004: Reingreso

El coche le proporcionó el espacio para respirar, la oportunidad de descomprimir y transformarse de una cosa a otra. La ciudad de Hedley se hallaba a cuarenta y cinco minutos de Southern Reach en coche y estaba situada junto a las márgenes de un río que desembocaba en el océano treinta kilómetros más abajo. La población tenía la suficiente envergadura para poseer cultura e identidad propias, aunque no era considerada una atracción turística. La gente se mudaba a vivir allí a pesar de que no llegaba a ser el sitio ideal «para formar una familia». Entre el puñado de tiendas que se agrupaban en un extremo del paseo que había junto al río y las carreteras flanqueadas de árboles, se advertían signos de cierta calidad de vida, aunque oscurecidas por los centros comerciales de las afueras. Había una facultad privada con un centro de artes escénicas y se podía salir a correr a orillas del río o por las zonas verdes. Aun así, Hedley también estaba sumida en una languidez que, sobre todo en verano, podía mudar de encantadora a desganada en un abrir y cerrar de ojos. Cuando la brisa del río amainaba, la quietud indicaba un cambio en el humor general, y algunos de los bares que había a sus orillas eran conocidos desde tiempo atrás por los brotes que surgían de violencia repentina y sin sentido; lugares a los que uno no iba a menos que pudiese pasar por blanco, y quizá ni siquiera así. Una ciudad que parecía estar atrapada en el tiempo, no muy diferente de cuando Control era adolescente.

La ubicación de Hedley era ideal para él. Quería estar cerca del mar, pero no en la costa. La incertidumbre que envolvía el Área X lo había convencido de eso. Y, de algún modo, su sueño se lo impedía. Le decía que necesitaba estar a determinada distancia. En el avión, de camino a su nuevo puesto, se le había ocurrido una extraña idea sobre los habitantes de los pueblos costeros que había a ambos lados del Área X: que de un modo u otro habían mutado debajo de la piel. Comunidades enteras que habían dejado de ser lo que eran, aunque el cambio no fuese visible. Estas eran la clase de ideas que uno debía mantener a raya y alimentar al mismo tiempo, si es que era posible. Uno no podía permitir que lo devoraran, pero tampoco dejar de hacer caso de ellas. Control sabía por experiencia que reflejaban el inconsciente: un instinto del que más valía fiarse. Lo cierto era que, tres décadas después, Southern Reach sabía tan poco sobre el Área X que cualquier precaución, por irracional que fuese, no era excesiva.

Además, ya conocía Hedley. Era la ciudad a la que él y sus amigos empezaron a ir los fines de semana en busca de diversión tan pronto como tuvieron carné de conducir. Iban a sabiendas de que no era ninguna maravilla, pero al menos era mejor que el lugar donde vivían: triste y sin costa. La última vez que había visto a su madre, ella le habló del lugar. Había volado al norte para visitarlo en su anterior puesto, que se había ido rebajando paulatinamente de un papel de análisis y gestión a una función administrativa y reactiva. Supuso que debido a su comportamiento. Al hecho de que la cosa siempre empezaba bien, pero si se quedaba demasiado tiempo… a veces ocurría algo, algo que no era capaz de definir. Se involucraba demasiado. Se volvía demasiado empático, o no lo suficiente. Cuando todo se iba a la mierda se sentía confundido, porque no lograba recordar en qué punto habían empezado a torcerse las cosas, y aun entonces estaba convencido de que podía dar con la fórmula adecuada.

Su madre fue a verlo desde la Central y se reunieron en una sala en la que él suponía que había micrófonos. ¿Había viajado la Voz con ella? ¿La habían instalado en un tanque de agua salada en la habitación contigua?

Fuera hacía frío, y ella llevaba chaqueta, abrigo y bufanda, además del traje y los zapatos de tacón negros. Se quitó el abrigo y se lo puso doblado en el regazo, pero se dejó la bufanda puesta; parecía estar lista para ponerse en pie de un salto y salir por la puerta en un abrir y cerrar de ojos. Habían pasado cinco años desde la última vez que la había visto —como era de esperar, cuando intentó contactar con ella con motivo del funeral de su exmarido no estaba localizable—, pero apenas había envejecido. Tenía la melena castaña tan voluminosa como siempre y los ojos de un azul tan calculador como de costumbre, enmarcados por un rostro en el que las arrugas solamente habían hecho aparición alrededor de los ojos y, ocultas por el pelo, en la frente.

