Al final, durante la reunión sobre la pared más allá de la puerta, llegaron a la cuestión del ratón y la planta.
—¿Qué me decís del ratón? ¿Y de la planta? —había exigido saber Control para ver qué pasaba—. ¿También es un homenaje?
Seguían dentro de la maceta y ninguno de los dos le había saltado al cuello a nadie, aunque Hsyu los había estado vigilando durante toda la reunión. Por su parte, Whitby no se atrevía siquiera a concederles un vistazo y parecía un gato dispuesto a alejarse de un brinco al menor indicio de peligro inminente proveniente de la maceta.
—No mucho —admitió Grace tras una pausa—. La directora estaba intentando matarla.
—¿Qué?
—No se moría —dijo con desprecio, como si la negativa de la planta a participar del orden natural de las cosas fuese una afrenta y no un milagro.
La subdirectora encomendó a Whitby la tarea de resumir los espeluznantes intentos de destruirla, que incluían punzadas, un cuidado plan de quemaduras, privación de tierra y agua, introducción de parásitos, negligencia general, emanación de vibraciones de odio, acoso físico y verbal, y muchas cosas más. Whitby recreó algunos de los casos con excesiva energía, casi frenesí.
Habían enviado esquejes a la Central y tal vez sus científicos estuvieran trabajando para desentrañar sus secretos; pero no les habían enviado ningún tipo de información y nada de lo que había hecho la directora había conseguido matarla, ni siquiera metiéndola en un cajón cerrado con llave. Solo que alguien se había apiadado de ella y la había regado; quizá la misma persona que había metido el ratón muerto pensando en el aporte nutricional. Control miró con sospecha a Whitby y a Grace: la idea de que uno de los dos hubiese mostrado tal clemencia hizo que ambos le cayeran un poquito mejor.
Llegado ese punto, Hsyu hizo una aportación:
—Tengo entendido que la sacó de la sala de muestras. Es del Área X. Una planta muy común, aunque no soy botánica.
En ese caso, por mí que no quede, acompáñame a la sala de muestras.
Solo que Hsyu, como lingüista, no tenía acceso a esa zona.
A medida que se acercaba la frontera, el paisaje cambiaba y Whitby tuvo que reducir la velocidad hasta quince kilómetros por hora; la carretera se estrechaba y se hacía más peligrosa. Los pinos oscuros y las zonas pantanosas cedían el paso a una especie de bosque pluvial subtropical. Control veía helechos cola de mono y una sorprendente cantidad de delicadas efímeras de alas negras a medida que el todoterreno cruzaba una serie de puentes de madera sobre la maraña de riachuelos que surcaban la tierra. El olor había cambiado de húmedo y empalagoso a uno tan refrescante como el verdor de los helechos, una insinuación de frescura a causa de la espesura de las copas de los árboles. Se dio cuenta de que estaban recorriendo la periferia de una enorme dolina, el tipo de «anomalía topográfica» que genera un hábitat completamente distinto. Por algún motivo, los parques de dolinas que había en la zona eran los lugares favoritos de los adolescentes, él mismo había acudido con sus amigos a encontrarse con chicas después de procurarse algunas cervezas de forma ilícita. Los agujeros que él recordaba eran vertederos de latas de cerveza aplastadas y una lluvia de envoltorios de condones. El tipo de sitio que la policía vigilaba porque durante los fines de semana era raro que no hubiese alguna pelea.
Lo más sorprendente era que se veían conejos blancos saltando ágiles entre las pozas de agua y los lugares más húmedos, donde se acumulaba la hojarasca marrón y, a juzgar por los sombreros rojos de las setas que crecían como seres primitivos, la putrefacción seguía su curso.
Control aprovechó para interrumpir uno de los monólogos de despiste de Cheney.
—¿Son lo que creo que son?
El científico, claramente aliviado porque Control hubiese dicho algo, respondió:
—Sí, esos son los auténticos descendientes de los sujetos del experimento. Los que escaparon. Se reproducen…, bueno, como conejos. Se hicieron grandes esfuerzos por erradicarlos, pero estaba costando demasiados recursos y ahora los dejamos en paz.
Control siguió a una de las bestias blancas con la mirada; era más grande que el resto e iba en busca de un lugar más alto, avanzando a saltos y brincos con paso desafiante. O tal vez Control proyectase eso sobre el animal, igual que proyectaba sobre el resto una peculiar quietud y actitud vigilante.
