008: El terror

Aproximadamente una hora más tarde era el momento de visitar la frontera. Grace le dijo que lo iba a llevar Cheney.

—Por algún motivo, quiere llevarte él.

Ella no quería, obviamente. Una vez más recorría el pasillo hacia las enormes puertas batientes, siguiendo a Whitby como si él no tuviera memoria. Los recibió un alegre Cheney, cuya chaqueta de cuero marrón, más que ser omnipresente o tener un vínculo con él, parecía formar parte de su ser: el caparazón de un escarabajo. Whitby pasó a un segundo plano tras desaparecer a través de las puertas tomando una ruidosa y llamativa bocanada de aire, como si estuviera a punto de tirarse de cabeza a un lago.

—Se me ha ocurrido que podía subir hasta aquí y evitarte los guantes del terror —exclamó Cheney mientras le estrechaba la mano.

Control se preguntó si esa afabilidad escondía cierta malicia o si se trataba simplemente de un residuo de la paranoia que le provocaba su relación con Grace.

—¿Por qué no los habéis retirado? —preguntó mientras Cheney lo conducía por un tortuoso «atajo» hacia el puesto de seguridad y el aparcamiento.

—Me temo que es por una cuestión de presupuesto. Aquí siempre estamos con esas —dijo Cheney—. Deshacernos de ellos sería demasiado caro, y con el tiempo se han convertido en una especie de chiste. O nosotros los convertimos en un chiste.

—¿Un chiste?

Ya había oído suficientes para un día.

En la entrada, y como por obra de algún milagro, Whitby los esperaba tras el volante de un todoterreno del ejército con el motor en marcha y la capota bajada. Parecía una estrella de cine mudo: el que se daba todos los batacazos; y el gesto teatral que hizo con la mano para indicar que montasen no hizo sino acentuar la impresión. Control miró al cielo con expresión de incredulidad y Whitby le guiñó el ojo. Se preguntó si el científico habría formado parte del grupo de teatro de la facultad, si era un actor dramático frustrado.

—Sí, como una broma —prosiguió Cheney con simpatía mientras saltaban a los asientos traseros.

Whitby, o quizá otra persona, había colocado con muy poco disimulo una enorme caja en el asiento del copiloto, para que nadie se sentase allí.

—Como si todo lo que es extraño y requiere ser analizado viniera del interior del edificio, no del Área X. ¿Has conocido a esa gente? Somos un puñado de locos. —Una sonrisa de sapo: otra broma—. Whitby, vamos por la ruta más pintoresca.

Pero Control apenas escuchaba; arrugaba la nariz con desagrado porque el olor a miel rancia los había seguido hasta el todoterreno.

Durante un buen rato, Whitby no dijo ni pío y Cheney le estuvo contando cosas que Control ya sabía; le estaba haciendo de guía, pero al parecer no caía en que estaba repitiendo datos de la reunión del día anterior, la de los conejos. Así que Control prestó casi toda su atención al entorno. La ruta pintoresca recorría el camino habitual que había visto en los mapas: la carretera llena de curvas, los controles, las zanjas que parecían vestigios de una guerra pasada. Allí donde era posible, se habían conservado las barreras y la protección natural que ofrecían bosques y pantanos, pero de vez en cuando aparecían calvas donde se había drenado el agua y se habían hecho claros artificiales. A veces había puestos de guardia o barracones, pero a menudo se habían convertido en simples prados de hierba amarillenta. Control sintió un picor en el cuello que le hizo pensar en francotiradores y vigilantes remotos. A lo mejor ayudaba a hacer salir a los intrusos, para los drones. La mayoría de los soldados que vieron llevaba ropa de camuflaje, y le costaba hacer una estimación de la cantidad de efectivos; no obstante, sabía que todos aquellos que estaban antes del último control creían que la zona del otro lado era peligrosa a causa de la contaminación medioambiental.

En «cooperación con» Southern Reach, el ejército tenía la responsabilidad de encontrar nuevos puntos de ingreso al Área X y monitorizaba los límites incesantemente —o tal vez con creciente desgana— en busca de fisuras. De vez en cuando seguían comprobando su integridad con proyectiles. También estaba al tanto de que había armas nucleares apuntando al Área X desde los silos más cercanos y de que los satélites militares vigilaban desde arriba.

