Tu brazo —le dije. Lo sostenía de una forma extraña.

—Sí, sí… —agua fría por todas partes, flotando en el aire—, me ha dado, pero no es grave, solo un rasguño… Oh, Dios —escupiendo y balbuceando—, debería haberte hecho caso. ¡Has intentado advertirme! ¡Boris, me has dicho, había alguien detrás, en la cocina! Pero ¿te he escuchado? ¿Te he hecho caso? No. ¡Ese cabrón, el chino, era el novio de Sascha! Woo, Goo, no recuerdo cómo se llama. Ah… —Metió la cabeza de nuevo bajo el chorro y balbuceó un momento mientras el agua le caía en la cara—. Nos has salvado, Potter, pensé que estábamos muertos…

Retrocediendo, se frotó la cara con las manos, roja brillante y goteando.

—Bueno —continuó, quitándose el agua de los ojos y arrojándola lejos mientras me llevaba hasta el ruidoso chorro—, ahora te toca a ti. Pon la cabeza debajo…, sí, sí, está fría. —Y empujándome debajo cuando me aparté, añadió—: ¡Lo siento! ¡Lo sé! Las manos, la cara…

Agua helada, me ahogaba, se me metía por la nariz, nunca había tocado nada tan frío pero me ayudó a reaccionar.

—Deprisa, deprisa —dijo Boris, levantándome—. El traje…, es oscuro y no se ve. No hay nada que hacer con esa camisa, súbete el cuello, así, deja que yo lo haga. La bufanda está en el coche, ¿verdad? Puedes enrollártela alrededor. No, no…, olvídate… —Yo tiritaba, con los dientes castañeteándome y la parte superior del cuerpo chorreando, y buscaba mi abrigo—, está bien, cógelo o te congelarás, pero póntelo del revés.

—Tu brazo —repetí. Aunque su abrigo era oscuro y había poca luz vi la marca de la quemadura en el bíceps, la lana oscura y pegajosa a causa de la sangre.

—Olvídalo. No es nada. Dios mío, Potter… —dijo regresando al coche, medio corriendo, y me di prisa para no quedarme rezagado, aterrado al pensar en perderlo, en que me dejara atrás—. ¡Martin! Ese cabrón es un diabético serio, hace años que esperaba que muriera. ¡Y también te debo lo de Difunto Agradecido! —exclamó, guardándose el arma de cañón corto en el bolsillo. Luego sacó del bolsillo delantero de la americana una bolsa de polvos blancos que abrió y dejó caer en una lluvia—. Ya está —dijo, limpiándose el polvo de las manos mientras se distanciaba un poco; estaba ceniciento, con las pupilas fijas, e incluso cuando me miraba no parecía verme—. Esto es todo lo que buscarán. Martin también iba colocado, ¿te has dado cuenta? Por eso se movía tan despacio, y Frits también. No esperaban esa llamada, no contaban con tener que trabajar esta noche. —Cerró con fuerza los ojos—. Dios, hemos tenido suerte. —Sudoroso y mortalmente pálido, se secó la frente—. Martin me conoce, y no esperaba que yo tuviera la otra pistola, y tú…, no han pensado en ningún momento en ti. Sube al coche. No, no… —me cogió del brazo cuando le seguí hasta el lado del conductor como un sonámbulo—, por allí no, está hecho un asco. Oh…

Se detuvo en seco, y durante lo que me pareció una eternidad se tambaleó a la parpadeante luz verdosa buscando su arma por el suelo. La limpió con un trapo que sacó del bolsillo y, sosteniéndola con cuidado entre la ropa, la dejó caer de nuevo al suelo.

—Uf —dijo, intentando recuperar el aliento—. Eso los confundirá. Se pasarán años intentando dar con su procedencia. —Se detuvo, sujetándose el brazo rasguñado con una mano, y me miró de arriba abajo—: ¿Sabes conducir?

No pude responder. Vidrioso, mareado, tembloroso. El corazón, después de la colisión y la parálisis del momento, me empezó a latir con fuerza, bruscos y dolorosos golpes como un puño golpeándome en el centro del pecho.

Boris meneó rápidamente la cabeza e hizo un ruido de desaprobación.

—Por el otro lado —dijo cuando mis pies se movieron por sí solos y lo siguieron de nuevo—. No, no… —Me condujo otra vez hasta el lado del pasajero, abrió la puerta, y me dio un pequeño empujón.

Empapado. Tiritando. Con náuseas. En el suelo del coche, paquete de chicles Stimorol. Mapa de carreteras: Frankfurt Offenbach Hanau.

Boris rodeó el coche, examinándolo. Luego regresó al lado del conductor con cautela, haciendo algunas eses para no pisar la sangre, y se sentó al volante, lo agarró con las manos y respiró hondo.

—De acuerdo —dijo tras una larga exhalación, hablando para sí mismo como un piloto a punto de partir en una misión—. Cinturones. Tú también. ¿Funcionan las luces de freno? ¿Los pilotos? —Se palpó los bolsillos, acercó el asiento y puso la calefacción a tope—. Hay mucha gasolina, estupendo. Pondremos además la calefacción de los asientos, eso nos hará entrar en calor. Recemos para que no nos paren —añadió—. Porque no puedo conducir.

