La misma sala de interrogatorios. Las mismas sillas desgastadas. La misma luz vacilante. El mismo Pájaro Fantasma. Pero ¿seguro que lo era? Una novedad: el residuo de un brillo o destello en la mirada o en la expresión, no tenía claro qué. Algo de lo que no se había percatado en la primera sesión. Parecía tener un matiz al mismo tiempo más duro y más suave que antes. «Si te parece que alguien ha cambiado de una sesión a otra, asegúrate de no haber cambiado tú». Advertencia de su madre de hacía una eternidad, formulada como si acabase de vaciar sobre la mesa una caja de galletas de la suerte con consejos para espías y escogido una al azar.
Posó la maceta con total indiferencia sobre la mesa, a su izquierda. Después dejó entre ambos el informe sobre la bióloga: la eterna zanahoria colgando del palo. ¿Era eso una ceja ligeramente enarcada en respuesta a la planta? No estaba seguro. Pero ella continuó callada, cuando una persona normal habría sentido curiosidad. Obedeciendo a un impulso de última hora, Control había recuperado el ratón de la papelera y lo había metido en la maceta con la planta. En aquel lugar tan deprimente no parecían más que basura.
Control se sentó. Tuvo la cortesía de ofrecerle una sonrisa de compromiso, pero siguió sin obtener respuesta. Había decidido no reanudar la sesión donde había terminado la anterior —con el recuerdo de ahogarse—, aunque eso significase reprimir su repentina necesidad de ser directo. Las palabras que había encontrado garabateadas en la pared que había al otro lado de la puerta le daban vueltas en la cabeza como un animal encerrado. Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos… Una planta. Un ratón muerto. Una especie de soflama delirante. O algún tipo de broma. O más pruebas de una deriva, de un salto desde un acantilado a un océano lleno de monstruos. Quizá al final, antes de meterse con calzador en la duodécima expedición, la directora hubiese estado jugando a una variedad perversa de Scrabble.
Y la subdirectora no podía estar totalmente exenta de culpa en ese proceso de degeneración. Un motivo más para alegrarse de que no estuviese al otro lado del cristal. Tomando prestada la mala pasada que le había jugado un colega en su último puesto, Control le había dicho a Grace que la sesión era por la tarde. Entonces había ido hasta las instalaciones reservadas a los expedicionarios, había hablado con el guardia de seguridad y había hecho que enviaran a la bióloga a la sala de entrevistas.
Empezando sin los preámbulos de la vez anterior, Control prefirió no hacer caso de las manchas de humedad del techo que le recordaban a una oreja y a un gigantesco ojo subacuático que vigilaba desde arriba.
—Hay una anomalía topográfica en el Área X, bastante cerca del campo base. ¿La encontraste tú u otra componente de tu expedición? Y si es así, ¿entrasteis?
De hecho, la mayoría de los que la habían descubierto la llamaban «torre», «túnel» o incluso «pozo», pero él eligió «anomalía topográfica» porque esperaba que ella aportase su propio término.
—No me acuerdo.
El uso constante de esa frase empezaba a crisparlo. O tal vez fuese la inscripción de la pared lo que lo irritaba y la firmeza de la bióloga acentuaba la sensación.
—¿Estás segura?
Por supuesto que lo estaba.
—Creo que recordaría haber olvidado algo así.
Cada vez que Control levantaba la mirada, se fijaba en las comisuras de su boca, ligeramente elevadas; en los ojos, cuya luz interior era tan diferente de la sesión previa. Por motivos que no concebía, eso lo frustraba. ¿Se trataba de la misma persona o no?
—No estamos para bromas —dijo para ver cómo reaccionaba ella si se mostraba irritado.
Solo que lo estaba de verdad.
—No me acuerdo. ¿Qué más quieres que te diga?
Cada una de las palabras pronunciadas como si él fuese un tanto obtuso y no hubiese entendido a la primera.
Una visión del sofá de casa, Chori hecho un ovillo en su regazo, música en el reproductor y un libro en la mano. Un lugar mejor que donde estaba.
—Que recuerdas cosas. Que me estás ocultando algo.
Presión. Hay personas que quieren complacer al interrogador. Hay otras que no, o que prefieren dificultar las cosas deliberadamente. Leyendo las transcripciones de las sesiones anteriores a su llegada y después de la primera entrevista, se le ocurría que quizá la bióloga oscilase entre ambos extremos: no saber qué quería o ser presa de un gran conflicto. ¿Qué podía hacer para convencerla? Con el ratón y la maceta no había conseguido nada y con el cambio de tema, tampoco.
