Se acordó de nuevo del terroir, cuando al final del día, todavía secándose, recibió las transcripciones de la sesión matinal con la bióloga. La excursión a la frontera seguía dándole vueltas en la cabeza, como las imágenes distorsionadas de un caleidoscopio. A regañadientes, acababa de volver a tirar el ratón a la papelera y de repatriar la planta a la catedral-almacén. Le había costado un gran esfuerzo hacerlo y cerrar la puerta al singular sermón de la pared. Odiaba permitirse momentos de superstición, pero aún dudaba de si había hecho bien o no; tal vez la directora había dejado el ratón y la planta en el cajón del escritorio por una razón, como insólita protección contra…, ¿contra qué?
Mientras buscaba en internet la referencia que había hecho Pájaro Fantasma a los xenofóridos, seguía sin hallar respuesta a esa pregunta. Lo que sí averiguó fue que la bióloga había citado prácticamente palabra por palabra un viejo libro de un oscuro párroco convertido a naturalista aficionado. Algo que supuso que ella habría leído en la facultad, con todos los recuerdos y asociaciones que eso podía implicar. Creyó que no tenía ningún significado más allá de lo obvio: la bióloga lo había comparado con una torpe caracola.
Entonces hojeó la transcripción y se sintió reconfortado. En un momento dado de la sesión en que ya estaba intentando pescar algo, Control había dejado de lado la torre y el faro para concentrarse en el lugar donde la habían encontrado.
P: ¿Qué dejaste en el solar?
¿Qué pasaría —especulaba él desde su escritorio, aún sin hacer caso de las páginas con manchas de humedad que seguían en el cajón— si el solar fuese un terroir que de algún modo estuviera relacionado con el terroir que conformaba el Área X? ¿Qué pasaría si una confluencia de persona y lugar significase algo más que el regreso a casa? ¿Era preciso ordenar que se hiciera una excavación y estudio del solar? Se acordó entonces de las otras dos: la antropóloga y la topógrafa. Sumido como estaba en los misterios de Southern Reach, no iba a tener tiempo en unos cuantos días de comprobar qué había sido de ellas; gratitud a regañadientes hacia Grace, por sacarlas de allí y hacerle el trabajo más fácil.
Mientras tanto, sobre la página, la bióloga respondía a su pregunta:
R: ¿Que qué dejé? ¿A qué te refieres? ¿A algo como una cadenita con un crucifijo? ¿Una confesión?
P: No.
R: ¿Qué tal si me dices tú lo que crees que me dejé?
P: ¿Los modales?
Con eso se había ganado una carcajada —aunque mordaz—, seguida de un suspiro largo y cansado con el que ella pareció sacar todo el aire de los pulmones.
R: Ya te he dicho que allí no pasó nada. Me desperté como de un sueño eterno y después vinieron a buscarme.
P: ¿Sueles soñar? Me refiero a ahora.
R: ¿De qué me serviría soñar?
P: ¿Qué quieres decir?
R: Que solo soñaría con estar fuera de aquí.
P: ¿Quieres que te cuente mis sueños?
No tenía ni idea de por qué le había dicho eso. No sabía qué contarle, si hablarle de la interminable caída a la bahía, a las fauces de los leviatanes.
La respuesta de la bióloga lo sorprendió:
R: ¿Con qué sueñas, John? Dime.
Era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre y él se esforzó por odiar el estremecimiento que le había provocado. John. La bióloga había subido los pies a la silla y, con las rodillas sujetas entre los brazos, lo miraba con picardía.
En ocasiones hay que variar la estrategia, renunciar a algo para obtener otra cosa. Así que le contó su sueño tímidamente y con la esperanza de que Grace no leyera el documento oficial y lo usase contra él de un modo u otro. Pero, si le hubiese mentido, si se hubiera inventado algo, estaba convencido de que Pájaro Fantasma lo hubiese sabido; de que mientras él intentaba interpretar sus silencios y sus gestos, ella había estado procesándolo a él. Incluso cuando se limitaba a hacer preguntas, Control no podía evitar una hemorragia de datos, y de pronto le vino una imagen a la mente: información flotando alrededor de su cabeza en una pixelada neblina de color rojo. Estos son mis familiares. Esta es mi exnovia. Mi padre era escultor; mi madre es espía.
Pero durante unos instantes ella también había bajado la guardia.
R: Me desperté en el solar y creí estar muerta. Pensé que a lo mejor estaba en el purgatorio, aunque no creo en el más allá. Pero era un lugar tan tranquilo y vacío… que esperé. Tenía miedo de marcharme, de que hubiese un motivo por el que debía estar allí. No estoy segura de si quería saber nada más. Entonces vino la policía, y después de eso, Southern Reach. Pero aun así estaba convencida de que no estaba viva.
¿Y si la bióloga había decidido esa mañana que estaba viva en lugar de muerta? Tal vez eso explicase el cambio de humor.
Cuando acabó de leer, todavía sentía la mirada fija de Pájaro Fantasma. Ella no le permitía apartar la suya, lo tenía atrapado; o él no se lo impedía. Por el motivo que fuese.