Toda clase de ruidos diminutos: crujidos del cuero del asiento, agua goteando de mi manga empapada.

—¿No puedes? —repetí en el resonante y absoluto silencio.

—Bueno, sí que puedo. —A la defensiva—. He conducido. Yo… —poniendo en marcha el motor, haciendo marcha atrás con el brazo extendido a lo largo del asiento—, bueno, ¿por qué crees que tengo chófer? ¿Soy tan elegante? —Sostuvo el índice en alto—. Me retiraron el carnet por conducir borracho.

Cerré los ojos para no ver el amasijo sanguinolento cuando pasamos por delante de él.

—Así que, verás, si nos paran me detendrán, y eso es justo lo que no queremos que pase. —Yo apenas podía oír lo que me decía por encima del feroz pitido de mi cabeza—. Tendrás que ayudarme. Estar atento a las señales de tráfico y avisarme si voy por el carril del autobús. Los carriles para bicis son rojos aquí y se supone que tampoco puedes conducir por ellos, así que ayúdame también con eso.

De nuevo en la Overtoom, dirigiéndonos otra vez hacia Amsterdam: Locksmith Sleutelkluis, Vacatures, Digitaal Printen, Haji Telecom, Onbeperkt Genieten, letras arábigas, haces de luz, era como una pesadilla, nunca saldría de esa puta carretera.

—Dios, será mejor que vaya más despacio —dijo Boris, sombrío. Tenía la mirada vidriosa y estaba hecho polvo—. Trajectcontrole. Ayúdame con las señales de tráfico.

Una mancha de sangre en el puño. Grandes gotas gruesas.

Trajectcontrole. Eso significa que unas máquinas avisan a la policía de que estás yendo demasiado deprisa. Mandan coches camuflados, muchos, y a veces te siguen un rato antes de detenerte, aunque tenemos suerte, esta noche no hay demasiado tráfico por aquí. Fin de semana de Navidad, supongo. No es exactamente la clase de barrio para pasar la Navidad, ya me entiendes. Comprendes lo que acaba de pasar, ¿verdad? —dijo Boris, resoplando y frotándose con fuerza la nariz con un ruido áspero.

—No. —Hablaba otro, no yo.

—Bueno…, Horst. Esos dos tipos venían de parte de Horst. Frits es quizá única persona que Horst conocía en Amsterdam para llamar con tan poca antelación, pero Martin… Joder. —Hablaba muy deprisa y de forma errática, tanto que apenas le salían las palabras, y tenía los ojos fijos y apagados—. ¿Quién sabía siquiera que estaba en la ciudad? Sabes cómo se conocieron Horst y Martin, ¿no? —me preguntó mirándome de reojo—. ¡En el psiquiátrico! ¡Un elegante psiquiátrico de California! «Hotel California», lo llamaba Horst. Eso fue cuando la familia de Horst todavía hablaba con él. Horst accedió a hacer rehabilitación, pero a Martin lo ingresaron porque está loco, loco de atar. La clase de apuñalador de ojos loco. He visto a Martin hacer cosas de las que no quiero hablar. Yo…

—Tu brazo. —Le dolía; le veía los ojos llorosos.

Boris hizo una mueca.

—No. Esto no es nada. Cero —dijo, levantando el codo para que yo le pudiera enrollar el cable del cargador de teléfono alrededor del brazo; lo había sacado de un tirón, le di dos vueltas alrededor de la herida e hice un nudo, apretándolo con todas mis fuerzas—. Ah, eres muy listo. Una buena precaución. ¡Gracias! Aunque no hace falta, de verdad. Solo es una rozadura…, creo que estoy más magullado que otra cosa. ¡Qué suerte que este abrigo sea tan grueso! Me limpiaré la herida, me tomaré un antibiótico y algo para el dolor…, estaré bien. Yo… —una profunda bocanada de aire estremecida—, necesito encontrar a Giuri y a Cherry. Espero que fueran al Blake. Dima…, hay que informar también a Dima del jaleo que ha habido en el aparcamiento. No estará contento…, habrá policía, un gran quebradero de cabeza, pero parecerá algo fortuito. No hay nada que lo relacione a él con esto.

Los faros pasaban a toda velocidad. La sangre me zumbaba en los oídos. No había muchos coches en la carretera aunque cada vez que nos cruzábamos con uno me estremecía.

Boris gimió y se pasó la palma de la mano por la cara. Decía algo, muy acelerado y agitado.

—¿Qué?

—He dicho que esto es un lío. Todavía intento entenderlo. —Voz de staccato y graznido—. Porque esto es lo que me pregunto. A lo mejor me equivoco y solo estoy paranoico…, pero ¿es posible que Horst supiera desde el principio que Sascha se llevó el cuadro? Sascha saca el cuadro de Alemania y trata de conseguir un crédito a espaldas de Horst. Luego, cuando las cosas se tuercen, a Sascha le entra el pánico, ¿quién más pudo llamar si no? Por supuesto, solo estoy pensando en voz alta, quizá Horst no sabía que Sascha se lo llevó, quizá nunca se habría enterado si Sascha no hubiera sido tan descuidado y necio como para… Maldita sea, esta jodida carretera de circunvalación —soltó de pronto. Tras dejar la Overtoom, dábamos vueltas—. ¿En qué dirección quiero ir? Conecta el navegador.

