10

«El idiota»

I

—¡Oh, Theo! —exclamó Kitsey un viernes por la tarde poco antes de Navidad, cogiendo uno de los pendientes de esmeraldas de mi madre y sosteniéndolo bajo la luz. Habíamos comido sin prisas en el Fred, después de pasar toda la mañana en Tiffany mirando cuberterías y diseños de vajillas—. ¡Son preciosos! Solo que… —Arrugó la frente.

—¿Sí? —Eran las tres de la tarde, y el restaurante seguía lleno de gente y de voces. Un momento antes ella había salido para hacer una llamada y entonces saqué los pendientes del bolsillo y los dejé sobre el mantel.

—Bueno, es solo… —Fruncía el entrecejo como si mirara un par de zapatos que aún no sabía si quería comprar—. Quiero decir que… son maravillosos, muchas gracias, pero… ¿serán apropiados para el día en cuestión?

—Bueno, eso depende de ti —repliqué cogiendo mi Bloody Mary y tomando un largo trago para disimular mi sorpresa y disgusto.

—Porque son esmeraldas. —Se llevó un pendiente a una oreja y miró de reojo pensativa—. ¡Me encantan! Pero… —Volvió a sostenerlas en alto para que centellearan a la difusa iluminación del techo— la esmeralda no es la piedra que me va mejor. Creo que quizá queden un poco duras, ¿sabes? Sobre el blanco del vestido y el color de mi cara. ¡Eau de Nil! Mamá tampoco puede llevar verde.

—Haz lo que quieras.

—Estás enfadado.

—No, no lo estoy.

—¡Sí que lo estás! ¡Te he ofendido!

—No, solo estoy cansado.

—Pareces de un humor de perros.

—Por favor, Kitsey, estoy cansado.

Habíamos hecho un esfuerzo heroico para buscar un piso, un proceso frustrante que en general nos tomamos con humor, aunque los espacios vacíos y las habitaciones con la estela de otras vidas abandonadas despertaban (en mí) muchos ecos desagradables de mi niñez: cajas de mudanza, olores de cocina y dormitorios en penumbra y la vida que había desaparecido de ellos; es más, sentía un inquietante zumbido mecánico que (al parecer) solo oía yo, aprensiones sofocantes que las voces de los agentes, que rebotaban alegremente contra las superficies pulidas mientras encendían las luces y señalaban los electrodomésticos de acero inoxidable, no lograban disipar.

¿Y por qué me sentía así? No todos los pisos que veíamos habían sido desocupados por razones trágicas, como en cierto modo creía. El hecho de que yo oliera a divorcio, bancarrota, enfermedad y muerte en casi todas las viviendas era sin duda engañoso; además, ¿qué daño podían hacernos a Kitsey y a mí los problemas de todos esos inquilinos anteriores, ya fueran reales o imaginarios?

«No te desanimes —me decía Hobie (quien, como yo, era muy sensible a las almas de los objetos y de las habitaciones, las emanaciones que dejaba el tiempo). Tómatelo como un trabajo. Es como ordenar una caja llena de objetos difíciles de clasificar. Si perseveras y sigues mirando siempre aparece lo que buscas».

Y tenía razón. Me lo había tomado con humor, al igual que ella, propulsado de aquí para allá a través de casas de sombrías preguerras habitadas por fantasmas de ancianas judías solitarias y frías monstruosidades de vidrio, donde sabía que nunca podría vivir sin tener la sensación de que al otro lado de la calle había apostado un francotirador apuntándome con un rifle. Nadie esperaba que la búsqueda de piso fuera divertida.

En comparación, la perspectiva de ir a Tiffany con Kitsey para encargar la lista de boda me pareció un entretenimiento agradable. Reunirnos con la especialista en bodas, señalar lo que nos gustaba y salir flotando de allí para disfrutar de una comida navideña mano a mano. En lugar de ello —de manera inesperada—, me sentí aturdido por el estrés al recorrer uno de los establecimientos más abarrotados de Manhattan un viernes cercano a la Navidad: ascensores repletos, escaleras atestadas por las que desfilaban hordas de turistas, personas comprando regalos que se apretujaban en filas de cinco o seis delante de los mostradores para adquirir relojes, fulares, bolsos y relojes de mesa, libros sobre etiqueta y toda clase de mercancías superfluas del característico azul turquesa de Tiffany. Dimos vueltas penosamente por la quinta planta durante horas, seguidos por una experta en bodas que se esforzaba en prestar un servicio impecable y ayudarnos a tomar decisiones con una confianza que yo percibía como un acoso («El diseño de la porcelana debería decirles a los dos: Esto es lo que somos como pareja… Es una forma importante de afirmar su estilo»), mientras Kitsey revoloteaba de un puesto a otro —«¡La del borde dorado!, ¡no, la azul!…, espera, ¿cuál es la primera que hemos visto? ¿Te parece excesiva la octogonal?»— y la especialista metía baza con solícitas exégesis —«geometría urbana…, floreado romántico, elegancia atemporal…, destello llamativo…»—; a pesar de que yo no paraba de decir: «sí, claro, esa está bien, esa otra también, me gustan las dos, tú decides, Kits», la especialista seguía sacando nuevos diseños, esperando de mí una manifestación más firme de mis preferencias, señalándome con delicadeza los puntos más refinados de cada una, el sobredorado allí, los rebordes pintados a mano allá, hasta que me vi obligado a morderme la lengua para no decir lo que pensaba en realidad: que pese a la admirable factura, me traía totalmente sin cuidado si Kitsey escogía un diseño u otro, pues a mis ojos todos eran iguales: vajillas nuevas sin encanto y carentes de vida, por no hablar del precio: ¿ochocientos dólares por un plato hecho ayer? ¿Un plato? Por menos de una cuarta parte del precio de esa fría y brillante vajilla recién salida del horno podían adquirirse vajillas del siglo XVIII.

—¡Pero es imposible que te gusten lo mismo todas! Y, sí, yo sigo volviendo a la de art déco —dijo Kitsey a nuestra paciente dependienta que rondaba alrededor—, pero por mucho que me guste, quizá no sea la más adecuada para nosotros. —Luego, volviéndose hacia mí—: ¿Tú qué opinas?

—La que tú quieras. Cualquiera, de verdad… —respondí, metiéndome las manos en los bolsillos y desviando la vista, ya que ella seguía parpadeando hacia mí con respeto.

—Se te ve muy nervioso. Ojalá me dijeras cuál te gusta.

—Sí, pero… —Yo había desembalado tantas vajillas de parejas rotas y de personas fallecidas que percibía una nota indescriptiblemente triste en esos muestrarios prístinos y flamantes, con la promesa tácita de que una vajilla nueva y reluciente auguraba un futuro asimismo brillante y libre de tragedias.

—¿Chinois? ¿O aves del Nilo? Di algo, Theo, sé que prefieres una de las dos.

—No pueden equivocarse con ninguno de ellos. Los dos son divertidos y originales. Y este es un diseño sencillo de diario —añadió la solícita especialista; sin duda «sencillo» era para ella un adjetivo clave a la hora de tratar con novios malhumorados y abrumados—. En realidad sencillo y neutro. —Parecía formar parte del protocolo de la lista de boda que el novio seleccionara la vajilla de diario (para todas esas fiestas de la Super Bowl que yo organizaría con mis amigotes, ja, ja) mientras que la «vajilla formal» debía dejarse a la voz de la experiencia: las mujeres.

—Está bien —respondí, más cortante de lo que me proponía, cuando me di cuenta de que esperaban que dijera algo.

La vajilla moderna, simple y blanca, no era algo que me entusiasmara demasiado, y menos aún a cuatrocientos dólares el plato. Me hizo pensar en las agradables ancianas vestidas de Marimekko que a veces iba a ver a la torre Ritz: viudas con pulseras de pantera, turbante y voz ronca que querían mudarse a Miami y cuyos pisos estaban llenos de muebles de cristal ahumado y acero cromado que habían adquirido en los años setenta por medio de sus decoradores al precio de un buen mueble estilo reina Ana, pero que (como me tocaba a mí comunicarles, a regañadientes) no conservaban su valor y no podían venderse de nuevo ni a la mitad del precio que habían pagado.

—La porcelana… —La experta en bodas recorría el borde del plato con una uña esmaltada de un tono incoloro—. Así es como me gusta que mis parejas piensen en cuberterías, cristalerías y vajillas…, como el ritual del final del día. Vino, diversión, familia, intimidad. Una vajilla de porcelana fina es una excelente forma de poner cierto estilo y romanticismo para siempre en su matrimonio.

—Ya —volví a decir. Pero la sensiblería me horrorizaba; y los dos Bloody Mary que me tomé luego en el Fred no consiguieron eliminar del todo ese regusto.

Kitsey miraba los pendientes con lo que interpreté como dudas.

—Está bien, los llevaré en la boda. Son preciosos. Y sé que eran de tu madre.

—Quiero que te pongas lo que desees.

—Te diré lo que creo. —Juguetona, me cogió una mano—. Creo que necesitas dormir un poco.

—Ni que lo digas —repuse, llevándome su mano a la cara y recordando lo afortunado que era.

II

Todo había sucedido muy deprisa. Ni dos meses después de la cena en casa de los Barbour, Kitsey y yo estábamos saliendo prácticamente todos los días; dábamos largos paseos y cenábamos (a veces en Match 65 o Le Bilboquet, otras unos sándwiches en la cocina), y hablábamos de los viejos tiempos, de Andy, de los domingos lluviosos jugando al Monopoly («erais tan malos…, Shirley Temple contra Henry Ford y J. P. Morgan…»), de la noche que ella se echó llorar porque le hicimos ver Hellboy en lugar de Pocahontas, y de las horribles cenas de americana y corbata (horribles al menos para los más niños, sentados rígidamente en el club náutico delante de un vaso de Coca-Cola con una rodaja de limón, mientras el señor Barbour buscaba con la mirada a Javier, su camarero favorito, con quien insistía en practicar su ridículo español de Xavier Cugat), de los amigos del colegio, de las fiestas…, siempre había algo de que hablar, ¿te acuerdas de eso?, ¿te acuerdas de cuando…? No era como con Carole Lombard, con quien todo era alcohol, cama y poca conversación.

A pesar de que Kitsey y yo éramos muy distintos, eso no parecía un obstáculo; al fin y al cabo, como señaló Hobie con bastante sentido común, ¿acaso el matrimonio no era una unión de contrarios? ¿No se suponía que yo tenía que introducir en la vida de ella nuevas ocupaciones, y viceversa? Además (me decía a mí mismo), ¿no era el momento de dar el paso, soltarse y dar la espalda al jardín que me había sido vedado? ¿De vivir el presente, de concentrarse en el ahora en lugar de llorar por lo que nunca tendría? Durante años me había revolcado en un vivero de dolor inútil: Pippa, Pippa, Pippa, euforia y desesperación, era el nunca acabar; incidentes en apariencia insignificantes que me lanzaban a las estrellas o me sumergían en mudas depresiones; su nombre pronunciado por teléfono o mencionado en un correo electrónico que acababa «Con cariño» (que era como Pippa siempre se despedía en sus correos dirigidos a todos) me dejaba flotando durante días, mientras que si al telefonear a Hobie ella no quería hablar conmigo (¿y por qué iba a querer?), me hundía en la tristeza. Me engañaba a mí mismo, y lo sabía. Peor aún; en lo más profundo de mi ser mi amor por Pippa se mezclaba con mi madre, la muerte de mi madre, la pérdida de mi madre y la incapacidad de recuperarla. Todo ese anhelo ciego e infantil de salvar y ser salvado, de rebobinar el pasado y cambiarlo, por alguna razón había quedado vinculado ansiosamente a Pippa. Había algo inestable, enfermizo en ello. Veía cosas que no existían. Me encontraba a solo un paso de acabar como uno de esos tipos solitarios que viven en un cámping de caravanas y acechan a una chica que han visto en el centro comercial. Porque la verdad era que Pippa y yo nos veíamos unas dos veces al año; nos escribíamos correos electrónicos y mensajes de texto, pero con poca regularidad; cuando ella estaba en la ciudad, nos prestábamos libros e íbamos juntos al cine; éramos amigos, nada más. Mis esperanzas de tener una relación con ella eran completamente irreales, mientras que mi sufrimiento continuo y mi frustración eran una realidad insoportable. ¿Una obsesión infundada, imposible y no correspondida no era una forma de malgastar el resto de mi vida?

Soltarme fue una decisión consciente. Para ello necesité todo lo que tenía, como un animal que se roe un miembro para escapar de una trampa. De algún modo lo logré; y al otro lado estaba Kitsey, mirándome divertida con sus ojos gris claro.

Lo pasábamos bien juntos. Congeniábamos. Era el primer verano que ella pasaba en la ciudad, «en toda mi vida», pues la casa de Maine estaba cerrada a cal y canto desde que el tío Harry y los primos se habían ido a Canadá y a las islas de la Madeleine, y «estoy algo perdida aquí con mamá, y…, ¡por favor, hagamos algo juntos! ¿Te vendrías conmigo a la playa este fin de semana?». Así que los fines de semana íbamos a East Hampton, donde nos alojábamos en la casa de unos amigos de ella que estaban pasando el verano en Francia; los días de entre semana quedábamos a la salida del trabajo por el centro y bebíamos vino tibio en algún café; noches en una Tribeca desierta, con las aceras ardiendo y un aire sofocante que salía de las rejillas de ventilación del metro y hacía saltar chispas de la punta de mi cigarrillo. En las salas de cine siempre se estaba fresco, así como en el salón del King Cole y en el Oyster Bar de Grand Central. Dos tardes a la semana —con sombrero y guantes, pulcras faldas y Jack Purcells, y untada de la cabeza a los pies de protector solar del factor más alto (porque, como Andy, era totalmente alérgica al sol)— Kitsey iba sola a Shinnecock o Maidstone en su Mini Cooper negro con la parte trasera adaptada para llevar un juego de palos de golf. A diferencia de Andy, ella parloteaba y revoloteaba, y se reía con nerviosismo y de sus propias bromas; recordaba a la energía que transmitía su padre pero sin parecer irónica ni inconexa. Si se hubiera empolvado la cara y dibujado un lunar en la mejilla, habría pasado por una cortesana de Versalles, con su tez blanca y las mejillas rosadas, y su alegría racheada. Llevaba diminutos vestidos de lino, tanto en el campo como en la ciudad, complementados con bolsos de piel de cocodrilo clásicos de Gaga; dentro de los Christian Louboutins de tacón sobre los que se tambaleaba («¡zapatos duele-duele!») llevaba su nombre y su dirección mecanografiados, por si se los quitaba de una patada para bailar o nadar, y se olvidaba de dónde los había dejado; zapatos plateados, zapatos bordados, con cintas y puntiagudos, a mil dólares el par. «¡Malvado!», gritaba por las escaleras cuando, a las tres de la madrugada, borracho de ron con Coca-Cola, yo bajaba finalmente a la calle dando tumbos para tomar un taxi porque tenía que trabajar al día siguiente.

Fue ella quien me propuso matrimonio. Mientras íbamos a una fiesta. Chanel n.º 19, un vestido azul celeste. Habíamos salido del apartamento de Park Avenue, ambos un poco ebrios tras tomar unos cócteles; en cuanto cruzamos el portal las farolas se encendieron de golpe, y nos detuvimos en seco y nos miramos: ¿éramos nosotros los artífices de eso? Fue tan gracioso que empezamos a reírnos histéricos; era como si la luz saliera de nosotros y alumbráramos Park Avenue. Cuando Kitsey me cogió la mano y dijo: «¿Sabes qué creo que deberíamos hacer, Theo?», supe exactamente lo que iba a decirme.

—¿Crees que deberíamos?

—¡Sí, por favor! ¿Tú no? Creo que haríamos feliz a mamá.

Ni siquiera habíamos fijado la fecha, que no paraba de cambiar en función de la disponibilidad de la iglesia, la disponibilidad de ciertos invitados imprescindibles, de una regata o de la salida de cuentas de una amiga embarazada, lo que fuera. De ahí que yo no estuviera seguro de cómo había cobrado envergadura —con una lista de invitados de muchos cientos, unos gastos que ascendían a muchos miles de dólares, y el vestuario y la coreografía de una función de Broadway— hasta convertirse en semejante producción. Sabía que a veces la madre de la novia era la responsable de las bodas de tal magnitud, pero en este caso no se podía culpar a la señora Barbour, a quien apenas lográbamos apartar de su habitación y de su costurero, nunca respondía las llamadas telefónicas ni aceptaba invitaciones y ya no iba nunca a la peluquería, ella que en el pasado se arreglaba el pelo cada dos días sin falta y tenía hora fija a las once de la mañana antes de salir a comer.

—¿No crees que mamá estará encantada? —me susurró Kitsey, clavándome su pequeño codo en la costilla mientras regresábamos con prisas a la habitación de la señora Barbour.

Y la alegría de la señora Barbour al darle la noticia («Díselo tú —dijo Kitsey—, le hará aún más ilusión si se entera por ti») era un momento que nunca me cansaba de recordar: la sorpresa que se reflejó en su mirada, seguida de la satisfacción que afloró sin contención en su cara fría y cansada. Una mano tendida hacia mí y la otra hacia Kitsey… Pero esa bonita sonrisa —nunca la olvidaría— era todo para mí.

¿Quién podía imaginar que estaba en mi mano hacer tan feliz a alguien? ¿O que yo mismo me sentiría tan feliz? Mi estado de ánimo era como un tirachinas; después de tantos años encerrado y anestesiado, mi corazón zumbaba y golpeaba alrededor como una abeja capturada dentro de un vaso, todo era brillante, intenso, confuso, erróneo…, pero era un dolor limpio, a diferencia del sufrimiento apagado que me había atormentado durante años bajo el efecto de las drogas como un diente cariado, el dolor sucio e infectado de algo podrido. La claridad era emocionante; era como si me hubiera quitado unas gafas con los cristales sucios que volvían borroso todo lo que veía. Durante el verano estuve delirante: estremecido, atontado, energético, funcionando a base de ginebra y cócteles de gambas y el vigorizante impacto de las pelotas de tenis. Y en lo único que podía pensar era en Kitsey, Kitsey, Kitsey.

Ya habían transcurrido cuatro meses y era diciembre, con sus mañanas frías y algún repique navideño en el aire; Kitsey y yo estábamos prometidos, y qué afortunado me sentía; pero a pesar de que todo era perfecto, los corazones y las flores, como el final de una comedia musical, me encontraba mal. Por razones que desconocía, la ráfaga de energía que me había permitido funcionar todo el verano me abandonó de golpe a mediados de octubre, sumiéndome en una tristeza que se prolongaba sin fin en todas direcciones; con alguna salvedad (Kitsey, Hobie, la señora Barbour), detestaba tener a gente alrededor, no me concentraba en lo que me decían, no podía hablar con los clientes, no era capaz de hacer el seguimiento de un mueble ni de coger el metro, todas las actividades humanas me parecían inútiles, incomprensibles, un hormiguero negro y pululante en medio de la nada; allá donde miraba no había un rayo de sol, los antidepresivos que tomaba obedientemente desde hacía ocho semanas tragando sumisamente no surtían efecto, tampoco lo que tomaba antes (claro que lo había probado todo; al parecer me contaba entre el veinte por ciento de desgraciados que en lugar de campos de margaritas y mariposas solo experimentaban jaquecas severas y pensamientos suicidas); y aunque a veces la oscuridad se levantaba lo justo para reconocer mi entorno, unas formas conocidas que se concretaban como los muebles de mi habitación al amanecer, siempre se volvía todo negro antes de que lograra orientarme, y me encontraba allí de nuevo con tinta en los ojos, consumiéndome en la oscuridad.

