XIII

Teniendo en cuenta cómo me encontraba, que, en pocas palabras, era para el arrastre, con una desagradable migraña y abrumado por tanta infelicidad que apenas veía nada, no tenía mucho sentido que la tienda estuviera abierta. Así, aunque había escampado y la gente ya salía a la calle, colgué el letrero de «Cerrado» y, con Popper pisándome pesadamente los talones, me arrastré hasta el piso de arriba, donde, medio enfermo por el martilleo que sentía detrás de los ojos, me quedé inconsciente unas horas antes de cenar.

Kitsey y yo habíamos quedado en el piso de su madre a las ocho menos cuarto para ir juntos a la casa de los Longstreet, pero llegué un poco temprano. Por una parte quería estar unos minutos a solas con ella antes de salir a cenar, pero también tenía algo para la señora Barbour, un catálogo de exposiciones muy poco común que había encontrado en una de las fincas de Hobie y que se titulaba La técnica del grabado en la época de Rembrandt.

—No, no —me dijo Etta cuando entré en la cocina para pedirle que llamara a su puerta—, ya está en pie y circulando. Se ha tomado su té hace menos de quince minutos.

«En pie y circulando», tratándose de la señora Barbour, significaba en pijama, con zapatillas acolchadas y lo que parecía una vieja capa de ópera echada sobre los hombros.

—¡Oh, Theo! —exclamó con una espontaneidad conmovedora y sin reservas que me hizo pensar en Andy en las pocas ocasiones que estaba contento por algo, como el día que llegó por correo su visor telescópico Nagler de 22 milímetros o cuando hizo el feliz descubrimiento de un sitio porno de un juego de rol en vivo en el que aparecían doncellas de grandes bustos blandiendo espadas y haciéndoselo con caballeros, magos—. ¡Eres un encanto!

—No lo tiene, ¿verdad?

—No… —respondió ella hojeándolo encantada—. ¡Qué detalle! No te lo creerás pero vi esta exposición en Boston cuando iba a la universidad.

—Debió de ser increíble —dije, recostándome en un sillón.

Me sentía mucho más feliz de lo que habría creído posible unas horas atrás. Angustiado por el cuadro, torturado por la jaqueca, desesperado ante la perspectiva de tener que cenar con los Longstreet y preguntándome cómo demonios aguantaría una velada comiendo canapés de cangrejo picante mientras Forrest exponía sus opiniones sobre la situación económica, cuando lo único que quería era volarme la tapa de los sesos, intenté llamar a Kitsey con la intención de suplicarle que dijera que estaba enfermo para poder escaquearme y pasar la noche en la cama de su apartamento. Pero los días que Kitsey estaba fuera, me volvía loco, pues no me devolvía las llamadas, mis mensajes de texto y correos electrónicos quedaban sin respuesta, y cuando intentaba hablar con ella me saltaba directamente el buzón de voz. «Necesito comprarme otro móvil, porque este me está dando problemas», decía ella agobiada cuando me quejaba de esos frecuentes vacíos de comunicación. Y aunque me había ofrecido muchas veces a acompañarla a la tienda Apple para comprarle uno, ella siempre tenía alguna excusa: había demasiada cola, la esperaban en otra parte, no estaba de humor, tenía hambre, tenía sed, necesitaba ir al lavabo, ¿no podíamos dejarlo para otro momento?

Sentado en un lado de la cama con los ojos cerrados, disgustado por no haber podido hablar con ella (como solía ocurrir cuando realmente la necesitaba), me planteé llamar yo mismo a Forrest y decirle que estaba enfermo. Pero por mal que me encontrara quería verla a ella, aunque fuera al otro lado de una mesa de comedor y rodeado de gente que no me caía bien. De ahí que, para obligarme a levantarme de la cama, desplazarme al norte y aguantar la parte más soporífera de la velada, me hubiera tomado lo que en los viejos tiempos era para mí una suave dosis de opiáceos. Estos no me quitaron el dolor de cabeza, pero sorprendentemente me pusieron de buen humor. Hacía meses que no me sentía tan bien.

—¿Vais a cenar fuera esta noche Kitsey y tú? —me preguntó la señora Barbour mientras seguía hojeando encantada el catálogo que le había llevado—. ¿En casa de Forrest Longstreet?

—Así es.

—Iba a clase contigo y con Andy, ¿verdad?

—Sí.

—¿Él no era uno de esos chicos horribles?

—Bueno…, en realidad no. —La euforia me había vuelto generoso. Forrest, lento de reflejos y zoquete («Señor, ¿los árboles se consideran plantas?»), nunca había sido lo bastante inteligente para perseguirnos a Andy y a mí de una manera consistente e ingeniosa—. Pero es cierto que él formaba parte de ese grupo, ya sabe, Temple, Tharp, Cavanaugh y Scheffernan.

—Sí. Temple. Ya lo creo que me acuerdo de él. Y ese chico, Cable.

—¿Cómo? —le pregunté, un poco sorprendido.

—Le ha ido muy mal —continuó ella, sin levantar la mirada del catálogo—. Viviendo de prestado, sin un empleo, y tengo entendido, además, que tuvo algún que otro problema con la ley. Extendió unos cheques falsos y al parecer su madre se las vio negras para impedir que la gente lo denunciara. —Y antes de que yo pudiera explicar que Cable no había formado parte de ese grupo de deportistas agresivos, levantó la mirada y añadió—: Y Win Temple. Fue él quien golpeó a Andy en la cabeza contra la pared de las duchas.

—Sí, fue él. —De las duchas, lo que mejor recordaba no era la conmoción cerebral que sufrió Andy sino cómo Scheffernan y Cavanaugh me sujetaron e intentaron meterme un tubo de desodorante por el ano.

Delicadamente envuelta en su capa, con un chal sobre el regazo como si fuera a ir en trineo a una fiesta de Navidad, la señora Barbour seguía hojeando el libro.

—¿Sabes lo que dijo Temple?

—¿Cómo?

—Temple. —Tenía la vista clavada en el libro; su voz era alegre, como si hablara con un desconocido en una fiesta—. ¿Sabes qué excusa puso cuando le preguntaron por qué habían dejado inconsciente a Andy?

—No, no lo sé.

—Dijo: «Porque me pone nervioso». Me dicen que ahora es abogado. Espero que contenga un poco mejor su genio en los juzgados.

—Win no era el peor —dije tras un silencio lánguido—. Ni de lejos. Cavanaugh y Scheffernan…

—La madre ni siquiera estuvo atenta. Mandaba mensajes de texto por el móvil. Un asunto urgente con un cliente.

Me miré el puño de la camisa. Me había cuidado de cambiarme de ropa después del trabajo; si algo había aprendido en mis años de opiáceos (por no hablar de los años de fraudes de antigüedades) era que las camisas almidonadas y los trajes recién recogidos de la tintorería ayudaban a ocultar numerosos pecados…, pero con las pastillas de morfina me puse como una moto, deambulando por la habitación y tarareando a Elliott Smith mientras me vestía, sunshine… been keeping me up for days…, y vi que no me había cerrado bien los puños. Peor aún, los gemelos que elegí no hacían juego: uno era negro y el otro violeta.

—Podríamos haberlo denunciado —continuó la señora Barbour distraída—. No sé por qué no lo hicimos. Pero Chance dijo que eso le pondría las cosas más difíciles a Andy en el colegio.

—Bueno… —No había posibilidad de cerrarme de nuevo los puños sin que se notara. Tendría que esperar a subirme al taxi—. En realidad fue Scheffernan el que tuvo la culpa de lo de la ducha.

—Sí, eso es lo que dijo Andy, y Temple también, pero el golpe en sí, la conmoción cerebral, no hay ninguna duda…

—Scheffernan era taimado. Empujó a Andy contra Temple… Y se quedó en el otro extremo del vestuario, partiéndose de risa con Cavanaugh y los otros chicos cuando empezó la pelea.

—Bueno, eso no lo sé, pero David… —David era el nombre de pila de Scheffernan— no era como los demás, era un chico muy agradable y educado, venía bastante por aquí y siempre fue amable invitando a Andy. Ya sabes cómo eran muchos de los niños con las fiestas de cumpleaños…

—Sí, pero Schefferman siempre le tuvo manía a Andy. Porque su madre le imponía a Andy a la fuerza, obligándolo a invitarlo y haciéndole venir aquí.

La señora Barbour suspiró y dejó la taza. La infusión era de jazmín; desde donde estaba sentado me llegaba el olor.

—Bueno, sabe Dios que tú conocías a Andy mejor que yo —dijo de manera inesperada, cerrándose mejor el cuello bordado de la bata—. Yo nunca le vi tal como era y eso que en ciertos aspectos era mi hijo preferido. Ojalá no hubiera intentado continuamente convertirlo en otra persona. Tú desde luego fuiste capaz de aceptarlo como era, más que su padre y que yo, y sabe Dios que su hermano. Mira… —añadió en el silencio bastante gélido que siguió, mientras seguía hojeando el libro—. Aquí está san Pedro. Apartando a los niños de Cristo.

Me levanté obediente y la rodeé. Conocía la obra, era uno de los grandes y violentos grabados a punta seca que había en el Morgan; lo llamaban el «Grabado de los Cien Florines», pues era el precio que Rembrandt se vio obligado a pagar para recuperarlo.

—Rembrandt es tan especial. Incluso sus temas religiosos, es como si los santos hubieran bajado con el fin de posar para él. Esos dos san Pedros… —señaló con un ademán el pequeño dibujo a plumilla que colgaba de la pared— son dos obras completamente distintas y pintadas con años de diferencia, pero es el mismo hombre, en cuerpo y alma, podrías identificarlo en una rueda de reconocimiento, ¿no? Esa cabeza calva. La misma cara, sumisa, seria. La bondad está impresa en toda su persona, y sin embargo siempre asoma esa mueca crispada de preocupación e inquietud. Ese sutil atisbo del traidor.

Aunque ella todavía hojeaba el libro, me encontré mirando la foto enmarcada de Andy y de su padre que había en la mesa. Solo era una foto, pero ningún maestro de la pintura de género holandesa podría haber transmitido mejor la sensación de presagio, transitoriedad y catástrofe en una composición. Andy y el señor Barbour contra un fondo oscuro, las velas apagadas en los candelabros de pared, la mano del señor Barbour sobre la maqueta de un barco. Si hubiera apoyado la mano sobre una calavera, el efecto no habría sido más alegórico ni más escalofriante. Encima, en lugar del reloj de arena tan querido por los pintores de vanitas holandeses, un reloj austero y un poco siniestro con números romanos y manecillas negras: las doce menos cinco. El tiempo se acaba.

—Mamá… —Era Platt, que irrumpió en la habitación y al verme se detuvo en seco.

—No te molestes en llamar, cariño —dijo la señora Barbour sin levantar la mirada del libro—, siempre eres bien recibido.

—Yo… —Platt me miraba con ojos desorbitados. Parecía nervioso. Hundió las manos en los bolsillos con fuelle de su chaqueta—. Kitsey se ha retrasado.

La señora Barbour pareció sorprenderse. Sus miradas expresaron algo que no podían decir.

—¿Retrasado? —repetí.

No hubo respuesta. Platt, que miraba fijamente a su madre, abrió la boca y la cerró. Con mucha suavidad, la señora Barbour dejó el libro a un lado y, sin mirarme, dijo:

—Bueno, me inclino a pensar que está fuera jugando al golf.

—¿En serio? —repuse, un poco sorprendido—. ¿No hace mal tiempo para eso?

—Hay tráfico —dijo Platt con impaciencia—. Le ha sorprendido un atasco. La autopista es el caos. Ha llamado a los Forrest —se volvió hacia mí— y os esperan para cenar.

—Quizá… —dijo la señora Barbour pensativa, al cabo de unos minutos— Theo y tú podríais ir a tomar algo. —Y, juntando las manos como si se hubiera resuelto el asunto, añadió con resolución—: Sí, creo que es una idea excelente. Id los dos a tomar algo. —Se volvió hacia mí con una sonrisa y me cogió la mano—. ¡Y tú eres un ángel! Muchas gracias por el libro. Es el regalo más maravilloso del mundo.

—Pero…

—¿Sí?

—¿No tendría que pasar Kitsey por aquí para arreglarse? —pregunté tras un momento de confusión.

—¿Cómo?

Los dos me miraban.

—Si ha estado jugando al golf, ¿no tendría que cambiarse? No querrá ir a casa de los Forrest con la ropa de golf —añadí, mirando a uno y a otro, y como ninguno de los dos respondía agregué—: No me importa esperar aquí.

Meditabunda, la señora Barbour apretaba los labios y parecían pesarle los párpados; de pronto lo comprendí. Estaba cansada. No había contado con recibirme y era demasiado educada para decírmelo.

—Aunque se está haciendo tarde —dije levantándome casi cohibido—. No me vendría mal un cóctel.

En ese momento me pitó ruidosamente el móvil en el bolsillo, que llevaba silencioso todo el día: un mensaje de texto. Con torpeza —me sentía tan agotado que no sabía dónde estaba mi propio bolsillo— lo busqué.

En efecto, era Kitsey, tintineando con sus iconos emoji. Hola Popsy llego una hora tarde! Espero pillarte a tiempo! Forrest y Celia dan una cena, te veo allí a las 9, te quiero un montón! Kits

XIV

Cinco o seis días después, todavía no me había recuperado de la noche que había salido con Boris. Por un lado se debía a lo ocupado que estaba con clientes, subastas y fincas que debía visitar, y por otro a que casi todas las noches tenía un compromiso agotador con Kitsey: fiestas, cenas de etiqueta, Pelléas et Mélisande en el Met… Me levantaba a las seis de la mañana y me acostaba pasadas las doce, y alguna noche salía hasta las dos, sin tener un momento para mí y (peor aún) sin apenas pasar un rato a solas con ella, lo que normalmente me habría vuelto loco, pero tan sumergido en el trabajo y acuciado por el agotamiento no tenía mucho tiempo para pensar.

Llevaba toda la semana esperando con impaciencia el martes, el día que Kitsey salía con sus amigas, no porque no quisiera verla sino porque Hobie cenaría fuera y yo estaba deseando estar solo, comer sobras de la nevera y acostarme temprano. Pero cuando llegó el momento de cerrar la tienda, a las siete, todavía tenía cosas que hacer. Milagrosamente, apareció un decorador para preguntar por una vasija de peltre anticuada, cara e imposible de vender que acumulaba polvo encima de una vitrina desde los tiempos de Welty. Yo no sabía gran cosa del peltre, y estaba buscando el artículo en cuestión en un número atrasado de Antiques cuando Boris se subió a la cuneta y llamó a la puerta de cristal, ni cinco minutos después de que yo hubiera cerrado. Llovía a cántaros; bajo la cortina de agua parecía un espectro con abrigo, irreconocible, pero la cadencia de los golpes en la puerta me recordó los viejos tiempos, cuando él rodeaba el patio de la casa de mi padre y llamaba con brusquedad para que le dejara entrar.

Entró con rapidez y se sacudió con violencia, arrojando agua alrededor.

—¿Quieres venir conmigo a las afueras? —preguntó sin preámbulos.

—Estoy ocupado.

—¿Sí? —dijo, con un tono a la vez afectuoso y exasperado, y tan visible y puerilmente dolido que me volví desde la estantería—. ¿Y no vas a preguntarme por qué? Creo que podría interesarte venir.

—¿Dónde de las afueras?

—Voy a hablar con unas personas.

—¿Y sobre qué vas a hablar?

—Sí, bueno —dijo él animado, sorbiendo y secándose la nariz—. No tienes por qué venir. Iba a llevarme a Toly, pero por varias razones pensé que tú también querrías estar allí… ¡Popchik, sí, sí! —Se agachó para coger en brazos al perro, que se acercó pesadamente para saludarlo—. ¡Yo también me alegro de verte! Le gusta el beicon —añadió, rascando a Popper detrás de las orejas y frotándole la nuca con la nariz—. ¿Alguna vez le cocinas beicon? También le gusta el pan si está untado de grasa.

—¿Hablar con quién? ¿Quiénes son esas personas?

Boris se apartó de la cara el pelo que le chorreaba.

—Un tipo que conozco. Se llama Horst y es un viejo amigo de Myriam. Él también pilló con ese trato… La verdad, no creo que pueda ayudarnos, pero Myriam me dijo que no perdíamos nada intentándolo y creo que tiene razón.

XV

Durante el trayecto en coche a las afueras de la ciudad, sentado en el asiento trasero y con la lluvia repiqueteando con tanta fuerza que Giuri tenía que gritar para que lo oyéramos («¡Qué tiempo de perros!»), Boris me puso en antecedentes sobre Horst.

—Una historia muy triste. Es alemán. Un tipo interesante, muy inteligente y sensible. De una familia importante, además… Me lo contó una vez pero lo he olvidado. Su padre era medio estadounidense y le dejó una fortuna, pero cuando su madre volvió a casarse… —Llegado a este punto mencionó un apellido de fama mundial en el mundo industrial, con un oscuro eco nazi—. Millones. Quiero decir que no te creerías la cantidad de dinero que tiene esa gente. Nadan en él. Les sale por el culo.

—Sí, es una historia triste, tienes razón.

—Bueno…, Horst estaba muy enganchado. Ya me conoces —añadió con un encogimiento de hombros filosófico—, yo no juzgo ni condeno. ¡Haz lo que quieras, no me importa! Pero Horst, él es un caso triste. Se enamoró de una chica que estaba enganchada y no paró hasta que él también se enganchó. Le sacó todo lo que pudo y cuando se acabó el dinero se largó. La familia de Horst lo repudió hace muchos años. Y él sigue consumiéndose de amor por esa chica horrible. Digo chica, pero ya debe de tener casi cuarenta años. Ulrika se llama. Cada vez que Horst consigue algo de dinero ella vuelve un tiempo con él, y luego se larga otra vez.

—¿Qué tiene que ver él con esto?

—Es el socio de Horst, Sascha, quien arregló ese trato. Yo conocí al tipo y me pareció legal. ¿Qué sabía de él? Horst me contó que nunca había trabajado en persona con el hombre de Sascha, pero yo tenía prisa y no hice las averiguaciones que debería haber hecho, y… —alzó las manos al aire—, ¡pumba! Myriam tenía razón, ella siempre tiene razón, debería haberle hecho caso.

El agua corría por las ventanillas, un mercurio denso que nos encerraba herméticamente en el coche, y las luces centelleaban y se derretían alrededor con un rugido que me recordó los días que Boris y yo nos quedábamos en el asiento trasero del Lexus en Las Vegas cuando mi padre lo llevaba a lavar.

—Horst suele ser bastante quisquilloso sobre con quién hace negocios, de modo que pensé que todo iría bien. Pero… es muy reservado, ¿sabes? «Insólito», es lo que dijo. «Poco convencional». ¿Qué se supone que significa eso? Cuando yo llego allí esa gente está loca. Loca como para disparar a pollos. Esa clase de situación…, uno quiere paz y tranquilidad. Era como si hubieran visto demasiado televisión o algo así, vamos, ¿es esa forma de actuar…? Normalmente en esa clase de situación todo el mundo se muestra muy educado, muy callado, ¡muy tranquilo! Myriam me dijo, y con razón: ¡Olvídate de las armas! ¿Qué clase de locura es esa de que la gente tenga pollos en Miami? Incluso en un asunto tan pequeño…, este es un barrio de jacuzzis y canchas de tenis, ya me entiendes, ¿quién tiene pollos? ¡No quieres que un vecino llame para quejarse del ruido que meten los pollos en el patio! —Se encogió de hombros—. Pero yo ya estaba allí. Estaba dentro. Me dije a mí mismo que no me preocupara demasiado, pero resultó que tenía razón.

—¿Qué pasó?

—No lo sé muy bien. Conseguí la mitad de la mercancía que se me había prometido…, el resto llegaría al cabo de una semana. No es tan raro. Pero luego los detuvieron y no recibí la otra mitad ni recuperé el cuadro. Horst, bueno, él también quiere recuperarlo, él también ha perdido mucho dinero. De todos modos espero que tenga algo más de información que la última vez que hablamos.

XVI

Giuri nos dejó en las calles Sesenta, no muy lejos de casa de los Barbour.

—¿Es aquí? —pregunté, sacudiendo la lluvia del paraguas de Hobie.

Estábamos fuera de una de las grandes casas de piedra caliza junto a la Quinta: puertas de hierro negro, aldabones enormes en forma de cabeza de león.

—Sí, aquí es donde vive su padre…, el resto de la familia intenta desheredarlo legalmente, pero que tengan suerte… ¡ja!

Nos abrieron desde arriba y subimos en un ascensor de jaula al segundo piso. Olía a incienso, marihuana y salsa de espaguetis cocinándose. Abrió la puerta una mujer rubia y larguirucha, con el pelo corto y una cara serena de ojos pequeños como los de un camello. Iba vestida como una especie de golfilla de la calle o un chico que reparte periódicos: pantalones de pata de gallo, botines, camisa térmica sucia, tirantes. Encima de la nariz tenía unas gafas Ben Franklin de montura metálica.

Sin decir una palabra nos abrió la puerta y se fue, dejándonos solos en un salón mal iluminado y sucio del tamaño de una sala de baile que parecía la versión destartalada de un decorado de la alta sociedad de una película de Fred Astaire: techos altos, yeso desmenuzándose; piano de cola, arañas de luces apagadas con la mitad de los cristales rotos o perdidos; una magnífica escalera al estilo hollywoodiense cubierta de colillas. De fondo zumbaban débilmente unos cantos sufís: Allahu Allahu Allahu Haqq. Allahu Allahu Allahu Haqq. Alguien había dibujado en la pared, al carboncillo, una serie de desnudos de tamaño natural que subían por las escaleras como fotogramas de una película; y se veían muy pocos muebles aparte de un futón raído, unas sillas y una mesa que parecían recogidos de la calle. De la pared colgaban marcos de cuadros vacíos y el cráneo de un carnero. En la televisión, una película de dibujos animados parpadeaba y balbuceaba con una energía epiléptica, formas geométricas dando vueltas intercaladas con letras y secuencias de carreras de coche en directo. Aparte de eso, y de la puerta por donde había desaparecido la rubia, la única luz procedía de una lámpara que proyectaba un crudo círculo blanco sobre las velas derretidas, los cables de ordenador, los envases de cerveza vacíos, las bombonas de butano, los pasteles oleosos en cajas y sueltos, muchos catálogos comentados, libros en alemán e inglés, entre ellos Desesperación de Nabokov y El ser y el tiempo de Heidegger con la cubierta arrancada, blocs de dibujo, libros de arte, ceniceros y papel de plata quemado, y un cojín de aspecto mugriento sobre el que dormitaba un gato atigrado gris. Encima de la puerta, como un trofeo de algún pabellón de caza de la Selva Negra, un perchero de astas proyectaba sombras distorsionadas que se extendían y bifurcaban por el techo en un ambiente de cuento nórdico y perverso.

