Control buscó una linterna y comprobó que funcionaba. Después cruzó la cantina, que para entonces se había convertido en una irritante repetición, como si llevase varios días dando vueltas por la misma terminal de un aeropuerto, mascando el mismo chicle. Al llegar a la puerta del pequeño almacén, se aseguró de que el pasillo estuviese desierto y rápidamente se refugió en el interior.
Estaba a oscuras. Buscó a tientas el cordón de la lámpara y tiró de él. La bombilla se encendió, pero no servía de mucho. Tal como recordaba, la pantalla de metal que tenía encima y el hecho de que estuviese a tan solo unos centímetros de su cabeza le impedían ver más allá de los estantes más bajos. Los únicos a los que llegaba el conserje. Los únicos que no estaban vacíos, según descubrió en cuanto se le acostumbró la vista a las sombras.
Tenía la sensación de que Whitby le había mentido. De que aquella era la habitación especial que se había ofrecido a mostrarle. Aunque no lograse resolver ningún otro misterio, iba a desvelar ese. Era un rompecabezas. Un divertimento. Se preguntó si la interferencia mágica de Lowry habría acelerado la llegada de ese momento o la había pospuesto.
El haz de la linterna recorrió poco a poco las baldas más altas y después el techo, que debía de situarse a algo menos de tres metros por encima de él. Daba la sensación de estar sin acabar. Una equis formada por dos vigas soportaba una superficie hecha con unos tablones irregulares de madera desnuda de diferentes tonos; parecía como si lo hubiesen construido alrededor de las estanterías, que seguían subiendo vacías hasta el techo y continuaban más allá. Fijándose bien, alcanzó a ver la siguiente balda por encima del techo. Después de un momento de seguir inspeccionando, descubrió en las dos vigas una grieta casi invisible que formaba un cuadrado. ¿Una trampilla? Había una trampilla en el techo.
Control se detuvo a pensar. Podía llevar a un conducto de aire o a más espacio de almacenaje, pero al intentar imaginar dónde quedaba aquella sala en relación al resto del edificio, no le pasó por alto que estaba justo enfrente de la esquina favorita de Whitby en la cantina, y que eso quería decir que si las escaleras que llevaban al tercer nivel estaban en medio, allí arriba podía haber un hueco considerable, escondido debajo de ellas.
Buscó la escalera y la encontró: extensible, escondida en una esquina, debajo de una lona. Al colocarla en el sitio le dio un golpe a la bombilla y el espacio cobró vida bajo una luz oscilante y enloquecida.
Una vez arriba volvió a encender la linterna y con la otra mano empujó torpemente el techo por el centro del cuadrado oculto. Desde allí veía con claridad que el techo no era más que una plataforma encajada en las estanterías.
La trampilla cedió con un crujido. Control exhaló todo el aire y tuvo un arrebato de aprensión; los peldaños eran ligeramente resbaladizos. Empujó la trampilla y esta se abrió con suavidad hasta tocar el suelo, sin hacer ruido, como si la acabaran de engrasar. Control iluminó a su alrededor y después las estanterías que, a lado y lado, se elevaban otros dos metros y medio. Estaba solo. Enfocó de nuevo la parte central: la pared del fondo y la inclinación del techo verdadero.
Unas caras lo observaban fijamente, junto a unas enormes siluetas y una especie de escritura.
Casi se le cae la linterna de las manos.
Volvió a mirar.
En una de las paredes y en parte del techo alguien había pintado una gigantesca fantasmagoría de monstruos grotescos de rostro humano. Concretamente, era pintura al óleo aplicada toscamente en un estilo muy primitivo. Intensos colores rojos, azules, verdes y amarillos cuyas formas se aproximaban a las de unos cuerpos. Los rostros pixelados eran imágenes del personal de Southern Reach, tomadas de las cámaras de seguridad y ampliadas.
Había una imagen que dominaba la escena; se extendía por toda la pared, y el techo inclinado dotaba a la cabeza de una peculiar sensación tridimensional. El resto formaban constelaciones alrededor de esta, junto con una gran cantidad de frases y locuciones enmarañadas entre una densa pátina de tachones y palabras sobrescritas, como si alguien hubiese intentado crear una montaña de compost a base de texto. También había una frontera: un anillo de fuego rojo que en los extremos se transformaba en un monstruo de dos cabezas con el Área X en el vientre.
