Cheney estuvo merodeando preocupado al otro lado de la puerta del baño. Susurraba: «¿Estás bien, tío?», como si fueran amigos del alma. Pero en algún momento se marchó, y poco después a Control le sonó el móvil, justo cuando conseguía sentarse en la taza del váter. Sacó el teléfono del bolsillo: la Voz. El baño le pareció el lugar perfecto para responder a la llamada. La porcelana fría después de haberse encerrado de un portazo le resultó un alivio; como las pequeñas baldosas azules del suelo. Hasta el vago olorcillo a pis. Todo. Absolutamente todo.
¿Por qué no había espejos en el servicio de caballeros?
—La próxima vez, contesta cuando te llame —le advirtió la Voz.
Insinuando que era un hombre o mujer sin tiempo que perder. Justo entonces vio la luz intermitente del teléfono que indicaba que tenía un mensaje.
—Estaba en una reunión.
«Estaba viendo la cinta de vídeo. Estaba hablando con la bióloga. Estaba recibiendo una paliza de la subdirectora, por tu culpa».
—¿Tienes los asuntos en orden? —preguntó la Voz—. ¿Están en orden?
Dos mil conejos conducidos hacia una puerta invisible. Una planta que se resistía a morir. Imágenes de vídeo imposibles. Más teorías que días. ¿Que si tenía los asuntos en orden? La Voz tenía una forma rara de expresarlo, como si hablaran en código pero Control no tuviese las claves. Aun así, y a pesar de ir en contra de su intuición, le hizo sentir más seguro.
—¿Estás ahí? —preguntó la Voz con brusquedad.
—Sí, sí, están en orden.
—¿Qué tienes para mí?
Control hizo un breve resumen. La Voz reflexionó unos instantes y le preguntó:
—Entonces ¿tienes ya una respuesta?
—¿A qué?
—Al misterio del Área X.
La Voz soltó una carcajada extrañamente metálica. «Uah jah jah».
Ya había escuchado suficiente.
—No sigas intentando aislar a Grace de sus contactos en la Central. No lo has conseguido, y me estás poniendo las cosas aún más difíciles —dijo Control.
Se acordó del cuidado con el que ella preparaba los vídeos de la primera expedición; a la hora de comer estaba demasiado extenuado para procesarlo. Hermanada con la repugnancia que sentía por las tácticas extremas y claramente inadecuadas que la Voz estaba empleando, le invadió la repentina convicción, por irracional que fuese, de que de la Voz era la responsable de su introducción en Southern Reach. Si al final la Voz era su madre, entonces al menos en eso no se habría equivocado.
—Escucha, John —gruñó la Voz—. Yo no dependo de ti: tú dependes de mí, que no se te olvide.
Pretendía decirlo con convicción, pero no le salió bien.
—Abandona —repitió Control—. Me estás perjudicando. Ella está al tanto de lo que intentas, así que déjalo ya.
—Una vez más, Control: yo no dependo de ti. No me digas qué debo hacer. Me pediste que lo arreglara y estoy en ello.
El teléfono se acopló y Control se lo apartó del oído.
—Ya sabes que esta mañana he visto el vídeo de la primera expedición —dijo—. Me ha trastocado.
Era una especie de disculpa desganada. Eso se lo había enseñado su abuelo: redirigir mientras aparentas ocuparte del agravio de la otra parte. A él se lo habían hecho suficientes veces en el pasado.
Pero por algún motivo eso hizo que la Voz montara en cólera.
—¿Te parece que ver un vídeo de mierda es excusa suficiente para no hacer tu puto trabajo? No te mires tanto al espejo, pedazo de gilipollas, y la próxima vez ten preparado un informe de verdad. Entonces quizá esté más dispuesto a hacer lo que me pidas y como me lo pidas. ¿Lo has pillado, carapolla?