Ignoraba por qué me sentía tan perdido. No había superado lo de Pippa y lo sabía, tal vez nunca lo superara y fuera algo con lo que tendría que vivir, la tristeza de amar a alguien a quien no podías tener; pero también sabía que mi problema más inmediato era estar a la altura de un ritmo social que (al menos a mis ojos) iba inquietantemente en aumento. Kitsey y yo ya no disfrutábamos de esas veladas reconstituyentes à deux, los dos solos cogidos de la mano en el mismo lado del reservado de un restaurante oscuro. En lugar de ello casi todas las noches cenábamos con sus amigos en casas particulares y restaurantes concurridos; compromisos agotadores en los que (nervioso sin el efecto de los opiáceos y sacudido hasta la última sinapsis) me costaba mostrarme sociable, sobre todo cuando salía del trabajo cansado. Luego estaban los preparativos de la boda, una avalancha de ocupaciones triviales que se suponía que debían despertar en mí un interés tan entusiasta como lo hacían en ella, y ráfagas de papel de seda de colores que caían sobre catálogos y mercancías. Para Kitsey, era como un empleo a jornada completa; ir a las papelerías y las floristerías, indagar sobre servicios de catering y proveedores, amontonar muestrarios de telas, cajas de pastelillos de mazapán y tartas de boda de muestra, agobiándose a menudo y pidiéndome que la ayudara a escoger entre dos tonos casi idénticos de marfil y lavanda de una tabla de colores, invitando varias veces a sus damas de honor a pasar la noche y organizando «un fin de semana de chicos» (¿iniciativa de Platt?, al menos podía contar con que habría alcohol). Y luego los planes para la luna de miel, y los montones de folletos de papel satinado (¿Fiyi o Nantucket? ¿Míconos o Capri?). «Fantástico», decía yo sin parar, con el nuevo tono afable con que hablaba con Kitsey, «pinta muy bien», aunque, teniendo en cuenta a su familia y su historial con el agua, parecía extraño que a ella no le interesara ir a Viena, París, Praga o cualquier otro destino que no fuera literalmente una isla en medio del aterrador océano.

Aun así, nunca me había sentido tan seguro acerca del futuro; y cuando me recordaba a mí mismo lo acertado que era el rumbo tomado, como a menudo tenía ocasión de hacer, pensaba no solo en Kitsey sino también en la señora Barbour, cuya felicidad me reconfortaba y llenaba el corazón a través de canales que llevaban años enteros secos. La noticia de nuestra boda la reanimó y alegró visiblemente; empezó a moverse por la casa, se daba un toque rosa de lo más discreto en los labios y hasta las conversaciones más corrientes que manteníamos se veían animadas por una luz tranquila, estable y constante que ampliaba el espacio que nos rodeaba e iluminaba con serenidad los más oscuros recovecos de mi alma.

—Nunca pensé que volvería a estar tan contenta —me confió en voz baja una noche durante la cena, cuando Kitsey se levantó de pronto y salió corriendo para contestar el teléfono como solía hacer, y nos quedamos los dos solos sentados a la mesa de cartas de su habitación, jugueteando incómodos con los espárragos y las rodajas de salmón de nuestros platos—. Porque tú siempre fuiste muy bueno con Andy, animándolo e infundiéndole seguridad en sí mismo. Contigo él siempre daba lo mejor de sí. Y me alegro mucho de que vayas a formar parte de la familia oficialmente, de que vayamos a hacerlo de forma legal, porque…, bueno, supongo que no debería decirlo, espero que no te importe si te hablo con el corazón, pero siempre te he visto como un hijo más, ¿lo sabías? Incluso cuando eras pequeño.

Ese comentario me chocó y me conmovió de tal modo que reaccioné tartamudeando cohibido. Al ver mi confusión, ella se compadeció y cambió de tema de conversación. Sin embargo, cada vez que lo recordaba me inundaba una sensación de bienestar. Un recuerdo igual de gratificante (si bien innoble) era el breve y sorprendido silencio que se hizo cuando le di a Pippa la noticia por teléfono. Una y otra vez recordaba esa pausa, saboreando su perplejidad.

—Oh —dijo luego, recobrándose—. ¡Qué alegría, Theo! ¡Estoy deseando conocerla!

—Es maravillosa —dije con malicia—. Estoy enamorado de ella desde que éramos niños.

Algo que, como iba descubriendo de distintas formas, era cierto. La interacción entre pasado y presente era intensamente erótica; obtenía un placer infinito recordando el desdén de una Kitsey de nueve años hacia el chico timorato de trece que era yo (poniendo los ojos en blanco y haciendo un mohín cuando le tocaba sentarse a mi lado en la mesa del comedor). Y disfrutaba aún más con la estupefacción que no podía disimular la gente que nos había conocido de niños: ¿Tú y Kitsey Barbour? ¿De verdad? Me divertía el humor y la perversidad del asunto, la pura improbabilidad; metiéndome en su habitación cuando su madre dormía, la misma habitación que ella siempre tenía cerrada cuando éramos niños para impedir que yo entrara y donde no había cambiado nada desde los tiempos de Andy, con el mismo papel pintado de toile rosa en las paredes y los letreros escritos a mano —«Prohibida la entrada», «No molestar»—, yo siguiéndola mientras ella cerraba la puerta llevándose un dedo a la boca que luego deslizaba por mis labios, ese delicioso primer revolcón en su cama, ¡chissss!, mamá está durmiendo.

Todos los días había numerosas ocasiones para recordarme lo afortunado que era. Kitsey nunca se cansaba; nunca estaba triste. Era atractiva, entusiasta, cariñosa. Poseía una belleza con una cualidad luminosa, blanca como el azúcar, que hacía que la gente se volviera por la calle para mirarla. Yo admiraba lo sociable que era, lo conectada que estaba con el mundo, lo divertida y espontánea que se mostraba —«¡pequeña cabeza hueca!», como la llamaba Hobie con gran ternura—, ¡qué bocanada de aire puro era! Todo el mundo la quería. Y, sin embargo, pese a su contagioso desenfado, yo veía con cierto reparo el hecho de que Kitsey nunca pareciera conmoverse por nada en particular. Hasta mi querida y vieja amiga Carole Lombard se ponía llorosa al hablar de sus exnovios, de los animales de compañía maltratados que veía por la televisión o del cierre de ciertos bares chapados a la antigua de Chicago. Para Kitsey, en cambio, nada parecía ser particularmente apremiante, emotivo o incluso sorprendente. En eso se parecía a su madre y a su hermano, y sin embargo la contención de ellos era de algún modo muy distinta de la forma en que Kitsey hacía un comentario frívolo o trivial cuando alguien sacaba un tema serio. («No es nada divertido», le había oído decir arrugando la nariz con un suspiro medio juguetón cuando la gente le preguntaba por su madre). Por otra parte (y la sola idea hacía que me sintiera morboso y paranoico) yo la observaba esperando aún ver algún indicio de su dolor por Andy y su padre, y empezaba a preocuparme no haber visto ninguno. ¿Acaso no le habían afectado sus muertes? ¿No se suponía que debíamos hablar alguna vez al menos sobre ello? A cierto nivel admiraba su coraje: la barbilla alta, pasando página frente a la tragedia o lo que fuera. Quizá solo era muy comedida y reservada, y había sabido construirse una fachada de manera muy hábil. Pero ese bajío azul centelleante en el mar, tan atrayente a primera vista, aún no había dado paso a aguas más profundas, y a veces yo tenía la desconcertante sensación de vadear con el agua hasta la rodilla esperando encontrar algún socavón, un lugar lo bastante hondo para nadar.

Kitsey me estaba dando unos golpecitos en la muñeca.

—¿Qué pasa?

—Barneys. Ya que estamos aquí quizá deberíamos dar una vuelta por el departamento de cosas para la casa. Sé que a mamá no le gustará mucho que haga allí la lista de bodas, pero podría ser divertido apostar por algo un poco menos tradicional para diario.

—No… —dije apurando mi copa—, necesito ir al centro, si no te importa. He quedado con un cliente.

—¿Vendrás por casa esta noche? —Kitsey compartía con dos chicas un piso situado en las calles Setenta Este, no muy lejos de la oficina de la organización para la promoción de las artes donde trabajaba.

—No estoy seguro. Es posible que tenga que salir a cenar con él. Si puedo, me escaparé.

—¿Y a la hora del cóctel? O al menos a las copas de después de cenar, por favor. Todos se quedarán tan decepcionados si no apareces aunque sea un momento. Charles y Bette…

—Lo intentaré, te lo prometo. No te los olvides. —Y señalé con la cabeza los pendientes que seguían en el mantel.

—Oh, no. Por supuesto que no —dijo ella con aire culpable, cogiéndolos y dejándolos caer en su bolso como si fueran monedas sueltas.

III

Mientras salíamos juntos y nos fundíamos con las riadas de gente propias de Navidad, me sentí inestable y abatido, y los edificios envueltos en cintas y el brillo de las ventanas no hicieron sino aumentar la tristeza opresiva: oscuros cielos de invierno, grises pasadizos de joyas y pieles, y todo el poder y la melancolía de la riqueza.

¿Qué me pasaba?, pensé mientras cruzaba Madison Avenue con Kitsey, su exuberante abrigo asomando entre la gente. ¿Por qué pensaba mal de ella por no parecer angustiada por la muerte de Andy y su padre, y seguir adelante con su vida?

Pero cuando la así el codo y me vi premiado con una sonrisa radiante, volví a sentirme momentáneamente aliviado y me distraje de mis preocupaciones. Habían transcurrido ocho meses desde que dejé a Reeve en aquel restaurante de Tribeca; no se había puesto nadie en contacto conmigo en relación con los muebles falsificados que había vendido, aunque si se daba el caso estaba dispuesto a reconocer mi error: falta de experiencia, era nuevo en el negocio, aquí tiene su dinero, señor, le ruego acepte mis disculpas. De noche, despierto en la cama, me tranquilizaba diciéndome que si las cosas se ponían feas, al menos no había dejado mucho rastro, pues procuraba documentar solo lo estrictamente necesario esas ventas y para los muebles más pequeños ofrecía un descuento en efectivo.

Pero aun así. Aun así, solo era cuestión de tiempo. En cuanto un cliente diera un paso adelante habría una avalancha. Ya era bastante terrible mancillar la reputación de Hobie, pero lo peor era que llegaría un momento en que serían tantas las reclamaciones que yo no podría reembolsar el dinero a la gente, y entonces habría pleitos; pleitos en los que aparecería el nombre de Hobie como socio del negocio. Resultaría difícil convencer a un tribunal de que él no estaba enterado de lo que yo hacía, sobre todo en varias de las ventas de la categoría de Important Americana que había realizado, y si llegábamos a eso, ni siquiera estaba seguro de que Hobie hablara en defensa propia si eso significaba dejarme solo en la estacada. De acuerdo, muchas de las personas a las que había vendido esos muebles estaban demasiado forradas para que les importara. Pero aun así. Aun así, ¿qué pasaría cuando alguien decidiera mirar debajo de los asientos de esas sillas de comedor Hepplewhite y advirtiera que no eran iguales, que el veteado de la madera no era el mismo o que las patas no coincidían? O supongamos que llevaran a tasar una mesa y averiguaran que el barniz empleado no se utilizaba o no había sido inventado siquiera en la década de 1770. Todos los días me preguntaba cuándo y cómo saldría a la luz el primer fraude: ¿llegaría una carta de un abogado, recibiría una llamada telefónica del departamento de mobiliario americano del Sotheby’s, o irrumpiría un decorador o un coleccionista en la tienda para enfrentarse conmigo? Hobie, bajando las escaleras, escucha, tenemos un problema, ¿tienes un minuto?

Yo no sabía muy bien qué ocurriría si todas esas responsabilidades que sin duda destruirían cualquier matrimonio salían a la luz antes de la boda. No quería ni pensar en ello. Quizá no se celebrara la boda. Sin embargo, por el bien de Kitsey y de su madre, parecía incluso más cruel que se descubriera luego, sobre todo porque la posición de los Barbour ya no era tan acomodada como antes de la muerte del señor Barbour debido a problemas de liquidez. Tenían el dinero inmovilizado en depósitos. Mamá había tenido que reducir a la mitad la jornada de algunos de los empleados y había despedido al resto. Y papá —según me confió Platt cuando intentó despertar mi interés por más antigüedades de la casa— había perdido la chaveta e invertido más del cincuenta por ciento de la cartera en VistaBank, un monstruo de la banca comercial, por «motivos sentimentales» (el tatarabuelo del señor Barbour había presidido uno de los bancos fundadores históricos en Massachusetts que hacía mucho que se había desprendido de su nombre después de fusionarse con Vista). Por desgracia, VistaBank dejó de pagar dividendos y se hundió poco antes de la muerte del señor Barbour. De ahí la drástica reducción de las aportaciones económicas de la señora Barbour a las organizaciones benéficas con las que en otro tiempo había sido tan generosa; y de ahí que Kitsey empezara a trabajar. Por otra parte, Platt ganaba menos en su pequeña editorial con clase, como a menudo me recordaba cuando estaba bebido, que el ama de llaves de su casa en los viejos tiempos. Si las cosas se ponían feas, yo estaba bastante seguro de que la señora Barbour haría todo lo posible por ayudarme; y Kitsey, como mi mujer, se vería obligada a hacerlo tanto si quería como si no. Pero era una mala jugada que yo les estaba haciendo, sobre todo desde que los generosos elogios de Hobie les había convencido a todos (en concreto a Platt, preocupado por los recursos menguantes de la familia) de que yo era una especie de mago de las finanzas que acudía al rescate de su hermana.

—Tú sabes cómo ganar dinero —me dijo Platt sin rodeos cuando me comentó lo emocionados que estaban todos de que Kitsey se casara conmigo en lugar de con alguno de los holgazanes con los que había salido—. Ella no.

Pero lo que más me preocupaba era Lucius Reeve. Aunque no había vuelto a saber de él acerca del asunto de la cómoda, ese verano empecé a recibir una serie de cartas inquietantes: tarjetas con ribete azul, escritas a mano y sin firmar, con su nombre en letra inglesa impreso en la parte superior: Lucius Reeve:

Hace ya tres meses que le hice una propuesta que, desde cualquier punto de vista, es justa y sensata. Su reacción es todo menos razonable.

Y más tarde:

Han pasado ocho semanas más. Puede comprender mi dilema. El nivel de frustración aumenta.

Y tres semanas después, una sola línea:

Su silencio no es aceptable.

Yo estaba preocupadísimo con esas cartas, aunque intentaba quitármelas de la cabeza. Cuando me acordaba de ellas, que era a menudo y de forma impredecible —a mitad de una comida, mientras me llevaba el tenedor a la boca—, era como si me despertaran de un sueño con una bofetada. En vano intentaba recordarme a mí mismo que las afirmaciones de Reeve en el restaurante eran totalmente infundadas. Darle alguna clase de respuesta era una estupidez. Solo cabía ignorarlo como a un pordiosero agresivo que te cruzas por la calle.

Sin embargo, habían sucedido dos inquietantes incidentes en muy poco tiempo. Yo había ido a buscar a Hobie para preguntarle si quería comer fuera.

—Un momento —dijo él; estaba revisando la correspondencia en el aparador, con las gafas en la punta de la nariz—. Hummm… —Dio la vuelta a un sobre para comprobar el destinatario, luego lo abrió y sostuvo la tarjeta que encontró dentro a la distancia del brazo para observarla por encima de las gafas antes de acercarla de nuevo—. Mira esto. —Y me la entregó—. ¿Sabes de qué va?

En la tarjeta, escrita con la caligrafía de Reeve que ya me resultaba tan familiar, solo se leían dos frases, sin encabezamiento ni firma.

¿A partir de qué momento se vuelve irrazonable este retraso? ¿No podemos avanzar sobre lo que le he propuesto a su joven socio? Pues a ninguno de los dos les puede beneficiar prolongar este impasse.

—No, por Dios —dije, dejando la tarjeta en el aparador y desviando la mirada.

—¿Qué ocurre?

—Es él. El del mueble.

—Ah, él —dijo Hobie. Se puso las gafas y me miró en silencio—. ¿Llegó a cobrar el cheque?

Me pasé una mano por el pelo.

—No.

—¿Qué propuesta te hizo? ¿De qué está hablando?

—Mira… —Me acerqué al fregadero para coger un vaso de agua, un truco que utilizaba mi padre cuando necesitaba unos momentos para recobrar la compostura—. No quería preocuparte, pero ese tipo se está poniendo muy pesado. He empezado a tirar sus cartas a la papelera sin abrirlas. Si recibes otra te sugiero que hagas lo mismo.

—¿Qué quiere?

—Bueno… —El grifo hacía ruido; aclaré el vaso. Luego me volví y me pasé una mano por la frente—. Está trastornado. Le extendí un cheque por el mueble, como te dije. Por una cantidad superior a la que pagó.

—¿Entonces cuál es el problema?

Bebí un sorbo de agua.

—Por desgracia tiene algo más en mente. Se piensa, no sé, que tenemos una cadena de montaje aquí abajo y pretende exigir su parte. Mira, en lugar de cobrar el cheque tiene a una señora mayor preparada, con enfermeras las veinticuatro horas del día, y lo que espera es que utilicemos su piso para…

Hobie arqueó las cejas.

—Colocar los muebles.

—Exacto —dije, alegrándome de que fuera él quien lo dijera. «Colocar» era el término con que se conocía la estafa de llevar falsificaciones o antigüedades de poca calidad a casas de particulares cuyos dueños a menudo eran ancianos para luego venderlas a los buitres que se apiñaran alrededor de su lecho de muerte: criaturas bentónicas tan impacientes por estafar a la anciana en la cámara de oxígeno que no se daban cuenta de que ellos mismos estaban siendo estafados—. Cuando intenté devolverle su dinero me salió con esa propuesta. Nosotros proporcionamos los muebles y vamos al cincuenta por ciento. Lleva acosándome desde entonces.

Hobie me miró sin comprender.

—Eso es absurdo.

—Sí… —cerré los ojos y me apreté la nariz—, pero es un tipo muy insistente. Por eso te aconsejo que…

—¿Quién es esa señora?

—Una pariente entrada en años o algo así.

—¿Cómo se llama?

Me llevé el vaso a la sien.

—No lo sé.

—¿Aquí? ¿En la ciudad?

—Supongo. —No me gustó el cariz que tomaba su interrogatorio—. De todos modos, tú tira eso a la basura. Siento no habértelo dicho antes, pero no quería preocuparte. Acabará cansándose si lo ignoramos.

Hobie miró la tarjeta y luego a mí.

—Me la voy a guardar. No —añadió con brusquedad cuando intenté detenerlo—, esto es más que suficiente para ir a la policía si nos vemos obligados a ello. No me importa el mueble… —Levantó una mano para hacerme callar—. No, no, eso no servirá, has intentado arreglarlo y él trata de obligarte a delinquir. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

—No lo sé. Un par de meses —respondí al ver que seguía mirándome.

—Reeve. —Observó la tarjeta con la frente fruncida—. Le preguntaré a Moira. —Moira era el nombre de pila de la señora DeFrees—. Avísame si vuelve a escribirte.

—Por supuesto.

No quería ni pensar en lo que podía pasar si la señora DeFrees conocía por casualidad a Lucius Reeve o había oído hablar de él, pero por fortuna no volví a saber nada en ese sentido. Era una suerte enorme que la carta dirigida a Hobie fuera tan ambigua. No obstante, la amenaza que encerraba estaba clara. Aun así, era una estupidez que me preocupara por si Reeve la cumplía y acudía a la ley, pues —como me recordaba a mí mismo una y otra vez— la única posibilidad que tenía de conseguir el cuadro era dejarme en libertad para ir a buscarlo.

