016: Terroir

A la mañana siguiente, sentado en la barra de la cafetería, la cajera —una mujer canosa y oronda— le preguntó:

—¿Es usted uno de los que trabajan en esa agencia gubernamental que hay donde la base militar?

Cauto, intentando aún sacudirse el sueño y con una ligera resaca:

—¿Por qué lo pregunta?

—Oh —dijo ella con amabilidad—, es que todos tienen el mismo aspecto, nada más.

Ella quería que le preguntase: «¿Y cuál es ese aspecto?», pero él se limitó a sonreír misteriosamente y a pedirle el desayuno. No quería saber cuáles eran los rasgos que compartía, a qué club secreto se había unido sin ni siquiera sospecharlo. ¿Acaso ella tenía una tabla escondida en algún lugar para marcar características comunes?

Una vez en el coche, Control se dio cuenta de que un moho blanco cubría el mosquito muerto y la gota de sangre seca del parabrisas. Su sentido del orden y la limpieza se lo tomó como ofensa y lo limpió con una servilleta. En cualquier caso, ¿a quién le iba a presentar las pruebas de que alguien se la estaba jugando?

El primer punto de su orden del día era la esperada visualización del vídeo de la primera expedición. Los fragmentos se encontraban en una sala de visionado especial en la zona del edificio contigua a las instalaciones donde se alojaban los expedicionarios. Dentro de aquel espacio reducido había una consola colocada contra la pared del fondo; la parte superior sobresalía más que la de abajo e imitaba el abrazo del edificio de Southern Reach. Incrustado en la consola había un televisor —una cabeza de color gris mate empotrada en una austera cogulla cubista— que proporcionaba acceso solo al vídeo en cuestión, nada más. La televisión era un modelo antiguo de la época de la primera expedición cuyos voluminosos cuartos traseros estaban encajados en el hueco en la pared. La espalda de Control conservaba el doloroso recuerdo de un artefacto similar, de cuando siendo estudiante necesitó todas sus fuerzas para subir un televisor a la habitación de la residencia.

Delante de la pantalla había una mesa baja de mármol negro con destellos de formica, botones y mandos para manipular el contenido audiovisual. Parecía una pieza anticuada de museo o una de esas máquinas de feria que predicen el futuro a cambio de una moneda. Arrimada al escritorio, una falange formada por cuatro sillas de cuero. Con las sillas separadas de la mesa, el espacio se reducía notablemente, a pesar de que el techo tenía seis metros de altura. Eso debería haber aliviado su sensación de claustrofobia, pero lo que conseguía era aumentarla al añadir un toque de vértigo debido a la inclinación de la consola. Se percató de que las salidas de aire que había por encima de su cabeza estaban llenas de polvo. Un potente olor a salpicadero de coche luchaba por el protagonismo contra el hedor a moho oxidado.

Los nombres de veinticuatro de los veinticinco miembros de la primera expedición estaban grabados en grandes placas doradas pegadas a la pared.

Si bien Grace desmentía que la pared con el párrafo escrito por el farero fuese un homenaje a la antigua directora, no podía negar que esta sala servía como homenaje a esa expedición ni que ella hacía las veces de guardiana y conservadora. La habilitación de seguridad para ver el metraje del Área X era tan estricta que, de los empleados actuales de Southern Reach, tan solo la antigua directora, Grace y Cheney podían verlo. El resto tenía permiso para ver fotos fijas o leer las transcripciones, y solo bajo estricto control y vigilancia.

Así que Grace le hizo de enlace, porque nadie más podía ocuparse de ello. Y mientras ella sacaba una silla en silencio y preparaba el vídeo siguiendo algún críptico procedimiento, Control se dio cuenta de que algo en la subdirectora había cambiado. Preparaba el metraje no con la maliciosa anticipación que él esperaba sino con amor y dedicación, y un ritmo deliberado que se asocia más con los cementerios que con las salas de audiovisuales. Como si aquel fuese un espacio neutral, un alto el fuego que habían acordado mutuamente sin su conocimiento.

El vídeo le iba a mostrar gente que había muerto y que, en los confines de Southern Reach, se había convertido en una especie de oscura leyenda; era obvio que Grace se tomaba su papel de comisaria con mucha seriedad. Probablemente porque la directora también lo hacía, porque ella los conoció en persona, por mucho que fuese su predecesor quien los enviara a enfrentarse a su destino. Después de un año de preparaciones y con el mejor equipamiento de alta tecnología que Southern Reach pudo adquirir o crear, cosa que los condenó.