Control acabó de subir a aquel espacio a regañadientes, e intentó mantener el cuerpo cerca del suelo para distribuir bien el peso hasta estar seguro de que la plataforma podía soportarlo. Pero parecía suficientemente robusta. Se colocó junto a las estanterías de la izquierda de la estancia y contempló la obra de arte que tenía delante.
El cuerpo que dominaba el mural —o la pintura o la palabra que mejor se ajustase a aquello— representaba una figura cuya forma era una mezcla de un jabalí gigante y una babosa, su pálida piel salpicada de lo que pretendía ser una especie de musgo sarnoso de color verde claro. Los trazos rápidos y amplios que definían las patas recordaban a las de un cerdo, pero con tres dedos en los extremos. En la zona central el autor le había colocado más apéndices.
La cabeza, situada sobre un cuello demasiado pequeño dibujado con una especie de color rosa blanquecino y transparente, era deforme pero estaba unida a la cara que tenía por encima. El pegamento relucía a la luz de la linterna. Control reconoció el rostro gracias a los informes: el psicólogo de la última undécima expedición, un hombre que antes de morir de cáncer había dicho: «Era muy bonita, muy tranquila el Área X», y había sonreído distraídamente.
Sin embargo, allí aparecía representado no como algo tranquilo sino todo lo contrario. Sirviéndose de un rotulador, alguien —¿Whitby? Whitby— le había dibujado una mueca de la más absoluta y atónita angustia, con la boca abierta en una O eterna.
Dispuestas a derecha e izquierda había más criaturas —una especie de panteón privado con significados conocidos solo por el autor— con más caras que reconocía. La directora estaba retratada como un jabalí, y llena de vegetación; la subdirectora era una especie de armiño o hurón, y Cheney, una medusa.
Entonces se encontró a sí mismo. Sin acabar. La expresión seria de la reciente foto para la acreditación de personal y los trazos imprecisos del cuerpo no representaban un conejo blanco sino una liebre de campo con el pelaje enmarañado, rizado, a medio dibujar, en lápiz. Alrededor, Whitby había dispuesto la silueta de un monstruo marino de color azul grisáceo: un leviatán con forma de ballena que creaba olas violetas a su paso, con un enorme ojo circular que salía de su rostro como una especie de túnel y lo convertía en un cíclope. Desde el cuerpo monstruoso no solo se propagaban las olas, también ráfagas de palabras ilegibles escritas en una letra apelmazada y crispada. En la clasificación de paredes sorprendentes y perturbadoras, aquella ganaba a la del despacho de la directora por goleada. Tuvo un escalofrío. Contemplar aquello le hizo darse cuenta de que en cierto modo aún contaba con que el análisis de Whitby le proporcionase alguna respuesta. Pero allí no había respuesta posible. Únicamente la prueba de que en la cabeza de su subordinado se escondía algo muy parecido a los estratos de papel, planta, ratón muerto y móvil de la edad de piedra.
En el suelo, delante de él, cerca de los estantes de la derecha, había una paleta, una selección de pinturas y un taburete que permitía a Whitby llegar al techo. Unos cuantos libros. Un hornillo. Un saco de dormir doblado. ¿Era posible que viviera allí dentro? ¿Sin que nadie lo supiese? ¿O que lo supieran y no quisieran enterarse? ¿Por qué ocuparse del tema? Mejor endilgárselo al nuevo director. Desinformación y confusión. Whitby había compuesto todo aquello a lo largo de un período bastante amplio; había trabajado en ello con paciencia, añadiendo cosas, quitando otras. Terroir.
Control llevaba plantado con las estanterías a la espalda alrededor de un minuto.
De pie en aquel ático, notaba que había corriente. Pero no veía que no era una corriente.
Alguien respiraba detrás de él.
Alguien le estaba respirando al cuello. La revelación le heló la sangre, impidió que el grito de «¡Hostia puta!» saliera de su boca.
