020: Segunda recuperación

Domingo. Un picahielos clavado en un cerebro invadido de antemano por un dolor de cabeza sordo pero persistente que irradiaba desde la masa palpitante alojada en la parte trasera del cráneo. Una especie de pulsante satélite de defensa que lo protegía de cualquier elemento hostil que pudiera caer en su órbita descendente.

Un café. Un mostrador de formica lleno de migas y la vista de una calle mugrienta a través de los cristales limpios. Un taburete bailongo a juego con las manos temblorosas que intentan estabilizarlo. El recuerdo tenue del olor a desinfectante barato que le hacía un nudo en la garganta. Una mujer repetía los pedidos a su espalda mientras él intentaba ocupar todo el espacio que pudiese en la barra para que ninguno de los clientes que estaban esperando se le pudiera sentar al lado. A juzgar por el perchero que tenía a la izquierda, en el local había gente que había llegado en invierno y aún no se había movido de allí.

La Voz, un tamborileo débil pero persistente de hacía siglos: «¿Tienes los asuntos en orden? ¿Tienes los asuntos en orden? Dime, por favor, si tienes los asuntos en orden».

¿Los tenía?

Control no se había cambiado de ropa ni se había duchado en dos días. Olía su propio intenso hedor como si fuera el almizcle de algún animal apreciado por los tramperos. Se le estaba volviendo a cubrir la frente de gotas de sudor que clamaban al sol abrasador de Hedley a través de las ventanas; los ventiladores de la cafetería no tenían suficiente potencia. Había estado lloviendo desde la tarde anterior hasta medianoche, y el chaparrón había dejado enormes charcos de unas cosas marrones y diminutas con forma de quisquilla que a medida que el agua se iba evaporando se enroscaban y sufrían una agonía de color oxidado.

Había decidido que la última parada fuese allí, al final de Empire Street, donde la calle se cruzaba con uno de los extremos de Main Street. Cuando era adolescente, la cafetería era un bar retro que ahora echaba de menos. Se solía sentar con un par de amigos en la barra que había junto a la ventana a disfrutar del aire acondicionado y de un helado y una cerveza de raíz mientras no paraban de decir chorradas sobre deportes y chicas. En esa época era un lugar agradable, un refugio. Pero, con el tiempo, las tendencias mojigatas y bohemias del llamado Distrito del Ferrocarril habían perdido la batalla contra los estafadores, timadores, adictos e indigentes que no tenían otro sitio al que ir.

A través del cristal y esperando la llamada que sabía estaba al caer, Control se puso a diseccionar la escena de terroir cotidiano que tenía lugar al otro lado de la calle, frente a la licorería barata. En la esquina se habían parado dos jóvenes con monopatín tan prodigiosamente flacos que le recordaron a un par de galgos desnutridos; vestían camiseta y unos vaqueros hechos jirones, además de unas zapatillas de deporte viejas pero sin calcetines. Uno de ellos llevaba un chucho marrón atado con una correa de cáñamo pensada para un animal mucho más grande. El martes por la noche, cuando salió a correr, había visto un par de skaters, ¿verdad? Ya había anochecido y no tenía claro que fuesen los mismos. Pero era posible.

En cuestión de minutos se les unió una mujer que estaba seguro que no había visto antes. Era alta y llevaba una gorra militar de color azul y el pelo corto y teñido de rojo, una chaqueta azul con un ribete dorado en los hombros y los puños. La camiseta de tirantes blanca de debajo no le cubría el vientre. Los pantalones azules de pinzas con una raya dorada más discreta en el lateral le llegaban solamente hasta la pantorrilla. Llevaba los pies descalzos y sucios, y en los dedos se le adivinaban unos puntos rojos de esmalte de uñas. Le recordó a la vestimenta que podría haberse puesto una cantante de rock a finales de los ochenta. O, por otro lado, podía tratarse de la siguiente idea extraña: era una oficial de la Brigada de Ciencia y Espiritismo retirada del servicio, desaparecida, olvidada, amnésica, condenada a acabar la partida alejada de cualquier sitio propicio a la ciencia o la superstición.

Tenía aspecto rubicundo y las mejillas sonrosadas, y hablaba con los skaters con mucha energía, quizá demasiada, al mismo tiempo que señalaba calle abajo. Pero de pronto dejaba la conversación para acercarse a todo transeúnte que pasase por allí y se ayudaba de gestos para expresar algún complejo relato sobre la dificultad de la vida o la lógica de sus necesidades. Quizá incluso sugiriese algo más. Pasó de los dos primeros viandantes que no le hicieron caso, pero los skaters intentaron que parara y ella le chilló al tercero como si le hubiese dicho alguna grosería. Llamado a la acción por esto último, un hombre gordo y negro que vestía una gabardina impermeable para la que nunca hacía suficiente frío en Hedley apareció en escena desde detrás de un cubo de basura que había al otro extremo de la licorería, como activado por un resorte. Le soltó una arenga al hombre que había ofendido a la pelirroja y Control oyó las obscenidades a través del cristal. Entonces el gordo se dejó caer allí donde estaba sentado antes y desapareció de la escena tan pronto como había aparecido.