De pronto, Whitby quiso meter baza:
—Los conejos tienen tres párpados y no pueden vomitar.
Sorprendido por un instante al oír a Whitby, Control dio más trascendencia a sus palabras de las que en realidad merecían.
—Es un buen recordatorio de que debemos ser humildes —dijo Cheney, pasando por encima de su compañero como una apisonadora—, recibir lecciones de humildad. Es una experiencia que nos recuerda nuestros límites. O algo así.
—¿Qué pasaría si alguno hubiese regresado? —preguntó Control.
—¿Qué?
Control estaba seguro de que Cheney le había oído, pero aun así repitió la pregunta.
—¿Desde el otro lado de la frontera? ¿Te refieres a qué pasaría si hubiesen estado al otro lado y hubiesen vuelto a cruzar? Bueno, eso sería un desastre. Mala praxis. Porque la cuestión es que sabemos que han proliferado una barbaridad, al menos los que tuvieron suficiente picardía como para sobrevivir. De hecho, algunos han logrado escapar de la zona de contención y alguna gente de espíritu emprendedor los ha cazado y los ha vendido a las tiendas de animales.
—¿Me estás diciendo que cabe la posibilidad de que la progenie de un experimento de hace quince años esté viviendo con la población en sus casas? ¿Como mascotas?
Control estaba anonadado.
—Yo no lo diría así, pero esa es la idea, más o menos —admitió Cheney.
—Extraordinario —se limitó a comentar Control, horrorizado.
—No tanto —replicó Cheney contraatacando con cuidado y firmeza—. La naturaleza es así. Al menos en el caso de las especies invasoras que hay por el mundo. Te puedo vender una pitón de la Península del miedo con la misma motivación.
Unos momentos después, Whitby pronunció de una vez el parlamento más largo que iba a hacer durante todo el viaje:
—Los pocos que hay de color blanco y marrón descienden de los blancos que se cruzaron con los conejos autóctonos de los pantanos, los llamamos Especiales de la Frontera, y los soldados los cazan y se los comen. Sin embargo, los blancos no, cosa que para mí no tiene sentido. ¿Por qué cazar cualquiera de las dos especies?
¿Y por qué no los mataban a todos? ¿Por qué se los comían?
Cincuenta mil muestras languidecían en las extensas salas que configuraban el segundo piso del brazo izquierdo de la herradura según se llegaba desde el aparcamiento. Habían ido antes de la hora del almuerzo, sin Hsyu. Tuvieron que ponerse trajes blancos de protección biológica y guantes negros, de modo que Control acabó llevando una versión de los que tanto lo habían inquietado en la División Científica. Esta era su venganza: meter las manos dentro y convertirlos en sus marionetas aunque le desagradase el tacto de la goma.
La atmósfera se asemejaba al interior de una catedral —y casi como si la visita a las instalaciones de los científicos hubiese sido un ensayo de esta—, la secuencia de cámaras estancas era la misma. Tenía la sensación de que el lugar pedía una música etérea y celestial, y la forma en que la luz incidía sobre el ambiente hacía que en los lugares más iluminados Control viera motas de polvo flotando en el aire. Ciertos arcos y paredes maestras conferían a las salas un carácter sobrenatural que los techos altos no hacían sino intensificar.
—Este es mi lugar favorito de Southern Reach —confesó Whitby, con el rostro iluminado a través del casco transparente—. Aquí se respira calma y seguridad.
¿Acaso se sentía inseguro en otros sectores del edificio? Control estuvo a punto de preguntárselo, pero creyó que estropearía la atmósfera. Deseó haber traído el reproductor y los auriculares para disfrutar al máximo de la experiencia con música neoclásica; de todos modos, las notas resonaban en su mente como un extraño anhelo.
Él, Whitby y Grace recorrieron las salas vestidos con los trajes espaciales terrestres como dioses distantes paseando por un terreno escogido por la gracia divina. Aunque la protección era voluminosa, el material era muy ligero y no parecía tocarle el cuerpo. Se sentía flotar, como si allí la gravedad obedeciese a otras leyes. El traje tenía un olor apenas perceptible de sudor y menta, pero procuró no prestarle atención.
