003: Procesamiento

Más tarde, de vuelta en el despacho y habiendo dejado a Whitby en su mundo, Control hizo otro barrido en busca de micros o cámaras. Después se preparó para llamar a la Voz, que exigía informes a intervalos regulares. Para ello le habían dado un móvil diferente: justo lo que necesitaba para ahorrar espacio en la cartera. Era posible que durante el puñado de conversaciones que había tenido con la Voz mientras estaba en la Central antes de llegar a Southern Reach él o ella se encontrara en las inmediaciones. Quizá lo vigilase durante todo el proceso a través de cámaras. O puede que estuviese a mil quinientos kilómetros de allí y simplemente fuese un agente remoto que utilizaban solo como contacto.

De las otras veces, Control no recordaba mucho más que la información en bruto, pero hablar con la Voz lo ponía nervioso. Cuando marcó el número, después de comprobar que no hubiese nadie en el pasillo y de cerrar la puerta, ya tenía la camiseta interior empapada. Ni su madre ni la Voz le habían dicho qué esperaban de los informes; sin embargo, su madre le había advertido de que la Voz podía retirarlo del puesto sin consultárselo a ella. Le costaba creer algo así, pero por el momento se convenció de ello.

Como siempre, la Voz tenía un trato áspero y se ocultaba tras un filtro. ¿Se escondía puramente por seguridad o porque Control podría reconocerla? «Es muy posible que nunca conozcas su identidad —le había dicho su madre—. Tendrás que quitártelo de la cabeza. Concéntrate en lo que tienes delante, haz lo que mejor haces».

Pero ¿qué era eso? ¿Y cómo podía comunicarle a la Voz que pensaba que estaba haciendo un buen trabajo? Se la imaginaba como un megalodonte o un leviatán sumergido en un tanque lleno de agua salada, en alguna instalación subterránea relacionada con una operación encubierta, tan secreta y laberíntica que ya nadie recordaba su cometido por mucho que se empeñasen en continuar con los rituales correspondientes. Un tanque de combate. Un estanque. Dudaba de que esa idea le fuese a arrancar una carcajada a la Voz o a su madre.

La Voz utilizaba el nombre real de Control, cosa que al principio lo confundía, como si se hubiese sumido tanto en «Control» que su otro nombre perteneciese a otra persona. No podía evitar dar golpecitos con el dedo índice sobre el vade de sobremesa.

—Informa —dijo la Voz.

—¿De qué modo? —fue la respuesta inmediata y obviamente estúpida de Control.

—Con palabras estaría bien.

La Voz sonaba como gravilla bajo el peso de unas botas.

Control se lanzó a ofrecer un resumen de su experiencia hasta aquel momento, que empezaba como un resumen del resumen que le habían hecho a él sobre la situación de Southern Reach.

Sin embargo, a medio relato perdió el hilo, o el ímpetu —¿le había hablado ya de los dispositivos de vigilancia del despacho?—, y la Voz lo interrumpió.

—Háblame de los científicos, de la División de Ciencias. Hoy has tenido una reunión con ellos. ¿Cuál es la situación en el departamento?

Interesante. ¿Quería eso decir que la Voz tenía otro par de ojos en Southern Reach?

Le contó la visita a la división, aunque amortiguó sus opiniones con un lenguaje diplomático. Si hubiese estado dando el parte a su madre, le hubiese dicho que los científicos eran un desastre, más de lo habitual. El jefe del departamento, Mike Cheney, era un tipo blanco de más de cincuenta años, bajo y corpulento, que llevaba una chaqueta de motorista, camiseta y vaqueros, tenía el pelo cano y muy corto, y hablaba con voz jovial y retumbante. Su acento era del norte, pero en ocasiones se relajaba y adoptaba la cantinela del sur. Las arrugas que tenía a los lados de la boca conspiraban con el par de cejas ascendentes que hacían que su rostro pareciera una equis, contra la que luchaba constantemente sonriendo todo el tiempo.