Sin embargo, contra toda lógica, eso solo me hacía anhelar aún más tener el cuadro a mi alcance, para mirarlo cuando quisiera. Aunque sabía que era imposible, todavía pensaba en ello. Allá donde miraba, en todos los apartamentos que Kitsey y yo visitábamos, pensaba en posibles escondites: armarios con altillo, falsas chimeneas, vigas anchas a las que solo se podía llegar con una escalera de mano, tablas de madera en el suelo fáciles de levantar haciendo palanca. Por la noche me quedaba despierto mirando en la oscuridad, fantaseando con un armario a prueba de incendios construido expresamente donde podría tenerlo a buen recaudo o —aún más absurdo— una habitación escondida como la de Barba Azul con la temperatura controlada y cerradura de combinación.

Era mío, mío. Miedo, idolatría, acaparamiento. Los encantos y los horrores del fetichismo. Plenamente consciente de mi estupidez, había descargado fotos del cuadro en mi ordenador y en el móvil para recrearme viéndolo a solas, las pinceladas reproducidas de manera digital, un retazo de luz del sol del siglo XVII comprimido en puntos y píxeles, pero cuanto más puro era el color mejor era el efecto de empaste y mayor mi avidez de poseer el cuadro en sí, el objeto irremplazable, maravilloso, impregnado de luz.

Ambiente sin polvo. Seguridad las veinticuatro horas del día. Aunque intentaba no pensar en ese australiano que había tenido a la mujer encerrada en el sótano veinte años, por desgracia esa era la imagen que acudía a mi mente. ¿Y si me moría? ¿O me atropellaba un autobús? ¿Podrían confundir el paquete tan poco atractivo con basura y tirarlo al incinerador? En tres o cuatro ocasiones hice llamadas anónimas al almacén para asegurarme de lo que ya sabía después de haber entrado de manera obsesiva en su página web: la temperatura y la humedad cumplían las condiciones indispensables para la preservación de obras de arte. A veces cuando me despertaba todo me parecía un sueño, aunque enseguida recordaba que no lo era.

No obstante, era imposible pensar siquiera en ir allí con Reeve acechando como un gato. Tenía que quedarme cruzado de brazos. Por desgracia, el alquiler de mi cubículo vencía dentro de tres meses; y tal como estaba la situación no me parecía sensato ir en persona para prolongarlo. Se trataba solo de pedirle a Grisha o a alguno de sus ayudantes que fuera por mí y lo pagara en efectivo, lo que sin duda harían sin hacer preguntas. Pero entonces ocurrió el segundo incidente desafortunado, porque apenas unos días atrás Grisha me había dejado totalmente estupefacto al acercarse con la cabeza ladeada cuando yo estaba solo en la tienda, sumando los recibos del final de la semana, y decirme:

Mazhor, necesito que nos sentemos a hablar.

—¿Sí?

—¿Estás en un encierro?

—¿Cómo? —Entre el yídish, el ruso barriobajero y la mezcla de su inglés con acento de Brooklyn y el argot que pillaba de las canciones de rap, a veces las expresiones de Grisha escapaban a mi comprensión.

Grisha resopló a través de las fosas nasales.

—Creo que no me has entendido, amigo. Te estoy preguntado si todo va bien con la ley.

—Espera —le dije, pues iba por la mitad de una columna de cifras, luego levanté la vista de la calculadora y añadí—: ¿De qué estás hablando?

—Tú mi hermano, yo no condeno ni juzgo. Solo quiero saber, ¿de acuerdo?

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Hay gente alrededor de la tienda, vigilándola. ¿Sabes algo de eso?

—¿Quién? —Miré a través del escaparate—. ¿Cómo? ¿Cuándo ha sido eso?

—Quería preguntarte. Me daba miedo ir en coche hasta Borough Park para encontrarme con mi primo Genka para un asunto que tiene entre manos, miedo de que esos tipos se me echaran encima.

—¿Encima de ti? —Me senté.

Grisha se encogió de hombros.

—Cuatro o cinco veces ya. Ayer, al bajar de mi furgoneta, vi a uno de ellos otra vez parado fuera, pero se escabulló por la calle. Con tejanos, mayor, vestido de forma muy informal. Genka no sabe nada pero está asustado, como digo tenemos algo entre manos, me dijo que te preguntara si sabías algo. Nunca habla, solo se queda allí y espera. Quería saber si tiene que ver con tus negocios con el Shvatzah —dijo con discreción.

—No. —El Shvatzah era Jerome; hacía meses que no lo veía.

—Bueno. Siento muchísimo decírtelo pero creo que podría ser la policía husmeando. Mike también se ha dado cuenta. Creyó que era por la pensión de sus hijos. Pero el tipo se queda ahí fuera sin hacer nada.

—¿Cuándo empezó?

—¿Quién sabe? Hace al menos un mes. Mike dice que más.

—La próxima vez que lo veas, ¿me lo señalarás?

—Podría ser un detective privado.

—¿Por qué lo dices?

—Porque en muchos sentidos parece más bien un expolicía. Mike lo cree, él es irlandés y entiende de polis, y dice que parecía mayor, como un policía retirado quizá.

—Entiendo.

Pensé en el tipo fornido que había visto por mi ventana. Después de eso lo vi a él o a alguien que se le parecía cuatro o cinco veces más, parado delante del escaparate dentro del horario comercial, siempre cuando yo estaba con Hobie o con un cliente, y no podía encararme con él; aunque tenía un aspecto inofensivo, con su chaqueta con capucha y botas de obrero de la construcción, no podía estar seguro. En una ocasión —me asusté mucho— vi a un tipo que se parecía a él parado delante del edificio de los Barbour, pero cuando miré mejor me di cuenta de que me había equivocado.

—Lleva un tiempo rondando la tienda. Pero… —Grisha guardó silencio un momento— normalmente no diría nada, quizá no sea nada, pero ayer…

—¿Bueno, qué? Continúa —le insté mientras se masajeaba la nuca y miraba hacia un lado con aire culpable.

—Otro tipo. Distinto. Lo había visto antes delante de la tienda. Pero ayer entró y preguntó por ti. Y no me gustó el aspecto que tenía.

Me recosté con brusquedad en la silla. Me preguntaba cuándo se le ocurriría a Reeve dejarse caer por aquí en persona.

—No hablé con él. Yo estaba fuera, cargando la furgoneta. —La señaló con la cabeza—. Pero lo vi entrar. La clase de tipo que no te pasa inadvertido. Bien vestido, aunque no como un cliente. Tú estabas comiendo y Mike atendía solo la tienda… El tipo entra, pregunta por Theodore Decker. Bueno, tú no estás y Mike se lo dice. ¿Dónde está? Muchas preguntas sobre ti, si trabajas allí, si vives allí, hace cuánto tiempo, dónde estás, preguntas de toda clase.

—¿Dónde se encontraba Hobie?

—No quería hablar con Hobie sino contigo. Luego… —Trazó una línea en la superficie del escritorio con un dedo— Sale. Rodea la tienda. Mira hacia un lado y hacia otro. Mira en todas direcciones. Esto lo veo desde donde estoy, en la acera de enfrente. Me parece extraño. Y Mike no te comenta esta visita porque dice que quizá no es nada, quizá es algo personal, «es mejor quedarnos al margen», pero yo también lo vi y pensé que debías saberlo. Porque, eh, una presa huele a otra presa, ¿me pillas?

—¿Qué aspecto tenía? —le pregunté, y como Grisha no respondía, añadí—: ¿Un tipo mayor? ¿Corpulento? ¿Con canas?

Grisha hizo un ruido exasperado.

—No, no, no. —Meneaba la cabeza con firmeza—. No era el abuelo de nadie.

—¿Qué aspecto tenía entonces?

—El de un tipo con el que no te gustaría pelearte.

En medio del silencio Grisha encendió un Kool y me ofreció uno.

—¿Qué hago entonces, mazhor?

—¿Cómo dices?

—¿Tenemos motivos para preocuparnos Genka y yo?

—Creo que no —respondí, dando una palmada un poco torpemente a la palma triunfal que él sostenía en alto—. Pero ¿me harías un favor? ¿Vendrás a buscarme cuando vuelvas a ver a uno de los dos hombres?

—Claro. —Hizo una pausa, mirándome con ojo crítico—. ¿Estás seguro de que Genka y yo no tenemos que preocuparnos?

—Bueno, no sé qué hacéis vosotros, ¿no?

Grisha sacó un pañuelo mugriento del bolsillo y se sonó con él su nariz morada.

—No me gusta esa respuesta de ti.

—Ten cuidado. Por si acaso.

—Lo mismo le digo, mazhor.

IV

Le había mentido a Kitsey; no tenía nada que hacer. Nos despedimos con un beso al salir de Barneys, en la esquina de la Quinta Avenida, antes de que ella volviera a entrar en Tiffany para mirar la cristalería —no habíamos llegado ni siquiera a la cristalería— y fui a coger la línea seis. Pero me sentía tan vacío y distraído, tan perdido, cansado y enfermo, que en lugar de unirme a la horda de personas de compras que bajaba en tropel por las escaleras de la estación me detuve para mirar el sucio escaparate del Subway Inn, justo al otro lado del área de carga y descarga de Bloomingdale’s, un túnel del tiempo que conducía a Días sin huella y que no parecía haber cambiado desde los tiempos en que mi padre bebía. Fuera de la taberna, el letrero de neón de un film noir. Dentro, las mismas paredes rojas mugrientas, las baldosas del suelo rotas, el intenso olor a Clorox y un camarero inclinado con un trapo sobre el hombro sirviendo una copa a un tipo solitario con la cara enrojecida sentado a la barra. Recordé una vez que mi madre y yo perdimos a mi padre en Bloomingdale’s, cómo —misteriosamente para mí entonces— ella supo que teníamos que salir de los almacenes y cruzar la calle para encontrarlo allí, bebiendo tragos de cuatro dólares con un viejo camionero resollante y un anciano con un pañuelo en la cabeza y aire de vagabundo. Yo me quedé en la puerta, abrumado por el olor a cerveza rancia que me llegaba y fascinado ante la cálida e impenetrable oscuridad del local, el resplandor de la zona gris de la máquina de discos y el videojuego Buck Hunter que parpadeaba desde las profundidades. «Ah, el olor de los viejos y la desesperación», dijo mi madre con ironía, arrugando la nariz al salir del bar con las bolsas de la compra, cogiéndome de la mano.

Un trago de Johnnie Walker etiqueta negra, por mi padre. Dos quizá. ¿Por qué no? Los oscuros rincones del bar parecían acogedores e invitadores, con esa aura sentimental de la cerveza que te hacía olvidar por un instante quién eras o cómo habías terminado allí. Pero en el último momento me di la vuelta en el mismo umbral, de modo que el camarero me lanzó una mirada, y seguí andando.

Lexington Avenue. Viento intercalado con lluvia. La tarde era angustiosa y húmeda. Pasé de largo la parada de la calle Cincuenta y uno, y la de la calle Cuarenta y dos, y seguí caminando para despejarme. Bloques de pisos blanco ceniza. Riadas de gente, árboles de Navidad iluminados que lanzaban destellos desde los balcones de los áticos y música navideña complaciente que salía de las tiendas; mientras hacía eses entre los transeúntes tuve la extraña sensación de estar ya muerto, de moverme en un gris más extenso que el que podía abarcar la calle o incluso la ciudad, con el alma desconectada del cuerpo y flotando a la deriva entre otras almas envueltas en bruma en algún lugar entre el pasado y el presente, cruzar, no cruzar, transeúntes individuales flotando ante mis ojos de un modo extrañamente aislado y solitario, rostros inexpresivos con auriculares mirando al frente, moviendo mudamente los labios, y el ruido de la ciudad apagado y ensordecido, bajo abrumadores cielos color granito que amortiguaban el estruendo de la calle, escombros y papel de periódico, cemento y llovizna, y un gris invernal y sucio que pesaba como una piedra.

Después de salir huyendo del bar pensé en ir a ver una película, quizá la soledad de una sala de cine me sentara bien, la sensación de tarde casi vacía de algún éxito de taquilla que quitarían de la cartelera. Pero cuando, delirante y sorbiendo ruidosamente a causa del resfriado, llegué al cine de la Segunda con la Treinta y dos, la película policíaca francesa que quería ver ya había empezado, al igual que el thriller sobre un caso de identificación errónea. Todo lo que quedaba eran películas navideñas y comedias románticas insoportables: anuncios de novios despeinados, damas de honor peleando, un padre consternado con un gorro de Papá Noel y dos bebés berreando en los brazos.

Los taxis empezaban a estar fuera de servicio. Por encima de la calle, en la oscura tarde, se veían luces encendidas en oficinas solitarias y edificios de pisos. Di media vuelta y eché a andar hacia el centro sin una idea muy clara de adónde iba o por qué, y mientras caminaba tuve la sensación curiosamente agradable de que me desintegraba, me deshacía hilo por hilo, y los harapos y jirones caían de mí justo cuando cruzaba la calle Treinta y dos y fluía entre los transeúntes de la hora punta, avanzando de un momento al siguiente.

En el siguiente cine, a unas diez o doce manzanas de distancia, me ocurrió lo mismo: la película sobre la CIA ya había empezado, así como la biografía cinematográfica que tan buenas críticas había recibido sobre una gran actriz de los años cuarenta; la película policíaca francesa no empezaba hasta dentro de una hora y media, y a no ser que quisiera ver la película de psicopáticas o un intenso drama familiar, que no era el caso, solo había más películas de novias y fiestas de despedida de solteros y de solteras, gorros de Papá Noel y animación Pixar.

Cuando llegué a los cines de la calle Diecisiete, no me detuve en la taquilla sino que seguí andando. De un modo algo misterioso, mientras cruzaba Union Square barrido en un oscuro torbellino surgido de la nada, tomé la decisión de telefonear a Jerome. Había una alegría mística en esa idea, una pía mortificación. ¿Tendría fármacos si lo avisaba con tan poca antelación o me vería obligado a comprar la droga común que corría por las calles? No me importaba. Hacía meses que no me metía nada en el cuerpo pero, por el motivo que fuera, la perspectiva de una velada asintiendo inconsciente en mi habitación de la casa de Hobie empezó a parecerme una respuesta totalmente razonable a las luces navideñas, la multitud de gente de vacaciones, las incesantes campanas de Navidad con su morbosa nota fúnebre, la libreta rosa caramelo que Kitsey se había comprado en Kate’s Paperie con separadores en los que se leía: MIS DAMAS DE HONOR, MIS INVITADOS, MI DISPOSICIÓN DE LOS ASIENTOS, MIS FLORES, MIS PROVEEDORES, MI LISTA DE COSAS QUE HACER, MI SERVICIO DE COMIDAS.

Volviendo rápidamente sobre mis pasos —la luz había cambiado, casi me arrojé sobre un coche—, me tambaleé y casi tropecé. No tenía sentido darle más vueltas al horror irrazonable que me producía una gran boda pública: espacios cerrados, claustrofobia, movimientos repentinos, detonantes fóbicos en todas partes; por alguna razón el metro no me preocupaba tanto, era algo relacionado con los edificios atestados, donde siempre esperaba que pasara algo, una ráfaga de humo, un hombre corriendo deprisa al borde de la multitud, ni siquiera podía soportar estar en una sala de cine si había más de diez o quince personas en ella, daba media vuelta con la entrada recién comprada y salía. Y sin embargo, de algún modo, esa masiva y abarrotada ceremonia en una iglesia surgía a mi alrededor como una de esas aglomeraciones instantáneas de gente para reivindicar algo. Me tragaría unas cuantas Xanaxs y me abriría paso sudoroso a través de ella.

Por otra parte, también esperaba que la intensidad social cada vez mayor que había capeado como un barco en medio de un huracán aflojara después de la boda, pues todo lo que quería era volver a los felices días de verano en que tenía a Kitsey solo para mí; cenando mano a mano y viendo películas en la cama. Las continuas invitaciones y compromisos me estaban consumiendo: remolinos de amigos suyos que cambiaban a menudo, veladas concurridas y fines de semana ajetreados que solo soportaba cerrando con fuerza los ojos y aguantando como si me fuera la vida en ello: ¿Linsey? No. ¿Lolly? Perdona… y tú eres… ¿Frieda? Hola, Frieda, y… ¿Trev? ¿Trav? ¡Encantado de conocerte! Me quedaba mirándolos alrededor de sus antiguas mesas de granja, bebiendo hasta perder el sentido mientras ellos charlaban sobre sus casas de campo, sus juntas directivas, sus distritos escolares, sus tablas de gimnasia…, eso es, una transición sin interrupción desde la lactancia, aunque hemos tenido grandes cambios últimamente en el horario de las siestas, nuestro hijo mayor ya va a la guardería, y el colorido del otoño en Connecticut es asombroso, oh, sí, viajamos una vez al año con las niñas, pero ya sabes los viajes que hacemos dos veces al año con los chicos, a Vail o hasta el Caribe, el año pasado practicamos pesca de mosca en Escocia y estuvimos en varios campos de golf realmente impresionantes, pero, oh, es cierto, Theo, tú no juegas al golf, tampoco esquías ni navegas, ¿verdad?

«Lo siento, me temo que no». La mentalidad de grupo era tan acusada (bromas que solo ellos entendían y atolondramiento, todos apiñados alrededor del iPhone viendo un vídeo de sus vacaciones) que costaba imaginar a alguno de ellos yendo solo al cine o comiendo solo en un bar; a veces, en medio de ellos, percibiendo en particular en los hombres un afable sentido de comunidad, tenía la sensación de estar en una entrevista de trabajo. ¿Y todas esas mujeres embarazadas? «¡Oh, Theo! ¿No es adorable?», me decía de pronto Kitsey enseñándome al recién nacido de una amiga mientras yo, sinceramente horrorizado, daba un salto atrás como si me apartara de una cerilla encendida.

—Oh, los tíos a veces necesitamos un poco de tiempo —dijo Race Goldfarb con cara de autosatisfacción al observar mi incomodidad, alzando la voz por encima de los berridos de los niños que se tambaleaban bajo la supervisión de una niñera en un extremo de la sala de estar—. Pero deja que te diga algo, Theo. Cuando tienes por primera vez a tu pequeño en los brazos… —(dando unas palmaditas en el bombo de su mujer embarazada)—, se te rompe un poco el corazón. Porque cuando vi por primera vez a Blaine —(con la cara pringosa, tambaleándose a sus pies de una forma muy poco atractiva)— y lo miré a los ojos, esos bonitos y grandes ojos azules, me transformé. Me enamoré. Fue como si le dijera: ¡Eh, amiguito! ¡Estás aquí para enseñármelo todo! Y te lo aseguro, al ver esa primera sonrisa, me derretí como todos, ¿verdad, Lauren?

—Ya —repuse educado, entrando en la cocina para servirme un vodka enorme.

Mi padre también era muy aprensivo cuando tenía mujeres embarazadas cerca (de hecho, lo habían despedido de un empleo por soltar demasiados comentarios inoportunos; sus bromas sobre la procreación no cayeron muy bien en la oficina) y, lejos del modelo de sabiduría popular del «me derretí», nunca pudo soportar a los niños ni a los bebés, y menos aún todo ese espectáculo de padres chochos, mujeres con encantadoras sonrisas palpándose el vientre y hombres con niños colgados del pecho, y salía a fumar o se escondía de manera sombría en los márgenes como un traficante de drogas cuando se veía obligado a asistir a un acto escolar o fiesta infantil. Al parecer, yo había heredado eso de él y, quién sabía, quizá también del abuelo Decker, esa violenta repugnancia a la procreación que zumbaba ruidosamente por mi torrente sanguíneo; parecía algo innato, congénito, genético.