Por todas partes había extensas hileras de muestras, cuyo efecto se multiplicaba por los espejos que cubrían las divisiones entre cada una de las salas. Todo tipo de plantas, trozos de corteza, libélulas, cuerpos liofilizados de zorros y ratas almizcleras, excrementos de coyote, un pedazo de un viejo barril. Musgo, líquenes y hongos. Radios de ruedas y la mirada ciega de los ojos vidriados de unas ranas arborícolas. Por algún motivo creía que le esperaba un laboratorio a lo Frankenstein con terneros de dos cabezas en formaldehído y un espeluznante criado jorobado guiándolos a trompicones y explicándolo todo en un chapurreo de buenas intenciones y mala sintaxis. Sin embargo, estaba a solas con Whitby y Grace, y en aquella catedral ninguno de los dos parecía tener intención de explicarle nada.
Los análisis que habían llevado a cabo los científicos de Southern Reach con las muestras más recientes —tomadas seis años antes y traídas por la expedición X.11.D—, evidenciaban que en el Área X no había toxicidad causada por el hombre. Ni rastro. No había metales pesados ni residuos industriales o agropecuarios ni plásticos. Era imposible.
Control echó un tímido vistazo a través de la puerta que la subdirectora acababa de abrirle.
—Aquí estamos —dijo ella.
A Control le pareció un comentario estúpido, pero, en cualquier caso, ahí estaban: mirando la sala principal, con techos aún más altos y más columnas. Ante interminables hileras de estanterías alojadas en una sala larga y amplia.
—Aquí el aire es puro —dijo Whitby—. Te puedes colocar con los niveles de oxígeno.
Ni una sola de las muestras había dado señales de ninguna irregularidad: estructuras celulares, bacterias, niveles de radiación o cualquier otro parámetro aplicable normal. El puñado de científicos externos invitados, que habían superado los controles de seguridad y habían acudido a examinar las muestras sin que se les proporcionase un contexto en el que enmarcarlas, no había encontrado nada extraño. Salvo que, en cuanto apartaban la mirada del microscopio, las muestras cambiaban; y cuando volvían a mirar, se habían reconstituido para parecer normales. «Aquí estamos».
A primera vista, oteando esa amplísima dispersión de objetos, Control creyó estar mirando una vitrina de curiosidades: mudas secas de escarabajos, delicadas estrellas de mar y mil cosas más metidas en tarros, botellas, vasos de precipitados y cajas de distintos tamaños.
—¿Ha habido alguien que se haya comido alguna de las muestras? —preguntó a Grace.
Control estaba bastante seguro de que si hubiesen devorado la planta inmortal, esta no habría regresado del más allá.
—Shhh —dijo ella, como si estuvieran en una iglesia y él hubiese hablado demasiado alto o le hubiera sonado el móvil.
Sin embargo, se dio cuenta de que Whitby lo miraba perplejo, ladeando la cabeza dentro del casco transparente. ¿Era posible que él las hubiese probado a pesar del terror?
Al mismo tiempo tenía presente que, excepto los biólogos, Hsyu y el resto del personal no había visto la catedral de muestras. Se preguntaba cuál sería su interpretación de las rayas del pelaje de una rata almizclera o la mirada perdida de un gavilán o la curva de su pico. Qué susurros o palabras inesperadas podían surgir de una selección de musgo arborícola o de corteza de ciprés. Los patrones presentes en ramas y hojas.
Era una idea demasiado absurda como para pronunciarla en voz alta, al menos habiéndose incorporado hacía tan poco tiempo. O quizá aun cuando llevase mucho en el puesto, si es que tenía esa fortuna o mala suerte.
Allí estaba.
Cuando la subdirectora cerró la puerta y prosiguieron hacia la siguiente sección de la catedral, Control tuvo que morderse el pulgar para impedir que se le escapara una risita. Le había venido a la mente la imagen de las muestras poniéndose a bailar en cuanto se cerraba la puerta, liberadas de las terribles limitaciones de la mirada humana. «Nuestra trivial y devastadora imaginación», tal como lo había expresado la bióloga en una conversación con la directora antes de que partiera la duodécima expedición, en un insólito momento con la guardia baja.
Más tarde, ya en el pasillo con Whitby y agotado por la experiencia:
—¿Era esa la sala que querías que viese?
—No —dijo Whitby sin extenderse más.
Se preguntó si su anterior negativa lo habría ofendido. Y aunque no fuese así, estaba claro que Whitby había retirado la oferta.