La segunda de a bordo, Deborah Davidson, también era física: la clásica corredora flaca que en realidad ha perdido peso a base de fumar. Enfundada en una camisa roja de manga corta de cuadros escoceses y un par de estrechos pantalones de pana marrón que llevaba sujetos con un cinturón de cuero demasiado grande, parecía que se iba a romper en cualquier momento. Aunque casi todo quedaba oculto por una raída americana negra cuyas prominentes hombreras delataban su edad. Darle la mano era como sujetar un pescado frío e inerte, y al principio Control no conseguía soltarse.

Su capacidad de retener nombres se agotó con Davidson. Saludó con un gesto distraído de la cabeza al investigador químico, además de a la epidemióloga jefe, al psicólogo y al antropólogo, a quien también habían metido en la diminuta sala de reuniones. Al principio Control sintió que aquel espacio suponía un ataque, pero a mitad de la reunión se dio cuenta de que lo había entendido al revés. Eran ellos los que se comportaban como gatos enfrentados a un depredador: intentaban aparentar ser más grandes en comparación con el entorno reducido.

Ninguno de los extras tenía mucho que añadir, aunque le parecía que si hablaba con ellos en privado serían más comunicativos. Pero, por el momento, aquel era el show de Cheney y Davidson, con algún apunte del antropólogo. A juzgar por cómo hablaban, si sus carreras hubiesen sido medallas, las llevarían prendidas en alguna especie de uniforme científico de aspecto casi militar. Como, por ejemplo, las batas de laboratorio que ninguno de ellos llevaba puesta. Pero Control comprendía el impulso, sabía que aquello formaba parte de la narrativa: lo que en su día fue un amplio territorio exclusivo de la División de Ciencias les había sido arrebatado pedazo a pedazo.

Al parecer, Grace les había dicho —¿u ordenado?— que le soltaran la perorata habitual, cosa que él se tomó como un subterfugio o, en el mejor de los casos, como una probable pérdida de tiempo. Pero a ellos no parecía importarles tener que montar aquel teatrillo otra vez, sino todo lo contrario: se regodeaban en ello, como magos excesivamente entusiastas en busca de público. Control se daba cuenta, por la manera en que intentaba hacerse pequeño e insignificante en una esquina de la sala, de que Whitby se sentía avergonzado.

El «plato contundente», como solía bromear su padre, era un vídeo de unos conejos blancos que desaparecían al atravesar la frontera invisible: algo que, a juzgar por cómo iban comentando lo que ocurría, debían de haber mostrado infinidad de veces.

Había ocurrido a mediados de los noventa, y Control se había topado con la información revisando los datos relacionados con la frontera invisible que separaba el Área X del mundo. En una especie de acto reflejo fruto de la frustración por la falta de progresos, los científicos habían soltado dos mil conejos blancos a unos quince metros de la frontera, en una zona bien delimitada, y los habían azuzado hacia ella. Además de la ocasión de observar la transición de un lado al otro, la División de Ciencias tenía la leve esperanza de que el asalto simultáneo, o casi, de la frontera por parte de tantos seres vivos sobrecargase su mecanismo y le provocase un cortocircuito, aunque fuese a nivel local. La idea asumía que la frontera se podía sobrecargar, como si fuera una red eléctrica.

La transición de los conejos se documentó no solo con tomas estándar de vídeo sino también con diminutas cámaras sujetas a las cabezas de algunos de los ejemplares. El montaje resultante utilizaba el efecto de pantalla dividida para conseguir el máximo dramatismo posible, además de cámara lenta y avance rápido, de tal manera que daban al conjunto cierto carácter frívolo. Casi como si el montador hubiese querido hacer de la situación una broma para, a través de su irreverencia, encontrar el modo de desver lo visto. Control sabía que la biblioteca en soporte digital y de vídeo contenía más de cuarenta mil segmentos de conejos desapareciendo. Saltando. Retorciéndose los unos encima de los otros, formando torpes pirámides de conejos en el intento de que no los empujasen a la frontera.