—John, será como volver a casa, ¿no te parece? —dijo ella.

Le estaba dando un empujoncito, quería que lo dijese, como si él fuera una lapa aferrada a una roca y ella una gaviota intentando convencerlo para que se soltara.

—El entorno te resultará agradable. Igual que la gente.

Tuvo que reprimir una mezcla de enfado e incertidumbre. ¿Cómo podía estar tan segura? Había estado allí poquísimas veces, a pesar de que tenía derecho de visitas. Solos él y su padre, que para entonces ya estaba de capa caída y había empezado a comer demasiado, a beber un poco más de la cuenta, a tener una sucesión de líos tras la resolución del divorcio; por último, se enfrascó en un arte que nadie quería comprar. Para Control, poner sus asuntos en orden y marcharse a la universidad fue un alivio, aunque vino acompañado de un sentimiento de culpa: el de no tener que vivir más en aquel ambiente.

—Y cómodamente instalado en una parte del mundo que conozco tan bien, ¿qué se supone que voy a hacer?

Ella le sonrió. Era una sonrisa sincera. Habiendo sido testigo del tenue resplandor amarillento de las sonrisas falsas con las que su madre intentaba reavivar el amor de su hijo, Control conocía la diferencia. Cuando sonreía de verdad, con ganas, su rostro adquiría tal belleza que sorprendía a quienquiera que la viese, como si hubiese escondido su verdadera identidad tras una máscara. Sin embargo, a las personas que siempre son sinceras raramente se les da crédito por esa cualidad.

—Es una oportunidad para mejorar —dijo entonces ella—. Es una oportunidad para borrar el pasado.

El pasado. ¿Qué parte? El trabajo en el norte era su décimo destino en unos quince años, lo que convertía a Southern Reach en el undécimo. Había una serie de razones, siempre las había. O, en su caso, había una.

—¿Qué tendría que hacer?

Si debía tirarle de la lengua para que se lo dijese, seguro que se trataba de algo que no le iba a gustar. No obstante, ya se había cansado del carácter repetitivo de su puesto actual, que resultó tener menos que ver con arreglar cosas que con remozar fachadas. Y además estaba harto de la política de oficina. Puede que, en el fondo, ese siempre hubiese sido el verdadero problema.

—¿Has oído hablar de Southern Reach?

Sí, principalmente a través de un par de compañeros que habían trabajado allí. Alusiones vagas que encajaban con la tapadera del desastre medioambiental. Rumores sobre una cadena de mando que en el mejor de los casos era excéntrica. Rumores de variedad significativa, de que había más detrás de aquella historia. Pero siempre era así. Al oír a su madre decir esas palabras, no supo si estaba emocionado o no.

—Y ¿por qué yo?

La sonrisa que precedió a la respuesta tenía un matiz de tristeza o de pesar, o de algo distinto que obligó a Control a apartar la mirada. Cuando ella estaba infiltrada en misiones, antes de marcharse para siempre, hubo un corto período en el que se le daba bien escribirle largas cartas manuscritas; casi tan bien como a él no encontrar el momento ni las ganas de leerlas. Sin embargo, ahora le hubiese gustado que le escribiera una sobre Southern Reach en lugar de contárselo en persona.

—Porque están haciendo recortes de plantilla en tu departamento, aunque tú quizá no lo sepas, y tú eres uno de los candidatos. Y esto es ideal para ti.

Un nudo en el estómago. Otro cambio. Otra ciudad. Nunca tenía la oportunidad de recuperar el equilibrio. La verdad era que desde que se enroló, casi nunca se había sentido como un destello de luz. A menudo se sentía pesado, y se dio cuenta de que probablemente su madre se debía de sentir igual. De que había estado fingiendo una especie de distancia y levedad para refugiarse del peso de la información, de la historia y del contexto: todas las cosas que te desgastaban, por mucho que compensase estar a un lado de la frontera en el que se saben cosas que nadie más conoce.

—¿Es la única opción?