Espectros de poblaciones cubiertas de kudzu y otras enredaderas desintegrándose bajo el musgo: un minigolf de temática pirata abandonado desde hacía décadas. Los greens, enterrados bajo las hojas y el barro. Cubiertas de navíos corsarios plantados en ángulos increíbles, como si sobresaliesen de un picado mar vegetal; los mástiles partidos en ángulo recto, ocultos en la penumbra. Empezaba a llover. Al lado había una gasolinera en ruinas. El techo se había derrumbado bajo el peso de los árboles caídos y el asfalto estaba tan resquebrajado a causa de las retorcidas raíces que se había desintegrado en húmedos trozos de la textura y consistencia de suculentos pedazos de tarta de chocolate negro. Las desdibujadas siluetas de casas y edificios de dos plantas que se veían a través de los árboles probaban que antes de la evacuación allí había vivido gente. A tan poca distancia de la frontera se había hecho lo mínimo posible, así que los lugares abandonados quedaron a merced únicamente del paso del tiempo, de la lluvia y de la podredumbre.
El último tramo de camino obligó a Whitby a conducir en círculos por la dolina hasta que Control estuvo seguro de que se encontraban por debajo del nivel del mar, aunque después subieron hasta una pequeña colina. Allí había unos barracones de un verde apagado y un edificio de ladrillo de aspecto oficial donde estaba el mando militar y el puesto de Southern Reach.
De acuerdo con un enrevesadísimo organigrama jerárquico que recordaba a varias serpientes gruesas en plena cópula, allí Southern Reach se hallaba bajo jurisdicción del ejército. Quizá por eso sus instalaciones, que entre expediciones estaban cerradas, parecían simplemente una hilera de tiendas enormes hechas de merengue. Dicho de otro modo, eran como cualquiera de las carpas donde se hacía misa y que Control conoció durante la adolescencia, dependiendo de con quién estuviese saliendo. La calcificación de evangelistas y nuevos cristianos a menudo tenía ese aspecto: de algo temporal que se había endurecido y convertido en permanente. Los recibió una serie de carpas petrificadas o una colección de enormes olas congeladas en el tiempo. La imagen le parecía tan fuera de lugar y tan sorprendente como si las instalaciones fueran una manada fosilizada de gigantescos pastelitos que de crío consideraba una auténtica delicia.
El cuartel general del ejército estaba en una sección con forma de cúpula entre los barracones, detrás del último control, pero no parecía haber mucha gente aparte de unos cuantos soldados esparcidos por el baño de lodo surcado de roderas que era el aparcamiento que se había habilitado. Holgazaneaban sin prestar atención a la lluvia que los estaba empapando, charlando con aire aburrido pero acaloradamente mientras fumaban cigarrillos con sabor a cereza. «Lo que tú digas», «Que te follen». Tenían cara de no saber en absoluto qué estaban custodiando, o de saberlo y querer olvidarlo.
La comandante de la frontera, Samantha Higgins, que ocupaba una sala no mucho más grande que un armario y no menos deprimente, estaba ausente sin permiso cuando llegaron. Su edecán —o «el del can», como habría dicho su padre obedeciendo a su afición a los juegos de palabras— les transmitió sus disculpas por «tener que ausentarse» y no poder «recibirlos en persona». Como si Control fuese un paquete de entrega especial cuyo recibo ella debía firmar.
Tampoco importaba. Después de que los miembros de la undécima expedición apareciesen en su casa, se había creado cierta incomodidad entre ambas organizaciones. Se habían actualizado los procedimientos y revisado las cintas de seguridad una y otra vez. Se había vuelto a inspeccionar la frontera en busca de nuevos puntos de salida, tomando lecturas de temperatura, fluctuaciones en las corrientes de aire. Cualquier cosa. Pero en vano.
Así que Control consideraba que el cargo de «comandante de la frontera» era inútil o, cuando menos, daba lugar a confusiones, y no le importaba en absoluto que Higgins no estuviera presente. No obstante, Cheney pareció tomárselo como una afrenta personal:
—Le dije que era importante. Ella sabía que lo era.
Mientras tanto, Whitby aprovechó para acariciar un helecho, gesto con el que reveló a Control una sensibilidad al tacto que hasta entonces le había pasado inadvertida.