Me pasaba toda la noche asintiendo con la cabeza. La tenebrosa felicidad de todo ello. No, gracias, Hobie, ya he cenado, creo que me iré a la cama a leer un rato. Los temas de los que hablaban esa gente, incluidos los hombres. Solo pensar en esa noche en el Goldfarb me entraban ganas de colocarme hasta no poder dar un paso en línea recta.

Al acercarme a Astor Place —tambores africanos, peleas de borrachos, nubes de humo de incienso elevándose de un puesto callejero— sentí que se me levantaba el espíritu. Mi nivel de tolerancia debía de haber caído en picado: un pensamiento alentador. Únicamente una o dos pastillas a la semana, para ayudarme a sobrellevar lo peor de la vida social, y solo cuando en realidad las necesitaba. Sin embargo, para sustituir los fármacos había bebido demasiado y eso no funcionaba; con los opiáceos me sentía relajado, me mostraba tolerante, estaba listo para cualquier cosa, era capaz de aguantar durante horas situaciones insoportables y escuchar con buena cara rollos aburridos o mentiras ridículas sin querer largarme de allí o pegarme un tiro en la sien.

Pero hacía mucho que no telefoneaba a Jerome, y cuando me metí en el portal de una tienda de monopatines para hacer la llamada me salió su buzón de voz: un mensaje mecánico que no parecía de él. ¿Se había cambiado de número?, pensé empezando a preocuparme después de intentarlo de nuevo. Las personas como Jerome —había ocurrido con Jack, antes que él— podían desaparecer del mapa de repente aunque estuvieras en contacto con regularidad.

Sin saber qué hacer, eché a andar por Saint Mark hacia Tompkins Square. Abierto día y noche. Mínimo de veintiún años para entrar. Por el centro, lejos del apiñamiento de los bloques de pisos, el viento era más cortante y sin embargo el cielo parecía más abierto, resultaba menos difícil respirar. Se veían tipos musculosos paseando parejas de pitbulls, chicas del estilo de Bettie Page tatuadas y con vestidos diminutos, vagabundos groguis arrastrando el bajo de los pantalones, con la dentadura de una calabaza de Halloween y zapatos sujetos con cinta adhesiva por las puntas. Fuera de las tiendas había expositores con gafas de sol, pulseras de calaveras y pelucas multicolores para travestidos. En alguna parte se produjo un intercambio de agujas, quizá más de uno, pero yo no estaba seguro de dónde; los tipos de Wall Street compraban constantemente en la calle, si te creías lo que decía la gente, pero yo no era lo bastante astuto para saber adónde ir o a quién acercarme, además, ¿quién iba a darle algo a un desconocido con gafas de montura de carey y corte de pelo de barrio residencial, vestido para ir a escoger la vajilla de boda con Kitsey?

Corazón inquieto. El fetichismo del secretismo. Esa gente comprendía —como yo— los callejones del alma, los susurros y las sombras, el dinero que pasaba de mano en mano, la contraseña, el código, la doble identidad, todos los consuelos ocultos que hacían posible que la vida se levantara por encima de lo corriente y mereciera la pena vivir.

Me detuve en la acera, delante de un bar de sushi barato, para orientarme. Jerome me había hablado de un bar con un toldo rojo en los alrededores de Saint Mark, en la Avenida A quizá. Él iba allí o pasaba por allí antes de ir a mi encuentro. La camarera atendía a los clientes que no tenían inconveniente en pagar el doble si con ello se ahorraban comprar en la calle. Jerome siempre estaba haciendo repartos. Se llamaba —¡me acordaba incluso!— Katrina. Pero todos los establecimientos del vecindario tenían aspecto de bares.

Subí por la Avenida A y bajé por la Primera, y me metí en el primer bar que vi con un toldo vagamente rojo; era más bien de color canela pero podría haber sido rojo en el pasado.

—¿Trabaja aquí Katrina?

—No —me respondió la pelirroja con el pelo quemado de detrás de la barra, sin mirarme siquiera mientras servía una cerveza.

Mujeres con carritos de la compra dormitando con la cabeza apoyada sobre fardos. Escaparate de madonnas fluorescentes y figurillas del día de los Difuntos. Bandadas de palomas grises que batían las alas sin hacer ruido.

—Sabes que estás pensando en ello, sabes que estás pensando en ello —dijo una voz baja a mi oído…

Al volverme me encontré con un negro fornido y curtido sonriéndome de oreja a oreja con un diente delantero de oro que me puso una tarjeta en la mano: TATUAJES, BODY ART, PIERCING.

Me reí —y él se rió conmigo, con una carcajada bien sonora, los dos compartiendo la broma—, y me guardé la tarjeta en el bolsillo mientras seguía andando. Pero al momento me arrepentí de no haberle preguntado dónde podía encontrar lo que buscaba. Parecía la clase de tipo que lo sabría.

Piercing corporal. Acupresión-Masaje de la planta de los pies. Compramos oro. Compramos plata. Había muchos chicos pálidos, y más abajo —totalmente sola— una chica lánguida con rizos rasta con un cachorro de perro mugriento en el regazo y un letrero de cartón tan gastado que no se leía. Me llevé una mano al bolsillo buscando algo de dinero con sentimiento de culpa; el fajo de dinero que me había dado Kitsey estaba tan comprimido que costaba arrancar los billetes, y mientras lo hacía con torpeza me di cuenta de que todo el mundo me miraba.

—¡Eh! —grité retrocediendo un paso cuando el perro gruñó y arremetió contra mí, intentando morderme y agarrándome el bajo del pantalón entre sus dientes finos como agujas.

Los niños, el vendedor callejero, una cocinera con una redecilla en el pelo que estaba sentada en un portal hablando por el móvil…, todos se rieron. Soltándome, lo que provocó más risas, me volví. Para recobrarme de mi consternación, me metí en el primer bar que vi —toldo negro con un toque rojo— y le pregunté al camarero:

—¿Trabaja aquí Katrina?

Él dejó de secar el vaso.

—¿Katrina?

—Soy amigo de Jerome.

—¿Katrina? ¿No te referirás a Katia?

Los tipos de la barra, que eran de Europa del Este, se callaron.

—Puede…

—¿Cómo se apellida?

—Hummm…

Un tipo con una cazadora de cuero bajó la barbilla y se volvió en su taburete para clavarme una mirada a lo Bela Lugosi.

El camarero me miraba con atención.

—La chica que buscas…, ¿qué quieres de ella?

—Bueno, la verdad es que…

—¿De qué color tiene el pelo?

—Hummm, ¿rubia? O… —Por la expresión de su cara vi claramente que iba a echarme del bar, o algo peor; mis ojos repararon en el bate Louisville Slugger cortado que había detrás de la barra—. Olvídalo, me he equivocado…

Salí precipitadamente del bar, y ya había recorrido un buen trecho de calle cuando oí gritar a mis espaldas:

—¡Potter!

Me quedé paralizado al oírlo de nuevo. Luego, completamente incrédulo, me volví. Y mientras estaba allí parado, todavía incapaz de creerlo, viendo pasar a la gente a ambos lados de nosotros, él se rió y se abalanzó sobre mí para arrojarme los brazos al cuello.

—Boris. —Cejas negras apuntadas, ojos negros risueños. Más alto y con las mejillas más hundidas, llevaba un abrigo negro largo, y tenía la misma vieja cicatriz encima del ojo y unas cuantas más nuevas—. Vaya.

Me apartó agarrándome con los brazos extendidos.

—¡Ja! ¡Mírate! Cuánto tiempo, ¿no?

—Yo… —Estaba demasiado perplejo para hablar—. ¿Qué haces aquí?

—Eso debería preguntarte yo a ti —se distanció un paso para echarme un vistazo, luego señaló la calle como si le perteneciera—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿A qué debo esta sorpresa?

—¿Cómo?

—¡Pasé por tu tienda el otro día! —Apartándose el pelo de la cara—. ¡Para verte!

—¿Eras tú?

—¿Quién si no? ¿Cómo has sabido dónde encontrarme?

—Yo… —Meneé la cabeza con incredulidad.

—¿No estabas buscándome? —Retrocedió un paso sorprendido—. ¿Entonces ha sido una casualidad? ¿Pasabas por aquí? ¡Asombroso! ¿Y por qué estás tan pálido?

—¿Qué?

—¡Tienes muy mala cara!

—Vete a la mierda.

—¡Ah, Potter, Potter! —exclamó rodeándome el cuello con el brazo—. ¡Esas ojeras! —Me deslizó un dedo por debajo del ojo—. Pero llevas un bonito traje. —Me soltó y me dio un capirotazo en la sien con el pulgar y el índice—. Eh, ¿las mismas gafas en la cara? ¿Nunca te las has cambiado?

—Yo… —No podía hacer más que menear la cabeza.

—¿Qué quieres? —Tendió las manos hacia mí—. No tengo la culpa si me alegro de verte.

Me reí. No sabía por dónde empezar.

—¿Por qué no dejaste un número de teléfono?

—¿Entonces no estás enfadado conmigo? ¿No me odias para siempre? —Aunque no sonreía, se mordía el labio inferior divertido—. ¿No quieres… —señaló con la cabeza la calle— pelearte conmigo o algo parecido?

—Eh, hola —dijo una mujer de mirada penetrante, delgada y estrecha de caderas con sus tejanos negros que apareció al lado de Boris de una forma tan inesperada que imaginé que era su novia o su mujer—. El famoso Potter —añadió teniéndome una mano larga y blanca con anillos de plata hasta los nudillos—. Encantada. Lo sé todo de ti. —Era un poco más alta que él, con el pelo largo y lacio, y un cuerpo esbelto y elegante enfundado de negro como una pitón—. Yo soy Myriam.

—¿Myriam? ¡Hola! Me llamo Theo en realidad.

—Lo sé. —Su mano en la mía, muy fría. Me fijé en un pentagrama azul que llevaba tatuado en el interior de la muñeca—. Pero él siempre habla de Potter.

—¿Habla de mí? ¿De verdad? ¿Y qué dice? —Nadie me había llamado Potter durante años, pero la voz suave de la mujer me trajo a la memoria una palabra olvidada de esos viejos tiempos, la lengua de las serpientes y los magos tenebrosos: el pársel.

Boris, que me rodeaba el hombro con un brazo, me soltó cuando ella se acercó, como si hubieran intercambiado un código. Luego él y yo nos miramos, y enseguida reconocí la mirada de la época en que robábamos juntos y podíamos decir «¡Vamos!» o «¡Aquí viene!» sin pronunciar una palabra. Boris, que parecía azorado, se pasó las manos por el pelo y me miró con detenimiento.

—¿Vas a estar por aquí? —preguntó, caminando hacia atrás.

—¿Dónde es por aquí?

—Por el barrio.

—Puede.

—Quiero… —Se interrumpió, con la frente arrugada, y miró por encima de mi cabeza hacia la calle. Parecía preocupado—. Quiero hablar contigo. Pero ahora no es buen momento. ¿En una hora quizá?

Myriam dijo algo en ucraniano, mirándome. Hubo un breve intercambio de palabras. Luego ella entrelazó el brazo con el mío de una forma curiosamente íntima y empezó a conducirme calle abajo.

—Allí. —Señaló—. Ve hacia allí cuatro o cinco manzanas. Hay un bar junto a la Segunda. Un viejo local polaco. Él se reunirá contigo.

V

Casi tres horas después yo seguía sentado en un reservado de vinilo rojo del bar polaco, rodeado de luces navideñas que parpadeaban, y una irritante mezcla de rock punk y polca navideña que graznaba de la máquina de discos. Harto de esperar, me pregunté si él aparecería y si no debería irme a casa. Todo había ocurrido tan deprisa que ni siquiera sabía dónde localizarlo. Hacía tiempo había buscado a Boris por Google solo por divertirme; no encontré nada, pero la verdad era que jamás me imaginé a Boris llevando un tipo de vida que pudiera rastrearse por internet. Podría haber estado en cualquier parte, haciendo cualquier cosa: fregando suelos en un hospital, marchando armado en alguna selva extranjera o recogiendo colillas de la calle.

Se estaba acabando la happy hour, y entre los viejos polacos panzudos y los punks cincuentones entrecanos todavía entraba algún que otro estudiante o un tipo con aspecto de artista. Acababa de apurar mi tercer vodka; los servían generosos, era una tontería pedir otro. Sabía que tenía que pedir algo de comer pero no tenía hambre, y mi estado anímico se ensombrecía por momentos. Pensar que Boris me había dejado tirado después de tantos años era increíblemente deprimente. Bien mirado, al menos me había distraído de mi misión de buscar drogas: no me había metido una sobredosis, ni estaba vomitando en algún contenedor de basura, ni me habían estafado ni detenido por intentar comprar a un agente secreto…

—Potter. —Allí estaba, dejándose caer en el asiento de delante con el pelo sobre la cara en un gesto que trajo de vuelta el pasado.

—Estaba a punto de irme.

—Lo siento. —La misma sonrisa pícara llena de encanto—. Tenía algo que hacer. ¿No te lo ha contado Myriam?

—No.

—Bueno, no puede decirse que trabaje en una oficina de contabilidad. —Se echó hacia delante, apoyando las palmas sobre la mesa—. ¡Mira, no te enfades! ¡No esperaba encontrarte! ¡He venido lo antes posible! ¡Prácticamente he corrido! —Me dio una bofetada suave en la mejilla—. ¡Dios mío, cuánto tiempo! ¡Me alegro de verte! ¿Tú no te alegras también?

Con los años se había vuelto atractivo. Aun en su época más demacrada y desgarbada siempre tuvo una sagacidad cautivadora, ojos vivaces e inteligencia rápida, pero había perdido la crudeza desesperada y todo lo demás confluía de la forma más armoniosa. Tenía la piel curtida pero la ropa le caía bien y sus facciones eran afiladas y nervudas, a medio camino entre héroe de caballería y concertista de piano; y sus pequeños dientes salidos y grises habían sido reemplazados —según vi— por la reglamentaria hilera blanca típicamente norteamericana.

Vio que los miraba y se dio un golpecito en un incisivo con la uña del pulgar.

—Piños nuevos.

—Ya lo he notado.

—Me lo hizo un dentista en Suecia —dijo Boris haciendo señas a un camarero—. Costó una puta fortuna. Mi mujer no paró hasta que me lo hice: ¡Tu boca, Boria, qué vergüenza! Le dije que ni hablar, pero no hay dinero mejor empleado.

—¿Cuándo te casaste?

—¿Eh?

—Podrías haberla traído.

Él pareció sorprendido.

—¿Cómo, te refieres a Myriam? No, no. —Sacó del bolsillo de la americana el móvil y pulsó algo antes de pasármelo—. ¡Myriam no es mi mujer! Mira, es esta. ¿Qué quieres tomar? —preguntó antes de volverse para dirigirse al camarero en polaco.

La foto del iPhone era de un chalet en la nieve y, delante, una bonita rubia sobre unos esquís. A su lado, también sobre esquís, un par de niños rubios y abrigados de sexo indefinido. Más que una foto parecía un anuncio de algún producto suizo saludable, como yogur o muesli Bircher.

Levanté la vista hacia él, desconcertado. Él desvió la mirada con aquel gesto típicamente ruso de antaño, como diciendo: «Sí, bueno, eso es lo que hay».

—¿Tu mujer? ¿En serio?

—Sí —respondió con las cejas arqueadas—. Y esos son mis hijos. Son gemelos.

—Joder.

—Sí. Nacieron cuando yo era muy joven…, demasiado —dijo con pesar—. No era buen momento, pero ella quiso tenerlos… «Boria, ¿cómo puedes…?». ¿Qué podía decirle yo? La verdad es que casi no los conozco. En realidad al pequeño, que no sale en la foto, no lo he visto siquiera. Creo que solo tiene, ¿cuántos? ¿Seis semanas?

Miré de nuevo la foto, intentando conciliar esa familia nórdica de aspecto saludable con Boris.

—¿Cómo? ¿Estás divorciado?

—No, no… —Llegó el vodka, una jarra helada y dos vasos diminutos, y él sirvió un trago a cada uno—. Astrid y los niños viven prácticamente en Estocolmo. A veces ella va a Aspen en invierno para esquiar…, es campeona de esquí, a los diecinueve años la seleccionaron para las Olimpiadas…

—¿Ah, sí? —respondí, haciendo todo lo posible por no parecer incrédulo.

Los niños, como resultaba bastante evidente después de un examen más minucioso, eran demasiado rubios y guapos para estar emparentados siquiera con Boris.

—Sí, sí —dijo Boris con énfasis, meneando vigorosamente la cabeza—. Siempre tiene que estar donde haya esquís y…, tú ya me conoces, odio la puta nieve. Su padre era de ultraderechas, casi un nazi. ¡No me extraña que Astrid tenga problemas de depresión con un padre como él! ¡Qué viejo más odioso! Pero todos los suecos son tipos tristes y desgraciados. Tan pronto están riendo y bebiendo como se sumergen en la pura oscuridad sin decir una palabra. Dzie¸kuje¸ —añadió dirigiéndose al camarero, que apareció de nuevo con una bandeja llena de platos pequeños: pan negro, ensalada de patatas, dos clases de arenques, pepino con nata agria, col rellena y unos huevos encurtidos.

—No sabía que servían comida aquí.

—No sirven —dijo Boris, untando mantequilla en una rebanada de pan moreno y echando sal encima—. Pero estoy tan hambriento que les he pedido que me traigan algo del local de al lado. —Entrechocó su vaso con el mío y pronunció su viejo brindis—: Sto lat!

Sto lat! —El vodka era aromático y sabía a una hierba amarga que no identifiqué.

—¿Y Myriam? —le pregunté, sirviéndome algo de comida.

—¿Eh?

Le mostré las palmas de las manos en un gesto de nuestra infancia: «Explícate, por favor».

—¡Ah, Myriam! Trabaja para mí. Podría decirse que es mi mano derecha. Aunque te aseguro que es mejor que cualquier hombre que puedas encontrar. ¡Qué mujer, Dios mío! No hay muchas como ella, te lo digo. Vale su peso en oro. —Llenó de nuevo mi vaso y me lo devolvió, y alzó el suyo hacia mí—: Vamos, vamos. Za vstrechu! ¡Por el reencuentro!

—¿No me toca a mí brindar?

—Sí —dijo él entrechocando los vasos—, pero me muero de hambre y tardas demasiado.

—Por el reencuentro entonces.

—¡Por nuestro reencuentro! ¡Y por el destino, que nos ha juntado de nuevo!

En cuanto bebimos, Boris se abalanzó sobre la comida.

—¿Y a qué te dedicas exactamente? —le pregunté.

—Un poco de todo. —Todavía comía con el hambre voraz e inocente de un niño—. Muchas cosas. Voy tirando, ya sabes.

—¿Y dónde vives? —Y como no respondía, añadí—: ¿En Estocolmo?

Agitó una mano.

—En todas partes.

—¿Como cuáles?

—Ya sabes. Europa, Asia, Estados Unidos y Sudamérica…

—Eso cubre mucho territorio.

—Bueno —dijo, con la boca llena de arenque, limpiándose un goterón de nata de la barbilla—, también soy dueño de un pequeño negocio, no sé si me comprendes.

—¿Cómo?

Acompañó el arenque con un gran trago de cerveza.

—Ya sabes cómo es. Mi negocio oficial es una agencia de limpieza de casas. Empleados polacos sobre todo. En el nombre en inglés hay un gracioso juego de palabras. «Polish Cleaning Service». ¿Lo pillas? Polish de polaco y de pulir. —Dio un bocado a un huevo encurtido—. ¿Y a que no adivinas cuál es nuestro eslogan? «Te dejamos limpio». ¡Ja!