En la habitación contigua tenía lugar una conversación. Las ventanas estaban cubiertas con sábanas claveteadas del grosor justo para dejar entrar un difuso resplandor violeta de la calle. Mientras miraba alrededor, surgieron de la oscuridad formas que fueron transformándose con la singularidad de un sueño; para empezar, la mampara que dividía la habitación improvisada —una alfombra colgada del techo por un hilo de pescar, al estilo de los pisos de vecindad— era, vista de cerca, un tapiz, y uno de calidad, del siglo XVIII o más antiguo, casi idéntico a un Amiens que yo recordaba haber visto en una subasta con un precio de salida de cuarenta mil libras. Y no todos los marcos de la pared estaban vacíos. En algunos había cuadros, y uno de ellos, incluso a la escasa luz, parecía un Corot.

Estaba a punto de acercarme para mirarlo cuando apareció en la puerta un hombre de entre treinta y cincuenta años de aspecto cansado, larguirucho, con el pelo rubio oscuro y lacio peinado hacia atrás, vestido con unos tejanos punk negros rotos por las rodillas, un jersey cutre de comando británico y encima una americana que no era de su talla.

—Hola, tú debes de ser Potter —me dijo en voz baja. Tenía un acento británico con un dejo alemán. Luego se volvió hacia Boris—: Me alegro de que hayáis venido. Tenéis que quedaros. Candy y Niall están preparando la cena con Ulrika.

Movimiento detrás del tapiz, a mis pies, que me hizo retroceder rápidamente; formas envueltas en el suelo, sacos de dormir, olor a vagabundo.

—Gracias. No podemos quedarnos mucho rato —respondió Boris, que había cogido en brazos el gato y le rascaba detrás de las orejas—. Pero tomaremos un poco de ese vino, gracias.

Sin decir una palabra Horst le pasó su vaso a Boris y luego dijo algo en alemán hacia la habitación contigua.

—Eres anticuario, ¿verdad?

En el resplandor de la televisión, sus pequeños y pálidos ojos de gaviota con pupilas diminutas parecían duros e imperturbables.

—Así es —respondí incómodo; y luego—: Ah, gracias.

Otra mujer, con el pelo moreno y cortado a lo chico, botas altas negras y una falda lo bastante corta para dejar ver el gato negro tatuado en un muslo lechoso, apareció con una botella y dos vasos: uno para Horst y otro para mí.

Danke, Darling —dijo Horst. Y volviéndose hacia Boris añadió—: Caballeros, ¿desean entonarse?

—Ahora no —dijo Boris, que se inclinó hacia delante para robar un beso de la mujer morena antes de que se fuera—. Pero me preguntaba qué sabes de Sascha.

—Sascha… —Horst se arrellanó en el futón y encendió un cigarrillo. Con los tejanos rasgados y las botas de combate, parecía la versión desaliñada de un personaje secundario de película hollywoodiense de los años cuarenta, un mitteleuropäischer secundario conocido por sus papeles de violinistas trágicos y de refugiados cultos y hastiados—. A Irlanda es adonde parece apuntar todo. Una buena noticia, en mi opinión.

—No me parece que esa información sea correcta.

—A mí tampoco, pero he hablado con gente y hasta ahora cuadra. —Tenía el hablar arrítmico y relajado de un yonqui, pero sin arrastrar las palabras—. Bueno, espero saber más pronto.

—¿Amigos de Niall?

—No, Niall dice que nunca ha oído hablar de ellos. Pero es un comienzo.

El vino era malo; shiraz de supermercado. Como no quería acercarme a los cuerpos del suelo, me puse a inspeccionar un grupo de moldes de artista que había sobre una mesa destartalada: un torso masculino; una Venus envuelta en paños apoyada contra una roca; un pie con sandalia. A la escasa luz parecían los moldes de yeso que solías encontrar en venta en Pearl Paint, piezas de estudio para que hicieran bocetos los estudiantes, pero cuando deslicé un dedo por la parte superior del pie sentí la textura suave y lisa del mármol.

—¿Por qué iban a llevarlo a Irlanda? —preguntaba Boris insistente—. ¿Qué clase de mercado de coleccionistas hay allí? Creía que todo el mundo intentaba sacar las obras de ese país, no al revés.

—Sí, pero Sascha cree que utilizó el cuadro para saldar una deuda.

—¿Entonces el tipo tiene vínculos allí?

—Es evidente.

—Me cuesta creerlo.

—¿Qué, los vínculos?

—No, la deuda. Ese tipo…, por lo visto hace seis meses vendía tapacubos robados en la calle.

Horst se encogió un poco de hombros: ojos soñolientos, frente fruncida.

—Vete a saber. No sé si es verdad, pero no estoy dispuesto a confiar en la suerte. ¿Dejaría que me cortaran la mano por ello? —añadió, dejando caer lánguidamente la ceniza en el suelo—. No.

Boris miró el vaso de vino ceñudo.

—Era un aficionado. Créeme. Si lo hubieras visto lo sabrías.

—Sí, pero dice Sascha que le gusta el juego.

—¿No crees que a lo mejor Sascha sabe más?

—No, no lo creo. —Había algo ausente en su actitud, como si hablara consigo mismo—. «Espera y verás». Esto es lo que oigo. Una respuesta poco satisfactoria. Apesta desde arriba, si quieres saber mi opinión. Pero como digo yo, aún no hemos llegado al fondo de la cuestión.

—¿Y cuándo vuelve Sascha a la ciudad?

La penumbra de la habitación me trasladó directamente a Las Vegas de mi adolescencia, como el sombrío estado anímico de un sueño que persiste al despertar: bruma de humo de cigarrillo, ropa sucia en el suelo, la cara de Boris blanca y luego morada a la luz parpadeante de la pantalla.

—La semana que viene. Os llamaré. Podréis hablar vosotros mismos con él.

—Sí. Pero creo que deberíamos hablar con él juntos.

—Sí. Yo también lo creo. Los dos seremos más listos en el futuro… Esto no debería haber ocurrido —añadió Horst rascándose el cuello despacio, distraído—, pero en cualquier caso entenderéis que me resista a castigarlo muy severamente.

—Eso es muy oportuno para Sascha.

—¿Tienes sospechas? Dime.

—Creo… —Boris miró de reojo la puerta.

—¿Sí?

—Creo… —Boris bajó la voz— que se lo estás poniendo todo muy fácil. Sí, sí, lo sé. —Alzó las manos—. Pero vino muy bien que su hombre desapareciera y, ni idea, ¡él no sabe nada!

—Bueno, es posible —replicó Horst. Parecía desconectado, como si parte de él estuviera en otro lugar: un adulto en una habitación llena de niños pequeños—. Esto me está agobiando, a mí y a todos. Tengo tanto interés en llegar al fondo de la cuestión como tú. Pero por lo que sabemos su hombre era policía.

—No —replicó Boris con rotundidad—. No lo era. Lo sé.

—Bueno, si te digo la verdad, yo tampoco lo creo. Aquí hay gato encerrado. Aun así, tengo esperanzas. —Cogió una caja de madera de la mesa de dibujo y hurgó en ella—. ¿Estáis seguros, caballeros, de que no queréis entonaros?

Desvié la mirada. Nada me habría apetecido más. También me habría gustado ver el Corot, pero para ello tenía que rodear los cuerpos del suelo. En el otro extremo de la habitación vi otros cuadros apoyados contra el panel de madera: una naturaleza muerta, un par de paisajes pequeños.

—Puedes echarles un vistazo, si quieres. —Era Horst quien me hablaba—. El Lépine es una falsificación. Pero el Claesz y el Berchem están en venta, si te interesan.

Boris se rió y cogió uno de los cigarrillos de Horst.

—No está interesado en comprar.

—¿No? —preguntó Horst con tono afable—. Puedo dejarle los dos a buen precio. El vendedor necesita deshacerse de ellos.

Me acerqué para examinarlos: una naturaleza muerta, una vela y una copa de vino medio vacía.

—¿Un Claesz-Heda?

—No… Pieter. Pero… —Horst dejó a un lado la caja; se detuvo a mi lado y sostuvo en alto la lámpara de escritorio con el cable colgando, bañando los dos cuadros en una luz cruda y formal—, ¿ves esta parte? —La trazó en el aire con el dedo curvado—. ¿El reflejo de la llama, el borde de la mesa, la caída de la tela? Casi podría ser de Heda en un mal día.

—Es bonito.

—Sí. Bonito en su género. —De cerca Horst desprendía un olor a sucio y raído, con un intenso hedor a tienda de importaciones polvorientas como el interior de una antigua caja de madera china—. Un poco prosaico para el gusto moderno. A la manera clasicista. Demasiado estudiado. Aun así, el Berchem es muy bueno.

—Hay muchas falsificaciones de Berchem por ahí —repuse con tono neutral.

—Sí. —La luz que la lámpara proyectaba sobre el cuadro era azulada, inquietante—. Pero este es precioso… Italia, mil seiscientos cincuenta y cinco… ¿No son bonitos los ocres? El Claesz creo que no es tan bueno, de la primera época, aunque en ambos casos la procedencia es impecable. Estaría muy bien no separarlos…, esos dos nunca han estado separados. Padre e hijo. Pasaron juntos a una antigua familia holandesa y acabaron en Austria después de la guerra. —Horst sostuvo la lámpara más alta—. Pieter Claesz era muy variable, la verdad. Una técnica maravillosa, con unas superficies perfectas, pero en este hay algo que no está bien, ¿no te parece? La composición no mantiene una unidad. Es de algún modo incoherente. Además… —Señaló con el dorso del pulgar el brillo excesivo que proyectaba el lienzo: demasiado barniz.

—Estoy de acuerdo. Y aquí… —dije recorriendo en el aire el feo arco donde una limpieza entusiasta había frotado demasiado la pintura dejando ver la capa de debajo.

—Sí —respondió con una mirada afable y somnolienta—. Exactamente. Acetona. Deberían fusilar al que lo hizo. Y sin embargo un cuadro de nivel medio como este, en malas condiciones, incluso una obra anónima, vale más que una obra maestra, esa es la ironía. O al menos vale más para mí. Sobre todo los paisajes. Son muy fáciles de vender. No reciben tanta atención de las autoridades, ya que son difíciles de reconocer a partir de una descripción… y aun así valen quizá un par de cientos de miles. Ahora bien, el Fabritius… —una pausa larga y relajada— es un caso completamente diferente. La obra más extraordinaria que ha pasado jamás por mis manos, puedo decirlo sin titubear.

—Sí, y por eso tenemos tanto interés en recuperarlo —gruñó Boris desde la oscuridad.

—Completamente extraordinario —continuó Horst con serenidad—. Un bodegón como ese —señaló el Claesz con un ademán lento (las uñas de las manos ribeteadas de negro, una red de venas en el dorso de la mano)— hace hincapié en el trampantojo. Posee gran destreza técnica, pero es demasiado refinado. De una precisión obsesiva. Tiene una cualidad casi mortal. Una buena razón para que se llamen naturalezas muertas, ¿no? —Dio un paso hacia atrás con las rodillas flojas—. En cuanto a Fabritius, sé la teoría de El jilguero, estoy muy familiarizado con ella, la gente lo considera un trampantojo y desde lejos en realidad puede describirse como tal. Pero me da igual lo que digan los historiadores de arte. Lo cierto es que hay en él partes trabajadas como un trampantojo…, como la pared y el pedestal, el rayo de luz que cae sobre el metal o el pecho emplumado, es casi una criatura viva. Todo esponjoso y plumoso. Suave, suavísimo al tacto. Claesz llevaría ese acabado, esa precisión, a la muerte; un pintor como Van Hoogstraten lo llevaría aún más lejos, sería el último paso hacia su destrucción. Pero Fabritius está haciendo un juego de palabras con el género…, una réplica maestra a toda la idea del trampantojo…, porque en otras partes (¿la cabeza?, ¿el ala?) en las que no es nada realista ni fiel, desmonta la imagen de una forma totalmente deliberada para enseñarnos cómo la ha pintado. Trazos y parches, muy moldeados y trabajados a mano, sobre todo la curva del cuello, un pedazo de pintura sólida, muy abstracta. Eso es lo que lo convierte en un genio, no tanto de su época como de la nuestra. No hay dobleces. Ves la mancha, ves la pintura por lo que es y también que el pájaro está vivo.

—Sí, bueno —gruñó Boris en la oscuridad más allá del foco, cerrando el mechero—. Si no hubiera pintura, no habría nada que ver.

—Exacto. —Horst se volvió con la cara recortada por la sombra—. El Fabritius es una broma. Oculta en su interior una broma. Y eso es lo que hacen todos los grandes maestros. Rembrandt. Velázquez. Lo último de Tiziano. Construyen la ilusión, el truco…, pero te acercas un paso más y se desintegra en pinceladas. Abstracto, como de otro mundo. Una clase de belleza totalmente diferente y mucho más profunda. Es y no es. Diría que ese pequeño cuadro pone a Fabritius a la altura de los pintores más grandes que han vivido jamás. Y con El jilguero realiza su milagro en un espacio muy reducido. —Se volvió para mirarme—. Aunque reconozco que la primera vez que lo tuve en las manos me sorprendí. Por lo que pesaba.

—Sí… —No pude evitar sentirme vagamente agradecido de que hubiera notado ese detalle, que era tan importante para mí, con su propia red de sueños y asociaciones de la niñez, un cordón emocional—. El tablero es más grueso de lo que te imaginas. Tiene solidez.

—Exacto. Solidez. Y el fondo es mucho menos amarillo que cuando lo vi de niño. El cuadro fue sometido a una limpieza, creo, a principios de los años noventa. Después de la restauración tiene más luz.

—Cuesta decirlo. No tengo con qué compararlo.

El humo del cigarrillo de Boris, que se elevaba desde la oscuridad donde estaba sentado, daba al círculo iluminado donde nosotros nos encontrábamos la cualidad nocturna de un escenario de cabaret.

—Bueno —dijo Horst—. Podría estar equivocado. Tenía unos doce años cuando lo vi por primera vez.

—Sí, yo también tenía esa edad la primera vez que lo vi.

—Esa fue la única vez que mi padre me llevó con él a un viaje de negocios —dijo Horst con resignación, rascándose una ceja; en el dorso de las manos tenía cardenales del tamaño de una moneda de diez centavos—, en esa ocasión La Haya. Gélidas salas de juntas. No se movía ni una hoja. Por la tarde yo quería ir a Drievliet, el parque de atracciones, pero él me llevó al Mauritshuis. Y, del gran museo, de todos los grandes cuadros, lo único que recuerdo es tu jilguero. Es un cuadro que atrae a un niño, ¿verdad? Der Distelfink. Así es como lo conocí, por su nombre alemán.

—Ya, ya, ya —dijo Boris desde la oscuridad con tono aburrido—. Esto es como el canal educativo de la tele.

—¿Comercias con arte moderno? —le pregunté a Horst en el silencio que siguió.

—Bueno… —Él me clavó su ojo drenado, glacial; «comerciar» no debía de ser el verbo adecuado, porque parecía divertido con la idea—, a veces. Tuve un Kurt Schwitters no hace mucho, Stanton Macdonald-Wright, ¿lo conoces? Un pintor maravilloso. Depende de lo que llegue a mis manos, la verdad. ¿Y tú, comercias con cuadros alguna vez?

—Muy pocas. Los marchantes siempre llegan antes que yo.

—Lástima. En mi negocio lo que importa es que sea transferible. Tengo muchas piezas de nivel medio que podrían venderse fácilmente si tuviera papeleo que pareciera en regla.

Saliva de ajo; ruido de cazuelas en la cocina; una débil ráfaga de zoco marroquí con olor a orina e incienso. Las salmodias sufíes, flotando y dibujando espirales a nuestro alrededor en la oscuridad, cantos incesantes al Divino.

—O este Lépine. Es una falsificación bastante buena. Hay un tipo canadiense bastante divertido, te caería bien, las hace por encargo. Pollocks, Modiglianis…, puedo presentártelo, si quieres. No hay mucho dinero en ellas, aunque podría hacerse una fortuna si uno de ellos apareciera en la finca adecuada. —Luego, en voz baja, en el silencio que siguió—: De obras más antiguas veo muchas de italianos, pero mis preferencias se inclinan hacia el norte. Este Berchem, por ejemplo, vale por lo que es, pero esos paisajes estilo italiano de columnas rotas y ordeñadoras no encajan mucho con el gusto moderno, ¿no? Yo me quedo con el Van Goyen de allá. Por desgracia no está a la venta.

—¿Van Goyen? Habría jurado que era un Corot.

—Desde aquí, puede. —Se quedó satisfecho con la comparación—. Son pintores muy parecidos…, el mismo Vincent lo comentó en esa carta…, ¿la conoces? «El Corot de los holandeses». Cierta ternura en la bruma, esa abertura en la niebla, ¿sabes a qué me refiero?

—¿De dónde…? —Estuve a punto de hacer la pregunta habitual del comerciante: ¿de dónde lo has sacado? Pero me contuve a tiempo.

—Un pintor maravilloso. Muy prolífico. Y este es un ejemplo particularmente bonito —dijo con el orgullo de un coleccionista—. Si lo ves de cerca, hay muchos destalles divertidos: un cazador diminuto, un perro ladrando. Además, y eso es típico, la firma está en la popa del barco. Encantador. Si no te importa… —añadió señalando con la cabeza los cuerpos que había detrás del tapiz— acércate. No les molestarás.

—Ya, pero…

—No —repuso levantando una mano—. Lo entiendo perfectamente. ¿Te lo traigo?

—Sí, me encantaría verlo.

—Debo decir que me he encariñado tanto con él que me costará separarme. El mismo Van Goyen comerciaba con cuadros. Muchos de los maestros holandeses lo hacían. Jan Steen. Vermeer. Rembrandt. Pero Jan van Goyen —sonrió— era como nuestro amigo Boris aquí presente. Tocaba todos los hilos. Cuadros, bienes inmuebles, futuros en tulipanes.

Al oír eso Boris hizo un sonido de disgusto en la oscuridad, y parecía a punto de decir algo cuando un chico flaco y desmelenado de unos veintidós años, con un anticuado termómetro de mercurio en la boca, salió dando tumbos de la cocina, protegiéndose los ojos de la luz de la lámpara con una mano. Llevaba un extraño cárdigan femenino de lana gruesa tejido a mano que le llegaba casi hasta las rodillas como un albornoz; parecía enfermo y desorientado, tenía las mangas enrolladas, y se frotaba el interior del antebrazo con dos dedos; de repente se le doblaron las rodillas de lado y cayó al suelo, y el termómetro saltó sobre el parquet con ruido de cristales, sin romperse.

—¿Qué…? —dijo Boris, apagando el cigarrillo y levantándose, mientras el gato salía disparado de su regazo hacia las sombras.

Horst, ceñudo, dejó la lámpara en el suelo, y la luz osciló demencialmente sobre las paredes y el techo. Preocupado, se apartó el pelo de los ojos mientras se arrodillaba sobre el chico.

—Atrás —dijo con tono irritado a las mujeres que aparecieron por la puerta, junto con un matón de pelo moreno y mirada atenta y fría, y un par de chicos preuniversitarios con los ojos vidriosos, que no tendrían más de dieciséis años. Cuando todos se quedaron parados mirando, alargó una mano y le dijo a la mujer rubia—: ¡Llévatelos contigo a la cocina! Ulrika, halt sie zurück.

El tapiz se movía; detrás de él, bultos envueltos en mantas, voces soñolientas: eh? was ist los?

Ruhe, schlaft weiter —gritó la rubia antes de volverse hacia Horst y empezar a hablar con apremio en un alemán trepidante.

Bostezos; gruñidos; más al fondo, un bulto incorporándose, un gemido grogui con acento estadounidense.

—¿Eh? ¿Klaus? ¿Qué dice ella?

—Calla, nena, vuelve a schlafen.

Boris cogió su abrigo y ya se lo estaba poniendo.

—Potter —dijo, y como yo no respondía, mirando horrorizado hacia el suelo, donde el chico respiraba borboteando, me cogió del brazo y repitió—: Potter, vámonos de aquí.

—Sí, lo siento. Ya hablaremos luego —dijo Horst con pesar, y con el tono de un padre haciendo un esfuerzo no muy convincente por reprender a un hijo, sacudió al chico por sus miembros flácidos y añadió—: Scheisse. Dummer Wichser! Dummkopf! ¿Cuánto ha tomado, Niall? —preguntó volviéndose hacia el matón que apareció de nuevo en la puerta y miraba con ojo crítico.

—Yo qué coño sé —replicó el irlandés, con una inquietante inclinación de la cabeza.

—Vámonos, Potter —dijo Boris, cogiéndome del brazo.

Horst pegó el oído al pecho del chico y la rubia, que estaba allí otra vez, se arrodilló a su lado y comprobó si respiraba.

Mientras hablaban con apremio en alemán, se oyó más ruido y movimiento detrás del Amiens, que se hinchó de pronto: flores desvaídas, una fête champêtre, ninfas pródigas retozando en medio de fuentes y vino. Yo estaba contemplando a un sátiro que espiaba con picardía detrás de un árbol cuando noté inesperadamente algo en la pierna y me eché hacia atrás con violencia; una mano me golpeó desde abajo y me aferró el bajo del pantalón. Desde el suelo, uno de los fardos mugrientos —cara roja e hinchada apenas visible desde detrás del tapiz— me dijo con voz galante y soñolienta:

—Él es un margrave, cariño, ¿lo sabías?

Me solté y retrocedí. El chico del suelo movía la cabeza de un lado a otro y hacia ruidos como si se ahogara.

—Potter. —Boris cogió mi abrigo y me lo puso prácticamente en la cara—. ¡Vamos! ¡Larguémonos de aquí! Ciao —gritó hacia la cocina con la barbilla alzada (por el umbral apareció una bonita cabeza morena y una mano se agitó: ¡Adiós, Boris! ¡Adiós!) mientras me empujaba hacia delante y salía por la puerta detrás de mí—. Ciao, Horst! —Y se llevó una mano a la oreja como diciendo «llámame luego».

Tschau, Boris! ¡Siento todo esto! ¡Hablamos pronto! —gritó Horst.

El irlandés acercó y agarró al chico por el otro brazo, y entre los dos lo levantaron, con los pies colgando flácidos.

—¡Arriba!