Se había sentido un tanto ridículo al preguntarle a Whitby qué quería decir con «el terror», pero tampoco podría dejarlo pasar. Sobre todo después de leer el documento sobre teorías que le había entregado esa misma mañana y de las que también quería hablar. Control consideraba cada una de ellas algo como una «muerte lenta por», dependiendo del contexto: muerte lenta por alienígenas, muerte lenta por universo paralelo, muerte lenta por fuerza desconocida que viaja en el tiempo, muerte lenta por invasión de una Tierra paralela, muerte lenta por tecnología o biosfera latente o simbiosis o iconografía o etimología desaforadamente divergente. Muerte por esto y por lo de más allá. Muerte por indiferencia y deducción. Y su favorita: «Organismo terrestre de hábitat superficial anteriormente desconocido». ¿Y dónde se había escondido durante todos esos años? ¿En un lago? ¿En una granja? ¿Entre las tragaperras de un casino?
No obstante, se daba cuenta de que su risa era una señal de histeria, y su cinismo, simplemente, un mecanismo de defensa para no tener que pensar en todo eso.
Muerte, también, por ceja arqueada: una buena dosis tácita o expresa de «tu teoría es ridícula, inútil y no tiene justificación alguna». La resurrección de algunos fantasmas de la rivalidad interdepartamental permeaba algunas de las frases de un modo extraño. Sentía curiosidad por averiguar cuánto se había confraternizado allí a lo largo de los años; si un comentario crítico de un arqueólogo a una afirmación aparentemente razonable de un científico medioambiental representaba una opinión real o si significaba que estaba siendo testigo de una jugada sobre un tablero, la última consecuencia de un asunto que había ocurrido veinte años antes.
Así que, antes de la excursión a la frontera, Control había renunciado a la hora del almuerzo para convocar a Whitby en su despacho y dejar claro el tema del terror y comentar las teorías.
Whitby se sentó en el extremo de la silla, delante de Control y su gigantesco escritorio, esperando con total concentración. Vibraba casi como un diapasón, y eso volvió a Control reticente a decir lo que tenía que decir, aunque no se lo impidió:
—¿Por qué has dicho «el terror» antes? Y lo has repetido.
El rostro de Whitby se quedó completamente vacío de expresión, pero un momento después se iluminó hasta tal punto que durante unos instantes parecía estar levitando.
—No, terror no —puntualizó.
Tenía aspecto de estar atareado como un colibrí en pleno acto de polinización.
—No he dicho «terror» en absoluto. Era «terroir».
Esa vez exageró y corrigió la pronunciación de la palabra para que Control viese que no era «terror».
—Entonces ¿qué es terroir?
—Terminología vinícola —dijo Whitby.
Hablaba con tal entusiasmo que Control se preguntó si aquel hombre no tendría otro trabajo como sumiller en algún restaurante de lujo de Hedley, de los que había junto al río.
No obstante, su repentina euforia lo contagió. En Southern Reach había tanto desconcierto y parecía tan común que la gente acabase recitando cosas de memoria, que ver a Whitby tan excitado por algo le elevó el ánimo.
—¿Qué significa? —preguntó a pesar de que aún no estaba seguro de si era buena idea seguirle la corriente.
—¿Qué significa? —dijo Whitby—. Terruño. Se refiere a las características específicas de un lugar: la geografía, geología y clima. Características que, unidas a las peculiaridades genéticas de un vino, son capaces de crear una cosecha original, sorprendente e intensa.
Control estaba confundido, pero la situación también le hacía gracia.
—¿Y qué relación guarda esto con tu trabajo?
—Está totalmente relacionado —dijo Whitby con el doble de entusiasmo—. La traducción literal de la palabra podría ser territorio, y hace referencia a la suma de los efectos de un entorno localizado, en el sentido de que estos tienen un efecto sobre las cualidades de un producto en concreto. Este puede ser vino, claro, pero ¿qué pasa si aplicamos esos criterios a las observaciones sobre el Área X?
—¿Quieres decir que tú estudiarías la historia natural y humana de ese tramo de costa, además del resto de los elementos, y que cabe la posibilidad de que haciéndolo llegaras a encontrar la respuesta a esa confluencia? —preguntó Control frente a un Whitby emocionado.
Comparadas con la idea del terruño, las teorías que le habían presentado parecían estridentes y muy poco sofisticadas.
—Exacto. La esencia de la idea del terroir es que no hay dos zonas iguales. Que no puede haber dos vinos exactamente iguales porque no se puede dar la misma combinación de elementos. Que ciertas varietales no se pueden dar en ciertos lugares. Pero para llegar a determinadas conclusiones se necesita un conocimiento muy profundo de la región.