Opté por dejarlo pasar.

—¿Entonces has estado en Estados Unidos todo este tiempo?

—¡Oh, no! —Volvió a llenar los vasos y levantó el suyo hacia mí—. Viajo mucho. Estoy aquí unas seis u ocho semanas al año. Y el resto del tiempo…

—¿En Rusia? —pregunté bebiendo y limpiándome la boca con el dorso de la mano.

—No tanto. En el norte de Europa. Suecia, Bélgica. A veces Alemania.

—Pensé que habías regresado.

—¿Eh?

—Porque…, bueno, no volví a tener noticias tuyas.

—Ah. —Boris se frotó la nariz cohibido—. Fue una época muy caótica.

—Claro.

—Verás, nunca había visto tantas drogas en toda mi vida. Como media onza de coca y no vendí ni una pizca. Regalé mucha, eso sí…, me volví muy popular en el colegio. ¡Ja! ¡Todos me querían! Pero casi toda fue a parar a mi nariz. Luego, las bolsas que encontramos…, toda clase de pastillas, ¿te acuerdas de las pequeñas verdes? Pastillas para pacientes terminales de cáncer. Tu padre debía de ser adicto perdido para tomar esa mierda.

—Sí, yo también acabé con algunas de esas.

—Bueno, entonces sabes de qué hablo. ¡Ya ni siquiera hacen estas fantásticas oxis verdes! Ahora tienen esas que no se pueden inyectar ni esnifar. Pero ¿tu padre? ¿Cómo pudo pasar de beber alcohol a eso? Más vale ser el borracho de la calle, cualquier día. La primera vez… me desmayé antes de llegar a la segunda línea. Si Kotku no hubiera estado allí… —hizo el gesto de rajarse la garganta—, ¡zas!

—Sí —dije recordando mi estúpida felicidad al desplomarme de bruces en el escritorio del piso de arriba de Hobie.

—En fin… —Boris se acabó el vodka de un trago y sirvió dos más—. Xandra las vendía. Esas no, esas eran las de tu padre para su uso personal. Pero las otras las sacaba de donde trabajaba. ¿Te acuerdas de esa pareja, Stewart y Lisa, con aspecto de agentes inmobiliarios que nunca beben? Ellos la financiaban.

Dejé el tenedor.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque me lo dijo ella! Y supongo que las cosas también se pusieron feas cuando ella tampoco dio abasto. El señor Cara de Abogado y la señorita Bolsa de Tela de Margaritas, tan amables y agradables en tu casa, acariciándole la cabeza, «¿Qué podemos hacer?», «Pobre Xandra», «Lo sentimos tanto por ti»…, y cuando desaparecen las drogas, la cosa cambia. Pero a esas alturas ya estaba todo aquí. —Se sacudió la nariz—. Kaput.

—Espera…, ¿Xandra te dijo eso?

—Sí. Cuando te fuiste. Cuando me fui a vivir con ella.

—Tienes que rebobinar.

Boris suspiró.

—Está bien. Es una larga historia. Pero hace mucho que no nos vemos, ¿no?

—¿Viviste con Xandra?

—De forma intermitente, ya sabes. Unos cuatro o cinco meses. Antes de que ella volviera a Reno. Perdimos el contacto después de eso. Mi padre había vuelto a Australia, y Kotku y yo estábamos sin blanca…

—Debió de ser bastante extraño.

—Bueno, algo así —dijo él inquieto. Se recostó e hizo señas de nuevo al camarero—. Yo no estaba en muy buena forma, llevaba días colocado. Sabes cómo es cuando te cuelgas duro de la coca…, horrible. Estaba solo y muy asustado. Conoces esa enfermedad en tu alma, la respiración agitada, mucho miedo, como si la Muerte fuera a alargar una mano y llevarte de aquí, sucio y temblando asustado. ¡Como un gatito medio muerto! ¡Y además era Navidad, no había nadie! Llamé a mucha gente pero nadie contestó…, pasé por casa de un tipo llamado Lee, donde a veces me quedaba en la caseta de la piscina, pero se había ido y dejó la puerta cerrada. Caminé y caminé casi tambaleándome. ¡Con frío y asustado! ¡No había nadie en casa! De modo que fui a casa de Xandra. Kotku ya no me hablaba.

—Qué huevos tienes, tío. No habría vuelto allí ni por un millón de dólares.

—Lo sé, hacían falta narices, pero estaba tan solo y enfermo, con la boca temblorosa. Como cuando solo quieres tumbarte inmóvil y mirar un reloj para contar los latidos de tu corazón, y no hay ningún sitio donde tumbarte y no tienes reloj… ¡Casi llorando! ¡No sabía qué hacer! ¡Ni siquiera sabía si ella seguía allí! Las luces estaban encendidas, las únicas luces de la calle; rodeé la casa hasta la puerta de cristal y allí estaba ella, con su misma falda Dolphins, preparando margaritas en la cocina.

—¿Y qué hizo?

—¡Ja! ¡Al principio no quiso dejarme entrar! Se plantó en la puerta y gritó mucho rato…, me maldijo, me gritó todos los insultos posibles. Pero luego se echó a llorar. Y cuando le pregunté si podía quedarme con ella —se encogió de hombros—, dijo que sí.

—¿Cómo? —dije, alargando una mano hacia el vaso que acababa de llenarme—. ¿Quieres decirte quedarte, quedarte…?

—¡Estaba aterrado! ¡Ella me dejó dormir en su habitación! ¡Con el televisor encendido en un canal de películas de Navidad!

—Hummm… —Por su expresión maliciosa, vi que quería que le pidiera detalles, aunque no estaba muy seguro de si creer que había dormido en su habitación—. Bueno, supongo que me alegro de que te saliera bien. ¿Te dijo algo sobre mí?

—Bueno, sí, un poco. —Soltó una risita—. ¡Muchas cosas en realidad! Porque, verás, no te enfades, pero te eché la culpa de algunas cosas.

—Me alegro de haberte ayudado.

—¡Sí, claro! —Entrechocó su vaso con el mío alegremente—. ¡Muchas gracias! Si tú hicieras lo mismo no me importaría. Aunque, la verdad, creo que la pobre Xandra se alegró de verme. De ver a alguien. —Se bebió el vodka de golpe—. Fue una locura, esos falsos amigos…, y ella estaba sola ahí fuera. Bebía mucho, tenía miedo de ir a trabajar. Podría haberle pasado algo en esa casa sin vecinos, era realmente espeluznante. Porque Bobo Silver…, bueno, en el fondo Bobo no era mal tipo. ¡No lo llamaban el Mensch por nada! Xandra le tenía un miedo de muerte, pero él no fue tras ella por las deudas de tu padre, no en plan serio. En absoluto. Y tu padre se lo tenía bien merecido. Quizá Bobo se dio cuenta de que ella estaba sin blanca…, tu padre también la había exprimido a base de bien. Era mejor comportarse de forma decente. No se puede sacar agua de un nabo. Pero esa otra gente, los que se jactaban de ser amigos de Xandra, eran avaros como banqueros. «Estás en deuda conmigo». Muy duros, con muchos contactos, gente que daba pavor. ¡Peores que él! Ni siquiera era una cantidad tan grande, pero aun así ella no llegaba y ellos se estaban poniendo muy desagradables, todos… —(imitando el gesto de la cabeza ladeada, con un dedo agresivo apuntando)—, «jódete, no vamos a esperar, será mejor que se te ocurra algo ya», cosas así. De todos modos estuvo bien que yo volviera cuando lo hice porque así le pude ayudar.

—¿Cómo?

—Devolviéndole el dinero que le cogí.

—¿Lo habías guardado?

—No —dijo él con tono razonable—. Me lo había gastado. Pero, verás, tenía algo en marcha. Porque justo después de que se me acabara la coca, le llevé el dinero a Jimmy, el de la tienda de armas, y le compré más. Verás, la compré para mí y para Amber, solo para los dos. Una chica guapísima, muy inocente y especial. Muy joven también, ¡tendría unos catorce años! Pero esa noche en el MGM Grand intimamos mucho, sentados en el suelo del cuarto de baño de la suite del padre de KT hablando. ¡Ni siquiera la besé! ¡Solo hablar, hablar, hablar! A mí me dio sobre todo por llorar. En realidad nos desahogamos mutuamente. —Se llevó una mano al esternón—. Y cuando se hizo de día me puse tristísimo pensando: ¿por qué tiene que acabar todo? ¡Por mí, podríamos habernos quedado allí hablando hasta la eternidad! Todo había sido tan perfecto y feliz. Así es como intimamos esa sola noche. En fin, por eso fui a ver a Jimmy. La coca que él tenía era una mierda, ni la mitad de buena que la de Stewart y Lisa. Sin embargo, todos se habían enterado del fin de semana en el MGM Grand y de toda esa coca que yo tenía, de modo que la gente acudía a mí. Solo el primer día de colegio se me acercó un montón de gente, arrojándome el dinero. «¿Me pillarás algo?, ¿me pillarás algo?, ¿me pillarás algo, mano? Tengo TDA y la necesito para estudiar…» No tardé en estar vendiendo a jugadores de fútbol de último curso y a la mitad del equipo de baloncesto. También a muchas chicas, amigas de Amber y de KT, amigas asimismo de Jordan…, ¡estudiantes de la UNLV! En los primeros lotes que vendí perdí dinero…, no sabía cuánto pedir y la vendí a bajo precio, quería caer bien a todo el mundo, sí, sí, sí. Pero en cuanto me di cuenta… ¡me hice rico! Jimmy me hacía un descuento enorme, él también estaba ganando un pastón. Verás, le hacía un favor vendiendo a chicos que estaban demasiado asustados para acudir a él, a camellos como él. KT, Jordan…, ¡todas esas chicas tenían mucha pasta! Siempre estaban encantadas de pagarme por adelantado. La coca no es como el éxtasis… Yo también vendía éxtasis, pero tenía sus altibajos, vendías todo un lote y luego nada durante días, en cambio con la coca tenía muchos clientes habituales que me llamaban dos o tres veces a la semana. Vamos, solo con KT…

—Vaya. —Aun después de tantos años su nombre me tocó una fibra.

—¡Sí! ¡Por KT! —Alzamos los vasos y bebimos.

—¡Qué bellezón! —Boris dejó el vaso con brusquedad en la mesa—. Me mareaba a su lado solo de respirar el mismo aire que ella.

—¿Os acostasteis?

—No… Dios, lo intenté…, pero ella me hizo una paja en el cuarto de su hermano pequeño una noche que estaba colocada y de buen humor.

—Tío, está claro que me fui en mal momento.

—Desde luego. Me corrí dentro de los pantalones antes siquiera de que ella me bajara la bragueta. Y la asignación de KT… —Cogió mi vaso vacío—. ¡Dos mil al mes! ¡Eso era lo que le daban solo para ropa! Pero KT tenía muchísima ropa, ¿por qué iba a necesitar más? En fin, antes de Navidad era como en las películas cuando aparece el cling, cling de las monedas y los signos del dólar. El móvil no paraba de sonar. ¡Todos eran de pronto amigos íntimos! ¡Chicas que no había visto nunca me besaban y me daban joyas de oro que se arrancaban del cuello! Yo consumía todas las drogas que podía, cada día, cada noche, líneas tan largas como mi mano, y todavía ganaba dinero a porrillo. ¡Era el Caracortada de nuestro colegio! Un tipo me dio su moto, otro me regaló un coche usado. Cogía los tejanos del suelo y me caían cientos de dólares de los bolsillos…, no tenía ni idea de dónde habían salido.

—Demasiada información en poco tiempo.

—¿A mí me lo vas a contar? Ese es el proceso de aprendizaje habitual en mí. Dicen que la experiencia enseña mucho, y normalmente es cierto, pero yo tuve suerte de que esta experiencia no me matara. Ahora, cuando tomo unas cervezas, de vez en cuando me hago un par de líneas. Aunque por lo general ya no me gusta. Me quemé. Si me hubieras visto hace unos cinco años, estaba así. —Se succionó las mejillas—. Pero… —El camarero apareció de nuevo con más arenques y cerveza—, eso se acabó. Tú… —me miró de arriba abajo—, diría que te va muy bien.

—Supongo que no me va mal.

—¡Ja! —Se recostó con el brazo extendido sobre el respaldo del reservado—. Es curioso ese mundo de las antigüedades, ¿no? ¿Fue el viejo maricón el quien te metió en ello?

—Así es.

—He oído decir que es una gran estafa.

—Lo es.

Volvió a mirarme de arriba abajo.

—¿Eres feliz?

—No mucho.

—Entonces escucha. ¡Tengo una gran idea! ¡Ponte a trabajar para mí!

Me eché a reír.

—¡No, no es broma! —dijo él, haciéndome callar de forma imperiosa cuando intenté hablar. Me llenó de nuevo el vaso y lo deslizó por la mesa—. ¿Cuánto te paga él? En serio, te pagaré el doble.

—No, de verdad, me gusta mi trabajo. —Pronuncié las palabras pomposamente. ¿Estaba tan borracho como parecía?—. Me gusta lo que hago.

—¿Sí? —Alzó el vaso hacia mí—. Entonces, ¿por qué no eres feliz?

—No quiero hablar de ello.

—¿Y por qué no?

Hice un gesto desdeñoso.

—Porque… —Había perdido la cuenta de las copas que llevaba—. Porque sí.

—Si no es el trabajo, ¿qué es? —Boris se bebió el vodka echando hacia atrás la cabeza con un aspaviento y empezó a comer el nuevo plato de arenques—. ¿Problemas económicos? ¿Una chica?

—Ni lo uno y no lo otro.

—Entonces una chica —dijo él con tono triunfal—. Lo sabía.

—Escucha… —Apuré el resto de mi vodka y lo dejé ruidosamente en la mesa. Era un genio, acababa de tener la mejor idea en años y no podía dejar de sonreír—. Ya basta de esto. Vamos, ven conmigo, tengo una gran sorpresa para ti.

—¿Vamos? —dijo Boris, erizándose visiblemente—. ¿Adónde?

—Ya lo verás.

—Quiero quedarme aquí.

—Boris…

Se recostó.

—Déjalo, Potter —dijo, levantando las manos—. Relájate.

—¡Boris! —Me volví hacia la gente del bar como si esperara muestras de indignación masiva y luego de nuevo hacia él—. ¡Estoy harto de estar aquí sentado! ¡Llevo horas aquí!

—Pero… —Boris estaba enfadado—. ¡Me he tomado toda la noche libre por ti! ¡Tenía cosas que hacer! ¿Te vas ya?

—¡Sí! Y tú te vienes conmigo. —Alcé las manos al aire—. ¡Tienes que ver la sorpresa!

—¿Sorpresa? —Arrojó al suelo la servilleta enrollada—. ¿Qué sorpresa?

—Pronto lo sabrás. —¿Qué le pasaba? ¿Se había olvidado de cómo divertirse?—. Vamos, salgamos de aquí.

—¿Por qué? ¿Ahora?

—¡Porque sí! —El bar era un estruendo oscuro; nunca en mi vida había estado más seguro de mí mismo y más satisfecho de mi inteligencia—. ¡Vamos, acaba esa copa!

—¿De verdad tenemos que hacerlo?

—Te alegrarás. Te lo prometo. ¡Vamos! —dije, sacudiéndole el hombro tan amistosamente como me sentía—. No te imaginas lo genial que es esta sorpresa.

Él se recostó con los brazos cruzados y me miró con recelo.

—Creo que estás enfadado conmigo.

—Qué coño, Boris. —Estaba tan borracho que me tambaleé al levantarme y tuve que agarrarme a la mesa—. No discutas. Tú solo ven.

—Creo que es un error ir a alguna parte contigo.

Lo miré con un ojo entrecerrado.

—¿Ah, sí? Bueno, ¿vienes o no?

Boris me miró con frialdad. Luego se apretó el puente de la nariz y dijo:

—¿No vas a decirme adónde vamos?

—No.

—Entonces no te importará que nos lleve mi chófer.

—¿Tu chófer?

—Sí. Está esperando a unas dos o tres manzanas de aquí.

—Joder. —Desvié la mirada y me reí—. ¿Tienes un chófer?

—¿No te importa que vayamos con él entonces?

—¿Por qué iba a importarme? —repliqué al cabo de un momento. Borracho como estaba, su actitud hizo que me parara en seco; me miraba de un modo peculiar, con una expresión calculadora que nunca le había visto.

Boris se acabó el vodka y se levantó.

—Muy bien —dijo dando la vuelta a un cigarrillo apagado entre los dedos—. Acabemos de una vez con esta tontería.

VI

Boris se quedó muy atrás cuando abrí la puerta delantera de la casa de Hobie, como si temiera que al introducir la llave en la cerradura fuera a provocar una explosión masiva. Su chófer estaba parado en doble fila delante de la puerta en medio de nubes de ostentoso humo. Una vez en el coche, toda la conversación entre el chófer y él había sido en ucraniano; no entendí una palabra, a pesar de haber cursado durante dos semestres clases de conversación de ruso en la universidad.

—Pasa —dije, conteniendo a duras penas una sonrisa.

¿Qué se pensaba el idiota, que iba a saltar sobre él para secuestrarle o algo así? Pero se quedó en la calle, con los puños hundidos en los bolsillos del abrigo y mirando por encima del hombro al chófer, cuyo nombre era Genka, Giuri o Giorgi, no me acordaba.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Si hubiera estado menos borracho su paranoia quizá me habría indignado, pero en ese momento solo me parecía tronchante.

—Dime de nuevo por qué tenemos que venir aquí —dijo, todavía bien atrás.

—Ya lo verás.

—¿Y vives aquí arriba? —preguntó con recelo, mirando hacia el salón—. ¿Esta es tu casa?

—¿Theo? —llamó Hobie desde el fondo de la casa. Yo había hecho más ruido de la cuenta al abrir la puerta—. ¿Eres tú?

—Sí.

Hobie iba vestido para cenar, con traje y corbata; mierda, pensé, ¿hay invitados? Y con un sobresalto me di cuenta de que apenas era la hora de cenar. Tenía la sensación de que eran las tres de la madrugada.

Boris entró con cautela detrás de mí, con las manos en los bolsillos, dejando la puerta abierta detrás de él, y miraba fijamente las grandes urnas de basalto y la araña de luces.

Hobie se aventuró a salir al pasillo con las cejas arqueadas mientras la señora DeFrees correteaba detrás de él aprensiva.

—Hola, Hobie, ¿te acuerdas de que te he hablado de…?

—¡Popchik!

El pequeño bulto blanco que caminaba sumiso por el pasillo hacia la puerta de la calle se quedó muy quieto. Luego soltó un aullido muy agudo y echó a correr con todas sus fuerzas (que ya no eran tantas), y Boris, riéndose a carcajadas, cayó de rodillas.

—¡Oh, qué gordo estás! —dijo cogiéndolo en brazos mientras Popchik se retorcía y forcejeaba—. ¡Pero qué gordo está! —exclamó indignado, y lo besó en el morro—. ¡Has dejado que se engorde! Sí, poustishka, pequeña bola de pelo, hola. Te acuerdas de mí, ¿eh? —Se tumbó de espaldas en el suelo, riéndose, mientras Popchik, todavía ladrando de alegría, saltaba sobre él—. ¡Se acuerda de mí!

Hobie, poniéndose bien las gafas, observó divertido mientras la señora DeFrees, no tan divertida, se quedaba detrás de él, desaprobando ligeramente el espectáculo de mi invitado, que apestaba a vodka y rodaba con el perro por la alfombra.

—No me lo digas —dijo Hobie, metiendo las manos en los bolsillos de su americana—. Este es…

—Exacto.