Se dio la vuelta increíblemente despacio, deseando parecer una estatua. Se alarmó al ver un ojo grande, pálido, lloroso y azul enmarcado en oscuridad o harapos oscuros y carne pálida. Pero esa carne se recompuso y la imagen se convirtió en Whitby.
Whitby, que llevaba allí todo el rato, apretujado en una balda detrás de Control, a la altura de sus ojos, tumbado de lado con las rodillas recogidas.
Respirando entrecortadamente. Mirando.
Como algo que se estuviera incubando en la balda.
Al principio, Control pensó que debía de estar durmiendo con los ojos abiertos. Un cadáver de cera. Un maniquí. Entonces se dio cuenta de que Whitby estaba completamente despierto y observándolo; su cuerpo temblaba ligeramente, como si fuera un montón de hojas y algo se moviera debajo. Parecía un ser invertebrado metido en un hueco demasiado pequeño.
Estaba tan cerca que Control podía haberse acercado y morderle la nariz o besársela.
Whitby continuó sin decir ni palabra y Control, aterrorizado, sabía que hablar implicaba un riesgo. Que, si decía algo, Whitby podía abalanzarse sobre él desde su escondite, que la rigidez de su mandíbula ocultaba algo más premeditado y mortífero.
Se miraron a los ojos y ya no tuvieron modo de negar que el uno había visto al otro, pero Whitby siguió sin hablar, como si él también quisiera mantener la ilusión intacta.
Lentamente Control consiguió apartar la linterna del rostro; reprimió un escalofrío y apretando los dientes hizo caso omiso de su instinto de no darle la espalda a aquel hombre. Sentía el aliento escaparse por entre los labios de Whitby.
De pronto hubo un ligero movimiento y Whitby le posó la mano en la cabeza. La dejó allí, la palma entera en contacto con la coronilla de Control. Los dedos abiertos como una estrella de mar. Los movió despacio hacia atrás y adelante. Dos veces. Tres. Acariciando la cabeza de Control. Mimándolo con timidez y cuidado.
Le costó un gran esfuerzo, pero Control permaneció quieto.
Después de un rato, la mano se retiró con cierta reticencia. Control dio dos pasos al frente, y después otro. Y otro. Whitby no salió de su espacio. No hizo ningún sonido inhumano. No intentó tirar de él hacia las estanterías.
Alcanzó la trampilla sin sucumbir a los escalofríos, introdujo primero las piernas en el hueco y encontró la escalera a tientas con los pies. Cerró la puertecilla poco a poco sin mirar hacia los estantes, ni siquiera hacia la oscuridad. Con ella cerrada, sintió un gran alivio y descendió. Dudó un instante, pero después se tomó la molestia de recoger la escalera y guardarla en su sitio. Se obligó a escuchar a través de la puerta antes de salir del almacén y dejó la linterna dentro. Entonces salió con los ojos entornados a la cegadora claridad del pasillo y respiró tan hondo que vio puntos negros y sintió un temblor que no pudo controlar y que no quería que nadie viese.
Después de unos cincuenta pasos, Control se dio cuenta de que Whitby había llegado allí arriba sin usar la escalera. Se lo imaginó arrastrándose por los conductos de aire. Imaginó su pálida tez. Sus manos blancas. La mano tendida.
En el aparcamiento, Control se topó con una jovial aparición que exclamó:
—¡Tienes cara de haber visto un fantasma!
Preguntó a su aparición si a lo largo de los años había oído cosas extrañas en el edificio o visto algo fuera de lo normal; como si hablara sin más, por decir algo, y creyendo que parecería que preguntaba por curiosidad o que estaba bromeando. Pero Cheney ignoró la pregunta y contestó:
—Bueno, es porque los techos son tan altos, ¿no? Acabas viendo cosas que no están ahí; y las que ves, parecen otras. Un pájaro puede ser un murciélago. Un murciélago puede ser un trozo de plástico flotando en el aire. El mundo es así. Ves una cosa y te parece otra. Pájaros-hoja. Murciélagos-pájaro. Sombras hechas de luces. Sonidos que son casuales pero que parecen más importantes de lo que son. Vayas a donde vayas, siempre te resultará igual.
