Control, sumido en una tragedia diferente, solo veía a Rachel McCarthy con una bala en la cabeza, cayendo eternamente hacia el fondo de la cantera. La sensación de que en esos momentos nada era real. La habitación en la que lo habían metido y el investigador que le habían asignado eran construcciones, y si se aferraba a esa idea tarde o temprano el investigador se desvanecería y las paredes de la celda se desmoronarían y él saldría al mundo real. Solamente entonces podría despertarse y continuar con su vida, que retomaría el camino que había seguido hasta ese momento.
A pesar de la silla, que después de tantas horas de interrogatorios le había hecho una marca profunda en el muslo. A pesar de que percibía el amargo olor a humo de tabaco en la chaqueta del investigador y oía el zumbido hiposo de la cinta dando vueltas en la grabadora que este había llevado como apoyo a la grabación de vídeo de la sala.
A pesar de que el tacto de la pared le recordó a las mantarrayas del acuario: firme y lisa, áspera pero más elástica que la piel de la mantarraya. Y detrás, la sensación de algo inmenso respirando. Una fuga hacia el mundo de olor a miel rancia, que estaba desapareciendo con rapidez pero era difícil de olvidar. Como la floritura de reducción de balsámico que añaden los chefs a los platos. El rastro de sangre oscura que conduce hasta el cadáver en una serie policíaca.
De pequeño, sus padres le habían leído el poema «El tigre», le ayudaban con los trabajos de Ciencias Sociales: su madre buscando la información y su padre cortando y pegando. Le enseñaron a montar en bicicleta. El patético arbolito de Navidad que había junto a la caseta había quedado vinculado para siempre a las primeras vacaciones que recordaba. Estar de pie en un muelle de Hedley mirando hacia la otra orilla lo transportaba al lago que había junto a la cabaña, donde iba a pescar con su abuelo. Poner nombre a las esculturas del jardín de su padre se convirtió en un juego de piezas de ajedrez sobre la chimenea. Sin embargo, la pared seguía respirando, hiciera él lo que hiciese. El viejo impacto en el pecho del casco de un defensor apareció con efecto retroactivo para dificultarle la respiración, para sacarle todo el aire de los pulmones.
Control no recordaba haber salido del pasillo y no fue consciente de nada hasta que se vio en plena carrera hacia la cantina. Atenazando el manuscrito del terroir de Whitby. Quería salvar algunas cosas de su despacho. Quería ir al despacho y salvar algunas cosas. Su despacho. Sus cosas.
Iba activando todas las alarmas contra incendios a medida que pasaba por delante de ellas. Por encima de las bocinas les chillaba que se marchasen a personas que no estaban allí. Incredulidad. Sorpresa. Atrapado en su propia cabeza igual que otros estaban atrapados en la División de Ciencias.
Pero al llegar a la cantina corría tan rápido que resbaló y cayó. Se puso en pie y vio a Grace, que estaba sujetando la puerta del patio para que no se cerrase. Alguien a quien contárselo. Alguien a quien contárselo. Solo había pared. Solo pared.
Gritó su nombre, pero Grace no se volvió y, a medida que se acercaba a ella, se dio cuenta de que tenía la mirada fija en alguien que caminaba lentamente desde un extremo del patio, en mitad de una densa cortina de agua; su silueta recortada ante el castaño y el negro de las orillas requemadas del pantano. Una figura alta y oscura que, iluminada por la luz de la tarde, resplandecía bajo el chaparrón. Ya era capaz de reconocerla en cualquier parte. Aún llevaba el uniforme de la expedición. Tan cerca del árbol retorcido que tenía detrás que al principio, bajo la lluvia gris, se fundía con él. Y seguía caminando hacia Grace. Y esta, en un perfil de tres cuartos, sonriendo, el cuerpo tenso con anticipación. Un falso regreso, una reunión corrompida. El fin de todo.
Pues la directora arrastraba un penacho de polvo esmeralda y a su paso la naturaleza del mundo cambiaba llenándose de un resplandor, y la lluvia perdía fuerza y opacidad. Las cortinas de agua se perdían, desaparecían, dejaban de existir.
La frontera estaba llegando a Southern Reach.
En el aparcamiento metió la llave en el contacto, olvidado el despacho y sin querer mirar atrás. No quería ver si había una ola invisible a punto de pasarle por encima. Allí aún había coches, y en el interior del edificio, gente; pero le daba igual. Se marchaba de allí. Suficiente. Pánico de uñas partidas y desesperación ante la idea de quedar atrapado en aquel lugar. Para siempre. Le gritó al coche que se pusiera en marcha, aunque el motor ya estaba girando.
Fue a toda prisa hacia la verja de seguridad. Las barreras estaban abiertas, desiertas; desde atrás no se oía nada. Solo un inmenso silencio que sofocaba todo pensamiento. Tenía las manos como garfios, como garras al volante; se estaba clavando las uñas en las palmas.
A toda velocidad, sin pensar en nada que no fuese llegar a Hedley, aunque sabía que la elección podía no servirle de nada. Sacó el móvil y se le cayó pero no se detuvo; lo buscó a tientas llegando a la autovía, derrapando por el carril de acceso, aliviado al ver que el tráfico fluía con normalidad. Reprimió una serie de impulsos: parar el coche y utilizarlo para bloquear la salida, bajar la ventanilla en mitad de la lluvia y chillar advertencias a otros conductores. Reprimió todo impulso que obstaculizase el imperioso instinto natural de escapar.
Dos cazas rugieron en el cielo, pero no alcanzó a verlos.
Siguió cambiando de emisora de radio buscando las noticias. No estaba seguro de qué iban a anunciar, pero quería que informasen de algo a pesar de que aquello aún estaba ocurriendo y no había terminado. Nada. Nadie. Seguía intentando quitarse la sensación que le había producido tocar la pared con la mano; se la frotó contra la tapicería de los asientos, contra el volante, contra sus pantalones. La hubiese metido en un montón de mierda de perro si le hubiese servido de algo.
Al darle la espalda a Grace, Control había visto que Whitby ocupaba su lugar habitual al fondo de la cantina, bajo la foto de otros tiempos. Pero el hombrecito le llegaba con intermitencia: la transmisión tenía interferencias. Algunas de las palabras que decía aún le recordaban al habla humana por el tono y la textura, pero otras le remitían al vídeo de la primera expedición. Whitby había fracasado en alguna prueba básica, había cruzado algún Rubicón y se había quedado allí sentado, con la mandíbula extrañamente alargada mientras intentaba enunciar palabras, solo, más allá de la ayuda que podía ofrecerle Control. Se dio cuenta entonces, o puede que en otro momento posterior, de que tal vez Whitby no estuviera loco. De que Whitby se había convertido en una fisura, en una vía de escape, una puerta hacia el Área X expresada a modo de una ecuación alargada en el tiempo… Y si la directora había regresado a Southern Reach, no era gracias a Grace ni por ella, sino porque Whitby la había atraído como una baliza humana. A la versión de la directora que había vuelto.
Atrapado por sus pensamientos. Que si Southern Reach no era un baluarte sino una especie de incubadora. Que si el hallazgo del santuario de Whitby quizá hubiera desencadenado algo. Que si confiar en una palabra como frontera era un error, una trampa. Un lento desenlace que no había identificado hasta que ya era demasiado tarde.
La mirada de Whitby lo había acompañado durante su huida hacia la entrada principal y Control había corrido prácticamente de lado para asegurarse de no perderlo de vista hasta que dobló la esquina. Veía a los leviatanes de sus sueños con absoluta nitidez; lo observaban, lo veían con espantosa claridad. No había logrado escapar a su atenta mirada.
Llamó a su madre. Hipnotízame. Quítame esto con hipnosis. Pero no logró hablar con ella. Gritó mensajes al contestador, palabras a medio camino de la coherencia.
El corredor que llevaba hasta Hedley sumido en la banalidad del tráfico en hora punta. La naturaleza mundanal de la lluvia, la sensación de presión a sus espaldas. Intentó controlar la respiración. Había olvidado todos los consejos que le había dado su madre, del primero al último.
¿Había parado? ¿Se había detenido la directora? ¿O acaso había cesado la avalancha?
Tal vez hubiese un borrón invisible penetrando en todo el mundo.
A medida que se fue recuperando y le empezó a funcionar el cerebro, fue revisando mentalmente las cosas que podría haber hecho de otro modo. Si había algo que podría haber cambiado las cosas, o si lo que había ocurrido estaba destinado a ocurrir así. En ese universo. Ese día.
—Lo siento —dijo en el coche.
A nadie, a Grace, a Cheney, incluso a Whitby.
—Lo siento.
Pero ¿qué lamentaba exactamente? ¿Cuál era su papel en aquel embrollo?
Al llegar a la cuesta que conducía a su casa, la información procedente de la radio empezó a devolverle reflejos y destellos de su realidad. Algo había ocurrido en la base militar, probablemente relacionado con «los esfuerzos continuados de limpieza medioambiental». Se había visto un resplandor peculiar, extraños ruidos y disparos. Pero nadie sabía nada. Al menos no a ciencia cierta.
Salvo que Control se había dado cuenta de algo que llevaba tiempo esquivándolo, escondiéndose en las profundas aguas para que él no lo reconociese. El secreto se había desvelado cuando ya era demasiado tarde para que sirviera de algo. Por la postura encorvada y la inclinación de la cabeza de la directora —la que se acercaba en carne y hueso—, Control por fin había identificado a la chica de la foto con el farero: la directora de joven. Los hombros tenían una caída o postura que, a pesar de las diferentes perspectivas y el paso de los años, era inconfundible si sabías dónde mirar. Y ahora que la veía, no había vuelta atrás. A la vista de todos estaba la fotografía que la Brigada de Ciencia y Espiritismo había tomado de la directora de pequeña junto a Saul Evans, cuyas palabras decoraban las paredes de tejido viviente de la anomalía topográfica. Ella había contemplado la foto en su despacho a diario; había escogido colgarla allí, vivir en Bleakersville en una casa llena de reliquias familiares que probablemente pertenecieron a algún pariente por parte de madre. ¿Quién en Southern Reach sabía todo eso? ¿O es que se trataba de otra conspiración llevada a cabo por una sola persona que había mantenido en secreto toda conexión?
Si Control estaba en lo cierto, la directora había estado en el faro justo antes del Acontecimiento. Había salido de allí antes de que apareciese la frontera, y conocía la costa olvidada como si fuera la palma de su mano. Había cosas que jamás había encomendado a una hoja de papel, simplemente por ser quien era y venir de donde venía.