Pronunció los insultos de forma peculiar y vacilante, como si estuviese jugando a completar una frase en la que las únicas palabras existentes eran «mierda», «puto», «gilipollas» y «carapolla». Pero a Control no le pasó por alto que la persona detrás de la Voz era auténticamente imbécil. Ya había tenido jefes estúpidos. A menos, claro, que la Voz estuviera haciendo un descanso y se tratase de un sustituto o sustituta intentando improvisar algo. Furioso nivel megalodonte. Megalodonte no está contento. Megalodonte tiene rabieta.
Así que se rindió e hizo algún ruido que pareciese conciliatorio. Después se extendió más en el relato de cuál era la situación; no como el cuento lastimero, titubeante y anonadado que de verdad era, sino como un viaje analítico y lleno de matices que únicamente se podía interpretar a modo de historia con un inicio y un nudo que se estaba desenredando hacia un desenlace satisfactorio.
—¡Ya basta! —gritó la Voz en un momento dado.
Más tarde:
—Eso está mejor —dijo.
Control no supo distinguir si el chirriante tono de la Voz, que solo podía describir como el resultado de frotar dos ralladores de queso, se había vuelto menos severo o no.
—De momento, sigue recopilando datos y continúa interrogando a la bióloga; presiónala más.
Ya lo había hecho y no había conseguido nada satisfactorio. Sacar a la luz información útil solía ser un proceso largo, era cuestión de escuchar atentamente para detectar el lapso momentáneo de lo que no tenía relevancia.
Después de otra pausa, la Voz dijo:
—Tengo la información que me pediste.
—¿Qué información?
¿La planta, el ratón o…?
—Confirmo que la directora cruzó la frontera.
Control irguió la espalda. Había alguien llamando con timidez a la puerta, pero iba a tener que esperar.
—¿Cuándo? ¿Justo antes de la undécima expedición?
—Sí. Sin autorización alguna ni el conocimiento de nadie.
—Y no le pasó nada.
—¿A qué te refieres?
—A que no la despidieron.
Una pausa.
—No cabe duda de que deberían haberla cesado. Pero no, le concedieron un período de prueba y la subdirectora ocupó su puesto durante seis meses.
Impaciente, como si no importase.
¿Qué se suponía que debía hacer con esa información? Esa pregunta seguramente se la podría contestar su madre. Porque estaba seguro de que había alguien a un nivel más alto que sabía que la directora iba a cruzar la frontera; y cuando regresó alguien la protegió.
—¿Sabes cuánto tiempo estuvo allí? ¿Hay algún informe sobre lo que encontró?
—Tres semanas. No hay informe.
¡Tres semanas!
—Alguien debió de haberse reunido con ella después para que diese el parte. Debe de haber constancia de esa reunión.
Una pausa mucho más larga. Se preguntó si la Voz estaba consultando con otra Voz o Voces.
Al final, la Voz se dio por vencida.
—Hay un informe. Haré que te lo envíen.
—¿Sabías que la directora opinaba que la frontera estaba avanzando? —preguntó Control.
—Conozco la teoría. Pero no es de tu incumbencia.
¡Cómo que no era de su incumbencia! ¿Cómo era posible que alguien pasara de llamarlo carapolla a decirle semejante frase? «No es de tu incumbencia». Control concluyó que o bien actuar no era el punto fuerte de la Voz o bien tenía un guion muy malo o lo hacía adrede.
Al final de la conversación y sin razón aparente, Control contó un chiste.
—¿Qué es marrón y está lleno de avellanas?
—Ya me lo sé —respondió la Voz—: un bombón de praliné.
—Un zurullo de ardilla.
Clic.
