Cuando llegó el lunes por la mañana no fue directamente a Southern Reach sino que hizo una excursión hasta la casa de la directora. Buscó en internet las indicaciones para llegar a la dirección, metió el arma en la pistolera y se echó a la carretera. En su lista de cosas que hacer una vez hubiese categorizado todas las notas de su despacho estaba comprobar si la gente de Grace había limpiado la casa tan a fondo como ella decía. Seguía teniendo presente la confirmación de la manipulación a la que lo había sometido la Voz / Lowry —y por extensión, su madre—, pero era una sensación indiferente, un simple zumbido de fondo. En cuanto a respuestas, Lowry no le había servido de nada, no le había dado ventaja alguna: había sido manipulado por alguien etéreo e intangible. Lowry, oculto tras la Voz, rondando Southern Reach desde la distancia como un fantasma. Y ahora Control intentaba unirlos bajo una única identidad y propósito.
Ya de camino tuvo el impulso de no volver a Southern Reach jamás: de saltarse también la parada de la casa de la directora y tomar un desvío por una carretera rural hasta llegar a casa de su padre, a unos ochenta kilómetros hacia el oeste.
Pero se resistió. Nuevos propietarios y ninguna escultura en el jardín trasero. Tras la muerte de su padre las había repartido entre sus tíos y tías, sobrinos y sobrinas, a pesar de sentir que estaba desmantelando el paisaje de su juventud, pieza a pieza. Allí no iba a encontrar ningún consuelo. Allí ya no tenía una historia. Algunos de sus parientes seguían viviendo en la zona, pero su padre era el vínculo que los unía a todos y a la mayoría no los había visto desde la adolescencia.
La población de Bleakersville era de unos veinte mil habitantes: lo suficientemente grande como para tener un puñado de restaurantes decentes, un pequeño centro de arte y tres manzanas de casco histórico. La directora vivía en un barrio donde se veían pocos rostros blancos. Muchos pinos de enormes copas, robles y magnolios cubiertos de una gruesa capa de musgo; en la carretera llena de baches descansaban las ramas rotas y empapadas que habían arrancado las tormentas. Sólidas casas de cemento o cedro, algunas con detalles de ladrillo, la mayoría de color marrón y azul o gris, con un coche o dos junto a la entrada de gravilla. Dejó atrás un par de canastas de baloncesto, y algunos chavales negros y latinos montados en bicicletas que se detuvieron y lo miraron pasar. El curso había acabado hacía dos semanas.
La casa de la directora estaba al final de una calle llamada Standiford, en la cima de una colina. Control prefirió ser cauteloso, aparcar en la calle de abajo y subir caminando cuesta arriba hasta la parte de atrás de la casa. El jardín trasero estaba tomado por arbustos sin podar de azalea y enormes glicinias trepadoras, algunas de ellas aferradas a los troncos de algunos pinos. Un par de montañas de compost hechas sin muchas ganas languidecían dentro de dos cercos de malla. La mayor parte del césped se había secado y muerto con el tiempo y había dejado al descubierto las raíces de los árboles.
Tres semicírculos de hormigón hacían las veces de terraza; estaban cubiertos de hojas y de algo que parecía alpiste podrido, y a un lado había un molde de tarta lleno hasta el borde de agua sucia. Detrás, las puertas blancas de vidriera manchadas de moho eran el punto de entrada. Solo había un problema: que iba a tener que forzar la cerradura porque no había formalizado una solicitud para visitar la vivienda. Pero se daba cuenta de que en realidad quería entrar sin la llave; empezó a llover mientras se ponía a trabajar con las herramientas que había llevado. Gotas gordas azotaban las hojas de los magnolios caídas el invierno anterior.
Notó que alguien lo miraba —la insinuación de un movimiento que había percibido con el rabillo del ojo, tal vez— justo cuando conseguía abrir la puerta. Se irguió y miró a la izquierda.
En el jardín vecino, apartada de la valla de tela metálica, había una niña negra de unos nueve o diez años con el pelo trenzado y lleno de cuentas que lo miraba con recelo. Llevaba un vestido de girasoles y sandalias de plástico con una tira de velcro.