Era posible que la mujer llevase peluca, y que el de la gabardina no tuviese nada que ver con aquella farsa. También podía ser que él hubiese perdido toda práctica en cuestión de vigilancia.

La pelirroja, que ya se había olvidado de la afrenta, dobló la esquina para ponerse de cara al tráfico que venía por Empire, a la sombra del muro de la licorería. Uno de los skaters fue con ella y le ofreció un cigarrillo; ambos se apoyaron contra la pared y siguieron hablando con gran animación. El otro joven, que de pronto salió de la licorería con una lata de comida para perros abierta —Control había pasado por alto algo vital en lo referente a esa tienda—, sacó el contenido a sacudidas y formó una torre inclinada de forma cilíndrica sobre la acera, justo delante de la puerta. Después la hizo trizas usando la lata y, por algún motivo, le lanzó el envase al negro gordo. Control no lo veía bien, porque se lo tapaba el cubo. No hubo reacción, y el perro tampoco parecía entusiasmado con la comida.

A pesar de que habían abordado a unos cuantos clientes de la cafetería y se habían acercado hasta el escaparate, no parecían ser conscientes de su presencia. Y eso hizo que Control se preguntase si él se había convertido en un espectro o si ellos estaban representando un rito dirigido a un público formado por una única persona. Eso confería al conjunto un significado más profundo, aunque Control sabía que esa idea podía ser falsa, además de peligrosa. La Central no acostumbraba a emplear a aficionados casi nunca, pero no quería decir que no fuese posible. Ya casi nada le parecía imposible. «¿Tienes algo en el rabillo del ojo que no consigues sacarte?» Otra cosa que le había dicho la Voz y él se había tomado como una provocación indirecta.

Si la escena que se desplegaba ante él era inocente, ¿sería capaz de desaparecer en ella, hacer la transición desde un lado del cristal al otro? ¿O es que hasta comprar comida para perros o pedir dinero para una bebida podían formar parte de una conspiración? Eran complejidades que se le escapaban.

El sábado a primera hora de la mañana, Control había llamado a la Voz desde casa. A un lado del escritorio había colocado una bocina electrónica con un temporizador. Se había puesto delante una hoja de color naranja en cuya mitad derecha se leían unos recordatorios. También había preparado un bolígrafo. Bebió un buen trago de whisky y aporreó la mesa con los puños una, dos, tres veces. Respiró hondo. Entonces marcó y puso el teléfono en modo manos libres.

Ruido de roce de tela, crujidos, antes del debut de la Voz. Sin duda estaría en el estudio de la planta baja de su mansión. O en el sótano de una pensión para vagabundos. O en el granero de una granja, escondido entre las gallinas.

—¿Tienes los asuntos en orden? —le preguntó la Voz.

Hablaba lentamente, como si el megalodonte acabase de despertar en sus aguas gélidas. Control interpretó el tono de la Voz como un insulto y sintió aún más frialdad; la inquietud empezó a drenarse y en su lugar lo invadió un asco con tintes de tozudez.

Respiró hondo. Entonces, adelantándose a lo que la Voz pudiera decir, empezó a gritar una ristra de obscenidades a cual más vil, crispando la garganta, haciéndose daño. Después de una pausa sorpresiva, la Voz chilló:

—¡Ya basta! —Y musitó una frase larga, temblorosa y enrevesada.

Control perdió el hilo. Sonó la bocina. Control sacudió la cabeza, leyó lo que había escrito en la hoja naranja, marcó la primera línea y se arrancó con un nuevo arrebato de obscenidades e improperios.

—¡Ya basta!

De nuevo, con tozudez y persistencia, la Voz murmuró algo que esa vez le pareció breve, húmedo y entrecortado. Control flotó y flotó y se olvidó de todo. Sonó la bocina. Vio las palabras escritas en el papel naranja. Marcó la segunda línea. Improperios. Murmullos. Flotar. La bocina irrumpiendo como un terremoto. Control vio las palabras escritas en el papel naranja. Marcar. Repetir. Aclarar. Repetir. Quinta vez. Sexta vez. A la séptima, el guion cambió y le devolvió a la Voz todas las palabras glotales, suaves, húmedas y susurradas que había aprendido con la chuleta de la directora. Oyó que la Voz contenía la respiración, un chillido apagado: había dado en el blanco. A continuación, la Voz le catapultó torpemente una serie de palabras; débiles, inconexas, ininteligibles.

Tocado. Dudaba de que su conjuro hubiese tenido todo el efecto que deseaba, pero la cuestión era que ahora la Voz ya lo sabía y había pasado también por algo muy desagradable.

Sonó la bocina. Control vio las palabras escritas en el papel naranja. Había acabado. La Voz estaba acabada. Iban a necesitar otra persona para tratar con él, alguien que no fuese tan manipulador.