«Ve a mirar si se me ha caído alguna moneda detrás de los asientos, John». Control, de vuelta en su despacho, agotado y sorprendido por extraños recuerdos que le venían de pronto a la cabeza. Un compañero de trabajo que tuvo en el puesto anterior, que se acercó a él tras una presentación y le dijo con tono acusatorio: «Me has contradicho». No: he dicho que no estaba de acuerdo contigo. Una chica de la universidad, morena, de rostro amplio y hermosos ojos marrones que le hacían suspirar y de quien se había enamorado en Fundamentos Matemáticos; cuando le entregó un poema, ella le dijo: «Sí, pero ¿bailas?». No: escribo poesía. Voy a ser espía. Uno de sus profesores de Ciencias Políticas les hacía escribir poemas para «estimularlos». Sin embargo, él pasaba la mayor parte del tiempo estudiando, yendo al campo de tiro, haciendo ejercicio y asistiendo a fiestas para practicar de cara a toda una vida de relaciones cortas.
«Ve a mirar si se me ha caído alguna moneda detrás de los asientos, John», le dijo el abuelo Jack. Control tenía doce años y estaba de visita en casa de su madre, en el norte, y por una vez el viaje no implicaba ir a la cabaña ni a pescar. Todavía estaban buscando un equilibrio; el divorcio aún estaba en trámite.
Una tarde de un fin de semana gélido, Jack llegó en lo que él llamaba un «deportivo familiar». Lo había sacado de su hibernación porque había ideado un plan secreto para llevar a Control a un pase de modelos de ropa interior en unos grandes almacenes. Control solamente tenía una idea muy vaga de qué significaba eso, pero le sonaba a que iba a pasar vergüenza. Pero el motivo principal por el que no quería ir era que la hija de la vecina tenía su misma edad y estaba colado por ella desde el verano. Pero decirle que no al abuelo era difícil. Sobre todo cuando nunca lo llevaba a ninguna parte sin que los acompañara su madre.
Así que Control buscó monedas en los asientos mientras su abuelo ponía en marcha el deportivo de color azul chillón parado desde hacía dos horas en el frío mientras su madre y él hablaban dentro de casa. Pero también parecía que el abuelo estuviese familiarizándose con su funcionamiento: la calefacción estaba a tope y Control sudaba bajo el abrigo. Rebuscaba en los asientos con ansia, preguntándose si su abuelo habría metido dinero a posta. Con lo que encontrase, le podría comprar un helado a la vecina. Aún estaba en modo verano.
No había dinero; solo pelusa, clips, un par de pedazos de papel y algo frío, suave y pegajoso con la forma de un diminuto cerebro y que le obligó a retirar la mano: un chicle viejo. Decepcionado, amplió la búsqueda desde el largo asiento trasero a la caverna que había debajo del asiento del copiloto. Estiró el brazo con torpeza para poder doblar la mano y hurgar, y topó con algo grande y blando sujeto con cinta adhesiva. No, no era blando, sino que estaba envuelto en un trapo. Le costó un poco despegarlo, pero al final aquel objeto pesado cayó al suelo del coche con un ruido sordo. Olía a aceite y metal. Lo cogió, lo desenvolvió y se recostó en el asiento sintiendo el desagradable frío en las manos. De pronto se dio cuenta de que su abuelo lo estaba mirando.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó el viejo—. ¿De dónde lo has sacado?
En ese momento le parecieron preguntas estúpidas, pero más tarde pensó que todo había sido un auténtico teatro. La expectación en el rostro del abuelo Jack cuando se volvió para mirarlo fijamente, con una mano en el volante.
—Una pistola —había dicho Control, aunque eso el abuelo ya lo sabía.
Más tarde recordaba sobre todo su oscuridad, la oscuridad de su forma y la quietud que parecía acompañarla.
—Parece un Colt 45. Pesa, ¿no?
Control asintió con un poco de miedo. La calefacción le estaba haciendo sudar. Ya había encontrado el revólver, pero su abuelo tenía cara de estar esperando a que desenvolviese un regalo y lo sujetase en alto. Y él era demasiado pequeño para percatarse del peligro. Pero se había equivocado desde el principio: no debería haber entrado en el coche.