—Yo… —dije manejando con torpeza el aparato; salían palabras incomprensibles, un menú que no podía leer, Geheugen, Plaats, dando vueltas al dial, otro menú, Gevarieerd, Achtergrond.

—Oh, Dios. Probaremos por esta. ¡Uf, de qué poco ha ido! —exclamó Boris al perder el control del coche unos instantes mientras tomaba la curva quizá demasiado deprisa—. Tienes huevos, Potter. Frits estaba fuera de sí, prácticamente decía que sí a todo con la cabeza, pero Martin… Y tú vas y vuelves en ti, lleno de coraje. ¡Bravo! Ni me acordaba siquiera que estabas allí. ¡Pero allí estabas! ¿Dices que nunca has manejado un arma de fuego?

—No. —Calles negras y mojadas.

—Bueno, deja que te diga algo que quizá te parezca divertido. Pero… es un cumplido. Disparas como una chica. ¿Sabes por qué es un cumplido? —preguntó Boris, arrastrando las palabras mareado y febril—. Porque en una situación de amenaza, entre un hombre que nunca ha disparado un arma y una mujer que nunca ha disparado un arma, la mujer, o eso decía Bobo, tiene muchas más probabilidades de dar en el blanco. La mayoría de los hombres quieren parecer duros, han visto demasiadas películas, se impacientan y disparan antes de hora… ¡Mierda! —exclamó de pronto, pisando los frenos.

—¿Qué pasa?

—No queremos esto.

—¿No queremos qué?

—Esta calle está cortada. —Dio la vuelta, haciendo marcha atrás.

Obras. Excavadoras detrás de vallas, edificios vacíos con lonas de plástico azul en los huecos de las ventanas. Montones de tuberías, bloques de hormigón, pintadas en holandés.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, en el silencio paralizado que siguió, cuando bajamos por otra calle en la que parecía que no había farolas.

—Bueno, aquí no hay ningún puente por el que podamos cruzar. Y es un callejón sin salida, así que…

—Me refiero a qué vamos a hacer.

—¿Sobre qué?

—Yo… —Me castañeteaban tanto los dientes que apenas podía pronunciar las palabras—. Boris, estamos bien jodidos.

—¡No! No lo estamos. El arma de Grozdan… —se dio unas torpes palmadas en el bolsillo del abrigo— la tiraré al canal. No puede llevarlos hasta mí sin antes llevarlos hasta él. Y no hay nada más que nos involucre. Porque mi arma está limpia. No es un arma en serie. ¡Hasta los neumáticos del coche son nuevos! Llevaré el coche a Giuri y él los cambiará esta noche. Mira —continuó al ver que yo no contestaba—, no te preocupes. ¡Estamos a salvo! ¿Quieres que lo repita? A S-A-L-V-O. —Y subrayó cada letra torpemente con los dedos.

Al pasar por un bache, me estremecí sin querer, llevándome las manos a la cara.

—¿Y por qué? Porque por encima de todo somos viejos amigos…, porque confiamos el uno en el otro. Y porque… Oh, Dios, allá hay un poli, deja que reduzca la velocidad.

Me miré fijamente los zapatos. Zapatos, zapatos, zapatos. En lo único que podía pensar era en que cuando me los había puesto hacía unas horas no había matado a nadie.

—Porque… Potter, Potter, piénsalo. Piénsalo por un momento, por favor. ¿Qué pasaría si yo fuera un desconocido, alguien que no conocieras o en quien no confiaras, si estuvieras yendo en coche ahora mismo con un desconocido? Entonces tu vida estaría encadenada para siempre a la del desconocido. Tendrías que tener mucho, muchísimo cuidado con esa persona mientras vivieras.

Manos frías, pies fríos. Snackbar, Supermarkt, pirámides iluminadas de frutas y dulces, Verkoop Gestart! ¡Han empezado las ventas!

—Tu vida…, tu libertad…, dependería de la lealtad de un desconocido. En ese caso sí tendrías que preocuparte. Ya lo creo. Estarías en un gran aprieto. Pero nadie más sabe esto aparte de nosotros. ¡Ni siquiera Giuri!

Incapaz de hablar, meneé la cabeza con vigor, intentando recuperar el aliento.

—¿Quién? ¿El chico chino? —Boris hizo un ruido de disgusto—. ¿A quién se lo va a decir? Es menor edad y no tiene papeles. Y no habla bien ningún idioma.

—Boris —dije, echándome un poco hacia delante; tenía la sensación de que iba a desmayarme—. Él tiene el cuadro.

—Ah. —Boris hizo una mueca de dolor—. Lo siento, pero dalo por perdido.

—¿Qué?

—Quizá para siempre. Estoy harto de este asunto, más que harto. Porque, me duele decirlo, pero Woo, Goo o como se llame, después de lo que ha visto, solo pensará en sí mismo. Estará aterrado. ¡Muertos! ¡Deportación! No querrá involucrarse. Olvídate del cuadro. Él no tiene ni idea de lo que vale. Y si tiene algún lío con la policía, preferirá incluso pasar un día en la cárcel. Lo único que querrá es deshacerse de él. —Se encogió de hombros, mareado—. Así que esperemos que ese mierda escape. Si no, hay muchas posibilidades de que el ptitsa acabe en el fondo del canal o quemado.