—Te voy a contar un chiste —dijo Control—: ¿qué diferencia hay entre un mago y un espía?

Y colgó.

El viernes por la noche, después de una vigorosa carrera, había revisado las grabaciones de seguridad de las llamadas de la Voz del miércoles y el jueves. Tenía sospechas, y no se fiaba de cómo parecía entrar y salir de las conversaciones ni de cómo la Voz parecía haberse infiltrado en su pensamiento. Con Chorizo en el regazo y las imágenes del teléfono conectadas al televisor, Control había visto a la Voz ejecutar órdenes hipnóticas; se había visto a sí mismo desconcentrado, con la cabeza relajada y los párpados pesados mientras la Voz, sin deshacerse de su disfraz gutural y metálico, le daba órdenes y sugerencias. Le decía que no se preocupase por Whitby, que se olvidara de esas preocupaciones, que las minimizara, porque «Whitby nunca ha tenido ninguna importancia». Pero más tarde retrocedió y expresó interés porque Control buscase la extraña habitación de Whitby. ¿Acaso había sentido la necesidad de ir hasta ese escondite porque le habían plantado la idea subliminalmente? Una referencia a Grace y la orden de volver a su despacho, seguida de cierta vacilación por lo arriesgado que era cuando la Voz se enteró de que había cambiado la cerradura. Exasperación respecto a las notas de la directora y lo mucho que estaba tardando en clasificarlas. El hecho de que el motivo principal fuese lo desorganizada que era la directora con el proceso le hizo preguntarse si esa era la razón del caos. ¿Era posible que la Voz le hubiese dicho que se hiciera llamar Control en la agencia? Intentó resistirse a pensar en cosas tan absurdas.

Mientras languidecía hipnotizado, la Voz tenía una agudeza y concentración que nunca antes le había notado, además de una perversidad despreocupada cuando le dijo que en la próxima llamada quería que le contase un chiste: «Uno bueno». Por lo que pudo ver, también le había servido de magnetófono, pues le había sacado conversaciones enteras, palabra por palabra, cosa que explicaba por qué el miércoles había tardado tanto en irse a casa a pesar de que la llamada le hubiese parecido corta.

Lo habían enviado de expedición a Southern Reach y, del mismo modo que a los expedicionarios del Área X, tampoco le habían contado la verdad. Tenía razón al pensar que la información le llegaba con excesivo retraso. ¿Qué más había hecho de lo que no se iba a enterar jamás?

Por eso se escribió un mensaje que no se le podía escapar en la hoja de color naranja:

CONTROL, LA VOZ TE ESTÁ SOMETIENDO A HIPNOSIS.

__Marca esta línea con una cruz y chilla improperios y obscenidades. Sigue en la siguiente línea.

__Marca esta línea con una cruz y chilla improperios y obscenidades. Sigue en la siguiente línea.

Aclarar, repetir, despertar con la bocina, caer. Hasta que al final llegó a la última línea: «Marca esta línea con una cruz y repite estas frases». Todas las frases que había encontrado en el escritorio de la directora. De hecho, las gritó.

¿También estás emocionado?… La posibilidad de una variación significativa… La paralización no es una opción convincente… Consolidación de la autoridad… El riesgo no tiene recompensa… Flotando y flotando, no como algo humano, sino como algo libre y flotante…

Sobrecargar el sistema igual que habían intentado hacer los científicos con los conejos blancos, aunque en vano. Abocar a la Voz al colapso.

Lo habían traicionado, y a partir de ese momento no habría ni un instante en que no estuviese vigilando por encima del hombro. Vio a la bióloga junto a la balsa, los dos mirando la caseta. Se vio llevándola de vuelta a Southern Reach al tiempo que la agencia los engullía. Su madre llevándolo de la mano hacia la casita de veraneo mientras el abuelo los esperaba con una enigmática sonrisa que convertía su rostro en un misterio.

La cura para sus descubrimientos, para no tener que pensar en ellos, fue una suerte de autoaniquilación, un viaje en el que marchó impertérrito del sábado por la tarde al domingo por la mañana a través del pequeño pero abultado vientre de Hedley, que según parecía había olvidado la existencia de Southern Reach. Recordaba una sala de billares —el chasquido de unas bolas contra otras, los golpes sordos, el consuelo de las troneras forradas de fieltro, la oscuridad, el olor a tiza y a tabaco. Darle a la bola blanca con la bola ocho para hacer una gracia, y una huella hecha con una mano manchada de tiza en los pantalones de una mujer. O como él mismo pensó más tarde, y a pesar de que ella misma se la había puesto ahí, una mano de más. Poco después se había retirado, aunque no tan interesado como creía en la banalidad de los primeros rayos de sol vistos a través de las ventanas de un motel barato, con la huella de un cuerpo en las sábanas y un condón usado en la papelera. Esas visiones eran para otros, al menos en aquel momento, porque a él le parecía demasiado trabajoso. Él seguiría en el mismo lugar. Seguiría oyendo al Lowry de los vídeos. Seguiría viendo a Grace, a cámara lenta nada menos, mientras le ofrecía el contenido de su caja de quejas. Su mente seguiría dando vueltas mientras se contraía y expandía, forcejeando con el Área X.