Por supuesto que lo era, pues no había mencionado ninguna otra. Por supuesto que sí: no había viajado hasta allí para saludarlo. Él sabía que era la oveja negra, que el hecho de que su carrera profesional no hubiese sido mejor repercutía negativamente en ella. No tenía ni idea de qué batallas intestinas libraba su madre en los niveles más altos de departamentos clandestinos, tan alejados de su habilitación de seguridad que poco importaba si estaban en el cielo, entre los ángeles.

—Quizá no sea justo, John. Lo sé. Pero esta podría ser tu última oportunidad —dijo ella. Ya no sonreía. En absoluto—. Al menos es la última oportunidad que yo te puedo conseguir.

¿De tener un puesto fijo, de poner fin a su estilo de vida nómada o en general? ¿De mantener un pie dentro de la agencia?

No se atrevía a preguntar. El miedo frío y turbio que le había provocado venía de un lugar demasiado profundo. No sabía que necesitara una última oportunidad. Era un temor tan arraigado que eclipsó el resto de las preguntas, y en ese momento no se detuvo ni un instante para preguntarse si, quizá, su madre no había acudido para que le hiciera un favor. Si era posible que ella necesitase que él accediera a su proposición.

En el momento perfecto, ella lanzó alegre el anzuelo que debía compensar el miedo.

—¿No quieres saber más que yo? Si aceptas el puesto, así será.

No tenía margen de respuesta. Era cierto. Quería saber más que ella.

Cuando dijo que sí a Southern Reach, ella lo abrazó y a él le sorprendió que lo hiciera.

—Cuanto más cerca estás, más seguro es para ti —le susurró ella al oído.

¿Más cerca de qué?

El tenue olor de su perfume le recordó el aroma de los ciruelos del jardín de la casa donde vivían en el norte. El pequeño huerto frutal que había olvidado hasta entonces. El columpio. El husky del vecino que siempre lo perseguía por la acera sin demasiado entusiasmo.

Cuando le volvieron a venir las preguntas, ya era demasiado tarde. Ella se había puesto el abrigo y se había marchado, como si no hubiese estado allí jamás.

Evidentemente, no había firmado el registro de personal ni al entrar ni al salir.

El anochecer, inicio de la tregua nocturna de calor, ya había extendido su manto sobre Hedley cuando llegó a casa. La vivienda que había alquilado estaba a kilómetro y medio de la ciudad, en una colina que descendía hasta la orilla del río. Una casita de ciento veinte metros cuadrados, hecha de cedro y pintada de color azul celeste, con los postigos ligeramente combados por el calor. Tenía dos baños, un dormitorio, un salón, una cocina estrecha, un despacho y un jardín trasero rodeado de setos. La decoración era empalagosa, aunque tenía cierto estilo antiguo que le resultaba cómodo. Delante había un pequeño parterre de petunias y hierbas aromáticas, y una parcela de césped junto a la entrada para el coche.

Mientras subía los escalones hasta la puerta, Chorizo saltó de entre los arbustos y se le metió entre los pies. Chorizo era un enorme gato blanco y negro, un magnífico ejemplar al que su padre había bautizado. Cuando Control era pequeño, la familia había tenido un cerdo que se llamaba Gato, así que esta era la manera que tenía de hacer una broma. Se había hecho cargo de él tres años antes, cuando el hombre ya estaba demasiado enfermo como para ocuparse de Chorizo. Siempre había sido un gato de exterior y Control decidió que lo siguiese siendo en el nuevo entorno. Al parecer era la decisión correcta; Chorizo, o Chori como lo llamaba él, parecía alerta y confiado, aunque ya tenía el pelaje enredado y sucio.

Entraron juntos en casa y Control le puso una lata de comida en la cocina, lo acarició unos minutos y comprobó si había mensajes en el contestador; en el de la línea normal para «civiles». Solo había uno y era de Mary Phillips, la chica con la que había roto seis meses antes. Quería saber qué tal había ido la mudanza y el viaje. Había amenazado con ir a visitarlo, a pesar de que él no le había dado su ubicación exacta y hacía poco que se había acostumbrado a dormir solo otra vez. «Sin rencor», y la verdad es que ya no se acordaba de quién había dejado a quién. Pocas veces había sentido rencores y eso le resultaba extraño, incluso negativo, porque ¿no era normal sentirlos? Había tenido casi tantas novias como destinos; en general, sus relaciones no sobrevivían a los traslados, a su circunspección, a su horario tan poco común; o quizá simplemente no había dado con la persona adecuada. «Eres un conquistador, pero de los raros», le había dicho un ligue de una noche que conoció antes que a Mary. Se lo dijo mientras él le hacía sexo oral, pero Control no era un conquistador. No sabía lo que era.