Él sonrió y saludó con la mano. En otro universo, Control huía y abandonaba la misión, pero no en este.
La niña no le devolvió el saludo, pero tampoco salió corriendo.
Él se lo tomó como una señal y entró.
Nadie había estado allí desde hacía meses, pero el aire parecía arremolinarse de un modo que quiso atribuir a un ventilador que aún no había visto o a una bomba de frío que acababa de apagarse. Solo que Grace había hecho que cortaran el suministro eléctrico hasta el regreso de la directora «para ahorrarle dinero». Llovía con suficiente fuerza como para acentuar la penumbra y decidió usar la linterna. Nadie se daría cuenta: estaba demasiado lejos de las ventanas y las puertas de vidriera estaban tapadas por una cortina. En cualquier caso, la mayoría de la gente estaría en el trabajo.
Los vecinos de la directora —o al menos los que la conocían— pensaban que tenía una consulta de psicología. Se preguntó si la fotografía que había en el despacho de Grace era una anomalía o si era habitual que se la viese en barbacoas con una cerveza en la mano, si en otra época Lowry solía acudir en camiseta, vaqueros rotos y una gorra para celebrar los 4 de Julio comiendo perritos calientes y viendo los fuegos artificiales. La gente podía duplicarse y triplicarse, ser personas distintas en situaciones diferentes, pero aun así tenía la corazonada de que la directora era una mujer solitaria. Y era allí, a esa casa, adonde a lo largo de mucho tiempo y saltándose el protocolo e incluso quebrantando la ley la directora estuvo llevando pruebas y documentación sobre el Área X. Allí era donde había ido difuminando los límites entre la vida personal y la profesional.
Visto a través del túnel que creaba el haz de luz de la linterna, el pequeño salón no tardó en revelar todos sus secretos: un sofá, tres sillones, una chimenea. Más allá había lo que parecía una librería, detrás de una pared divisoria y de un par de puertas batientes desgastadas. A la izquierda estaba la cocina, y después, un pasillo; un gigantesco frigorífico engalanado con calendarios y fotos sujetas con imanes montaba guardia en una esquina. A la derecha del salón había una puerta que conducía al garaje y más allá seguramente estaba el dormitorio principal. La casa entera debía de tener unos ciento cincuenta metros cuadrados.
¿Por qué vivía allí? Con su sueldo hubiese podido vivir en un sitio mucho mejor; Grace y Cheney vivían en Hedley, en sendos vecindarios de clase media-alta. Quizá tuviera deudas de las que él no sabía nada; necesitaba información más precisa. De algún modo, le parecía que la falta de información sobre la directora guardaba relación con su viaje clandestino al otro lado de la frontera y con su capacidad para mantenerse tanto tiempo en el puesto.
Allí no había vivido nadie desde hacía más de un año. No había entrado nadie a excepción de la Central. En ese momento no había nadie. Y sin embargo esa sensación de vacío lo ponía nervioso. Respiraba superficialmente y tenía el pulso acelerado. Quizá fuese por depender de la linterna, por la manera tan inquietante en que esta reducía a sombras todo lo que no estuviese bajo su haz deslumbrante. O tal vez una parte de su ser admitiese que eso era lo más cerca que había estado de una misión en muchos años.
Junto al fregadero había un vaso de agua medio vacío que al reflejar la luz formó un círculo de fuego. Dentro había unos platos y varios cubiertos. La directora había dejado todo aquello sin recoger antes de subirse al coche e ir a Southern Reach para liderar la duodécima expedición y, a juzgar por lo que estaba viendo, a los operativos que acudieron después no les pidieron que limpiaran lo que había dejado ella ni lo que ensuciaron ellos mismos. La moqueta del salón tenía rastros de botas y alguien había arrastrado barro y hojas desde el exterior. Era como una maqueta de un museo dedicado a la historia secreta de Southern Reach.