Fue a la última sesión de un cine venido a menos donde había chicles y manchas de refrescos en la moqueta. Estaba solo y, contra todo pronóstico, el cine había sobrevivido desde su adolescencia. Era una película horrorosa, el tipo de cinta de ciencia ficción en la que los agujeros de la trama casi parecían una interferencia alienígena venida de otra dimensión. Pero la tranquilidad y el ambiente fresco del lugar lo ayudaron a tranquilizarse. Hasta que llegó la hora de salir de allí e ir a trompicones hasta el siguiente bar; la ruta lo llevó a lo largo del paseo del río en un recorrido épico de bar en bar. ¿Era Cheney el que llamaba a la puerta para ver si estaba bien?

Se tomó tres chupitos de whisky en un lugar tan destartalado que ni siquiera tenía nombre. En una fiesta cerca del muelle en el que hacía una eternidad se había parado a mirar el río le dieron un trago de un whisky de destilación casera. Se dijo una y otra vez que la hipnosis no era para tanto, que no era gran cosa y que no significaba nada. Nada en absoluto. Demasiado importante. Demasiado poco. Pensó en llamar a su madre, pero no podía. Quiso llamar a su padre, pero era imposible.

Ya borracho, entró en un bar y se encontró frente a frente con un fantasma. A lo largo de la noche había vislumbrado sombras de fantasmas: en la curva de un labio que le suscitaba un recuerdo, un parpadeo, una mano apoyada un instante más de lo necesario sobre una mesa. Esos zapatos. Ese vestido. Pero cuando uno se encuentra con un fantasma de verdad —con El Fantasma—, es como recibir un impacto…, te quedas sin aliento. No es que se te acabe, porque no te quedas sin volver a respirar, el aliento no se ha extinguido. La respiración sigue ahí, en tu interior, atrapada y sin servirte de nada. Te toma el pulso solo para musitar nefastas predicciones de futuro. Así que cuando vuelves al presente, al principio dudas de dónde estás. Porque El Fantasma había atrapado a Control a medio camino entre la persona que solía ser y en la que se había convertido. Y aun así no se trataba de nada más que un espectro: una chica que había conocido en el instituto. Intensamente. Por primera vez. Con suficiente intimidad como para que Control sintiera que hasta cierto punto estaba faltándole al respeto a la bióloga, que la superposición del fantasma estaba afectando la impresión que tenía de Pájaro Fantasma. Aunque la mera idea era ridícula. Y todo eso lo alejaba cada vez más de Southern Reach.

Intentando escapar de los residuos de esa idea y en otro momento de su aventura de tiovivo —borracho como una cuba y mareado— se había encaramado a un taburete giratorio de un bar de motoristas, justo al lado de la subdirectora. El ambiente del local a las dos de la mañana era estentóreo y maleducado, y olía tanto a meados que parecía que un montón de gatos lo hubiesen marcado para reclamarlo. Control le ofreció una sonrisa húmeda y torcida, que acompañó de un gesto enfático de la cabeza. Ella respondió con una mirada absolutamente neutra.

—El informe está en blanco. No tenemos información sobre ella. —¿Sobre quién? ¿De quién estaba hablando?—. Si pudieras condenarme a tu infierno particular, estaría trabajando en la vieja S. R. de todas formas. Durante toda la vida. ¿Verdad? —le dijo Control.

A media frase se dio cuenta de que no podía ser Grace y de que era posible que las palabras no estuvieran saliendo de su boca.

La mujer lo puso nervioso con la franqueza de su mirada impasible.

—No hace falta que me mires así —añadió.

Intuyó que esa vez sí estaba hablando en voz alta.

—¿Cómo? —preguntó ella volviendo la cabeza ligeramente hacia un lado—. ¿Como si en mi bar hubiese un hombre borracho como una puta cuba? Que te follen.

Tras esa sugerencia echó el cuerpo hacia atrás e intentó ver la situación con más claridad, como si mirase a través de unas lentes distorsionadoras. Tenía un peso en el pecho; en la oscuridad y la luz. Creía ser más inteligente. Pensaba que ella estaba enfangada en una manera de pensar anticuada, pero al parecer las nuevas formas tampoco servían de nada. Era hora de tomar otro trago, en otro lugar. Sumirse en el olvido. Y después reagrupar las tropas.

No se achicó ante la mirada dudosa de la mujer mientras esta se alejaba con una sonrisa torcida en la boca. Estaba progresando. Ella se alejaba, empujada por la ráfaga de viento que entró en el bar al abrir la puerta y por la mirada sentenciosa de las farolas de la calle.