Que Control supiese, la directora podría haber sido una de las últimas personas en ver a Saul Evans con vida.
Aparcó frente a su casa y se quedó unos instantes allí sentado, agotado, exhausto, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo. Sudaba a chorros, tenía la camisa empapada y había perdido la chaqueta en alguna parte de Southern Reach. Salió del coche y escrutó el horizonte que se escondía al otro lado del río. ¿Era eso un tenue fulgor? ¿Y aquello otro era el eco ensordecido de explosiones o era su imaginación?
Cuando se volvió hacia el porche, había una mujer de pie en los escalones, junto al gato. Sintió más alivio que sorpresa.
—Hola, madre.
Ella casi tenía el mismo aspecto de siempre, solo que el modelo de alta costura parecía ligeramente abultado; bajo de la elegante chaqueta de color burdeos debía de ocultar un chaleco antibalas. Puede que también fuera armada. Llevaba el pelo recogido en una coleta, lo que le hacía parecer aún más estricta. Sus rasgos cargaban con el peso de un desconcierto continuo y algún tipo de dolor.
—Hola, hijo —dijo cuando él la rozó al pasar.
Control dejó que le hablara mientras él abría la puerta de casa y después fue directo a su habitación a hacer el equipaje. La mayor parte de su ropa estaba limpia y doblada dentro de los cajones: no le costó apenas tiempo meter ordenadamente algunas prendas en la maleta. Ni recoger los artículos de baño ni sacar la maleta llena de dinero, pasaportes, armas y tarjetas de crédito. Tardó unos instantes en decidir qué llevarse del salón en cuestión de efectos personales. Una pieza de ajedrez, sin duda. No oía mucho de lo que le estaba diciendo su madre, pues estaba concentrado en la tarea que tenía entre manos. En hacerla a la perfección.
Grace se había quedado esperando a la directora mientras él le suplicaba que se marchase, mientras le pedía que se alejase de la puerta y corriera como una condenada a buscar un lugar seguro. Pero ella se negaba, no dejaba que tirase de ella y reunió suficientes fuerzas de flaqueza como para resistirse al pánico de Control. Le mostró el arma que llevaba escondida en una pistolera bajo el brazo, como si eso le fuera a servir de consuelo. «Tengo mis propias órdenes y no son de tu incumbencia». Y él salió de la órbita de Grace y se liberó de todo lo relacionado con Southern Reach.
Su madre lo obligó a parar de hacer el equipaje, le cerró la maleta —que él había llenado demasiado— y le puso algo en la mano.
—Tómate esto.
Una pastilla. Una píldora blanca.
—¿Qué es?
—Tómatela y ya está.
—¿Por qué no me hipnotizas?
Ella pasó por alto el comentario y lo condujo hasta una silla que había en una esquina. Control se quedó sentado, sintiéndose pesado y frío, bañado en sudor.
—Hablaremos cuando te tomes la pastilla. Cuando te hayas duchado.
Hablaba con brusquedad, como cuando quería acabar una discusión o evitar continuar un debate.
—No tengo tiempo para ducharme —dijo él.
Miró el papel de las paredes y el dibujo empezó a difuminarse. A partir de ese momento pensaba ocupar el centro de los pasillos; nunca más posaría la mano en ninguna superficie. Se comportaría como un fantasma, consciente de que si tocaba algo o a alguien, lo atravesaría y esa criatura sabría que él existía en un purgatorio.
Severance le dio una fuerte bofetada y de pronto oía bien de nuevo.
—Estás en estado de shock. Veo que te has llevado una fuerte impresión, hijo. Yo misma me he llevado unas cuantas en las últimas horas. Pero necesito que vuelvas a pensar con claridad. Necesito que estés presente.
Él la miró; le pareció muy como su madre y muy diferente.
—De acuerdo —dijo—. Vale.
Se puso en pie aprovechando que le quedaban algunas fuerzas y se dirigió al cuarto de baño. Había mirado a la directora a los ojos y en ellos no había nada reconocible. Nada en absoluto.
En la ducha se echó a llorar porque, por mucho que lo intentase, aún no era capaz de deshacerse de la sensación de estar tocando la pared. No podía olvidar cómo se desvanecía la lluvia, la expresión de Whitby, la postura rígida de Grace ni el hecho de que todo aquello había ocurrido hacía menos de una hora y él aún no le encontraba ni pies ni cabeza.
Cuando salió de la ducha se secó y se puso una camiseta y unos vaqueros; se sintió más tranquilo, casi normal. Seguía temblando ligeramente, pero la pastilla tenía que estar surtiendo efecto.
Usó un desinfectante para manos, pero la textura continuó adherida a su mano como un fantasma imperturbable.
En la cocina su madre preparaba café, pero él pasó de largo sin decir una palabra a través del torrente frío que salía del aire acondicionado, abrió la puerta de la calle y dejó entrar una ráfaga de calor y humedad.
Había dejado de llover. Las vistas llegaban hasta el río, hasta el horizonte que en alguna parte contenía Southern Reach. Todo estaba tranquilo y quedo, pero se veían halos etéreos de luz verde y violeta que no deberían estar allí. La imagen de lo que fuera que estuviese en el interior del Área X, derramándose sobre el territorio, extendiéndose desde el otro lado del río hacia Hedley.
—Desde aquí no verás mucho —dijo su madre a su espalda—. Todavía están intentando contenerlo.
—¿Hasta dónde ha llegado? —preguntó él, tembloroso, al tiempo que cerraba la puerta y entraba en la cocina.
Le dio un sorbo al café que ella le había servido. Estaba amargo, pero por un momento le hizo olvidarse de la mano.
—No te voy a mentir, John. Estamos mal. Hemos perdido Southern Reach. La nueva frontera no está mucho más allá de la valla de seguridad y todos han quedado atrapados allí dentro.
La insinuación de la lluvia amainando tras la directora. Grace, Whitby y quién sabe quiénes más atrapados en una verdadera pesadilla.
—Es posible que no vuelva a avanzar en mucho tiempo.
—No me jodas —dijo él—. No tienes ni idea de qué va a hacer.
—Aunque también podría avanzar más aprisa. Tienes razón: no hay forma de saberlo.
—Eso es: no la hay. Yo mismo estaba allí, en el meollo. Lo vi llegar.
Porque tú me colocaste allí. Un alarido, traición; después le vino una idea a la cabeza, al ver la expresión de cansancio y preocupación de su madre.
—Pero hay más, ¿verdad? Algo más que aún no me has contado.
Siempre había algo más.
Y aun así ella vaciló, reacia a divulgar un secreto clasificado en un país que podría dejar de existir antes de una semana. Entonces dijo con voz neutra:
—La contaminación de los lugares donde hallamos a la topógrafa y la antropóloga ha burlado la cuarentena y ha seguido extendiéndose pese a nuestros esfuerzos por contenerla.
—Dios mío —dijo él.
A pesar del efecto adormecedor de la pastilla, quería silenciar los engranajes de su cabeza, apagar el fuego de la piel, de la carne; convertirse en algo etéreo y desconectado de la Tierra para no haber visto y negar, negarlo todo.
—¿Qué tipo de contaminación?
Aunque creía que ya sabía cuál.
—El tipo que lo purifica todo. La que no se ve hasta que ya es demasiado tarde.
—¿No puedes hacer nada?
A Severance se le escapó una risa áspera, como si estuviera intentando aclararse la garganta.
—¿Qué quieres que hagamos, John? ¿Combatirla abriendo una mina en esa ubicación? ¿Contaminar la zona hasta que no quede nada? ¿Introducir rastros de metales pesados en el suministro de agua?
Control la miró fijamente, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
—¿Por qué coño me destinaste a Southern Reach si sabías que esto podía pasar?
—Quería que estuvieses cerca. Quería que supieses, porque eso te protege.
—¿Que eso me protege? ¿Me protege del fin del mundo?
—Puede. Puede que sí. Y además necesitábamos la imparcialidad de alguien nuevo —dijo, y se apoyó junto a él en la encimera de la cocina. Nunca se acordaba de lo esbelta que era, lo delgada que estaba—. Te necesitaba a ti. Y no sabía que las cosas iban a cambiar tan rápido.
—Pero tenías la sospecha de que podía ser así.
Ella llevaba tiempo dejando caer migas de información. Control no tenía claro si debía ir recogiéndolas, igual que con la pistola de debajo del asiento del coche, porque ella se estaba desenredando como una madeja.
—Sí, John, así es. Por eso te dimos el puesto a ti. Porque algunos de nosotros pensábamos que debíamos hacer algo.
—Como por ejemplo Lowry.
—Como Lowry.
Lowry, escondido en la Central, incapaz de enfrentarse a lo que estaba ocurriendo, como si los vídeos se estuviesen filtrando a la vida real.
—Dejaste que me hipnotizara. Permitiste que me condicionara.
Ni siquiera en ese momento podía reprimir el resentimiento. Puede que nunca conociera el verdadero alcance de la situación.
—Lo siento, John, pero ese era el trato. Yo conseguí la persona que quería para el puesto, y Lowry, cierto… control. Y se puede decir que tú conseguiste protección.
Él continuó con desdén, creyendo conocer la respuesta:
—¿Cuántos más hay en la Central, madre? Me refiero a esta facción.
—Principalmente somos nosotros, John. Lowry y yo. Pero él tiene aliados. Muchos —dijo en voz baja.
Ellos dos. Un conciliábulo de dos personas frente a un conciliábulo unipersonal: la directora. Y todos parecían haberse equivocado. Todo estaba en ruinas.
—¿Qué más?
Presionando para castigarla, porque no quería pensar en distintos focos del Área X.
Una carcajada amarga.
—Hemos comprobado los lugares donde se hicieron las extracciones de los miembros de la última undécima expedición, para ver si muestran efectos similares. No hemos encontrado nada, así que creemos que con seguridad tenían un papel diferente. Que su propósito era contaminar Southern Reach. Ya teníamos alguna pista, pero no las habíamos interpretado correctamente; no nos poníamos de acuerdo en el significado. Necesitábamos un poco más de tiempo, más datos.
Cadáveres que, en palabras de Grace, cuando la directora ordenó las exhumaciones, se habían descompuesto «algo más rápido de lo que se podría esperar».
El desmoronamiento de su madre indicaba que el fracaso de la Central era desolador. Que no habían concebido una situación en la que el Área X fuese más inteligente, más insidiosa, más ingeniosa.