Control se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso, de que tenía la boca seca y las palmas de las manos sudorosas. Tenía la sensación de estar a punto de hacer un examen muy importante, uno que tendría consecuencias.

—No tiene pérdida —dijo Grace al final—. El vídeo está rebobinado, y montado, aunque con lagunas, en orden cronológico. Puedes ir de fragmento en fragmento o ir saltando: como tú prefieras. Vendré dentro de una hora, y aunque no hayas terminado se acabará la sesión.

Habían recuperado más de ciento cincuenta fragmentos y la mayor parte del metraje que tenían estaba dividido en tomas de entre diez segundos y dos minutos. Algunas de las cintas las había traído Lowry; otras, la cuarta expedición. No se recomendaba ver más de una hora de vídeo en una sentada y eran pocos los que habían llegado hasta ese límite.

—Estaré esperando fuera. Si acabas pronto, da unos golpecitos en la puerta.

Control asintió. ¿Significaba eso que iba a estar encerrado? Al parecer, así era.

Grace dejó su asiento vacío. Control lo ocupó, y cuando ella se marchaba sintió el tacto inesperado de una mano en el hombro, un apretón quizá más fuerte de lo que requería la ocasión. Después vino el ruido del cerrojo; Grace lo había encerrado a solas en una cámara de mármol forrada con nombres de espectros.

Él mismo había pedido pasar por eso, pero una vez allí se arrepentía.

Las primeras secuencias mostraban lo habitual: el establecimiento del campamento base, la imagen temblorosa del lejano faro que aparecía esporádicamente. Las siluetas de los árboles y las tiendas se veían en un segundo plano como formas oscuras. Un cielo azul cruzando la pantalla en un momento en que alguien dejó de grabar y se olvidó de apagar la videocámara. Risas, bromas… Pero, como si fuera clarividente o un viajero en el tiempo, Control ya estaba alerta. ¿Se trataba de la actividad normal y la camaradería trivial que uno podía esperar de un grupo de humanos o del heraldo de comunicados secretos, potentes y subcutáneos? Control había querido resistirse a la interferencia, a la contaminación de los análisis y opiniones de otras personas, y por lo tanto no había leído todo lo que aparecía en los informes. No obstante, en ese momento cayó en la cuenta de que aun así estaba armado de suficiente conocimiento previo y se tomaba su propia precaución con demasiado cinismo como para no sentirse ridículo. Si no iba con cuidado, todo iba a acabar amplificado, malinterpretado hasta el punto que todos los fotogramas contuviesen la promesa de una amenaza. Tenía presente la nota de otro analista que decía que ninguna otra expedición se había topado con lo que estaba a punto de ver. Al menos entre las que habían regresado.

A continuación, ya al anochecer, había unas tomas del videodiario de la líder de la expedición. Con la hoguera a su espalda, solo se veía su silueta y no informaba de nada que Control no supiese ya. Después se veían unas siete entradas más que duraban unos cuatro o cinco segundos cada una; simples imágenes de sombras: tomas nocturnas sin contraste. No dejaba de forzar la vista con la esperanza de descubrir alguna forma o imagen en aquella oscuridad. Pero al final no había más que su propia profecía cumplida del polvo negro flotando en la periferia de su visión como diminutos parásitos en órbita.

Pasó un día y la expedición empezó a extenderse desde el campo base como ondas en el agua mientras Control procuraba no formar lazos con ninguno de ellos. No caer ante el encanto de sus frecuentes bromas. Ni ante la evidente seriedad y competencia con que se comportaban, pues eran algunas de las mejores mentes a las que Southern Reach tuvo acceso. Las nubes cubrían el horizonte. Un momento de reflexión cuando encontraron los restos hundidos de una fila de camiones y tanques del ejército enviados antes de que apareciese la frontera. Los equipos ya estaban cubiertos de lodo y enredaderas. Tal y como Control sabía, cuando se hizo la cuarta expedición ya no quedaba ni rastro de ellos. Requisados por el Área X para cumplir algún cometido desconocido; el privilegio del vencedor. Al menos la primera edición no encontró inquietantes restos humanos, aunque Control veía expresiones de preocupación en algunos de los rostros. Llegado ese punto, si uno prestaba mucha atención, se empezaban a detectar problemas en la transmisión de los walkie-talkies que llevaban los componentes, cada vez más casos de «te recibo, habla» y «¿estás ahí?» seguidos de ruido blanco.