«Un pájaro puede ser un murciélago. Un murciélago puede ser un trozo de plástico flotando en el aire». ¿De verdad?
Control se dio cuenta de forma muy repentina de que probablemente no tuviese a Cheney más calado de lo que tenía a Whitby; en ese momento le pareció una fachada creada a toda prisa que se alejaba por el aparcamiento, caminando de espaldas y diciéndole unas últimas palabras que Control no llegó a oír.
Tras poner el motor en marcha y sortear el puesto de seguridad, sin apenas conservar ningún recuerdo del trayecto en coche ni de haber aparcado junto al paseo, Control quedó felizmente libre de Southern Reach y se encontró sin saber bien cómo junto al muelle de Hedley. Estuvo un rato deambulando por el paseo del río, tan enfrascado en sí mismo que ni siquiera veía las tiendas ni a las personas ni el agua.
Su trance, su burbuja de no-pensamiento, reventó con el chillido de una niña pequeña. «¡Vienes demasiado tarde!» Alivio al caer en la cuenta de que no hablaba con él: su padre lo adelantó para recogerla.
El lugar donde acabó no era mucho mejor que algunos de los peores locales de la zona, pero era amplio y estaba en penumbra, y en la parte del fondo había mesas de billar. No lejos de allí estaba el embarcadero flotante al que llegó corriendo el martes, y colina arriba, su casa, pero aún no estaba listo para volver. Tan pronto como un tipo que podría pasar por una versión crecida de uno de los quarterback del equipo de fútbol del instituto terminó de tirarle los trastos a la camarera, pidió un whisky solo.
—Mucha labia, pero también demasiada papada —dijo Control.
La chica se rio a pesar de que él lo había dicho con muy mala sangre.
—No he oído lo que decía; ese cuello de pavo me estaba distrayendo demasiado —contestó ella.
—¿Qué haces esta noche? ¿Me equivoco al pensar que lo harás conmigo? —dijo imitando el piropo del otro cliente.
—Esta noche voy a dormir. Me caigo de sueño.
—Igual que yo —dijo entre risas.
Pero sintió la mirada de curiosidad de la joven justo antes de darse media vuelta para fregar unos vasos. Aquella conversación no fue más larga que las que mantuvo con Rachel McCarthy tantos años atrás. Y tampoco tenían mayor trascendencia.
El televisor estaba encendido y el volumen bajado; las imágenes mostraban las consecuencias de unas graves inundaciones y una masacre en una escuela y el anuncio de un importante campeonato de baloncesto. A su espalda se oía a un grupo de mujeres hablar. «De momento me voy a creer lo que dices… porque no tengo ninguna teoría mejor». «¿Y ahora qué hacemos?» «Todavía no estoy como para volver. Aún no». «Este sitio te gusta más, ¿verdad? Yo diría que sí». No daba con el motivo por el que la charla lo molestaba, pero se cambió de sitio en la barra. La brecha entre su manera de entender el mundo y la de ellas, que seguramente de por sí ya era bastante amplia, había crecido exponencialmente durante la última semana.
Sabía que si se iba a casa acabaría pensando en Whitby el Loco. El problema era que de todos modos no podía dejar de pensar en él porque al día siguiente tenía que ocuparse del tema. La cuestión era cómo tratar el asunto.
Whitby llevaba una eternidad en Southern Reach. Durante su servicio a la agencia no había hecho daño a nadie. La palabra servicio era un preámbulo al momento en que pensara en cómo decir: «Gracias por los servicios prestados, por los años que nos has dedicado. Ahora coge tu mierda rara de obra de arte y lárgate de aquí».
Y tenía muchas otras cosas que hacer y su madre aún no le había llamado con novedades sobre la casa de la directora. Estaba lamiéndose la herida por haber perdido a la bióloga. La Voz había dicho que Whitby no tenía importancia y, al acordarse de eso, tuvo la impresión de que Lowry lo había dicho con cierta familiaridad, como se desestima a alguien con quien llevas mucho tiempo trabajando.