La bióloga continuó en silencio.
—Improbable —dijo él como si ella hubiera vuelto a negar—. Muchas otras expediciones han topado con la anomalía topográfica.
Anomalía topográfica: todo un trabalenguas.
—Aun así —dijo ella—, no recuerdo ninguna torre.
Torre. Ni túnel ni pozo ni cueva ni hoyo en la tierra.
—¿Por qué lo llamas «torre»? —preguntó.
Se dio cuenta de que se había precipitado al mostrar demasiada ansia.
Una sonrisa y una especie de afecto distante aparecieron en el rostro de Pájaro Fantasma. ¿Por él? ¿Por alguna idea que habían desencadenado sus palabras?
—¿Sabías —contestó ella— que los xenofóridos son una clase de caracol de mar que cementa las conchas de otros moluscos a la suya? A consecuencia de ello, son muy torpes. Se mueven a trompicones a causa de las conchas vacías, que proporcionan camuflaje pero a costa de otras cosas.
El profundo regocijo que escondía esa respuesta lo hirió.
Tal vez también esperaba que ella compartiera su desdén por el término «anomalía topográfica». Había salido a colación durante la primera reunión que había mantenido con Grace y con otros miembros del personal, cuando un experto en anomalías topográficas les dio una charla interminable sobre sus «no aspectos». Básicamente, estaba delineando todo lo que no sabían sobre ella, y Control sintió un ardor en el cuerpo y al mismo tiempo que estaba a punto de lanzarse a pronunciar un monólogo. Como si se hubiese transformado en su abuelo Jack, que era capaz de montar en cólera cuando quería, sobre todo al enfrentarse a las estupideces del mundo. Su abuelo se hubiera puesto en pie y habría dicho algo como: «¿Anomalía topológica? ¿Anomalía topológica? ¿No querrás decir brujería? ¿No querrás decir el fin de la civilización? ¿No querrás decir que se trata de algo espeluznante de lo que no sabemos una puta mierda, además de todo lo demás de lo que no tenemos ni idea?». Una sombra en una foto desenfocada, una pesadilla espantosa expresada en las notas de un puñado de testigos poco fidedignos y probablemente mucho menos fiables aún gracias a la hipnosis, por mucho que la Central protestase. Una espiral que ha perdido su curso y que podría estar hecha de algo completamente diferente, o no; cuya excentricidad no es siquiera tan comprensible como la de un caracol que se tambalea como un borracho. No había esperanzas de llegar a saber qué era, ni siquiera de hacerlo volar por los aires porque eso es lo que hacen los simios inteligentes. Solo una cosa que había en la tierra que se nombraba con naturalidad e indiferencia, como quien dice «boca de alcantarilla», «grifo de agua» o «cuchillo de sierra». Anomalía topográfica.
Sin embargo, gran parte de ese discurso ya se lo había soltado el martes a las estanterías de su despacho; al fantasma de la directora, mientras empezaba a revisar sus notas a paso de tortuga. A Grace y a los demás les había dicho con total tranquilidad: «¿Podéis darme algún dato más?». Pero no podían.
Al parecer, la bióloga tampoco.
Control la miró fijamente unos instantes: una prerrogativa inquietante de los interrogadores que normalmente pretendía intimidar. Pero Pájaro Fantasma le sostuvo la mirada con esos ojos tan verdes y despiertos hasta que él la apartó. Seguía con la mosca detrás de la oreja: la bióloga parecía distinta. ¿Qué había cambiado en las últimas veinticuatro horas? Su rutina no había variado y las grabaciones de seguridad no mostraban ninguna diferencia en su estado mental. Le habían ofrecido una llamada telefónica escrupulosamente controlada para hablar con sus padres, pero no tenía nada que decirles. El aburrimiento de estar encerrada sin nada más que un reproductor de DVD y una selección censurada de películas y novelas no podía ser responsable del cambio, y la comida que le daban era de la cantina, así que Control podía compadecerla por eso, pero no le servía como motivo.
—A lo mejor esto te refresca la memoria.
O te obliga a dejar de mentir. Empezó a leer resúmenes de los relatos de otras expediciones.
«Un pozo sin fondo que se adentraba en la tierra. No había manera de llegar al final. No podíamos dejar de caer».
«Una torre que había penetrado en la tierra y que nos producía un intenso desasosiego. Ninguno queríamos entrar, pero lo hicimos. Y algunos logramos salir».
«No había entrada. Solo un círculo de piedra palpitante. Solo la sensación de gran profundidad».