La luz de las farolas rebotando en los capós de los coches aparcados. Me sentía incorpóreo, disociado de mí. No me imaginaba cómo sería estar de nuevo en mi propio cuerpo. Nos encontrábamos otra vez en el casco antiguo, traqueteo sobre los adoquines, un nocturno monocromático salido de un cuadro de Aert van der Neer con el siglo XVII presionando a cada lado y monedas de plata danzando sobre el agua negra del canal.

—Ay, está cortado —gimió Boris, parándose de nuevo con una sacudida y dando marcha atrás—, tenemos que buscar otra ruta.

—¿Sabes adónde vamos?

—Por supuesto —respondió Boris, con una especie de alegría fuera de lugar que asustaba—. Ese canal de allí es el tuyo. El Herengracht.

—¿Qué canal?

—Es fácil orientarse en una ciudad como Amsterdam —continuó Boris, como si yo no hubiera hablado—. Lo único que tienes que hacer en el casco antiguo es seguir los canales hasta… Por Dios, también han cortado esta calle.

Gradaciones tonales. Oscuridades extrañamente intensificadas. La pequeña luna fantasmal que brillaba por encima de los campanarios era tan minúscula que parecía la luna de otro planeta, brumosa y oculta, nubes espeluznantes iluminadas con el más leve trazo azul y marrón.

—No te preocupes, pasa a menudo. Siempre están construyendo algo. Grandes obras caóticas. Creo que es para una nueva línea de metro o algo así. Todo el mundo está irritado. Muchas denuncias de fraude, sí, sí, es lo mismo en todas las ciudades, ¿no? —Su voz era tan poco clara que parecía borracho—. Obras por todas partes, los políticos haciéndose ricos. Por eso todos van en bicicleta, es más rápido, solo que, lo siento, pero yo no voy en bicicleta a ninguna parte una semana antes de Navidad. Oh, no… —Un puente estrecho, una brusca parada detrás de una hilera de coches—, ¿nos estamos moviendo?

—Yo…

Nos quedamos atascados en un paso peatonal. Gotas rosadas visibles en las ventanillas salpicadas de lluvia. Gente yendo de un lado para a otro a menos de un palmo de distancia.

—Bájate y echa un vistazo. No, espera —añadió con impaciencia antes de que pudiera moverme; metió el coche en un aparcamiento y se bajó él mismo. Le vi la espalda iluminada por los faros delanteros, su aspecto formal y teatral en medio de las nubes de humos de los tubos de escape.

—Un camión —dijo, subiéndose de nuevo al coche y cerrando de golpe la portezuela.

Respiraba hondo, con los brazos rectos hacia el volante.

—¿Qué está haciendo? —pregunté. Miraba de un lado para otro, aterrado, casi esperando que algún transeúnte advirtiera las manchas de sangre, y corriera hasta nuestro coche, aporreara las ventanillas y abriera a la fuerza la portezuela.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Hay demasiados coches en esta puta ciudad. —Boris estaba sudoroso y pálido a la escabrosa luz de los pilotos que teníamos delante; más coches se habían parado detrás, estábamos atrapados—. Mira, quién sabe cuánto tiempo nos tendrán aquí. Estamos a solo unas manzanas de tu hotel. Es mejor que bajes y vayas andando.

—Yo… —¿Eran los pilotos del coche de delante lo que hacía que las gotas de agua del parabrisas se vieran tan rojas?

Boris hizo un ademán impaciente.

—Vete, Potter. No sé qué pasa con ese camión, pero me temo que vendrá la policía de tráfico. Es mejor que no estemos juntos ahora. El Herengracht…, no tiene pérdida. Aquí los canales describen un círculo, lo sabes, ¿verdad? —Señaló—. Ve por allí y lo encontrarás.

—¿Y tu brazo?

—¡No es nada! Me quitaría el abrigo para enseñártelo pero es demasiada molestia. Ahora vete. Tengo que hablar con Cherry. —Se sacó el móvil del bolsillo—. Es posible que tenga que irme un tiempo de la ciudad…

—¿Qué?

—… y si estamos un tiempo sin hablar, no te preocupes. Sé dónde encontrarte. Es mejor que no intentes llamarme o ponerte en contacto conmigo. Lo haré yo en cuanto pueda. Todo saldrá bien. Vete…, y límpiate, ponte esa bufanda alrededor del cuello bien subido… Hablaremos pronto. ¡No me mires con esa cara enferma y pálida! ¿Llevas algo encima? ¿Necesitas algo?

—¿Qué?

Hurgando en el bolsillo.

—Toma esto. —Un sobre de papel vegetal con un sello emborronado—. No demasiado que es muy, muy pura. Una pizca del tamaño de la cabeza de una cerilla. No más. Y cuando te despiertes ya no lo verás tan negro. —Marcó un número en el móvil; yo era muy consciente de su respiración profunda—. Ahora, ¿recuerdas?, ponte esa bufanda alrededor del cuello y camina por el lado más oscuro de la calle. ¡Vete! ¡Deprisa! —gritó cuando me quedé sentado, y vi a un transeúnte que cruzaba el puente volverse para mirar. Luego se volvió hacia el móvil—. Cherry. —Y, desplomándose hacia atrás en el asiento con visible alivio, empezó a parlotear con voz ronca en ucraniano mientras yo me bajaba del coche (sintiéndome expuesto y observado a la cruda luz de los faros de los coches parados) y cruzaba de nuevo el puente por donde habíamos llegado.

