014: Heroicos héroes de la revolución

Más tarde, sumido hasta los ojos y los oídos en el mar de notas para no pensar en Grace —si él no había registrado su despacho, ¿quién había sido?—, lo llamaron desde el ala de la expedición y un hombre con voz nerviosa le informó de que la bióloga «no se encuentra nada bien; dice que hoy no tiene fuerzas para una entrevista». Cuando preguntó qué le pasaba, el hombre le contestó:

—Dice que tiene fiebre y dolores. La doctora opina que es un resfriado.

¿Un resfriado? Eso no era nada.

«Tírate de cabeza». Las notas y esas sesiones aún eran su parcela; no quería tener que posponer la reunión, así que resolvió ir él. Con algo de suerte, no se toparía con Grace. No le hubiese ido mal la ayuda de Whitby, pero, aunque lo había llamado, no había dado señales de vida.

Mientras confirmaba que enseguida se acercaría él mismo, se dio cuenta de que podía ser una estrategia —la obvia, que era no colaborar— y también de que por el hecho de acudir en persona podía estar renunciando a su ventaja o confirmando que ella tenía cierto dominio sobre él. Sin embargo, tenía la cabeza llena de notas y de pedazos de papel, del rompecabezas de un posible viaje clandestino de la directora al otro lado de la frontera y del eco mortífero del interior acolchado de un joyero. Quería despejar la mente o llenarla de otra cosa, aunque fuese durante un rato.

Salió del despacho y emprendió el camino por el pasillo. Por primera vez desde su llegada, algunos de los miembros de la plantilla que encontró en la siguiente sala llevaban batas de laboratorio. Se preguntó si lo hacían para satisfacerlo a él. «¿Aburrida?», susurró un hombre pálido y delgado, que le resultaba familiar, a la mujer negra que caminaba a su lado cuando se cruzaron en Control. «Tengo ganas de empezar ya», repuso ella. «Prefieres este sitio, ¿verdad? Me da a mí que sí». Control pensó que quizá debería ajustarse más a las normas. No podía negar que la bióloga se le había metido en la cabeza: una ligera presión que hacía más estrechos los pasillos del trayecto hacia el ala dedicada a la expedición y los techos, más bajos; la lengua continuamente desplegada que era la áspera moqueta de color verde se levantaba por los laterales. Empezaban a existir en un espacio transitorio a medio camino entre el interrogatorio y la conversación, algo con cuyo nombre no daba.

—Buenas tardes, director —dijo Hsyu.

Acababa de pillarlo por sorpresa al levantar la cabeza desde una fuente de agua que tenía a su izquierda, y el efecto fue como si una marioneta o una escultura hubiesen cobrado vida.

—¿Todo bien?

Un segundo antes todo estaba bien, ¿por qué no iba a estarlo en ese instante?

—Estás muy serio.

A lo mejor eres tú la que no está seria hoy; quizá era eso, ¿no? Pero no lo dijo; se limitó a sonreír, seguir caminando y dejar atrás al liliputiense subdepartamento de lingüística.

Cada vez que la bióloga hablaba, algo cambiaba en su mundo; hasta cierto punto le resultaba sospechoso, pero en realidad le molestaba por la distracción que suponía. No obstante, no era un flirteo, no; ni siquiera el común vínculo emocional. Sabía con total certeza que si seguían hablando y compartiendo un espacio, no se iba a obsesionar demasiado ni a entrar en una espiral descendente. Eso no tenía cabida en sus planes ni se ajustaba a su perfil.