Antes de salir de Southern Reach de camino a Hedley había leído con más atención el documento de Whitby sobre la teoría del terroir, y se dio cuenta de que cuando uno hacía eso —cuando de verdad se fijaba en la teoría en lugar de echar un simple vistazo—, esta se desmoronaba. De que los títulos de las subsecciones que parecían normales y los preámbulos que citaban otras citas no hacían sino ocultar un núcleo en el que la imaginación se desquiciaba y se desconectaba de las palabras que intentaban cercarla y guiarla por un camino concreto. Asomaban monstruos con una regularidad que parecía legítima teniendo en cuenta el vídeo de la primera expedición; pero tal vez no de la manera adecuada. Llegado cierto punto dejó de leer. Era una sección en la que Whitby describía la frontera como una «piel invisible», y a los que intentaban atravesarla sin usar la entrada, atrapados para siempre en un amplio tramo de «otraparte» de cientos de kilómetros de ancho. Todo eso a pesar de que los pasos que habían llevado a Whitby hasta ese punto parecían, por un momento, aleccionadores y deliberados.
Y también estaba la cuestión de Lowry. En el aparcamiento también le había preguntado a Cheney por él, pero este había respondido frunciendo el ceño con extrañeza. «¿Lowry? ¿Volver? Ni ahora ni nunca, imagino». ¿Por qué? Una pausa, como el inquisitorio ruido blanco durante una llamada. «Bueno, salió muy perjudicado. Vio cosas que espero que ninguno de nosotros vea jamás. No puede ni tener una relación más estrecha ni escapar de todo esto. Se podría decir que ha encontrado la distancia apropiada». Lowry, con su red de conjuros, hechizos o lo que fuese, podía crear algo más parecido a un escudo que lo separase del Área X, porque tampoco podía olvidar. Necesitaba ver, pero tenía demasiado miedo como para mirar y contagiaba su miedo a los demás. La distancia de Whitby era mucho menor y sus hechizos de una clase mucho más visceral.
Por lo contrario, las incesantes notas de la directora eran serias, prácticas, impasibles, pero, al fin y al cabo —y aquí, después del último chupito de whisky pidió una cerveza, para que el próximo le entrase mejor—, seguramente no significaban nada y eran tan inútiles como el terroir de Whitby, que nunca iba a servir para explicar una mierda. Eran una especie de religión: incluso teniendo en cuenta todo el contexto adicional de la directora, ella aún no había conseguido ninguna respuesta. Al menos que Control pudiese ver.
Pidió más bebida con voz áspera.
Ese sería su destino: catalogar las notas de otros y crear también las suyas, sin cesar y sin efecto alguno. Le saldría barriga, y se casaría con una mujer divorciada de la zona y juntos formarían una familia en Hedley: un hijo y una hija. Y los fines de semana los pasaría con su familia; el trabajo, un recuerdo lejano que lo esperaba al otro lado de la frontera del lunes. Se harían viejos en Hedley mientras él trabajaba en Southern Reach, haciendo sus horas, viendo pasar los años, los meses, los días hasta el momento de la jubilación. Le darían un reloj de oro y unas palmaditas en la espalda, y para entonces ya tendría las rodillas hechas polvo de salir a correr, así que pasaría el tiempo sentado, ya un poco calvo.
Y todavía no sabría qué hacer con Whitby, estaría echando de menos a la bióloga y tal vez aún no supiese qué pasaba con el Área X.
El borracho se acercó a él y lo sacó de su ensoñación con una fuerte palmada en la espalda.
—Me suenas de algo, creo que te conozco. ¿Cómo te llamas, colega?
—Mata Ratas —dijo Control.
Lo cierto es que si el hombre que le recordaba al quarterback del instituto se hubiese convertido en un monstruo y se lo hubiese llevado a rastras de allí para adentrarse juntos en la noche, a una parte de Control no le hubiese importado porque hubiese estado más cerca de la verdad sobre el Área X; aunque la verdad fuesen unas putas fauces, una monstruosa boca llena de colmillos apestosa como una cueva llena de cadáveres putrefactos, estaría más cerca de lo que estaba.