Pero nada de eso obliteraba la expresión de Grace bajo la lluvia mientras la directora se acercaba: la euforia, la reivindicación, la idea abstracta expresada con visceralidad en sus rasgos de que el sacrificio, la lealtad y la diligencia iban a ser recompensadas. Como si la manifestación física de una amiga y compañera a la que consideraba perdida desde hacía tiempo pudiera borrar el pasado más reciente. La directora, seguida de un silencio antinatural. ¿Tenía los ojos cerrados o es que ya no tenía ojos? A cada paso salpicaba polvo esmeralda al suelo, al aire; esa persona que no debería estar allí, esa cáscara del alma de quien Control tan solo había descubierto algunos fragmentos.
Su madre volvió al principio, y él se lo permitió porque no le quedaba más remedio, necesitaba tiempo para aclimatarse, para amoldarse.
—John, imagina una situación en la que intentas contener algo que es peligroso, aunque sospechas que en realidad la batalla está perdida. Que lo que estás intentando controlar se está escapando lenta e inexorablemente. Que con el tiempo lo que parece impermeable se está convirtiendo en algo muy permeable. Que el muro de contención tiene más perforaciones de las concebibles y que, sea lo que sea, esa cosa quiere destruirte. Pero no tiene un líder con el que tú puedas negociar ni ninguna clase de objetivos.
Ese era un discurso que podría haber dado la directora.
—Estás hablando de Southern Reach, el lugar al que tú misma me enviaste. Con unas herramientas que no servían.
—Estoy hablando de que el grupo al que pertenecí cree desde hace tiempo que la amenaza a Southern Reach es real. Pero la mayoría, hasta hoy, estaba convencida no solo de que eso era falso sino de que era una idea ridícula.
—¿Cómo te involucraste?
—Por ti, John. Hace mucho. Necesitaba que me destinasen a un lugar cerca de donde vivíais tú y tu padre.
Siguió ofreciendo información por propia voluntad:
—Era un proyecto secundario. Algo que había que observar y vigilar. Esa vigilancia se convirtió en la actividad principal.
—Pero ¿por qué me necesitabas a mí?
—Ya te lo he dicho —dijo, suplicándole que comprendiese—. Te conozco, John. Sabría si habías… cambiado.
—Como cambió la bióloga.
Ardía por dentro al pensar que su madre lo había puesto en peligro sin decírselo, sin dejarle escoger. Solo que sí había tenido una elección: se podría haber quedado donde estaba, seguir creyendo que vivía más allá de la frontera, cuando no era cierto.
—Más o menos.
—O te refieres a cambiar en el sentido de volverme más cínico, estar más harto, más paranoico, más quemado.
—Basta ya.
—¿Por qué?
—Lo hice lo mejor que pude.
—Ya.
—Te hablo de cuando eras pequeño, John. Hice lo que pude, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero tú aún estás enfadado conmigo. Incluso ahora. Es demasiado. Demasiado.
No hablar directamente de una catástrofe. Eso es lo que hace la gente si sales de ella con vida.
Posó la taza de café.
—No me refiero a eso. Eso no importa, ahora no.
—Ahora más que nunca —dijo ella—, porque quizá no te vuelva a ver.
Se le quebró la voz. Por primera vez, que él recordase.
El peso de esa afirmación se le desplomó encima y supo que era verdad; por un momento sintió que estaba cayendo. La enormidad de la afirmación, su imposibilidad, era demasiado. No tenía claro cómo había llegado hasta esa situación, a pesar de haber estado en cada paso del camino.
Control atrajo a su madre hacia sí, la abrazó mientras ella le susurraba al oído:
—Dejé de estar pendiente. Creía que la directora estaba de acuerdo con nosotros y que podía controlar a Lowry. Pensé que íbamos a trabajar todos juntos, que disponíamos de más tiempo.
Que el problema era más pequeño. Que se podía contener de algún modo. Que, fuera como fuese, él no iba a salir perjudicado.
Su madre. Su contacto en la agencia. Pero un momento después tuvo que soltarla porque no tenía manera de salvar esa brecha por completo, de curar todas las heridas en ese instante.
Entonces ella le dijo otra cosa más, que le sonó a penitencia.
—John, debo decirte que la bióloga se nos escapó durante el fin de semana. Lleva tres días en paradero desconocido.
Júbilo, una oleada de euforia egoísta e injustificada, en parte por haberla desterrado de su pensamiento mientras se desencadenaba una auténtica pesadilla en Southern Reach, y ahora por la recompensa que suponía recuperarla.
El resto de las respuestas a sus preguntas surgieron más tarde, mucho después de hacer caso a su madre y de permitir que ella se fuese con su coche; después de hacer las maletas, de abandonar al gato a regañadientes y de partir con el coche de ella. No obstante, se detuvo en una calle tranquila, a tan solo unas manzanas de su casa, y le hizo el puente a otro vehículo porque no se fiaba de la Central. No tardó en salir de Hedley y estar en medio de ninguna parte. Al pasar cerca de donde había vivido con su padre sintió su ausencia con una intensidad horrible, porque en esos momentos su padre le hubiera servido de consuelo. Porque ya no importaba qué secretos contaba y cuáles callaba.
En el aeropuerto, a ciento cuarenta kilómetros de casa y en una ciudad lo suficientemente importante como para tener vuelos internacionales, dejó el coche en el aparcamiento con las pistolas dentro y compró dos billetes. Uno a Honduras, con escala en la Costa Oeste; el otro hacía dos escalas, aterrizaba a trescientos kilómetros de la costa; lo reservó usando un nombre falso. Sacó la tarjeta de embarque para el vuelo a Honduras y se sentó en el bar del aeropuerto delante de un whisky a esperar el vuelo. Tenía visiones apocalípticas sobre lo que el Área X podía llegar a absorber si avanzaba. Edificios, carreteras, lagos, valles, aeropuertos. Todo. Escudriñó los titulares y subtítulos que aparecían en los televisores en busca de noticias, intentando ser más listo que el personal de la Central que buscaba a la bióloga y ya podía estar siguiéndole la pista. Si él fuese ella, habría empezado por colarse en un tren, lo que significaba que podría alcanzarla fácilmente. Desde donde ella se había escapado, tenía que recorrer tanta distancia como él.
En la barra del bar, una mujer rubia le preguntó a qué se dedicaba y él respondió sin pensar:
—Soy biólogo marino.
—Oh, ¿para el Gobierno?
—No, por libre.
Cosa que, tras haberla dicho, le pareció absurda. Después pasó unos largos minutos intentando mantener las distancias; porque quería quedarse allí, en la barra del bar, rodeado de gente pero sin relacionarse.
«¿Cómo escapó?», le había preguntado a su madre. «Dejémoslo en que es más fuerte de lo que parece, y tiene muchos recursos».
Se preguntó si su madre le habría dado esos recursos. El tiempo. La oportunidad. Pero no había querido preguntárselo. «La Central sospecha que regresará al solar, por la falta de contaminación».
Pero él sabía que no se dirigía hacia allí.
«¿Eso crees?», preguntó su madre. «Sí», había dicho él.
No, iría hacia el norte, hacia el paraje natural que había más allá del pueblo de Rock Bay, aunque no creyese ser la bióloga. Iría a algún lugar personal. Pero porque sentía ese impulso, no porque el Área X lo quisiera. Si ella hubiese sido como tenía que ser, un verdadero soldado, su mente habría sido una tabla rasa como la de los demás.
Al menos eso es lo que él prefería creer. Para hacer las maletas por una razón concreta y tener un lugar al que considerar un santuario. O un escondite.
Anunciaron el embarque de su vuelo. Iba rumbo al oeste, sí, pero pensaba bajarse del primer vuelo, alquilar un coche en el aeropuerto, llevarlo a otra sucursal y después, quizá, robar otro vehículo; siempre describiendo un arco hacia el sur, hacia el sur, marcando un lento descenso. Pero entonces desaparecería por completo y viraría hacia el norte.
Había tirado de Grace para apartarla de la puerta, la había cogido de la mano y había tirado de ella; de haber podido, se la habría llevado a rastras. Le habría gritado. Le habría enumerado las razones, los motivos más viscerales y primordiales. Pero Grace no lo veía; se zafó de él y le lanzó una mirada que lo obligó a dejarla en paz. Porque parecía consciente de sí misma. Porque iba a llevar aquel asunto hasta sus últimas conclusiones, y él no podía hacer lo mismo. Porque en realidad él no era el director. Así que dejó que Grace se difuminara bajo la lluvia mientras la directora se acercaba a la puerta, y él se replegó, presa del pánico, hacia la cantina y después al coche. Sin remordimiento alguno.
Un pitido del teléfono le avisó de que, desde una distancia inimaginable, había recibido los últimos vídeos inútiles de Southern Reach que le transmitían la gallina y la cabra.
Las imágenes no decían nada nuevo, no ofrecían ningún tipo de conclusión ni pistas sobre qué le había ocurrido a Grace. La calidad era baja, de muy poca nitidez. Cada uno de los fragmentos duraba seis segundos y luego se cortaban. En el primero, su silla se veía vacía hasta el final, cuando algo borroso aparecía y se sentaba en ella. Tal vez fuera la directora, pero la silueta no estaba bien definida. En el otro vídeo se veía a Whitby sentado en la silla de delante, con los hombros hundidos y realizando un movimiento peculiar con las manos que hacía que sus dedos parecieran corales blandos meciéndose con la marea. En un segundo plano se oía una especie de tarareo sin palabras. Tal vez Whitby estuviese en el mundo de la primera expedición; de ser así, ¿lo sabría?
Control vio ambos fragmentos dos veces, tres veces, y finalmente los borró. El gesto no eliminaba a los sujetos del vídeo pero sí los alejaba de él, y se conformaba con eso.
Una vez en el avión, la alternancia habitual de calor y aire gélido. El forcejeo con los cinturones deshilachados. Durante el despegue, Control estuvo esperando el momento en que algo derribase el avión, y se preguntaba si alguien de la Central estaría esperándolo cuando aterrizasen; si iba a ocurrir algo aún más insólito. A mitad del viaje se preguntó por qué las azafatas lo miraban con extrañeza, hasta que se dio cuenta de que llevaba todo el vuelo respondiendo a su amabilidad con la intensidad de alguien a quien nunca se ha tratado con cortesía o que no espera volver a ser el objeto de tales deferencias.