En medio del ajetreo del umbral, del que los dos adolescentes retrocedieron alarmados, llevaron al chico a la habitación contigua, donde la amiga morena de Boris estaba llenando una jeringa con un pequeño frasco de cristal.

XVII

Al bajar en el ascensor de jaula nos vimos rodeados súbitamente de quietud: los repiqueteos del engranaje, los chirridos de las poleas.

Fuera, el cielo se había despejado.

—Vamos —me dijo Boris, mirando nervioso hacia la calzada; sacó el móvil del bolsillo del abrigo—, crucemos…

Corrimos antes de que cambiara el semáforo.

—¿Vas a llamar al novecientos once?

—No, no —dijo Boris, distraído, secándose la nariz y mirando alrededor—. Pero no quiero quedarme aquí esperando el coche. Estoy llamando a Giuri para que nos recoja al otro lado del parque. Lo cruzaremos. A veces a uno de esos chicos se le va la mano —añadió al verme mirar nervioso en dirección a la casa—. No te preocupes, se pondrá bien.

—No tenía buen aspecto.

—No, pero respiraba. Y Horst tiene Narcan, eso lo hará volver en sí. Es mágico. ¿Lo has visto alguna vez? Te deja en pleno síndrome de abstinencia. Te encuentras de pena, pero vives.

—Deberían llevarlo a urgencias.

—¿Por qué? —preguntó Boris con tono razonable—. ¿Qué crees que harán los de urgencias? Le darán Narcan, eso es lo que harán. Horst puede hacerlo más deprisa que ellos. Y sí, empezará a vomitar y se sentirá como si le hubieran apuñalado la cabeza, pero eso es mejor que una ambulancia, ¡BUM!, y que te corten la camisa, te planten una máscara y te abofeteen para despertarte. Cuando la ley interviene todo es muy crudo y crítico, créeme. Narcan es una experiencia muy violenta, ya te encuentras bastante mal cuando vuelves en ti sin necesidad de estar en un hospital, rodeado de luces brillantes y de gente con cara de desaprobación que te trata de forma hostil como si fueras una mierda, «drogadicto», «sobredosis», todas esas miradas desagradables, sin dejarte ir a casa cuando quieres y llevándote quizá a una sala de psiquiatría, donde el asistente social de turno te suelta la gran charla sobre «Tantas cosas por las que merece la pena vivir», y encima de todo eso quizá una encantadora visita de la policía… Espera, un momento. —Y empezó a hablar en ucraniano por el móvil.

Oscuridad. Caminando bajo la brumosa corona de las farolas, los bancos del parque brillantes de lluvia, los árboles empapados y negros, un goteo constante. Senderos mojados cubiertos de hojas, unos pocos oficinistas solitarios volviendo a casa con prisas. Boris cabizbajo, con las manos hundidas en los bolsillos y la vista clavada al suelo, colgó y murmuraba para sí.

—¿Cómo dices? —le pregunté mirándolo de reojo.

Boris apretó los labios, meneó la cabeza.

—Ulrika —dijo enigmáticamente—. Esa bruja. La que nos ha abierto la puerta.

Me sequé la frente. Estaba nervioso y enfermo, y me entró un sudor frío.

—¿De qué conoces a esa gente?

Boris se encogió de hombros.

—¿A Horst? —me preguntó, levantando una lluvia de hojas de una patada—. Nos conocemos desde hace años. Conozco a Myriam a través de él, le estoy agradecido por habérmela presentado.

—¿Y…?

—¿Qué?

—¿El del suelo, al fondo?

—¿El que ha caído? —Boris hizo su vieja mueca de «¿quién sabe?»—. Se ocuparán de él, no te preocupes. Esas cosas pasan. Siempre se ponen bien, de verdad —añadió con un tono más serio, clavándome el codo—. Porque…, escucha, escucha. Horst siempre está rodeado de estos chicos…, cambian continuamente, siempre hay gente nueva…, de la universidad o el instituto. La mayoría son ricos, viven de un fondo fideicomiso, y acuden a él para que les venda algún cuadro o pieza de arte que han robado quizá a su familia. Saben que pueden acudir a él. Porque… —meneó la cabeza, apartándose el pelo de los ojos—, el mismo Horst fue un año o dos a uno de esos colegios pijos donde te hacen llevar uniforme…, hace mucho, en los años ochenta. No estaba muy lejos de aquí. Una vez me lo enseñó desde un taxi. De todos modos —sorbió—, el chico del suelo no es un pobre diablo de la calle. Y no permitirán que le ocurra nada. Esperemos que con eso escarmiente. Muchos lo hacen. Después de esa inyección de Narcan no vuelven a ponerse tan mal. Además, Candy es enfermera y cuidará de él cuando vuelva en sí. Candy, la morena —añadió, clavándome de nuevo el codo en las costillas cuando no respondí—. ¿La has visto? —Soltó una risotada y deslizó un dedo por encima de la rótula para indicar la altura de sus botas—. Es asombrosa. Si pudiera alejarla de ese Niall, el irlandés, lo haría. Un día fuimos juntos a Coney Island, los dos solos, y nunca me lo he pasado mejor. Le gusta tejer jerséis, ¿te lo imaginas? —Me miró con picardía con el rabillo del ojo—. A una mujer como esa, ¿pensarías que le gusta tejer? Pues sí. ¡Se ofreció a hacerme uno! ¡Y hablaba en serio! «Boris, te tejeré un jersey cuando quieras. Solo tienes que decirme el color».

Intentaba animarme, pero yo todavía estaba demasiado alterado para hablar. Por un momento los dos caminamos con la cabeza gacha y no se oyó más que nuestros pasos por el camino en la oscuridad, que parecían resonar para siempre y más allá de la vastedad de la noche urbana que nos rodeaba, las bocinas de los coches y las sirenas que se oían como si estuvieran a media milla de distancia.

—Bueno —dijo Boris al final, lanzándome otra mirada de reojo—, al menos ahora lo entiendo todo.

—¿Qué? —respondí sorprendido.

Seguía pensando en el chico y en las veces que yo mismo había estado a punto de palmarla: perdiendo el conocimiento en el cuarto de baño del piso de arriba de casa de Hobie, con la cabeza ensangrentada por donde me había golpeado con el borde del lavabo; despertando en el suelo de la cocina del piso de Carole Lombard con ella zarandeándome y gritando: «Suerte que han sido cuatro minutos, uno más y habría llamado al novecientos once».

—Estoy bastante seguro de Sascha se llevó el cuadro.

—¿Quién?

Boris me miró ceñudo.

—El hermano de Ulrika, aunque no te lo creas —respondió, cruzando los brazos sobre su estrecho pecho—. Y dos zapatos forman un par, para entendernos. Sascha y Horst están muy unidos…, y Horst no quiere oír nada contra él. Es difícil que no te guste Sascha, cae bien a todo el mundo, es más simpático que Ulrika, pero nuestras personalidades siempre han chocado. Horst era recto como un palo, todos lo dicen, hasta que se topó con esos dos. Estudiaba filosofía…, estaba a punto de ponerse a trabajar en la empresa de papá… y ya lo has visto. Una vez dicho esto, nunca habría pensado que Sascha iría contra Horst, ni en un centenar de años. ¿Has seguido todo lo que ha pasado allá dentro?

—No.

—Bueno, Horst se cree que todo lo que dice Sascha va a misa, pero yo no estoy tan seguro. Tampoco creo que el cuadro esté en Irlanda. Ni siquiera lo cree Niall, el irlandés. No soporto que haya vuelto ella, Ulrika…, no puedo decir sin rodeos lo que pienso. Porque… —hundió las manos en los bolsillos—, me sorprende un poco que Sascha se atreva a hacer esto, y no tengo valor para decírselo a Horst, pero no se me ocurre otra explicación… Creo que el mal trato, la detención, el encontronazo con la policía, todo eso fue una excusa para que Sascha se largara con el cuadro. Horst tiene a un montón de gente viviendo a su costa…, es demasiado generoso y confiado, manso de corazón, ya sabes, siempre piensa bien de las personas. Bueno, él es muy libre de dejar que Sascha y Ulrika le roben, pero yo no voy a permitir que me roben a mí.

—Hummm… —No había estado mucho tiempo con Horst, pero no me pareció particularmente manso de corazón.

Boris frunció el entrecejo mientras pisoteaba los charcos.

—El único problema es el hombre de Sascha, el que me tendió la trampa. ¿Cuál es su verdadero nombre? Ni idea. Dijo que se llamaba Terry, lo que es falso… Yo tampoco utilizo mi verdadero nombre, pero Terry, canadiense, anda ya. Era de la República Checa. Ese tenía tanto de Terry White como yo. Creo que es un delincuente de la calle recién salido de la cárcel que no sabe nada, un palurdo…, un bruto. Creo que Sascha lo sacó de alguna parte para utilizarlo como comparsa y le ofreció una tajada a cambio…, una tajada mísera probablemente. Pero sé el aspecto que tiene Terry y sé de sus contactos en Amberes, de modo que voy a llamar a mi hombre, Cherry, para que lo busque.

—¿Cherry?

—Sí, es el kliytchka de Victor. Lo llamamos así porque tiene la nariz roja, y porque su nombre ruso, Vitia, se parece a la palabra rusa para cereza. Además, en Rusia hay un famoso culebrón, Cereza de invierno…, bueno, es difícil de explicar, pero si le tomo el pelo a Vitia sobre esa serie se enfada mucho. El caso es que Cherry conoce a todo el mundo, lo sabe todo, oye todas las conversaciones confidenciales. Te enteras de todo por él. De modo que no tienes por qué preocuparte por tu pájaro, ¿entendido? Estoy seguro de que lo solucionaremos.

—¿Qué quieres decir con que lo «solucionaremos»?

Boris hizo un sonido de exasperación.

—Esto es un círculo cerrado, ¿entiendes? Horst tiene razón sobre el dinero. Nadie va a comprar ese cuadro. Es imposible venderlo. Pero… en el mercado negro es moneda de cambio para trueques. ¡Puede cambiarse y recuperarse eternamente! Valioso, transportable. Habitaciones de hotel…, yendo de aquí para allá. Drogas, armas, chicas, efectivo…, todo lo que quieras.

—¿Chicas?

—Chicas, chicos, lo que sea. Mira, mira —añadió, levantando una mano—, no estoy involucrado en nada de todo eso. Estuve demasiado cerca de que me vendieran cuando era niño…, esas serpientes están por toda Ucrania, o estaban, en todas las esquinas y estaciones de trenes, y te aseguro que si eres lo bastante joven y desgraciado, te parece un buen trato. Un tipo de aspecto normal te promete un empleo en un restaurante en Londres o en algún lugar así, te proporciona un billete de avión y un pasaporte. ¡Ja! Cuando quieres darte cuenta te despiertas con un grillete en algún sótano. Yo nunca me mezclaría en algo así. No está bien, pero ocurre. Y una vez que el cuadro deja de estar en mis manos y en las de Horst, ¿quién sabe por qué se cambiará? Lo tiene un grupo, luego el otro. —Sostuvo un índice en alto—. El caso es que tu cuadro no va a desaparecer en una colección de un oligarca fanático de arte. Es demasiado famoso. Nadie quiere comprarlo. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Qué pueden hacer con él? Nada. A menos que la policía lo encuentre…, y no lo han encontrado, hasta ahí sabemos…

—Yo quiero que la policía lo encuentre.

—Bueno… —Boris se frotó la nariz con brusquedad—, sí, todo eso es muy noble. Pero por ahora lo único que sé es que se moverá, y solo se moverá en una red relativamente pequeña. Y Victor Cherry es un buen amigo y me debe un gran favor. ¡Así que anima esa cara! —Me cogió del brazo—. ¡No quiero verte tan pálido y enfermo! Y pronto volveremos a hablar, te lo prometo.

XVIII

De pie bajo una farola donde Boris me había dejado («¡no puedo acompañarte a casa!», «¡llego tarde!», «¡me están esperando!»), me sentía tan agitado que tuve que detenerme y mirar alrededor para orientarme: la fachada gris espumoso del Alwyn, como una llamativa locura barroca, y los focos sobre los bordados y los adornos navideños en la puerta de Petrossian me trajeron a la memoria un recuerdo muy recóndito: diciembre, mi madre con un gorro de nieve: «Espera, cariño, deja que corra a la vuelta de la esquina y compre cruasanes para desayunar…».

Estaba tan absorto que casi choqué con un hombre que dobló con prisas la esquina.

—¡Cuidado!

—Disculpe —dije, sacudiéndome a mí mismo.

Aunque la culpa la había tenido él, que estaba demasiado ocupado cotorreando por el móvil para mirar por dónde iba, varios transeúntes me lanzaron miradas de desaprobación. Sin resuello y confuso, intenté pensar qué hacer. Podía ir en metro a casa de Hobie, si me veía con fuerzas para cogerlo, pero el apartamento de Kitsey quedaba más cerca. Ella y sus compañeras, Francie y Em, habrían salido esa noche (no tenía sentido mandar un mensaje de texto o llamar, lo sabía por experiencia; solían ir al cine), pero yo tenía llave, podía entrar y prepararme una copa y tumbarte mientras esperaba a que ella volviera.

El cielo se había despejado, y a través de un hueco en las nubes tormentosas se veía la luna invernal. Eché andar de nuevo hacia el este, deteniéndome de vez en cuando para parar un taxi. No me gustaban mucho las compañeras de piso de Kitsey y yo a ellas tampoco. Pero a pesar de ellas, y de nuestros forzados cumplidos en la cocina, el piso de Kitsey era uno de los pocos lugares donde me sentía realmente seguro en Nueva York. Nadie podía localizarme allí. Y en él siempre reinaba una sensación de temporalidad; ella no tenía mucha ropa allí y vivía sobre todo del contenido de una maleta que tenía a los pies de la cama; por motivos inexplicables me gustaba el tranquilo y vacío anonimato del piso, que estaba alegre pero escasamente decorado con alfombras de estampado abstracto y muebles modernos de una tienda de diseño asequible. La cama era cómoda, la luz de lectura buena, y ella tenía un televisor de plasma de pantalla enorme, por lo que podíamos tumbarnos y ver películas en la cama si nos apetecía; además, la nevera de acero inoxidable siempre estaba bien provista de comida de chica: humus y aceitunas, bizcocho y champán, muchas ensaladas vegetarianas para llevar y media docena de clases de helado.

Busqué la llave en el bolsillo y distraído abrí la puerta (pensando en si encontraría algo de comer o tendría que pedir algo por teléfono, pues ella ya habría cenado y era absurdo esperarla), y casi me di con la nariz en la puerta al toparme con la cadena puesta.

Cerré la puerta y me quedé un rato allí, desconcertado; volví a abrirla y quedó obstruida con un ruido metálico: sofá rojo, grabados arquitectónicos enmarcados y una vela encendida en la mesa de centro.

—¿Hola? —llamé, y de nuevo, más fuerte, cuando oí movimiento dentro del piso—: ¿Hola?

Había aporreado la puerta lo bastante fuerte para levantar a los vecinos cuando Emily, después de lo que pareció un largo rato, se acercó y me miró a través de la rendija. Llevaba un jersey raído de estar por casa, y la clase de pantalones de estampado chillón que hacía que su trasero pareciera mucho más grande.

—Kitsey no está —dijo con tono cortante sin quitar la cadena.

—Sí, lo sé —dije irritado—. No importa.

—No sé cuándo volverá. —Emily, a quien había conocido en casa de los Barbour cuando era una niña de nueve años de cara rellena cerrando en mis narices una puerta, nunca había ocultado su opinión sobre mí: pensaba que yo no era lo bastante bueno para Kitsey.

—Bueno, ¿vas a dejarme entrar, por favor? —le pregunté irritado—. Quiero esperarla.

—Perdona. Ahora no es un buen momento. —Em todavía llevaba el pelo castaño corto y con flequillo como cuando era niña, y el gesto de su mandíbula, exactamente igual que cuando hacíamos segundo, me hizo pensar en Andy. Cuánto odiaba él a Ema Flema, la Emilizadora.

—Esto es ridículo. Vamos, déjame entrar —volví a decir irritado.

Pero ella se quedó impasible en la rendija de la puerta, sin mirarme a los ojos sino más bien hacia un lado de mi cara.

—Mira, Em, solo quiero meterme en la habitación de Kitsey y tumbarme…

—Lo siento, pero creo que es mejor que vuelvas más tarde —dijo en el silencio lleno de incredulidad que siguió.

—Mira, no me importa lo que estés haciendo… —Francie, la otra compañera, al menos intentaba mostrarse sociable—. No voy a molestarte. Solo quiero…

—Lo siento. Creo que es mejor que te vayas. Porque, verás, yo vivo aquí —dijo, alzando la voz por encima de la mía.

—No hablas en serio.

—Yo vivo aquí —repitió, parpadeando incómoda—. Esta es mi casa y no puedes venir y aporrear la puerta cuando te dé la gana.

—¡Anda ya!

—Y, y… —ella también estaba alterada—, mira, no puedo ayudarte. Es un mal momento y creo que es mejor que te vayas. ¿Entendido? —Me estaba cerrando la puerta en la cara—. Lo siento. Te veré en la fiesta.

—¿Qué?

—En la fiesta de vuestro compromiso —dijo Emily, abriendo de nuevo la puerta y mirándome a través del hueco, y vi sus ojos azules agitados un instante antes de que volviera a cerrarla.

XIX

Me quedé unos minutos en el pasillo, mirando la mirilla de la puerta cerrada, y en el repentino silencio me pareció oír a Em al otro lado, respirando tan fuerte como yo.

Bueno, tú lo has querido. Estás excluida de la lista de las damas de honor, pensé mientras daba media vuelta y bajaba las escaleras haciendo mucho ruido y sintiéndome a la vez furioso y extrañamente animado por el incidente, que no hacía sino confirmar todos los pensamientos poco caritativos que siempre había albergado sobre Em. Kitsey se había disculpado más de una vez por la «brusquedad» de Em, pero esta vez, por utilizar una expresión de Hobie, se había llevado la palma. ¿Por qué no estaba en el cine con las demás? ¿Estaba allí con algún otro chico? A pesar de que tenía los tobillos gruesos y no era muy atractiva, Em salía con un tipo llamado Bill que era ejecutivo en Citibank.

Calles negras y brillantes. Una vez fuera del vestíbulo, me metí en el portal de la floristería de al lado para comprobar si tenía mensajes y escribí uno a Kitsey, por si acaso, antes de dirigirme al centro; si estaba saliendo del cine, podíamos quedar para tomar algo (sola, sin sus amigas; lo extraño del incidente parecía requerirlo) y tener una conversación especulativa y humorística sobre la conducta de Em.

Escaparate iluminado. Resplandor mortuorio del expositor refrigerado. Al otro lado del cristal cubierto de gotas de la niebla condensada temblaban unos ramilletes de orquídeas en la corriente de aire del ventilador: blanco fantasmal, lunar, angelical. Delante estaban las especies más exóticas, algunas de las cuales se vendían a mil dólares: peludas y venosas, con pecas, con colmillos, con salpicaduras de sangre y con cara de demonio, en una gama colores que iba de moho de cadáver a magenta de hematoma: incluso una magnífica orquídea negra cuyas raíces grises serpenteaban fuera de la maceta cubierta de musgo. («Por favor, cariño» —me dijo Kitsey intuyendo acertadamente mis intenciones para Navidad—. Ni se te ocurra. Son demasiado bonitas y se mueren en cuanto las toco).

No tenía mensajes nuevos. Rápidamente le escribí uno (Eh, llámame, tengo que hablar contigo, acaba de pasar algo muy divertido xxxx), y, para asegurarme de que ella aún no había salido del cine, marqué de nuevo su número. Pero justo cuando me salía el buzón de voz, vi reflejado en el escaparate, entre las profundidades de la selva verde del fondo de la tienda, algo que hizo que me volviera, completamente incrédulo.

Era Kitsey, cabizbaja, con su abrigo Prada rosa, cogida del brazo y susurrando algo a un hombre que hacía años que no veía pero que reconocí al instante —los mismos hombros, el mismo andar desgarbado—: Era Tom Cable. Seguía llevando el pelo largo; todavía vestía con la misma ropa que llevaban los porreros pijos de nuestro colegio (calzado Tretorn, un enorme jersey irlandés de punto grueso, sin abrigo) y del brazo le colgaba una bolsa de la tienda de bebidas alcohólicas de la esquina, la misma donde Kitsey y yo a veces entrábamos corriendo para comprar una botella. Pero lo que me sorprendió fue ver que Kitsey, que siempre se mantenía a cierta distancia cuando me cogía la mano, tirando de mí y balanceando de forma encantadora el brazo como un niño que juega al puente de Londres, se acurrucaba con languidez contra él. Mientras yo miraba sin comprender esa visión insondable —los dos esperando a que cambiara el semáforo y pasara ruidosamente un autobús, demasiado embelesados el uno en el otro para fijarse en mí—, Cable, que hablaba con ella en voz baja, le alborotó el pelo, luego se volvió y la atrajo hacia él, y la besó, un beso que ella devolvió con una triste ternura que yo no percibía en ninguno de los besos que me daba alguna vez a mí.

Más aún, mientras cruzaban la calle —me di enseguida la vuelta; los veía perfectamente reflejados en el escaparate de la tienda iluminada cuando entraron en el edificio de Kitsey, a solo unos pies de mí—, vi que ella estaba contrariada y susurraba con voz ronca de la emoción, inclinándose hacia Cable con la mejilla apretada contra su manga mientras le daba un cariñoso apretón en el brazo; y aunque no pude entender lo que decía, el tono de su voz era demasiado claro; porque incluso en su tristeza, era inconfundible la alegría que ella sentía de estar con él, y viceversa. Cualquier persona que pasara por la calle lo habría visto. Y —mientras se deslizaban por mi lado, un par de fantasmas afectuosos acurrucados en el escaparate oscuro— vi que ella se secaba con rapidez una lágrima de la mejilla, y me sorprendí parpadeando de perplejidad ante esa visión: por primera vez, aunque pareciera increíble, Kitsey lloraba.

XX

Estuve despierto gran parte de la noche; y cuando al día siguiente bajé a abrir la tienda lo hice tan absorto que me pasé sentado media hora mirando al vacío antes de darme cuenta de que había olvidado dar la vuelta al letrero de «Cerrado».

Las idas de Kitsey a los Hamptons dos veces a la semana. Los números de teléfono desconocidos que parpadeaban, ella colgando con celeridad, o mirando el móvil con el ceño fruncido a mitad de comida y desconectándolo. «Oh, solo es Em». «Oh, solo es mamá». «Oh, solo es un operario de telemarketing, me tienen en alguna lista». Mensajes que llegaban en mitad de la noche, pitidos submarinos, pulso sonar azulado sobre las paredes, Kitsey levantándose de un salto de la cama con el trasero al aire para apagar el móvil, las piernas blancas destellando en la oscuridad: «Oh, se han equivocado de número». «Oh, solo es Toddy que está borracho en alguna parte».