VII

No nos quedamos mucho rato; Hobie había oído hablar mucho de Boris con los años. —«¡Vamos a tomar algo!», propuso—, y Boris estaba tan interesado e intrigado como yo si hubiera aparecido Judy de Karmeywallag o alguna otra persona mítica de su pasado, pero estábamos borrachos y demasiado alborotados, y me pareció que podíamos ofender a la señora DeFrees, que si bien sonreía educada, se quedó sentada con rigidez en una silla con sus diminutas manos llenas de anillos juntas sobre el regazo, sin decir gran cosa.

De modo que nos marchamos. Con Popchik a la zaga, chapoteando emocionado en los charcos, y Boris gritando encantado y haciendo señas a su chófer para que diera la vuelta a la manzana y nos recogiera.

—¡Sí, poustishka, sí! —(dirigiéndose a Popper)—. ¡Es nuestro! ¡Tenemos un coche!

De pronto pareció que el chófer de Boris hablaba inglés igual de bien que él, y que los tres éramos colegas, los cuatro, contando a Popper, que estaba levantado sobre las patas traseras y se apoyaba con las delanteras en la ventanilla, mirando muy serio las luces de la West Side Highway. Boris parloteaba con él y lo achuchaba y lo besaba en la nuca mientras —simultáneamente— le contaba a Giuri (el chófer), en inglés y en ruso, lo estupendo que yo era, ¡amigo de su juventud y sangre de su corazón! (Giuri se volvió en el asiento con el brazo izquierdo extendido hacia mí para estrecharme la mano con solemnidad), y lo bella que era la vida que hacía posible que dos grandes amigos se encontraran en un mundo tan grande después una separación tan larga.

—Sí —dijo Giuri sombrío, mientras giraba en Houston Street de forma tan inesperada y brusca que me vi arrojado contra la portezuela—. Lo mismo nos pasó a Vadim y a mí. Lo lloro a diario…, lo lloro tanto que me despierto por las noches para llorarlo. Vadim era mi hermano… —Me miraba por el retrovisor; los transeúntes se desperdigaron cuando él se precipitó a través del cruce, y vimos caras sorprendidas fuera de las ventanillas con cristales ahumados—, más que un hermano. Como Boria y yo. Pero Vadim…

—Eso fue algo terrible —me comentó Boris en voz baja. Y, volviéndose hacia Giuri, añadió—: Sí, sí, terrible…

—… lo hemos visto caer demasiado pronto. Es cierto, la canción de la radio, ¿conoces? El cantante de Piano Man. «Solo los buenos mueren jóvenes».

—Estará esperándonos allí —dijo Boris con tono consolador, alargando el brazo para darle unas palmaditas a Giuri en el hombro.

—Sí, esas fueron las instrucciones que le di —murmuró Giuri, cortando el paso a un coche de forma tan repentina que me vi despedido contra el cinturón de seguridad y Popchik salió volando por los aires—. Estas cosas son profundas…, las palabras no les hacen justicia. El lenguaje humano no puede expresarlas. Pero al final, al enterrarlo con la pala, le hablé con mi alma. «Hasta luego, Vadim. Sostén las puertas abiertas para mí, hermano. Resérvame un asiento allá arriba». Solo que Dios… —Por favor, pensé, tratando de poner una expresión serena mientras me sentaba a Popchik en el regazo. ¡Mira la puta carretera!—. Fiodor, ayúdame, tengo dos preguntas sobre Dios. Tú eres profesor universitario —¿qué?—, así que quizá puedas responderme. La primera pregunta es —buscando mi mirada en el retrovisor y sosteniendo en alto un dedo—: ¿Tiene sentido del humor Dios? Y la segunda: ¿tiene un sentido del humor cruel? Es decir, ¿juega Dios con nosotros y nos tortura para divertirse como un niño perverso con un insecto del jardín?

—Hum… —dije, alarmado ante la intensidad con que me miraba en lugar de prestar atención a la curva que se aproximaba—. Bueno, quizá, no lo sé, espero que no.

—Él no es la persona idónea para responderte —le dijo Boris, ofreciéndome un cigarrillo y pasándole uno—. Dios ha torturado a Theo a base de bien. Si el sufrimiento ennoblece, aquí tienes un príncipe. Ahora Giuri… —reclinándose en una nube de humo—, un favor.

—Lo que quieras.

—¿Puedes cuidar del perro mientras esperas? Llévale en el asiento trasero a donde él quiera ir.

El club nocturno estaba en Queens, no sabría decir dónde. En el salón de moqueta roja, que parecía una habitación a la que irías a besar en la mejilla a tu abuelo recién salido de la cárcel, tenían lugar reuniones al estilo de clan familiar donde borrachos sentados en sillas estilo Luis XVI comían, fumaban, gritaban y se golpeaban la espalda alrededor de mesas adornadas con tela metálica dorada. Detrás, en paredes cubiertas de un grueso laqueado rojo, colgaban de un modo exuberante y en apariencia improvisado guirnaldas navideñas y ornamentos hechos de bombillas y aluminio de colores de la era soviética: gallos, pájaros en sus nidos, estrellas rojas, naves espaciales y hoces y martillos con consignas horteras en cirílico («Feliz año nuevo, querido Stalin»). Boris (que también estaba borracho; había bebido de una botella en el asiento trasero) me rodeó con un brazo y, en ruso, me iba presentando a jóvenes y viejos como a su hermano, lo que deduje que se interpretaba literalmente por el modo en que los hombres y las mujeres me abrazaban y me besaban, e intentaban servirme copas de botellas mágnum de vodka en cubiteras de cristal.

Al final logramos llegar al fondo: cortinas de terciopelo negro vigiladas por un matón con la cabeza afeitada y ojos de víbora que llevaba tatuajes en cirílico hasta el maxilar. En el interior de la habitación trasera sonaba música a todo volumen y el ambiente estaba cargado de sudor, loción para después del afeitado, humo de marihuana y Cohiba: Armani, chándales, relojes Rolex de platino y diamantes. Nunca había visto a tantos hombres con tanto oro encima: anillos de oro, cadenas de oro, dientes de oro. Todo era como un sueño muy brillante, confuso y extranjero; y yo estaba en esa inquietante fase de la borrachera en que no podía fijar la vista, solo asentir con la cabeza, caminar haciendo eses y dejar que Boris me arrastrara a través de la gente. En cierto momento, ya entrada la noche, Myriam apareció de nuevo como una sombra; después de saludarme con un beso en la mejilla que me pareció sombrío y espeluznante, paralizado en el tiempo como algún gesto ceremonial, Boris y ella desaparecieron, dejándome en una mesa atestada de rusos borrachos y colocados que fumaban como una chimenea, y que parecían saber quién era yo («¡Fiodor!»), dándome palmadas en la espalda, sirviéndome tragos, ofreciéndome comida, tendiéndome Marlboros, gritándome amistosamente en ruso sin al parecer esperar respuesta…

Una mano en mi hombro. Alguien quitándome las gafas.

—¿Hola? —dijo la mujer desconocida que de pronto estaba sentada en mi regazo.

Zhanna. ¡Hola, Zhanna! ¿Qué haces? Poca cosa. ¿Y tú? Estrella de porno con bronceado artificial y pechos aumentados quirúrgicamente que sobresalían del escote del vestido. En mi familia somos adivinadores; ¿me dejas leerte la palma de la mano? Sí, claro. Su inglés era bastante bueno pero costaba entender lo que decía con el estruendo del bar.

—Veo que eres filósofo por naturaleza. —Recorriéndome la palma con la punta de una uña rosa Barbie—. Muy, muy inteligente. Muchos altibajos…, has hecho de todo en la vida. Pero te sientes solo. Sueñas con conocer a una chica para estar con ella el resto de tu vida. ¿Es cierto?

Entonces Boris apareció de nuevo solo. Cogió una silla y se acercó. Siguió una breve y divertida conversación en ucraniano entre mi nueva amiga y él que terminó con ella poniéndome las gafas en la cara y yéndose, pero no sin antes gorrearle un cigarrillo y besarme en la mejilla.

—¿La conoces? —le pregunté a Boris.

—No la he visto en mi vida —respondió él, encendiéndose un cigarrillo—. Podemos irnos ahora, si quieres. Giuri nos espera fuera.

VIII

Ya era tarde. El asiento trasero del coche era un remanso de paz después de toda la confusión del club nocturno (el íntimo resplandor del salpicadero, la radio sintonizada con el volumen muy bajo) y dimos vueltas durante horas, riendo y hablando, con Popchik dormido en el regazo de Boris. Giuri también intervenía con historias que gritaba con voz áspera sobre su niñez en Brooklyn en lo que llamaba «los cubos» (viviendas de protección oficial) mientras Boris y yo bebíamos vodka tibio directamente de la botella y esnifábamos coca de la bolsa que él sacó del bolsillo de su abrigo, y que le pasaba de vez en cuando a Giuri. Aunque el aire acondicionado estaba en marcha, dentro del coche el ambiente era sofocante; Boris tenía la cara sudorosa y las orejas muy rojas.

—Verás —decía; ya se había quitado la chaqueta por los hombros, y se estaba arrancando los gemelos y guardándoselos en el bolsillo, y arremangándose las mangas de la camisa—, fue tu padre quien me enseñó a vestir bien. Le estoy agradecido por eso.

—Sí, mi padre nos enseñó muchas cosas a los dos.

—Sí —dijo él con sinceridad, haciendo un enérgico gesto afirmativo con la cabeza y secándose la nariz con el lado de una mano—. Él siempre parecía un caballero. Vamos, muchos de esos tipos que has visto ahí dentro con cazadora de cuero y chándales de velvetón parecen salidos directamente de Inmigración. Es mucho mejor vestir con discreción como tu padre, una bonita americana, un bonito reloj pero klássnii, ya sabes, simple, para intentar integrarte.

—Sí. —Quizá por deformación profesional, ya había reparado en el reloj de pulsera de Boris, un modelo suizo de unos cincuenta mil dólares, un reloj de playboy europeo, demasiado llamativo para mi gusto pero sumamente discreto comparado con los pedazos de oro y platino incrustados con piedras que vi en el club nocturno. Me fijé en que en el antebrazo tenía tatuada una estrella de David azul.

—¿Qué es eso?

Él sostuvo en alto la muñeca para dejarme examinarla bien.

—Un IWC. Un buen reloj es como efectivo en el banco. Siempre puedes empeñarlo u ofrecerlo en un caso de emergencia. Este es de oro blanco pero parece acero inoxidable. Es mejor tener un reloj que parezca menos caro de lo que en realidad es.

—No, me refiero al tatuaje.

—Ah. —Se levantó la manga y se miró el brazo con pesar; pero yo ya no miraba el tatuaje. No había mucha luz en el coche, aunque reconocía unas marcas de aguja cuando las veía—. ¿Te refieres a la estrella? Es una larga historia.

—Pero… —Sabía lo suficiente para no preguntar por las marcas—. Tú no eres judío.

—¡No! —dijo Boris indignado, bajándose la manga—. ¡Por supuesto que no!

—Entonces supongo que la pregunta sería por qué…

—Porque le dije a Bobo Silver que lo era.

—¿Cómo?

—¡Porque quería que me contratara! Por eso le mentí.

—No jodas.

—¡Sí! ¡Lo hice! Bobo iba mucho por casa de Xandra, andaba por la calle fisgoneando porque se olía algo, como que tu padre quizá no estaba muerto… Y un día me armé de coraje y hablé con él. Le ofrecí mis servicios. Las cosas se me estaban yendo de las manos…, en el colegio tenía problemas, algunos tuvieron que hacer rehabilitación, a otros los expulsaron, y yo necesitaba cortar el contacto con Jimmy, hacer algo distinto por un tiempo. Y sí, mi apellido no funciona, pero Boris en ruso es el nombre de pila de muchos judíos, de modo que pensé, ¿por qué no? ¿Cómo va a enterarse? Creía que el tatuaje me sería útil para convencerlo de que era un tipo legal. Le pedí a un colega que me debía cien dólares que me lo hiciera. Me inventé una historia muy triste, mi madre polaca judía, mi familia en un campo de concentración, bua, bua, bua…, qué estúpido, no me di cuenta de que los tatuajes iban contra la ley judía. ¿Por qué te ríes? —soltó a la defensiva—. Alguien como yo…, podía serle útil, ¿sabes? Hablo inglés, ruso, polaco, ucraniano. Soy culto. De todos modos él sabía perfectamente que yo no era judío, se rió de mí en mi cara, pero me contrató de todos modos y fue muy amable de su parte.

—¿Cómo pudiste trabajar con un tipo que quería matar a mi padre?

—¡Él no quería matar a tu padre! Eso no es cierto ni es justo. ¡Solo quería asustarlo! Pero…, sí, trabajé para él, durante casi un año.

—¿Qué hacías?

—¡Lo creas o no, nada sucio! Solo era su ayudante…, el chico de los recados, iba de aquí para allá. ¡Paseaba a sus perros! ¡Iba a la tintorería! Bobo fue bueno y generoso conmigo en un mal momento, casi un padre, te lo digo con la mano en el corazón y hablo en serio. Sin duda fue más padre para mí que mi propio padre. Bobo siempre fue justo conmigo. Más que justo. Amable. Aprendí mucho de él observándolo actuar. De modo que no me importa llevar esta estrella por él. Y esto… —se subió la manga hasta el bíceps, dejando ver una rosa con espinas y una inscripción en cirílico—, esto es por Katia, el amor de mi vida. La quise más que a ninguna mujer que he conocido.

—Eso lo dices de todo el mundo.

—¡Sí, pero con Katia es cierto! ¡Por ella caminaría sobre cristales rotos! ¡Cruzaría las llamas del infierno! ¡Daría alegremente mi vida! Nunca volveré a querer a nadie tanto como la quise a ella, ni de cerca. Ella fue la única. Moriría feliz por estar solo un día con ella. Pero… —Se bajó la manga—. No te tatúes nunca el nombre de una persona a la que quieres porque entonces la pierdes. Yo era demasiado joven para saberlo cuando me hice el tatuaje.

IX

No había esnifado coca desde que Carole Lombard se fue de la ciudad y no había posibilidad alguna de conciliar el sueño. A las seis y media de la mañana Giuri daba vueltas a toda velocidad por el Lower East Side con Popchik en el asiento trasero («¡Lo llevaré a la charcutería! ¡Para comprarle un huevo con beicon y queso!») mientras nosotros, totalmente pasados de rosca, cotorreábamos en un bar húmedo y oscuro abierto las veinticuatro horas de la Avenida C, con pintadas en las paredes y arpilleras claveteadas en las ventanas para impedir que entrara el sol, el Club Ali Baba, tragos a tres dólares, happy hour de diez de la mañana al mediodía, e intentábamos beber suficiente cerveza para desacelerarnos un poco.

—¿Sabes lo que hice en la universidad? —le decía—. Me apunté a clases de conversación de ruso durante un año. Todo por ti. En realidad me fue fatal. Nunca supe lo suficiente para leer en ruso, ya sabes, para sentarme con Eugenio Oneguin. Tienes que leerlo en ruso, dicen, no funciona en la traducción. ¡Pero… me acordaba tanto de ti! Recordaba palabras que decías y toda clase de cosas acudían a mi memoria… Escucha, están poniendo «Comfy in Nautica», ¿lo oyes? ¡Panda Bear! Me había olvidado por completo de ese álbum. En fin, presenté un trabajo trimestral sobre El idiota para mi clase de literatura rusa, literatura rusa traducida, se llamaba, y mientras lo hacía arriba en mi habitación fumando los cigarrillos de mi padre no paré de pensar en ti. Me resultaba mucho más fácil memorizar los nombres si te imaginaba a ti diciéndolos… ¡En realidad era como si oyera todo el libro leído por ti! En Las Vegas estuviste leyendo El idiota durante seis meses, ¿te acuerdas? En ruso. Durante mucho tiempo fue todo lo que hiciste. No podías bajar a la cocina por Xandra, ¿te acuerdas?, y yo tenía que llevarte comida, era como en Anna Frank. Bueno, pues leí El idiota en inglés, pero quería llegar a ese punto en que mi ruso fuera lo bastante bueno para leer. Nunca lo logré.

—Todos esos putos estudios —dijo Boris, poco impresionado—. Si quieres hablar ruso vente conmigo a Moscú. En dos meses lo bordarás.

—En fin, ¿me vas a decir entonces a qué te dedicas?

—Como te he dicho, hago un poco de todo. Solo lo justo para ir tirando. —Luego, dándome una patada por debajo de la mesa—. Tienes mejor aspecto ahora.

—¿Eh?

Solo había otras dos personas sentadas con nosotros en la parte delantera, un hombre y una mujer muy atractivos de una palidez irreal, los dos con el pelo moreno y corto, mirándose a los ojos; el hombre sostenía la mano de la mujer y le mordisqueaba el interior de la muñeca. Pippa, pensé con una punzada de angustia. En Londres era casi la hora de comer. ¿Qué estaría haciendo?

—Cuando te he encontrado parecía que fueras a tirarte al río.

—Lo siento, he tenido un día duro.

—Pero tienes un buen montaje allí —decía Boris, quien no podía ver a la pareja desde donde estaba—. ¿Entonces él y tú estáis juntos?

—No, no en ese sentido.

—¡No me refiero a eso! —Boris me miró con aire crítico—. ¡Por Dios, Potter, no seas tan susceptible! Además, esa señora era su mujer, ¿no?

—Sí —respondí inquieto, recostándome—. Bueno, algo así. —La relación de Hobie y las señora DeFrees seguía siendo un gran enigma para mí, como lo era el matrimonio todavía vigente entre ella y el señor DeFrees—. Creía que ella había enviudado hacía siglos, pero no. —Me eché hacia delante y me froté la nariz—. Verás, ella vive en la parte alta de la ciudad y su marido en el centro, pero continúan casados. Ella tiene una casa en Connecticut y a veces Hobie y ella van juntos a pasar el fin de semana. Pero ella está casada. Nunca veo al marido. Aún no he encontrado la explicación. Si te digo la verdad creo que solo son buenos amigos. Perdona que me enrolle tanto. En realidad no sé por qué te cuento todo esto.

—¡Y él te enseñó el oficio! Parece un tipo agradable. Un verdadero caballero.

—¿Eh?

—Tu jefe.

—¡No es mi jefe! Soy socio en su negocio. —El brillo de las drogas iba remitiendo; la sangre me zumbaba en los oídos, un pitido agudo como los chirridos de un grillo—. La verdad es que yo llevo prácticamente la parte de las ventas.

—¡Lo siento! —exclamó Boris, levantando las manos—. No te pongas así. Pero hablaba en serio cuando te decía que trabajaras conmigo.

—¿Y cómo voy a responder a eso?

—Mira, quiero corresponderte. Dejarte compartir todas las cosas buenas que me han pasado. Porque… —dijo, interrumpiéndome con tono pomposo— te lo debo todo. Todo lo bueno que me ha pasado en la vida, Potter, te lo debo a ti.

—¿Cómo? ¿Yo te metí en el tráfico de drogas? Vaya, me alegra saberlo —dije, encendiendo uno de sus cigarrillos y pasándole el paquete—, hace que me sienta muy satisfecho de mí mismo, gracias.

—¿Tráfico de drogas? ¿Quién ha hablado de tráfico de drogas? ¡Quiero congraciarme contigo! Por lo que hice. Te lo digo, es una gran vida. Nos divertiríamos mucho juntos.

—¿Llevas un servicio de acompañantes? ¿Es eso?

—Escucha, ¿puedo decirte algo?

—Por favor.

—Siento mucho lo que te hice.

—Olvídalo. No importa.

—¿Por qué no quieres compartir conmigo parte de los beneficios que he hecho gracias a ti, recoger parte de lo sembrado?