Aunque Grace había enviado a agentes de la Central para que entrasen y recuperasen cualquier material clasificado, la propiedad privada de la directora estaba intacta. Nada parecía haber sido movido ni estar fuera de lugar, a pesar de que Control sabía que se habían llevado cinco o seis cajas llenas de material. Simplemente parecía una casa llena de trastos y, si el despacho que había heredado servía como indicación, no le cabía duda de que se la habían encontrado tal cual. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y grabados; también había un par de estantes a rebosar de discos compactos, un televisor de pantalla plana lleno de polvo y una cadena de música barata sobre la que había apilados una gran cantidad de vinilos antiguos y poco comunes. Ninguno de los cuadros o fotografías sugería nada personal.
Pegado a la pared que dividía el salón de la biblioteca había un elegante sofá de color azul y dorado, con un montón de revistas en uno de los asientos; la mesita antigua de palisandro que había delante también parecía haberse convertido en un escritorio improvisado: estaba totalmente cubierta de libros y revistas, igual que la preciosa mesa restaurada de la izquierda, en la cocina. ¿Era posible que trabajase principalmente en esas habitaciones? Era un lugar mucho más acogedor de lo que esperaba, y el mobiliario, de calidad; no alcanzaba a entender por qué justo eso lo inquietaba tanto. ¿Venía con la casa o era una herencia? ¿Tenía ella alguna conexión con Bleakersville? En su mente se formaba el germen de una teoría, como una pieza musical que recordaba lo suficiente como para tararearla pero sin ser capaz de dar con el título o la obra.
Atravesó el pasillo situado junto a la cocina y se dio cuenta de otro detalle que le parecía extraño, aunque sin motivo aparente: había encontrado todas las puertas cerradas y había tenido que ir abriéndolas como si fuera atravesando cámaras estancas. Y cada vez, a pesar de que no había el menor indicio de amenaza, Control estaba listo para salir corriendo. Descubrió un despacho: una habitación donde había algunos archivadores, una bicicleta estática y unas pesas; y un dormitorio para invitados con baño al otro lado del pasillo. Muchas puertas para una casa tan pequeña, como si la directora o la Central hubiesen querido contener algo o casi como si Control estuviera avanzando a través de los diferentes compartimentos de la mente de la dueña. Cada una de estas ideas le daba escalofríos, y después de la tercera puerta pensó que ya estaba bien de bromas y empezó a entrar a todas las estancias con la mano en el Abuelo.
Dio un rodeo para volver a la biblioteca y miró por las ventanas de delante. Vio que el césped había crecido sin control y estaba lleno de ramas caídas; al final de un caminito de cemento había un buzón destartalado de color verde, pero nada que pareciese sospechoso. Por ejemplo, no vio a nadie acechando desde un sedán negro de lunas tintadas.
Atravesó el salón, recorrió el otro pasillo, pasó frente a la puerta del garaje y entró en el dormitorio principal, que quedaba a la izquierda.
Al principio creyó que el lugar se había inundado y que todos los muebles habían sido arrastrados contra la pared. Había sillas amontonadas sobre los tocadores y sobre el armario. La cama había ido a parar contra los tocadores y alguien había tirado unos siete pares de calzado —desde zapatos de tacón a zapatillas de deporte— sobre el colchón, como si fueran restos de un naufragio, y había recogido el cubrecama apresuradamente. Al otro extremo, desde detrás de la puerta del baño, un espejo respondió al haz de luz de la linterna con un resplandor enloquecido.
Sacó al Abuelo, le quitó el seguro y apuntó allí donde enfocaba con la linterna. De los tocadores a la cama y luego a la pared donde esta solía estar apoyada; estaba cubierta por unas densas cortinas de color lila. Con mucho cuidado las corrió y reveló las archiconocidas palabras debajo de una ventana alta y ancha que dejaba entrar una luz tenue.
Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos.
Escrito en rotulador grueso y oscuro, el mismo texto y a su lado el mismo mapa que Control había tapado en su despacho. Como si, en el preciso instante en que se hubo deshecho de él, hubiera aparecido en el dormitorio de la directora. Una imagen irracional. Una idea irracional. En cientos de universos paralelos, una centena de Controles salía corriendo del cuarto en dirección al coche.