Y, casi tan desazonador, la señora Barbour. Yo era muy consciente del tacto de la señora Barbour en las situaciones embarazosas, su habilidad para manejar los asuntos difíciles entre bastidores, y si bien no me mentía directamente, era evidente que omitía la información con diplomacia. A mi mente acudían toda clase de situaciones, como cuando me había encontrado a la señora Barbour cuatro meses atrás y la oí decir en voz baja y apremiante por el interfono a los porteros cuando llamaron desde el vestíbulo: «No, no me importa. No le dejen subir. Que se quede abajo». Cuando ni treinta segundos después Kitsey, después de comprobar sus mensajes, anunció inesperadamente y dando botes que iba a llevar a Ting-a-Ling y a Clemmy a dar una vuelta a la manzana, no me chocó, pese al inconfundible desagrado que se traslució en la cara de la señora Barbour, y el afecto y la energía con que —al cerrarse la puerta detrás de Kitsey—, ella se volvió hacia mí y me cogió la mano.

Kitsey y yo habíamos quedado esa noche; iba a acompañarla a la fiesta de cumpleaños de una de sus amigas y más tarde pasaríamos por la fiesta de otra amiga. Kitsey no me telefoneó, pero me envió un mensaje de tanteo: Theo, ¿qué pasa? Estoy en el trabajo. Llámame. Yo seguía mirándolo sin comprender, preguntándome si debía contestar o no —¿qué podía decir?— cuando Boris irrumpió por la puerta de la tienda.

—Tengo noticias.

—¿Ah, sí? —pregunté al cabo de un momento, distraído.

Se secó la frente.

—¿Podemos hablar aquí? —preguntó, mirando alrededor.

—Hum —meneando la cabeza para despejarme—, sí, claro.

—Estoy adormilado —dijo, frotándose los ojos. El pelo le salía disparado en todas direcciones—. Necesito un café. No, no tengo tiempo —añadió agotado, levantando una mano—. Tampoco me puedo sentar. Solo me quedaré un minuto. Pero son buenas noticias, una pista importante sobre tu cuadro.

—¿Cuál? —pregunté, reaccionando de golpe de mi atontamiento causado por Kitsey.

—Bueno, pronto lo veremos —dijo evasivo.

—¿Dónde… —intentando concentrarme— está? ¿Dónde lo tienen?

—Son preguntas que no puedo responder.

Me costaba un gran esfuerzo aclarar las ideas. Respiré hondo, tracé una línea sobre el escritorio con el pulgar para serenarme, levanté la vista…

—Es…

—¿Sí?

—Necesita estar a unas determinadas condiciones de temperatura y humedad…, lo sabes, ¿verdad? —La voz de otro, no la mía—. No pueden guardarlo en un garaje húmedo o en un lugar cualquiera.

Boris apretó los labios con un viejo gesto burlón.

—Créeme, Horst cuidó ese cuadro como si fuera su hijo. Dicho esto… —cerró los ojos—, no sé decirte sobre esos tipos. Siento informarte de que no son genios. Tendremos que confiar en que tengan suficiente seso para no guardarlo detrás del horno para pizzas o algo así. —Y al verme abrir la boca horrorizado, añadió con altivez—: Es broma. Aunque, por lo que he oído decir, lo tienen en un restaurante, o cerca de un restaurante. En el mismo edificio, al menos. Hablaremos de ello luego. —Y me interrumpió con una mano.

—¿Aquí? —pregunté, después de otro silencio incrédulo—. ¿En la ciudad?

—Luego. Eso puede esperar. Pero aquí va lo otro —dijo en un tono apremiantemente confidencial mientras miraba alrededor y por encima de mi cabeza—. Escucha, escucha. Esto es lo que he venido a decirte en realidad. Horst…, no sabía que te apellidabas Decker, hasta que él me lo ha preguntado hoy por teléfono. ¿Conoces a un tipo llamado Lucius Reeve?

Me senté.

—¿Por qué?

—Horst dice que te mantengas alejado de él. Horst sabía que eres anticuario pero no te relacionó con ese otro asunto hasta que se enteró de tu apellido.

—¿Qué otro asunto?

—Horst no quiso entrar en detalles. No sé qué te traes entre manos con Lucius, pero Horst dice que te mantengas alejado y me ha parecido importante decírtelo enseguida. Tuvo un encontronazo con Horst por otro asunto que no guarda relación con esto y ha mandado a Martin tras él.

—¿A Martin?

Boris agitó una mano.

—No lo conoces. Créeme, si lo hubieras conocido te acordarías. De todos modos, para alguien de tu profesión no es bueno mezclarse con ese tal Lucius.

—Lo sé.

—¿Cuál es tu relación con él, si puedo preguntártelo?

—Yo… —De nuevo meneé la cabeza, ante la imposibilidad de entrar en detalles—. Es complicado.

—Bueno, no sé qué quiere de ti. Pero si necesitas ayuda, cuenta conmigo… Me estoy ofreciendo. Y me atrevería a decir que Horst también, porque le caes bien. Me gustó verlo tan involucrado y hablador ayer. No creo que trate a muchas personas con quien pueda ser él mismo y compartir sus intereses. Es triste porque es muy inteligente. Tiene mucho que dar. Aunque… —miró el reloj—, lo siento, no quiero ser grosero pero me esperan en otra parte… Sin embargo estoy muy optimista con el cuadro. ¡Creo que es posible que lo recuperemos! —Se levantó y se golpeó con fuerza el esternón con el puño—. Así que ¡coraje! Hablaremos pronto.

—¿Boris?

—¿Sí?

—¿Qué harías si tu novia te engañara?

Boris, que ya estaba en la puerta, tuvo que mirarme dos veces.

—¿Cómo dices?

—Si creyeras que tu novia te engaña.

Boris frunció el entrecejo.

—¿No estás seguro entonces? ¿Tienes pruebas?

—No —respondí antes de darme cuenta de que no era exactamente cierto.

—Entonces pregúntaselo sin rodeos —respondió Boris con resolución—. En algún momento agradable en que la pilles desprevenida, cuando no se lo espere. En la cama, quizá. Si la sorprendes en el momento adecuado, aunque mienta, lo sabrás. Se desmoronará.

—Esta mujer no.

Boris se rió.

—¡Bueno, entonces has encontrado una gran mujer! ¡Una poco común! ¿Es guapa?

—Sí.

—¿Rica?

—Sí.

—¿Inteligente?

—La mayoría de la gente diría que sí.

—¿Cruel?

—Un poco.

Boris se rió.

—Y tú la quieres. Pero no demasiado.

—¿Por qué lo dices?

—¡Porque no estás furioso ni llorando frenético! ¡No estás bramando que la estrangularás con tus propias manos! Lo que significa que emocionalmente no estás demasiado involucrado con ella. Y eso es bueno. He aquí mi consejo. Mantente alejado de los que amas demasiado. Esos son los que te matarán. Lo que quieres para vivir y ser feliz es una mujer que haga su vida y te deje hacer la tuya.

Me dio dos palmadas en la espalda y se fue, dejándome mirando la vitrina de objetos de plata con una nueva sensación de desesperación ante mi vida mancillada.

XXI

Cuando me abrió la puerta esa noche, Kitsey no parecía tan serena como podría haber estado: hablaba de varias cosas a la vez, un vestido nuevo que quería comprarse, que se había probado pero no lograba decidirse, pidió que se lo guardaran; había una tormenta en Maine, los viejos de la isla habían talado toneladas de árboles, el tío Harry telefoneó, ¡qué triste!

—Oh, cariño —dijo revoloteando alrededor de forma encantadora y poniéndose de puntillas para coger las copas de vino—, ¿puedes?

Em y Francie, las compañeras de piso, no estaban a la vista, era como si ellas y sus novios hubieran desaparecido de manera oportuna antes de que yo llegara.

—No importa…, ya las tengo. Escucha, tengo una gran idea. Vamos a comer un curry antes de pasar por casa de Cynthia. Me muero por comerme uno. ¿Cómo se llamaba ese escondrijo de la Lex al que me llevaste…?, el que te gusta. El Mahal nosecuantos.

—¿Te refieres al piojoso? —pregunté colocado.

Ni siquiera me había molestado en quitarme el abrigo.

—¿Cómo dices?

—¿El del rogan josh grasiento? ¿Y los viejos que te deprimían? El del personal de ventas de Bloomingdale’s. —El Jal Mahal Restaruant (sic) era un indio desvencijado y oculto en el segundo piso de un establecimiento de Lexington Avenue, donde no había cambiado nada desde que yo era niño: ni los pappadums, ni los precios, ni la moqueta rosa desteñida debido a los desperfectos causados por el agua cerca de la ventana, ni siquiera los camareros: las mismas caras corteses, beatíficas y abotargadas que recordaba de mi niñez, cuando mi madre y yo íbamos después del cine para comer samosas y helado de mango—. Claro, ¿por qué no? «El restaurante más triste de Manhattan». Qué gran idea.

Se volvió hacia mí con cara de preocupación.

—Lo que tú digas. El Baluchi está más cerca. O podemos hacer lo que quieras.

—¿Ah, sí? —Me quedé de pie apoyado contra el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos. Años de convivencia con un mentiroso de talla mundial me había vuelto despiadado—. ¿Lo que yo quiera? Eso es generoso.

—Lo siento. Pensé que un curry estaría bien. Olvídalo.

—No te preocupes. Ya puedes parar.

Ella levantó la vista con una sonrisa vacía.

—¿Cómo?

—No me vengas con eso. Sabes muy bien de qué te estoy hablando.

Ella no dijo una palabra. En su bonita frente apareció una arruga.

—Quizá esto te enseñe a tener el móvil conectado cuando estés con él. Estoy segura de que ella intentó llamarte.

—Perdona, no sé de qué…

—Kitsey, te vi.

—Oh, por favor —dijo ella parpadeando al cabo de unos minutos—. No hablas en serio. No te referirás a Tom, ¿verdad? Vamos, Theo —añadió, en el silencio mortal que siguió—. Tom es un viejo amigo de hace muchos años, estamos muy unidos…

—Sí, eso ya lo vi.

—… y también es amigo de Em. —Parpadeaba furiosa, con el aire de quien se siente injustamente agraviado—. No sé qué pensaste que era. Mira, sé que no te gusta Tom y tienes buenos motivos para ello. Porque sé qué pasó cuando tu madre murió, se portó fatal, pero solo era un niño, y siente muchísimo cómo actuó…

—¿Lo siente?

—… pero él tenía malas noticias anoche —continuó ella rápidamente, como una actriz interrumpida en mitad de la perorata—, malas noticias sobre él…

—¿Hablas de mí con él? ¿Los dos os sentáis a hablar de mí y a compadecerme?

—… y vino a vernos, a Em y a mí, a las dos, sin avisar, justo antes de que saliéramos para ir al cine, por eso nos quedamos y no fuimos. Si no me crees, pregúntale a Em. Él no tenía otro lugar adonde ir, había tenido un gran contratiempo, algo personal, y solo quería hablar, ¿y qué íbamos a decirle…?

—No esperarás que me lo crea, ¿verdad?

—Escucha. No sé qué te dijo Em…

—Dime, ¿la madre de Cable todavía tiene esa casa en East Hampton? Recuerdo que solía soltar a su hijo en un club de campo durante horas seguidas después de que despidiera a la canguro, o, mejor dicho, después de que la canguro se despidiera. Clases de tenis, clases de golf. Probablemente ha acabado jugando bien al golf, ¿no?

—Sí —respondió ella con frialdad—, es bastante bueno.

—Podría decir algo de mal gusto ahora, pero me callaré.

—Theo, no hagamos esto.

—¿Quieres oír mi teoría? ¿Te importa? Estoy seguro de que está equivocada en algún detalle pero creo que en general es correcta. Porque sé que estuviste saliendo con Tom, me lo dijo Platt cuando me lo encontré por la calle, y él tampoco estaba muy contento con ello. Vamos, no necesitas poner excusas —añadí cuando intentó interrumpirme, con un tono tan duro y letal como me sentía—. A las chicas siempre les gustaba Cable. Cuando quiere, es un tipo realmente divertido. Aunque últimamente haya extendido cheques falsos o robado a la gente del club de campo o cualquiera de las otras cosas que he oído decir…

—¡Eso no es cierto! ¡Es mentira! Él jamás ha robado a nadie…

—… y a mamá y a papá nunca les gustó mucho Tom, probablemente no les gustaba nada, y luego, cuando papá y Andy murieron no pudiste continuar, al menos no en público. Era demasiado doloroso para mamá. Y como Platt ha señalado muchas veces…

—No volveré a verlo.

—Luego lo admites.

—Pensé que no importaba hasta que nos casáramos.

—¿Por qué?

Se apartó el pelo de los ojos y no dijo una palabra.

—¿Por qué pensaste que no importaba? ¿Por qué? ¿Pensaste que yo no lo averiguaría?

Furiosa, levantó la vista.

—Eres un tipo frío, ¿lo sabías?

—¿Yo? —Desvié la vista y me reí—. ¿Yo soy el frío?

—Ah, es cierto. «La parte agraviada». «Principios muy elevados».

—Más elevados que los de otros, por lo visto.

—Estás disfrutando de lo lindo.

—Créeme que no.

—¿Ah, no? Nunca lo diría viendo esa sonrisa de satisfacción.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Callar?

—He dicho que no volveré a verlo. En realidad se lo he dicho a él mismo hace un rato.

—Pero es insistente. Te quiere. No se dará por vencido.

Para mi sorpresa, se ruborizó.

—Eso es cierto.

—Pobrecita Kits.

—No seas odioso.

—Pobrecilla —repetí sarcástico, pues no se me ocurría nada que decir.

Ella buscaba el sacacorchos en el cajón, se volvió y me miró con tristeza.

—Escucha. No espero que lo entiendas, pero es duro estar enamorado de la persona que no debes.

Guardé silencio. Al entrar, me había quedado tan helado de rabia al verla que intenté convencerme de que ella no tenía poder para hacerme daño o —Dios no lo quisiera— para suscitar mi compasión. Pero ¿quién sabía mejor que yo lo ciertas que eran esas palabras?

—Escucha —volvió a decir ella, dejando el sacacorchos. Vio una oportunidad e iba a aprovecharla, como en la pista de tenis: cruel, observando el lado débil del contrincante…

—Apártate de mí. —Demasiado acalorado. Con el tono equivocado. Esa no era la dirección correcta. Quería mostrarme frío y controlar la situación.

—Theo, por favor. —Allí estaba ella, con una mano sobre mi manga. La nariz rosada, los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas, como el pobre Andy con sus alergias de primavera o como cualquier persona corriente a la que podías compadecer—. Lo siento, de verdad. Con todo mi corazón. No sé qué decir.

—¿Ah, no?

—No. Te he hecho un flaco favor.

—Esa es una forma de expresarlo.

—Y sé que no te gusta Tom…

—¿Qué tiene eso que ver?

—Theo, ¿realmente te importa tanto? No, sabes que no. No, si tienes que pensarlo —continuó ella con rapidez—. Además… —se detuvo un momento antes de lanzarse—, no quiero ponerte en un apuro, pero lo sé todo sobre tus asuntos y no me importa.

—¿Qué asuntos?

—Oh, vamos —dijo ella cansinamente—. Queda con tus amigos sórdidos, drógate todo lo que quieras, me da igual.

De fondo, el radiador empezó a armar un gran estrépito.

—Mira. Estamos hechos el uno para el otro. Este matrimonio es bueno para ambos. Yo lo sé y tú lo sabes. Porque…, mira, lo sé. No tienes que decírmelo. Y hablo en serio, desde que salimos juntos estás mejor, ¿no? Te has enmendado mucho.

—¿Ah, sí? ¿Me he enmendado? ¿Qué significa eso?

Ella suspiró exasperada.

—Mira, es inútil fingir. Theo, Martina…, hum, Tessa Margolis, ¿te acuerdas de ella?

—Joder. —Creía que nadie conocía a Tessa.

—Todo el mundo intentó advertirme. «Aléjate de él. Es encantador pero es un drogadicto». Tessa le dijo a Em que cortó contigo después de pillarte esnifando heroína en la mesa de su cocina.

—No era heroína —repliqué acalorado. Habían triturado pastillas de morfina y fue una pésima idea esnifarlas, un desperdicio absoluto—. De todos modos Tessa no tenía ningún escrúpulo en esnifar ella misma, me pedía que le consiguiera todo el tiempo…

—Mira, eso es diferente y tú lo sabes —dijo interrumpiéndome—. Mamá…

—¿Ah, sí? ¿Diferente? —Elevando la voz por encima de la de ella—. ¿En qué sentido es diferente, eh?

—Mamá…, escúchame, Theo, hablo en serio, mamá te quiere mucho. Mucho. Le salvaste la vida cuando apareciste. Ahora habla, come, se interesa por las cosas, da paseos por el parque, espera impaciente que vayas a verla. No puedes imaginarte cómo era antes. Eres parte de la familia —añadió, aprovechando la ventaja—. De verdad. Porque Andy…

—¿Andy? —Me reí sin alegría. Andy no se hacía ilusiones sobre su familia de desequilibrados.

—Mira, Theo, no seas así. —Se había recobrado; simpática y razonable, había algo de su padre en su franqueza—. Casarnos es lo correcto. Hacemos buena pareja. Tiene sentido para todos los involucrados, empezando por nosotros.

—¿Ah, sí? ¿Todos?

—Sí. —Estaba serena—. No te irrites, sabes bien lo que quiero decir. ¿Por qué vamos a dejar que esto lo eche todo por la borda? Después de todo, somos mejores personas cuando estamos juntos, ¿no? Y… —una pálida sonrisita, esta vez de su madre—, funcionamos como pareja. Nos gustamos. Nos llevamos bien.

—Todo cabeza sin corazón entonces.

—Si así es como quieres expresarlo, sí —respondió mirándome con una compasión y un afecto tan manifiestos que, inesperadamente, noté cómo la rabia se desvanecía ante su fría inteligencia, toda ella transparente como una campana plateada. Y estirándose de puntillas para besarme en la mejilla, añadió—: Ahora seamos buenos, sinceros y amables el uno con el otro, y vivamos felices juntos y divirtámonos siempre.

XXII

De modo que me quedé a pasar la noche, y más tarde pedimos algo de comida por teléfono y luego nos acostamos. Pero aunque en cierto modo fue bastante fácil fingir que todo seguía igual (¿acaso no habíamos fingido los dos todo el tiempo?), a otro nivel me sentía casi sofocado por el peso de lo desconocido y no pronunciado que pesaba entre nosotros, y después ella se durmió acurrucada contra mí; me quedé despierto y miré por la ventana sintiéndome completamente solo. Los silencios de la noche (culpa mía, no de Kitsey, ella nunca se quedaba sin palabras ni in extremis) y la distancia en apariencia infranqueable que había entre nosotros me recordó de manera muy vívida cuando tenía dieciséis años y nunca tenía ni idea de qué decir o hacer con Julie, que aunque no podía considerarse mi novia fue la primera mujer a la que contemplé como tal. Nos habíamos conocido fuera de la tienda de bebidas alcohólicas de Hudson mientras yo esperaba, dinero en mano, a que entrara alguien para pedirle que me comprara una botella de algo; y llegó ella, con una indumentaria futurista que resultaba incongruente con su andar de pisadas fuertes y su aspecto de granjera, con una cara poco agraciada pero agradable de esposa de la pradera de la década de 1900.

—Toma, chico —me dijo sacando su botella de vino de la bolsa—, aquí tienes el cambio. No hay de qué. ¿Piensas bebértela aquí fuera?

Julie contaba veintisiete años, casi doce más que yo, y tenía un novio que estaba acabando sus estudios de administración de empresas en California; nunca hubo ninguna duda de que cuando el novio volviera yo no debía aparecer o ponerme en contacto de nuevo con ella. Los dos lo sabíamos. Ella no tuvo que decírmelo. Mientras subía a todo correr los cinco tramos de escaleras hasta su estudio las escasas (para mí) tardes que se me permitía ir a verla, siempre me sentía rebosante de palabras y de sentimientos demasiado grandes para contenerlos, pero todo lo que había pensado decirle se desvanecía en cuanto ella abría la puerta, y en lugar de ser capaz de entablar una conversación de dos minutos siquiera como una persona normal, me quedaba mudo y desesperado tres pasos detrás de ella, con las manos en los bolsillos, odiándome a mí mismo, viendo cómo ella se paseaba descalza por el estudio con su look moderno, hablando sin esfuerzo, disculpándose por la ropa sucia del suelo y por haberse olvidado de coger el paquete de seis cervezas —¿quería que bajara a buscarlas?—, hasta que en algún momento casi literalmente me abalanzaba sobre ella a mitad de frase y la derribaba sobre la cama, a veces con tanta violencia que las gafas salían volando. Era tan maravilloso que creía que me moriría, pero despierto después en la cama me sentía angustiado a causa del vacío, con su brazo blanco sobre el edredón y viendo cómo se encendían las farolas, sin querer ni pensar en que dieran las doce, porque eso significaba que ella tendría que levantarse y vestirse para ir a trabajar en un bar de Williamsburg donde yo no era lo bastante mayor para entrar y verla. Y ni siquiera amaba a Julie. La admiraba y estaba obsesionado con ella, y envidiaba su seguridad en sí misma, e incluso le tenía un poco de miedo; pero no la amaba en realidad, no más de lo que ella me amaba a mí. Tampoco estaba muy seguro de querer a Kitsey (al menos no del modo en que había deseado una vez quererla), pero aun así era sorprendente lo mal que me sentía, teniendo en cuenta que ya había pasado antes por eso.

XXIII

Todo lo ocurrido con Kitsey apartó momentáneamente de mi mente la visita de Boris, pero en cuanto me dormí volvió de refilón en los sueños. Dos veces me desperté y me senté erguido en la cama; la primera cuando soñé que una puerta se abría girando sobre sus goznes de forma espeluznante en el almacén mientras fuera unas mujeres con pañuelos se peleaban por un montón de ropa usada; la segunda, después de volver a dormirme, en una fase distinta del mismo sueño, el almacén era como un espacio inconsistente abierto al cielo; las paredes de tela se hinchaban y no eran lo bastante largas para tocar la hierba del suelo. Más allá había una perspectiva de campos verdes y chicas con largos trajes blancos: una imagen tan (misteriosamente) llena de horror ritual y tan cargada de muerte que me desperté sin aliento.