—¿Y eso no se está llevando a cabo?
Whitby se encogió de hombros.
—Hasta cierto punto, sí. Algunas cosas. Pero en mi opinión no se considera parte de un todo. Creo que se tratan ciertas zonas con demasiado énfasis, como el faro, la torre o el campo base. Esos elementos distintivos que, por decirlo de algún modo, sobresalen en el paisaje; mientras que el paisaje en sí se pasa por alto. Lo mismo ocurre con la idea de que el Área X no se podría haber creado en ningún otro lugar…, aunque en realidad esta teoría sería altamente especulativa y estaría basada solo en mis observaciones particulares.
Control asintió, incapaz de sacudirse un rotundo escepticismo de encima. ¿Era posible que el del terroir fuese un enfoque más útil que el resto? Si lo que fuera que se hallaba más allá de la experiencia de los seres humanos había decidido embarcarse en algo cuyo propósito no pensaba dejar que estos comprendiesen o reconociesen, el enfoque del terroir no sería más que una suerte de autopsia, una forma de admitir los límites de los sistemas humanos. Se podría realizar un esquema de todo un proceso —o, por ejemplo, de un desembarco militar o una invasión— después de que este tuviera lugar sin llegar a saber jamás quién lo había hecho ni su motivación. Quería decirle a Whitby que cultivar uvas era más sencillo que el Área X, pero se abstuvo.
—Puedo mostrarte algunas de mis conclusiones —dijo Whitby—. Puedo enseñarte los inicios.
—Fantástico —dijo Control asintiendo con ánimo exagerado.
Whitby tomó esa palabra como el fin de la conversación, y Control sintió alivio al ver que se marchaba sin más, pero no tanto porque pareciera tomárselo como una afirmación pura y dura.
Las teorías grandilocuentes podían salir mal; como, por ejemplo, el exceso de énfasis con el que la Central intentaba forzar conexiones entre milicias de derechas que no tenían conexión alguna. Entonces recordó que su padre se inventaba historias sobre cómo una de las piezas de su variopinto jardín escultórico hablaba sobre otra y cómo todas formaban parte de una narrativa más amplia. Todas habían ocupado el mismo espacio y las había creado la misma persona, pero no estaban pensadas para comunicarse entre sí. Del mismo modo que tampoco lo estaban para enmohecerse y oxidarse en el jardín trasero. Pero al menos así su padre podía racionalizar el hecho de que, aunque protegidas por lonas, hubiesen permanecido allí juntas bajo el sol ardiente y la lluvia.
La frontera había aparecido al alba un día, en una fecha que fuera de Southern Reach nadie recordaba y mucho menos celebraba. Solo que se estimaba que ese hecho inexplicable había matado unas mil quinientas personas. ¿Qué papel tenían los fantasmas en un terroir? ¿Hacían el sabor más intenso o lo volvían seco, terroso, irreconciliable? El sabor que Control tenía en la boca era amargo.
Si «terroir» significaba una confluencia, la entrada al Área X a través de la frontera era la confluencia suprema. También era el secreto supremo, en tanto que nadie tenía un registro visual del punto de entrada. A menos que uno estuviera allí mismo, mirándolo, no había manera de experimentarlo. Estar delante, observando a través de una atronadora tormenta eléctrica, con los zapatos llenos de barro y un paraguas para tres, tampoco ayudaba mucho.
Se quedaron de pie, empapados y pasando frío, al final de un camino que serpenteaba desde los barracones del cuartel hasta el borde de la gigantesca dolina y hacia tierras más estables. Estaban mirando el lado derecho de un marco alto y robusto hecho de madera pintada de rojo; delineaba la ubicación, altura y anchura de la entrada, que se encontraba algo más allá. El camino discurría paralelo a una línea de pintura que se renovaba permanentemente y cuya función era advertir de que la frontera estaba a cuatro metros y medio. Si avanzabas tres metros desde la raya, los láseres de un sistema de seguridad oculto se activaban y te convertían en una barbacoa. Pero, por lo demás, el ejército apenas había dejado huella; nadie sabía qué podía afectar al terruño. Los niveles de toxicidad en aquel lugar eran casi idénticos a los del Área X, es decir: cero, nada, conjunto vacío.
