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Cuando Control salió de casa el martes por la mañana, el móvil-escarabajo de la directora estaba sobre el felpudo de la entrada. Había regresado. Lo miró fijamente con la mano apoyada en la puerta entreabierta y no pudo evitar verlo como una especie de señal…, pero ¿de qué?

Chori salió por la puerta dando un brinco y fue directo a los arbustos mientras Control se agachaba a mirar el teléfono. Los días y noches que había pasado en el jardín no le habían servido de mucho; era un aparato grotesco… Un animal había mordisqueado la funda, que estaba manchada de tierra y verdín, y ahora aún más que antes parecía un ser vivo. Tenía aspecto de algo que había salido a explorar y a cavar agujeros, y después había vuelto a dar el parte.

Por fortuna, debajo había una nota de la casera. Con letra temblorosa había escrito: «Ayer el que corta el césped encontró esto. Por favor, si ya no lo va a usar, tire el teléfono a la basura».

Lo lanzó a los arbustos.

Con la luz de la mañana, durante el cada vez más penoso recorrido que llevaba a su despacho, el recuerdo que Control tenía de Whitby encaramado a un estante y las alarmantes imágenes del mural adquirieron una textura ligeramente diferente y más perdonable: una desintegración a largo plazo cuyo descubrimiento le había parecido muy urgente a nivel personal, pero que para Southern Reach no era más que un síntoma entre muchos que apremiaban a buscar la manera de sacar a Whitby de la lista de elementos siniestros y catalogarlo como «necesita ayuda».

Aun así, ya en el despacho, estuvo dándole vueltas a qué hacer con él. ¿Estaba bajo su jurisdicción o la de Grace? Se preguntaba si ella sería reacia a tomar medidas, si se lo quitaría de encima con un «Oh, ¿ese Whitby?». Tal vez pudieran subir juntos, Grace y él, a la habitación secreta, echarse unas buenas risas con toda aquella imaginería grotesca y pintarla de blanco, mano a mano. Entonces podrían ir a comer con Cheney y Hsyu, y echar una partida a algún juego de mesa y compartir su pasión por el waterpolo. Hsyu podría decir, como si él ya hubiese expresado su desacuerdo: «¡No deberíamos dar por sentado el significado de las palabras!», y él contestaría gritando: «¿Te refieres a una palabra como “frontera”?», y ella respondería: «Sí, ¡a eso mismo me refiero! ¡Tú lo pillas! ¡Tú sí que me entiendes!». Todo eso seguido de un improvisado baile de cuadrilla que se disolvería en un caos de cientos de helechos de color verde chillón y brillantes efímeras negras cruzándose a ráfagas en su camino.

O no.

Control dejó de lado el asunto de Whitby con un gruñido de frustración y se sumergió de nuevo en las notas de la directora. Teniendo en cuenta la información que le había dado Grace sobre las cosas que realmente le interesaban a su predecesora, pretendía que esas entrañas resecas le sirvieran para vaticinar mucho más de la verdad que realmente contenían. De momento lo único que quería de Whitby era distancia y tiempo, para que no volviera a tenderle la mano otra vez.

Regresó al faro basándose en lo que Grace le había contado. ¿Qué función tenía el faro? Advertir del peligro, guiar a los navíos costeros y que los barcos pudieran avistar tierra firme. Pero ¿qué significaba para Southern Reach y para la directora?

De entre las capas que había desenterrado del cajón del escritorio, la más gruesa concernía al faro e incluía documentos que Grace le había confirmado que provenían de una investigación inextricablemente vinculada a la historia de la isla que había al norte. Esa isla, que había tenido numerosos nombres como si ninguno fuese en realidad lo suficientemente bueno, en Southern Reach acabó llamándose Isla X, aunque algunos la llamaban Isla Y, como queriendo decir: «¿Y por qué nos molestamos en investigar esto?».

Lo que le fascinaba, incluso le parecía muy pertinente, era que la óptica del faro de la costa procedía de otro que hubo anteriormente en la Isla X. Pero las rutas marítimas cambiaron y ya nadie necesitaba ayuda para navegar por aquellos bajíos. El viejo faro de la isla acabó en ruinas, pero la linterna la habían retirado mucho tiempo antes.

Según había comentado Grace, esa óptica era lo que más le interesaba a la directora: lentes de primer orden que no solo suponían una extraordinaria proeza de la ingeniería sino que también eran una obra de arte. Más de dos mil lentes y prismas individuales montados en un bastidor de latón. Las lentes y los prismas al principio reflejaban y refractaban la luz de una lámpara y la proyectaban hacia el mar y, más adelante, la de una bombilla.