La pareja con la que compartía fila era del tipo corriente pero irritante, de los que hablan buscando un público o para afirmar su condición de pareja. Sin embargo, en un arrebato repentino e inesperado de emoción pura y casi incontenible, quiso advertirlos incluso a ellos. Articular de algún modo lo que estaba ocurriendo, lo que iba a ocurrir, sin sonar como un loco, sin asustarlos ni a ellos ni a sí mismo. Pero al final se tomó otra píldora de la tranquilidad, se recostó en el asiento e intentó hacer que se desvaneciese el mundo.
—¿Cómo sé que la idea de ir tras la bióloga no me la habéis plantado vosotros?
—Estoy convencida de que la bióloga era el arma de la directora. Tú mismo has dicho en los informes que no actúa como el resto. Sepa lo que sepa, para nosotros esa mujer representa una oportunidad. Alguna clase de oportunidad.
Control no había compartido con su madre todas las experiencias que había vivido en sus últimos instantes en Southern Reach. No le había contado todo lo que había visto ni que daba igual lo que fuese la directora entonces y dónde hubiese crecido, porque era menos ella misma que en cualquier otro momento del pasado. Que tuviera el plan que tuviese, seguramente ya no tenía relevancia alguna.
—Y tú eras mi arma, John. Tú eres a quien yo escogí para que lo supiese todo.
La comodidad de los apoyabrazos de metal rayado y la tapicería rasgada. Las cucharadas compartimentadas de cielo capturadas por las ventanillas ovaladas. Las actualizaciones innecesarias del capitán, salpicadas de chistes estúpidos pero reconfortantes. Tenía curiosidad por saber dónde estaba la Voz, si Lowry estaba teniendo flashbacks o si todo él se hallaba al borde de alguna crisis. Lowry, su amigo. Lowry, el patético megalodonte. Esta es tu última oportunidad, Control. Pero no era eso, sino una inmolación. Si se le acababa recordando por algo, sería como heraldo del desastre.
Pidió un whisky con hielo para ver los cubitos relucir, para metérselos en la boca y sentir la superficie lisa y fría, seguida del amargor. Le ayudó a adormecerse, a sumirse en un estado de cansancio inducido e intentar frenar los engranajes de su mente. Intentar griparlos.
—¿Qué hará la Central ahora? —le preguntó a su madre.
—Irán a por ti, por tu relación conmigo.
Hubiesen ido a por él en cualquier caso, por no presentarse en el cuartel general y por ir a buscar a la bióloga.
—¿Qué más harán?
—Si la puerta existe aún, enviarán una decimotercera expedición.
—¿Y qué harás tú?
—Seguiré abogando por el procedimiento que me parece correcto —dijo ella.
Pero debía saber que eso representaba un riesgo inmenso. Se preguntó si significaba que iba a volver a la Central o que iba a mantener las distancias hasta que la situación se estabilizarse. Porque Control sabía que ella seguiría luchando hasta que el mundo desapareciese a su alrededor. O hasta que la Central la hiciera desaparecer a ella o Lowry la usase como chivo expiatorio. ¿Acaso pensaba que la Central no iba a disparar al mensajero? Podría haberle preguntado por qué no sacaba todos sus ahorros del banco, se marchaba lo más lejos posible…, y esperaba. Pero ella le hubiese respondido con la misma pregunta.
Al final del vuelo, una mujer sentada al otro lado del pasillo les dijo a él y a sus dos compañeros que abriesen la ventanilla para el aterrizaje.
—Tiene que abrir la ventanilla para aterrizar. Tiene que abrirla. Para el aterrizaje.
¿O qué? ¿O qué? No le hizo ningún caso ni transmitió el mensaje. Cerró los ojos.
Cuando los abrió, el avión había aterrizado y al desembarcar no lo esperaba nadie. Nadie gritó su nombre. Alquiló un coche sin ningún problema.
Era como si la persona que metió la llave en el contacto para alejarse de todo lo que le era familiar fuese otra. Ya no había vuelta atrás. Aunque tampoco había manera de seguir adelante. En cierto modo avanzaba de lado y, por aterrador que le resultase, también sentía cierta excitación. De esa manera uno no tenía ocasión de sentir que estaba muerto ni que simplemente esperaba a que le pasase algo.
Rock Bay: el fin del mundo. Si ella no estaba allí, era el mejor lugar para sentarse a esperar los próximos acontecimientos.
Atardecer del día siguiente. En un motel cochambroso de la costa con la palabra playa en el nombre, Control desmontaba y limpiaba con rigor obsesivo una Glock que había comprado con un nombre falso apenas media hora después de salir del aeropuerto, detrás de un concesionario de coches. Después la volvió a montar. Concentrarse en una tarea minuciosa y repetitiva le ayudaba a no pensar en el vacío que acechaba fuera.
Tenía el televisor encendido, pero lo que aparecía era un sinsentido. La televisión, excepto por un titular sobreimpreso que aludía vagamente a la «zona de recuperación medioambiental de Southern Reach», no contaba la verdad sobre lo que estaba pasando. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no tenía sentido, aunque nadie lo sabía. Era consciente de que su desprecio era el reflejo del que sentiría la bióloga si estuviera sentada donde él. La luz que entraba a través de las cortinas solo era un camión solitario que circulaba como un relámpago en la oscuridad. Y el olor era rancio, pero pensó que quizá él lo hubiese traído consigo. Aunque ahora se encontraba lejos de ella, la frontera invisible estaba cerca: los puestos de control, la espiral de luz de la puerta. Por el modo oblicuo en que la luz de los faros del vehículo entraba, casi formaba una imagen en el espacio entre las cortinas, pero pronto se desvaneció.
Sobre la cama estaba el manuscrito del terroir de Whitby. No lo había mirado desde que partió de Hedley. Lo único que había hecho era meterlo en una funda rígida y resistente al agua. Una y otra vez se daba cuenta, con una especie de sorpresa resignada, una suerte de lenta conciencia o de reconstrucción de las imágenes que amortiguaba el golpe, de que la invasión llevaba ya mucho en marcha y se había manifestado durante mucho más tiempo del que nadie hubiese podido imaginar, ni siquiera su madre. Y que tal vez Whitby había averiguado alguna cosa a pesar de que nadie le creía y de que resolver ese rompecabezas lo había expuesto a algo que después lo había desentrañado a él.
Cuando acabó con la Glock se sentó en una silla de cara a la puerta y agarró la culata con tanta fuerza que le empezaron a palpitar los dedos. Era otro modo de no dejar que la situación lo abrumase. El dolor como distracción. Todos sus guías familiares se habían quedado en silencio. Su madre, sus abuelos, su padre; ninguno de ellos tenía nada que decirle. Hasta la pequeña talla que llevaba en el bolsillo parecía inerte e inútil.
Y mientras tanto, sentado en la silla o tumbado en la cama con la manta raída y las sábanas amarillentas llenas de quemaduras de cigarrillo, Control no conseguía sacarse de la cabeza la imagen de la bióloga. Su expresión cuando estaba en el solar —ese rostro vacío— y luego, en las sesiones, la pugna entre el desprecio, la furia, la vulnerabilidad, la vehemencia, la fuerza. Eso lo había dejado fuera de combate; se había expandido hasta aferrarse a todo su ser, sin que quedase ni una sola parte de él al margen. A pesar de que ella podría no llegar a saberlo jamás ni él a importarle una mierda. A pesar de que Control podría no volver a verla nunca más, pero se contentaría con convencerse de que ella seguía ahí fuera, sola y con vida. Ahora sus ansias se repartían en todas las direcciones y en ninguna en particular; era una especie de afecto que no necesitaba sujeto, que emanaba de él como si fueran rayos invisibles destinados a todos y todo lo que le rodeaba. Supuso que esos eran sentimientos normales una vez habías sobrepasado cierto punto.
La bióloga había huido hacia el norte, y él sabía dónde acabaría: estaba escrito en sus notas de campo. Un precipicio que ella conocía mejor que cualquier otra persona, donde la tierra se precipitaba al mar y el mar se abalanzaba sobre las rocas. Tenía que prepararse. La Central podía alcanzarlo antes de que le diese tiempo a llegar hasta allí, pero acechando tras los agentes podía haber algo mucho más oscuro e inmenso, y esa era la gracia final: que la cosa que iba tras ellos tendría aún menos compasión y los cuestionaría hasta que, igual que una toalla retorcida y puesta a secar al sol, no fuesen nada más que cáscaras huecas y rompedizas.
A menos que llegase al norte a tiempo, si ella estaba allí. Si sabía algo.
Salió del motel temprano, justo cuando amanecía; desayunó en una cafetería y continuó el viaje hacia el norte. Allí todo eran acantilados, curvas cerradas y la sensación de precipitarse al vacío en cada recodo. De que ese germen de idea que siempre consigues anular —dejar de girar el volante acompañando a la carretera— esta vez puede más que tú y vas a pisar a fondo y salir despedido hacia el aire para sofocar hasta el último secreto que conoces y querrías no haber sabido jamás. La temperatura raramente pasaba de los veinticuatro grados y muy pronto el paisaje se volvió exuberante, de un verde más intenso que en el sur; y la lluvia, cuando llovía, era una especie de neblina muy diferente de los furiosos chaparrones a los que se había acostumbrado.
En una tienda de un pueblo llamado Selk donde había una gasolinera cuyos anticuados surtidores no aceptaban tarjetas de crédito, compró una mochila grande y la llenó con quince kilos de provisiones. Compró una navaja, abundantes pilas, un hacha, mecheros y muchas cosas más. No sabía qué iba a necesitar él ni cuánto necesitaría ella, cuánto tiempo iba a pasar al raso buscándola. Quedaba la incógnita de si la reacción de la bióloga sería la que él quería, aunque ¿qué reacción esperaba él? Eso suponiendo que estuviera allí. Control se imaginó años después, con una larga barba, viviendo de la tierra, tallando piezas de madera como su padre, solo; fundiéndose poco a poco con el paisaje por el peso de la soledad.
La cajera le preguntó el nombre e intentó convencerlo de que hiciese un donativo a una ONG local. Él respondió que se llamaba John, y desde ese momento en adelante volvió a utilizar su nombre verdadero y abandonó a Control y al resto de los alias con los que había llegado hasta allí. Era un hombre muy común, no llamaba la atención. No significaba nada.