—Escucha, Boris, ¿puedo decir algo? No te ofendas, pero no quiero mezclarme en nada sucio. Intento salir de un embrollo y, como te he dicho, ahora estoy prometido, las cosas son diferentes, de verdad, no quiero que…

—Entonces, ¿por qué no dejas que te ayude?

—No es eso lo que quiero decir. Bueno, preferiría no entrar en detalles, pero he hecho cosas que no debería haber hecho y quiero arreglarlo. Mejor dicho, estoy intentando discurrir cómo arreglarlo.

—Cuesta arreglar las cosas. A menudo no tienes esa oportunidad. A veces todo lo que puedes hacer es evitar que te pillen.

La pareja de guapos se había levantado cogida de la mano para irse, apartando la cortina de cuentas y saliendo a la fría y tenue luz del amanecer. Vi cómo tintineaban las cuentas en la estela de su partida, ondulándose con el balanceo de las caderas de la chica.

Boris se recostó. Me miraba fijamente.

—He intentado devolvértelo. Ojalá pudiera.

—¿El qué?

Frunció el entrecejo.

—Bueno, esa es la razón por la que fui a tu tienda. Estoy seguro de que habrás oído hablar del caso de Miami. Me preocupó lo que pensarías cuando te enteraras por las noticias, y, la verdad, tenía un poco de miedo de que siguieran la pista hasta dar contigo, ya sabes. Ya no tengo tanto miedo, pero aun sí. Estuve involucrado hasta el cuello, por supuesto, pero sabía que el montaje era malo. Debería haberme fiado de mi instinto. Yo… —Hundió rápidamente la llave en la bolsa para una esnifada rápida; éramos los únicos clientes del local; la menuda chica tatuada que era la camarera, la dueña o lo que fuera, había desaparecido en la habitación trasera donde, por lo que fugazmente había visto, parecía haber gente arrellanada en sofás de segunda mano para un pase de porno de los años setenta—. En fin, fue terrible. Debería haberlo sabido. Hubo heridos y escapé por los pelos, aunque de todo ello aprendí una valiosa lección. Siempre es un error…, espera, ahora el otro lado…, como te decía, siempre es un error hacer tratos con gente que no conoces. —Se apretó una fosa de la nariz y me pasó la bolsa por debajo de la mesa—. Pero siempre olvidas lo que ya sabes. ¡Nunca hagas grandes tratos con desconocidos! ¡Nunca! La gente te dirá: «Es un buen tipo», y yo quiero creerlo, es mi forma de ser. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo se tuerce. Mira, yo conozco a mis amigos. Pero ¿los amigos de mis amigos? ¡Ya no los conozco tan bien! Así es como la gente pilla el sida, ¿no?

Esnifar más coca era un error, lo sabía aun mientras lo hacía; ya había consumido suficiente, me notaba la mandíbula rígida y la sangre me zumbaba en las sienes, y al mismo tiempo empezaba a sentir los síntomas del bajón que seguía a las drogas, un estado quebradizo como un cristal cilindrado temblando.

—En fin —decía Boris. Hablaba muy deprisa, moviendo los pies nervioso debajo de la mesa—. He estado pensando en cómo recuperarlo. ¡Pienso, pienso, pienso! Yo ya no puedo usarlo, por supuesto. Me he quemado para siempre. —Cambió de postura inquieto—. Claro que no fui a verte por eso exactamente. En parte quería disculparme. Pedirte «perdón» en persona. Porque lo siento de verdad. Pero también porque, con todo este asunto en las noticias, quería decirte que no te preocuparas, ya que quizá pensabas…, bueno, no sé qué pensabas. Pero no soportaba imaginarte aterrado al enterarte, sin comprender nada. Pensando que las pistas podían llevarlos hasta ti. Eso hacía que me sintiera fatal. Por eso quería hablar contigo. Para decirte que te he mantenido al margen, nadie está al corriente de tu relación conmigo. También para decirte que estoy intentando seriamente recuperarlo. Haciendo un gran esfuerzo. Porque… —se llevó tres dedos a la frente— he ganado una fortuna con él, y me gustaría que volvieras a tenerlo tú, ya sabes, por los viejos tiempos, solo para que lo tuvieras, que fuera tuyo y lo guardaras en el armario o donde sea, y lo sacaras cuando quisieras para mirarlo, como en los viejos tiempos, ya sabes. Porque sé lo mucho que lo querías. Yo mismo llegué a quererlo tanto como tú.

Lo miré fijamente. En el nuevo destello de la droga, las palabras de Boris por fin empezaban a cobrar sentido.

—Boris, ¿de qué estás hablando?

—Ya lo sabes.

—No, no lo sé.

—No me hagas decirlo en voz alta.

—Boris…

—Intenté decírtelo. Te supliqué que no te marcharas. Te lo habría devuelto si hubieras esperado solo un día.

La cortina de cuentas seguía tintineando y ondulándose con la corriente de aire. Sinuosas y espejeantes ondas. Me quedé mirando a Boris fijamente, traspuesto por la oscura y leve impresión de un sueño colisionando con otro sueño: ruido de cubertería a la cruda luz del mediodía en el restaurante de Tribeca, Lucius Reeve sonriéndome burlón desde el otro lado de la mesa.

—No —dije, apartando la silla hacia atrás empapado en sudor frío y tapándome la cara con las manos—. No.

—¿Cómo? ¿Creías que tu padre lo había cogido? Yo esperaba de algún modo que pensaras eso, porque él estaba hasta el cuello de deudas y te intentaba robar.

Bajé las manos y lo miré, incapaz de hablar.

—Lo cambié. Sí, fui yo. Pensé que lo sabías. —Y como seguía mirándolo boquiabierto, gritó—: ¡Mira, lo siento! Lo tenía en la taquilla del colegio. Una broma, lo sé. Bueno… —sonriendo débilmente—, quizá no. Una especie de broma. Pero…, escucha… —dio unos golpes en la mesa para atraer mi atención—, te juro que no pensaba quedármelo. Ese no era el plan. ¿Cómo iba a saber lo de tu padre? —Levantó los brazos—. Si te hubieras quedado esa noche te lo habría dado, te juro que lo habría hecho. Pero no logré convencerte para que te quedaras. Tenías que marcharte con tantas prisas. ¡Tengo que irme! ¡Ahora mismo, Boris! No podías esperar ni a que se hiciera de día. ¡Tengo que irme ya! Y no tuve valor para decirte lo que había hecho.

Lo miré. Tenía la garganta muy seca y el corazón me latía a toda velocidad, y en lo único que podía pensar era en quedarme muy quieto y esperar a que se apaciguara.

—Ahora estás irritado —dijo Boris resignado—. Quieres matarme.

—¿Qué intentas decirme?

—Yo…

—¿Qué quieres decir con que lo cambiaste?

—Mira —dijo mirando alrededor nervioso—, lo siento. Sabía que no era buena idea que nos colocáramos juntos. Sabía que acabaría saliendo a relucir de una forma desagradable. Pero… —se echó hacia delante para apoyar las palmas en la mesa—, me he sentido fatal por ello, de verdad. ¿Crees que habría ido a verte si no fuera así? ¿O que habría gritado tu nombre por la calle? Y cuando te digo que quiero remediarlo, hablo en serio. Voy a compensarte. Porque, verás, con ese cuadro gané una fortuna. Me hizo…

—¿Qué hay entonces en el paquete que tengo yo?

—¿Cómo? —respondió él arqueando las cejas. Luego se recostó en la silla y, echando la barbilla hacia atrás, me miró—. No hablas en serio. ¿En todo este tiempo nunca has…?

Pero yo no pude responder. Moví los labios y no salió ningún sonido de ellos.

Boris dio una palmada en la mesa.

—Idiota. ¿Quieres decir que nunca lo abriste? ¿Cómo pudiste no…?

Como seguía sin responder, con la cara entre las manos, él me sacudió el hombro.

—¿De verdad? —insistió con tono apremiante, intentando mirarme a los ojos—. ¿No lo has abierto nunca desde entonces para mirarlo?

De la habitación trasera llegó un débil grito femenino, fatuo y vacío, seguido de unas carcajadas masculinas igual de fatuas. Luego, con el estrépito de una sierra circular, una licuadora se puso en marcha en la barra y funcionó durante un tiempo excesivamente largo.

—¿No lo sabías? —preguntó Boris cuando la licuadora por fin enmudeció. En la parte trasera, risas y aplausos—. ¿Cómo pudiste no…?

Pero yo no podía hablar. En la pared había una pintada de múltiples capas, etiquetas adhesivas y garabatos, caras de borrachos con cruces en lugar de ojos. Al fondo se había elevado un canto ronco: «venga, venga, venga». Tantas cosas centelleaban a la vez sobre mí que apenas podía respirar.

—¿En todos estos años? —preguntó Boris, medio ceñudo—. ¿Ni una sola vez…?

—Por Dios.

—¿Estás bien?

—Yo… —Meneé la cabeza—. ¿Cómo supiste que lo tenía? —Y al no responder, repetí—: ¿Cómo lo supiste? ¿Registraste mi habitación? ¿Mis cosas?

Boris me miró. Luego se pasó las manos por la cabeza y dijo:

—Potter, eres la clase de borracho que pierde la memoria, ¿lo sabías?

—Déjame en paz —repliqué después de un silencio lleno de incredulidad.

—No, hablo en serio —dijo él con suavidad—. Yo soy alcohólico. ¡Lo sé! He sido alcohólico desde los diez años, cuando tomé mi primera copa. Pero tú, Potter…, tú eres como mi padre. Él bebe, pierde el conocimiento mientras va por ahí y hace cosas que luego no recuerda. Estrella el coche, me da una paliza, se lía a puñetazos con alguien, y luego se despierta con la nariz rota o en otra ciudad, tumbado en el banco de una estación de tren…

—Yo no hago esas cosas.

Boris suspiró.

—Está bien, pero pierdes la memoria. Como mi padre. No estoy diciendo que hicieras algo mal o violento, tú no eres violento como él, aunque, ¿sabes aquella vez que fuimos a la sala de juegos infantiles del McDonald’s y te sentaste tan borracho sobre una especie de puff que la encargada llamó al segurata para que te echara, y yo te saqué de allí a toda prisa, y nos quedamos media hora delante del Wal Mart fingiendo que mirábamos lápices de colores y luego cogimos de nuevo el autobús hasta la parada, y por la noche no te acordabas de nada, nada de nada? «¿El McDonald’s, Boris?». «¿Qué McDonald’s?». ¿O aquel día —continuó sin parar de sorber con la nariz y levantando la voz para silenciarme— que te quedaste tan hecho polvo, tan para el arrastre, que me pediste que te acompañara a «caminar por el desierto»? De acuerdo, daremos un paseo, dije. Solo que estabas tan borracho que apenas podías dar un paso y la temperatura era de cuarenta grados. Te cansaste de andar y te tumbaste en la arena, y me pediste que te dejara morir allí. «Déjame, Boris, déjame». ¿Te acuerdas?

—Lo he pillado.

—¿Qué puedo decir? Eras infeliz. Bebías todo el tiempo hasta quedarte inconsciente.

—Tú también.

—Sí, me acuerdo. Me desmayé boca abajo en las escaleras, ¿te acuerdas? Me desperté en el suelo, a millas de casa, con los pies saliendo de un arbusto, sin tener ni idea de cómo había ido a parar allí. Mierda, una vez le mandé un correo electrónico a Spirsetskaya en mitad de la noche, un correo electrónico de borracho loco, diciéndole que era muy guapa y que la quería con locura, y en ese momento me lo creía. Al día siguiente en el colegio, todo resacoso, me viene ella y me dice: «Boris, Boris, tengo que hablar contigo». Bueno. ¿sobre qué? Y allí está ella, toda amabilidad, intentando no herir mis sentimientos. ¿Un correo electrónico? ¿Qué correo electrónico? ¡No recuerdo nada! Yo allí de pie con la cara roja mientras ella me da unas fotocopias del libro de poesía y me dice que debo enamorarme de las chicas de mi edad. Yo también hice muchas estupideces, desde luego. ¡Era más estúpido que tú! Pero yo —añadió, jugueteando con un cigarrillo—, yo procuraba divertirme y ser feliz. Tú en cambio querías estar muerto. Es distinto.

—¿Por qué tengo la sensación de que intentas cambiar de tema?

—¡No quiero juzgar! Solo que… hicimos muchas locuras entonces. Cosas que creo que tal vez no recuerdas. ¡No, no! —añadió rápidamente, meneando la cabeza, al ver la expresión de mi cara—. No me refiero a eso. Aunque te diré que eres el único chico con el que me he acostado en la vida.

Yo estaba tan furioso que la risa me salió atropellada, como si hubiera tosido o me hubiera atragantado con algo.

—Bah, creo que pasa a veces a esa edad. —Boris se recostó desdeñoso en la silla y se apretó una fosa de la nariz—. Éramos jóvenes y necesitábamos chicas. Me parece que te pensaste que había algo más. Pero no, espera —añadió enseguida, y le cambió la expresión; aparté la silla hacia atrás para levantarme—. Espera —repitió, agarrándome la manga—, no te vayas, por favor, escucha lo que intento decirte, ¿te acuerdas de la noche que estuvimos viendo Doctor No?

Yo ya cogía el abrigo del respaldo de la silla, pero al oír eso me detuve.

—¿Te acuerdas?

—¿Por qué? ¿Debería?

—Sé que no te acuerdas porque me gustaba ponerte a prueba. Hacía bromas sobre Doctor No para ver qué decías.

—¿Qué pasó con Doctor No?

—Hacía poco que te conocía. —Las rodillas subían y bajaban de forma frenética—. Creo que no estabas acostumbrado al vodka…, nunca sabías qué cantidad servirte. Entraste con un vaso enorme, como un vaso de agua, y pensé: ¡mierda! ¿No te acuerdas?

—Hubo muchas noches como esa.

—No te acuerdas. Yo limpiaba tu vómito y ponía la ropa a lavar, y tú ni siquiera sabías que lo hacía. Te echabas a llorar y me decías toda clase de cosas.

—¿Qué cosas?

Puso cara de impaciencia.

—Oh, como que era culpa tuya que tu madre hubiera muerto…, que lamentabas no haber muerto tú…, que si te morías quizá estarías con ella, juntos en la oscuridad…, no viene a cuento hablar de eso ahora, no quiero hacer que te sientas mal. Aunque estabas fatal, Theo, era divertido estar contigo la mayor parte del tiempo. ¡Siempre listo para lo que fuera! Pero estabas hecho polvo. Probablemente deberían haberte ingresado en un hospital. Subías al tejado y saltabas a la piscina…, podrías haberte roto la crisma, ¡era una locura! O te tumbabas en el tramo de calle sin farolas por la noche, donde no había posibilidad de que nadie te viera, esperando a que un coche pasara y te atropellara, y yo tenía que pelearme para levantarte y arrastrarte hasta la casa…

—Podría haberme pasado toda la noche tumbado en esa puta calle olvidada de la mano de Dios y no habría pasado un solo coche. Podría haber dormido allí. O haberme llevado el saco de dormir.

—No voy a entrar en eso. Pero estabas pirado. Nos podrían haber matado a los dos. Una noche cogiste unas cerillas e intentaste pegar fuego a la casa, ¿te acuerdas?

—Solo era una broma —repliqué con tono inquieto.

—¿Y la alfombra? ¿El gran agujero en el sofá? ¿Eran una broma? Di la vuelta a los cojines para que Xandra no lo viera.

—Ese horrible trasto era tan barato que ni siquiera era resistente al fuego.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo que tú digas. De todos modos, esa noche veíamos Doctor No, yo nunca la había visto y me estaba gustando mucho, pero tú sí y estabas totalmente vgavno; el doctor está en su isla, y va y aprieta el botón y enseña ese cuadro que ha robado.

—¡Dios mío!

Boris soltó una carcajada.

—¡Lo hiciste! ¡Que Dios te pille confesado! Fue genial. Estabas tan borracho que te tambaleabas… ¡Tengo algo que enseñarte! ¡Algo maravilloso! ¡No has visto nada igual!, decías plantándote delante del televisor. ¡No, de verdad! Yo estaba viendo la peli, la parte mejor, y tú no callabas. ¡Vete a la mierda! En fin, te largaste furioso, diciendo «Vete a la mierda» y metiendo mucho ruido. Pom, pom, pom. Luego bajaste con el cuadro. —Se rió—. Es curioso, yo estaba convencido de que me tomabas el pelo. ¿Un cuadro de fama mundial? Déjame, anda. Pero… era verdad. Cualquiera podía verlo.

—No te creo.

—Bueno, pues es cierto. Y lo supe en el acto. Porque ¿es posible hacer falsificaciones como esa? ¡Las Vegas sería la ciudad más hermosa de la historia mundial! De todos modos, fue muy divertido. Allí estaba yo, enseñándote todo orgulloso a robar manzanas y dulces del quiosco mientras tú habías robado una obra maestra.

—No la robé.

Boris se rió a carcajadas.

—No, no. Ya me lo contaste. Solo querías asegurarte de que estaba fuera de peligro. Un deber importante en tu vida. —Se echó hacia delante—. ¿Y dices que no lo has abierto en todos estos años para mirarlo? ¿Qué te pasa?

—No te creo —repetí. Y cuando él puso los ojos en blanco y se volvió, le pregunté—. ¿Cuándo lo cogiste? ¿Cómo?

—Mira, como te he dicho…

—¿Cómo esperas que me crea una palabra de todo esto?

Boris volvió a mirarme con expresión paciente. Metió una mano en el bolsillo del abrigo buscando su iPhone; pulsó una foto y me lo pasó.

Era el reverso del cuadro. Podías encontrar una reproducción de la parte delantera en cualquier parte, pero el reverso era tan característico como una huella dactilar: gruesas gotas de lacre rojas y marrones; un mosaico irregular de etiquetas europeas (números romanos; delgadas firmas a pluma) que hacía pensar en un baúl antiguo o algún tratado internacional de otra época. Los marrones y los amarillos, cada vez más apagados, estaban cubiertos de una cualidad orgánica, como hojas muertas.

Se guardó el móvil de nuevo en el bolsillo. Nos quedamos sentados mucho rato en silencio. Luego él cogió un cigarrillo.

—¿Me crees ahora? —dijo, exhalando el humo por la comisura de la boca.

Los átomos de mi cabeza se desintegraban; el destello de la coca ya empezaba a apagarse, y la aprensión y el desasosiego avanzaban sutilmente como aire oscuro antes de una tormenta de truenos. Nos miramos durante largo rato en un silencio sombrío: frecuencia química alta, soledad frente a soledad, como dos monjes tibetanos sobre la cima de una montaña.

Luego me puse en pie sin decir una palabra y cogí el abrigo. Boris también se levantó de un salto.

—Espera, Potter —dijo cuando pasé por su lado—. No te vayas enfadado. Cuando te decía que te compensaré hablaba en serio. ¿Potter? —me llamó de nuevo al verme cruzar la tintineante cortina de cuentas y salir a la calle, adentrándome en la luz gris sucio del amanecer. La Avenida C estaba vacía con excepción de un taxi solitario que pareció alegrarse de verme tanto como yo de verlo a él, y que se acercó a toda velocidad para recogerme. Antes de que Boris pudiera decir una palabra más me subí a él y me alejé dejándolo allí con su abrigo junto a una hilera de cubos de basura.