El conjunto podía desmontarse y transportarse por partes. Las «características de la luz» podían manipularse prácticamente de cualquier modo que uno pudiera concebir: un haz se podía curvar, estirar, hacer rebotar en una serie de superficies hasta formar un bucle sin que la luz saliese al exterior. Se podía enviar hacia un lado. Hacia la escalera de caracol que subía hasta la linterna. Hacia el espacio exterior. Se podía inclinar hacia la trampilla abierta desde donde se veía la montaña de diarios de todas las expediciones.

Control halló una nota alarmante pero que descartó porque no le quedaba sitio en la cabeza para más especulaciones dañinas; estaba tachada con una gran equis y arrugada, escrita en la parte trasera de una entrada de una producción teatral que se hizo en Bleakersville de alguna atrocidad titulada Hamlet desatado: «Existen más diarios que la cantidad de la que han informado los expedicionarios». No había visto ningún dato sobre la cifra; no había recuento oficial.

La Brigada de Ciencia y Espiritismo, que estuvo operando en la costa desde los años cincuenta, había estado obsesionada con los faros gemelos. Y como si la Brigada tuviera algo en común con ella a nivel personal, la directora se había centrado en la historia de la óptica, por mucho que Southern Reach como institución ya hubiese desestimado que el aparato pudiera constituir una «prueba relacionada con la creación del Área X». Una serie de páginas arrancadas de un libro titulado Faros famosos, cuyos párrafos había señalado con círculos, indicaban que la óptica había sido transportada a la costa justo antes de que los estados se sumieran en la guerra civil, y que provenía de un fabricante cuyo nombre se había perdido por el camino. La «misteriosa historia» de la óptica incluía pasajes en los que se contaba que estuvo enterrada en la arena para evitar que cayese en manos de uno y otro bando; después la enviaron al norte, más tarde apareció en el sur, y al final en la Isla X de la costa olvidada. A Control, más que misteriosa le pareció ajetreada y agotadora, pensando en el esfuerzo que se había empleado en arrastrar las lentes de un lado a otro por todo el país, aunque fuese a pedazos. La cantidad de kilómetros que habían recorrido antes de encontrar un hogar permanente, ese era el verdadero misterio, además del motivo por el cual a alguien se le ocurrió describir la señal acústica como «un par de enormes bueyes colgados de la cola».

Sin embargo, a la directora la había cautivado, o como mínimo lo parecía, más o menos en la época en que se planeaba la duodécima expedición, si las fechas de los fragmentos de artículos no lo engañaban. No obstante, nada de eso interesaba tanto a Control como el hecho de que la directora tomase notas, enmendase, añadiese datos y fragmentos de relatos a partir de fuentes a las que ella misma no daba crédito. Para mayor exasperación de Control, esas fuentes no estaban en el PGD de Grace y no se hacía referencia a ellas en ninguna de las notas que él había visto. Eso lo frustraba. Igual que la banalidad del ejercicio, como si ella hubiese revisado sin descanso lo que ya sabía, buscando cualquier detalle que se le hubiese podido escapar. No sabía si el mensaje que debía hallar en todo aquello era que tenía la obligación de resucitar ciertas líneas de investigación o si Southern Reach se había quedado sin ideas y había empezado a reciclarse eternamente, a retroalimentarse.

Control odiaba su propia imaginación con todas sus fuerzas. Deseaba que se le secara, se marchitase y se le cayera de dentro. Estaba más dispuesto a creer que algo lo observaba desde las notas, que allí había algo escondido que lo miraba, que a aceptar que la directora había estado dando vueltas por callejones sin salida. Y aun así él no lo veía; solo la veía a ella buscando y se preguntaba por qué buscaba con tanto empeño.

Obedeciendo a un impulso, descolgó todas las fotos enmarcadas de la pared en busca de cualquier cosa que pudieran ocultar; les quitó el cartón de atrás y las desmontó por completo. Pero no encontró nada. Solo los juncos, el faro, el farero, su ayudante y la joven que lo miraba desde una distancia de treinta años.

Por la tarde estuvo trabajando con el PGD de Grace, cotejando los datos con los montones de notas. Como se trataba de un programa patentado, tenía que pulsar la tecla de control para pasar de una página a otra. Ctrl empezaba a parecerle el único control que realmente tenía. Ctrl tenía un único cometido y lo llevaba a cabo con estoicismo y sin quejarse. Cada vez pulsaba Ctrl con más malicia y fuerza, a pesar de que cada hora que pasaba mirando las notas en lugar de ocupándose de Whitby le parecía una bendición. Cada hora que no le veía la cara, aunque su coche siguiera en el aparcamiento. ¿Querría Whitby que lo ayudasen? ¿Sabía que necesitaba ayuda? Alguien tenía que decirle en qué se había convertido. ¿Podía hacerlo Grace? ¿Y Cheney? No, pues todavía no lo habían hecho.