Miré el reloj: las cuatro de la madrugada. Después de media hora sintiéndome desgraciado en la oscuridad me senté en la cama desnudo hasta la cintura y, buscando a tientas como un maleante en una película francesa, encendí un cigarrillo y miré Lexington Avenue, que estaba prácticamente desierta a esa hora: taxis que empezaban o acababan el servicio, quién sabía. Pero el sueño, que parecía profético, se negaba a desvanecer, flotando como un vaho venenoso; el corazón todavía me latía con fuerza a causa del peligro que impregnaba el aire, la sensación de abertura y riesgo.

«Merece que lo fusilen». Ya me había preocupado bastante el cuadro cuando creía que estaba a salvo durante todo el año (como se aseguraba en el folleto del almacén, con un tono eficiente y profesional) a unos veinte grados de temperatura y el cincuenta por ciento de humedad que eran aceptables para su conservación. No se podía conservar un objeto así en cualquier parte. No toleraba el frío ni el calor ni la humedad ni el sol directo. Como las orquídeas de la floristería, requería un ambiente controlado. Bastaba que me lo imaginara detrás del horno para pizzas para que mi corazón de idólatra palpitara con una versión distinta pero similar de terror que el que había experimentado cuando creía que el conductor del autobús haría bajar al pobre Popper bajo la lluvia, en medio de la nada, a un lado de la carretera.

Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo había tenido Boris el cuadro? Ni siquiera Horst, un amante de arte declarado, me parecía muy exigente con la cuestión de la conservación en ese apartamento. Las posibilidades funestas eran múltiples: La tormenta en el mar de Galilea, de Rembrandt, la única marina que había pintado el artista, se deterioró, según decían, después de haberla guardado de forma inadecuada. La obra maestra de Vermeer, La carta de amor, que un camarero de hotel había arrancado de sus bastidores, quedó descascarillada y arrugada por ocultarla debajo de un colchón. Pobreza, de Picasso, y Paisaje tahitiano, de Gauguin, habían sufrido desperfectos por el agua después de que un zoquete los escondiera en un baño público. Entre mis obsesivas lecturas, el caso que más me impactó fue Natividad con san Francisco y san Lorenzo, de Caravaggio, robado del oratorio de San Lorenzo y cortado del marco con tan poca destreza que el coleccionista que había encargado el robo estalló en lágrimas al verlo y se negó a quedárselo.

Me di cuenta de que móvil de Kitsey no estaba en el sitio de siempre, sobre el cargador del alféizar, de donde lo cogía en cuanto se levantaba. A veces me despertaba en mitad de la noche y veía el resplandor azul en la oscuridad a su lado de la cama, bajo el edredón, en su nido de sábanas secreto. «Solo estoy mirando qué hora es», decía ella si me volvía soñoliento para preguntarle qué hacia. Imaginé que estaba desconectado y sepultado en su bolso de piel de cocodrilo con el habitual caos de brillo de labios, tarjetas de visita, muestras de perfume, monedas sueltas y billetes de veinte dólares arrugados que caían cada vez que sacaba el cepillo para el pelo. Allí, en esa fragante maraña, Cable la llamaría repetidas veces por la noche, dejando múltiples mensajes de texto y recados en el buzón de voz para que ella los encontrara cuando se despertara por la mañana.

¿De qué hablaban? ¿Qué se decían? Por extraño que pareciera, me resultaba fácil imaginarlos juntos. Conversación animada, una sensación de astuta complicidad. Cable llamándola por nombres bobos en la cama y haciéndole cosquillas hasta que ella gritaba.

Apagué el cigarrillo. Sin forma, sin sentido, sin significado. A Kitsey no le gustaba que fumara en su dormitorio pero cuando encontrara la colilla del cigarrillo aplastada en la caja de Limoges de su vestidor seguramente no diría una palabra al respecto. Para entender el mundo, a veces podías concentrarte en una parte muy pequeña de él, examinar con detenimiento lo que tenías cerca y hacer que sustituyera el todo; pero desde que el cuadro había desaparecido me sentía extinguido y ahogado por la vastedad, no solo la previsible vastedad del tiempo y el espacio sino las distancias infranqueables que había entre las personas aun cuando estuvieran al alcance del brazo, y con una oleada de vértigo pensé en todos los lugares donde había estado y en todos los lugares donde no había estado, un mundo perdido, enorme y desconocido, un sombrío laberinto de ciudades y callejones, ceniza flotante e inmensidades hostiles, contactos perdidos, objetos extraviados y nunca encontrados; mi cuadro se alejaba en esa poderosa corriente y salía flotando ahí fuera en alguna parte: un minúsculo fragmento de espíritu, una débil chispa cabeceando en un mar oscuro.

XXIV

Como no podía dormirme de nuevo me marché del apartamento sin despertar a Kitsey, en la negra y gélida hora que precede el amanecer, tiritando mientras me vestía en la oscuridad; una de sus compañeras había entrado y se estaba duchando; lo último que yo quería era encontrarme con alguna de ellas al salir.

Cuando me bajé del tren de la línea F, el cielo palidecía. Arrastrándome hasta casa en el frío glacial, deprimido y muerto de cansancio, entré por la puerta lateral y subí pesadamente hasta mi habitación, con las gafas sucias, hediendo a humo, sexo, curry y Chanel n.º 19 de Kitsey; me paré a saludar a Popchik, que se acercó corriendo por el pasillo y daba vueltas con su habitual excitación a mis pies, y mientras sacaba la corbata enrollada del bolsillo para colgarla en la percha de detrás de la puerta, casi se me heló la sangre al oír una voz en la cocina:

—¿Theo? ¿Eres tú?

Una cabeza pelirroja asomando por la esquina. Era ella, con una taza de café en la mano.

—Perdona, ¿te he asustado? No era mi intención.

Me quedé paralizado, mudo de asombro, mientras ella me echaba los brazos al cuello con una especie de canturreo feliz, y Popchik gemía y brincaba de emoción a nuestros pies. Todavía iba con la ropa con la que había dormido, los pantalones de un pijama de rayas y una camiseta de manga larga con un viejo jersey de Hobie encima; aún olía a sábanas revueltas y a cama. Oh, Dios, pensé, cerrando los ojos y apretando la cara en su hombro con una oleada de felicidad y miedo, un rápido esbozo del cielo.

—Qué alegría verte. —Allí estaba ella. Su pelo…, sus ojos. Sus uñas mordidas como las de Boris y un mohín en el labio inferior como el de una niña que se ha chupado demasiado el pulgar, la cabeza despeinada y roja como una dalia—. ¿Cómo estás? ¡Te he echado de menos!

—Yo… —Todas mis resoluciones se esfumaron en un instante—. ¿Qué haces aquí?

—¡Me dirigía en avión a Montreal! —Una risa aguda de chica mucho más joven, una risa de parque infantil—. Para pasar unos días con mi amiga Sam —(¿Sam?, pensé)— y reunirme luego con Everett en California. —Bebió un sorbo de café, ofreciéndome sin decir palabra la taza, ¿quieres?, ¿no?, otro sorbo—. Pero desviaron el avión de su ruta, y al verme varada en Newark, se me ocurrió aprovechar para entrar en la ciudad y veros.

—Eso es estupendo. —«Veros». Eso me incluía a mí.

—Pensé que sería divertido venir ya que no estaré aquí en Navidad. Además, tu fiesta es mañana. ¡Casado! ¡Felicidades! —Me asía el brazo, y cuando se puso de puntillas para besarme la mejilla noté que el beso me atravesaba—. ¿Cuándo la conoceré? Hobie dice que es un bombón. ¿Estás emocionado?

—Yo… —Me sentía tan aturdido que me llevé una mano donde habían estado sus labios, donde todavía notaba la presión de ellos, pero al darme cuenta de la impresión que podía dar la aparté enseguida—. Sí. Gracias.

—Me alegro de verte. Tienes buen aspecto.

Ella no parecía darse cuenta de lo estupefacto, mareado y totalmente alucinado que estaba yo con su aparición. O quizá se dio cuenta y no quiso herirme.

—¿Dónde está Hobie? —No se lo preguntaba porque me importara, sino porque estar solo en la casa con ella era demasiado bonito para ser cierto, además de un poco aterrador.

Ella puso los ojos en blanco.

—Oh, ha insistido en ir a la panadería. Le he dicho que no se molestara, pero ya sabes cómo es. Le gusta comprarme esas galletas de arándanos que mamá y Welty me compraban cuando era pequeña. No puedo creer que sigan haciéndolas… Pero dice que no las tienen todos los días. ¿Seguro que no quieres café? —Acercándose al fogón, con apenas un indicio de cojera al andar.

Era extraordinario; casi no oía una palabra de lo que me decía. Siempre era así cuando yo estaba en la misma habitación con ella, ella lo anulaba todo: su piel, sus ojos, su voz oxidada, su pelo del color de las llamas, y su modo de inclinar la cabeza que a veces parecía que tarareaba para sí; y la luz de la cocina se mezclaba con la luz de su presencia, el color, la frescura y la belleza.

—¡Te he grabado unos cedés! —exclamó volviéndose para mirarme por encima del hombro—. Ojalá se me hubiera ocurrido traerlos. Pero no sabía que pasaría por casa. Te los mandaré por correo en cuanto vuelva.

—Y yo tengo unos cedés para ti. —Los tenía en mi habitación, junto con un montón de cosas que había comprado porque me recordaban a ella, tantas que habría parecido extraño que se las mandara—. Y libros.

Y joyas, me callé. Y pañuelos, pósters, perfume, discos de vinilo, un juego para hacer cometas y una pagoda de juguete. Un collar de topacio del siglo XVIII. Una primera edición de Ozma de Oz. Comprar esas cosas había sido sobre todo una forma de pensar en ella, de estar con ella. Algunas se las había regalado a Kitsey, pero aun así no había posibilidad de salir de la habitación con esa montaña gigantesca de objetos que había comprado en realidad para ella a lo largo de los años sin que pareciera una locura.

—¿Libros? Oh, qué bien. He terminado el libro en el avión y necesito algo más. Podemos hacer un cambio.

—Claro.

Descalza. Las orejas rojas de rubor. La piel blanca perla que dejaba ver el escote de su camiseta.

Los aros de Saturno. Everett dijo que podría gustarte. Te manda recuerdos, por cierto.

—Oh, devuélveselos. —No soportaba que ella fingiera que Everett y yo éramos amigos—. Yo, hummm…

—¿Qué?

Me temblaban las manos y ni siquiera tenía resaca. Solo podía confiar en que ella no lo viera.

—Voy a entrar un momento en mi habitación, ¿vale?

Ella pareció sorprenderse y se llevó los dedos a la frente, como diciendo: «qué boba».

—Oh, claro, perdona. Estaré aquí.

No volví a respirar hasta que estuve en mi cuarto con la puerta cerrada. Mi traje estaba en buen estado, para ser el del día anterior, pero tenía el pelo sucio y necesitaba ducharme. ¿Debía afeitarme? ¿Cambiarme de camisa? ¿O ella se daría cuenta? ¿Parecería raro que hubiera entrado corriendo e intentado arreglarme para ella? ¿Podía meterme en el cuarto de baño y cepillarme los dientes sin que ella se diera cuenta? Pero de pronto sentí una oleada de pánico al pensar que estaba sentado en mi habitación con la puerta cerrada, malgastando valiosos momentos de estar con ella.

Me levanté de nuevo y abrí la puerta.

—Eh —grité hacia el pasillo.

Su cabeza apareció de nuevo.

—¿Quieres ir al cine conmigo esta noche?

Un instante de ligera sorpresa.

—Sí, claro. ¿A ver qué?

—Un documental sobre Glenn Gould. Me muero de ganas de verlo. —De hecho ya lo había visto, y durante todo el tiempo que estuve sentado en la sala fantaseaba con que ella se encontraba a mi lado; imaginaba su reacción ante determinadas partes, o la asombrosa conversación que tendríamos cuando saliéramos.

—Suena genial. ¿A qué hora?

—Hacia las siete. Lo miraré.

XXV

Todo el día estuve prácticamente fuera de mí al pensar en la noche que tenía por delante. Abajo en la tienda (donde estuve demasiado ocupado con clientes de Navidad para centrarme en mis planes), pensé en cómo me vestiría (algo sport, sin traje, nada demasiado estudiado) y dónde la llevaría luego a cenar; nada demasiado elegante, nada que la pusiera en guardia o que pareciera demasiado calculado por mi parte, pero al mismo tiempo un lugar realmente especial y lo bastante tranquilo para hablar, y que no quedara muy lejos del Film Forum; además, ella llevaba un tiempo fuera de la ciudad, tal vez le gustaría ir a algún sitio nuevo («Oh, ¿este lugar?, sí, es genial, me alegro de que te guste, es todo un hallazgo»), pero aparte de lo dicho (y lo principal era que fuera tranquilo, más que la comida y la situación, no quería estar en un local donde tuviéramos que gritar), tenía que ser algún local donde encontráramos mesa avisando con tan poca antelación; además, estaba el tema de la comida vegetariana. Algún lugar con encanto y no demasiado caro que hiciera sonar la alarma. No podía parecer que me había tomado muchas molestias; más bien tenía que dar la impresión de algo improvisado, no planeado. ¿Cómo demonios podía estar ella viviendo con ese patán de Everett, mal vestido, y con dientes de conejo y mirada siempre asustada, cuya idea de una agradable velada seguramente era arroz moreno y algas en la barra del fondo de una tienda de dietética?

El día avanzó muy despacio, y cuando dieron las seis, Hobie regresó a casa después de pasar todo el día fuera con Pippa y asomó la cabeza por la tienda.

—¡Bueno! —exclamó al cabo de un momento, en un tono alegre pero cauto que me recordó (inquietantemente) el que utilizaba mi madre cuando llegaba a casa y encontraba a mi padre trajinando por la sala al borde de un subidón. Hobie sabía lo que yo sentía por Pippa; yo nunca se lo había dicho, nunca había pronunciado una palabra, pero él lo sabía; aunque no lo hubiera sabido, era visible para él (o para cualquier extraño que pasara por la calle) que casi me salían chispas de la cabeza—. ¿Cómo va todo?

—Genial. ¿Qué tal lo habéis pasado?

—¡De maravilla! —Con alivio—. He conseguido que entráramos en el Union Square para comer y nos hemos sentado en el bar, ojalá hubieras estado con nosotros. Luego hemos pasado por casa de Moira, y los tres nos hemos acercado a la Asia Society, y ahora ella está haciendo unas compras de Navidad. ¿Dice que has quedado con ella esta noche? —Con tono despreocupado, pero dejando traslucir la misma intranquilidad de un padre preguntándose si un adolescente errático puede coger el coche—. ¿En el Film Forum?

—Sí —respondí nervioso.

No quería que él supiera que iba a llevarla a ver la película de Glenn Gould, ya que él sabía que yo ya la había visto.

—¿Dice que vais a ver la de Glen Gould?

—Bueno, hum, me muero por verla otra vez. No le digas que ya la he visto —dije impulsivamente; y luego—: ¿No le habrás dicho…?

—No, no —respondió enseguida, irguiéndose—. No le he dicho nada.

—Bueno, hum…

Hobie se frotó la nariz.

—Escucha, seguro que le encanta. Yo también me muero por verla. Pero no esta noche —se apresuró a añadir—. Otro día.

—Oh… —respondí, esforzándome por parecer decepcionado y haciéndolo muy mal.

—En fin. ¿Quieres que me quede en la tienda? Lo digo por si quieres subir a arreglarte. No deberías salir más tarde de las seis si vas a ir caminando.

XXVI

Por el camino no podía evitar canturrear y sonreír. Y cuando doblé la esquina y la vi delante del cine, me puse tan nervioso que tuve que parar un momento para serenarme antes de acercarme corriendo a saludarla y ayudarla con las bolsas (ella cargada de compras, parloteando sobre su día), el éxtasis total de hacer cola con ella, los dos apiñados porque hacía frío, y, una vez dentro, la moqueta roja y la sensación de tener toda la noche por delante, ella dando palmadas con las manos enguantadas: «¿Quieres palomitas?», «¡Claro!» (yo corriendo hasta el mostrador), «Las palomitas de aquí son buenísimas…», y luego, entrando juntos en la sala, yo poniéndole una mano en la espalda con naturalidad, la espalda de terciopelo de su abrigo, el abrigo marrón perfecto y el sombrero verde perfecto, y la perfecta, perfecta cabeza pelirroja. «¿Aquí…, en el pasillo?, ¿te gusta el pasillo?». Habíamos ido juntos al cine las veces suficientes (cinco) para que yo tomara cuidadosamente nota de dónde le gustaba a ella sentarse; además, lo sabía muy bien después de años de preguntarle a Hobie con disimulo todo lo que me atrevía sobre ella y sus gustos, sus aficiones, sus fobias, sus hábitos, dejando caer las preguntas con naturalidad, de una en una, a lo largo de casi toda una década: ¿le gusta esto?, ¿le gusta lo otro? Y allí estaba ella, volviéndose y sonriéndome a mí, ¡a mí!; había demasiada gente en la sala porque era el pase de las siete, demasiada gente para que me sintiera cómodo, teniendo en cuenta mi ansiedad generalizada y mi aversión a los lugares concurridos, y entró aún más gente después de que la película hubiera empezado, pero no me importó; podría haber sido una trinchera en el Somme bombardeada por los alemanes, porque lo único que importaba era que ella estaba a mi lado en la oscuridad, con un brazo entrelazado con el mío. ¡Y la música! Glenn Gould al piano con el pelo alborotado, lleno de vida, con la cabeza echada hacia atrás, emisario del reino de los ángeles, arrebatado y consumido por lo sublime. Yo no paraba de mirarla a ella de reojo, incapaz de contenerme; pero tardé al menos media hora en armarme de valor y volverme para contemplarla sin tapujos: el perfil bañado en el resplandor de la pantalla, y, horrorizado, me di cuenta de que no le gustaba la película. Estaba aburrida. Mejor dicho, contrariada.

Me pasé el resto de la película abatido, sin apenas prestar atención. O, más bien, viéndola desde otra perspectiva: ya no era el prodigio extático; no era el místico, el solitario, abandonando heroicamente la sala de conciertos en la cúspide de su fama para retirarse a la nieve de Canadá, sino el hipocondríaco, el recluso, el aislado. El paranoico. El adicto a las pastillas. Mejor dicho, el drogadicto. El obsesivo: siempre con guantes, fóbico a los gérmenes, envuelto todo el año en bufandas, haciendo tics y compulsiones. El bicho raro noctámbulo, encorvado y tan poco seguro de cómo comportarse aun en la relación más elemental con la gente que (en una entrevista que de pronto me resultaba una tortura) había propuesto al ingeniero de la grabación ir juntos a un abogado y declararse legalmente hermanos; una especie de trágica versión de genio tardío de Tom Cable y yo cortándonos el pulgar en el oscuro patio trasero de su casa, o, incluso más extraño, de Boris cogiéndome la mano, que me sangraba por los nudillos después de haberle pegado un puñetazo en el parque infantil, y llevándosela a su propia boca ensangrentada.

XXVII

—Te ha disgustado —dije de forma impulsiva cuando salimos del cine—. Lo siento.

Ella levantó la vista hacia mí sorprendida de que me hubiera dado cuenta. Salimos a un mundo azulado, iluminado como los sueños: la primera nieve de la temporada, cinco pulgadas sobre el suelo.

—Podríamos habernos ido si querías.

En respuesta ella solo meneó la cabeza, aturdida. La nieve arremolinándose, mágica, como una idea pura del norte, el norte puro de la película.

—Bueno, no —dijo de mala gana—. Quiero decir que no es que no me haya gustado…

Subiendo la calle con dificultad. Ninguno de los dos llevábamos el calzado adecuado. El sonido de nuestras pisadas haciendo crujir la nieve era tan fuerte que escuché con atención, esperando que ella continuara, listo para cogerle del codo si resbalaba, pero cuando se volvió para mirarme, todo lo que dijo fue:

—Dios mío. Nunca encontraremos un taxi aquí, ¿verdad?

Las ideas se me agolpaban en la mente. ¿Qué había de la cena? ¿Qué hacer? ¿Ya quería irse a casa? Mierda.

—No está lejos.

—Ya lo sé, pero… ¡Mira, ahí hay uno! —gritó, y el corazón me dio un vuelco hasta que vi, agradecido, que alguien más lo paraba.

Estábamos cerca de Bedford Street: luces, cafés.

—Eh, ¿qué te parece si probamos aquí?

—¿Para coger un taxi?

—No, para comer algo. —¿Tenía hambre? Por favor, Dios, que tenga hambre—. O tomar algo al menos.

XXVIII

Como si lo hubieran previsto los dioses, el bar medio vacío en el que nos metimos obedeciendo a un impulso resultó ser agradable, dorado, iluminado con velas y mucho, muchísimo mejor que cualquiera de los restaurantes en los que yo había pensado.

Una mesa diminuta. Rodilla con rodilla…, ¿era consciente ella tanto como yo? El resplandor de la vela en su cara, la llama arrancando destellos metálicos de su pelo, el pelo tan brillante que parecía a punto de prender. Todo refulgía, todo era dulce. Sonaba un viejo tema de Bob Dylan, más que perfecto para las estrechas calles del Village a las puertas de la Navidad y la nieve que se arremolinaba en grandes capas emplumadas, la clase de invierno en el que quieres estar paseando por una calle de la ciudad cogido del brazo de una chica como en la vieja portada del disco, porque Pippa era exactamente esa chica, no era la más guapa, sino la clase de chica de aspecto corriente y sin maquillar con la que él había escogido ser feliz, y, de hecho, esa foto era en cierto sentido un ideal de felicidad, la postura de los hombros de él y la ligera timidez de la sonrisa de ella, esa expresión abierta como si juntos pudieran ir a donde quisieran, y… ¡allí estaba ella!; hablaba sobre ella, afectuosa y sin pretensiones, preguntándome por Hobie, por la tienda, por mis ánimos y qué estaba leyendo y qué música escuchaba, montones de preguntas pero también impaciente por compartir conmigo su vida, el piso helado y tan caro de caldear, la luz deprimente y el olor a aire viciado y a humedad, la ropa barata de la calle principal y que había tantas cadenas comerciales estadounidenses en Londres ahora que era como un centro comercial, y qué medicación estás tomando ahora y la medicación que estoy tomando yo (los dos teníamos el síndrome de estrés postraumático, una enfermedad que al parecer tenía otras iniciales en Europa y por la que, a la que te descuidabas, te mandaban a un hospital para veteranos del ejército); su pequeño jardín, que compartía con media docena de personas, y la mujer inglesa chiflada que lo había llenado de tortugas enfermas que se traía a escondidas del sur de Francia («todas morirán, de frío y desnutrición, es realmente cruel, no les da de comer como es debido, les echa migas de pan, ¿te lo puedes creer? Yo compro comida para tortugas en la tienda de animales sin decírselo»), y la ilusión que le haría tener un perro, pero era difícil en Londres con la cuarentena que también tenían en Suiza, ¿cómo acababa viviendo siempre en lugares donde no les gustaban los perros?, y, vaya, yo tenía mejor aspecto del que había tenido en años, me había echado de menos, un montón, qué noche más asombrosa…, y habíamos estado allí durante horas, riéndonos de tonterías pero también poniéndonos serios, muy graves, y ella se mostraba a la vez generosa y receptiva (esa era otra cualidad de ella; escuchaba con una atención que encandilaba; yo tenía la impresión de que nunca me escuchaba nadie con la mitad de intensidad; en su compañía me sentía diferente, mejor persona, podía decirle cosas que no me atrevería a decir a nadie más, desde luego no a Kitsey, que sabía cómo desinflar los comentarios serios haciendo una broma, cambiando de tema o interrumpiéndome, o a veces simplemente fingiendo no haber oído), y fue un profundo placer estar con ella, yo la quería cada minuto de cada día, con la mente, el alma y el corazón, y se hacía tarde y quería que el local no cerrara nunca, nunca.