Sin embargo, la función principal del ejército era hacer todo lo posible por mantener a la gente alejada y, al mismo tiempo, impedir que se desmontase la farsa del desastre medioambiental. En este aspecto, anexionar el territorio que comprendía el Área X, además de un cinturón que lo doblaba en extensión, a una base militar costera que había algo más al norte había sido de gran ayuda. Igual que los supuestos campos de tiro que había salpicados por la zona. No cabía duda de que el papel del ejército se había hecho más importante a medida que la envergadura de Southern Reach se reducía. Por ejemplo, el personal médico y de ingeniería estaba completamente bajo mando militar. Si se estropeaba un retrete en Southern Reach, el fontanero acudía a arreglarlo desde la base del ejército.

El todoterreno, con Whitby al volante, dio unas cuantas sacudidas sobre un tramo de carretera lleno de baches y Control se encontró a Cheney incómodamente cerca. Si uno se fijaba bien, el científico daba señales de haber tenido el físico de un culturista, como si en su día hubiese estado en muy buena forma; pero ese estado, como todos los estados humanos, se había desvanecido, dejando tras él un aumento del grosor de la cintura. Pero también un pecho sólido que sobresalía con la camisa blanca entre las dos mitades de la chaqueta marrón con tal aire de triunfalismo que casi le disimulaba la barriga. Según su informe, era «un científico de primera con debilidad por la cerveza»; el tipo de mente que Control ya había visto en otras ocasiones: necesitaba limar su filo, hacer que la cabeza no le funcionase tan rápido para distanciarse de la amenaza de la desesperación. «Cerveza versus científico» representaba un cisma entre la banalidad del habla frente a la originalidad del pensamiento. Una batalla en curso.

¿Por qué hacía Cheney de bufón delante de Control cuando en realidad era un cerebro privilegiado? Bueno, quizá al margen de su especialidad fuese un payaso cualquiera, pero Control tampoco era precisamente el primero en las listas de invitados a las fiestas.

En cuanto dejaron atrás la distracción de los principales puntos de control y se adentraron en el tramo de veinticinco kilómetros de grava —que parecía requerir toda la atención de Whitby, de modo que seguía sin decir mucho—, Control preguntó:

—¿Es esta la misma ruta que haría una expedición para llegar a la frontera?

Durante el camino, su imagen de las expediciones avanzando por el mismo recorrido, con los miembros en silencio, a solas en la vasta extensión de sus pensamientos, se había visto interrumpida por las constantes y repetidas paradas en los controles. La destrucción del consuelo.

—Sí, claro —dijo Cheney—. Pero van en un autocar especial que no tiene que parar.

Un autocar especial. Sin controles. Nada de una limusina para los expedicionarios, no en aquella carretera. Se preguntó si les concedían una última cena: lo que ellos quisieran. ¿Cómo era la noche anterior a la partida? ¿Una ensoñación alcohólica o más bien meditación sombría? ¿Cuándo les permitían ver a sus familiares y amigos por última vez? ¿Recibían el consejo de un religioso? Los informes no hablaban de nada de eso; la Central se había cernido sobre Southern Reach como un superparásito de mil patas para coordinar esa parte del proceso.

¿Cargados o libres de peso?

—¿Con las mochilas y los equipos? —preguntó.

Veía a la bióloga en el autobús exento de controles, toqueteando el petate o sentada en el asiento, en silencio, con el bulto a un lado. ¿Nerviosa o tranquila? Fuera cual fuese su estado mental llegado aquel punto, Control estaba seguro de que no estaría hablando con sus compañeras de misión.

—No, todo eso se lo dan en las instalaciones de la frontera. Pero antes de llegar ya saben qué contiene: lo mismo que las mochilas que tenían durante el entrenamiento. Pero con menos piedras.

De nuevo la mirada que indicaba que se suponía que debía reírse; considerado como era, Cheney rio por él una vez más.

Entonces: de camino a la frontera. ¿Cómo estaba Pájaro Fantasma? ¿Eufórica, indiferente? Le frustraba estar más seguro de cómo no estaba que de cómo podía estar.

—Solíamos decir en broma… —dijo Cheney, pero lo interrumpió un bache que Whitby no tuvo la destreza de esquivar—. Solíamos decir en broma que deberíamos enviarlos con un ábaco y una piedra de pedernal. A lo mejor también con un par de gomas elásticas.

Al comprobar la reacción de Control a su frivolidad, Cheney debió de notar cierta desaprobación o peligro, porque añadió:

—Humor negro, ya sabes. Al mal tiempo, buena cara.