Ctrl, Ctrl, Ctrl. Demasiadas páginas. Ctrl esto. Ctrl lo otro. Crescendos y arias de Ctrl. Ctrl para pasar información de largo, porque la que tenía en pantalla no parecía conducir a nada, mientras que la amplia extensión de papeles y objetos que se expandía como una ola desde su escritorio contenía demasiada.

Las paredes del despacho se le caían encima. Después de mover documentación de un lado a otro con apatía y de fingir estar ordenando las estanterías, acabó buscando en internet los lugares en los que había trabajado la bióloga antes de alistarse en la duodécima expedición. Esa actividad le resultó más apaciguante y cada paisaje natural que veía le parecía más hermoso que el anterior. Pero tarde o temprano los paralelismos con la naturaleza prístina del Área X empezaron a hacerse más notables y algunas de las fotografías tomadas a vista de pájaro le recordaron al último fragmento de vídeo.

Alrededor de las cinco hizo un descanso, y después de sendas conversaciones breves y amigables con Hsyu y Cheney en el pasillo volvió un rato más al despacho. No obstante, le pareció que Hsyu estaba exaltada, que por algún motivo hablaba demasiado deprisa, como si tuviera la relación de aspecto sesgada. Cheney le había posado esa enorme mano de guante de béisbol en el hombro durante un incómodo par de segundos mientras le decía: «¡La segunda semana! Tiene que ser buena señal, ¿no? Espero que todo esté a tu gusto. Estamos abiertos a hacer cambios. Es decir, estaremos abiertos una vez sepas lo que tenemos que decir y cómo lo decimos». Las palabras tenían bastante sentido, aunque no del todo; pero Cheney también estaba extraño. Control había tenido días así.

Eso le dejaba tan solo el problema de Whitby: no lo había visto en toda la tarde y tampoco había contestado a sus correos electrónicos. Le pareció que era importante ocuparse de aquello en ese momento y no dilatarlo hasta el miércoles. Por fin tenía claro el cómo, además de qué era justo y qué no. Iba a hacerlo delante de Cheney, en la División de Ciencias, e iba a dejar a Grace al margen. Se había convertido en su responsabilidad, su embrollo, y Cheney no podía sino aprobar su decisión. Iba a imponer a Whitby un período de permiso, además de ayuda psiquiátrica; con algo de suerte, aquel extraño hombrecito no volvería jamás.

Ya era tarde, más de las seis; había perdido la noción del tiempo, o viceversa. El despacho seguía siendo un desorden que se correspondía con el contorno de la mente de la directora; el archivo de Grace no ayudaba a variar ese contorno en lo más mínimo.

Se llevó el manuscrito sobre el terroir, pensando que quizá una selección de fragmentos podría hacer que Whitby viese cuál era el problema, y una vez más atravesó la enorme cantina. Los gigantescos ventanales concentraban la oscuridad del cielo y la reflejaban sobre las mesas, las sillas; no tardaría en ponerse a llover. Las mesas estaban vacías. El pajarito oscuro —o el murciélago— había parado de revolotear y descansaba sobre una viga de metal, junto a los cristales. «Hay algo en el suelo». «¿Has visto algo parecido?» Retazos de conversaciones al pasar junto a la puerta de la cocina y, de pronto, un sonido tenue pero contundente, parecido a un lamento, que tuvo perplejo a Control durante unos instantes. Entonces se dio cuenta de que debía de venir de alguna máquina de la cafetería.

Pero tenía la mosca detrás de la oreja desde hacía mucho, como si al salir de casa se hubiera dejado la cartera o cualquier otro artículo esencial. Y por fin se resolvió: aquel sonido lastimero fue la clave para que esa inquietud diese el paso hacia su consciencia. Una ausencia. El olor a miel rancia había desaparecido. De hecho, se dio cuenta de que llevaba todo el día sin percibir el olor, estuviera donde estuviese. ¿Era posible que Grace hubiera puesto en práctica su recomendación?

Dobló la esquina hacia el pasillo que llevaba a la División de Ciencias y caminó bajo la luz de los fluorescentes, inmerso en un ensayo de lo que le iba a decir a Whitby, anticipando sus respuestas o reacciones, sintiendo el peso del manuscrito demente.

Control tendió la mano para abrir una de las puertas batientes. Quiso agarrar la manilla, erró y lo volvió a intentar.

Pero donde antes siempre había habido puertas, ya no las había. Solamente pared.

Y la pared era blanda y, al tacto, parecía respirar.

Creyó estar chillando, pero desde algún lugar del fondo del mar.