¿Qué clase de psicópata le daría una pistola a un crío, aunque esté descargada? Eso era lo que le venía a la mente en ese momento. Tal vez el tipo de psicópata a quien no le importaría renunciar temporalmente a la jubilación y a su cabaña alejada del mundo para volver a trabajar para la Central y hacer de la Voz, ser el contacto de su propio nieto.
Media tarde. Inténtalo. Inténtalo otra vez.
Control y la bióloga codo con codo, apoyados en la robusta valla de madera que los separaba de la balsa. Tenían el edificio de Southern Reach a la espalda y un camino de gravilla surcaba el césped como un río negro. A solas los dos…, con los tres guardias de seguridad que la habían llevado hasta allí. Se habían colocado a una distancia de unos diez metros y en ángulos que controlaban todas las posibles rutas de escape.
—¿Creen que me voy a escapar? —preguntó Pájaro Fantasma.
—No —respondió Control.
Si se escapaba, Control los culparía a ellos.
La balsa era larga y más o menos rectangular. Dentro del perímetro de la valla, en la otra orilla, había una caseta medio podrida, en el lado más cercano al pantano. Junto a esta, un pino esquelético medio estrangulado por ristras de luces de Navidad oxidadas. El agua estaba cubierta de lentejas de agua, hortensias y nenúfares. Las libélulas patrullaban incansables sobre el agua gris y negra. Las ranas anunciaban la lluvia de forma tan estridente que eclipsaban a los grillos; de la franja de hierba y arbustos que había al otro lado de la balsa venía el parloteo y el trajín de los chochines y las currucas.
Una solitaria garza azulada descansaba en mitad de la balsa, solemne y en silencio. Se estaban formando nubes grises cada vez más grandes y en aquella luz cada vez más tenue, las plumas del ave tenían un color apagado.
—¿Tengo que darte las gracias por esto? —preguntó Pájaro Fantasma.
Estaban apoyados en la valla. Ella tenía el brazo izquierdo demasiado cerca del suyo y Control se alejó un poquito.
—No le des las gracias a nadie por lo que deberías tener —contestó él.
Ella respondió girando la cabeza ligeramente: una ceja enarcada, un ojo pensativo, una mueca indefinida. Era algo que había dicho su abuelo paterno cuando todavía vendía pinzas de tender la ropa por las casas.
—Yo no he echado a las cigüeñas —añadió, porque en realidad no le gustaba haber dicho lo anterior.
—Los mapaches son sus peores depredadores —dijo ella—. ¿Sabes que son anteriores a la última glaciación? Más hacia el sur forman colonias, pero en esta región están en peligro de extinción y son más solitarias.
Control lo había consultado; las cigüeñas ya deberían estar allí, si es que iban a volver. Solían ser criaturas de costumbres.
—Solo te puedo conceder treinta o cuarenta minutos.
Dejarla salir le parecía una indulgencia terrible, incluso un peligro, aunque no sabía para quién. Sin embargo, también tenía claro que no podía dejar las cosas tal y como habían quedado por la mañana.
—Me da rabia cuando cortan el césped e intentan sacar las lentejas del agua —dijo ella sin escucharlo.
Él no estaba seguro de qué contestar a eso. No era más que una balsa como otras mil iguales. No estaba concebida para ser un hábitat. Pero, pensándolo bien, a ella la habían encontrado en un solar.
—Mira, aún hay algunos renacuajos —dijo ella, señalando.
Tenía una expresión en la cara de algo que se aproximaba a la satisfacción.
Él empezaba a comprender que mantenerla siempre bajo techo era cruel. Quizá estando allí fuera una conversación entre ellos no le parecería un interrogatorio.
—Se está bien, aquí fuera —dijo él, simplemente por hablar.
Pero era cierto. Estar en el exterior le estaba resultando mucho mejor de lo que creía. Tenía la intención de hacerle algunas preguntas, pero el potente olor a lluvia y las oscuras cortinas de agua que se veían cada vez más cerca le habían hecho abandonar dicho impulso.