Únicamente dos miembros de esa expedición habían regresado, pero trajeron consigo los diarios de sus compañeros. Estaban repletos de dibujos de una torre, un túnel, un pozo, un remolino, unas escaleras. Eso cuando no de imágenes de cosas más mundanas. No había dos iguales.
Control no se entretuvo leyendo mucho tiempo. Había empezado a recitar sabiendo que la selección de textos podía contaminar los flecos de su amnesia —si es que realmente sufría pérdida de memoria—, y esa idea se había intensificado con rapidez. Pero, más que nada, lo que le obligó a hacer una pausa y luego abandonar por completo fue la inquietud que él mismo sentía. La sensación de que al reforzar la idea de la torre-pozo en su mente, la estaba haciendo más tangible en la vida real.
Pájaro Fantasma se percató, o no, de ese pequeño momento de angustia, porque le dijo:
—¿Por qué paras?
Él desoyó la pregunta y pasó de una torre a la otra.
—¿Qué hay del faro?
—¿Qué hay del faro?
Primera impresión: me está imitando. Eso le trajo a la cabeza un recuerdo de la escuela, de humillación a manos de un abusón antes de experimentar la transformación en el instituto, cuando puso todo su empeño en ser un buen jugador de fútbol americano e intentaba considerarse un espía entre deportistas. Se daba cuenta de que las palabras de la pared lo habían despistado. No mucho, pero sí lo suficiente.
—¿Lo recuerdas?
—Sí —dijo ella, y Control se sorprendió.
Aun así, tenía que preguntárselo:
—¿Qué recuerdas?
—Acercarme hasta allí desde el camino que atravesaba el juncal. Mirar desde la puerta de entrada.
—¿Y qué viste?
—El interior.
Estuvieron así un rato, hasta que Control empezó a no atender a las respuestas. A continuar con lo siguiente que ella decía no recordar y dejar que la conversación se estancase en un ritmo determinado, uno que quizá a ella le resultase cómodo. Se dijo que quería hacerse una idea de cuáles eran los tics de la bióloga, de cualquier cosa que pudiera delatar su verdadero estado mental o sus prioridades. En realidad, mirarla fijamente no era peligroso. Él era Control y estaba controlando la situación.
Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos para compartirlas con los gusanos que se agolpan en la oscuridad y envuelven al mundo con la fuerza de su existencia mientras desde las lóbregas estancias de otros lugares formas que no llegan a existir se estremecen por la impaciencia de los pocos que nunca han visto ni sido vistos. En el agua negra con el sol que brilla a medianoche, los frutos madurarán y en la oscuridad de aquello que es dorado se abrirán para revelar la revelación de la mortal inconsistencia de la tierra. Las sombras del abismo son como los pétalos de una yema monstruosa que florecerá entre las paredes del cráneo y expandirá la mente más allá de lo que un hombre puede soportar… Y seguía y seguía, de tal modo que Control tenía la impresión de que si la directora no se hubiese quedado sin espacio, si no hubiera añadido un mapa del Área X, tampoco se hubiese quedado sin palabras.
Al principio creyó que la pared de detrás de la puerta estaba cubierta con algún dibujo oscuro. Pero no, alguien lo había obliterado con una serie de frases peculiares, escritas con un rotulador negro sorprendentemente gordo. Algunas de las palabras estaban subrayadas en rojo y otras enmarcadas en verde. El peso del texto lo obligó a dar un paso atrás y se quedó de pie mirando con el ceño fruncido.
Primera reacción, abandonada por ridícula: el pasaje era una oda psicótica de la directora a la planta del cajón del escritorio. Pero después le atrajeron las sutiles similitudes entre la cadencia de las palabras y algunas de las milicias antigubernamentales más religiosas que había vigilado a lo largo de su carrera. Luego creyó detectar un leve eco del tono de la clase de maniático indolente que llenaba la pared del sótano de casa de su madre de recortes de periódico e información sacada de internet para acabar creando —barra adhesiva a barra adhesiva y chincheta a chincheta— un universo particular de usar y tirar. No obstante, esos tratados, esas filosofías, raramente tenían un regusto tan melancólico y terroso a la par que etéreo como el de aquellas frases.
La emoción imperante mientras observaba la pared no había sido el miedo ni la confusión, sino la irritación, que había llevado consigo a la sesión con la bióloga. Un sentimiento que se había manifestado como sorpresa: agua fría vertida de sopetón en un vaso vacío.