Control se frotó la cara y le disgustó la sensación de la barba de dos días. Intentó despertar del aletargamiento, quitarse la acidez de la boca, el dolor de las articulaciones. Estaba convencido de que en un momento dado la Voz le había dicho: «¿Tienes algo en el rabillo del ojo que no consigues sacarte? Yo te puedo ayudar con eso». Era una tarea fácil cuando eras tú quien lo había puesto.

Era muy probable que la mujer del uniforme fuese drogadicta, además de no tener casa propia o de vivir de okupa. Solamente se usaban aficionados en las misiones de vigilancia cuando el objetivo era «de la familia», cuando se quería aprovechar al máximo el paisaje natural —el terroir—, o cuando tu facción estaba sin blanca o era incompetente. Se le pasó por la cabeza que si ella no parecía haberse fijado en él, era porque le pagaban por fingir no haberse fijado.

El skater del perro había reclamado la esquina como territorio conquistado y lo estaba compartiendo con el gordo borracho. Ellos dos tenían alguna cualidad que los hacía parecer más naturales, tal vez porque su teatralidad —el hecho de desmenuzar un montón de comida de perro en la acera— no acababa de ajustarse a la idea de no llamar la atención. El otro skater se había marchado y vuelto a aparecer varias veces, pero Control no le había visto pasar a los otros dos ni drogas ni dinero ni comida. Puede que simplemente estuviera de visita en los barrios bajos o reconociendo la zona para algún timo de mayor escala. También podía estar vigilando para Madre: parte del cuadro, pero sin serlo. O tal vez no estuviera ocurriendo nada y fuesen simplemente tres personas que se conocían, se ayudaban mutuamente y no habían tenido suerte en la vida.

El problema de pasar demasiado tiempo en el mismo lugar es que, mientras vigilas a los demás, empiezas a tener la sensación de que alguien te vigila a ti. Así que cuando sonó el teléfono no se sobresaltó. Era la llamada que llevaba tiempo esperando.

—Tengo entendido que te has portado mal —saltó ella.

—Hola, madre, ¿cómo estás?

—Debes de encontrarte fatal. Tienes voz de estar fatal.

—Estoy bien. En plenas facultades.

—Entonces ¿por qué parece que has perdido la cabeza?

Ella le hablaba en el tono rápido, enérgico y profesional que utilizaba para ocultar que algo le afectaba emocionalmente. La sensación de que ella se comportaba con él igual que con cualquier otro de sus agentes.

—He tirado el teléfono a la basura, madre. Así que ni se te ocurra recuperar a la Voz.

Si ella hubiese llamado el día anterior, él ya le estaría gritando.

—Podemos conseguirte otro contacto.

—Una pregunta rápida, mamá.

Ella odiaba «mamá» tanto como «mami» y apenas toleraba «madre». Prefería la seriedad de Severance por mucho que se tratase de su querido hijo único. Al menos que él supiese.

—Si tuvieras que enviar a alguien a un lugar peligroso a cumplir una misión, por ejemplo a Southern Reach, ¿cómo te las arreglarías para mantener a esa persona tranquila y centrada? ¿Qué clase de recursos utilizarías?

—Pues la verdad es que utilizaría lo habitual, John. Aunque debo decir que no me gusta el tono con el que me estás hablando.

—¿Lo habitual? Como por ejemplo hipnosis, quizá. Reforzada por un condicionamiento anterior llevado a cabo en la Central.

Hablaba en voz baja a pesar de morirse de ganas de emprenderla a gritos. Le gustaba la barra de la cafetería y no quería que lo obligasen a marcharse.

Una pausa.

—Sí, podría recurrir a todo eso. Pero solo con reglas y garantías muy estrictas. Y solo teniendo en cuenta los intereses del sujeto.

—Tal vez al sujeto le hubiese gustado poder elegir. El sujeto quizá hubiese preferido no ser un dron.

Al sujeto seguramente le hubiera gustado saber que sus esperanzas, deseos e impulsos eran propios y no prestados.

—Puede que el sujeto no tuviera la suficiente perspectiva o suficientes datos como para ser partícipe de esa decisión. Podría necesitar una inoculación, una vacuna.

—¿Contra qué?

—Contra una serie de cosas. Aunque si hubiera señales de que estaba ocurriendo algo serio, te hubiésemos sacado de allí y habríamos enviado a un equipo.

—¿Como qué? ¿Qué se podría clasificar como «serio»?

—Cualquier cosa que pudiera pasar.

Exasperantemente opaca, como de costumbre. Impidiéndole tomar sus propias decisiones, como de costumbre. Control encarnaba tanto su propia irritación como la de su padre y los espectros de tantas discusiones durante la cena o en el salón. Al final decidió continuar la conversación en la calle y se plantó a la entrada del callejón que había justo a la izquierda de la cafetería. Apenas había transeúntes; la mayoría de la gente debía de estar en misa o comprando drogas.

—Jack solía decir que no darle a un agente toda la información que necesita es tan útil como cortarse una pierna —dijo—. En cualquier caso, la operación se va a la mierda.