Para entrar en el ala de la expedición había que pasar cuatro evidentes niveles de seguridad, mientras que la sala en la que se habían reunido anteriormente estaba ubicada en el nivel más externo, justo después de pasar una zona de descontaminación que escaneaba a los sujetos en busca de cualquier cosa: desde bacterias hasta el fantasma de ese clavo oxidado que cuando tenías diez años se te hincó en el pie en aquella playa rocosa. Teniendo en cuenta que la bióloga había estado durante horas en un insalubre solar lleno de hierbajos, metal oxidado, cemento agrietado y mierda de perro antes de llegar allí, el escrutinio le parecía inútil. Pero aun así el personal cumplía con las normas con una eficiencia solemne y huraña. Más allá, todo era de un blanco casi cegador que contrastaba con las tonalidades descoloridas de verde azulado y cobre de las salas que había junto al pasillo. Entre el resto de Southern Reach y las suites —es decir, las zonas de detención—, había tres puertas que estaban cerradas bajo llave. El mobiliario blanco y negro, de corte abstracto y modernista, tenía un aire y un tono que en un momento dado quizá hubiese sido futurista, pero ahora tenía cierto regusto retrofuturista. Esto es una versión de una silla. Esto es una aproximación a una mesa, a un mostrador. El cristal esmerilado —«bisagrado», como hubiese dicho su padre en broma—, de las mamparas tenía grabadas simples escenas naturales, como una hilera de juncos con un gavilán planeando por encima. Como la mayoría de los detalles, los grabados podían haber formado parte del decorado de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto de los años setenta. No contaban con la fluidez ni con la sensación de movimiento pausado de los que su padre había intentado dotar a sus esculturas abstractas.

En el vestíbulo minimalista y en las salas de reuniones que servían como preámbulo a las suites había suficientes fotografías y retratos, que no guardaban ninguna relación con la realidad, como para llenar una novela. Las fotos se habían seleccionado con cuidado para sugerir escenas de éxito tras una expedición, imágenes cargadas de alegría y sonrisas de oreja a oreja, mientras que en realidad mostraban la preparación de las misiones, a menudo expediciones que habían fracasado estrepitosamente, si no se trataba directamente de actores. Los retratos, de los cuales había una larga procesión que llevaba hasta las suites, le parecían a Control aún peor. Representaban a los veinticinco miembros de la primera expedición a su regreso, los triunfales pioneros que habían encontrado la «naturaleza prístina» que en realidad había matado a todos menos a Lowry. Esta era la realidad paralela que debía mantener cualquier miembro del personal que estuviese en contacto con los expedicionarios. Esa era la ficción que se presentaba con sus propias historias inventadas o hechas a medida sobre valentía y fortaleza y cuyo cometido era fomentar las mismas cualidades en la expedición en curso. Eran como gloriosos héroes de una revolución en una dictadura socialista.

¿Qué significaba todo eso? No significaba nada. ¿Era posible que la bióloga hubiese creído en todo eso? Quizá sí. El cuento demandaba credibilidad, suplicaba que lo creyesen: la historia del viejo orgullo por lo que la nación había conseguido. Remángate la camisa y ponte a trabajar; y si te esfuerzas lo suficiente, volverás con vida en lugar de ser un zombi derrotado de mirada perdida, con un cáncer en lugar de personalidad y la memoria a corto plazo intacta.

Encontró a Pájaro Fantasma en su habitación, en el catre; o en lo que cualquier otro que no fuese él habría llamado «su cama». Aquel lugar combinaba el ambiente de un cuartel descolorido, un campamento de verano y un hotel de capa caída. Tenía las mismas paredes claras, aunque en este caso debajo de la pintura se adivinaban varios grafitis, como en una celda penitenciaria. Los techos altos tenían un tragaluz, y en una de las paredes laterales había una estrecha ventana, demasiado alta como para que la bióloga pudiera ver a través de ella. La cama estaba empotrada en la pared opuesta y delante había un televisor y un reproductor de DVD: solo películas que hubiesen pasado un filtro y dos canales de televisión. Nada que fuese demasiado realista. Nada que pudiese rellenar los huecos de la amnesia. Principalmente se trataba de películas de ciencia ficción anticuada, de fantasía y melodramas. Los documentales y los noticiarios estaban en la lista negra. Los programas sobre animales podían caer en cualquiera de los dos bandos.

—He pensado que esta vez podía venir yo a verte, ya que no te encuentras bien —dijo bajo la mascarilla.

El asistente ya le había dicho que ella había dado su permiso.

—Se te ha ocurrido que podías colarte en mi fiesta de la fiebre y aprovechar que no estoy en plena forma —dijo ella.

Tenía los ojos enrojecidos y ojeras, el rostro demacrado. Llevaba el habitual uniforme a medio camino entre ropa militar y de mantenimiento, pero con calcetines rojos; y a pesar de estar enferma aún tenía aspecto de ser fuerte. Control no dejaba de pensar que debía de hacer flexiones y dominadas a un ritmo frenético.