Otra noche, el amanecer de un nuevo día, y Control tenía la sensación de estar avanzando a gran velocidad, casi como si pudiera relajarse en el vacío formado por cada uno de los inofensivos movimientos y permanecer allí olvidando el resto felizmente. A pesar de que para entonces el problema se había extendido y las consultas hechas a través de los transmisores se habían convertido en órdenes erróneas y malentendidos. El receptor y el emisor habían sido colonizados por una fuerza externa, pero aún no se habían dado cuenta de ello. O por lo menos no habían expresado la sospecha frente a la cámara. Control prefirió no rebobinar estos fragmentos. Le daban escalofríos y ligeras náuseas, además de aumentar la desasosegante sensación de vértigo y claustrofobia.

Sin embargo, al final no pudo seguir engañándose a sí mismo. Había llegado el famoso clip de veinte segundos de duración que según el informe fue grabado por Lowry: el antropólogo del equipo y experto militar. Atardecer del segundo día, una fina franja de puesta de sol aún visible. El faro, torre oscura y apagada, a media distancia. Una decisión fruto de la inocencia les había hecho separarse sin pensar que fuese peligroso, y el grupo de Lowry había decidido acampar al raso junto al sendero, entre las ruinas de una serie de casas abandonadas que había a medio camino entre el campamento y el faro. No era tan grande como para considerarlo una población y no aparecía nombrada en los mapas, pero había sido el núcleo de población más numeroso de la zona.

Un sonido que Control asociaba a la avena de mar y a la brisa de la playa, pero muy tenue. Los escombros en los que se habían convertido las viejas paredes formaban sombras más oscuras en comparación con el cielo y todavía alcanzaba a distinguir la banda formada por el camino de piedras que atravesaba la aldea. La cámara temblaba ligeramente en manos de Lowry. En primer plano se veía a una mujer, la líder de la expedición; gritaba: «¡Haz que pare!». La luz de la videocámara y las sombras que le creaba alrededor de los ojos y la boca convertía su rostro en una máscara. Delante de ella, detrás de una especie de rudimentaria mesa de picnic que parecía quemada, una mujer, la líder de la expedición, gritaba: «¡Haz que pare! ¡Para, por favor! ¡Por favor, basta ya!». Una sacudida y un giro de la cámara, que al final se estabilizó, supuestamente aún en manos de Lowry. Este empezaba a hiperventilar, y Control se dio cuenta de que el ruido que había oído antes era una especie de respiración susurrante con un fino carraspeo. No se trataba del viento. También oía voces hablando con urgencia desde fuera de plano, pero no distinguía lo que decían. La mujer de la izquierda de la imagen dejó de chillar y miró a cámara. La mujer de la derecha también paró de gritar y miró fijamente hacia la lente. Ambas máscaras le transmitían el mismo miedo, la misma súplica y confusión desde una enorme distancia, desde hacía muchos años. No era capaz de diferenciar entre ambas manifestaciones, no con tan poca luz.

Control se incorporó de repente, aunque sabía lo que estaba por venir; se había dado cuenta de que no era el anochecer lo que le había robado el color al paisaje. Más bien era como si algo se hubiese interpuesto, algo tan increíblemente grande que sus límites estaban mucho más allá del alcance del plano. En el último segundo de la cinta, con las dos mujeres aún inmóviles y con la mirada fija, el fondo de la imagen parecía moverse, moverse sin parar… El siguiente fragmento le pareció a Control aún más escalofriante: Lowry frente a la cámara haciendo el payaso en la playa; quienquiera que sujetase la videocámara se reía. No se hacía mención de la líder y, como ya sabía, tampoco volvía a aparecer en el metraje posterior. Lowry no daba explicación alguna. Era como si la hubiesen eliminado de sus recuerdos o como si aquella noche todos hubiesen sufrido un enorme e inimaginable trauma que las grabaciones no recogían.

No obstante, la disolución continuaba pese a la aparente tranquilidad y felicidad del grupo. Lowry decía palabras que no tenían sentido y la mujer que sujetaba la cámara respondía como si le entendiese, con el habla aún sin deformar.

La masacre lo persiguió después del visionado, cuando se marchó escoltado por Grace y salió a la luz, o a otro tipo de luz. Era posible que la masacre lo acompañara durante una temporada. Se sentía inseguro y le costaba expresarse con palabras; cuando Grace le preguntó si estaba bien y lo cogió del brazo como para mantenerlo en pie, él hizo poco más que murmurar y asentir. Sabía que su compasión tenía un precio y que seguramente se vería obligado a pagarlo más adelante. Así que se soltó e insistió en dejarla atrás y recorrer el resto del camino en solitario.