Solo que Cheney no se enfrentaba al mal tiempo. Se quedaba en la agencia y analizaba lo que le traían los demás. Los que regresaban. Todo un almacén lleno de muestras en su mayoría inútiles, recogidas a costa de sangre y carreras profesionales, porque tras su paso por allí prácticamente ninguno de los supervivientes tenía una vida feliz y productiva. Se preguntó si Pájaro Fantasma se acordaba de Cheney, y, si así era, qué opinaba de él.

La vista inacabable de escamosos troncos de árbol. El olor de las hojas de pino mezclado con el acre aroma de la descomposición y el humo del tubo de escape del todoterreno. El cielo azul grisáceo que asomaba entre las copas de los árboles. La parte de atrás de la cabeza de Whitby, mecida por los vaivenes de la carretera. Invisible y al mismo tiempo demasiado visible. El don nadie que se iba desenfocando y parecía estar cerca y lejos.

«El terror», había dicho Whitby durante la reunión de la mañana, mirando la planta y el ratón. «El terror». Sin embargo, lo había dicho de forma un tanto extraña, arrastrando la palabra y en un tono que parecía indicar que estaba ofreciendo información en lugar de expresar una emoción o reacción.

¿Qué desataba ese terror? ¿Por qué lo había dicho con un entusiasmo tan evidente?

Pero la lingüista estaba hablando al mismo tiempo y el momento pasó tan rápido que Control no pudo volver a mencionar el tema.

—Un nombre comunica una serie de asociaciones —había dicho Hsyu a modo de introducción a una sección fundamental de su PowerPoint, creada en otra era y dirigida tal vez a un público formado por la megafauna inmóvil que Control había visto en el museo de historia natural y recordaba como si fuese ayer mismo—. Un conjunto de ideas, hechos, etc. Y estas asociaciones no solo existen en la mente del nombrado y forman su identidad sino que también están presentes en las del resto de los componentes de la expedición, y por lo tanto son accesibles a cualquier cosa que acceda a ellos en el Área X. Incluso a través de un proceso que desconocemos y cuya naturaleza es puramente especulativa. Por otro lado, «bióloga» es una función, una subcategoría dentro de una identidad completa.

Pero no si se hacía bien, como Pájaro Fantasma, y el trabajo y la persona eran total y absolutamente lo mismo desde el principio.

—Si puedes ser tu función, en teoría estas asociaciones se reducen o terminan, y eso cierra las conexiones con la personalidad. Posiblemente.

Solo que Control sabía que ese no era el único motivo para arrebatarles los nombres. Los despojaban de personalidad con un propósito mucho más crudo: inculcar lealtad y mejorar la efectividad del condicionamiento y la hipnosis. Cosa que a su vez ayudaba a mitigar o evitar los efectos del Área X. O al menos ese era el razonamiento que Control había leído en los informes, según se expresaba en una nota de James Lowry, el único superviviente de la primera expedición. Había permanecido en Southern Reach a pesar de estar maltrecho y de haber necesitado años para recuperarse.

Motivada por un pensamiento repentino que prefirió no compartir, Hsyu hizo su propio quiebro, igual que Grace en el laberinto de pasillos:

—Seguimos diciendo que «eso» (y con «eso» me refiero a lo que sea que inició estos procesos y que puede que utilizase las palabras de Saul Evans) es tal o cual cosa. Pero no es así: no es más que sí mismo. Pero como nuestra mente procesa la información casi exclusivamente a través de analogías y de categorización, a menudo fracasamos cuando nos vemos ante algo que no encaja en ninguna categoría y se encuentra fuera de nuestras analogías.

Control se imaginó el final de la presentación de PowerPoint, una serie de marcos marmolados que culminaban en una diapositiva en blanco con las palabras «¿Alguna pregunta?» escritas en el centro.

Aun así, entendía a qué se refería y, aunque de forma diferente, tocaba temas que la bióloga había mencionado durante la sesión. Cuando estaba en la facultad, lo que se le quedó grabado de la clase de Introducción a la Astronomía fue que los primeros astrónomos que consideraron que los puntos de luz no formaban parte de un tapiz celestial que giraba alrededor de la Tierra, sino que eran planetas individuales, tuvieron que desviar su imaginación —y por lo tanto sus analogías y metáforas— de un camino surcado desde hacía siglos y siglos por las mentes de todo el mundo.

De los miembros de Southern Reach, ¿quién tenía la clase de mentalidad necesaria para identificar algo nuevo? En aquel momento, Cheney probablemente no era uno de ellos. El intelecto errante de Cheney llevaba una larga temporada sin descubrir nada, aunque puede que no fuera culpa suya. No obstante, Control tuvo una idea: que la buena disposición del científico a darse de bruces contra una pared una y otra vez —a pesar de que jamás iba a poder publicar ningún artículo sobre ese tema— era, por perverso que pareciese, una de las mejores razones para asumir que la directora era competente.