X

Eran las ocho y media de la mañana cuando llegué al almacén, con la mandíbula dolorida de apretar los dientes y el corazón a punto de estallarme. La habitual luz del día; el estruendo matinal de los transeúntes, brillante de amenaza. Hacia las diez y cuarto estaba sentado en mi dormitorio de la casa de Hobie y todo me daba vueltas como una peonza que se tambalea y gira de un lado para otro al perder velocidad. Sobre la alfombra había un par de bolsas de la compra; una tienda de campaña pequeña aún por estrenar; una funda de almohada de percal de algodón beige que todavía olía a mi habitación de Las Vegas; una lata llena de un surtido de Roxicodonas y pastillas de morfina que sabía que debería tirar al retrete; y una maraña de cinta adhesiva que corté con gran esfuerzo con un cúter, veinte minutos de dedicación total, notando el pulso en las yemas de los ledos, aterrado de cortar demasiado y estropear el cuadro sin querer, abriéndolo por fin por un lado, arrancando con cuidado la cinta, tira a tira, con manos temblorosas; solo para encontrar, entre cartón, envoltorio y papel de periódico, un libro de texto de cívica lleno de garabatos («¡Democracia, diversidad y tú!»).

Una brillante multitud multicultural. En la cubierta, niños asiáticos, niños latinoamericanos, niños afroamericanos, niños nativos americanos, una niña musulmana con un hiyab en la cabeza y un niño blanco en una silla de ruedas sonriendo y levantando las manos delante de una bandera estadounidense. En el interior, dentro del alegre e insulso mundo de los buenos ciudadanos, donde personas de diferentes etnias participaban alegremente en sus comunidades y niños de ciudad deambulaban con una regadera alrededor de sus viviendas de protección oficial, cuidando de un árbol plantado en una maceta cuyas ramas ilustraban las ramas del gobierno, Boris había dibujado unas dagas con su nombre, rosas y corazones alrededor de las iniciales de Kotku, y un par de ojos espías mirando de reojo un examen de muestra parcialmente contestado:

¿Por qué necesita el hombre un gobierno? Para imponer una ideología, castigar a los malhechores y promocionar la igualdad y la hermandad entre la gente.

¿Cuáles son los deberes de los ciudadanos estadounidenses? Votar a los miembros del Congreso, celebrar la diversidad y luchar contra los enemigos del Estado.

Por fortuna, Hobie había salido. Las pastillas que me tomé no surtían efecto; después de dos horas retorciéndome y agitándome en la cama en un tortuoso estado de duermevela lleno de caídas por precipicios, con la mente desbocada y exhausto de lo rápido que me latía el corazón, con la voz de Boris resonando aún en mi mente, me obligué a levantarme, a poner orden en la habitación, a ducharme y afeitarme; me corté mientras lo hacía, ya que tenía el labio superior casi tan dormido como en el dentista a causa de la hemorragia nasal que había sufrido. Luego me preparé una cafetera, encontré en la cocina un bollo rancio que me obligué a comer, y antes del mediodía estaba en la tienda, con el letrero de «Abierto»; justo a tiempo para interceptar a la cartera, que llegaba con su poncho impermeable (que pareció alarmarse, apartándose mucho al ver mis ojos legañosos y el labio cortado con el pedazo de kleenex ensangrentado encima), aunque mientras ella me entregaba las cartas con guantes de látex me pregunté: ¿para qué? Reeve podía escribir todo lo que quisiera a Hobie o incluso llamar a la Interpol, ¿qué importaba?

Llovía. Los transeúntes se apiñaban y correteaban. La lluvia repiqueteaba con fuerza contra la ventana, y cubría de gotas las bolsas de basura que había junto a la cuneta. Sentado ante el escritorio, en mi anticuada butaca, intenté aferrarme o consolarme al menos entre las sedas gastadas y la tenue luz de la tienda, en medio de su penumbra agridulce como las oscuras y lluviosas aulas de mi niñez; pero una vez pasado bruscamente el efecto de la dopamina sentía los temblores previos a algo muy parecido a la muerte: una tristeza que sentías primero en el estómago, aporreándote luego en el interior de la frente, y toda la oscuridad que había dejado fuera volvía rugiendo.

Estrechez de miras. Todos esos años había flotado a la deriva, demasiado enclaustrado y aislado para vivir la realidad; un delirio que me había hecho rodar sobre su lenta y relajada ola desde la niñez, tumbado en la alfombra de sisal de Las Vegas totalmente colocado, riéndome del ventilador del techo, solo que ya no me reía, y Rip van Winkle hacía muecas y apoyaba la cabeza en el suelo unos cien años demasiado tarde.

¿Cómo podía enderezar las cosas? Imposible. En cierto modo, Boris me había hecho un favor llevándose el cuadro; al menos sabía que así era como lo vería la mayoría de la gente; me había sacado del apuro, y ahora nadie podría culparme; la mayoría de mis problemas se habían resuelto de golpe. Pero aunque sabía que cualquier persona cuerda sentiría alivio al no tener el cuadro en sus manos, nunca me había sentido tan desesperado, avergonzado y lleno de odio hacia mí mismo.

En la tienda hacía un calor agobiante. No podía estarme quieto; me levanté y me senté, me acerqué a la ventana y regresé de nuevo. Todo estaba impregnado de horror. Un Polichinela de porcelana me miraba con desprecio. Hasta los muebles parecían enclenques y desproporcionados. ¿Cómo podía haberme creído una persona mejor, más sabia, más elevada, valiosa y digna de vivir con un secreto como ese? Y sin embargo me lo había creído. El cuadro hacía que me sintiera menos mortal, menos común. Era puntal y reivindicación; era sustento y peso; la piedra angular que sostenía la catedral. Y ahora que se había desvanecido de repente debajo de mí, era terrible descubrir que durante toda mi vida de adulto me había visto íntimamente sostenido por esa enorme, oculta y frenética alegría; la convicción de que toda mi vida hacía equilibrios sobre un secreto que podía hacerla añicos en cualquier momento.

XI

Cuando Hobie volvió hacia las dos de la tarde, entró en la tienda con un tintineo de campanillas como un cliente.

—Bueno, lo de anoche fue una auténtica sorpresa. —Tenía las mejillas sonrosadas de la lluvia mientras se quitaba la gabardina y sacudía el agua; iba vestido para ir a la casa de subastas, con su corbata de nudo windsor y uno de sus bonitos trajes antiguos—. Me refiero a Boris.

Le había ido bien en la subasta, lo deduje por su buen humor; aunque no solía pujar, sabía muy bien lo que quería y de vez en cuando, en una sesión de poco movimiento, cuando no tenía ningún competidor, se marchaba con un montón de maravillas.

—Supongo que fue una gran noche para los dos.

—Sí —yo estaba encorvado en una esquina, bebiendo té a sorbos; me dolía mucho la cabeza.

—Fue curioso conocerlo después de haberte oído hablar tanto de él. Como conocer a un personaje de un libro. Siempre me lo había imaginado como el Pillastre de Oliver Twist, ¿cómo se llama el personaje? Jack nosecuantos. El golfillo de la chaqueta andrajosa y la mejilla tiznada de carbón.

—Créeme, iba bastante sucio entonces.

—Bueno, ya sabes que Dickens no nos dice qué fue del Pillastre. ¿Quién sabe si de mayor se convirtió en un comerciante respetable? Y hay que ver cómo se puso Popper al verlo. Nunca he visto un animal más contento. Ah, antes de que se me olvide —añadió medio volviéndose, ocupado con su chaqueta; no se había dado cuenta de que me había quedado inmóvil al oír el nombre de Popper—, te llamó Kitsey.

No respondí; no podía. No había pensado ni una sola vez en Popper.

—A eso de las diez pasadas. Le dije que te habías encontrado con Boris, que pasaste por casa y volviste a irte. Espero que no te importe.

—Claro que no —respondí con un gran esfuerzo, intentando ordenar mis pensamientos que se agolpaban a la vez en todas direcciones.

—¿Qué debía recordarte? —Hobie se llevó un dedo a los labios—. Me dio un recado para ti. Deja que piense. —Después de un pequeño respingo, añadió—: No me acuerdo. Tendrás que llamarla. Ya sé, algo de una cena esta noche en casa de alguien. ¡La cena era a las ocho! De eso me acuerdo, pero no recuerdo dónde.

—En casa de los Longstreet —dije con abatimiento.

—Eso es. En fin, háblame de Boris. Qué divertido es, y parece encantador… ¿Cuánto tiempo estará en la ciudad? —Y como no respondía, añadió—: ¿Lleva mucho aquí? —Hobie no podía ver la expresión horrorizada de mi cara, que estaba vuelta hacia la calle—. Deberíamos invitarlo a comer, ¿no crees? ¿Por qué no le pides que nos dedique un par de noches que tengas libre? Si quieres, por supuesto —añadió al ver que yo seguía en silencio—. Es cosa tuya. Ya me dirás algo.

XII

Un par de horas después —exhausto, con los ojos llorosos por la jaqueca—, seguía preguntándome frenético cómo recuperar a Popper mientras al mismo tiempo inventaba y rechazaba explicaciones para justificar su ausencia. ¿Lo había dejado atado delante de una tienda? ¿Alguien lo había robado? Una burda mentira, por no hablar de que diluviaba, y Popper estaba tan viejo y malhumorado que a duras penas lograba arrastrarlo con la correa hasta la boca de incendios. ¿La peluquera? La peluquera de Popper, una anciana de aspecto necesitado llamada Cecelia que trabajaba fuera de su apartamento, siempre lo había devuelto hacia las tres. ¿El veterinario? Aparte de que Popper no estaba enfermo (¿y por qué no lo habría mencionado si lo estaba?), siempre iba al mismo veterinario que Hobie conocía desde los tiempos de Welty y Chessie, y la consulta del doctor McDermott estaba en la misma calle. ¿Por qué lo había llevado a otro?

Refunfuñando, me levanté y me acerqué a la ventana. Una y otra vez me encontraba en el mismo callejón sin salida: Hobie entrando aturdido en la tienda, como seguramente haría dentro de un par de horas, buscando con la mirada. «¿Dónde está Popper? ¿Lo has visto?». Y eso era todo, un bucle infinito; no había posibilidad de teclear Alt-Tab. Podías forzar el apagado, desconectar el ordenador, conectarlo de nuevo y volver a abrir el juego, y este seguiría encallado y paralizado en el mismo lugar. «¿Dónde está Popper?». No había código de trampas. El juego se había acabado. No había forma de saltarse ese momento.

Las raídas cortinas de lluvia habían dado paso a una llovizna, aceras brillantes y agua goteando de los toldos, y toda la gente que pasaba por la calle parecía haber aprovechado ese momento para ponerse la gabardina y correr a la esquina con el perro; allá donde miraba había perros, brincando con la gracia de un elefante, típicos caniches negros, chuchos terriers, chuchos cobradores, un anciano bulldog francés y un par de perros salchicha de aspecto remilgado cruzando en tándem la calle con la barbilla alta. Agitado, me senté de nuevo, cogí el catálogo de ventas de Christie’s y empecé a pasar las hojas haciendo ruido: horribles acuarelas modernistas, dos mil dólares por un feo bronce victoriano de dos búfalos luchando, absurdo.

¿Qué iba a decirle a Hobie? Popper era viejo y sordo, y a veces se quedaba dormido en algún rincón donde no te oía enseguida cuando lo llamabas, pero pronto llegaría la hora de cenar y yo oiría a Hobie dar vueltas en el piso de arriba, buscándolo detrás del sofá y en el dormitorio de Pippa y en sus escondites habituales. «¿Popsky? ¡Eh, es la hora de comer!». ¿Podía hacerme el tonto? ¿Fingir que yo también registraba la casa, rascándome la cabeza perplejo? ¿Una misteriosa desaparición? ¿El Triángulo de las Bermudas? Angustiado, había vuelto al plan de la peluquera cuando sonaron las campanillas de la puerta.

—Pensaba quedármelo.

Popper —empapado, pero por lo demás con buen aspecto después de la aventura que había corrido—, estiró las patas con bastante formalidad cuando Boris lo dejó en el suelo y se acercó en silencio a mí, con la cabeza bien alta para que lo rascara debajo del morro.

—No te ha echado nada de menos —dijo Boris—. Hemos pasado un bonito día juntos.

—¿Cómo estás? —le pregunté después de un largo silencio, porque no se me ocurría nada más que decir.

—Sobre todo dormido. —Se frotó los ojos rodeados de cercos oscuros y bostezó—. Giuri nos ha dejado en casa y hemos echado una bonita cabezada los dos juntos. ¿Te acuerdas de cómo se acurrucaba como un gorro de pieles sobre mi cabeza? —Popper nunca había dormido con el morro sobre mi cabeza, eso solo lo hacía con Boris—. Luego nos hemos despertado, me he duchado y lo he sacado a pasear, pero no muy lejos, no ha querido ir muy lejos. He hecho varias llamadas, hemos comido un sándwich de beicon y hemos venido aquí. —Al ver que yo no respondía, se pasó una mano por el pelo alborotado y exclamó impulsivamente—: ¡Mira, lo siento! De verdad, voy a solucionarlo y esta vez será para siempre.

Se hizo un silencio apabullante.

—¿Lo pasaste bien anoche? Yo sí. ¡Nos corrimos una gran juerga! Pero esta mañana no me encontraba tan bien. Por favor, di algo —balbuceó al ver que no respondía—. Me he sentido fatal todo el día.

Popper cruzó la habitación hasta su bol de agua. Tranquilamente, empezó a beber. Durante largo rato no se oyó otro ruido que sus monótonos lametazos y sorbos.

—De verdad, Theo —con una mano en el corazón—, me siento fatal. No tengo palabras para decirte lo que siento, lo avergonzado que estoy —añadió con un tono más grave porque yo guardaba silencio—. Y, sí, lo reconozco, parte de mí se pregunta: ¿por qué lo estropeaste todo, Boris?, ¿por qué tuviste que abrir la bocaza? Pero ¿cómo iba a mentir y escabullirme? Al menos concédeme esto —dijo, frotándose las manos agitado—. No soy cobarde. Y voy a solucionarlo de algún modo, te lo prometo.

Hobie estaba ocupado en el piso de abajo con la aspiradora, pero de todos modos bajé la voz, el mismo susurro enfadado que cuando Xandra estaba abajo y no queríamos que nos oyera discutir.

—¿Por qué…?

—¿Por qué que?

—¿Por qué demonios lo cogiste?

Boris parpadeó con un ligero aire de superioridad moral.

—Porque la mafia judía iba a ir a tu casa, por eso.

—No, esa no es la razón.

Boris suspiró.

—Bueno, es parte de la razón. ¿Estaba seguro en tu casa? ¡No! ¡Y en el colegio tampoco! Cogí mi viejo libro del colegio, lo envolví con periódico y lo cerré con cinta adhesiva del mismo grosor…

—Te he preguntado por qué lo cogiste.

—Qué puedo decir. Soy un ladrón.

Popper seguía sorbiendo ruidosamente agua. Con exasperación me pregunté si Boris le había dado de beber a lo largo del agradable día que habían pasado juntos.

—Y… —se encogió de hombros con actitud despreocupada— lo quería. Sí. ¿Quién no querría tenerlo?

—¿Por qué lo querías? —Y como no respondía, añadí—: ¿Por el dinero?

Boris hizo una mueca.

—Claro que no. No se puede vender algo así. Aunque… debo admitir que una vez que me vi en apuros, hace cuatro o cinco años, estuve a punto de venderlo directamente, a un precio bajísimo, casi regalado, solo para deshacerme de él. Me alegré de no hacerlo. Me encontraba en un aprieto y necesitaba la pasta. Pero… —sorbiendo con fuerza y secándose la nariz— intentar vender algo así es la forma más rápida de que te pillen. Tú lo sabes. Como instrumento de negociación es otro cantar. Ellos lo retienen como aval y te adelantan la mercancía. Vendes la mercancía o lo que sea, devuelves el capital, les das su parte y te devuelven el cuadro, y asunto concluido. ¿Comprendes?

Me puse a hojear el catálogo de Christie’s de nuevo, que seguía abierto sobre mi escritorio, sin responder.

—Ya sabes lo que dicen. —Su voz era al mismo tiempo triste y pícara—. La ocasión hace al ladrón. ¿Quién lo sabe mejor que tú? Fui a tu taquilla para buscar dinero para el almuerzo y pensé: ¿Cómo? ¿Qué es esto? Fue fácil cogerlo y esconderlo. Luego llevé al taller de manualidades de Kotku mi viejo libro de texto e hice un paquete del mismo tamaño, el mismo grosor, ¡con la misma cinta y todo! Kotku me ayudó. Pero no le dije por qué lo hacía. A ella no podía decirle esa clase de cosas.

—Todavía no me creo que lo robaras.

—Mira, no voy a ponerte excusas. Lo cogí. Pero… —sonrió de forma cautivadora—, ¿soy deshonesto? ¿Mentí?

—Sí —respondí después de un silencio lleno de incredulidad—. Sí, mentiste.

—¡Tú nunca me preguntaste! ¡Si lo hubieras hecho te lo habría dicho!

—Boris, eso es una gilipollez. Mentiste.

—Bueno, pues ahora no estoy mintiendo —replicó, mirando alrededor resignado—. ¡Pensé que a estas alturas ya lo habrías averiguado! ¡Hace años! ¡Pensé que sabrías que había sido yo!

Me dirigí hacia las escaleras, seguido por Popchik; Hobie había apagado la aspiradora, dejando un silencio sonoro, y yo no quería que nos oyera.

—No lo tengo muy claro. —Boris se sonó de manera despreocupada, inspeccionó el contenido del kleenex e hizo una mueca—. Pero estoy bastante seguro de que se encuentra en alguna parte de Europa. —Dobló el kleenex y se lo guardó en el bolsillo—. Hay una posibilidad remota de que esté en Génova. Pero me inclino más por Bélgica o Alemania. Quizá Holanda. Podrán negociar mejor con él porque allí les impresiona más.

—Eso no reduce mucho las opciones.

—¡Bueno, escucha! ¡Alégrate de que no esté en Sudamérica! Porque entonces te garantizo que no tendrías posibilidad de volver a verlo.

—Pensaba que habías dicho que había desaparecido.

—Lo único que digo es que creo que puedo averiguar dónde está. Es muy distinto de saber cómo recuperarlo. Nunca he tenido tratos con esa gente.

—¿Qué gente?

Intranquilo, Boris guardó silencio y bajó la vista hacia el suelo: figurillas de bulldog de hierro, libros amontonados, muchas alfombrillas.

—¿No se mea sobre las antigüedades? —preguntó señalando a Popchik con la cabeza—: ¿En todos estos bonitos muebles?

—No.

—En tu casa lo hacía continuamente. Toda la moqueta del piso de abajo apestaba a meado. Creo que era porque Xandra no lo sacaba a pasear antes de que nosotros llegáramos.

—¿Qué gente?

—¿Eh?

—Con qué gente no has tenido nunca trato.

—Es complicado. Ya te lo contaré, si quieres —añadió con prisa—, pero creo que los dos estamos cansados y no es el momento. Voy a hacer unas llamadas a ver qué averiguo, y entonces volveré y te lo diré, te lo prometo. —Se dio unos golpecitos en el labio superior con un dedo—. Por cierto…

—¿Qué?

—Tienes una mancha ahí. Debajo de la nariz.

—Me he cortado al afeitarme.

—Ya.

Allí de pie, pareció titubear, como si estuviera a punto de salir con alguna disculpa o estallido mucho más acalorado, pero el silencio que se cernió entre ambos parecía tan definitivo que hundió las manos en los bolsillos y solo dijo:

—Bueno.

—Bueno.

—Hasta luego entonces.

—Sí.

Sin embargo, cuando salió por la puerta y me quedé junto al escaparate viendo cómo se alejaba tranquilamente esquivando las gotas que caían del toldo, y adoptando un paso cada vez más ligero y desgarbado en cuanto creyó que yo ya no lo veía, pensé que había muchas probabilidades de que fuera la última vez que lo veía.