La secuencia principal, tanto si se reproducía a velocidad normal como a cámara lenta, tenía un matiz abrupto y realista. Los conejos zigzagueaban por delante de unos humanos vestidos con trajes de protección que los habían acorralado en un semicírculo. Los humanos parecían policías antidisturbios pero de blanco, con largos escudos blancos que habían unido para formar una pared con la que encerrar y agrupar a los conejos. El efecto era extrañísimo. En el suelo, una línea de color rojo chillón delineaba el área de transición de cinco metros entre el mundo y el Área X.

Un puñado de conejos huyó por los extremos del semicírculo o logró sobrepasar la pared antidisturbios con saltos de trayectoria demente. Pero la mayoría no pudo escapar. La mayoría se abalanzó hacia delante y, bien corriendo bien en mitad de un brinco, desaparecieron al dar con el borde de la frontera. No hubo ondas ni explosiones de sangre y órganos. Simplemente desaparecían. Los primeros planos, observados a cámara lenta, revelaban un microsegundo de transición en el que tan solo la mitad o un cuarto del conejo aparecía en pantalla, pero apenas un único fotograma lograba captar de verdad el instante entre el estar y el no estar. En la práctica, si se paraba la imagen, esto se traducía en una composición de los cuartos traseros de al menos cuatro docenas de conejos apelotonados, la mayoría en pleno salto, huérfanos de cabezas y torsos.

El vídeo que le enseñaron no tenía sonido ambiente, solo una voz en off; pero Control sabía por los informes que en cuanto los primeros conejos fueron obligados a cruzar la frontera de entre la aglomeración de animales surgió un horrible chillido. Una especie de intenso lamento y pánico general. Si el vídeo hubiese continuado, Control habría visto a los últimos conejos resistirse con absoluta vehemencia a ser conducidos, volverse contra los humanos y atacarlos a brincos para morder y arañar. Habría visto el blanco de los escudos teñirse de rojo; a los investigadores tan sorprendidos que acabaron rompiendo filas y permitiendo que más de doscientos conejos se dispersasen.

Las cámaras arrojaban aún menos luz al asunto, si cabía. Como si fueran los descartes de una intensa escena de batalla, no mostraban más que patas traseras de conejos que corrían desesperados y algún detalle borroso del paisaje; aunque los ejemplares que escaparon enturbiaron el asunto, pues las marismas de ambos lados de la frontera eran muy parecidas. Después de aquello, Southern Reach empleó mucho tiempo en buscar a los fugitivos para descartar que las imágenes que recibían fuesen del otro lado.

La siguiente expedición en entrar al Área X, enviada una semana después del experimento, no encontró ningún rastro de conejos blancos, vivos ni muertos. Ningún otro experimento similar, a una escala mucho menor, surtió efecto. A Control tampoco le pasó por alto una anotación quisquillosa que había hecho un ecologista en uno de los informes y que decía: «¿Qué coño hacéis? Es una especie invasora. Habrán contaminado el Área X». ¿Sí? ¿Lo hubiese permitido lo que fuera que había creado el Área X? Intentó sacarse una idea muy ridícula de la cabeza: el Área X, años después, devolviéndoles un conejo de tamaño humano que no recordaba nada salvo su cometido. La mayoría de los magos se echaba a reír en los momentos más inapropiados, como si le estuvieran enseñando cómo habían llevado a cabo su truco más famoso. Pero antes de eso había escuchado risitas nerviosas; estaba seguro de que por mucho tiempo que hubiese pasado, el vídeo seguía inquietando a más de uno.

Algunos de los responsables de la maniobra fueron despedidos, y otros, trasladados. Pero, al parecer, alejarse en el tiempo de una farsa producía una imagen icónica; porque ahí estaban los nobles restos de la División de Ciencias, mostrándole con notable entusiasmo lo que se había considerado un completo fracaso. Tenían más cosas que enseñarle —datos y muestras del Área X en vitrinas—, pero nada que no estuviera en los informes: datos que podía leer más tarde, tranquilamente.