En lugar de llamarla, fue directo al salón y se sentó en el sofá. En un periquete tenía a Chori enroscado a su lado y le acarició la cabeza distraídamente. Había un chochín o algún pajarito parecido revoloteando cerca de la ventana; también oyó el canto de un sinsonte y el agradable chismorreo de los murciélagos, que ya no eran tan comunes.

Estaba tan próximo a su mundo de adolescente que resolvió considerarlo una especie de consuelo, igual que la casa, y eso le ayudó a convencerse de que aquel puesto le iba a durar. Pero «ten siempre un plan de huida», le había repetido su madre ad náuseam desde el primer día de formación, así que tenía el típico paquete escondido en un doble fondo de una maleta. Había traído más que su arma reglamentaria y tenía una de las pistolas guardada con los pasaportes y el dinero.

Ya lo había desempaquetado todo; la idea de dejar sus cosas en un guardamuebles le disgustaba. Sobre la repisa de una chimenea de ladrillo que era más que nada un adorno había colocado un tablero de ajedrez con las figuritas de madera de su padre, pintadas de llamativos colores. Habían sido su último reducto. Las solía vender en mercadillos de artesanía, cuando su carrera de artista se hubo estancado y tuvo que ponerse a trabajar en un centro cívico. De vez en cuando, durante su última década de vida, algún coleccionista de arte le compraba una de las gigantescas instalaciones que se oxidaban debajo de una lona en el jardín trasero; pero aquello era más bien como recibir la visita de un fantasma o de un viajero en el tiempo y no indicaba un renovado interés en su obra. El tablero, congelado en el tiempo, mostraba la última partida que habían jugado juntos.

Se levantó con desgana del sofá, fue a la habitación y se puso una camiseta, unos pantalones cortos y las zapatillas de correr. Chori lo miró como si lo quisiera acompañar.

—Ya… Ya lo sé: acabo de llegar a casa. Enseguida vuelvo.

Salió por la puerta principal y dejó al gato dentro. Se colocó los auriculares con su música clásica favorita y echó a correr calle abajo, a la tenue luz de las farolas. Para entonces había anochecido y tan solo quedaba una neblina de color azul oscuro sobre el río y las luces de hogares y negocios, mientras que por encima de su cabeza el resplandor reflejado de la ciudad empujaba a las estrellas hacia el infinito. Ya había pasado el calor, pero el insistente coro metálico de grillos y otros insectos no dejaba que su espectro desapareciese.

De inmediato sintió una tirantez en el cuádriceps izquierdo, pero sabía que pronto se le calentaría. Empezó poco a poco, permitiéndose absorber el vecindario, compuesto principalmente de casas pequeñas como la suya, separadas por hileras de arbustos altos en lugar de vallas. Las calles discurrían paralelas a la cresta de la colina, aunque había algunas empinadas que las conectaban entre sí. No le importaba que la ruta serpentease mucho: quería un circuito de entre cinco y ocho kilómetros. El empalagoso olor de las madreselvas le llegaba a oleadas a medida que pasaba frente a determinadas casas. Quedaba poca gente en la calle; tan solo algún chaval sentado en los columpios, gente paseando al perro y un par de chicos con monopatín. La mayoría lo saludaron al pasar.

A medida que fue cogiendo velocidad y ritmo, siempre de camino hacia el río, Control se sintió con ánimo para pensar en el día. Repasó las reuniones y en particular el interrogatorio de la bióloga, y revisitó el torrente de información que había recibido, que él mismo había desencadenado. Al día siguiente habría más, y al otro; no le cabía duda de que iba a estar recibiendo información nueva durante una temporada antes de que la regurgitase en forma de conclusiones.

Podía intentar no involucrarse a ese nivel. Podía procurar existir solo a un nivel abstracto de gestión y administración, pero en realidad no creía que eso fuese exactamente lo que la Voz quería de él ni lo que la subdirectora le iba a permitir. ¿Cómo podía ser el director de Southern Reach si no hacía suya la situación a la que se enfrentaba el personal? Había programado al menos tres entrevistas más con la bióloga a lo largo de la semana, además de una visita al punto de ingreso al Área X. Sabía que su madre esperaba de él que estableciese las prioridades de acuerdo con la situación que se encontrara.