No obstante, continuó con las mismas tácticas que había utilizado hasta entonces. Durante la etapa en el Departamento de Terrorismo Nacional se había familiarizado con muchas zonas rurales. En su segunda misión como profesional, pasó una temporada en las carreteras del Medio Oeste, entre los departamentos de salud de los condados. En teoría estaba trabajando para poner al día la base de datos del programa de vacunas, pero en realidad recopilaba datos sobre miembros de una milicia. En esa otra vida aprendió a conocer las carreteras secundarias y se estaba volviendo a acostumbrar a ellas como si no las hubiera dejado jamás; utilizó todos los trucos sin esfuerzo alguno a pesar de que había pasado mucho tiempo. Le provocaba una especie de sensación de libertad estresante, una excitación que no había vuelto a sentir desde hacía mucho. Antes igual que ahora sospechaba de todas las furgonetas con las que se cruzaba, sobre todo si había barro tapando la matrícula, sospechaba también de todo aquel que conducía demasiado despacio, de todos los autoestopistas. Antes como ahora escogía carreteras locales que se cruzaban con caminos que le permitiesen dar media vuelta. Utilizaba detallados mapas de carreteras en lugar de un GPS y había estado a punto de flaquear en lo que respectaba al móvil, pero acabó lanzándolo al océano sin comprar otro para sustituirlo. Sabía que podría haber comprado un aparato que nadie pudiese rastrear, pero todas las personas a quien podría haber llamado ya tendrían las líneas pinchadas. La necesidad de llamar a sus parientes, de intentar hablar con su madre una última vez se había ido desvanecido. Si hubiese tenido algo que decirle, John debería haber marcado su número mucho tiempo antes.
A veces pensaba en la directora mientras conducía. Junto a la orilla de un lago poco profundo y centelleante situado en un valle rodeado de montañas. Mientras partía trozos de la salchicha curada que había comprado en un mercado rural. El color del cielo, un azul tan claro y tan despejado de nubes que ni siquiera parecía ser real. La chica de la vieja fotografía en blanco y negro. La obsesión con el faro y el hecho de que nunca mencionase al farero. Porque ella había estado allí. Porque había estado allí prácticamente hasta el último momento. ¿Qué había visto? ¿Quién sabía quién era ella? ¿Lo sabía Grace? El esfuerzo de hallar la manera y mecanismos de que la contratasen en Southern Reach. Se preguntó si en algún momento había habido alguien que, conociendo su secreto, lo considerase una buena idea en lugar de un riesgo para la agencia. ¿Por qué ocultaba lo que sabía sobre el farero? Todas esas cuestiones lo rondaban sin cesar: oportunidades perdidas, ir un paso por detrás, centrarse demasiado en la planta y el ratón, en la Voz, en Whitby; de otro modo tal vez lo hubiese visto antes. Los documentos que conservaba no ayudaban, tener la fotografía en el asiento del copiloto no ayudaba.
Conduciendo de noche, regresaba a la costa una y otra vez. Los faros de su coche iluminaban los captafaros naranjas y los ojos de gato, y de vez en cuando también el gris plateado de los quitamiedos. Había dejado de escuchar las noticias en la radio porque no sabía si las sutiles señales de catástrofe inminente que él identificaba existían solo en su imaginación, y cada vez sentía más la necesidad de fingir que existía en una burbuja sin contexto. Que el viaje en coche iba a durar para siempre. Que lo importante era el trayecto.
Cuando estuvo demasiado cansado, hizo una parada en algún pueblo cuyo nombre olvidó en cuanto partió, y tomó café y comió huevos fritos en una cafetería que abría las veinticuatro horas del día. La camarera le preguntó hacia dónde se dirigía y él se limitó a decir: «Al norte». Ella asintió sin preguntar nada más; debió de verle algo en la cara que no la animaba a seguir hablando con él.
No se entretuvo y comió aprisa, nervioso por el sedán negro de lunas tintadas del aparcamiento, por el Volvo destartalado con pegatinas del bosque pluvial cuyo dueño llevaba demasiado tiempo apoyado en el coche, fumando un cigarrillo.
La lluvia que venía del mar se convirtió en una niebla densa y le forzó a arrastrarse en la oscuridad a treinta kilómetros por hora, sin saber si algo o alguien se le iba a echar encima. Una vez un camión lo sacudió hasta los huesos y otra un ciervo se le cruzó por delante de los faros como un lienzo viviente y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Al amanecer concluyó que en realidad no importaba si su madre le había mentido. Era un detalle táctico, no estratégico. Él siempre iba a seguir este curso, y se convenció a sí mismo de que en cuanto llegó a Southern Reach su destino era acabar en esta carretera en mitad de la nada, de camino al norte. Los nudosos árboles azotados por el viento se convirtieron en la niebla en oscuras y caprichosas volutas de humo que, inmolándose, se convertían en cenizas como si John estuviera viendo versiones de un posible futuro.
La noche antes de llegar al pueblo de Rock Bay, John se permitió una última comida. Se desvió hasta un restaurante elegante de un pueblo ubicado a la sombra de una cordillera de la costa y rodeado de la curva de un río que se veía anémico en comparación con las olas y las estrías de arena multicolor que salían del agua. Los montones de madera que las olas habían arrastrado hasta la playa y los troncos de árboles muertos parecían colocados para sujetarlo todo.
Se sentó en la barra y pidió una botella de un buen tinto y un solomillo con puré de patata al ajo y salsa de setas. Escuchó las fanfarronadas falsamente modestas de Jan, el veterano camarero, con un entusiasmo decididamente ingenuo; historias entretenidas sobre las épocas que había pasado trabajando en el extranjero, en ciudades que John no había visitado. De vez en cuando, el hombre lo miraba un segundo desde un rostro nórdico curtido y rodeado de pelo largo y amarillo. Quizá pensaba si John le iba a preguntar qué marea lo había arrastrado hasta aquella costa en el culo del mundo.
Entró una familia: ricos y blancos; vestían polos, jerséis y pantalones de color beis, como si acabasen de salir de un catálogo de ropa. Totalmente ajenos a él. Totalmente ajenos al camarero. Pidieron hamburguesas y patatas fritas y el padre se sentó justo a la izquierda de John, protegiendo a sus hijos del extraño. No tenían ni idea de cuán extraño era. Existían en su burbuja particular: lo tenían casi todo y no sabían casi nada. Hablaban sobre sentarse con la espalda recta y masticar bien la comida y sobre el partido de fútbol americano que acababan de ver y sobre la tienda de souvenirs del pueblo. John no los envidiaba. Tampoco los odiaba. No sentía nada más allá de cierta curiosidad. Toda su historia codificada, convertida en un sinsentido. Nada de eso podía tener sentido alguno en comparación con los secretos que llevaba consigo.
El camarero miró a John con complicidad mientras esperaba con paciencia a que los hijos decidiesen lo que querían pedir y aguantaba el tono condescendiente del padre. Mientras tanto, las apariciones de la mujer del uniforme militar y sus dos amigos skaters de Empire Street lo rodearon y miraron la comida de la familia con un hambre que no conocía la vergüenza. Cuántos agentes pasaban desapercibidos sin que nunca se reparase en ellos, de cuántos no se sabía nada, a cuántos no se apoyaba. Olvidados en la oscuridad, en pisos francos cochambrosos y moteles fríos. Relegados a la invisibilidad. A la irrelevancia. Cuántos de ellos podrían haber sido él. Cuántos lo eran, luchando todavía sin que lo supiese aquella familia ni el camarero, intentándolo aún a pesar de que no era solo la frontera del Área X lo que invalidaba a las personas, sino todos los que habitaban el mundo más allá.
Cuando la familia se marchó y con ellos sus compañeros, le preguntó al camarero:
—¿Dónde puedo conseguir un barco?
Lo hizo en un tono apropiadamente conspiratorio. Un tono que implicaba que ambos eran viajeros hastiados de la vida. Que él era otro aventurero de los que de vez en cuando pasaba por alto la ley, como el camarero en sus historias. Tú vales; tú me puedes conseguir lo que necesito.
—¿Sabes algo de barcos? —preguntó Jan.
—Sí.
En el lago, cerca de la orilla. Más allá de eso, se hubiese convertido en alguno de los chistes de su abuelo.
—Igual te puedo ayudar —dijo el camarero sonriendo de oreja a oreja—. Puede que te consiga algo.
La luz fragmentada de una araña compuesta por esferas le iluminó la cara cuando se inclinó para susurrarle:
—¿Te corre mucha prisa?
Lo necesito ya. De inmediato. Antes de la mañana.
Porque no pensaba llegar hasta Rock Bay en coche.
El Agua de mar era un esquife modificado de fondo plano, poco calado y gran reticencia a virar a estribor con la menor elegancia. Tenía una diminuta cabaña que hacía las veces de cabina y le serviría para refugiarse del fuerte viento oceánico, y un motor viejo pero potente. La antigualla había perdido casi toda la pintura, y la madera del casco quedaba expuesta a los elementos. A John le pareció un remolcador, pero el típico pescador entrecano de piernas torcidas y cuerpo de tonel que se lo vendió por el doble de lo que valía lo usaba como barca pesquera. Estaba casi seguro de que aquel hombre tenía algún negocio ilegal y estaba representando un papel. Compró suficiente gasolina para salir volando por los aires o para que le durase hasta el fin del mundo y cargó el resto de sus provisiones.
El trato incluía unos remos «por si en caso el motor se estropea», mapas náuticos «aunque más vale que busques refugio, viene una tormenta» y una pistola de bengalas. Convencerlo de incluir en el trato el impermeable y el gorro del patrón, la pipa, las botas de agua y una red de pescar con un gran agujero le costó más de dinero. La sensación de la pipa en la boca le resultaba extraña y las botas le iban grandes, pero confiaba en que desde la distancia el disfraz fuese convincente.
El motor producía un murmullo ronco e intermitente que no le gustaba, pero no había más opciones. En cualquier caso, estaba seguro de que con el barco iría tan rápido como con el coche por las infernales carreteras que tenía por delante y así sería más difícil de rastrear. Avanzando río abajo a sacudidas hacia el mar, sentía que el apocalipsis era inminente, de que los troncos ennegrecidos de la playa no eran testigos de hogueras y tormentas, sino de una catástrofe mucho más radical.
Recorriendo la costa y lidiando con aguas revueltas y aguas tranquilas, aprendiendo a marchas forzadas a interpretar cada jalón y escora de la embarcación y amoldándose poco a poco a la corriente, fue viendo casas asomar entre las rocas de la costa y un puñado de playas. La mayoría estaba medio en ruinas, e incluso las que al atardecer daban señales de vida con luces en el interior parecían haber resucitado tan solo temporalmente. Humo de las cocinas. Personas en los muelles. Llegado el invierno, allí no quedaría nadie.