Aún le quedaba todo el día por delante; debía recuperarse. Lo siguiente que tenía planeado era una sesión con la bióloga y después reuniones interdepartamentales y… No recordaba qué tenía que hacer más tarde. Dio un traspié, tropezó, clavó una rodilla en el suelo y cayó en la cuenta de que estaba en la cantina por la conocida moqueta verde con el estampado de flechas que señalaban hacia dentro desde el patio. Enmarcado por la luz que entraba por las amplias ventanas casi catedralicias. Fuera hacía sol, pero ya adivinaba un gris enfurecido entre las nubes blancas que anunciaba más lluvias para la tarde.

En el agua negra con el sol que brilla a medianoche, los frutos madurarán y en la oscuridad de aquello que es dorado se abrirán para revelar la revelación de la mortal inconsistencia de la tierra.

Un faro. Una torre. Una isla. Un farero. Una frontera con una grandiosa puerta resplandeciente. Una directora que tal vez había pasado la frontera sin permiso ni conocimiento de nadie, a través de esa misma puerta. Un mosquito aplastado en el parabrisas de su coche. La expresión de angustia de Whitby. La luz enroscada de la frontera. El móvil de la directora que encontró en su cartera. Vídeos demoníacos alojados en un catafalco conmemorativo. Los detalles empezaban a abrumarlo. Los detalles lo estaban engullendo. No había tenido la oportunidad de digerirlos ni de saber cuáles eran significativos y cuáles triviales. Se había tirado de cabeza a la tarea como quería su madre, pero no había conseguido gran cosa. Se exponía a que la información que recibía tomase mayor relevancia que toda la preparación previa, el conocimiento que había aportado. Había agotado infinidad de informes ya memorizados, utilizado tácticas. Y pronto tendría que ponerse en serio con las notas de la directora, cosa que únicamente iba a desenterrar más misterios, de eso no le cabía duda.

Hacia el final, los gritos no cesaban y quien operaba la cámara no parecía humano. «Despierta», había suplicado a los miembros de la primera expedición mientras miraba. Despierta y comprende lo que está ocurriendo. Pero no servía de nada. No podían hacer lo que les pedía. Estaban a muchísima distancia y llegaba con más de treinta años de retraso para poder advertirles del peligro.

Control apoyó la mano en la moqueta. Vistas de cerca, las flechas verdes estaban compuestas de hebras entrelazadas de un material rizado que parecía musgo. Palpó su aspereza y advirtió lo mucho que se había gastado con el paso de los años. Se preguntó si sería la original de hacía treinta años, en cuyo caso todos los personajes de los vídeos que acababa de ver, de los informes, la habían pisado y cruzado mil veces. Puede que incluso Lowry hubiera pasado por allí, cámara en mano, bromeando antes de la expedición. Estaba tan desgastada como Southern Reach, la agencia que avanzaba por el raíl de la atracción de feria que era el Área X.

La gente lo miraba mientras cruzaban la cantina. Tenía que levantarse.

De las lóbregas estancias de otros lugares formas que no llegan a existir se estremecen.

Control pasó de tener la rodilla clavada en el suelo a la sala de interrogatorios con la bióloga, tras un breve interludio en su despacho. Necesitaba algún tipo de alivio, una purga. Así que había buscado la información sobre Rock Bay, el destino donde ella había pasado más tiempo antes de alistarse en la duodécima expedición. A juzgar por sus notas de campo y por sus dibujos, estaba seguro de que aquel era su lugar favorito. Un rico bosque pluvial del norte con un ecosistema verde. Había alquilado allí una casita, y además de las fotografías de las pozas intermareales que estuvo estudiando, el informe incluía imágenes de la vivienda: el minucioso seguimiento rutinario de la Central. El catre, la cómoda cocina y la estufa negra que hacía las veces de hogar, con un canalón largo que iba hasta la chimenea. Había aspectos de la naturaleza que lo atraían, que lo tranquilizaban, aunque la simple domesticidad de la casa tenía el mismo efecto.

Una vez sentado en la sala, Control puso entre los dos una botella de agua y el expediente de la bióloga. Ya se había aburrido de esa jugada, pero aun así… Su madre siempre le había dicho que la repetición de un rito hacía que señalar aquello que se había convertido en invisible a causa de la repetición fuese un gesto mucho más dramático. Tal vez en los próximos días apuntase a la documentación con el dedo y le hiciese una oferta.

Los fluorescentes parpadeaban y titilaban, algo en su interior comenzaba a degradarse. No le importaba si Grace miraba desde el otro lado del cristal o no. Pájaro Fantasma tenía un aspecto terrible; no tenía cara de enferma, sino de haber estado llorando. Así se sentía él también. Tenía los ojos oscurecidos y los hombros caídos. Cualquier rastro de temeridad o diversión se había esfumado o estaba escondido.