La última vez que lo vi, hablaba por el móvil con la ventanilla bajada y asomaba la cabeza, en medio de exorbitantes nubes de humo de los tubos de escape, para ver qué pasaba con el camión parado delante.

XIV

La hora, o más bien las horas, que pasé dando vueltas por los canales buscando mi hotel fueron tan deprimentes como cualquier otra en mi vida, lo que es mucho decir. Las temperaturas habían caído en picado, tenía el pelo húmedo y la ropa empapada, y los dientes me castañeteaban; las calles eran lo bastante oscuras para que todas parecieran iguales y sin embargo no eran lo bastante oscuras para estar deambulando con ropa manchada con la sangre de un hombre al que acababa de matar. Caminé deprisa por las calles negras, con pasos que sonaban curiosamente llenos de confianza, sintiéndome tan inquieto y expuesto como alguien que se pasea desnudo en una pesadilla, procurando no acercarme a las farolas y esforzándome, cada vez con menos éxito, por tranquilizarme, para que llevar el abrigo al revés pareciera totalmente normal y no hubiera nada raro en ello. Pasaba gente por la calle pero no mucha. Temiendo que alguien me reconociera me quité las gafas, ya que sabía por experiencia que eran mi rasgo más distintivo —lo primero que la gente advertía, lo que recordaba—, y aunque eso no me ayudó a orientarme, me infundió una irracional sensación de seguridad y ocultamiento: letreros de calles ilegibles y brumosos halos de las farolas que flotaban aislados en la oscuridad, faros difuminados de los coches y haces de luces navideñas, una sensación de ser visto por perseguidores con unas lentes desenfocadas.

Lo que ocurrió fue que pasé de largo el hotel por un par de manzanas. Además, no estaba acostumbrado a los hoteles europeos, donde a partir de cierta hora había que llamar al timbre; cuando por fin me acerqué pisando charcos y estornudando helado hasta los huesos, y me encontré con la puerta cerrada, me quedé allí parado un tiempo indefinido como un zombi, haciendo girar la manilla en un sentido y en otro con un aturdimiento metrónomo, enclaustrado, rítmico, demasiado aterido de frío para comprender por qué no podía entrar. Consternado, vi a través del vidrio el mostrador negro y brillante del vestíbulo: vacío.

A continuación salió de detrás un hombre moreno con un pulcro traje oscuro y las cejas arqueadas. Vi un atisbo de pánico al cruzarse nuestras miradas y caí en la cuenta de la impresión que yo debía de causar, pero él enseguida bajó la vista mientras manejaba con torpeza la llave.

—Disculpe, señor, pero cerramos la puerta después de las once —dijo. Desviando aún la vista—. Por la seguridad de los huéspedes.

—Me ha pillado la lluvia.

—Por supuesto, señor. —Me di cuenta de que me miraba el puño de la camisa, salpicado de una gota de sangre marronácea del tamaño de una moneda de diez centavos—. En el mostrador tenemos paraguas, si necesita uno.

—Gracias. —Luego, de modo inconexo—: Me he manchado con chocolate.

—Lo lamento, señor. Intentaremos sacar la mancha en la lavandería, si lo desea.

—Eso sería estupendo. —¿No olía la sangre? En el caldeado vestíbulo su olor a óxido y sal era intenso—. Es mi camisa favorita. Profiteroles. —Cierra la boca, cierra la boca—. Pero estaban riquísimos.

—Me alegro, señor. Si lo desea, podemos reservarle una mesa en un restaurante mañana por la noche.

—Gracias. —Sangre en la boca, su olor y su sabor en todas partes, solo podía confiar en que él no la oliera en mi persona con tanta intensidad—. Eso sería estupendo.

—¿Señor? —me llamó cuando eché a andar hacia el ascensor.

—¿Sí?

—Creo que necesita la llave. —Rodeando el mostrador, seleccionó una llave del casillero—. La veintisiete, ¿verdad?

—Así es —respondí, agradecido de que me dijera el número de mi habitación y al mismo tiempo alarmado de que lo supiera de memoria.

—Buenas noches, señor. Que tenga una agradable estancia.

Dos ascensores distintos. Un pasillo interminable, enmoquetado de rojo. Al entrar en la habitación encendí todas las luces: la lámpara del escritorio, la de la mesilla de noche, la deslumbrante araña de luces; me quité el abrigo, lo dejé caer en el suelo, y me fui directo a la ducha, desabrochándome la camisa ensangrentada por el camino, tambaleándome como un monstruo de Frankenstein delante de las horcas. Arrojé el amasijo viscoso de ropa al fondo de la bañera y abrí el grifo del agua, con tanta potencia y tan caliente como era posible, y riachuelos rosas corrieron por debajo de mis pies mientras me frotaba con el gel de baño con fragancia de lirios que olía a corona funeraria y notaba que me ardía la piel.