Pasó junto a un faro abandonado: una torre blanca y achaparrada con una cúpula y balcón negros que se alejó de él en silencio. Los sillares, visibles a través de los desconchones de la pintura, y la lámpara, oscurecida. Tuvo una extraña sensación de duplicidad, como si estuviera viajando a lo largo de la costa de un Área X alternativa; la sensación de haber sobrepasado algún límite.
Si se esforzaba lo suficiente, vería a Lowry y a Whitby caminando sin rumbo en la niebla, perdidos. En alguna parte también debía de estar la Brigada de Ciencia y Espiritismo haciendo mediciones, Saul Evans subiendo las escaleras de caracol del faro y una niña ajena a todo jugando en las rocas. Tal vez viese incluso a Grace, recopilando a su alrededor restos de Southern Reach.
A media tarde ya había alcanzado la parte del mapa en la que la costa giraba de repente hacia el interior, una ensenada que llevaba hasta la población de Rock Bay. A lo que la bióloga se refería con ese nombre era en realidad una serie de pozas intermareales y arrecifes que estaban a unos treinta kilómetros del pueblo, aunque su casita estaba a las afueras de la población. O pueblecito, más concretamente, porque solo tenía quinientos habitantes.
El Agua de mar no era el tipo de embarcación que John pudiera llevar hasta la orilla y esconder bajo unas ramas, pero quería hacer un reconocimiento de Rock Bay antes de reemprender el viaje. Se arriesgó a adentrarse un poco más en la amplia ensenada, escondiéndose entre los islotes de roca que sobresalían del mar, y no tardó en divisar un embarcadero medio podrido donde pudo amarrar la barca. Si los mapas no mentían, estaba lo suficientemente cerca del parque natural de la zona como para partir a pie desde allí y cruzarse con algún sendero que lo llevase hasta el pueblo. Dejó el gorro y la pipa en la barca, pero se llevó el impermeable, los prismáticos y un arma, y se abrió paso tierra adentro por entre los matorrales y, después, el bosque. El fresco olor a cedro le dio fuerzas y pronto se encontró mirando desde lo alto de un promontorio el puente de madera que conducía a la población y sus callecitas. Antes de llegar allí ya se había topado con un control de carretera custodiado por la policía local, pero no había visto nada sospechoso en los senderos, más allá de un tipo corriendo y un par de adolescentes buscando un lugar donde fumar hierba. Sin embargo, desde allí arriba y protegido por la densa maleza, a través de los prismáticos vio media docena de sedanes y todoterrenos negros con las lunas tintadas aparcados en la calle principal. Olían a la Central a kilómetros, igual que los supuestos leñadores repeinados que pululaban alrededor de los vehículos con llamativas camisas de cuadros, vaqueros y unas botas que parecían demasiado nuevas para haber vivido una sola jornada de trabajo.
Que hubiese tan pocos dispositivos le hacía pensar que o ese era uno de los muchos lugares donde estaban buscando o bien la bióloga no era más que una parte de un problema más grande y la Central tenía muchos asuntos que atender. En algún lugar del sur, tal vez.
Dependiendo de lo bien que conociesen las costumbres de la bióloga, quizá pensasen que preferiría esconderse algo más al norte, en la costa; pero antes tenían que descartar el pueblo y sus inmediaciones. A su alrededor todo eran densos matorrales y arboledas aún más tupidas difíciles de atravesar. Más allá del pueblo se veía la clase de terroir en el que se podían perder hasta los lugareños más experimentados, sobre todo durante las épocas de lluvia.
Guiado por una corazonada, abandonó el promontorio, tomó un sendero hasta el riachuelo cuyas orillas unía el puente de madera y subió por la otra margen hasta una loma que finalmente conducía a una serie de colinas cubiertas de musgo y cedros, hasta llegar a un punto cercano al mar. Frente a él, al otro lado del extremo más estrecho de la ensenada, estaba la casita donde había vivido la bióloga. Se acercó a hurtadillas, agachado y en zigzag a través de los claros, entre las afiladas zarzas, y cuando llegó a un punto estratégico se tumbó entre los árboles retorcidos de hojas espinosas.
La casita no era mucho más grande que su barca. Alguien había desbrozado suficiente terreno como para plantar un poco de césped delante y dejar que el camino girase hacia la izquierda por la loma. Detrás de esta había una construcción mayor: la casa principal, de cuya chimenea oculta salía una voluta de humo.
Pero no de la casita. Allí no se movía nada, hasta el punto que le parecía muy poco natural. Continuó escudriñando el bosque que rodeaba la vivienda hasta que, después de una hora y de haber barrido la zona unas cincuenta veces, se dio cuenta de que un pedazo de suelo se había movido: camuflaje. En cuestión de instantes vio con claridad que se trataba de un hombre con un rifle con mira telescópica, tendido en el suelo bajo una red de camuflaje; estaba cubriendo la casa. Enseguida identificó al resto de los agentes: encaramados a los árboles, detrás de troncos, incluso uno que en un momento de descuido asomó la cabeza desde el interior de la casita. John estaba seguro de que, si en algún momento la bióloga había querido acercarse a su antigua casa, ya no lo iba a hacer.
Así que se replegó hacia el bosque y regresó hasta la barca siguiendo una ruta tortuosa y pesada. No creía haber sido visto, pero tampoco quería jugársela. Y se alegraba de estar de vuelta en la embarcación; había empleado sus escasos conocimientos oxidados de vida en la naturaleza y pensaba que había tenido mucha suerte. Y no solo porque la barca siguiera allí donde la había dejado y la zona pareciese desierta.
Comió una lata de alubias sin calentar y zarpó. Estuvo bordeando la costa hasta el último momento y al final cruzó la boca de la ensenada tranquilamente, sin ir demasiado deprisa, seguro de que de un modo u otro lo iban a descubrir desde la distancia y que la Central se abalanzaría sobre él.
Sin embargo, a pesar de lo inmensa que le parecía en esos momentos la distancia que debía cubrir, no veía más que gaviotas y pelícanos, cormoranes y, en las alturas, algo que parecía un albatros. Oleaje, la señal acústica de algún faro lejano y la silueta borrosa de algunos barcos mar adentro. Nada que no pareciese de la zona, ningún pescador de nuevo cuño.
Era más fácil y mejor alejarse de todo aquello. Ella estaría en el lugar más solitario y aislado que encontrase; un auténtico reto para cualquiera que quisiera seguirla.
O bien estaría allí o no. Si no estaba, todo habría sido inútil.
La persecución era como un pulso intermitente. La actividad aflojaba y de pronto era retomada. A través de los prismáticos vio que una lancha viraba hacia él a toda velocidad. Aunque no lo veía, escuchó un helicóptero y pasó veinte inquietantes minutos pescando inútilmente con la red desgarrada y el gorro deforme calado hasta las cejas. Fingiendo con todo su empeño ser un pescador. El ruido se apagó y la lancha volvió hacia la costa. Todo quedó como estaba un rato antes y permaneció así durante mucho tiempo.
El nuevo paisaje que se extendía por encima de la ensenada de Rock Bay le resultó aún más ajeno y más frío. Pero venía acompañado de cierto alivio, como si el Área X no fuese más que un clima, un tipo de vegetación, un simple terroir; aunque sabía que no era verdad. Infinidad de matices y tonos de gris: el gris que brillaba en el cielo, un gris infinito e incesante y totalmente inmóvil. El gris mate y salpicado del agua, antes de la lluvia, roto por los rizos de las olas; el gris de la lluvia, punzadas y ondas en la superficie del océano. Mar adentro, el gris plateado de las olas de verdad, que chocaban contra la proa mientras él intentaba guiar la barca hacia ellas; el casco daba sacudidas y el motor se lamentaba. El gris de algo enorme, lento y pesado que le pasó por debajo y levantó la barca mientras él intentaba mantenerla quieta y sin motor durante esos instantes, aguantando la respiración, la vida demasiado parecida a un sueño como para soltar el aire.
Comprendía por qué a la bióloga le gustaba esa parte del mundo, porque allí uno podía perderse a sí mismo de mil maneras diferentes. Podías convertirte en alguien muy diferente de quien creías ser. Durante horas de búsqueda consiguió tener la mente tranquila. La necesidad frenética de analizar, de desentrañar el día o la semana desapareció, y con ella el peso y el zumbido de la interacción humana, sus interferencias, que ya no tenían cabida en su mente.
Pensó en el silencio que asociaba a estar pescando de niño en el lago; en las largas pausas, las cosas que le decía su abuelo en voz baja como si estuvieran en una iglesia. No sabía qué iba a hacer si no la encontraba. Si regresaría o si se fundiría con el paisaje para formar parte de lo que encontrase allí, intentar olvidar todo lo que había ocurrido antes y convertirse en nada más y nada menos que el salitre de la proa, la espuma de las olas en la orilla, el viento que le azotaba la cara. La mera idea lo reconfortaba casi tanto como imperioso era su deseo de encontrarla. Un consuelo que hacía mucho tiempo que no sentía, y muchas cosas quedaron en la distancia y le acabaron pareciendo ridículas, fantásticas o ambas cosas. Al fin y al cabo, no importaban.
Por las noches, amarrado como podía allí donde la costa se lo permitía —al abrigo de un islote lo suficientemente grande como para protegerlo del viento y con el fondo marino apto para echar el ancla sin que resbalase entre las algas—, empezó a ver extrañas luces en la dirección de donde él venía. Subían y bajaban y planeaban sobre el mar y en el cielo; algunas eran blancas y otras verdes o con matices violetas. No distinguía si estaban buscando algo o si tenían un propósito menos definido. Esos resplandores rompieron el hechizo y esa noche decidió encender la radio; se la pegó al oído con el volumen al mínimo, acurrucado en el saco de dormir. Pero solo oyó unas cuantas palabras ininteligibles antes de que solo se oyera ruido sordo, y no supo si era por culpa de alguna catástrofe o por lo remoto de su ubicación.
