Control quiso imponerse en el territorio de Grace, mostrarle que allí se sentía cómodo, pero eso significó llegar cuando ella estaba en mitad de una conversación ridículamente animada con su asistente.
Mientras esperaba, Control revisó la información básica; es decir, lo único que le habían dado, por el motivo que fuese. Grace Stevenson. Homo Sapiens. Mujer. Familia originaria de las Antillas. La tercera generación de la familia en este país y la mayor de tres hermanas. Los padres se habían esforzado mucho para que las tres pudiesen ir a la universidad, y Grace se había graduado primera de su promoción y con una titulación doble en Ciencias Políticas e Historia para después seguir su formación en la Central. Más tarde, durante una operación secreta, se había lesionado la pierna —el informe no contenía detalles— y al final dio con sus huesos en Southern Reach. No, eso no era cierto: la directora la había escogido… ¿sacando su nombre de una chistera? Cheney había hecho algún comentario de pasada sobre el asunto durante la excursión a la frontera.
Pero en un momento u otro debía de haber aspirado a más, así que ¿por qué se había quedado? ¿Simplemente por la directora? Desde que la destinaron a Southern Reach, Grace Stevenson había entrado en una especie de circuito de espera, por no llamarlo una lenta cuesta abajo hacia el estancamiento, cuyo fondo a nivel personal debió de ser un interminable y reñido divorcio unos ocho años antes, sincronizado casi a la perfección con la graduación de sus hijos gemelos. Un año después informó a la Central de su relación con una ciudadana de Panamá, para que pudieran investigar sus antecedentes y comprobar que no suponía un riesgo para la seguridad de la agencia, cosa que confirmaron. Un asunto escabroso pero planeado y, aun así, traumático. Sus hijos eran ambos doctores y estaban inmortalizados sobre su escritorio como jugadores de fútbol. En otra foto aparecía del brazo de la directora: una mujer alta cuya complexión impedía saber si tenía tendencia a engordar o si, por lo contrario, era musculosa. Estaban en algún picnic de Southern Reach; una barbacoa entraba en el plano desde la izquierda y por detrás se veía gente con camisas playeras floreadas. La idea de organizar acontecimientos sociales en la agencia le pareció absurda, pero no tenía claro el porqué. Ya había visto ambas fotos.
Después del divorcio, el destino de la subdirectora quedó aún más unido al de la directora, a quien tuvo que encubrir varias veces, si es que Control estaba leyendo correctamente entre líneas. Al final de la historia, la directora desaparecía y a Grace le tocaba el gordo: ser subdirectora de por vida.
Oh, sí. Y a resultas de eso y otras cosas, Grace Stevenson demostraba ante él una abrumadora hostilidad. Hasta cierto punto, él empatizaba con esa emoción y probablemente ese hecho lo perjudicase. «La empatía es una partida perdida», como solía decir su padre a veces, cuando se hartaba del racismo fortuito al que se enfrentaba. Si pensabas en ello, es que no lo estabas haciendo bien.
Cuando por fin se marchó el asistente, Control se sentó frente a Grace; esta sostenía con el brazo extendido la hoja con la lista inicial de recomendaciones que él le había entregado: no porque oliera mal o la ofendiese de algún otro modo, sino porque se negaba a ponerse lentes progresivas.
Control se preguntaba si ella se iba a tomar las recomendaciones como un reto. Eran deliberadamente prematuras, pero esperaba que así fuese. No obstante, el hecho de que delante de él hubiese una grabadora en marcha como respuesta a su presencia en el espacio de Grace no era buen presagio. Por la mañana había observado sus propios gestos frente al espejo, para ver cuánto podía comunicar sin palabras.
Lo cierto es que la mayor parte de sus recomendaciones administrativas y de gestión servían para cualquier organización que llevase unos años funcionando sin timón; o, siendo generoso, que hubiese estado operando con tan solo medio timón. El resto eran palos de ciego, pero dieran donde diesen, no tenían visos de herir de gravedad a nadie. Quería que la información se distribuyera en varias direcciones, de modo que, por ejemplo, la lingüista pudiera acceder a información clasificada de otros departamentos de la agencia. También quería aprobar las horas extra y las nocturnas, ya que de todas formas las luces del edificio debían permanecer encendidas las veinticuatro horas del día. Se había dado cuenta de que la mayoría del personal se marchaba pronto.
Había otras cosas que eran innecesarias, pero con un poco de suerte Grace malgastaría su tiempo y energía en discutírselas.
—Qué rápido —dijo ella finalmente, y le lanzó las hojas y el clip que las unía.
Se deslizaron sobre la mesa y, antes de que pudiera atraparlas, le cayeron sobre el regazo.
—He hecho los deberes —dijo Control.
Ni siquiera sabía qué quería decir con eso.
—Qué alumno más aplicado. El mejor de la clase.
—Más bien lo primero —repuso Control, sin estar seguro de si le gustaba el tono que había usado ella.