—No —dijo él.

Al mismo tiempo le daba la vuelta a una silla ovoide de plástico para, antes de pararse a pensar en la imagen resultante, apoyarse en el respaldo, separando las patas torpemente por el peso. ¿De veras el motivo por el que no permitían el uso de sillas era el mismo por el que en los aeropuertos solo había cuchillos de plástico?

—No, me preocupaba tu estado. No quería obligarte a ir hasta la sala de reuniones.

Pensó en la posibilidad de que la medicina que le habían dado le hubiera enturbiado la mente y si no sería mejor volver más tarde. O no volver. Se acababa de dar cuenta de la desigualdad que había entre ellos en aquel entorno y eso le hizo sentirse incómodo.

—Por supuesto. Los xenofóridos son conocidos por su cortesía.

—Si hubieras continuado leyendo el texto, sabrías que es verdad.

Con eso consiguió una sonrisa, pero también que ella se diese media vuelta en la cama-catre, abrazada a una almohada amarilla. Tenía delante la uve que formaba su espalda; la tela de la camiseta, tensa; el delicado vello del cuello se le reveló con precisión casi microscópica.

—Si lo prefieres podemos ir a la zona común.

—No, es mejor que me veas en mi entorno antinatural.

—Tampoco está tan mal —dijo, pero enseguida se arrepintió.

—El Pájaro Fantasma cubre una extensión diaria de entre veinticinco y cincuenta kilómetros cuadrados. No tiene que limitarse a un recorrido de, pongamos, doce metros.

Él hizo una mueca, asintió con reconocimiento y cambió de tema.

—He pensado que podríamos hablar de tu marido, y también del director.

—De mi marido no vamos a hablar. Y el director eres tú.

—Disculpa. Me refería a la directora, a la psicóloga. Me he confundido.

Se insultó y perdonó a sí mismo al mismo tiempo.

Ella se volvió lo suficiente como para que la viese enarcando la ceja, el ojo derecho escondido por la almohada, y siguió contemplando la pared.

—¿Te has confundido?

—Sí, me refería a la psicóloga.

—No, yo creo que te referías al director.

—Psicóloga —dijo él con tozudez.

Tal vez pareció demasiado irritado. La situación respiraba tanta calma que lo alarmaba. No debería haberse acercado a sus dependencias personales.

—Si tú lo dices…

Entonces, como si quisiera aprovechar el momento de incomodidad, se dio la vuelta, de modo que seguía tumbada sobre el costado pero de cara a él, aún con la almohada entre los brazos. Lo miró, y con cierta insolencia soñolienta le dijo:

—¿Qué tal si intercambiamos información?

—¿Qué quieres decir?

Sabía exactamente qué quería decir.

—Primero tú respondes una pregunta y después yo respondo otra.

Control no dijo nada; estaba sopesando la amenaza que le suponía eso en comparación con la recompensa. Podía mentir. Podía pasarse el día mintiéndole y ella no lo sabría jamás.

—Vale —dijo él.

—Bien. Empiezo yo: ¿estás o has estado casado?

—No y no.

—Cero de dos. ¿Eres gay?

—Esa es otra pregunta. Y no.

—De acuerdo. Ahora pregunta tú.

—¿Qué pasó en el faro?

—Demasiado general. Sé más específico.

—Cuando entraste en el faro, ¿subiste hasta arriba? ¿Qué encontraste allí?

La bióloga se incorporó y apoyó la espalda en la pared.

—Son dos preguntas. ¿Por qué me miras así?

—No te estoy mirando de ningún modo.

Acababa de fijarse por primera vez en sus pechos, cosa que no había hecho en las sesiones anteriores, y ahora intentaba dejar de mirarlos.

—Pero son dos preguntas.

Al parecer había dado la respuesta correcta.

—Sí, tienes razón.

—¿Cuál quieres que conteste?

—¿Qué hallaste allí?

—¿Quién dice que me acuerdo?

—Tú misma lo acabas de confirmar. Cuéntamelo.

—Diarios. Muchísimos diarios. Sangre seca en las escaleras. Una fotografía del farero.

—¿Una fotografía?

—Sí.

—¿Me la puedes describir?

—Dos hombres de mediana edad delante del faro y una niña a un lado. El farero en el centro. ¿Sabes cómo se llama?