No había nada que hacer con la camisa; las manchas marronáceas en forma de concha del cuello seguían allí mucho después de que el agua corriera transparente por ellas. Dejándola en remojo en la bañera, me concentré en la bufanda y luego en la americana, que también tenían manchas de sangre pero que eran de un color demasiado oscuro para que se vieran; y, por último, en el abrigo, poniéndolo del derecho con toda la delicadeza que fui capaz (¿por qué había ido a la fiesta con el abrigo de pelo de camello en lugar del azul marino?). Una solapa podía pasar, pero la otra estaba hecha un asco. Las salpicaduras de color vino transmitían una animación flagrante que hizo que reviviera una vez más la fuerza del disparo: el culatazo, el estallido, la trayectoria de las gotas. Sostuve la solapa bajo el grifo del lavabo, eché champú y la froté una y otra vez con un cepillo para los zapatos que encontré en el armario; y cuando se me acabaron el champú y el gel de baño, restregué la mancha con la pastilla de jabón, como el criado impotente de un cuento de hadas condenado a llevar a cabo una tarea imposible antes del amanecer o morir. Por último, con las manos temblorosas del cansancio, recurrí al cepillo de dientes y la pasta dentífrica, que eché directamente del tubo, lo que curiosamente funcionó mejor que todo lo que había probado hasta entonces, pero no cumplió con el cometido.

Al final, dándome por vencido, colgué el abrigo goteando en la bañera: un fantasma empapado del señor Pavlikovski. Me esforcé en no manchar de sangre las toallas; con papel higiénico, que arrancaba y tiraba compulsivamente al retrete cada pocos minutos, limpié las gotas de color óxido de los azulejos, extendiendo pasta dentífrica por las juntas. Blanco clínico. Paredes espejeantes, reflejando múltiples soledades. Mucho después de que hubiera desaparecido hasta el último rastro rosa seguí frotando, aclarando y lavando de nuevo las toallas de manos que había manchado, que todavía tenían un tono rojizo sospechoso, y luego, tambaleándome de cansancio, me metí bajo el chorro de agua, que estaba tan caliente que apenas podía soportarlo, y me restregué todo el cuerpo una vez más, de la cabeza a los pies, deslizándome la pastilla de jabón por el pelo y llorando con el agua jabonosa que me entraba en los ojos.

XV

Un timbre que sonó fuerte me despertó, a una hora imprecisa, y me levanté de un salto como si me hubiera escaldado. Las sábanas estaban hechas un lío y empapadas de sudor, y con las persianas bajadas no era posible saber qué hora era o si era de noche o de día. Todavía medio dormido, me puse el albornoz y abrí la puerta con la cadena.

—¿Boris?

Una mujer uniformada con la cara húmeda.

—Lavandería, señor.

—¿Cómo?

—Me mandan de la recepción, señor. Dicen que ha pedido el servicio de lavandería esta mañana.

—Hummm… —Bajé la vista hacia el pomo. ¿Cómo podía haberme olvidado de colgar el letrero de «No molesten» después de lo ocurrido?—. Espere.

Saqué de la maleta la camisa que había llevado a la fiesta de Anne de Larmessin, la que Boris dijo que no era lo bastante elegante para el asunto de Grozdan.

—Tome —dije, pasándosela a través de la puerta, y luego—: Espere.

La americana del traje y la bufanda. Los dos eran negros. ¿Me atrevía? Tenían mal aspecto y estaban húmedos, pero cuando encendí la lámpara del escritorio para examinarlos con detenimiento —con la vista educada por Hobie, las gafas puestas y la nariz a unas pocas pulgadas de la tela— no vi rastro de sangre. Con un pedazo de papel higiénico comprobé si dejaba rastro rosa. Lo hacía, pero muy débilmente.

Ella seguía esperando y, de algún modo, fue un alivio tener que darme prisa: una decisión rápida, sin titubear. Saqué de los bolsillos la billetera, las oxicontinas húmedas pero asombrosamente intactas que me había deslizado en el bolsillo antes de ir a la fiesta de Anne de Larmessin (¿alguna vez se me ocurrió que estaría agradecido a esa fórmula de acción prolongada?) y el sobre de papel vegetal que Boris me había dado, y le entregué el traje junto con la bufanda.

Al cerrar la puerta me sentí aliviado. Pero no habían pasado ni treinta segundos cuando sentí un murmullo de preocupación, preocupación que fue aumentando por momentos en un ruidoso crescendo. Un juicio instantáneo. Una locura. ¿En qué había pensado?

Me tumbé. Me levanté. Me tumbé de nuevo e intenté dormir. Luego me senté en la cama y en un frenesí como irreal, incapaz de detenerme, me sorprendí marcando el número de la recepción.

—Sí, señor Decker, ¿en qué puedo ayudarle?

—Hum —apretando con fuerza los ojos; ¿por qué había pagado con tarjeta de crédito la habitación?—, acabo de dar un traje a la lavandería y quería saber si seguía aquí.

—Ya lo hemos enviado, señor. La empresa que utilizamos es de fiar.

—¿Hay alguna forma de saber si ya ha salido? Acabo de caer en la cuenta de que lo necesito esta noche para un compromiso.

—Lo comprobaré, señor. Un momento.

Esperé impotente, mirando fijamente la bolsa de heroína de la mesilla de noche, en la que había impresa una calavera de los colores del arco iris y la palabra AFTERPARTY. Al cabo de un momento volvió el recepcionista.

—¿A qué hora necesitará el traje, señor?

—Temprano.