Pero llevaba allí mucho tiempo. Tenía que estar allí desde hacía tiempo. El equipo de Grace no había hecho bien su trabajo y lo había dejado allí.
Regresó al baño.
—Si hay alguien ahí, lo mejor será que salga —dijo—. Tengo una pistola.
El corazón le latía a tal velocidad y estaba sujetando la linterna con tanta fuerza que dudaba que se la hubiesen podido arrebatar de las manos.
Pero no salió nadie.
No había nadie más, tal y como comprobó al forzarse a respirar más lentamente. Al obligarse a comprobar hasta el último rincón, incluyendo el pequeño armario empotrado que cuanto más adentro se metía, más cavernoso le parecía. En el baño encontró las cosas habituales: champú, jabón, una receta para medicamentos para la tensión y algunas revistas. Tinte marrón y un cepillo con canas enredadas entre las púas. Al parecer, a la mujer le acomplejaba llegar a la madurez. El cepillo le devolvió algún que otro destello cuando lo iluminó con la linterna; parecía querer comunicarse con él, igual que las facturas garabateadas y las páginas de revistas que le habían mostrado parte de la vida de la directora y que tenían más significado para él que la suya propia.
Regresó al dormitorio y volvió a iluminar la pared. No, no se trataba exactamente del mismo cuadro: eran exactamente las mismas palabras, pero no había marcas de altura. Y el mapa también era distinto. Esta versión mostraba la isla y su faro en ruinas, además de la anomalía topográfica y el faro de la costa, pero también incluía Southern Reach. Había una línea trazada entre ambos faros —el que estaba en ruinas y el otro— y la anomalía topográfica, y la había extendido hasta la ubicación de la agencia. Parecían puestos fronterizos, como los de los antiguos mapas de los imperios.
Control retrocedió y volvió al salón sintiéndose frío, distante. No podía imaginar una situación en la que la Central hubiese visto el texto y el mapa y no lo hubiese hecho desaparecer.
Y eso quería decir que alguien lo había creado después de que registrasen la casa. Y eso significaba…, eso podía significar…
No se dio tiempo ni de pensarlo, sino que fue directo a la entrada principal a confirmar sus sospechas.
El pomo giró sin problemas. Estaba abierta.
Cosa que no significaba nada.
Y sin embargo, su única idea en ese momento, su único impulso era salir de allí, pero tuvo la suficiente calma como para cerrar esa puerta desde dentro y salir por atrás.
Abrió las puertas de vidriera y salió a la lluvia.
Y fue trotando hasta el coche.
No fue hasta que hubo aparcado bien lejos, en la calle principal de Bleakersville, que llamó a su madre para contarle lo que había descubierto y pedirle que enviase a un equipo a investigar. Si lo hubiese hecho desde la casa, hubiera tenido que quedarse demasiado tiempo. Mientras hablaban, Control intentó convencerse a sí mismo de las lecturas más benévolas, casi tanto como lo estaba haciendo su propia madre.
—No saques conclusiones, John. Y no se lo cuentes a Grace porque su reacción será excesiva.
Y no le faltaba razón. Cualquier empleado de Southern Reach podía haber hecho el dibujo en la pared, y el principal sospechoso, antes que la directora, era Whitby. Pero tuvo una visión inquietante que le impedía recrearse en el relativo consuelo de esa idea: la directora caminando por barrios y parques, atravesando campos, adentrándose en el bosque. Volviendo a visitar sus lugares favoritos.
—John, hay algo que debo decirte.
—Dime.
¿Le había revelado la identidad de la Voz para ocultarle otra cosa?
—¿Sabes en qué lugares encontramos a la antropóloga y la topógrafa?
—En un jardín y en la parte de atrás de una consulta.
—Hemos detectado ciertas… incongruencias en esos lugares. Las lecturas son diferentes.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con «diferentes»?
—Todavía estamos estudiando los datos, pero hemos puesto las zonas en cuarentena, aunque nos está resultando difícil.
—¿Y el solar no? ¿Donde estaba la bióloga no?
—No.