«Pregúntale por la directora», había dicho la Voz. «Pregúntale si la directora mencionó que ya había estado al otro lado de la frontera». Apartó la idea de su cabeza. Eres un holograma. Eres una construcción. Voy a tirar carnada por la borda hasta que la sangre te enfurezca tanto que ya no puedas nadar más.
Pájaro Fantasma le dio un golpecito a un escarabajo negro con la bota. Estaba frenético, chocando sin parar contra los listones de la valla.
—¿Sabes por qué hacen eso?
—No —respondió Control.
A lo largo de los últimos cuatro días se había dado cuenta de que había muchas cosas que todavía no sabía.
—Acaban de echar insecticida. Lo huelo. Y se le adivina un poco de espuma en el caparazón. Eso los desorienta y los mata, les impide respirar. Se podría decir que les entra pánico y empiezan a buscar la forma de escapar de algo que ya se les ha metido dentro. Hacia el final paran, pero porque no tienen suficiente oxígeno para moverse.
Esperó a que el escarabajo se encontrara sobre una superficie plana y entonces le dio un pisotón, rápido y contundente. Se oyó un crujido. Control apartó la mirada. Su padre dijo en una ocasión, tras perdonar a una amiga que había hecho algo que lo había molestado, que ella oía una música diferente al resto.
«Pregúntale por el solar», había dicho la Voz.
—¿Por qué crees que acabaste en el solar?
Era de cara a la galería, por si uno de los guardias informaba a Grace.
—Acabé aquí, en Southern Reach.
Un matiz comedido permeaba su voz.
—¿Qué significa para ti ese lugar?
¿Lo mismo que este o más?
—No creo que fuese donde se suponía que debía estar —dijo ella después de una pausa—. Es solamente una sensación. Recuerdo que desperté y al principio no reconocía el lugar; pero un momento después, cuando me di cuenta de donde estaba, me desilusioné.
—¿Qué quieres decir?
Pájaro Fantasma se encogió de hombros.
Unos rayos recrearon en el cielo las fronteras de fantásticos países. A continuación llegó el trueno con voz acusadora.
Pregúntale si dejó algo en el solar. ¿Eso lo quería saber él o la Voz?
—¿Te olvidaste algo allí?
—Que yo recuerde, no —contestó ella.
Control dijo algo que ya tenía ensayado.
—Pronto tendrás que ser más sincera sobre las cosas que recuerdas y las que no. Si no consigo nada, te llevarán a otro lugar y yo no tendré ni voz ni voto para decidir adónde te mandan. Podría ser peor que aquí, mucho peor.
—¿No te he dicho ya que no soy la bióloga? —preguntó ella en voz baja pero con mordacidad.
Pregúntale qué es en realidad.
No pudo evitar estremecerse, por mucho que hablase en serio cuando le había dicho que ella no le debía nada por llevarla hasta la balsa.
—Estoy intentando ser honesta contigo. No soy ella…, y dentro de mí hay algo que no comprendo. Es una especie de… esplendor interior.
No había novedades en el informe médico, aparte de un aumento de la temperatura.
—Se llama vida —dijo Control.
Ella no se rio, pero contestó en voz baja:
—No creo.
Si tenía un «esplendor» en el interior, dentro de él había una oscuridad equivalente. La lluvia se estaba acercando. Una fuerte brisa se llevaba la humedad del aire. Se formaban ondas en la balsa y la caseta silbaba cuando el viento pasaba por entre los tablones. El escuálido pino de Navidad se agitaba con fuerza de un lado a otro.
—Aquí estás solo, ¿verdad, John?
No tuvo que contestar porque empezó a caer una lluvia fortísima. Quería entrar corriendo para no empaparse, pero Pájaro Fantasma no cooperaba. Se empeñó en dar pasos lentos y decididos, dejar que el agua le azotase la cara, le corriese por el cuello y le empapase la camisa.
La garza azulada no se movió ni un ápice, concentrada en alguna presa de debajo de la superficie.