—Pero tu operación no se ha ido a la mierda, John —dijo ella con cierta intensidad—. Sigues allí, sigues en contacto con nosotros. Conmigo. No vamos a ninguna parte.

—Sí, eso está bien; solo que me da la sensación de que cuando hablas de nosotros no te refieres a la Central. Creo que hablas de alguna facción dentro de la Central, una que no es efectiva. La Voz me ha causado muchos problemas por intentar eliminar a la subdirectora. Una semana más y seré el administrativo de Grace.

¿O acaso lo que buscaban era hacer que Grace perdiera tiempo y se concentrara en otras cosas?

—No hay facciones; solo la Central. John, la Voz está sometida a mucho estrés. Y ahora más aún. A todos nos pasa lo mismo.

—No me jodas con que no hay facciones.

Estaba encarnando a Jack, que era más tenaz: «No me jodas con que no», «Con que no hay ninguna, ¿no?», «Y una mierda, que no».

—John, aunque no te lo creas, te he hecho un favor al meterte en Southern Reach.

Todo el mundo había olvidado la definición de «favor». Primero Whitby, luego Grace y por último su madre. No se fiaba de sí mismo, así que no respondió.

—Muchos matarían por ese puesto —dijo ella.

Tampoco tenía nada que decir a eso. Mientras hablaban, la mujer del uniforme había desaparecido y la fachada de la licorería estaba desierta. Tiempo atrás, el local era unos grandes almacenes. Mucho antes de que se construyera Hedley, en la zona hubo un asentamiento indígena situado a lo largo del río —algo de lo que le había hablado su padre— y los restos de ese asentamiento también estaban bajo la tienda.

Allí abajo también había un laberinto de piedra caliza en cuyo seno se escondía el acuífero, estrechas cuevas, cangrejos de río albinos y peces luminiscentes de agua dulce. Rodeados de los restos machacados de tantas criaturas, seres convertidos en arcilla, aplastados por los cimientos de los edificios. ¿Es así como la bióloga entendería la calle, era eso lo que vería ella? Tal vez también viese uno de los posibles futuros de aquel entorno: la licorería en ruinas, cediendo bajo el peso de las enredaderas y el efecto de la meteorología, pareciéndose cada vez más a las colinas hundidas y recubiertas de musgo que rodeaban el Área X. Una pérdida que no iba a lamentar. ¿O sí?

—John, ¿estás ahí?

¿Dónde, si no?

Hacía mucho tiempo que Control sospechaba que su madre había acogido a otra persona bajo su protección; le parecía inevitable. Una persona esculpida, entrenada y preparada para corregir el tipo de errores que él cometería. La idea le venía a la cabeza siempre que se sentía particularmente vulnerable o inseguro, aunque en ocasiones era un simple ejercicio mental que le resultaba útil. Intentó imaginar a un protegido de aspecto impecable llegando a Southern Reach y haciéndose con su puesto al mando de todo. ¿Qué cosas hubiese hecho esa persona de forma diferente? ¿Qué haría en aquel preciso instante?

Mientras tanto, su madre continuaba hablando, haciendo avanzar la conversación con lo que a él le pareció una mentira.

—En realidad llamo más que nada para que me pongas al día, para ver si crees que estás progresando.

Su madre intentaba convertir el silencio de Control en una disculpa. Ligero énfasis en «progresando».

—Sabes perfectamente cómo están las cosas.

Estaba seguro de que la Voz ya le había contado todo lo que sabía hasta el momento en que Control le hizo descarrilar.

—Cierto, pero no desde tu punto de vista.

—¿Mi punto de vista? Mi punto de vista es que me has lanzado a un pozo de serpientes maniatado y con los ojos vendados.

—Esa imagen que me pintas es un poco dramática, ¿no te parece?

—No tanto como lo que me hicisteis en la Central. Me faltan horas, puede que hasta un día entero.

—No mucho —dijo ella con un tono desabrido que le indicó que ya estaba harta del tema—. No te hicimos mucho. Te preparamos, te reforzamos la determinación, nada más. Hicimos que vieses algunas cosas con mayor claridad y otras con menos.

—Como plantarme recuerdos falsos o…

—No. Si te hubiésemos hecho algo por el estilo, te hubieses convertido en un modelo tan caro que aquí nadie se podría permitir tenerte en plantilla. Ni enviarte a Southern Reach.

Porque cualquiera mataría por ese puesto.

—¿Me estás mintiendo?

—Más te vale creer que no —dijo ella con repentina vitalidad—, porque soy todo lo que te queda, gracias a tus propios actos. Además, nunca podrás estar completamente seguro de eso. Siempre has sido el tipo de persona que se dedica a analizarlo todo, incluso cuando no hay nada que analizar. Así que fíate de lo que te dice tu pobre y sufridora madre.

—Te estoy viendo, madre. Veo tu reflejo en el cristal. Estás a la vuelta de la esquina, vigilándome, ¿verdad? No solo has traído a tus representantes, sino que has venido en persona.