—No, no —decía ella, deslizando un dedo por el borde de su copa de vino; la forma de sus manos me conmovía profundamente, con el anillo de sello de Welty en el índice; podía quedarme mirando sus manos como nunca podría hacerlo con su cara sin parecer un enfermo—, me ha gustado la película, de verdad. Y la música… —Se rió, y la risa, para mí, tenía toda la alegría que había detrás de la música—. Me ha dejado sin aliento. Welty lo vio tocar una vez en el Carnegie. Decía que fue una de las grandes noches de su vida. Solo que…

—¿Sí?

El olor de su vino. Una mancha de tinto en su boca. Era una de las grandes noches de mi vida.

—Bueno —continuó ella, meneando la cabeza—, las escenas de concierto. El aspecto de esas salas de ensayo. Porque, ya sabes —frotándose los brazos—, fue muy duro. Ensayar, ensayar, ensayar, seis horas al día, con los brazos doloridos de sostener la flauta…, y, bueno, estoy segura de que ya lo has oído muchas veces, toda esa mierda del pensamiento positivo que sueltan con tanta facilidad los profesores y los fisioterapeutas: «¡Tú puedes hacerlo!», «¡Creemos en ti!», y tú dejándote engatusar, y esforzándote, esforzándote aún más, y odiándote porque no te estás esforzando lo suficiente, creyendo que es culpa tuya si no lo haces mejor y esforzándote aún más…, en fin.

Guardé silencio. Yo ya sabía todo eso por Hobie, que me había hablado de ello largo y tendido, y con gran agitación. Al parecer la tía Margaret había hecho bien mandándola al colegio suizo para excéntricos con todos esos médicos y la terapia. Porque si bien según los criterios normales Pippa se había recobrado por completo del accidente, seguía habiendo un pequeño daño neurológico, lo justo para que importara a un nivel superior, cierto impedimento en la motricidad. Era sutil pero estaba allí. Porque en cualquier otra vocación o entretenimiento —cantante, ceramista, cuidador de zoo o cualquier médico aparte de cirujano— no habría importado. Pero para ella sí importó.

—Y, no lo sé, escucho mucha música en casa, me duermo con el iPod por la noche, pero… ¿cuándo fue la última vez que fui a un concierto? —preguntó con tristeza.

¿Se dormía con el iPod? ¿Eso significaba que ella y como se llamara no se acostaban juntos?

—¿Y por qué no vas a conciertos? —le pregunté, dejando para más tarde esa información—. ¿Te preocupa el público? ¿Las multitudes?

—Sabía que lo entenderías.

—Bueno, seguro que ya te lo han sugerido, porque a mí me lo han sugerido…

—¿Qué? —¿Cuál era el encanto de esa triste sonrisa? ¿Cómo podías descomponerla?—. ¿Xanax? ¿Betabloqueantes? ¿Hipnosis?

—Todo lo que has dicho.

—Bueno, si tienes un ataque de pánico, quizá. Pero no es eso. Más bien son remordimientos. Dolor. Y celos…, eso es lo peor de todo. Por ejemplo, esa chica, Beta…, que nombre más estúpido, ¿verdad? Es una intérprete realmente mediocre, no quiero parecer jactanciosa pero cuando éramos pequeñas ella casi no seguía la clase, y ahora está en la Filarmónica y me fastidia más de lo que estoy dispuesta a admitir ante nadie. Pero para eso no tienen una droga, ¿no?

—Hum… —En realidad sí, y Jerome, en Adam Clayton Powell, estaba haciendo un gran negocio con ello.

—La acústica…, el público…, desencadena algo en mí. Me voy a casa y odio a todo el mundo, hablo conmigo misma, tengo discusiones conmigo con voces diferentes, me paso días enteros irritada. Y…, bueno, ya te lo he dicho, probé con la enseñanza, pero no es lo mío. —A Pippa no le hacía falta trabajar, gracias al dinero de la tía Margaret y el tío Welty (Everett tampoco trabajaba, por lo mismo; lo de «bibliotecario de música», aunque de entrada me lo habían presentado como una atractiva carrera, era más bien unas prácticas no remuneradas mientras Pippa pagaba las facturas)—. Los adolescentes…, en fin, no voy a entrar en detalles sobre la tortura que es verlos ir al conservatorio o a México en verano para tocar en la sinfónica. Y los niños no se lo toman suficientemente en serio. Me enfado con ellos solo porque son niños. Para mí es como si se lo tomaran todo a la ligera, sin sacar provecho de lo que tienen.

—Bueno, enseñar es duro. Yo tampoco querría.

—Sí, pero si no puedo tocar, ¿qué más hay? —Bebió otro sorbo de vino—. Porque vivo alrededor de la música, por así decirlo, con Everett, y no paro de ir a la universidad y de hacer cursos…, pero, con franqueza, no me gusta mucho Londres, es oscuro y lluvioso, y no tengo muchos amigos allí, y en mi piso a veces oigo a alguien llorar por la noche, me llega un horrible llanto roto de la puerta de al lado, y yo…, bueno, tú has encontrado algo que te gusta hacer, y me alegro muchísimo por ti, pero a veces me pregunto qué estoy haciendo con mi vida.

—Yo… —Desesperado, intenté pensar en la respuesta correcta—. Vuelve a casa.

—¿A casa? ¿Quieres decir aquí?

—Claro.

—¿Qué hay de Everett?

No tenía nada que decir sobre eso.

Me miró con ojo crítico.

—No te gusta mucho, ¿verdad?

—Hummm… —¿Qué sentido tenía mentir?—. No.

—Bueno, si lo conocieras mejor te gustaría. Es un buen tipo. Muy tranquilo y ecuánime, muy estable.

Tampoco tenía nada que decir sobre eso. Yo no era ninguna de todas esas cosas.

—Además, Londres… Quiero decir que me he planteado volver a Nueva York…

—¿Sí?

—Por supuesto. Echo muchísimo de menos a Hobie. Él dice en broma que con lo que gastamos en el teléfono podría pagarme un alquiler aquí…, por supuesto se refería a los tiempos en que las conferencias con Londres costaban cinco dólares el minuto o algo así. Casi cada vez que hablamos intenta convencerme para que vuelva… Bueno, ya conoces a Hobie, no lo dice abiertamente, pero ya sabes, las continuas indirectas, siempre me habla de empleos que han salido, de puestos en Columbia y…

—¿Y?

—Bueno, en cierto modo no me explico qué hago viviendo tan lejos. Fue Welty quien me apuntó a clases de música y me introdujo en la orquesta sinfónica, aunque Hobie era el que siempre estaba en casa, ya sabes, quien subía y me preparaba la merienda después del colegio y me ayudaba a plantar maravillas para mi proyecto de ciencias. Aun ahora…, cuando tengo un resfriado, o no me acuerdo de cómo se cocinan las alcachofas o de cómo quitar la cera del mantel, ¿a quién llamo? A él. Pero… —¿me lo imaginaba o se había emocionado un poco con el vino?—, si te digo la verdad, ¿sabes por qué no vuelvo? —¿Estaba a punto de echarse a llorar?—. No se lo diría a todo el mundo, pero en Londres al menos no pienso todo el tiempo en eso. «Por aquí volví a casa un día antes». «Aquí es donde Welty, Hobie y yo cenamos juntos por penúltima vez». Al menos allí no pienso tanto, ¿giro aquí a la izquierda? ¿A la derecha? Todo mi destino pendiente de si tomo la línea seis o F. Horribles premoniciones. Todo petrificado. Cuando regreso aquí vuelvo a tener trece años y, bueno, no lo digo en un sentido positivo. Aquel día se detuvo todo, literalmente. Hasta dejé de crecer, ¿lo sabías? No crecí ni una sola pulgada más después de lo ocurrido.

—Tienes la estatura perfecta.

—Bueno, es muy común —dijo ella, pasando por alto mi torpe cumplido—. Los niños lesionados y traumatizados a menudo no alcanzan una estatura normal. —De manera inconsciente imitaba a ratos la voz de su doctor Camenzind; yo nunca lo había conocido pero advertía los momentos en que él tomaba las riendas, una especie de frío mecanismo de distanciamiento—. Los recursos son desviados. El sistema de crecimiento se cierra. En mi colegio había una niña, una princesa saudí, a la que habían secuestrado cuando tenía doce años. Ejecutaron a los tipos que lo hicieron. Pero… la conocí cuando tenía diecinueve años y era una chica agradable pero diminuta, solo medía cuatro pies con once pulgadas o algo así. Se había quedado tan traumatizada que nunca creció una pulgada más después del secuestro.

—Vaya. ¿Esa niña de la celda subterránea iba a tu colegio?

—El Mont-Haefeli era extraño. Había niñas a las que les habían disparado mientras huían del palacio presidencial, pero allí también encontrabas a niñas a las que mandaban sus padres para que adelgazaran o se entrenaran para las Olimpiadas de invierno.

Aceptó que le cogiera las manos sin decir nada…, toda envuelta, pues no había querido que se llevaran su abrigo. Mangas largas en verano, siempre con media docena de bufandas enrolladas, como una especie de insecto en su capullo, cubierto de capas…, el envoltorio protector para una niña que se había roto y la habían cosido y atornillado de nuevo. ¿Cómo había estado tan ciego? No me extrañaba que le hubiera afectado la película: Glenn Gould había pasado años enteros acurrucado con pesados abrigos, montones de botes de pastillas, salas de concierto abandonadas, la nieve cada año más alta a su alrededor.

—Porque… te he oído hablar de ello y sé que estás tan obsesionado como yo. Pero yo también vuelvo una y otra vez sobre lo mismo. —La camarera le sirvió discretamente más vino, sin que Pippa se lo pidiera o pareciera darse cuenta (querida camarera, pensé, te voy a dar una propina que te dejará sin habla)—. Si me hubiera apuntado para la audición el lunes en lugar del martes. Si hubiera dejado que Welty me llevara al museo como era su deseo… Llevaba semanas intentando llevarme a esa exposición, estaba resuelto a que la viera antes de que la quitaran… Pero yo siempre tenía algo mejor que hacer. Era más importante ir al cine con mi amiga Lee Ann, lo que fuera; quien, por cierto, desapareció sin dejar rastro después de mi accidente…, nunca volví a verla después de esa tarde en que vimos la estúpida película de Pixar. Todas esas pequeñas señales que pasé por alto, o que no reconocí bien…, todo podría haber sido diferente si hubiera prestado atención, como lo insistente que se mostró Welty en que fuera antes, debió de pedírmelo una docena de veces, era como si él mismo tuviera un presentimiento, algo malo pasaría, fue culpa mía incluso que estuviéramos allí ese día…

—Al menos a ti no te habían expulsado del colegio.

—¿Te expulsaron?

—Bueno, temporalmente, lo que ya era bastante malo.

—Es extraño pensar en qué habría pasado… Si no hubiéramos estado los dos allí ese día. Tal vez no nos conoceríamos. ¿Qué crees que estarías haciendo ahora?

—No lo sé —respondí, un poco sorprendido—. No puedo imaginármelo siquiera.

—Sí, pero debes de tener alguna idea.

—Yo no era como tú. No tenía un talento especial.

—¿Qué hacías para divertirte?

—Nada muy interesante. Lo normal. Juegos de ordenador, de ciencia ficción. Cuando la gente me preguntaba qué iba a ser de mayor, me hacía el listillo y decía que quería ser un blade runner o algo así.

—Dios mío, me encantó esa película. Pienso mucho en la sobrina de Tyrell.

—¿Qué quieres decir?

—La escena en la que ella se queda mirando las fotos que hay encima del piano. Cuando trata de decidir si sus recuerdos le pertenecen a ella o a la sobrina de Tyrell. Yo también repaso el pasado buscando signos, ¿sabes? Cosas en las que debería haberme fijado pero que se me pasaron por alto.

—Escucha, tienes razón, yo también pienso en ello. Pero los malos presagios, los signos, el conocimiento parcial, no hay una forma lógica para… —¿por qué no podía nunca acabar una frase estando con ella?—. ¿Sabes lo descabellado que suena? Sobre todo cuando lo hace otro. ¿Culpabilizarte por no haber adivinado el futuro?

—Bueno, quizá, pero el doctor Camenzind dice que todos lo hacemos. Accidentes, catástrofes…, cerca del setenta y cinco por ciento de las víctimas de un desastre están convencidas de que había signos de advertencia que pasaron por alto o no interpretaron debidamente, y si cuentas a los menores de dieciocho años, el porcentaje es aún más alto. Pero eso no significa que los signos no estuvieran allí, ¿no?

—Yo no creo que sea así. En retrospectiva, por supuesto. Creo que es más bien como una columna de cifras, si sumas dos mal al principio el total no cuadra. Solo si vuelves al punto de partida ves el error…, el punto en el que habrías obtenido otro resultado.

—Sí, pero eso es casi tan malo, ¿no? Ver la equivocación, el lugar donde te equivocaste, y no ser capaz de dar marcha atrás y corregirlo. —Tomó un gran sorbo de vino—. Pongamos por caso mi audición para entrar en la orquesta preuniversitaria de Juilliard. Mi profesor de solfeo me había dicho que podía conseguir un segundo puesto pero solo si tocaba realmente bien, que probara suerte. Y supongo que era muy importante. Pero Welty… —Sí, sin duda eran lágrimas, le brillaban los ojos a la luz del fuego—. Yo sabía que no hacía bien poniéndome tan pesada para que me acompañara al norte de la ciudad, no había motivos para que él fuera… Welty me mimó demasiado cuando mi madre vivía, pero cuando ella murió me mimó aún más, y era un día importante para mí, desde luego, pero ¿en realidad era tan importante como le hice creer? No. Porque… —ahora lloraba un poco—, porque yo ni siquiera quería ir al museo, y si quería que él me acompañara a la audición era porque sabía que me invitaría a comer antes, a donde yo quisiera. Él debería haberse quedado en casa aquel día, tenía otras cosas que hacer. Ni siquiera dejaban entrar a los familiares en la audición, tendría que esperar en el pasillo…

—Él sabía lo que hacía.

Pippa levantó la vista como si hubiera dicho justo las palabras que no debía; solo que yo sabía que eran las adecuadas, si era capaz de decirlas correctamente.

—Todo el tiempo que estuvimos juntos me habló de ti —continué—. Y…

—¿Y qué?

—Nada. —Cerré los ojos, abrumado por el vino, por ella, por la imposibilidad de explicarlo—. Es solo que… fueron sus últimos minutos en la tierra, ¿sabes?, y el espacio que separaba mi vida de la suya era realmente reducido. Poco menos que no había espacio. Fue como si se abriera algo entre los dos. Como un enorme flash de lo que era real…, de lo que importaba. No era yo, no era él. Éramos la misma persona. Los mismos pensamientos…, no hacía falta hablar. Fueron unos pocos minutos pero podrían haber sido años, podríamos seguir allí ahora. Y, hum, sé que suena raro… —De hecho, era una analogía totalmente demencial, loca, disparatada, aunque no sabía llegar de otro modo a lo que quería decir—. Pero ¿sabes Barbara Guibbory, la que hace esos seminarios en Rhinebeck, esas regresiones a la vida pasada? ¿Reencarnación, lazos kármicos y todo eso? ¿Almas que han estado juntas durante muchas vidas? Lo sé, lo sé —añadí rápidamente al ver su cara sorprendida (y un poco alarmada)—, cada vez que veo a Barbara me dice que necesito canturrear «um» o «rum» o lo que sea para sanar, las chakras obstruidas…, «muladhara deficiente», no es broma, ese fue su diagnóstico, «desarraigado…», «constricción del corazón…», «campo de energía fragmentado…». Yo estaba allí de pie tomando un cóctel y pensando en mis asuntos cuando ella se acercó a mí y me habló de todo lo que necesitaba comer para echar raíces… —Estaba perdiéndola, lo notaba—. Perdona, me estoy yendo por las ramas, es solo que, bueno, ya hemos tenido esta conversación, todo este asunto me pone furioso. Hobie también estaba allí bebiendo un gran whisky añejo y dijo: «¿Y yo, Barbara? ¿Como tubérculos? ¿Hago el pino?», y ella le dio unas palmaditas en el brazo y dijo: «Oh, no te preocupes, James, tú ERES un ser avanzado».

Eso la hizo reír.

—Pero Welty…, él también lo era. Un ser avanzado. No es broma. Fuera de toda consideración. Esos cuentos que suelta Barbara sobre el gurú nosecuantos que le impuso una mano sobre la cabeza en Birmania y quedó inundada de conocimiento y se convirtió en otra…

—Bueno, Everett…, él nunca ha conocido a Krishnamurti, por supuesto, pero…

—Ya, ya. —Everett (no sabía por qué me irritaba tanto) había ido a una especie de internado dirigido por un gurú en el sur de Inglaterra donde las clases tenían nombres como cuida la tierra y piensa en los demás—. Pero es como la energía de Welty, o el campo de fuerzas… Dios mío, eso suena muy trillado, aunque no sé cómo llamarlo si no, y me ha acompañado desde entonces. Yo estaba allí por él y él estaba allí por mí. Fue como algo permanente. —Nunca había expresado eso en voz alta ante nadie, si bien era algo que sentía en lo más profundo de mi ser—. Pienso en él y él está presente, su personalidad está en mí. Quiero decir que en cuanto empecé a vivir con Hobie me quedaba arriba en la tienda, y era como si me capturara ese algo instintivo, no sé explicártelo. Porque, ¿me interesaban las antigüedades? No. ¿Por qué iban a interesarme? Y sin embargo allí estaba yo, revisando su inventario y leyendo sus notas en los márgenes de los catálogos de subastas. Su mundo, sus cosas. Me sentí atraído por todo lo que había allá como un insecto a una llama. No es que yo lo buscara, más bien me buscó a mí. Y antes de cumplir dieciocho años era como si ya supiera el oficio, nadie me había enseñado nada y ya estaba solo allá arriba, haciendo el trabajo de Welty. —Crucé las piernas, inquieto—. ¿Alguna vez has pensado en lo extraño que fue que me enviara a tu casa? Quizá fuera el azar, pero a mí no me lo pareció. Era como si él viera quién era yo y me mandara exactamente donde se me necesitaba y con quien yo necesitaba estar. De modo que sí —concluí, volviendo en mí; estaba hablando demasiado deprisa—. Lo siento. No quería dispararme de este modo.

—No importa.

Silencio. Sus ojos clavados en los míos. Pero, a diferencia de Kitsey —que siempre estaba presente a medias, no soportaba las conversaciones serias y ante un giro similar buscaría con la mirada a la camarera o haría el primer comentario ligero y/o cómico que se le ocurriera para evitar que el momento se volviera tan intenso—, Pippa escuchaba, estaba allí conmigo, y vi con demasiada claridad lo triste que se ponía por mí, una tristeza solo agravada por el hecho de que yo realmente le gustaba: teníamos muchas cosas en común, había entre nosotros una conexión mental y otra emocional, y ella disfrutaba con mi compañía, confiaba en mí, me deseaba lo mejor, quería por encima de todo ser mi amiga; y mientras algunas mujeres se habrían regodeado o jactado de ello, a Pippa no le resultó divertido ver lo enamorado que yo estaba.

XXIX

Al día siguiente —el día de mi fiesta de compromiso— se desvaneció la intimidad de la noche anterior; y todo lo que quedó (durante el desayuno; en el rápido saludo que intercambiamos en el pasillo) fue la frustración de saber que no volvería a estar a solas con ella; estábamos incómodos, tropezando al entrar y salir, hablando en un tono quizá demasiado fuerte y alegre, y recordé (con tristeza) su visita el verano anterior, cuatro meses antes de que ella apareciera con Everett, la apasionada conversación que habíamos tenido los dos solos en los escalones de la entrada mientras oscurecía; acurrucados el uno contra el otro («como un par de viejos vagabundos»), rodilla con rodilla, rozándonos con el brazo, ambos mirando a la gente de la calle y hablando de muchos temas: de la niñez, de las salidas a Central Park y a patinar al Wollman Rink (¿nos habíamos visto en los viejos tiempos?, ¿nos habíamos cruzado sobre el hielo?), de Vidas rebeldes, que acabábamos de ver con Hobie en la televisión, de Marilyn Monroe, a la que los dos adorábamos («un pequeño fantasma de primavera») y del pobre Montgomery Clift dando vueltas con los bolsillos llenos de pastillas (un detalle que yo no sabía y que no comenté), y de la muerte de Clark Gable y lo culpable que se había sentido Marilyn, además de responsable, lo que curiosamente nos llevó a hablar del destino, del ocultismo y la adivinación: ¿había alguna relación entre la fecha de cumpleaños y la suerte o la ausencia de ella? ¿Malos tránsitos; las estrellas en una alineación poco favorable? ¿Qué diría alguien que nos leyera la mano? ¿Alguna vez te la han leído? No…, ¿y a ti? Quizá deberíamos ir hasta el escaparate con las luces moradas y las bolas de cristal del médium sanador de la Sexta Avenida, parece abierto las veinticuatro horas…, oh, ¿te refieres a ese lugar con lámparas de lava donde esa rumana chiflada se queda en la puerta eructando?; hablando hasta que estuvo tan oscuro que no nos veíamos, susurrando aunque no había motivos para hacerlo: ¿quieres que entremos?, no, aún no, y la redonda luna de verano brillaba blanca y pura sobre nuestras cabezas, y mi amor por ella era realmente igual de puro, tan sencillo y constante como la luna. Pero al final tuvimos que entrar y casi al instante el hechizo se rompió; en la brillante luz del pasillo nos sentimos incómodos y agarrotados, casi como si hubieran encendido las luces después de una obra de teatro y nuestra intimidad hubiera quedado expuesta por lo que era: una farsa. Durante meses intenté recuperar ese momento, desesperado; y, en el bar, durante un par de horas, lo logré. Sin embargo, todo volvía a ser irreal, estábamos de nuevo en el punto de partida, e intenté convencerme de que ya era mucho haberla tenido solo para mí durante unas pocas horas. Sin embargo, no lo era.