En cuanto al terror, sus niveles personales habían aumentado gracias a las descargas eléctricas que amenazaban con encender el cielo y los truenos que sonaban como un gigante malhumorado arrancando árboles. No obstante, habían perseverado; Cheney sujetaba el paraguas a rayas azules y blancas por encima de sus cabezas, con el brazo totalmente extendido hacia el cielo, mientras Control y Whitby se pegaban a él, intentando sincronizar el paso en el estrecho camino sin tropezar entre ellos. Todo ello inútil frente a una lluvia que caía de lado.
—La entrada no es visible desde un costado —dijo Cheney en voz alta y con la frente salpicada de barro y trozos de hojas—, pero enseguida la veremos. El camino da la vuelta para aproximarse desde el frente.
—¿No proyecta ninguna luz?
Control le dio un manotazo a algo rojo con seis patas que le estaba trepando por el pantalón.
—Sí, pero desde el lado no se ve. Desde aquí no parece existir.
—Tiene seis metros de altura y tres coma seis de ancho —añadió Whitby.
—O como yo digo: sesenta conejos de alto y treinta y seis de ancho —dijo Cheney.
Control, invadido por una repentina generosidad, le rio la gracia e imaginó que eso infundiría alegría a los rasgos de Cheney, a pesar de que en mitad de tanto barro y agua apenas se reconocían unos a otros.
La zona tenía aspecto de altar incluso a través de las cortinas de agua. Sobre todo porque en la frontera el aguacero se cortaba de forma abrupta, aunque el paisaje continuase sin interrupción. Control esperaba ver el equivalente de la desconexión que se da cuando las dos mitades de una foto impresa a doble página no están alineadas a la perfección. Pero en lugar de eso tuvo la sensación de estar esforzándose por avanzar a través de un enorme terrario o un invernadero de cristales invisibles, al otro lado de los cuales hacía sol.
Llegaron hasta el final del camino entre una vegetación exuberante y un paisaje alarmantemente lleno de pájaros e insectos; a través del velo de lluvia, algo más allá, se veía un grupo de ciervos. En la reunión, Hsyu había dicho algo sobre asumir cosas según la terminología y él había repuesto: «¿Te refieres a llamar a algo “frontera”?», y se hizo un silencio sepulcral. Volviendo a la idea de privar a los expedicionarios de sus nombres, ¿qué pasaba si al añadir la personalidad y otros detalles a una mera función se revelaba una situación totalmente nueva?
Después de unos minutos arrastrándose por el barro, el camino giró y se detuvieron frente a la estructura de madera.
No esperaba ver nada hermoso, pero lo era.
Más allá del marco rojo, Control veía un espacio vagamente rectangular cuya parte superior formaba un arco en el que se arremolinaba una inquisitiva y centelleante luz blanca que titilaba y parpadeaba y siempre parecía estar a punto de apagarse pero nunca desaparecía; una especie de espiral dando vueltas sin cesar sobre sí misma. Si uno parpadeaba rápidamente, recordaba a ocho o diez radios girando sin parar, pero se trataba de una ilusión.
No se parecía a ninguna otra luz que hubiese visto antes. Ni fuerte ni suave. No era cursi como la luz de las hadas en las películas malas. Ni la luz oscura de los buhoneros o magos ni de cualquiera que intente definir la luz a partir de las sombras. Carecía de la claridad que había en la catedral de las muestras y que todo lo dejaba al desnudo, pero no era turbia ni dorada ni cualquier otro adjetivo que se le ocurriese en aquel momento. Se imaginó intentando describírsela a su padre, pero en realidad era él quien podría habérsela descrito.
—A pesar de ser un pasillo tan amplio y alto, hay que arrastrarse con la mochila a cuestas, tan cerca del centro como sea posible.
Era Cheney, confirmando lo que Control ya había leído en los informes. Como gatos con cinta aislante pegada en el pelaje, reptando sigilosamente sobre el vientre.
—Con independencia de si sufres agorafobia o claustrofobia, allí dentro la sensación es extraña, porque al mismo tiempo parece que avances por un vasto campo y sobre un estrecho precipicio sin barandilla, como si estuvieras a punto de caer en cualquier momento. Coexistes en un espacio confinado y al mismo tiempo sin fin. Es uno de los motivos por los que hipnotizamos a los componentes de las expediciones.