—Sí, John. Por eso se oye ese eco metálico. Por eso parece que no te estás enterando de nada de lo que te digo: porque me estás oyendo dos veces. Al parecer me estoy interrumpiendo a mí misma.

Sintió que lo atravesaba una especie de onda. Sintió que se alargaba y estiraba, y tenía la garganta seca.

—¿Puedo confiar en ti? —preguntó él, harto del toma y daca.

Ella debió de detectar un tono de sinceridad y apertura que la conmovió, pues abandonó la actitud distante y dijo:

—Por supuesto que puedes, John. No puedes fiarte de cómo voy a llegar a un lugar concreto, pero sí de que sé adónde quiero llegar. Siempre sé adónde voy.

Eso no lo ayudaba en absoluto.

—¿Quieres que me fíe de ti? Entonces, madre, dime la verdad. Dime quién era la Voz.

Si ella le negaba eso, el impulso de desaparecer en los bajos fondos de Hedley, de difuminarse en el paisaje y no regresar podía volver. Podía hacerse demasiado potente como para reprimirlo.

Ella vaciló, y su vacilación lo asustó. Le pareció muy real.

Y entonces:

—Lowry. Te lo juro por Dios, John. Lowry era la Voz.

Así pues, no le había hablado desde una distancia de treinta años, sino que le había estado respirando directamente al oído.

—Hijo de puta.

Desterrado y aun así presente a través de los vídeos que seguirían grabados en su memoria para siempre. Rondándolo como un fantasma.

Lowry.

«Ve a mirar si se me ha caído alguna moneda detrás de los asientos, John». El abuelo Jack observándolo mientras él sujetaba el arma en las manos.

De pronto se oyó un golpeteo en el cristal. Era su madre, que se había agachado para mirar por la ventanilla. Incluso a través de la capa de condensación del vidrio, Control se dio cuenta del momento en que le descubrió la pistola en el regazo. La puerta se abrió de golpe, la pistola desapareció de repente y Jack, al otro lado, recibió una buena bronca: la madre alzándose sobre él y él sentado en la acera, delante del coche. Control se arriesgó a bajar un poco la ventanilla trasera izquierda y después se inclinó hacia delante para poder observarlos mejor a través del parabrisas. Ella hablaba con el abuelo en voz baja, de pie frente a él con los brazos cruzados y mirando al frente, como si lo tuviera a la altura de los ojos. Control no sabía dónde estaba la pistola.

La presencia de su madre era amenazadora, mucho más de lo que le había parecido jamás. Hablaba en voz baja, y de hecho él no oía prácticamente nada de lo que decía, pero el tono y la rapidez con los que se expresaba eran como un cuchillo afilado de carnicero cortando carne cruda sin el menor esfuerzo. Su abuelo hizo un gesto peculiar con la cabeza que pretendía ser una afirmación pero más bien daba la sensación de que alguien lo estuviera echando hacia atrás o de que ella le hubiese dado un empujón.

Su madre dejó caer los brazos y bajó la vista para mirar al abuelo. Control oyó que decía:

—¡Así no! No de este modo. No puedes obligarlo.

Por algún motivo, se preguntó si ella hablaba de la pistola o del plan secreto del abuelo para llevarlo al desfile de ropa interior.

Entonces ella fue a buscarlo al coche, y el abuelo se subió al vehículo y se marchó conduciendo lentamente. Cuando entraron en la casa, Control sintió verdadero alivio: no tenía que ir al desfile y quizá más tarde se presentara la ocasión de ir a casa de la vecina.

Su madre solamente mencionó el incidente una vez, cuando ya estaban dentro. Se quitaron las chaquetas y fueron al salón; ella sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Con su melena ondulada y voluminosa, su constitución esbelta y la blusa blanca, fular rojo, pantalones negros de raya perfecta y zapatos de tacón parecía una modelo de revista fumando. Una modelo nerviosa. Control acababa de vivir otra cosa que desconocía de su madre, aparte de que era capaz de pelear como una fiera por su hijo: no sabía que fumara.

Solo que ella volvió aquel asunto contra él, como si fuera culpa suya.

—¿En qué estabas pensando, John? ¿Cómo se te ocurre?

Pero no pensaba en nada. Había visto a su abuelo guiñarle el ojo cuando le habló del desfile y le había gustado darse cuenta de que aquel hombre, que podía ser tan serio y propenso al reproche, le estaba confiando algo: algo que debía de mantener en secreto delante de su madre.

—Nunca toques una pistola, John —dijo ella, dando vueltas por el salón—. Y no hagas todas las tonterías que tu abuelo te dice que hagas.

Más tarde decidió cumplir el segundo mandamiento y pasar por alto el primero; ni siquiera pensaba que su madre estuviera hablando en serio. Llegó incluso a llamar a varias de sus pistolas Abuelo o Abu. Utilizaba armas, pero no le gustaban y no se sentía cómodo teniendo que depender de ellas. Olían a su punto de vista.