En el cielo, las enormes estrellas estaban inmóviles en un manto nocturno tan inmenso y profundo como su propio reposo, como sus sueños. Estaba cansado y necesitaba comer algo más que comida en lata y barritas energéticas. Estaba harto del ruido de las olas y del motor de la barca. Habían pasado tres días desde que salió de Rock Bay y no había visto ni una señal de ella en la costa, a pesar de que estaba próximo a la parte más inaccesible de la zona. Hacía tiempo que había sobrepasado el último lugar al que se podía llegar por carretera; cualquier punto tierra adentro era accesible únicamente a pie, en barco o en helicóptero. El límite de lo que se podía llamar Rock Bay.
Si seguía racionando la comida y el agua, tenía suficiente para otra semana antes de tener que dar la vuelta.
La mañana de un nuevo día. Arrullado por las olas, a la deriva, remó hasta una ensenada rodeada de rocas negras y afiladas como aletas de tiburón y escarpadas como la ladera de un monte. Decidió acercarse porque la costa se parecía a la que había visto esbozada en las notas de campo de la bióloga.
Las rocas estaban cubiertas de lapas y estrellas de mar; las zonas más someras, de cientos de las siluetas espinosas y oscuras de los erizos, minas marinas en miniatura. Llevaba dos días sin ver a nadie. Tenía los brazos doloridos de remar. Quería una comida caliente, un baño caliente, un accidente geográfico que le ayudase a saber dónde estaba. La barca tenía una vía de agua y había estado un rato achicando; el temor de alejarse de la costa era mucho mayor que el de embarrancar por algún escollo.
Las rocas formaban una línea o cadena que llegaba hasta la orilla y era difícil rodearlas. Una ola lo acercó demasiado, la barca chocó contra ellas y él sintió la sacudida en los huesos. Tendió el remo para apartar la barca y este resbaló; tuvo que intentarlo de nuevo y remar frenéticamente hasta estar a una distancia segura de la corriente.
Tardó un momento en caer en por qué se había deslizado el remo, por qué no había oído el crujido habitual. Alguien se había comido las lapas y los mejillones, y la roca, salvo por las algas, estaba casi desnuda. Con los prismáticos vio que más allá había otras rocas peladas, y más cerca de la orilla algunas tenían pálidas marcas circulares donde las lapas se habían resistido a ser arrancadas.
Por allí cerca no se veían señales de fuego ni de que alguien viviera en la zona, pero algo o alguien se había estado alimentando de ellas. Si era una persona, podía ser cualquiera, pero ya era más de lo que tenía el día anterior. La inquietud y el alivio y cierta indecisión batallaban en su interior. Si era una persona, seguramente ya debía de haber visto la barca. Pensó en tomar tierra allí mismo, pero después dio la vuelta y remó en la dirección por la que había venido hasta la cala anterior, que estaba escondida por una de las enormes rocas que se alzaba desde el mar y formaba un islote inhóspito.
Para entonces había entrado más agua en la barca, y pensó que iba a tener que pasar la mayor parte del tiempo achicando en lugar de remando, o preocupándose por no hundirse. Así que llevó la barca hasta la orilla, echó el ancla y fue caminando por el agua hasta una playa de arena negra resguardada por unos árboles que sobresalían del acantilado. Se quedó sentado un buen rato, recuperando el aliento. Era la última oportunidad. Podía tratar de reparar la barca, intentar dar media vuelta, bajar la costa renqueando hasta Rock Bay. Acabar con todo aquello, abandonar la idea para siempre. Dejar que la idea de la bióloga permaneciese en su cabeza sin que ella se manifestase jamás frente a él y después enfrentarse a lo que fuera que estuviera creciendo a sus espaldas, allí atrás. Le hubiese gustado saber qué hacía su madre en ese momento, dónde estaba. Y de pronto la imagen de Whitby tendiendo la mano desde la estantería donde estaba encajado de lado, y otra de Grace junto a la puerta, esperando a la directora.
Volvió a la barca y cogió todo los enseres que le cupieron en la mochila y le eran útiles, por el manuscrito del terroir de Whitby. Tambaleándose por el peso, se dirigió a la hilera de rocas, intentando camuflarse con los árboles. La barca no tardó en convertirse en un recuerdo, en algo que había existido pero ya no.
Esa noche volvió a ver luces en el cielo; seguían siendo distantes pero se estaban acercando. Imaginó que oía el motor de un barco, pero las luces se apagaron, el sonido desapareció y dejó que el ruido del oleaje lo adormeciese.
Al anochecer del día siguiente, John percibió un movimiento entre las rocas y enfocó el lugar con los prismáticos. Quería creer que la figura era la bióloga, que reconocía su silueta recortada frente al cielo apagado, su forma de moverse; pero solo la había visto en cautividad. Inerte. Desactivada. Diferente.
La primera vez, desde el lugar donde estaba apostado a cierta distancia de las rocas, la perdió casi de inmediato. No sabía si estaba regresando o adentrándose en el mar por el saliente de rocas. Las piedras y su forma se mezclaron y difuminaron, y enseguida se hizo de noche. Esperó a que apareciese una luz o un fuego, pero no vio nada. Si se trataba de la bióloga, estaba completamente en modo supervivencia.
Pasó otro día y solo vio gaviotas y un zorro gris que se detuvo en seco al verlo y desapareció en una bruma que llevaba demasiado tiempo cubriéndolo todo. Le preocupaba que la persona a la que había visto hubiese pasado de largo, que ese no fuera un destino sino una parada más de un largo viaje. Comió otra lata de alubias, bebió agua de la cantimplora con moderación y se acurrucó tembloroso, a cubierto. Una vez más estaba agotando sus conocimientos de supervivencia en la naturaleza; estaba más hecho para las carreteras secundarias y la vigilancia en pequeñas ciudades. Calculó que había perdido unos cinco kilos. Como antídoto temporal, no paraba de tomar grandes bocanadas de aire con olor a cedro y al resto de seres verdes y vivientes.
Al anochecer, la figura volvió a salir, caminando a gatas y saltando por la sábana de rocas negras con una habilidad que John sabía estaba mucho más allá de sus propias capacidades. Cuando a través de los prismáticos la identificó como la bióloga, le dio un vuelco el corazón y se le puso el vello de punta. Sintió una oleada de emoción y reprimió las lágrimas. ¿Eran de alivio o de algo más profundo? Llevaba existiendo dentro de sí mismo tanto tiempo que no estaba seguro. No obstante, se levantó inmediatamente. Sabía que, si llegaba hasta la orilla, desaparecería en el bosque. Las posibilidades que tenía de seguirle el rastro allí dentro no eran muchas.
Pero si ella lo descubría trepando por las rocas detrás de ella y se quedaba sin la oportunidad de hablar frente a frente, se le iba a escapar entre los dedos y no la volvería a ver jamás. No le cabía duda.
Había empezado a subir la marea. La luz era tenue, opaca, gris. Se había levantado un viento áspero. En el mar nada indicaba la existencia de humanos, a excepción de la figura intermitente de la bióloga y una oscura columna de humo negro que salía de un buque que estaba tan mar adentro que resultaba invisible incluso a través de los prismáticos.
Esperó a que ella estuviese a mitad de la hilera saliente de rocas y se preguntó si la bióloga había perdido su cautela habitual, porque entonces le hubiese sido más fácil interceptarla de lo que debería. Entonces se acercó con sigilo desde el otro lado de la cadena de rocas, agachado, procurando que su silueta no se interpusiera en el horizonte de la bióloga, aunque quedaba enmarcado por los árboles y no por la poca luz que le quedaba al día. Llevaba la mochila consigo, por miedo a que ella u otra persona se la robase mientras estaba ausente, y a pesar de que había reducido el peso, le restaba equilibrio y le hacía aún más difícil sujetar el arma en la mano y trepar. Podría haber dejado el manuscrito de Whitby, pero cada vez le resultaba más importante tenerlo siempre al alcance de la vista.
Intentaba dar pasos cortos con las rodillas dobladas, pero aun así resbaló varias veces en las rocas desiguales, resbaladizas por las algas e incisivas por las conchas de las lapas, almejas y mejillones. No le quedaba más remedio que apoyarse con las manos para mantener el equilibrio, y se estaba cortando incluso a través de los trapos que se había atado a las manos. Las rodillas y tobillos no tardaron en flaquear.
Cuando llegó a la mitad, el saliente de rocas se volvió más estrecho y no tuvo más remedio que encaramarse a la parte más alta. Cuando miró a su alrededor desde allí arriba por primera vez, no veía a la bióloga por ninguna parte. Eso quería decir que bien ella había encontrado algún modo milagroso de volver hasta la orilla o bien estaba escondida más adelante.
Daba igual que se encorvara y se agachase porque ella lo vería claramente. John no sabía de qué opciones disponía si no se alegraba de verlo. ¿Roca, navaja, una lanza hecha a mano? Se quitó el gorro y lo guardó en el bolsillo del impermeable con la esperanza de que, si lo estaba viendo, al menos lo reconociese. Que lo identificase con algo más allá de «interrogador» o «captor». Que en caso de estar acechando, eso la hiciese vacilar.
Ya llevaba tres cuartos del camino y se preguntó si no debería dar media vuelta. Sentía las piernas como de goma y le daba la sensación de que pisaba sobre las rocas donde las algas lo cubrían todo. Las olas azotaban ambos lados cada vez con más fuerza y, a pesar de que aún se veía —el sol era una trémula pincelada roja en el horizonte que iluminaba el humo lejano—, a la vuelta tendría que usar la linterna. Pero eso alertaría de su presencia a cualquiera que estuviese en la costa y no había llegado hasta allí para ayudar de ningún modo a que la encontrasen. Así que siguió avanzando con fatalismo. Había sacrificado todos sus peones, sus caballos, sus alfiles y sus torres. La Abuela y el Abuelo se enfrentaban, al ataque, desde el otro lado del tablero.
Durante la cansada y repetitiva tarea de trepar por las rocas y continuar adelante sin dar media vuelta sintió la amarga satisfacción de sacar fuerzas de flaqueza. Había seguido la pista hasta allí y había llegado muy lejos. Esa última idea competía con la tristeza por lo que había dejado atrás, tantas personas con las que había formado un vínculo tan delicado. Tantas personas que, a medida que se acercaba al final de las rocas, deseaba haber conocido mejor, haber intentado conocer más. En ese momento haber cuidado de su padre ya no le parecía un esfuerzo altruista, sino algo que había hecho también por sí mismo, para mostrarse lo que era estar cerca de alguien.
Al llegar a la punta del saliente de rocas se vio ante una profunda laguna de ondulante agua cercada, abrazada toscamente por ellas. Tal vez la palabra laguna fuese demasiado suave: un borboteante y profundo agujero cuyos bordes afilados e irregulares cortaban tanto manos como cabezas. El fondo no se veía.