Mientras corría, pensó sobre todo en la frontera. En lo absurdo que le resultaba que existiese en el mismo mundo que la población por la que había salido a correr, que la música que escuchaba. Que el crescendo de cuerda e instrumentos de viento.

La frontera era invisible.

No permitía medias tintas: si la tocabas, te absorbía (¿o te llevaba al otro lado?).

Los límites estaban identificados y alcanzaban cerca de una milla mar adentro. El ejército había instalado una barrera flotante y patrullaba la zona sin descanso.

Saltó un murete cubierto de kudzu con la mente enfrascada en estos pensamientos y atravesó un puente de piedra medio en ruinas para acortar entre dos calles. Reflexionó un instante sobre ese patrullaje constante, sobre si alguna vez alguien habría visto algo entre las olas o si sus vidas eran una sucesión insoportable de los mismos detalles grises y azules, día tras día.

La frontera se extendía ciento quince kilómetros hacia el interior contando desde el faro, y a lo largo de la costa unos sesenta kilómetros hacia el este y otros sesenta hacia el oeste. Terminaba justo debajo de la estratosfera y, por debajo de la superficie terrestre, llegaba hasta la astenosfera.

Tenía una puerta o pasillo de entrada que conducía al Área X.

Era posible que la puerta no la hubiese creado lo mismo que había dado origen al Área X.

Pasó por delante de una tienda de comestibles, una farmacia, un bar de barrio. Cruzó la calle y estuvo a punto de chocar con una señora que iba en bicicleta. Bajó de la acera para correr por la calzada cuando le hizo falta, ya con ganas de llegar al río pero no de regresar hasta casa cuesta arriba.

En el lado del mar no había forma viable de pasar por debajo de la frontera. En tierra, era imposible hacer un túnel subterráneo para llegar al otro lado. Era impenetrable, incluso con aparatos de última generación, radar o sónar. Desde los satélites que escudriñaban la Tierra solo se veía naturaleza en aparente tiempo real, nada fuera de la normalidad. Sin embargo, era una falsedad óptica.

La noche que apareció la frontera, esta se llevó por delante barcos, aviones y camiones. Cualquier cosa que se encontrase por casualidad en aquella línea imaginaria pero absolutamente real o se estuviese acercando a ella en el momento de su creación y durante las horas posteriores, antes de que se supiera lo que estaba ocurriendo y que lo mejor era guardar las distancias. Antes de que llegase el ejército. El lastimero quejido del metal y la vibración de los motores que seguían en marcha mientras desaparecían… hacia algo o algún lugar. Una visión apocalíptica y acallada; el castillo de un buque destructor enviado a investigar con la información equivocada «avanzando hacia la nada», como lo describió un testigo ocular. Las últimas transmisiones de radio o vídeo hechas por una tripulación en estado de shock, mientras la mayoría corría hacia la popa formando una marabunta revuelta y abultada que en el vídeo desenfocado que se grabó desde un helicóptero parecía una enorme criatura saltando al agua. Porque estaban a punto de desaparecer y no podían hacer nada para evitarlo, y la niebla lo complicaba todo aún más. Sin embargo, algunos se quedaban mirando pasmados cómo su barco se desintegraba y después cruzaban la frontera o morían o iban a algún lugar o… Control era incapaz de hacerse a la idea.

La colina se terminó y él volvió a correr por las aceras, esta vez frente a pequeños centros comerciales, franquicias, gente que se detenía en el semáforo o se subía al coche en un aparcamiento. Hasta que entró en la calle principal antes de llegar al río —una neblina de luces y más peatones, algunos de ellos borrachos—, la cruzó y se metió en un vecindario tranquilo de caravanas y diminutas casas hechas con bloques de hormigón. A pesar de que hacía fresco, sudaba abundantemente. Unos vecinos estaban haciendo una barbacoa y todos dejaron lo que hacían para verlo pasar.

Pensó de nuevo en la bióloga. En la necesidad de averiguar qué había visto y vivido en el Área X, consciente de que la subdirectora podía ir más allá de la mera amenaza de trasladarla. De que quería utilizar esa incertidumbre para obligarlo a tomar decisiones equivocadas.