Musgo gris que se aferraba al tronco de los árboles. Un halcón que sobrevolaba un claro bajo un cielo cada vez más oscuro. Un calor y un aire húmedo que intentaba vencer a la brisa que el vehículo levantaba a su paso.

Southern Reach denominaba a la última expedición la duodécima, pero Control había echado cuentas y en realidad se trataba de la trigésimo octava iteración, número que incluía seis undécimas expediciones. La historia estaba clara: tras la verdadera quinta expedición, Southern Reach se rayó como un disco y empezó a repetirse. La quinta expedición se convirtió en X.5.A, seguida de X.5.B y X.5.C, hasta llegar a X.5.G. A partir de ahí, los números de expedición respetaban una serie de métricas que introducía variaciones con las subsiguientes letras. Por ejemplo, la serie undécima estaba compuesta solo de hombres, mientras que la duodécima, si hubiese continuado hasta la X.12.B y más allá, seguiría incluyendo únicamente mujeres. Se preguntaba si su madre conocía algún equivalente en las Fuerzas Especiales, si algún estudio secreto arrojaba algún dato sobre el sexo de los agentes que a él se le escapaba a la hora de considerar la relevancia de ese parámetro. ¿Qué pasaba con alguien que no se identificaba como hembra ni como varón?

Después de haber examinado los registros por la mañana, Control seguía sin distinguir si las repeticiones habían empezado como un error administrativo que había acabado siendo codificado como proceso (cosa poco probable), o si la directora las había iniciado de forma consciente, si las había puesto en marcha de forma solapada sin que apareciese en las actas de ninguna reunión. Simplemente habían aparecido como si el proceso siempre hubiese sido así. La necesidad de disimular que hubiesen llegado tan lejos sin conseguir resultados tangibles ni respuestas. O de describir un arco argumental para cada serie de expediciones que no delatase lo inútiles en que se estaban convirtiendo.

También durante la quinta serie, Southern Reach había empezado a mentir a los participantes. A ninguno se le decía que formaba parte de la expedición 7.F, 8.G o 9.B, y Control tenía curiosidad por saber cómo se las arreglaban para no confundirlas. Pensó en la posibilidad de que la verdad podría haber minado la moral del equipo en lugar de elevarla, impregnando Southern Reach de una especie de fatalismo cínico. Qué extraño continuar preparando la «quinta» expedición una y otra vez, seguir empujando la roca por la ladera de la montaña.

Cuando durante la orientación del lunes —qué lejano le parecía ahora—, Control le preguntó a Grace por la transición de X.11.K a X.12.A, ella se limitó a encogerse de hombros.

—La bióloga conocía la existencia de la undécima expedición porque su marido no fue suficientemente precavido. Así que cambiamos a la duodécima.

¿Era ese el único motivo?

—Hubo que llegar a varios acuerdos a causa de la bióloga —observó Control.

—Órdenes de la directora —dijo Grace—, y yo la apoyé.

Y ahí acababa esa línea de investigación, pues Grace no estaba dispuesta a admitir que quizá hubiese cierta distancia entre ella y la directora.

Como suele ocurrir en estos casos, una gran mentira había conducido a una serie de otras más pequeñas con la excusa de «cambiar los parámetros», de alterar el experimento. De modo que a medida que iban recuperando a menos componentes, la directora fue metiendo más mano en la constitución de las expediciones y la información que se les daba. ¿Quién podía decir si eso había ayudado? Uno llegaba a cierto punto de desesperación o quizá pensaba que el tren se acercaba más deprisa de lo que creían los demás y usaba lo primero que encontraba a mano, ya fuese un arma o algo inofensivo como un clip torcido.

Si llevas bata como un científico, los no científicos pronto te convierten en objeto de discusión, en lugar de en una persona cualquiera. Algunos científicos vivían ese papel prácticamente de buen grado y se convertían en tesis andantes o libros de texto. Sin embargo, no se podía decir lo mismo de Cheney, por mucho que de vez en cuando se le escapase jerga tipo «complicación cuántica».