Por no mencionar —y Cheney no lo hizo— que el líder siempre debía soportar la experiencia sin la ayuda de la hipnosis, y que algunos tenían extrañas visiones mientras estaban dentro. «Era como estar en uno de esos acuarios en los que caminas por debajo del agua, pero el agua estaba turbia y yo no sabía qué nadaba en ella. Mejor dicho, el agua no era turbia, pero las criaturas sí». «Vi constelaciones y todo estaba cerca y lejos al mismo tiempo». «Había un vasto llano como en el lugar donde crecí y cada vez se expandía más y más, hasta que tuve que mirar al suelo porque tenía la sensación de que me estaba llenando e iba a estallar». Todo eso podría haber tenido lugar simplemente en la mente de los sujetos.
La longitud del pasadizo no se correspondía con la amplitud de la frontera invisible. Algunos informes de las expediciones que habían logrado volver indicaban que el corredor tenía meandros, mientras que otros lo describían como un camino recto. La cuestión era que variaba, y el tiempo que se tardaba en cruzar al Área X no se podía estimar con mayor precisión ni parámetros más estrictos que entre tres y diez horas. Precisamente por eso una de las primeras preocupaciones de la Central fue que el punto de entrada desapareciese por completo, aunque había opiniones divergentes. Entre los archivos sobre la frontera, Control había encontrado una cita relevante de John Lowry: «Cuando vi la puerta, parecía haber estado allí siempre, y que lo iba a estar aunque el Área X dejase de estarlo».
Al parecer, la directora creía que la frontera estaba avanzando, pero no había pruebas que apoyasen esa teoría. En uno de los documentos había hallado una nota de alguien en lo más alto de la cadena de mando que se manifestaba en su contra, arguyendo que quizá estuviera intentando conseguir atención y dinero para una «agencia moribunda». Ahora que estaba observando la entrada, Control se preguntó cómo se podía saber cuál era el significado de un «avance».
—No la mires directamente durante mucho tiempo —le aconsejó Whitby—. Suele atraerte.
—Intentaré no hacerlo —dijo Control.
Pero era demasiado tarde. Su único consuelo era que si echaba a andar hacia ella, Whitby o Cheney se lo impedirían. Ellos o los láseres.
El remolino de luz le impidió invocar a la bióloga. No conseguía tenerla su lado, que siguiese a las otras tres componentes de la duodécima expedición hacia aquella luz. Para entonces, para cuando llegaron a la entrada, ella ya estaba hipnotizada. La lingüista ya había abandonado. Estaban solo las cuatro, cargadas con las mochilas, a punto de pasar a gatas bajo esa luz indescriptible. Solo la directora lo vio todo con plenas facultades: si Control revisaba las notas manuscritas, si excavaba los estratos del cajón y llegaba al núcleo de la psicóloga…, ¿podría volver allí y reconstruir sus pensamientos, lo que sentía en ese momento?
—¿Cómo salieron del Área X los miembros de la undécima y duodécima expedición sin que nadie los viera? —le preguntó a Cheney.
—Debe de haber otra salida que no hemos conseguido localizar.
El objeto observado seguía negándose a cooperar con él. La visión de su padre en la cocina cuando él tenía catorce años metiendo un puñado de fresas estropeadas en un vaso y colocando un cono de papel encima para atrapar las moscas de la fruta que habían entrado en casa.
—¿Por qué podemos ver el pasadizo? —preguntó Control.
—No sé a qué te refieres —contestó Cheney.
—Si se ve, es que se supone que debemos verlo.
Puede que sí. ¿Quién sabe? Cada vez que se le ocurría una idea nueva, Control oía —o le parecía oír— un eco. Como si las observaciones banales que otros visitantes y nuevos empleados hicieron en el pasado hubiesen quedado suspendidas en el aire, deseando mezclarse con sus iguales, encontrando pareja demasiado a menudo.
Cheney se mordió el carrillo un segundo.
—Es una teoría —admitió a regañadientes—. No cabe duda de que es una teoría. No puedo negarlo.
Una idea apabullante: ¿qué podía salir al mundo a través de un corredor de seis metros de alto por tres coma seis de ancho?
Se quedaron allí un rato, perdiendo el tiempo sin ser conscientes de ello, sin hacer caso de la lluvia. Whitby estaba a un paso, dejando que la lluvia lo empapara, despreciando el paraguas. Detrás de ellos, entre trueno y trueno se escuchaba el discurrir del agua en los riachuelos que se habían formado y corrían hacia el fondo de la dolina. Pero al frente, la luminosidad de un claro día de verano.
Mientras, Control retaba a la chispeante y danzarina luz a que apartase la mirada primero.