XXX

Anne de Larmessin —la madrina de Kitsey— había organizado nuestra fiesta de compromiso en un club privado donde Hobie nunca había entrado pero del que había oído hablar: su historia (venerable), sus arquitectos (ilustres) y sus socios (estelares, cubriendo todo el espectro desde Aaron Burr a los Wharton).

—Se supone que es uno de los mejores interiores del período neoclásico del estado de Nueva York —nos informaron con ávido placer—. Las escaleras, las repisas de las chimeneas… Quisiera saber si nos dejarán entrar en la sala de lectura. Me han dicho que las molduras de yeso originales son algo digno de ver.

—¿Cuánta gente habrá? —preguntó Pippa.

Se vio obligada a ir a Morgane Le Fay para comprarse un vestido, ya que no había pensado en la fiesta al hacer la maleta.

—Unas doscientas personas.

De esa cifra, unos quince de los invitados (entre ellos Pippa y Hobie, el señor Bracegirdle y la señora DeFrees) eran míos; cien eran de Kitsey y el resto era gente que incluso ella afirmaba no conocer.

—Incluido el alcalde —dijo Hobie—. Y dos senadores. Y el príncipe Alberto de Mónaco, ¿verdad?

—Está invitado, pero dudo mucho que venga.

—Entonces es una reunión íntima. Para la familia.

—Mira, yo solo voy a ir y hacer lo que me dicen.

Era Anne de Larmessin quien había tomado las riendas de la boda en tiempo de «crisis» (en palabras suyas), a raíz de la apatía de la señora Barbour. Era Anne de Larmessin quien se estaba ocupando de buscar la iglesia adecuada y el pastor adecuado, quien se encargaría de la lista de invitados (deslumbrante) y la distribución de los asientos (increíblemente peliaguda), y quien parecía tener la última palabra sobre todo, desde el almohadón del portador de las sortijas hasta la tarta nupcial. Era ella quien había logrado contactar con el diseñador para el vestido de Kitsey y quien nos había ofrecido su finca de Saint Barth para la luna de miel; y a quien Kitsey llamaba cada vez que le surgía una duda (lo que ocurría múltiples veces al día); y quien se había erigido con firmeza (por utilizar la frase de Toddy) en Obergruppenführer de la boda. Lo que volvía tan cómicos y perversos los esfuerzos de Anne de Larmessin a mis ojos era que estaba tan descontenta conmigo que apenas podía soportar mirarme. Yo distaba mucho de ser la pareja que ella había soñado para su ahijada. Hasta mi nombre era demasiado vulgar para que se dignara a pronunciarlo. «¿Y qué piensa el novio?». «¿Me facilitará pronto el novio su lista de invitados?». Era evidente que casarse con alguien como yo (¡un vendedor de muebles!) era un destino equiparable (más o menos) a la muerte; de ahí la pompa y el espectáculo de los preparativos, y la lúgubre ceremoniosidad, como si Kitsey fuera una especie de princesa perdida de Ur a la que había que agasajar y ataviar con las mejores galas, y que, asistida por siervas y pandereteros, desfilaría en esplendor hacia el Inframundo.

XXXI

Como no veía ninguna razón para estar muy alerta durante la fiesta, me aseguré de colocarme a base de bien antes de salir, y meterme en el bolsillo de mi mejor Turnbull y Asser una OC de reserva, por si las moscas.

El club era tan bonito que lamenté la aglomeración de invitados, que dificultaba contemplar los elementos arquitectónicos, los retratos colgados marco tras marco —alguno de ellos de gran calidad— y los libros poco comunes de las estanterías. Guirnaldas de terciopelo rojo, adornos de ramas de abeto…, ¿eran de verdad las velas del árbol? Me detuve aturdido en lo alto de las escaleras, sin querer saludar o hablar con nadie, sin querer estar allí…

Una mano en mi manga.

—¿Qué pasa? —preguntó Pippa.

—¿Por qué lo dices? —No podía mirarla a la cara.

—Pareces tan triste.

—Lo estoy —respondí, pero no estaba seguro de si me había oído o no.

Casi no me oí a mí mismo decirlo, porque justo en ese momento Hobie, dándose cuenta de que nos habíamos quedado atrás, volvió sobre sus pasos para buscarnos entre la multitud y gritó:

—Ah, estáis aquí… Tú ve a atender a tus invitados —me dijo, dándome un afable codazo paternal—. ¡Todos preguntan por ti!

Entre los desconocidos, Pippa y él eran dos de las pocas personas realmente singulares o de aspecto interesante que había allí: ella, como una hada con su diáfano vestido verde de mangas de gasa; él, elegante y encantador con su traje cruzado azul oscuro y sus elegantes zapatos antiguos de Peal and Co.

—Yo… —Indefenso, miré alrededor.

—No te preocupes por nosotros. Te buscaremos luego.

—Bien —dije, cobrando ánimo.

Pero cuando los dejé examinando un retrato de John Adams cerca del guardarropa mientras esperaban que la señora DeFrees entregara su abrigo de visón, y me abrí paso a través de las salas abarrotadas, no reconocí a nadie con la excepción de la señora Barbour, con quien no me vi con fuerzas de enfrentarme en esos momentos. No obstante, antes de que pudiera pasar de largo ella me vio y me asió por la manga. Estaba algo escondida en el umbral de una puerta con su ginebra con lima, escuchando a un anciano taciturno con aire élfico de rostro colorado y facciones duras, voz grave y nítida, y un mechón de pelo gris sobre cada oreja.

—¡Ah, Medora! —decía, balanceándose sobre sus talones—. Mi encantadora vieja amiga, tan impresionante y poco común, aún es un continuo deleite. ¡Casi rozando los noventa! Su familia es de la más pura casta Knickerbocker, por supuesto, como a ella siempre le gusta recordarme… Debería verla usted, llena de brío con el servicio. —Aquí se permitió soltar una risita indulgente—. Es terrible, querida, pero resulta tan divertido, al menos creo que a usted se lo parecerá. Verá, ahora no pueden contratar a sirvientes de color, ese es el término, ¿no? ¿«De color»? Porque Medora es tan proclive a…, cómo llamarlo, el patois de su juventud. En particular cuando tratan de contenerla o de meterla en la bañera. ¡Tengo entendido que puede ser muy combativa cuando quiere! Salió tras uno de esos ordenanzas afroamericanos con el atizador de la chimenea. ¡Ja, ja, ja! Bueno, ya sabe, «sino por la gracia de Dios». Medora era de lo que podría llamar la generación de la «cabaña del cielo». Y el padre tenía la casa solariega en Virginia, en el condado de Goochland. Un matrimonio de conveniencia donde los haya. Aun así el hijo…, usted no ha conocido al hijo, ¿verdad? Fue una gran decepción, ¿no le parece? Con la bebida. Y la hija. No tiene mucho éxito social. Bueno, eso es quedarse corto. Ahora bien, el hermano de Medora, Owen… Owen era un hombre muy querido, murió de un infarto en el vestuario del Athletic Club…, después de tener un «momento íntimo» en el vestuario, ya sabe… Un hombre encantador, pero siempre tuvo algo de alma perdida. Tengo la impresión de que dejó esta vida sin haberse encontrado a sí mismo.

—Theo —dijo la señora Barbour, extendiendo una mano hacia mí de forma bastante repentina mientras yo intentaba alejarme, como una persona atrapada en un coche en llamas que agarra en el último momento a un miembro del equipo de rescate—. Theo, te presento a Havistock Irving.

Havistock Irving se volvió para clavar en mí un intenso —y no del tono afable— rayo de interés.

—Theodore Decker.

—Eso me temo —respondí, sorprendido.

—Veo que le sorprende que lo conozca. —Cada vez me gustaba menos su aspecto—. Verá, conozco a su estimado socio, el señor Hobart. Y al estimado socio que le precedió, el señor Blackwell.

—¿De veras? —respondí con resuelta indiferencia; en el mundo de las antigüedades, tenía a diario la ocasión de tratar con ancianos malintencionados de su calaña, y la señora Barbour, que no me soltaba la mano, solo me la apretó aún más.

—Havistock es descendiente directo de Washington Irving —dijo impotente—. Está escribiendo una biografía sobre él.

—Qué interesante.

—Sí, es bastante interesante —dijo Havistock con placidez—. Aunque en el mundo académico moderno Washington Irving ha caído en desgracia. Ha sido marginado —añadió, satisfecho de haber dado con la palabra adecuada—. Según los eruditos, no era una voz genuinamente americana. Quizá demasiado cosmopolita…, demasiado europea. Lo que cabe esperar, supongo, ya que Irving aprendió casi todo su oficio de Addison y Steele. De cualquier modo, mi ilustre antepasado aprobaría sin duda mi rutina diaria.

—¿Y cuál es?

—Trabajando en bibliotecas, leyendo periódicos antiguos y estudiando los archivos de los viejos gobiernos.

—¿Por qué los archivos de los gobiernos?

Agitó una mano con altivez.

—Tiene interés para mí. Y aún más interés para un amigo íntimo mío que de vez en cuando logra descubrir mucha información interesante en el curso de las cosas… Creo que se conocen.

—¿Quién es?

—Lucius Reeve.

En el silencio que se hizo, el parloteo de la gente y el tintineo de las copas se elevaron a un rugido, como si una ráfaga de viento hubiera recorrido la habitación.

—Sí. Lucius. —Una ceja arqueada con humor. Labios apretados, aflautados—. Sabía que su nombre le sonaría. Usted le vendió una cómoda muy interesante, como recordará.

—Así es. Y me encantaría comprársela de nuevo si algún día consigo persuadirlo.

—Sí, claro. Solo que no está interesado en venderla. —Y, haciéndome callar, añadió con malicia—: Como yo tampoco lo estaría, con el otro asunto mucho más interesante en perspectiva.

—Bueno, me temo que puede olvidarse de todo eso —dije con tono agradable. Mi sobresalto al oír el apellido de Reeve fue un puro reflejo, un tirón mecánico de un cable de alargador o una cuerda enrollada en el suelo.

—¿Olvidarse? —Havistock se permitió una carcajada—. No creo que se olvide.

Por toda respuesta, sonreí. Pero Havistock tenía un aire más suficiente.

—Es realmente sorprendente lo que uno puede averiguar por internet hoy día.

—¿Sí?

—Bueno, ya sabe, Lucius ha averiguado hace poco cierta información sobre otros interesantes muebles que ha vendido usted. De hecho, no creo que los compradores sepan lo interesantes que son. ¿Doce sillas de comedor «Duncan Phyfe» a Dallas? —Tomó un sorbo de su champán—. ¿Y todos esos muebles antiguos «Sheraton» al comprador de Houston? Y mucho más en Los Ángeles.

Procuré que no me cambiara la expresión.

—«Muebles de calidad digna de museo». Ya lo creo —añadió incluyendo con la mirada a la señora Barbour—, todos sabemos que esa calidad depende en realidad de la clase de museo del que estés hablando. ¡Ja, ja! Pero Lucius ha hecho un gran trabajo siguiendo la pista de algunas de sus últimas ventas más emprendedoras. Y cuando se acaben las vacaciones está pensando en ir a Texas a… ¡Ah! —se interrumpió, dándome la espalda con un diestro pase de baile cuando Kitsey, con un traje de raso azul hielo, se acercó para saludarnos—. ¡Una incorporación muy bien recibida y realmente ornamental! Está encantadora, querida. —Se inclinó para besarla—. He estado hablando con su encantador futuro marido. ¡Es realmente asombroso los amigos que tenemos en común!

—¿Sí?

Solo al volverse hacia mí, para mirarme y darme un beso rápido en la mejilla, comprendí que Kitsey no las había tenido todas consigo acerca de que yo apareciera. Su alivio al verme era palpable.

—¿Ya le está soltando a Theo y a mamá todos los chismorreos? —dijo, volviéndose de nuevo hacia Havistock.

—Oh, Kittycat, es usted perversa. —Afectuoso, le deslizó un brazo alrededor mientras con el otro le daba una palmadita en la mano: un diablo con aspecto puritano, afable, élfico—. Veo que necesita una copa tanto como yo, querida. —Me lanzó otra mirada—. Vámonos los dos, buscaremos un lugar tranquilo donde podamos chismorrear largo y tendido sobre su prometido.

XXXII

—Gracias a Dios que se ha ido —murmuró la señora Barbour cuando se alejaron en dirección a la mesa de las bebidas—. Ese charlatán me agota.

—Lo mismo digo. —Yo sudaba a mares. ¿Cómo lo había averiguado? Todos los muebles que acababa de mencionar habían sido transportados por la misma compañía. Aun así, ¿cómo podía saberlo?, pensé desesperado por una copa.

Me di cuenta de que la señora Barbour acababa de hablar.

—¿Cómo dice?

—Decía que si no es extraordinario. Estoy asombrada ante esta gran multitud. —Iba vestida con mucha sencillez, con un vestido negro, zapatos negros de tacón y el magnífico broche del copo de nieve, pero el negro no era su color y solo le daba un aspecto enfermizo y de luto—. ¿Debería alternar? Supongo que sí. Mira, ahí está el marido de Anne, qué aburrimiento. ¿Soy muy horrible si te digo que me gustaría estar en casa?

—¿Quién era el hombre que hablaba con usted?

—¿Havistock? —Se pasó la mano por la frente—. Es una suerte que sea tan insistente con su nombre o me las habría visto moradas para presentarte.

—Me ha parecido que era un buen amigo suyo.

Ella parpadeó con tristeza, y al ver su turbación me sentí culpable por el tono que había utilizado.

—Bueno —dijo con resolución—. Habla con mucha confianza. Quiero decir que se toma muchas confianzas. Es así con todo el mundo.

—¿De qué lo conoce?

—Bueno, Havistock trabaja como voluntario para la Sociedad Histórica de Nueva York. Sabe todo, conoce a todo el mundo. Aunque, entre tú y yo, no creo que sea descendiente de Washington Irving.

—¿No?

—Bueno…, en general es encantador. Es decir, conoce a todo el mundo…, afirma estar emparentado con Astor además de con Washington Irving, y ¿quién sabe si es cierto? A algunos nos parece llamativo que muchos de los contactos que menciona estén muertos. Aparte de eso, Havistock es un hombre agradable o puede serlo. Se le da muy bien hacer visitas a las señoras de edad… Bueno, ya lo has oído hace un momento. Un verdadero pozo de información sobre la historia de Nueva York: fechas, apellidos, genealogías. Antes de que aparecieras me estaba contando la historia de todos los edificios que hay arriba y debajo de esta calle…, los viejos escándalos, un asesino de la alta sociedad que residía en la vivienda de al lado en la década de mil ochocientos setenta…, lo sabe absolutamente todo. Dicho esto, recuerdo que en una comida de hace dos años estuvo regalando los oídos de los comensales con una historia muy difamatoria sobre Fred Astaire que no creo que fuera cierta. ¡Fred Astaire! ¡Soltando tacos como un camionero y montando en cólera! Bueno, sencillamente ni yo ni ninguno de los presentes le creímos. La abuela de Chance conoció a Fred Astaire cuando trabajaba en Hollywood y decía que era el hombre más encantador que había conocido. Nunca he oído decir lo contrario. Algunas de las viejas estrellas eran terribles, por supuesto, y también hemos oído todas esas historias. —Y, con el mismo aliento, añadió con desesperación—. Ah, qué cansada y hambrienta estoy.

—Venga, siéntese aquí —dije compadeciéndola y llevándola hacia una silla vacía—. ¿Quiere que vaya a buscarle algo de comer?

—No, gracias. Me gustaría que te quedaras conmigo. Aunque supongo que, siendo el invitado de honor, no debería acapararte —añadió con un tono poco convincente.

—De verdad, no tardo un minuto. —Recorrí con celeridad la habitación con la mirada. Iban paseando bandejas de entrantes y en la habitación contigua había una mesa llena de comida, pero necesitaba hablar urgentemente con Hobie—. Vuelvo enseguida.

Por suerte, Hobie era tan alto que descollaba por encima de casi todos invitados y no tuve dificultad en localizarlo, un faro de seguridad en medio de la gente.

—Eh —dijo alguien, asiéndome el brazo cuando casi había llegado a él.

Era Platt, con una americana de terciopelo verde que olía a naftalina, un aire arrugado y ansioso, y más que chispeado.

—¿Todo va bien entre vosotros dos?

—¿Cómo?

—¿Kits y tú lo habéis hablado todo?

No estaba muy seguro de cómo responder. Después de unos minutos de silencio él se puso un mechón de pelo rubio gris detrás de una oreja. Tenía la cara rosada e hinchada de una mediana edad prematura, y no por primera vez pensé que no había habido libertad en su negativa a ser adulto, que por hacer el vago durante demasiado tiempo había logrado destruir hasta el último atisbo de su privilegio hereditario; en adelante siempre deambularía en los márgenes de la fiesta con su ginebra con lima mientras su hermano menor, Toddy —todavía en la universidad—, hablaba en un corro compuesto por el presidente de una de las universidades más prestigiosas del país, un financiero multimillonario y el director de una importante revista.

Platt seguía mirándome.

—Escucha. Sé que no es asunto mío, pero Kits y tú…

Me encogí de hombros.

—Tom no la quiere —continuó él en un impulso—. Lo mejor que le ha pasado a Kitsey es que aparecieras tú, y ella lo sabe. ¡No hay más que ver el modo en que él la trata! ¿Sabías que Kitsey estaba con él el fin de semana que Andy murió? Esa es la gran razón por la que envió a Andy a cuidar a papá, aun sabiendo que él no podía con papá, en lugar de ir ella. Tom, Tom, Tom. Todo por Tom. Y, sí, al parecer con ella él es todo «Amor infinito» y «Mi único amor», o eso dice ella, pero creo que a sus espaldas la cosa cambia. —Se calló un momento con frustración—. Porque… cómo le daba falsas esperanzas, le gorroneaba continuamente dinero, se iba con otras chicas y luego le mentía…, me ponía enfermo, y a mamá y a papá también. Ella es solo un chollo para él. Así es como él la ve. Pero, no me preguntes por qué, ella perdió por completo la cabeza. Estaba loca por él.

—Parece ser que todavía lo está.

Platt hizo una mueca.

—Oh, vamos. Va a casarse contigo.

—Cable no me parece de los que se casan.

Platt bebió de su copa.

—Bueno, compadezco a la que se case con él. Kits puede ser impulsiva pero no es estúpida.

—No. —Kitsey era todo menos estúpida. No solo había arreglado el matrimonio que más complacería a su madre sino que estaba acostándose con la persona que en realidad quería.

—Nunca hubiera salido bien. Como dijo mamá, solo era un «enamoriscamiento». Algo ilusorio.

—Ella me dijo que lo quiere.

—Bueno, las chicas siempre quieren a los gilipollas —dijo Platt, sin molestarse en negarlo—. ¿No te has dado cuenta?

No, pensé con tristeza, no es cierto. ¿Por qué no me quiere Pippa entonces?

—Creo que necesitas una copa, amigo —dijo apurando la suya—. La verdad es que a mí mismo no me vendría mal otra.

—Mira, tengo que ir a hablar con alguien. Además, tu madre… —Me volví y señalé hacia donde la había dejado sentada— también necesita una copa y algo de comer.

—Mami —dijo Platt, como si le acabara de recordar un cazo que había dejado al fuego, y se alejó con prisas.

XXXIII

—Hobie.

Pareció sorprenderse cuando le tiré de la manga y se volvió rápidamente.

—¿Todo va bien? —preguntó de inmediato.

Me sentía mejor solo de estar cerca de él, respirar el mismo aire limpio que él.

—Escucha —dije, mirando alrededor nervioso—, si pudiéramos tener unas…

—Ah, ¿es este el novio? —preguntó una mujer del grupo ansioso que lo rondaba.

—¡Sí, felicidades! —Más desconocidos avanzando.

—¡Qué joven! Parece muy joven. —Una señora rubia, de unos cincuenta y cinco años, apretándome la mano—. ¡Y qué guapo! —Volviéndose hacia su amiga—. ¡El Príncipe Encantador! ¿Puede tener más de veintidós?

Cortés, Hobie me presentó al grupo: amable, con tacto, sin prisas, un león social de la clase más mansa.

—Hum, siento tener que arrancarte de aquí, Hobie —dije, mirando alrededor—. Espero que no parezca grosero de mi…

—¿Unas palabras en privado? Claro. ¿Nos disculpan?

—Hobie —dije en cuanto estuvimos en un rincón relativamente tranquilo. Tenía el pelo de las sienes húmedo de sudor—. ¿Conoces a un hombre llamado Havistock Irving?

Las cejas pálidas se arquearon.

—¿Quién? —dijo, y mirándome con más atención añadió—: ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

Vi por su tono y su expresión que sabía más sobre mi estado mental de lo que dejaba ver.

—Sí —respondí poniéndome bien las gafas—. Estoy bien. Pero, escucha, ¿te suena el nombre de Havistock Irving?

—No. ¿Debería sonarme?

De un modo un poco inconexo, pues me moría por una copa (había sido una tontería no pararme de camino para pedir una), se lo conté. Mientras hablaba, la cara de Hobie palideció.

—¿Cómo es? —dijo, buscando por encima de las cabezas—. ¿Lo ves desde aquí?

—Hum… —una multitud pululando junto a los lechos de hielo troceado del bufet, camareros enguantados sirviendo ostras—, allí.

Hobie, que era corto de vista sin gafas, parpadeó dos veces y entrecerró los ojos.

—¿Quién, el de las…? —Se llevó las manos a las sienes para imitar las dos bolas de pelo.

—Sí, es ese.

—Bueno. —Se cruzó de brazos, con una calma cruda y poco ensayada que me dejó ver por un instante al otro Hobie, no al anticuario de traje de sastre sino el policía o sacerdote severo que podría haber sido en su antigua vida en Albany.

—¿Lo conoces? ¿Quién es?

Hobie, incómodo, se palpó los bolsillos de la americana buscando un cigarrillo que no estaba permitido fumar.