Hasta cierto punto, no le importaba haber visto el vídeo. Era un alivio, teniendo en cuenta lo que le esperaba. Más adelante tendría que visualizar las grabaciones de la primera expedición, cuyos miembros murieron todos menos uno. Se consideraban pruebas fundamentales. Sin embargo, no podía sacudirse la sensación de que lo que acababa de ver tenía un tono como de colegio mayor, un subtexto que decía: «¡Mira la que liamos en la frontera con los conejos!». Pasa la litrona y dale un tiento cada vez que veas un conejito blanco.

Cuando Control se marchó, los asistentes formaron una fila tensa, como si les fueran a hacer una foto. Uno a uno le estrecharon la mano, y no fue hasta que él y Whitby pasaron los guantes de largo y llegaron a las escaleras que se dio cuenta de por qué la situación era tan peculiar. Todos estaban erguidos y serios. Debían de creer que estaba en el departamento para despedir aún a más gente. Que había ido a juzgarlos. Aún más tarde, mientras recogía algunos de los micrófonos de encima del escritorio para cometer una maldad antes de llamar a la Voz, se preguntó si, en lugar de eso, se temían algo muy diferente.

Control le contó a la Voz casi todo lo ocurrido con una creciente sensación de futilidad. La mayor parte no tenía sentido o no era novedad; simplemente estaba hablando por hablar, para tener algo que decir. Lo que no le contó era que algunos de los científicos habían usado las palabras «regalo medioambiental» para referirse al Área X, con un inquietante y desmoralizador subtexto: «¿Deberíamos estar luchando contra esto?». Al fin y al cabo, se trataba de una naturaleza prístina, libre de toxinas creadas por el hombre.

—¡ME CAGO EN LA PUTA! —chilló la voz hacia el final del informe científico, interrumpiendo su propio mascullar constante.

Control se apartó un momento el teléfono de la oreja sin saber qué había provocado esa reacción, hasta que oyó:

—Perdona, me he tirado el café por encima. Continúa.

El café daba al traste con la imagen de un megalodonte que Control tenía en la cabeza, y le costó un momento retomar el hilo.

Cuando acabó, la Voz fue directa a otra pregunta, como si estuviesen empezando desde el principio.

—¿Cuál es tu estado mental ahora mismo? ¿Tienes tus asuntos en orden? ¿Qué crees que costará?

¿A qué pregunta debía responder?

—¿Optimista? Pero mientras no haya una dirección concreta, una estructura más clara, y recursos, no lo sabré.

—¿Qué impresión tienes de la antigua directora?

Acaparadora. Excéntrica. Un enigma.

—Aquí la situación es muy complicada y este es mi primer di…

—¿QUÉ IMPRESIÓN TIENES DE LA ANTIGUA DIRECTORA?

Un bramido, como si la grava se hubiera convertido en una tormenta de piedras.

Control sintió que se le aceleraba el pulso. Había tenido jefes con dificultades para controlar el temperamento, y que este estuviera al otro lado de la línea telefónica no le facilitaba las cosas.

Le escupió unas cuantas opiniones nacientes:

—Había perdido la perspectiva, los papeles. Hacia el final, sus métodos se volvieron excéntricos, y me costará un tiempo desenredar…

—¡YA BASTA!

—Pero…

—No menosprecies a los muertos.

Esa vez sonó como un susurro de arena. A pesar del filtro, percibió el duelo. O quizá Control estuviera proyectando.

—Sí, perdón, pero es que…

—La próxima vez —dijo la Voz—, espero que tengas algo más interesante que contar. Algo que no sepa. Pregunta a la subdirectora por la bióloga, por ejemplo. Pregúntale qué pensaba hacer la directora con la bióloga.

—Sí, eso tiene sentido —convino Control.

En realidad, lo que quería era colgar cuanto antes, pero de pronto se acordó de algo.