—Lo siento pero ya ha salido. La furgoneta acaba de marcharse. Sin embargo nuestro servicio de lavandería hace entrega en el mismo día. Lo tendrá hacia las cinco de la tarde. ¿Desea algo más, señor? —preguntó en el silencio que siguió.

XVI

Boris tenía razón sobre la droga, era tan pura que una porción de tamaño normal me dejó tumbado, y durante un intervalo indefinido floté de manera agradable al borde de la muerte, entrando y saliendo de ella. Ciudades, siglos. Me deslicé dentro y fuera de momentos lánguidos, deliciosos, con las persianas bajadas, sueños de nubes vacías, sombras cambiantes, una inmovilidad como la de las maravillosas piezas de caza de Jan Weenix, aves muertas con las plumas ensangrentadas colgando de una pata, y en el soplo de conciencia que me quedaba creí entender la secreta grandeza de morir, toda la sabiduría que se le negaba a la humanidad entera hasta el mismo final: sin dolor, sin miedo, un magnífico distanciamiento, yaciendo en una capilla ardiente sobre la barcaza de la muerte y perdiéndose en las grandiosas inmensidades como un emperador que se va, se va, observando a todos los que correteaban a lo lejos en la playa, liberados de todas las viejas nimiedades humanas del amor, el miedo, el dolor y la muerte.

Horas después, cuando el timbre taladró mis sueños, podrían haber transcurrido cientos de años, pero ni siquiera parpadeé. Me levanté de buen humor, con un feliz balanceo en el aire, y sosteniéndome en los muebles a medida que caminaba; sonreí a la chica de la puerta, rubia y de aspecto tímido, que me tendía mi ropa envuelta en plástico.

—Servicio de lavandería, señor Decker. —Como todos los holandeses, o esa era mi impresión, pronunciaba mi apellido «Decca», como Decca Mitford, una vieja conocida de la señora DeFrees—. Le pedimos disculpas.

—¿Cómo?

—Esperamos no haberle causado muchas molestias. —¡Adorable! ¡Esos ojos azules! Y su acento era encantador.

—¿Cómo dice?

—Nos comprometimos a tenerle la ropa a las cinco. En la recepción han dicho que no le cobrarán el servicio.

—Ah, no se preocupe —respondí preguntándome si tenía que darle una propina, y cayendo en la cuenta de que buscar dinero y contarlo era mucho en que pensar.

Cerré la puerta y, dejando caer la ropa a los pies de la cama, di un paso inestable hacia la mesilla y miré la hora en el reloj de Boris: las seis y veinte. Sonreí al pensar en la preocupación que la droga me había ahorrado: ¡una hora y veinte minutos de angustia! ¡Telefoneando frenético a la recepción e imaginándome a la policía en el vestíbulo! Ese pensamiento me inundó de serenidad védica. ¡Preocupación! Qué pérdida de tiempo. Todos los libros sagrados tenían razón. Era evidente que la «preocupación» era indicio de persona primitiva y poco desarrollada espiritualmente. ¿Cómo era el verso de Yeats sobre los aturdidos sabios chinos? Todas las cosas se derrumban y se construyen de nuevo. Vetustos ojos centelleantes. Eso era la sabiduría. La humanidad se había indignado, había llorado y destruido durante siglos, quejándose de sus enclenques vidas individuales, cuando… ¿de qué servía todo ese dolor inútil? «Piensa en los lirios del campo». ¿Por qué se preocupaba alguien de algo? ¿No éramos puestos como seres sensibles sobre la tierra para ser felices en el breve tiempo que se nos asignaba?

Desde luego. Esa era la razón por la que no me preocupó la lacónica nota impresa que deslizó el servicio de limpieza por debajo de la puerta («Estimado huésped, hemos intentado entrar en su habitación para limpiarla, pero lamentablemente no hemos podido acceder a ella…»), y por la que estuve más que encantado de salir al pasillo en albornoz y abordar a la empleada con un siniestro cargamento de toallas empapadas bajo el brazo —todas las toallas de la habitación estaban empapadas, pues había enrollado el abrigo en ellas para que se escurriera antes, y había marcas rosadas en las que no había reparado antes—, ¿toallas limpias?, ¡por supuesto!, oh, ¿ha olvidado la llave, señor?, ¿se ha quedado cerrado fuera?, un momento, que le abro la puerta, y la razón por la que, aun después de ese incidente, no me lo pensé dos veces y llamé al servicio de habitaciones; dejé que el botones entrara en la habitación empujando el carrito hasta el pie de la cama (sopa de tomate, ensalada, sándwich de ensalada de pollo y patatas fritas, que logré vomitar casi en su totalidad media hora después, el vómito más agradable del mundo, tan divertido que me hizo reír, ¡puaf! ¡La mejor droga que había probado jamás!). Estaba enfermo, lo sabía, tantas horas con la ropa mojada a temperaturas bajo cero me habían dejado con fiebre y escalofríos, y sin embargo me sentía tan grandiosamente distanciado de ello que no me importaba. Eso era el cuerpo: falible, sujeto a achaques. Enfermedad, dolor. ¿Por qué la gente se acaloraba tanto sobre ello? Puse en la maleta toda la ropa que tenía (dos camisas, un jersey, otros pantalones, dos pares de calcetines) y me senté sorbiendo una Coca-Cola del minibar; todavía colocado y empezando a aterrizar, entré y salí de vívidas fantasías: diamantes sin cortar, insectos negros, un sueño particularmente gráfico de Andy calado hasta los huesos, con las zapatillas de tenis chorreando, dejando un reguero de agua en la habitación algo no va bien hay algo extraño un poco fuera de lugar ¿qué cuentas Theo?