En un momento dado, Control empezó a coleccionar cheneyismos. La mayoría ni siquiera necesitaban la participación de Control porque, según había advertido, Cheney odiaba el silencio, y en cuanto se calentaba lo rellenaba con una insólita combinación de mala sintaxis y erudición. Todo lo que tenía que hacer, con Whitby como compinche inocente, era no responder a sus bromas y comentarios, y Cheney se encargaba él solo de llenar el espacio. Dios santo, qué viaje tan largo.

«Sí, nos dedicamos mucho a posibilitar la subnormalidad de los otros. Es casi lo único que tenemos».

«Ni siquiera sabemos cómo funcionan todos los organismos del planeta. Aún no los hemos identificado. ¿Qué pasa si resulta que ni siquiera tenemos lenguaje suficiente para ello?»

«¿Estamos obsoletos? Yo no lo creo, de verdad. Pero no le pidas su opinión al ejército. Un círculo mira a un cuadrado y ve un círculo mal dibujado».

«Como físico, ¿qué haces cuando te enfrentas a algo a lo que no le importa ni le afecta lo que hagas? Te pones a pensar sobre energías oscuras y te vuelves un poco loco».

«Sí, es algo en lo que pensamos a menudo: ¿cómo sabes si algo se sale de la normalidad, cuando ni siquiera sabes si tus instrumentos serían capaces de detectar las progresiones? Láser, detectores de ondas gravitatorias, rayos X. Allí nada de eso es útil. Toma, aquí tienes un cubo y una pala, unas cuantas gomas elásticas y un poco de cinta americana. ¿Me entiendes?»

«En la Central apenas hay científicos, ¿me equivoco?»

«Supongo que es extraño vivir tan cerca de esto. Supongo que se podría afirmar que lo es. Pero entonces te vas a casa y estás en casa».

«¿Conoces a algún físico? No, por supuesto que no. ¿Cómo ibas a conocer a alguno?»

«¿Sabías que los agujeros negros y las ondas tienen una estructura similar? Muy muy similar, al parecer. ¿Quién lo iba a decir, eh?»

«Quiero decir que se podría esperar que el Área X colaborase al menos mínimamente, ¿no? Me he jugado la reputación bajo la premisa de que cooperase lo suficiente como para dejarnos conseguir alguna lectura precisa, una imagen térmica anormal o algo así».

Más adelante, pulió la afirmación anterior: «Algunos de nosotros, si bien somos pocos, estamos de acuerdo en un punto: para analizar ciertas cosas, el objeto debe prestarse a ser analizado, debe acceder. Aunque solo sea ofreciendo alguna reacción, alguna respuesta».

Estas dos últimas declaraciones, hechas entre codazos, las había pronunciado con tono quejumbroso, porque era cierto que se había apostado la carrera con el Área X, en el sentido de que Southern Reach se había convertido en su carrera profesional. La gloria inicial al ser escogido y luego la opresión, como si una gran serpiente llamada Área X lo estuviera ahogando, por no hablar de lo que ya debía de saber en sus pensamientos más íntimos o en lo más recóndito de su mente: que Southern Reach había destruido su trayectoria profesional y que quizá fuese incluso el motivo de su divorcio.

—¿Qué opinión te merece toda la información errónea que se da a los expedicionarios? —preguntó Control aunque solo fuese por contrarrestar el torrente de cheneyismos.

Sabía que, hasta cierto punto, Cheney había influido en el diseño de esa falsa información.

A juzgar por su ceño fruncido, cualquiera pensaría que opinaba que la pregunta de Control era como criticar la pintura de un coche tras un terrible accidente. ¿Era un aguafiestas por pretender anular su positivismo, su incontrolable y jovial forma de ser? La mayor parte del tiempo a Control le irritaba la jovialidad. Siempre le había parecido un pretexto, desde el vestuario de fútbol americano del instituto: el tipo de bromas sanas que escondían delitos mayores y menores.

—No era, no es, información errónea —dijo Cheney.

Se ensombreció unos instantes, buscando las palabras adecuadas. Seguramente pensaba que se trataba de una prueba. De lealtad o actitud o rigor moral. No obstante, enseguida supo qué decir:

—Tiene más que ver con crear una historia o una narración que los guíe en las partes más difíciles. Un ancla.

Como un faro que los distraía de las anomalías topográficas, un faro que por su mera función parecía proporcionar seguridad. Es posible que Cheney se contara a sí mismo esa historia sobre el cuento o ese cuento sobre la historia, pero Control dudaba de que la directora lo viese del mismo modo. Igual que una bióloga con solo parte de sus recuerdos.

—Santo Dios, qué viaje tan largo —dijo Cheney para contrarrestar el silencio.