Control nunca le habló a su padre de aquel incidente por miedo a que lo utilizase en contra de su madre. Tampoco reconoció hasta más adelante que todo el viaje giraba en torno a la pistola o el hecho de encontrarla. Que tal vez había evolucionado hacia una especie de prueba.

Sentado en la cafetería después de que su madre colgase, se le coló una idea en la cabeza: quizá el enfado de su madre por la pistola era una pantomima, un terroir en el que Jack y Jackie eran cómplices, actores de una escena que, a tan tierna edad, ya estaba destinada a influenciar o corregir el curso de su vida. A iniciarlo en el imperio familiar.

No estaba seguro de seguir distinguiendo entre lo que se suponía que debía averiguar y lo que había descubierto él mismo por su cuenta. Una torre podía convertirse en un pozo. Interrogar a una bióloga, en una trampa. Un expedicionario podía regresar treinta años más tarde como una voz que le susurraba extrañas zalamerías al oído.

Cuando llegó a casa el domingo por la noche comprobó la grabación de la conversación mantenida con su madre y sintió un profundo alivio al ver que no había lagunas ni pruebas de que ella también lo estuviera engañando.

Estaba convencido de que en la Central imperaba la desorganización y de que a él lo había manejado una facción mediante hipnosis. No le cabía duda de que el techo se estaba derrumbando sobre el sótano clandestino y el megalodonte se estaba poniendo nervioso viendo cómo el cristal del tanque se resquebrajaba. Grace había manchado de sangre al megalodonte. Al hombre. Y a continuación Control le había asestado el golpe final.

—Lowry era el único que tenía suficientes conocimientos sobre Southern Reach y el Área X para sernos útil —le había dicho su madre.

Pero sus palabras destilaban miedo y estuvo un buen rato hablando sobre Lowry mientras Control tenía la misma sensación que si una figura histórica hubiese salido de un cuadro y se le hubiese presentado. Un personaje histórico acabado, errático y más tarde rehabilitado, que afirmaba recordar muy poco más que no hubiesen captado las imágenes de vídeo. Alguien que se las había apañado para conseguir un ascenso concedido gracias a la lástima y los remordimientos o cualquier otra razón que no eran los méritos.

—Lowry es un gilipollas —había dicho él para que ella cambiase de tema.

Haber sobrevivido y que te colgasen la etiqueta de héroe no significaba que además de eso no pudieras ser un gilipollas. Debía de estar desesperada o no tener otra alternativa. Al hilo de eso, hubo algo que le llamó la atención; susurros que de pronto recordaba y podían venir de Lowry: sobre instalaciones secretas y detalles relacionados con la hipnosis y el trabajo de condicionamiento, pero mucho más horribles.

—Sabía que habría cosas que le dirías a él que no me contarías a mí. Sabíamos que seguramente sería mejor que no estuvieras al tanto de… algunas de las cosas que necesitábamos que hicieses.

La ira que sentía batallaba con la satisfacción de haberlos descubierto, de haber despejado al menos una variable. La necesidad de saber más, compensada por el hecho de sentirse ya abrumado, al tiempo que procuraba no hacer caso de un nuevo e inquietante dato: que el poder de su madre tenía límites.

—¿Me estás escondiendo algo?

—No —contestó ella—. No. La misión sigue siendo la misma: céntrate en la bióloga y en la directora desaparecida. Rebusca en las notas. Estabiliza Southern Reach. Averigua todo lo que ha estado ocurriendo que no sepamos ya.

¿Era esa la misión desde el principio? ¿Esa atención tan focalizada y fragmentada? Quizá fuera la misión de la Voz y ahora la suya, supuso. Escogió creer en la mentira de que podía confiar en todo lo que le había dicho y pensó que quizá lo peor ya hubiese pasado. Se había liberado de las cadenas; había soportado todo lo que Grace le había echado encima. Había visto los vídeos.

Control fue a la cocina, se sirvió un whisky —el único del día— y se lo bebió de un trago motivado por la fantasía de que le ayudaría a dormir. Al dejar el vaso vacío sobre la encimera se dio cuenta de que el teléfono de la directora estaba junto al fijo. Dentro de la funda parecía un enorme escarabajo negro.

Tuvo una premonición que llegó acompañada del recuerdo del ruido de patitas que había oído unos días antes y provenía del tejado de la casa. Cogió un trapo, envolvió el móvil, abrió la puerta de atrás con Chori pegado a los talones y lo lanzó a la penumbra del jardín. El teléfono chocó contra un árbol y desapareció en la oscuridad, entre las hierbas altas que bordeaban la parcela. Vete a tomar por el culo, teléfono. No vuelvas. Podía irse con el de Lowry / la Voz al cielo de los móviles: prefería sentirse paranoico o como un idiota que estar en peligro. Al ver que Chori-Choricito se negaba a ir tras el teléfono y prefería quedarse en casa se sintió reivindicado. Buena elección.