Poca cosa, ¿y tú?

También poco eh me han dicho que Kits y tú os vais a casar me lo dijo papá

Genial

Sí genial, pero no podemos ir, papá tiene un compromiso en el club náutico

Lástima

Y luego íbamos juntos a alguna parte Andy y yo con pesadas maletas íbamos a ir en barco, por el canal, pero Andy empezaba con que no pienso subirme a ese barco y yo sí claro lo entiendo, de modo que desmonté el velero tuerca a tuerca y metí las piezas en la maleta, íbamos a llevarla a tierra, velas y todo, ese era el plan, lo único que tenías que hacer era seguir los canales y estos te llevarían justo donde querías o de vuelta al punto de partida pero desmontar un velero era más difícil de lo que me pensaba, no era lo mismo que desmontar una mesa o una silla y las piezas eran demasiado grandes para que cupieran en la maleta y había una hélice gigante que yo intentaba meter entre la ropa y Andy estaba aburrido y se había quedado aparte jugando al ajedrez con alguien cuyo aspecto no me gustaba y él dijo bueno si tú no puedes planearlo con antelación tendrás que improvisar sobre la marcha…

XVII

Me desperté con un restallido en la cabeza, náuseas y picor por todo el cuerpo como si tuviera hormigas correteando por debajo de la piel. Al abandonar las drogas el organismo, el pánico regresó con doble fuerza, ya que era evidente que estaba enfermo, febril y con sudores, no podía seguir negándolo. Después de ir tambaleándome al cuarto de baño y vomitar de nuevo (y esta vez no fue una vomitera divertida de yonqui sino el drama habitual), regresé a la habitación y contemplé el traje y la bufanda dentro de la bolsa de plástico que había dejado a los pies de la cama, y pensé con un escalofrío en la suerte que había tenido. Al final, todo salió bien (¿o no?) pero podría no haber sido así.

Con torpeza saqué el traje y la bufanda del plástico, bajo mis pies había un balanceo somnoliento, como el de un barco, que me impulsó a agarrarme a la pared para no caer, y, sentándome en la cama, busqué mis gafas para examinarlos bajo la luz. La tela estaba gastada pero por lo demás bien. Una vez más no advertí nada. La tela era demasiado oscura. Veía manchas y dejaba de verlas. Los ojos aún no me respondían del todo. Quizá era un truco, y si bajaba al vestíbulo me encontraría a la policía esperándome, pero no combatiendo ese pensamiento, era ridículo. De haber encontrado en la ropa algo sospechoso se habrían quedado con ella, ¿no? No me la devolverían lavada y planchada.

Aún no había regresado del todo al mundo, no era yo. De algún modo mi sueño del velero había penetrado y contaminado la habitación de hotel, que ahora era una habitación pero también un camarote de barco: armarios empotrados (por encima de mi cama y debajo de los aleros) pulcramente encastrados con tiradores de latón y esmaltados hasta adquirir un intenso brillo náutico. Carpintería de barco: cubierta oscilante, y el agua negra del canal lamiéndola. Delirio: sin amarras y a la deriva. Fuera, la niebla era densa, ni un soplo de viento, las farolas proyectando luz a través de una inmovilidad cenicienta, demacrada y difusa, atenuada y desdibujada hasta convertirse en bruma.

Picor, picor. La piel ardiendo. Náuseas y una fuerte jaqueca. Cuanto más lujosa la droga más profunda era la angustia —mental y física— al irse el efecto. Volvía a ver caer el pedazo de la frente de Martin solo que a un nivel más íntimo, casi dentro de él, cada pulso y cada chorro, y —peor aún, un punto de congelación más profundo— el cuadro, desaparecido. El abrigo manchado de sangre, los pies del chico huyendo. Negrura. Catástrofe. Para los seres humanos —prisioneros de la biología—, no había compasión: vivíamos durante un tiempo, hacíamos un poco el tonto y nos moríamos, nos pudríamos bajo tierra como la basura. El tiempo nos destruía a todos con bastante rapidez. Pero destruir o perder una criatura inmortal, romper vínculos más fuertes que los temporales, era un desacoplamiento metafísico único, con un gusto sorprendentemente nuevo a desesperación.

Mi padre ante la mesa de bacarrá en la medianoche refrigerada. «Siempre hay más cosas en un plano oculto». La suerte en sus manifestaciones y estados anímicos más oscuros. Consultando las estrellas, esperando a hacer las grandes apuestas cuando Mercurio estaba en retroceso, alcanzando unos conocimientos que estaba más allá de lo conocido. El negro, su color de la suerte, el nueve su número de la suerte. Golpéame otra vez, amigo. «Hay un patrón y nosotros formamos parte de él». Sin embargo, si rascabas mucho la idea del patrón (lo que por lo visto él nunca se había molestado en hacer), te topabas con un vacío tan sombrío que destruía de modo terminante todo lo que habías contemplado o creído poco trascendental.