—Ah, hablando de la subdirectora…

Le hizo un resumen de lo que había ocurrido por la mañana con la antropóloga y la topógrafa, el problema de que Grace parecía tener contactos en la Central que podían complicarle las cosas.

La Voz dijo:

—Veré qué se puede hacer. Yo me ocupo.

Y se lanzó a un discurso que parecía pregrabado porque era ligeramente repetitivo:

—Y recuerda: estoy vigilando. Así que piensa bien qué puedo no saber.

Clic.

Había una cosa útil e inesperada que le habían explicado los científicos, pero no se la había referido a la Voz porque parecía encajar en la categoría de Secreto Común.

Intentando redirigir la conversación después del experimento fallido de los conejos blancos, Control les había preguntado por sus teorías sobre la frontera, sin importar lo escandalosas que pudieran ser.

Cheney tosió un par de veces, miró a su alrededor y habló:

—Me gustaría poder ser más concreto, pero, ya sabe, hablamos mucho sobre el tema porque hay demasiados factores desconocidos…, pero, bueno, personalmente creo que la frontera no surge necesariamente de la misma fuente que lo que está transformando el Área X.

—¿Qué?

Cheney torció el gesto.

—Es una respuesta típica, es normal. Lo que quiero decir es que no hay pruebas de que la… presencia… que está en el Área X también generase la frontera.

—Sí, eso lo había entendido, pero…

Entonces habló Davidson.

—No hemos podido hacer pruebas en la frontera del mismo modo que con las muestras que nos han traído de dentro, pero sí hemos podido hacer mediciones y, resumiendo para no aburrirte con los datos, sabemos que la frontera es lo suficientemente distinta en cuanto a composición como para apoyar esa teoría. Es posible que se diera un Acontecimiento que creara el Área X y después ocurriera un segundo Acontecimiento que crease la frontera invisible, pero eso…

—¿No están relacionadas? —interrumpió Control, incrédulo.

Cheney negó con la cabeza.

—Bueno, quizá en el sentido de que el Acontecimiento Dos es casi con total seguridad una reacción al Acontecimiento Uno. Pero puede que la frontera la crease alguien diferente.

Una vez más detectó cierta renuencia a pronunciar las palabras alienígena o alguna cosa.

—Y eso significa —dijo Control— que es posible que la segunda entidad estuviera intentando contener las secuelas del Acontecimiento Uno, ¿no?

—Exacto —dijo Cheney.

Control volvió a reprimir el impulso de levantarse y salir de allí. De atravesar las puertas y no volver jamás.

—Yyy… —dijo alargando el sonido mientras pensaba—, ¿qué hay de la vía de entrada al Área X? ¿Cómo la creasteis?

Cheney frunció el ceño, lanzó a sus colegas una mirada suplicante, y como ninguno de ellos dio un paso al frente se refugió en la equis de su rostro.

—No la creamos. La encontramos. Un día estaba allí… Y ya está.

Control sintió que le hervía la sangre. En parte porque la información que le había dado Grace inicialmente era demasiado imprecisa o quizá él hubiese supuesto demasiadas cosas. Pero, más que nada, porque Southern Reach había enviado una expedición tras otra a través de una puerta que no habían creado, a encontrarse con Dios sabe qué, con la esperanza de que todo iría bien, de que todos regresarían, de que los conejitos no se habían desintegrado hasta el nivel de los átomos que los constituían ni vuelto a su estado primigenio sufriendo un dolor desesperante.

—¿Entidad Uno o Dos? —le preguntó a Cheney.

Le hubiera gustado tener a la bióloga en la conversación. Ya se imaginaba las preguntas que le haría.

—¿Qué?

—¿Cuál de los dos catalizadores crees que abrió la puerta en la frontera?

Cheney se encogió de hombros.

—Bueno, es imposible saberlo. Porque no sabemos si está pensada para permitir que algo entre o salga.