Más allá solo quedaba el océano infinito, agitado, chocando contra el puño cerrado de roca para entrar y salpicarle la cara. El viento también lo abofeteaba. Pero dentro de la laguna todo estaba en calma, aunque su oscuro reflejo resultase insondable.
Se le apareció a la izquierda, tan cerca desde su escondite que John estuvo a punto de dar un salto hacia atrás, pero lo evitó a tiempo y se agachó para apoyar una mano.
En ese instante estaba totalmente indefenso, y mientras recobraba el equilibrio se dio cuenta de que ella lo apuntaba con una pistola. Parecía una Glock, como su arma de reglamento, y no se lo esperaba. En alguna parte, de algún modo, había conseguido una pistola. Estaba más delgada y tenía los pómulos tan afilados como las rocas. Le había empezado a crecer el pelo y tenía la cabeza cubierta de una pelusa oscura. Llevaba unos vaqueros de tela basta, un jersey grueso que le quedaba demasiado grande y unas botas marrones de montañismo de primera calidad. El gesto desafiante de su expresión luchaba con la curiosidad y otra emoción que no identificaba. Tenía los labios agrietados. En este entorno, su entorno natural, parecía tan segura de sí misma que él se sintió torpe y desgarbado. Era como si todas las piezas encajasen al fin: algo la hacía parecer más atenta, y John pensó que tal vez fuese la memoria.
—Tira la pistola al mar —pidió ella señalando la pistolera.
Aunque estaban muy cerca, tuvo que levantar la voz para que él la oyese, a pesar de que con un par de pasos John hubiese tenido suficiente para alcanzarle el hombro con la mano.
—Puede que la necesitemos más adelante —replicó él.
—¿Necesitemos?
—Sí —dijo él—. Vienen más. He visto las luces.
No quería compartir lo que había sucedido en Southern Reach. Todavía no.
—Tírala ahora mismo, si no quieres que te pegue un tiro.
John la creyó. Había leído los informes sobre su entrenamiento. Ella decía que no se le daban bien las armas, pero las dianas no estaban de acuerdo con eso.
Así que se despidió del Abuelo versión 4.9 o 5.1. No llevaba bien la cuenta de las expediciones. El mar la hizo desaparecer con un chasquido que sonó a último comentario de Jack.
John la miró; estaba de pie delante de él mientras las olas azotaban las rocas y, a pesar del color gris, de la humedad y del frío, y a pesar de que podía morir en cualquier momento, John se echó a reír. Le sorprendió tanto que él mismo pensó al principio que la risa debía de ser de otra persona.
Ella apretó los dedos alrededor de la culata.
—¿Te hace gracia que vaya a dispararte?
—Sí —dijo él—. Me hace mucha mucha gracia.
Se estaba riendo con tantas ganas que tuvo que doblar las rodillas para no perder el equilibrio sobre las rocas. Se le había despertado un júbilo salvaje o una especie de histeria, y se preguntó con distancia, como viéndose desde fuera, si no debería haber intentado sentirse así más a menudo. Verla con el ir y venir de las gigantescas olas de fondo era demasiado para él, pero por primera vez supo que había hecho bien en acudir.
—Me hace gracia porque ha habido otras ocasiones…, muchas otras ocasiones en las que hubiese entendido que alguien quisiera pegarme un tiro.
Eso solo era una parte; la otra, que se había sentido casi como si fuera el Área X la que estuviera a punto de hacerlo, como si llevase mucho tiempo queriendo meterle una bala en el cuerpo.
—Me has seguido —comentó ella—, a pesar de que es evidente que no quiero que me sigan. Has venido hasta lo que la mayoría consideraría el culo del mundo y me has acorralado. Seguramente querrás hacerme más preguntas, pero deberías saber que ya no voy a responder ninguna más. ¿Qué creías que iba a pasar?
La verdad era que él mismo no sabía qué esperaba y que quizá, de forma inconsciente, hubiese echado mano de su concepto de la relación que tenían en Southern Reach. Pero allí esa idea no era relevante. Se serenó y alzó las manos como si se rindiera.
—¿Y si te dijese que tengo respuestas? —preguntó él.
Aunque lo único tangible que podía mostrarle era el manuscrito de Whitby.
—Te diría que mientes y no me equivocaría.
—¿Y si te dijese que tú también las tienes?
Unos momentos antes se había reído con ganas, pero eso había pasado y estaba serio. Intentó no dejar de mirarla, incluso a pesar de la penumbra, pero no era capaz. Dios santo, la costa era increíblemente hermosa; el intenso y exuberante verde de los abetos clamando por su atención, la calma furia de cielo y mar, el agua salada salpicando de salitre las rocas, hermanada con el torrente de sangre que le corría por las venas mientras esperaba que ella lo matase o lo escuchase. Un pensamiento sedicioso: morir allí, convertirse en una parte de todo aquello no sería tan terrible.
—No soy la bióloga —dijo ella—. Y no me importa mi pasado como la bióloga, si te refieres a eso.
—Lo sé —dijo él.
Se había dado cuenta en la barca, aunque no lo hubiese articulado aún usando palabras.
—Sé que no lo eres, pero eres una especie de versión de ella. Conservas sus recuerdos, al menos algunos, y es posible que en algún lugar del Área X la bióloga siga con vida. Tú eres una réplica y al mismo tiempo eres una persona independiente.
No era la respuesta que ella esperaba. Bajó el arma. Un poco.
—Me crees…
—Sí.
Lo había tenido allí mismo, delante; en el vídeo, en el mimetismo de las células, la diferencia de personalidades. Solo que ella había roto el molde. Algo había cambiado en su creación.
—Estoy intentando recordar este lugar —dijo ella con voz casi lastimera—. Adoro estar aquí, pero desde que llegué siento que es el lugar el que me recuerda a mí.
Un silencio que John no sabía si quería romper, así que permaneció de pie, sin más.
—¿Has venido a llevarme allí de nuevo? —dijo ella—. Porque no pienso volver.
—No, no he venido a eso —dijo él, y se dio cuenta de que le estaba diciendo la verdad.
Si en algún momento había tenido ese impulso, lo había sofocado por completo.
—Southern Reach ya no existe —admitió—. Es posible que pronto allí no quede nada que nosotros reconozcamos.
En el crepúsculo, ningún ave surcaba el cielo, la columna de humo se fundía con el ocaso y el oleaje alborotado era lo único que parecía estar vivo además de ellos dos.
—¿Cómo sabías que estaría aquí? —preguntó ella, pensativa—. Tomé muchas precauciones.
—No lo sabía, lo he adivinado.
Pensó que tal vez su expresión delatase algunos de sus pensamientos, porque ella parecía sorprendida, desprevenida.
—¿Por qué has venido si no quieres llevarme de regreso?
—No lo sé.
¿Para intentar salvar el mundo? ¿Para salvarla a ella? ¿Para salvarse él? En realidad sí lo sabía. Desde que estaban en la sala de interrogatorios nada había cambiado. No de verdad.
Cuando John alzó la mirada ella estaba hablando:
—Creía que podría quedarme aquí. Construir la vida que ella no construyó, la que tiró por la borda. Pero no puedo. Está claro que no puedo. Haga lo que haga, alguien vendrá a buscarme.
El sol se había puesto por completo; del fondo de la laguna llegaba un tenue resplandor que le resultaba familiar.
—¿Qué hay allí abajo? —preguntó.
—Nada —respondió ella con demasiada prisa.
—¿Nada? Ya es demasiado tarde para seguir con las mentiras. Ya no sirve.
Nunca era demasiado tarde para mentir, ocultar, demorar. Control lo sabía bien.
Pero ella no. Vaciló un instante antes de decir:
—Cuando llegué aquí estaba enferma. Una noche vine hasta aquí, me desmayé y estuve un rato inconsciente. Me desperté cuando subía la marea y ya no estaba mala. El esplendor ya no me necesitaba, pero había algo en el fondo de aquel agujero.
—¿Qué es?
Aunque ya creía saberlo. Conocía la espiral de luz, a pesar de que la interferencia de las olas y la densidad del agua la distorsionaban.
—Creo que es una entrada al Área X —contestó ella, y de pronto pareció asustada—. Creo que la he traído yo.
John no tenía ni idea de cómo sabía ella eso. Pero lo creía posible, y recordó lo que Cheney había dicho sobre lo difícil e inquietante que podía ser ese viaje. La horrible descripción de la frontera que había hecho Whitby.
La oscuridad era total y ella no más que una sombra. Ambos pudieron ver las luces que había hacia el sur. Se movían arriba y abajo, flotaban, avanzaban despacio. Montones de ellas. Y mucho más allá, ese resplandor, esa insinuación de una luz imposible.
—No creo que nos quede mucho tiempo —dijo él—. Ni siquiera sé si nos queda esta noche. Tendremos que encontrar un escondite.
No quería pensar en la otra posibilidad. No quería que el más leve matiz de esa idea invadiese los pensamientos de ella.
—Pronto subirá la marea —dijo ella—. Tienes que volver a la orilla.
¿Y ella no? Ya no le veía la cara, pero sabía qué expresión tenía grabada en el rostro.
—Los dos debemos volver a la orilla.
No estaba seguro de estar hablando en serio. De pronto oía las hélices de un helicóptero y volvía a escuchar barcos. Pero si estaba desquiciada, si mentía, si en realidad no tenía idea de nada…
—Quiero saber quién soy —manifestó ella—, y aquí no lo voy a averiguar. Tampoco en una celda.
—Yo sé quién eres: lo tengo todo en la cabeza, toda tu documentación. Puedo dártelo.
—No voy a volver. No voy a volver jamás.
—Es peligroso —dijo él, suplicando, como si ella no lo supiera—. Está sin probar. No sabemos dónde aparecerás.
El agujero era muy profundo y recortado, y la fuerza de las olas empezaba a agitar el agua de la laguna. Había visto maravillas y también cosas terribles. Tenía que creer que esta era una más, que era cierta y conocible.
Ella lo juzgó con la mirada. Ya habían hablado suficiente. Lanzó el arma y se tiró de cabeza a las profundidades.
Él miró por última vez el mundo que conocía. Tomó una bocanada de ese mundo, de todo lo que alcanzaba a ver, todo lo que recordaba de él.
«Salta», le dijo una voz interior.
Control saltó.