Una carretera de sentido único bordeada de hierbajos y cubierta de la gravilla de los baches lo condujo hasta el río. Atravesó una maraña de ramas, emergió a un destartalado embarcadero flotante y tuvo que flexionar las rodillas para mantener el equilibrio. Acabó la carrera allí, al final del muelle, junto a una lancha que estaba amarrada a un extremo. Al otro lado del río se veían algunas luces, pequeños grupos aquí y allá, nada que ver con la abundancia deslumbrante de focos de su izquierda, donde el paseo a orillas del río discurría de la mano de las estúpidas farolas de falso estilo victoriano coronadas por esferas llenas de bolas blancas que parecían huevos duros.

En algún lugar al otro lado del río y hacia la izquierda estaba el Área X. A pesar de encontrarse a muchos kilómetros de distancia, su presencia era visible como una masa, una sombra, un resplandor. Mientras aún estaba en el instituto ya se habían enviado expediciones que después regresarían o no. En un momento determinado de aquella época, la psicóloga había aceptado el puesto de directora. Toda una historia secreta se había fraguado mientras sus amigos y él iban a Hedley en coche para pillar unas cervezas y buscar alguna fiesta, sin un orden de acontecimientos establecido.

El día antes de subirse al avión que lo llevaría a Southern Reach había hablado con su madre por teléfono. Habían comentado de pasada su conexión con Hedley. «Yo solo conocía la zona porque tú estabas allí, pero tú no te acuerdas», le había dicho su madre. Pues no, no lo recordaba. Tampoco sabía que ella había trabajado durante una breve temporada en Southern Reach, dato que al mismo tiempo lo sorprendía y le parecía lógico. «Trabajaba allí para estar cerca de ti», dijo ella, y por mucho que no supiese si creerla, Control había notado que la presión que sentía en el pecho cedía ligeramente.

Porque saberlo a ciencia cierta era muy difícil. En aquella época ella le contaba con retraso las historias de misiones pasadas, así que intentó hacer un salto adelante y calcular el momento en que le podía haber hablado de forma encubierta sobre Southern Reach. Pero no lo encontraba o su memoria no quería proporcionárselo. «¿Qué hacías allí?», había deseado saber él, pero ella había respondido con una pared impenetrable: «Eso es confidencial».

Apagó la música y se quedó escuchando el croar de las ranas, el chapaleo del agua contra el casco de la lancha por la brisa que ondulaba la superficie del río. Allí la oscuridad era absoluta y las estrellas parecían estar más cerca. En el pasado, el caudal era más rápido, pero los vertidos de la industria agropecuaria habían creado limos que lo frenaban, lo estancaban y cambiaban los organismos que vivían en él. Ocultas en la oscuridad de la orilla opuesta había fábricas de papel y las ruinas de otras más antiguas que aún envenenaban las corrientes subterráneas. Todo desembocaba en un mar que cada vez era más ácido.

Se oyó un grito lejano desde la otra orilla y una réplica aún más distante. A su derecha, algo pequeño se abrió paso parloteando por entre los juncos. Tomó una bocanada de aire fresco con olor salado a marisma. Era el tipo de lugar donde él y su padre solían ir en canoa cuando era adolescente. No era un paraje verdaderamente salvaje y estaba a una distancia cómoda de la civilización, pero tenía un carácter lo bastante distinto como para crear límites. Lo que la mayoría de la gente quería: estar cerca, pero no formar parte. No querían la temible incógnita de una «naturaleza prístina», pero tampoco una vida artificial carente de alma.

Volvía a ser John Rodriguez, se había sacudido a «Control». John Rodriguez, hijo de un escultor cuyos padres llegaron a este país en busca de una vida mejor. Hijo de una mujer que vivía en un complejísimo reino de secretos.

Cuando emprendió el camino de regreso colina arriba, pensaba si no sería mejor poner en práctica su plan de huida en ese mismo momento. Cargarlo todo en el coche y marcharse para no tener que volver a enfrentarse jamás a la subdirectora y a todo lo demás.

Siempre empezaba bien.

Aunque no podía acabar bien.

Pero sabía que cuando llegase la mañana se levantaría siendo Control y volvería a Southern Reach.