011: Sexta fisura

Al llegar a casa, Chori esperaba en las escaleras. Control le dejó entrar, le puso la comida que le había comprado en la tienda cuando fue a por el sándwich de pollo y cenó en la cocina a pesar de que el plato del gato hacía que la habitación apestase a salmón grasiento. Se quedó mirando cómo el animal engullía su comida, pero tenía la cabeza en otra parte: en lo que consideraba los fallos del día. Se sentía como si ninguno de los pases hubiese llegado a los receptores y tuviese al entrenador del instituto chillándole desde fuera del campo. La pared oculta tras la puerta había sido una sorpresa; junto con las reuniones, le había quitado demasiado tiempo. Ni siquiera la visita a la frontera había arreglado las cosas; simplemente las había estabilizado, además de abrir nuevas líneas de investigación. Seguía dándole vueltas a la idea de que la directora hubiese estado al otro lado antes de la última undécima expedición. Cheney, durante el trayecto: «Nunca tuve la sensación de que la directora estuviese muy de acuerdo con nosotros, ¿sabes? O bien era muy reservada o bien se dejaba aconsejar por otros, igual que Grace. Eso, o yo no conozco a la gente, que también puede ser».

Control metió la mano en la cartera para sacar las notas que había tomado durante la visita, y al hacerlo se sorprendió de encontrar tres móviles en lugar de dos: el más moderno, que utilizaba para comunicarse con la Voz, el otro para uso normal y otro más grande. Ceñudo, los sacó uno a uno. El tercero era el teléfono viejo y estropeado del escritorio de la directora. Se quedó mirándolo. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Se lo había metido Grace? Un aparato antiguo con una funda de cuero estriada y quemada que parecía el caparazón de un escarabajo. No creía que hubiese sido ella. Grace habría cambiado de opinión, lo habría dejado en su despacho y él debía de haberlo cogido sin darse cuenta de que lo hacía. Pero entonces, ¿por qué no se había dado cuenta de que lo llevaba cuando estaba en el aparcamiento hablando con la Voz?

Lo dejó en la encimera de la cocina, y antes de trasladarse al salón lo miró un par de veces con sospecha. ¿Qué se había perdido?

Después de unas cuantas series de flexiones hechas a medio gas, encendió el televisor. En un abrir y cerrar de ojos lo bombardeó una sucesión de reality shows, la noticia de otra masacre en una escuela, un informe sobre otra zona de desechos marinos y un comentarista gritando los prolegómenos de un combate de artes marciales mixtas. Estuvo dudando entre un programa de cocina y una serie de suspense —dos de sus programas favoritos porque no le requerían pensar—, y al final se decidió por la serie. Tenía al gato en el regazo, ronroneando como un motorcito.

Viendo la televisión se acordó de una charla a la que asistió el segundo año de universidad, a cargo de un profesor de ciencias medioambientales. El concepto básico era que las instituciones, incluso cada uno de los departamentos de los gobiernos, eran la encarnación no solo de ideas y opiniones sino también de actitudes y emociones. Como el odio y la empatía, afirmaciones como: «los inmigrantes deben aprender inglés; si no, no son verdaderos ciudadanos» o «todos los pacientes de enfermedades mentales merecen nuestro respeto». Y que con el esfuerzo adecuado, en el funcionamiento de una agencia, por ejemplo, se podría descubrir no solo el pensamiento abstracto que la respalda sino las emociones en concreto. Southern Reach se había puesto en marcha para investigar (y contener) el Área X; pero, a pesar de que las señales y símbolos de la misión eran visibles —las charlas, los informes, las reuniones y los análisis—, dentro de la agencia también existían otras emociones o actitudes. Le frustraba no ser capaz de identificarlas, como si le hiciera falta un sentido adicional o careciese de la sensibilidad necesaria. Y sin embargo, tal como Grace había dicho, en cuanto se sintiera cómodo en Southern Reach, en cuanto se dejase arropar por su abrazo, estaría demasiado adoctrinado como para percibirlas.

Esa noche no tuvo ningún sueño, pero recordaba haberse despertado mucho antes del alba con el ruido de algo pequeño que se arrastraba a trompicones por el tejado y que enseguida dejó de moverse. Ni siquiera había alertado al gato.