O las dos cosas. O Cheney no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

Control se encontró con la subdirectora mientras recorría uno de los muchos pasillos que aún no había conseguido ubicar del todo. Estaba buscando el Departamento de Recursos Humanos para entregar el papeleo, pero aún no tenía en la cabeza el mapa del edificio y estaba un poco perplejo tras la conversación telefónica con la Voz.

Los fragmentos de conversación que oía en los pasillos no le servían de mucho, pues hacían referencia a cosas para las que aún carecía de contexto. «¿Hasta qué profundidad crees que llega?», «No, no lo reconozco. Pero tampoco soy una experta», «Puedes creerme o no». Grace tampoco ayudaba. En cuanto la alcanzó, ella se le acercó más de lo necesario, quizá para demostrarle que era tan alta y fuerte como él. Olía a perfume sintético de lavanda y Control tuvo que reprimir un estornudo.

Después de responder a un interrogatorio sobre la visita al Departamento Científico, Control tomó las riendas y contraatacó antes de que ella pudiera doblar la esquina.

—¿Por qué no querías a la bióloga en la duodécima expedición?

Ella se detuvo, se alejó un paso de él y lo miró con recelo. Bien: al menos estaba dispuesta a entablar combate.

—¿Qué pensabas en aquel momento? ¿Por qué no querías que fuese?

Había miembros de la plantilla pasando por su lado, así que Grace bajó la voz y dijo:

—No cumplía los requisitos. La habían echado de una docena de empleos. Es cierto que tenía talento en bruto, cierta chispa, pero no estaba capacitada. El hecho de que su marido formara parte de la anterior también comprometía su situación.

—La directora no estaba de acuerdo.

—¿Qué tal la charla con Whitby? —dijo a modo de respuesta.

Control se daba cuenta de que su expresión había delatado su fuente. Perdóname, Whitby, por haberte entregado. No obstante, implicaba que a Grace le inquietaba que Whitby hablase con él. ¿Significaba eso que el hombre comía de la mano de Cheney?

Siguió presionando:

—Pero la directora no estaba de acuerdo.

—No —admitió ella.

Control se preguntó qué tipo de traición representaba esa capitulación.

—No estaba de acuerdo. Consideraba que todo eso jugaba a favor de la bióloga, que los parámetros habituales de idoneidad nos preocupaban demasiado. Así que confiamos en su experiencia.

—A pesar de que había hecho que exhumaran y examinaran los cadáveres de la anterior expedición.

—¿Dónde has oído eso? —preguntó con verdadera sorpresa.

—¿No dice eso bastante sobre la idoneidad de la directora?

Pero la sorpresa de Grace se había endurecido hasta convertirse en resistencia. Cuando le ofreció su respuesta cortante, ya estaba otra vez en marcha.

—No, en absoluto.

—Sospechaba algo, ¿verdad? —preguntó Control volviendo a alcanzarla.

Según la Central, los informes indicaban que, a pesar de que los anteriores expedicionarios hubiesen regresado con la mente como una tabla rasa, eso no sugería un cambio en la situación del Área X, pero tal vez sí señalase un cambio en la directora.

Grace suspiró, como si estuviera cansada de intentar provocarlo.

—Sospechaba que podrían haber… cambiado desde que se les practicó la autopsia. Pero si lo preguntas es que ya lo sabías.

—¿Y? ¿Habían cambiado?

Desaparecido. Resucitado. Salido volando en dirección al cielo.

—No. Se habían descompuesto algo más rápido de lo que podría esperarse, pero no habían cambiado.

Control se preguntó qué precio había tenido que pagar la directora en cuestión de respeto y favores. Se preguntó si el día que la directora le dijo al personal que se añadía a la duodécima expedición, algunos sintieron no alarma sino una insólita sensación de alivio y culpabilidad.

Tenía otra pregunta, pero Grace no quería responder más y ya había doblado la esquina para bajar por otro de los pasillos del laberinto.