Volviendo de la frontera, Control, Whitby y Cheney se habían visto abocados al silencio, puede que sobrecargados por el contraste entre el sol y el calor, y la lluvia y el frío. No obstante, a Control le parecía el silencio cordial de las experiencias compartidas, como si se hubiese iniciado en un club selecto sin necesidad de haberlo pedido con antelación. La sensación le pedía cautela: era un espacio por el que se colaban sombras que no eran bienvenidas, en el que las personas accedían a cosas con las que no estaban de acuerdo, creyendo que todos tenían las mismas intenciones y propósitos. Una vez, en un espacio como aquel, otro agente lo había llamado «colega», y sin pararse a pensar le comentó que «No eres el típico frijolero».
Cuando faltaba kilómetro y medio para llegar a Southern Reach, Cheney, como si no tuviera importancia alguna, dijo:
—¿Sabías que corre un rumor sobre la antigua directora y la frontera?
—¿Ah, sí?
Aquí viene. Ahí lo tenía: la comodidad, la satisfacción llevaba a un exceso de ambición, a revelar cosas a medias que deberían permanecer ocultas.
—Dicen que una vez cruzó la frontera ella sola —dijo Cheney con la mirada perdida.
Incluso Whitby parecía querer distanciarse de esa afirmación, pues conducía con el cuerpo inclinado hacia delante.
—Es un rumor —añadió Cheney—. No tengo ni idea de si es verdad.
En cualquier caso, eso no le importaba a Control, pero no se le escapaba que el añadido del final no era sincero. Estaba claro que Cheney no perdía el sueño por si aquel asunto era cierto o no; o bien sabía que lo era y quería que Control fuese tras la pista.
—¿Dice algo el rumor sobre cuándo podría haber sido? —preguntó Control.
—Antes de la última undécima expedición.
Una parte de él quería consultar a la subdirectora para saber qué sabía ella; otra pensaba que sería precipitarse. Así que rumió la información mientras se preguntaba por qué se la habría dado Cheney, sobre todo delante de Whitby. ¿Significaba que, a pesar de que las pruebas pareciesen decir lo contrario, Whitby tenía suficiente carácter como para callarse incluso lo que Grace quería que revelase?
—¿Has estado al otro lado, Cheney?
Una risotada.
—No. ¿Estás loco o qué? Claro que no.
Al final del día y ya en el aparcamiento, Control se sentó al volante, metió las llaves en el contacto y se tomó un momento para descomprimir. La lluvia había pasado de largo y había dejado charcos aceitosos y un lustre verdoso en la hierba y los árboles. Solo quedaba el coche eléctrico de color violeta de Whitby; estaba aparcado en diagonal ocupando dos espacios, como si lo hubiera arrastrado una corriente.
Era hora de llamar a la Voz y dar parte. Era mejor hacerlo cuanto antes y evitar así llevarse el trabajo a casa.
El teléfono sonó y sonó.
Al final, la Voz respondió con un «¿Qué quieres?», como si Control hubiera llamado en mal momento.
Quería preguntar sobre el viaje clandestino de la directora al otro lado de la frontera, pero el tono de la Voz hizo descarrilar sus intenciones y empezó con la planta y el ratón:
—He encontrado algo raro en el escritorio de la directora…
Control parpadeó una vez, dos, tres. Mientras hablaban se había percatado de una cosa. Era una nimiedad, pero lo inquietó. En el interior del parabrisas había un mosquito aplastado y Control no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Sabía que por la mañana no estaba y tampoco recordaba haber intentado matarlo. Idea paranoica: un descuido de cualquiera que hubiese estado registrándole el coche…, ¿o quizá alguien quería hacerle saber que lo estaban vigilando?
Con la atención dividida, Control se dio cuenta de que la conversación con la Voz cojeaba. Casi como las turbulencias que impulsan un avión hacia arriba y adelante, mientras el pasajero —él— permanecía en el interior, atado al asiento y asustado. O como si estuviera viendo un programa de televisión con cortes en la emisión y cada vez que había un corte perdiese cinco segundos. Aunque en su caso la conversación continuaba en el mismo punto.
La Voz hablaba con más brusquedad de la habitual:
—Te conseguiré más información. Y no te preocupes, que aún estoy trabajando en el problema que tenemos con la subdirectora. Llámame mañana.
Se le coló una imagen ridícula en la mente: la subdirectora saliendo al aparcamiento mientras él estaba en la frontera, forzando la cerradura, registrando la guantera, aplastando el mosquito con sadismo.
—No sé si ahora mismo es buena idea. Hablo de lo de Grace —dijo Control—. Quizá sea mejor…
Pero la Voz ya había colgado, y Control se preguntó cómo podía ser que hubiese oscurecido tan pronto.
Observó la enrevesada geometría de sangre y delicadas extremidades, incapaz de apartar la mirada del mosquito. Había algo más que quería comentar con la Voz, pero se había olvidado por culpa del insecto; tendría que esperar hasta el día siguiente.
¿Era posible que lo hubiese aplastado él sin ser consciente de lo que hacía y que después no se acordase? Le parecía muy poco probable. En cualquier caso, y por si él no lo había hecho, resolvió dejar el bicho allí pegado junto al manchurrón de sangre. Quizá sirviera como mensaje. Tarde o temprano.