Las cosas sin importancia podían conducirte al fracaso; una pequeña fisura acababa creando otra. Después se hacían más grandes y enseguida estabas cayendo al vacío. Podía ser cualquier cosa: olvidarse una tarde de tomar notas de campo, acercarse demasiado a un objetivo de vigilancia, leer por encima un informe al que deberías haber prestado toda tu atención.
A Control no le habían informado sobre las palabras que había en la pared del despacho de la directora y no había visto nada sobre ellas en ninguno de los informes que había leído y releído meticulosamente. Era la primera señal de un fallo en el proceso.
Cuando Control estimó que la bióloga se sentía de verdad cómoda y contenta consigo misma —quizá incluso ingeniosa— dijo:
—Tu último recuerdo del Área X es el de estar ahogándote en el lago. ¿Qué recuerdas exactamente?
Se suponía que ella debía palidecer, tomarse un instante para recomponerse y ofrecerle una sonrisa triste que lo entristecería también a él, como si por algún motivo Control la hubiese decepcionado. Porque hasta ese momento lo estaba haciendo muy bien pero de pronto había metido la pata. Entonces debía protestar y decir: «No fue en el lago. Era en el mar», y a continuación vendría el resto.
Pero nada de eso ocurrió. No le ofreció ninguna sonrisa, sino que se cerró en banda; incluso su mirada parecía distante, como si lo observara desde un punto elevado y alejado —un faro, tal vez—, desde donde lo miraba a una distancia segura.
—Ayer estaba confundida —dijo—. No fue en el Área X. Era un recuerdo de cuando tenía cinco años: estuve a punto de ahogarme en una fuente. Me di un golpe en la cabeza y me tuvieron que dar puntos. No sé por qué, pero cuando me hiciste la pregunta, eso es lo que me vino a la mente, a trozos.
Control estuvo a punto de aplaudir. Quería levantarse, aplaudir y entregarle su informe personal.
Sentada en la habitación, loca de aburrimiento por la falta de estímulos, había previsto que le haría esa pregunta. No solo la había previsto, sino que Pájaro Fantasma había decidido convertirla en un fallo de Control. Revelar un detalle menos personal para proteger algo más importante. El incidente de la fuente estaba bien documentado en el informe, porque había tenido que acudir al hospital a que le dieran puntos. Con eso Control podía confirmar que tenía recuerdos de niñez, pero poco más.
Se le ocurrió que quizá no tenía derecho a los recuerdos de la bióloga. Era posible que nadie tuviera ese derecho. Pero quiso apartarse de esa idea como un astronauta se separa del fuselaje de una cápsula espacial.
—No te creo —dijo rotundo.
—No me importa —respondió ella, y se recostó en la silla—. ¿Cuándo podré irme de aquí?
—Bueno, ya sabes cómo va: tendrás que sacrificarte por el equipo —dijo él.
Usando clichés para esquivar la pregunta, para sonar tonto y fingir que no sabía nada. Más que una estrategia, era un castigo para sí mismo, por no haberlo hecho de sobresaliente.
—Firmaste un contrato: sabías que el período posterior puede durar una temporada.
También sabías que podías regresar enferma de cáncer o, simplemente, no regresar.
—No tengo ordenador —dijo ella—. Ni los libros que pedí. Estoy en una celda con un ventanuco en lo alto de la pared. Solo se ve el cielo. Con un poco de suerte, de vez en cuando pasa un halcón volando.
—No es una celda, es una habitación.
Era ambas cosas.
—No puedo salir, por lo tanto es una celda. Dame libros al menos.
Pero no podía darle los libros sobre pérdida de memoria que ella quería. No hasta que Control supiese más sobre la naturaleza de la suya. También había pedido todo tipo de textos sobre camuflaje y mimetismo, así que tarde o temprano iba a tener que hacerle alguna pregunta sobre eso.
—¿Qué te dice esto? —preguntó para desviar su atención y empujó hacia ella la maceta con la planta-ratón dentro.
La bióloga se irguió en la silla y pareció volverse no solo más alta sino más grande. Más imponente. Después se inclinó hacia él.
—¿Una planta y un ratón muerto? Es una señal de que deberías darme los putos libros y un ordenador.
Tal vez lo que la hacía distinta ese día no era la diversión. Puede que fuese cierta temeridad.
—No puedo.
—Entonces ya sabes dónde meterte la planta y el ratón.
—Como quieras.
La carcajada desdeñosa lo persiguió hasta el pasillo. Era una risa agradable, a pesar de que la estaba utilizando como arma contra él.