Grace no se molestó en desperdiciar una sonrisa falsa a modo de respuesta.
—Deja que vaya al grano: esta semana alguien ha interferido mi acceso a la Central. Haciendo preguntas, metiendo las narices. Pero quien sea que te esté haciendo este favor no tiene tacto. O la facción que sea que esté detrás no tiene suficiente influencia.
—No sé de qué hablas —dijo Control.
Su comunicación no verbal flaqueaba a causa de la sorpresa; todo él, por mucho que intentase ocultarlo.
Facción. A pesar de que hubiese estado fantaseando con que la Voz tuviera una identidad secreta como parte de una misión encubierta, no se le había ocurrido que su madre pudiese estar liderando una facción. Eso le hizo pensar en una verdadera operación encubierta y una oposición. La mera idea de que pudiera haber fragmentación en la Central lo desconcertaba. ¿Cuán gigantescos, cuán rinocerocrucianos eran los esfuerzos que había hecho la Voz por satisfacer la petición de Control? ¿Y para qué fines usaba la subdirectora sus contactos cuando no era contra él?
La mirada de asco de Grace le dejó claro lo que pensaba de su respuesta.
—En ese caso, John Rodriguez, no tengo ningún comentario sobre tus recomendaciones, salvo que empezaré a implementarlas de forma tan desesperantemente lenta como me sea posible. Algunas de ellas deberían estar en marcha el próximo trimestre, como esta de «comprar nuevo detergente para suelos». Puede. A lo mejor.
Se imaginó de nuevo a Grace llevándose a hurtadillas a la bióloga; múltiples intentos de destrucción mutua; años más tarde, entre las nubes, en lo más alto de dos amplias escaleras mecánicas bañadas en sangre, batallando todavía.
Control asintió, forzado, admitiendo la derrota de muy mal grado. No era el gesto que esperaba haber utilizado.
Sin embargo, ella no había terminado. Cuando abrió un cajón y sacó un joyero de nácar le brillaron los ojos.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó.
—¿Un joyero? —respondió él, confuso, indudablemente desconcertado.
—Es una caja llena de acusaciones —dijo Grace, y se la ofreció.
Con esta caja yo te desprecio.
—¿Qué es una caja de acusaciones? —preguntó, aunque no quería saberlo.
Con un clic y un tintineo, la boca de terciopelo mandó una cascada de micrófonos que Control reconoció enseguida y que rodaron sobre el vade de sobremesa. La mayor parte dejaron de dar vueltas antes de llegar al borde de la mesa, pero hubo un par que siguieron el camino de la lista hasta su regazo. El olor a miel rancia se intensificó.
—Esto es una caja de acusaciones.
Quiso replicar, pero era consciente de lo mala que era su respuesta.
—Yo solo veo una acusación hecha múltiples veces.
—Aún no la he vaciado.
Ella negó con la cabeza.
—Todavía no. Pero si sigues metiendo baza en la Central, lo haré. Puedes llevarte tus espías contigo.
¿Le convenía mentir? Eso arruinaría el mensaje que quería transmitir.
—¿Por qué iba a ponerte micrófonos?
Lo dijo con una expresión que él sabía que socavaba su inocencia, a pesar de que se estaba indignando con el mismo fervor que si fuera inocente. Porque hasta cierto punto se consideraba inocente: acción y reacción. Pierde un puñado de expedicionarios, gana unos cuantos micros ocultos. Seguro que alguno de los dispositivos le sonaba.
No obstante, Grace insistió:
—Lo hiciste. Y también hurgaste en mi documentación y miraste dentro de los cajones.
—De eso nada.
Esa vez su enfado se apoyaba en algo real. No había saqueado su despacho, solo había colocado los micrófonos, aunque, cuanto más lo pensaba, más le preocupaba haberlo hecho. No era típico de él y no había servido para nada; era contraproducente.
Grace continuó con paciencia.
—Si lo vuelves a hacer, presentaré una queja. Ya he cambiado la clave de acceso al despacho. Si quieres saber algo más, tendrás que preguntármelo.
Era fácil decirlo, pero Control no creía que fuese verdad y quiso comprobarlo.
—¿Me metiste tú el teléfono de la directora en la cartera?
No era capaz de hacer la otra pregunta, la más ridícula: «¿Aplastaste el mosquito de dentro de mi coche?». Ni de preguntarle cualquier otra cosa sobre la directora o sobre la frontera.
—¿Por qué iba a hacer algo así? —preguntó ella como si lo estuviera imitando. Pero tenía el rostro serio y parecía perpleja—. ¿De qué hablas?
—Quédate los micrófonos como recuerdo —contestó él.
Llévalos a la tienda de souvenirs de Southern Reach y véndeselos a los turistas.
—No, en serio: ¿de qué hablas?
En lugar de responder, Control se levantó y salió al pasillo. No sabía si lo que oyó desde allí era una carcajada o algún eco distorsionado que venía de los conductos de ventilación.