A continuación intentó, en vano y con muy poco entusiasmo, reorganizar su despacho, y después revisó una serie de informes básicos que Grace le había entregado, seguramente con intención de impedirle avanzar a buen ritmo. Se enteró de que Southern Reach tenía su propio departamento de diseño de utilería, cuyo cometido era crear equipos para las expediciones que no violasen los protocolos; dicho de otro modo, fabricaban tecnología obsoleta. Se enteró también de que las instalaciones donde se alojaban los que regresaban del Área X estaban mejorando la seguridad, ya que las cámaras de vigilancia que habían utilizado hasta entonces, además de estar anticuadas, habían sufrido un colapso sistémico. Hasta tiró un DVD que le había dado un biólogo especialista en ciclos vitales que mostraba un corte transversal generado por ordenador del ecosistema de la costa olvidada. Las imágenes eran una sucesión de líneas topográficas en un arcoíris de color: bonito, pero el nivel del detalle no era el adecuado para él.

Al final del día, cuando salía, se topó de nuevo con Whitby en la cantina. El hombre parecía pasar allí mucho tiempo, como si no quisiera estar en la mazmorra con el resto de los científicos. O como si siempre lo tuvieran haciendo recados para mantenerlo alejado de la división. Un oscuro pajarito se había quedado atrapado en el interior y Whitby lo miraba volar alrededor de las claraboyas.

Control le hizo la pregunta que quería hacerle a Grace antes de que lo esquivara en el laberinto.

—Whitby, ¿por qué se traen tan pocos diarios de las expediciones?

Eran muchísimos menos que la cantidad de personas que volvían.

Whitby continuaba hipnotizado por el vuelo del pájaro; lo seguía con la cabeza como un gato, con total atención. Miraba con tanta intensidad que a Control le resultó desconcertante.

—Datos incompletos —dijo Whitby—. Demasiado incompletos como para saberlo con certeza. Pero casi todos los que vuelven dicen que se les olvida traerlos. Que no les parece importante o que no sienten la necesidad de hacerlo. Sentir es una parte importante del asunto. Pierdes la necesidad o el ímpetu de informar, de comunicar, igual que los astronautas pierden masa muscular. Aunque, en cualquier caso, la mayoría de los diarios aparecen en el faro. Hace tiempo que no se considera una prioridad, pero cuando hemos pedido a otras expediciones que los recuperen, normalmente ni siquiera lo intentan. Pierdes el impulso o algo se interpone y se convierte en un hecho crucial, y no te das cuenta hasta que es demasiado tarde.

Eso evocó en la mente de Control la incómoda imagen de algo o alguien entrando en el faro, sentándose sobre la montaña de diarios y leyéndolos para Southern Reach. O escribiéndolos.

—Podría enseñarte una cosa interesante que hay en una de las salas, cerca de la División de Ciencias, que tiene que ver con esto —dijo Whitby con tono distraído, todavía pendiente del pájaro—. ¿Quieres verlo?

La mirada inconexa recuperó de pronto el enfoque y se posó de repente sobre Control, que tuvo la inquietante sensación de que había dos Whitbys, uno acechando desde el interior del otro. Puede que incluso tres, como una matrioska.

—¿Por qué no me cuentas lo que hay?

—No, te lo tengo que enseñar. Es un poco raro y hay que verlo para entenderlo.

Parecía que a Whitby le daba igual que Control viera o no la vieja sala, y a la vez que le importaba demasiado.

Control se echó a reír. Desde que trabajaba en terrorismo nacional, varias personas le habían enseñado las chaladuras más raras. Ese mismo día le habían contado cosas que había que estar loco para creérselas.

—Mañana —dijo—. Ya me lo enseñarás mañana.

O no. No quería sorpresas. Tampoco quería satisfacer a los guardianes de grandes secretos ni ver ninguna rareza antes de que llegase el momento adecuado. Ya había tenido más que suficiente para un día y necesitaba prepararse para volver al día siguiente, para la segunda parte. Lo curioso de la gente que quiere enseñarte cosas es que a veces su interés en hacerte partícipe de algo está empapado de sadismo voyeur. