015: Séptima fisura

Entre los estratos sedimentados del escritorio de la directora también había fotografías. Muchas de ellas eran del faro, tomadas desde diferentes ángulos, además de algunas de diferentes expediciones; pero también encontró reproducciones de antiguos daguerrotipos de poco después de su construcción, y grabados y mapas. Había algunas de la anomalía topográfica, aunque muchas menos. Entre todas ellas halló una segunda copia de una de las que colgaban en la pared frente a su escritorio y que era, casi con total seguridad, la foto que había visto la bióloga. La foto en blanco y negro del último farero, Saul Evans, con uno de sus asistentes a la izquierda; a la derecha, encorvada y trepando por las rocas, una niña cuyo rostro quedaba parcialmente oculto por la capucha de la chaqueta. ¿Tenía el pelo negro, castaño o rubio? Imposible distinguirlo a partir de los cuatro mechones que quedaban a la vista. Llevaba una práctica camisa de franela y pantalones vaqueros. La imagen tenía cierto aspecto invernal; la hierba que se adivinaba en un segundo plano, escasa y amarillenta. Más allá de las rocas y la arena, la forma en que rompían las olas aumentaba la sensación de frío. ¿Era una joven del lugar? Como ocurría con tantos otros, era muy posible que jamás llegasen a averiguar su identidad. Antes del Acontecimiento, la costa olvidada no fue nunca el mejor sitio para vivir si uno quería que pudieran localizarlo con los datos del censo.

El farero aparentaba tener alrededor de cincuenta o cincuenta y pocos años; pero Control sabía que solo se podía ejercer hasta los cincuenta, así que debía de ser más joven. Tez curtida y barba, como era de esperar. Gorro de capitán, aunque nunca había sido marinero. Control no intuía demasiado mirando la foto de Saul Evans. Parecía un tópico andante y parlante, como si hubiese pasado años empeñado en imitar, primero, a un excéntrico predicador sin ordenar cuyos sermones hablan del fuego infernal y, más tarde, a la idea que todos tenemos de un farero. De ese modo, uno podía hacerse invisible, tal como Control sabía gracias a las veces que había estado infiltrado. Si te conviertes en un estereotipo, nadie te ve realmente. Idea paranoide: ¿había mejor manera de ocultarse que esa? Pero ¿para qué ocultarse?

La foto la había tomado un componente de la Brigada de Ciencia y Espiritismo una o dos semanas antes de que tuviera lugar el Acontecimiento que creó el Área X; cuando apareció la frontera, el fotógrafo desapareció. Esa era la única foto que tenían de Saul Evans, con la salvedad de algunas imágenes tomadas unos veinte años antes, mucho antes de que se mudara a la costa.

A última hora de la tarde, Control tenía la impresión de no haber avanzado apenas nada. El único logro había sido darse un respiro de Southern Reach, aunque también eso tuvo una interrupción: el sonido de la reconstruida barricada de sillas cuando una aparición topó con ellas. Era Cheney, que en un arrebato de optimismo se había inclinado por encima de la montaña de sillas para mirar hacia dentro.

—Hola, Cheney.

—Hola…, Control.

Tal vez por su precaria posición, Cheney parecía no saber cómo reaccionar, a pesar de que el intruso era él. Como si pensase que la sala iba a estar vacía o las sillas anunciasen algún cambio en la jerarquía.

—Dime —dijo Control.

No quería invitarlo a entrar.

La equis de su rostro se acentuó, las cejas intentando en vano liberarse para convertirse en líneas paralelas o una más larga.

—Oh, sí, bueno, quería preguntarte si habías investigado sobre, ya sabes, la excursión de la directora.

Las últimas palabras las pronunció en voz más baja, al tiempo que miraba fugazmente pasillo abajo. ¿Era posible que Cheney también liderase una facción? Eso sería tedioso. No obstante, no cabía duda de que así era: él era la esperanza de los científicos que se apiñaban nerviosos en el sótano mientras esperaban los recortes de personal, la gigantesca mano de la Central que los iba a arrancar uno a uno de sus despachos y cubículos para arrojarlos al pozo en llamas de la indiferencia y el desempleo.

—Ya que estás aquí, Cheney, quiero hacerte una pregunta: ¿hubo algo fuera de lo habitual en la antepenúltima undécima expedición?

Una cosa más que Control odiaba de la repetición de ediciones: nombrarlas era un verdadero trabalenguas y recordar el número exacto era aún más difícil.

—Era la X.11.H, ¿verdad?

Cheney, estabilizado por una reorganización rudimentaria de las sillas, apareció de cuerpo entero en el quicio de la puerta, chaqueta de motorista incluida.

—X.11.J. Creo que no. Los informes los tienes tú.

Esa era la cuestión. Control tenía un informe bastante básico que incluía un dato importante: que la directora había llevado a cabo las entrevistas de salida del Área X. Estas eran asombrosamente imprecisas y el mensaje que daban era demasiado optimista y demasiado «aquí no ha pasado nada malo».

—Bueno, era la expedición anterior a que la directora se fuera de viaje por su cuenta, así que pensé que a lo mejor tenías algo que añadir.

Cheney negó con la cabeza; de pronto parecía arrepentirse de haberlo visitado por sorpresa.

—No, no mucho. Ahora mismo no se me ocurre nada.

¿Era posible que el despacho lo incomodase? No parecía poder fijar la vista en un lugar en concreto, sino que miraba de un lugar a otro; de la pared al techo y, muy brevemente, como el roce de las alas de una polilla, posó la mirada en las montañas de pruebas tan poco profesionales que rodeaban a Control. ¿Qué pensaba Cheney de ellas? ¿Que eran montones de oro que quería robar o sándwiches de mierda que se veía obligado a comer?

—Entonces permíteme que te pregunte sobre Lowry —dijo Control.

Estaba pensando en las ambiguas notas que había encontrado en las que se leía «L» y en el vídeo que vería dentro de muy poco.

—¿Cómo se llevaban Lowry y la directora?

Cheney parecía tan incómodo con esta pregunta como con las anteriores, aunque más dispuesto a contestar.

—Si te paras a pensar, ¿cómo se lleva todo el mundo? Yo no le caía bien a Lowry, pero a nivel profesional todo iba bien. Él apreciaba nuestro papel y conocía el valor de contar con buenos equipos.

Eso seguramente quería decir que Lowry había aprobado cada una de las órdenes de compra que había llevado a cabo Cheney.

—Pero ¿qué me dices de él y la directora? —preguntó Control. De nuevo.

—Hablando en plata, Lowry la admiraba a su manera y quiso hacer de ella su protegida, pero ella no estaba por la labor. A ella no le gustaba depender ni deberle nada a nadie, y además creo que opinaba que a él le concedieron demasiado mérito solo por haber sobrevivido.

—Entonces ¿no era un héroe?

Un héroe glorioso de la revolución cuyo retrato cubría una pared entera, recreado a imagen y semejanza del producto de una lente fotográfica y documentación falsificada. Rehabilitado de la traumática experiencia, convertido en una persona productiva y, después de una temporada, enviado a la Central de una patada en el culo.

—Sí, sí, claro —dijo Cheney—. Sin duda. Pero, ya sabe, quizá tampoco fuese para tanto. Le gustaba beber, e imponer sus criterios. Recuerdo que en una ocasión la directora dijo algo cruel sobre él: lo comparó a un prisionero de guerra, que solo por haber sufrido cree saberlo todo. Así que había cierta fricción. De todos modos, trabajaban juntos. Trabajaban bien. Respetaban sus puntos de vista opuestos.

Una brevísima sonrisa como para decir: «Aquí todos somos camaradas».

—Interesante.

En realidad no se lo parecía. Otro descubrimiento táctico: muestras de luchas internas en Southern Reach, una ruptura de la armonía de la organización porque las personas no eran robots y no se les podía obligar a actuar como tales. ¿O sí?

—Sí, si tú lo dices… —dijo como dejando la frase a medias.

—¿No hay nada más? —preguntó Control.

Le lanzó una mirada mordaz a la par que una sonrisa fría; estaba retando a Cheney a que le preguntara otra vez si había investigado sobre la excursión de la directora.

—No, supongo que no. Nones. No se me ocurre nada —dijo Cheney con evidente alivio.

Se despidió al clásico y enrevesado estilo cheneyesco al tiempo que retrocedía, sorteando sin prisa las sillas, y se marchó pasillo abajo.

Después de eso, Control se concentró únicamente en la clasificación, hasta que hubo dado cuenta de todos los pedazos de papel y cada uno de los montones estaba a salvo dentro de las cajas de cartón donde iban a aguardar otro nivel de categorización. Aunque Control se había percatado de múltiples referencias a la Brigada de Ciencia y Espiritismo, solo había visto tres breves menciones a Saul Evans, además de la foto. Como si los intereses de la directora la hubieran empujado en otras direcciones.

Sin embargo, había descubierto y apartado una página escrita a mano por la directora que contenía palabras y frases que no parecían guardar ninguna relación entre ellas. Más tarde, consultando el archivo PGD de Grace, entendió que el contenido se había utilizado a modo de órdenes hipnóticas durante la duodécima expedición. Eso sí le resultaba interesante. Estuvo a punto de llamar a Cheney por teléfono para preguntarle por esas claves, pero antes de marcar la extensión algo le hizo colgar.

A las seis y cuarto sintió el impulso irrefrenable de salir al pasillo para estirar las piernas. Todo parecía estar en silencio y la radio que se oía en la distancia parecía una nana incomprensible. Se aventuró un poco más allá, y al final de la cantina, que en esos momentos estaba vacía, oyó ruidos en un pequeño almacén que había cerca de uno de los pasillos que desembocaba en la División de Ciencias. Casi todo el mundo se había ido ya y él mismo pensaba irse pronto, pero el ruido lo distrajo. ¿Quién estaba ahí dentro? Esperaba que fuese el esquivo conserje: había que desterrar de inmediato aquel horrible producto de limpieza para suelos. Estaba convencido de que representaba un riesgo para la salud.

Así que agarró el pomo, recibió una pequeña corriente al girarlo y tiró hacia fuera con todas sus fuerzas.

La puerta se abrió de par en par y Control tuvo que echarse atrás.

Una criatura pálida estaba agachada delante de los estantes de suministros, visible bajo la intensa luz de una única bombilla, que colgaba a poca altura.

Un insoportable pero beatífico espasmo de dolor le deformaba los rasgos faciales.

Whitby.

Con la respiración agitada, Whitby alzó la vista para mirar a Control. La expresión de dolor había empezado a disiparse y lo que quedaba era una combinación de astucia y cautela.

Era obvio que acababa de sufrir algún tipo de trauma. Que le acababan de decir que alguien de su familia o amigo íntimo había fallecido. A pesar de que era Control quien se había llevado el susto.

—Volveré más tarde —dijo Control, como un idiota.

Como si hubieran convocado una reunión en el almacén.

Whitby dio un brinco de araña trampera y Control se estremeció y retrocedió un paso, convencido de que era un ataque. Pero, en lugar de atacarlo, Whitby tiró de él, lo metió en el almacén y cerró la puerta. Tenía una fuerza sorprendente para ser un hombre tan delgado.

—No, no, por favor, entra —le dijo a Control como si no hubiese sido capaz de hablar y guiar a su jefe al interior al mismo tiempo, de modo que ahora tenía problemas de sincronización.

—De verdad, puedo volver más tarde.

Aún no se había repuesto del susto y estaba intentando fingir que no había visto a Whitby aquejado de alguna aflicción extrema. Y también que aquella estancia era el despacho de Whitby en lugar de un armario grande.

Whitby lo miró a la luz tenue de la bombilla baja, cerca de él porque allí dentro apenas había sitio para los dos; era un habitáculo estrecho con un techo alto, invisible más allá de la bombilla, pues una pantalla dirigía toda la luz hacia abajo. En las estanterías que había a lado y lado del espacio central se apilaban varias hileras de un producto de limpieza con aroma de limón, junto con varias latas de sopa, recambios de fregonas, bolsas de basura y unos cuantos relojes digitales con un dedo de polvo encima. Una larga escalera plateada conducía a la oscuridad de más arriba.

Control se dio cuenta de que Whitby aún estaba componiendo su expresión, forzándose a sonreír y escurrir los últimos espasmos de terror de sus rasgos faciales.

—Buscaba un poco de paz y tranquilidad —dijo Whitby—. Aquí cuesta encontrarla.

—Si quieres que te diga la verdad, parecía que estuvieses al borde de una crisis nerviosa —dijo Control, que no estaba seguro de querer seguir adelante con la farsa—. ¿Estás bien?

Se sintió más cómodo diciéndolo entonces, cuando Whitby ya no parecía estar a punto de tener un brote psicótico. Al mismo tiempo, le avergonzaba que lo hubiera atrapado allí dentro con tanta facilidad.

—En absoluto —dijo Whitby sonriendo por fin. Control esperaba que estuviera contestando a la primera parte—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Control se dejó llevar por la ficción que ofrecía Whitby, aunque solamente fuese porque se había dado cuenta de que alguien había roto la cerradura de la puerta por dentro con un objeto contundente. Whitby quería un poco de intimidad, pero también tenía pánico a quedarse allí encerrado. En Southern Reach había un psiquiatra en plantilla, un servicio gratuito para los empleados; pero Control no recordaba haber visto nada en su informe que indicase que Whitby acudiera alguna vez a la consulta.

Tardó un momento más de lo que le resultaba normal, pero Control halló una excusa. Algo que seguiría su curso y le permitiría salir de allí de buenas maneras. Preservando la dignidad de Whitby. Quizá.

—No mucho, la verdad —dijo—. Es sobre algunas de las teorías del Área X.

Whitby asintió.

—Sí, por ejemplo, el tema de los universos paralelos —dijo como si estuvieran continuando una conversación empezada en otro momento, solo que Control no la recordaba.

—Es posible que lo que quiera que sea responsable del Área X haya venido de uno —dijo Control, dando voz a algo en lo que no creía y sin cuestionar un enfoque tan concreto.

—Sí, es posible —dijo Whitby—, pero he reflexionado más sobre cómo, en teoría, todas las decisiones que tomamos se escinden de la siguiente, de modo que allí fuera hay un número infinito de otros universos.

—Interesante —dijo Control.

Si dejaba que Whitby guiase, con un poco de suerte el baile acabaría antes.

—Y en algunos de ellos —explicó—, hemos resuelto el misterio, y en otros ni siquiera llegó a existir y nunca hubo un Área X —dijo con creciente intensidad—. Eso nos puede servir de consuelo. Quizá podríamos incluso contentarnos con eso.

Pero de pronto parecía muy decepcionado.

—Si no fuese por la siguiente idea: de algunos de esos universos en los que hemos resuelto el misterio podría separarnos tan solo una finísima membrana, la variación más insignificante. Es algo que tengo siempre presente. Qué detalles mundanos pasamos por alto o qué cosas hacemos que nos alejan de la respuesta.

A Control no le gustaba el tono de confesionario de Whitby porque le daba la impresión de que le estaba revelando una cosa para ocultar otra, como la explicación que le había dado la bióloga sobre el recuerdo de ahogarse. Al tiempo que se abrían universos paralelos de percepción entre Whitby y él mientras este hablaba, porque Control tenía la sensación de que Whitby hablaba sobre fisuras, las mismas en las que él pensaba a diario. Que su inferior hablase de fisuras lo molestó a nivel personal, como si Whitby se refiriera al pasado de Control, por mucho que esa idea no tuviera lógica alguna.

—A lo mejor es tu presencia, Whitby —dijo.

Aunque se trataba de una broma, era un comentario cruel cuyo objetivo era alejar al otro, terminar la conversación.

—Tal vez si no estuvieras aquí ya lo habríamos resuelto.

La expresión de Whitby era horrible, a medio camino entre el conocimiento de que Control lo había dicho con humor y la certeza de que no importaba si era una broma o hablaba en serio. Todo esto transmitido de tal modo que Control se dio cuenta de que la idea no era original, sino que ya se le había pasado por la cabeza a Whitby en múltiples ocasiones. Continuar la conversación con un «era broma» sería demasiado hipócrita, así que una versión de Control se largó sin más, corriendo por los pasillos tan rápido como podía, a sabiendas de que su plan de huida no era muy ortodoxo, pero incapaz de evitarlo. Corriendo sobre la moqueta verde mientras se quedaba allí de pie y le pedía disculpas / se lo tomaba a chiste / cambiaba de tema / fingía recibir una llamada de teléfono o, como hizo al final, no decía nada y dejaba que el silencio se hiciera incómodo.

A modo de represalia, aunque Control no lo advirtiera en ese momento, Whitby dijo:

—Has visto el vídeo, ¿verdad? El de la primera expedición.

—Todavía no.

Como si estuviera admitiendo ser virgen. Estaba programado para el día siguiente.

En mitad de su propia pregunta, Whitby se había estremecido; una especie de intento espasmódico de arrojar o rechazar… algo, pero Control decidió dejar que otra versión o una versión futura de sí mismo le preguntara a Whitby el porqué.

¿Existía una realidad en la que Whitby había resuelto el misterio y se lo estaba contando en ese mismo instante? ¿O una realidad en la que él le estaba retorciendo el pescuezo simplemente por ser Whitby? Tal vez en ocasiones, como en ese momento, se encontraba con él en una cueva tras un holocausto nuclear o en una tienda comprando helado para su esposa embarazada o, yendo mucho más lejos, quizá fuese posible que en otros escenarios ya se hubiesen conocido hacía mucho tiempo, siendo Whitby el incordioso sustituto que le dio clase de Inglés durante una semana el primer año de instituto. Tal vez ahora tenía la sospecha de por qué no había llegado a nada, de por qué sus investigaciones se veían interrumpidas constantemente por los trabajitos que tenía que hacer para los demás. Quería dotar a Whitby de un trauma localizado que explicase sus acciones, y no dejaba de preguntarse si es que no había atravesado suficientes capas para llegar al núcleo de Whitby, o si por lo contrario no había centro al que llegar y eran las capas lo que definían al hombre.

—¿Es esta la habitación que querías enseñarme? —preguntó Control para cambiar de tema.

—No. ¿Por qué te lo parece?

La combinación de los ojos cavernosos y la expresión estudiada de desconcierto daban a Whitby el aspecto de una lechuza consumida.

Uno o dos minutos más tarde, Control consiguió salir de allí.

Pero no lograba sacarse de la cabeza la imagen del rostro de Whitby desfigurado por el dolor. Y seguía sin tener ni idea de por qué se escondía en el pequeño almacén.

La Voz lo llamó unos minutos más tarde, cuando Control intentaba desesperadamente marcharse a casa. Estaba listo a pesar de Whitby. O, tal vez, a causa de Whitby. Se aseguró de haber cerrado la puerta del despacho con llave y sacó una hoja de papel en la que había hecho alguna anotación para sí mismo. Entonces, con mucho cuidado, puso la llamada de la Voz en modo manos libres a volumen medio; ya lo había probado para asegurarse de que no había ecos ni nada que pudiera delatar algo fuera de lo normal.

Lo saludó.

Iniciaron una conversación.

Estuvieron hablando un rato, y entonces la Voz dijo «bien» mientras Control miraba la hoja cada cierto tiempo.

—Estabilízate y haz tu trabajo. La paralización tampoco es una opción convincente. Esta noche dormirás bien.

Estabilizar. Paralización. Convincente. Cuando colgó se alarmó al darse cuenta de que, en efecto, se sentía más estabilizado. El encuentro con Whitby le parecía pasajero y sin consecuencias, visto en el contexto de su misión en general.