Control no sabía por dónde empezar, porque sencillamente no quería empezar. De lo que quería hablar era del vídeo, pero eso no era posible. Las palabras podían darle vueltas dentro de la cabeza, tomar forma en su mente, pero no convertirse en sonidos; debían permanecer atrapadas entre la necesidad y la voluntad. No podía contárselo a ningún otro ser vivo, jamás; si lo soltaba y contaminaba la mente de otra persona, no se lo perdonaría en la vida. Una novia que llegó a deducir algunas cosas sobre su trabajo le preguntó un día: «¿Por qué lo haces?». Se refería a por qué servía a una causa tan clandestina, una que no se podía compartir ni revelar. Le dio la habitual contestación solemne, que le servía para burlarse de sí mismo. Para disfrazar la seriedad de la situación. «Para saber. Para ver más allá del velo que nos cubre». Ir más allá de la frontera. Control sabía incluso mientras se lo decía que no le importaba dejarla a ella allí, sola al otro lado.

—¿De qué te gustaría hablar? —preguntó a Pájaro Fantasma.

No porque se hubiera quedado sin preguntas, sino porque quería que ella dirigiese la conversación.

—De nada —dijo con apatía.

Casi un murmullo.

—Tiene que haber algo.

Le estaba suplicando. Por favor, que se haga la conversación para distraerme de la masacre que tengo en la cabeza.

—No soy la bióloga.

Eso obligó a Control a reaccionar. A pensar en lo que estaba diciendo.

—No eres la bióloga —repitió.

—Tú buscas a la bióloga, pero no soy yo. Ve a hablar con ella.

¿Se trataba de una crisis de identidad o de una metáfora?

Fuera como fuese, se daba cuenta de que programar esa sesión había sido un error.

—Podemos intentarlo de nuevo esta tarde —manifestó él.

—¿Intentar qué? —espetó ella—. ¿Acaso crees que esto es terapia o qué? ¿Para quién?

Él empezó a formular una contestación, pero con un violento barrido ella tiró la documentación y el agua de la mesa, y lo agarró de la muñeca con ambas manos. Y no lo soltaba. En su mirada se adivinaba rebeldía y miedo.

—¿Qué quieres de mí? ¿Qué es lo que de verdad quieres?

Con la mano libre, Control hizo un gesto a los guardias que acababan de irrumpir en la sala. Vistos de reojo, le pareció que su retirada tenía una brusquedad peculiar, como si algo invisible y monstruoso hubiera tirado de ellos.

—Nada —dijo él para ver cómo reaccionaba ella.

La mujer tenía las manos calientes y sudorosas, y la sensación no era demasiado agradable; algo estaba pasando debajo de su piel. Se preguntó si le habría subido la fiebre.

—No colaboraré en esquematizar mi patología —masculló respirando trabajosamente—. ¡No soy la bióloga! —chilló.

Control se soltó, se alejó de la mesa, se puso en pie y la vio desplomarse en su asiento. Ella se quedó mirando la mesa, sin levantar la vista. Odiaba verla sufrir y odiaba todavía más haber sido él quien la había provocado.

—Seas quien seas, seguiremos con esto más tarde.

—Ya veo que quieres que esté contenta —refunfuñó con los brazos cruzados.

Cuando hubo recogido la botella de agua y los documentos desparramados y ya estaba junto a la puerta, ella había vuelto a cambiar.

Le temblaba la voz, presa de una emoción nueva.

—Cuando me marché había una pareja de cigüeñas en la balsa de atrás, ¿siguen allí?

Control tardó unos instantes en darse cuenta de que hablaba del momento en que partió hacia el Área X. Y algo más en ver que se trataba prácticamente de una disculpa.

—No lo sé —dijo él—. Lo averiguaré.

¿Qué le había ocurrido a ella allá fuera? ¿Qué le había pasado a él allí dentro?

El último fragmento de vídeo estaba en una categoría propia: «Sin asignar». Para entonces habían muerto todos salvo Lowry, herido y a medio camino hacia la frontera.

Aun así, durante más de veinte segundos, la cámara estuvo planeando sobre el leve resplandor de los juncos y cañas de las marismas, los profundos lagos azules, las crestas de espuma del mar, hacia el faro.

Se dejaba caer y subía, volvía a descender y a elevarse.

Con lo que parecía un entusiasmo aterrador.

Una alegría salvaje.