—¿Lo conoces? —repetí con más apremio, incapaz de dejar de mirar en dirección a Havistock. A veces era difícil sonsacar información a Hobie sobre temas delicados, solía cambiar de tema, cerrarse en banda y salir con evasivas, y el peor lugar posible para preguntarle algo era una habitación de bote en bote donde algún grupo afable era capaz de acercarse e interrumpirnos.

—Yo no diría que lo conozco. Hemos tenido tratos. ¿Qué está haciendo aquí?

—Amigo de la novia —respondí, y me miró sorprendido por el tono en que lo dije—. ¿De qué lo conoces?

Parpadeó varias veces.

—Bueno —dijo, algo reacio a hablar—, no sé cómo se llama en realidad. Welty y yo lo conocimos como Sloane Griscam. Pero su verdadero nombre es totalmente distinto.

—¿Quién es?

—Un embaucador.

—Ya —respondí, después de un silencio desconcertado. En nuestro gremio había aves de rapiña que se servían de sus encantos para introducirse en las casas de los ancianos y estafarles quitándoles objetos de valor y a veces robándoles sin tapujos.

—Yo… —Hobie se balanceó sobre los talones y desvió la vista incómodo—, aquí hay sin duda pingües beneficios para él. Eran estafadores de primera, tanto él como su socio. Listos como Satán.

Un calvo con alzacuellos y una sonrisa radiante se abría paso hacia nosotros; crucé los brazos e intenté darle la espalda para impedir que se acercara, esperando que Hobie no lo viera e interrumpiera su relato para saludarlo.

—Lucian Race. Al menos así era como decía llamarse. Formaban una bonita pareja. Verás, Havistock, Sloane o como se llame, enredaba a las ancianas y también a los ancianos, para que le enseñaran sus casas y luego iba a visitarlos…, los perseguía en cenas benéficas, funerales, subastas de Importat Americana, en todas partes. —Miró su copa—. Luego aparecía de visita con su encantador amigo, el señor Race, y mientras los ancianos estaban ocupados…, de verdad, era terrible. Joyas, cuadros, relojes, plata, todo aquello a lo que podían echar mano. En fin —concluyó con una nota alterada—, de eso hace mucho.

Me moría hasta tal punto por una copa que me costaba apartar la mirada del bar, donde alcancé a ver a Toddy señalándome a una pareja de ancianos que me sonrieron expectantes, como si estuvieran a punto de acercarse y presentarse. Obstinado, les di la espalda.

—¿A los ancianos? —repetí, esperando sonsacarle algo más.

—Sí, siento decirlo pero sus presas siempre eran personas bastante indefensas. Cualquier anciano que les dejara entrar en su casa. Y muchos no tenían gran cosa, los desplumaban en una sola visita, aunque si había un verdadero botín, entonces las cestas de frutas, las conversaciones con tono confidencial y las palmaditas en la mano duraban durante semanas…

El sacerdote, el pastor o lo que fuera, al ver que yo estaba ocupado, levantó una mano afablemente —¡más tarde!—, siguió su camino, y le sonreí agradecido. ¿Era el obispo episcopal, el padre como se llamara que se suponía que iba a casarnos, o uno de los sacerdotes católicos de San Ignacio con los que la señora Barbour empezó a hablar después de la muerte de Andy y el señor Barbour?

—Muy ingeniosos. A veces se hacían pasar por tasadores de muebles que ofrecían tasaciones gratuitas, así era como conseguían entrar en las casas. O, con los ancianos realmente graves, postrados en cama medio dementes, engatusaban a las enfermeras y se hacían pasar por familiares. —Hobie meneó la cabeza—. En fin, ¿has comido algo? —preguntó con un tono que indicaba que quería cambiar de tema.

—Sí —dije, aunque no era cierto—, gracias, pero…

—Me alegro. —Aliviado—. Por allí hay ostras y caviar. El cangrejo también está muy bueno. Hoy no has venido a comer. Te he dejado un plato de estofado, judías verdes y ensalada, pero no lo has tocado. He visto que lo has dejado en la nevera…

—¿Qué tuvisteis que ver Welty y tú con él?

Hobie parpadeó.

—¿Cómo dices? —preguntó distraído—. Ah, ¿con él? —Señaló con la cabeza a Griscam.

—Sí.

La estancia estaba tan intensamente iluminada —lámparas, espejos, chimeneas encendidas, arañas de luces— que yo tenía la terrible sensación de estar siendo presionado y observado por todos lados.

—Bueno… —Hobie desvió la mirada; acababan de sacar un bol de caviar y ya estaba medio vuelto hacia el bufet, pero al final cedió—. Hace muchos años, apareció en la tienda con muchas joyas y objetos de plata para vender. Cosas de familia, dijo. Solo que un salero era de un período reciente, y Welty lo supo porque conocía a la señora a la que él se lo había vendido. Y estaba al corriente de que un par de chicos la habían embaucado hacía poco, haciéndose pasar por personas que recogían libros viejos para una organización benéfica. Welty aceptó las piezas en consignación, y a continuación telefoneó a la señora y a la policía. Yo, por mi parte —continuó, secándose la frente con el pañuelo de flores de Liberty que sacó del bolsillo; hablaba en voz tan baja que yo casi no lo oía, pero no me atrevía a pedirle que la alzara—, dieciocho meses antes había comprado a ese mismo tipo el mobiliario de una finca. Debería haber sabido que pasaba algo, pero no supe ver en concreto qué era. Un edificio recién estrenado en la zona de las calles Ochenta Este, lleno de viejas colecciones estilo norteamericano amontonadas sin orden ni concierto en medio de la habitación, cajones de té, relojes de pared en forma de banjo, figurillas de barba de ballena, suficientes sillas Windsor para montar una escuela…, pero sin alfombras, ni sofá, ni ningún lugar donde comer o dormir… Bueno, estoy seguro de que tú lo habrías pillado al vuelo. No se trataba del mobiliario de una finca, no existía ninguna tía. Solo era un piso que él había alquilado con prisas para almacenar los botines adquiridos con malas artes. Y el caso era, y eso también me desconcertó, que yo lo conocía por su reputación, porque entonces tenía una pequeña tienda, una sombrerera en realidad, en Madison, no muy lejos del viejo Parke-Burnet, un lugar muy bonito que solo abría previa cita, Chevallet Antiques. Algunos muebles franceses de primera calidad, no era mi ámbito de actuación. Cada vez que pasaba por allí estaba cerrado y siempre me paraba a mirar el escaparate. No supe quién era el dueño hasta que él se puso en contacto conmigo a propósito de esa finca.

—¿Y? —respondí, volviéndome de nuevo y ordenando telepáticamente a Platt, que se estaba acercando con el director de su editorial con aire triunfal para presentármelo, que se mantuviera alejado.

—Para abreviar —suspiró—, acabó en los tribunales, y Welty y yo tuvimos que declarar. Sloane…, el delapidateur, como Welty lo llamaba, ya se había esfumado… La tienda se había vaciado de la noche a la mañana, por «reformas», si bien nunca volvió a abrirse, por supuesto. Pero creo que Race fue a la cárcel.

—¿Cuándo fue eso?

Hobie se mordió el lateral del dedo índice mientras pensaba.

—Cielos, hará… treinta años. Incluso treinta y cinco.

—¿Y Race?

Bajó las cejas.

—¿Está aquí? —Buscando de nuevo entre la gente.

—No lo he visto.

—Lleva el pelo por aquí. —Hobie lo midió con un dedo, por debajo de la nuca—. Encima del cuello de la camisa. Como lo llevaría un inglés. Un inglés de cierta edad.

—¿Canoso?

—Entonces no. Quizá ahora. Y una boca pequeña y mezquina. —Hizo un mohín.

—Es él.

—Bueno… —Hurgó en los bolsillos en busca de su magnífico encendedor, antes de darse cuenta de que la ocasión no lo requería—. Tú te ofreciste a devolverle el dinero. Entonces es realmente Race… No entiendo por qué te presiona, ya que no está en condiciones de causar problemas o exigir nada, ¿no?

—No —respondí al cabo de un momento, aunque era una mentira tan grande que a duras penas logré pronunciar la palabra.

—Bueno, entonces no pongas esa cara de preocupado —dijo Hobie, visiblemente aliviado de haber acabado con el tema—. Esto es lo último que debe estropearte la velada. Aunque… —añadió, dándome unas palmaditas en el hombro; miraba hacia el otro lado de la habitación, buscando a la señora Barbour— deberías advertir a Samantha. No debe permitir que ese sinvergüenza se meta en su casa. Bajo ningún pretexto. ¡Hola! —Y se volvió hacia la pareja de ancianos que por fin habían logrado acercarse y que sonreían expectantes detrás de nosotros—. Soy James Hobart. ¿Puedo presentarles al novio?

XXXIV

La fiesta duró desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Yo sonreí, sudé, intenté abrirme paso hasta el bar solo para que me detuvieran, me aislaran y a veces hasta me arrastraran físicamente por el brazo como a Tántalo, agonizando de sed a la vista del mismo remedio. «¡Aquí lo tenemos, el hombre del momento!». «Ven, Theodore, tienes que conocer al primo de Francis, Harry. Los Longstreet y los Abernathy están emparentados por el lado paterno, la rama de Boston, y el abuelo de Chance era primo carnal de… Oh, ¿ya os conocéis? Perfecto. Y esta es… Ah, aquí estás, Elizabeth, permíteme que te robe un momento, estás guapísima, este azul te favorece. Me gustaría presentarte a…» Al final renuncié a la idea de beber (y de comer) y, acorralado en medio de la aglomeración de desconocidos siempre cambiante que iban y venían, me quedé allí de pie cogiendo copas de champán, y de vez en cuando un entrante, una pequeña quiche lorraine, un blini de caviar en miniatura, de las bandejas que pasaban los camareros, asintiendo educado en medio de la multitud de bien nacidos, ricos, poderosos…

(«No te olvides de que eres uno de ellos», me había susurrado al oído mi colega yonqui de contabilidad cuando me vio rodeado de clientes importantes en una venta de arte impresionista y moderno…)

… deteniéndome y volviéndome para sonreír con grupos al azar cuando aparecía el fotógrafo, sometido a fragmentos ambientales de conversación tediosa sobre partidas de golf, política, deportes infantiles, colegios de niños, la tercera, cuarta y quinta residencia en Hyères, Hyannis, París, Londres, Jackson Hole y Júpiter, ¿y no es espantoso todo lo que se ha construido en Vail?, ¿te acuerdas de cuando era un pueblo encantador…?, ¿dónde esquías tú, Theo? ¿Esquías? Porque Kitsey y tú tenéis que venir a nuestra casa de…

Aunque yo estaba pendiente de Hobie y Pippa, apenas los veía. Juguetona, Kitsey traía a gente a rastras para presentármela y desaparecía como un ave que echa a volar de un alféizar. Por fortuna, Havistock no estaba a la vista. Por fin las cosas comenzaban a aflojar, aunque fuera un poco; la gente empezó a desplazarse hacia el guardarropa y los camareros estaban retirando la tarta y los platos de postre del bufet cuando, atrapado en una conversación con un grupo de primos de Kitsey, miré hacia el otro lado de la habitación buscando a Pippa (llevaba haciéndolo toda la noche, compulsivamente, intentando ver su pelo pelirrojo, lo único interesante e importante en la habitación) y la vi, para mi sorpresa, con Boris. Charlando animadamente. Él parecía entusiasmado con ella, rodeándola relajado con el brazo y con un cigarrillo apagado colgado de los dedos. Susurrando. Riéndose. ¿Le estaba mordiendo la oreja?

—Disculpen —dije, y me abrí paso con celeridad a través de la sala hacia ellos, que estaban junto a la chimenea, donde, al unísono, se volvieron y extendieron los brazos hacia mí.

—¡Hola! ¡Estábamos hablando de ti!

—¡Potter! —exclamó Boris, rodeándome con el brazo.

Aunque iba vestido para la ocasión, con su traje de rayas azul pizarra (a menudo me sorprendía ver las hordas de rusos ricos en la tienda de Ralph Lauren de Madison), no se le veía pulcro; los cercos oscuros alrededor de los ojos le daban un aspecto pendenciero y de dudosa reputación, y aunque no llevaba el pelo grasiento daba la impresión de suciedad.

—¡Cuánto me alegro de verte!

—Lo mismo digo. —Le había dicho que ni soñara con aparecer; no era propio de él recordar cosas engorrosas como las fechas o las direcciones, ni aparecer a tiempo si lo hacía—. Ya sabes quién es, ¿no? —añadí, volviéndome hacia Pippa.

—¡Por supuesto que sabe quién soy! ¡Sabe todo sobre mí! Ahora somos amigos íntimos. —Y con una burlona muestra de oficiosidad, añadió—: Permíteme unas palabras en privado. ¿Nos disculpas?

—¿Más conversaciones privadas? —dijo Pippa dándome una patadita juguetona con sus manoletinas.

—¡No te preocupes! ¡Te lo devolveré! ¡Adiós! —Y le lanzó un beso. Luego me dijo al oído, mientras nos alejábamos—: Es encantadora. Me encantan las pelirrojas.

—A mí también, pero no es con ella con quien voy a casarme.

—¿No? —Pareció sorprendido—. ¡Pero ella me ha saludado por mi nombre! ¡Ah, te estás poniendo colorado! —añadió, mirándome con más atención—. Sí, Potter. ¡Colorado como una niña!

—Calla —siseé, temiendo que ella lo hubiera oído.

—¿Entonces no es ella? ¿No es la pequeña pelirroja? Lástima. —Recorría la habitación con la mirada—. ¿Quién es entonces?

Señalé.

—Ahí está.

—¿La del vestido azul celeste? —Me pellizcó cariñosamente el brazo—. ¿Ella? ¡Por Dios, Potter! ¡Es la mujer más guapa de la fiesta! ¡Es divina! ¡Una diosa!

—No… —dije cogiéndole por el brazo y deteniéndolo con brusquedad.

—¡Un ángel! ¡Recién llegado del paraíso! ¡Pura como la lágrima de un bebé! Demasiado buena para alguien de tu calaña…

—Sí, creo que esa es la opinión general.

—… aunque —continuó cogiéndome la copa de las manos y dando un gran trago antes de devolvérmela— es un poco fría a la vista, ¿no? Personalmente me quedo con las cálidas. Es… un lirio, un copo de nieve. Menos helada en privado, espero.

—Te sorprenderías.

Arqueó una ceja.

—Ah. Y ella es la que…

—Sí.

—¿Lo admitió?

—Sí.

—Y por eso no estás con ella ahora. Estás irritado.

—Más o menos.

Boris se pasó una mano por el pelo.

—Bueno, debes ir a hablar con ella.

—¿Por qué?

—Porque tenemos que irnos.

—¿Irnos? ¿Por qué?

—Porque necesito que vengas conmigo.

—¿Por qué? —le pregunté mirando alrededor, lamentando que me hubiera apartado de Pippa y desesperado por encontrarla de nuevo.

Las velas y el resplandor naranja de la chimenea de la sala donde ella estaba antes me recordaron el ambiente acogedor del bar, y la pequeña mesa de madera donde nos habíamos sentado rodilla con rodilla, su cara bañada en la misma luz teñida de naranja. Tenía que haber alguna forma de cruzar la sala, cogerle la mano y llevarla de nuevo a ese momento.

Boris se apartó el pelo de los ojos.

—Vamos, te pondrás muy contento cuando oigas lo que tengo que decirte. Pero tendrás que pasar por casa. Para coger el pasaporte. Y también hay un asunto de efectivo.

Por encima del hombro de Boris: caras imperturbables de mujeres desconocidas y frías. La señora Barbour de perfil, parcialmente vuelta hacia la pared, cogiendo la mano del alegre clérigo que ya no parecía tan alegre.

—¿Me estás oyendo? —Boris me sacudió el brazo. La misma voz que tantas veces me había hecho volver a la tierra desde cielos fractales, después de inhalar mucho pegamento, yaciendo en la cama con los ojos abiertos pero sin sentido, mirando los impresionantes estallidos blanco azulado del techo—. ¡Vamos! Hablaremos en el coche. Tengo un billete para ti…

¿Irnos? Lo miré. Eso era todo lo que había oído.

—Te lo explicaré. ¡No me mires así! Todo va bien, no te preocupes. Pero, antes de nada, debes arreglarlo para ausentarte un par de días. Tres como mucho. Así que —agitando una mano— ve a arreglarlo con Copo de Nieve y larguémonos de aquí. No puedo fumar aquí, ¿verdad? —preguntó, mirando alrededor—. ¿Nadie fuma?

Largarnos de allí. Eran las únicas palabras que me habían dicho en toda la noche que tenían sentido.

—Porque tienes que ir a casa de inmediato. —Procuraba atraer mi mirada de un modo que me resultaba familiar—. Coger tu pasaporte. Y… dinero. ¿Cuánto tienes disponible?

—Bueno, en el banco —dije, colocándome bien las gafas sobre el puente de la nariz, notándome extrañamente sobrio solo de oír el tono de su voz.

—No estoy hablando del banco. O de mañana. Estoy hablando de dinero disponible ahora.

—Pero…

—Te lo devolveré, te lo estoy diciendo. Pero no podemos quedarnos más tiempo aquí. Debemos irnos ahora mismo. Adelante, ve —dijo, dándome una amistosa patada en la espinilla.

XXXV

—Aquí estás, cariño —dijo Kitsey, deslizándome un brazo por el codo y poniéndose de puntillas para besarme en la mejilla, un beso captado simultáneamente por los fotógrafos que la rodeaban: uno de las crónicas de sociedad, el otro contratado por Anne de Larmessin—. ¿No es maravilloso? ¿Estás agotado? ¡Espero que mi familia no te haya resultado demasiado abrumadora! ¿Annie, querida? —tendiéndole una mano a Anne de Larmessin, pelo rubio rígido, vestido de tafetán rígido, escote arrugado que contrastaba con la tersura de su cara cincelada—, escucha, todo ha estado absolutamente sensacional…, ¿crees que podemos hacernos una foto de familia? ¿Solo tú, Theo y yo? ¿Los tres?

—Escucha —dije con impaciencia, en cuanto terminó la incómoda foto y Anne de Larmessin (que era evidente que no me consideraba futura familia) se hubo alejado con rapidez para despedirse de otros invitados, más importantes—. Me voy.

—Pero… —Parecía confusa—. Creo que Anne nos ha reservado una mesa en alguna parte…

—Bueno, tendrás que disculparme. No será un gran problema, ¿no?

—Theo, por favor, no seas desagradable.

—Porque tu madre no va, de eso estoy seguro. —Era casi imposible conseguir que la señora Barbour fuera a cenar a un restaurante a no ser que tuviera la certeza de que allí no se encontraría a nadie conocido—. Di que la he llevado a casa. Di que se encuentra mal. Di que yo me he puesto malo. Utiliza la imaginación. Ya se te ocurrirá algo.

—¿Estás molesto conmigo? —Lenguaje de familia: «molesto». Una palabra que Andy utilizaba cuando éramos niños.

—¿Molesto? No. —Ahora que se había resuelto, y que me había hecho a la idea (¿Cable? ¿Kitsey?), era casi como un cotilleo difamatorio que no tenía nada que ver conmigo.

Me fijé en que Kitsey llevaba los pendientes de mi madre, lo que fue extrañamente conmovedor porque sin duda no le sentaban bien, y con una punzada alargué la mano y los toqué, y luego a ella, en la mejilla.

—Ahhh —gritaron unos mirones en segundo plano, satisfechos al ver por fin una muestra de afecto entre la pareja feliz. Kitsey, reaccionando al instante, me cogió la mano y me la besó, provocando otra sarta de fotografías.

—¿De acuerdo? —le pregunté al oído cuando ella se inclinó—. Si alguien te pregunta, di que he tenido que irme en un viaje de negocios improvisado. Me ha llamado una anciana para enseñarme su finca.

—De acuerdo. —Había que admitirlo: era comprensiva—. ¿Cuándo volverás?

—Pronto —respondí con poca convicción.

Me habría ido encantado de ese lugar y caminado durante días y meses hasta llegar a alguna playa de México quizá, alguna costa virgen donde pudiera deambular con la misma ropa hasta que se me cayera a pedazos y convertirme en el gringo loco de las gafas con montura de carey que reparaba sillas y mesas para ganarse la vida.

—Cuídate. Y mantén a ese tal Havistock bien lejos de la casa de tu madre.

—Bueno… —Ella bajó tanto la voz que apenas la oí—, últimamente se está poniendo bastante pesado. La llama a todas horas queriendo pasar a verla, le trae flores y bombones. Pobrecillo. Mamá no quiere verlo, pero se siente un poco culpable por darle tantas largas.

—Pues que no lo haga, que no deje que se le acerque. Es un estafador. Adiós —dije en voz alta, besándola en la mejilla (más clics de las cámaras; esa era la toma que los fotógrafos llevaban esperando toda la noche).

Luego fui a decirle a Hobie (que inspeccionaba feliz un retrato, tan echado hacia delante que casi lo rozaba con la nariz) que me iba unos días.

—De acuerdo —respondió él con cautela, volviéndose. Desde que trabajaba con él apenas me había tomado unas vacaciones, y, desde luego, nunca había salido de la ciudad—. Tú y… —Señaló con la cabeza a Kitsey.

—No.

—¿Todo va bien?

—Sí.

Me miró; luego miró a Boris, que esperaba en el otro extremo de la sala.

—Ya sabes que si necesitas algo —me dijo inesperadamente—, siempre puedes contar conmigo.

—Sí —respondí sorprendido, sin saber muy bien a qué se refería o cómo responder—. Gracias.

Él se encogió de hombros, en apariencia incómodo, y se volvió de nuevo hacia el retrato. Boris estaba en la barra bebiendo una copa de champán y comiendo los blinis con caviar que habían sobrado. Al verme, apuró la copa y ladeó la cabeza hacia la puerta: ¡larguémonos de aquí!

—Hasta luego —murmuré a Hobie, diciéndole adiós con la mano (que no era un gesto que hiciera a menudo). Y lo dejé allí, mirándome con cierta perplejidad.

Quería despedirme de Pippa pero no la veía. ¿En la biblioteca? ¿El aseo? Estaba resuelto a verla por última vez antes de irme.

—¿Sabes dónde está ella? —le pregunté a Hobie, después de dar una rápida vuelta.

Pero él hizo un gesto de negación. De modo que me entretuve varios minutos junto al guardarropa, esperando ansioso a que ella volviera, hasta que al final Boris, con la boca llena, me cogió del brazo y me obligó a bajar con él las escaleras y salir por la puerta.