—Saul Evans —dijo sin pensar.

No veía qué daño podía hacer decírselo, y ya estaba reflexionando sobre la importancia de que una foto que colgaba de una de las paredes del despacho de la directora también estuviera en el faro.

—Esa ha sido tu pregunta.

Se dio cuenta de que ella estaba contrariada —frunció el ceño y dejó caer los hombros— y de que el nombre de Saul Evans no le decía nada.

—¿Qué más me puedes decir de la foto?

—Estaba enmarcada y colgada en la pared, en el rellano principal, y el farero tenía un círculo dibujado alrededor de la cara.

—¿Un círculo?

¿Quién lo habría hecho y por qué?

—Esa es otra pregunta.

—Sí.

—Ahora háblame de tus aficiones.

—¿Qué? ¿Por qué?

Parecía una pregunta para el mundo exterior, no para Southern Reach.

—¿Qué haces cuando no estás aquí?

Control lo pensó.

—Doy de comer a mi gato.

Ella se echó a reír. De hecho, se estaba desternillando y acabó con un breve ataque de tos.

—Eso no es una afición.

—Más bien una vocación —admitió él—. No, pero…, también salgo a correr. Me gusta la música clásica. A veces juego al ajedrez o veo la tele. Leo libros, novelas.

—Nada especialmente distintivo —dijo ella.

—No pretendo ser diferente. ¿Qué más recuerdas de la expedición?

Ella entornó los ojos; las cejas parecían ejercer presión sobre el resto del rostro, como si eso pudiera ayudarla a refrescar la memoria.

—Es una pregunta muy general, señor director. Demasiado amplia.

—Responde de la manera que prefieras.

—Oh, gracias.

—Quiero decir que…

—Sé qué quieres decir —dijo ella—. Casi siempre sé qué quieres decir.

—Entonces responde a la pregunta.

—Este juego es voluntario —explicó ella—. Podemos parar en cualquier momento; a lo mejor me da por parar ahora.

Había recuperado la temeridad del primer día, ¿o era otra cosa? Ella suspiró y se cruzó de brazos.

—Arriba pasó algo malo. Vi algo malo, pero no estoy segura de qué. Una llama verde. Un zapato. La imagen me resulta confusa, como si la viera a través de un caleidoscopio. Va y viene. La sensación que tengo es de estar recibiendo los recuerdos de otra persona; desde el fondo de un pozo, en un sueño.

—¿Los recuerdos de otra persona?

—Me toca: ¿a qué se dedica tu madre?

—Eso es información clasificada.

—Ya me lo imagino —dijo ella con una mirada inquisitiva.

Poco después dio fin a la sesión. ¿Qué era la verdadera empatía sino darse media vuelta, dejar a alguien a solas? Cansada y en su propia habitación, Control pensó que la bióloga no estaba menos alerta, sino demasiado relajada.

Lo estaba confundiendo, porque no paraba de ver nuevas facetas de su persona de cuya existencia no sabía nada y que no formaban parte de la bióloga que él conocía a partir de los informes y las transcripciones. Tenía la sensación de haber estado hablando con alguien más joven, alguien con menos sustancia y más vulnerable, si es que había querido explotar esa vía. Tal vez era porque él había invadido su territorio cuando estaba enferma, o quizá, por alguna razón, ella estuviera probando distintas personalidades. Parte de él añoraba a la Pájaro Fantasma más contenciosa.

Mientras recorría a la inversa los diferentes controles de seguridad y pasaba frente a las falsas fotografías y retratos, reconoció que al menos ella había admitido que parte de sus recuerdos de la expedición permanecían intactos. Lo consideró una suerte de avance, a pesar de que le parecía demasiado lento; de vez en cuando sentía que las cosas avanzaban muy poco a poco y él estaba tardando demasiado en comprender. Las manillas de un reloj que no alcanzaba a ver, que no tenía el poder de ver, giraban incesantemente.

Un día el retrato de la bióloga también colgaría de la pared. Se preguntó si los sujetos, los que estaban vivos, tuvieron que posar para el artista o si los pintaban a partir de fotografías. ¿Tendría que relatar alguna historia inventada sobre su experiencia en el Área X sin tener siquiera el recuerdo completo de lo que de verdad había ocurrido?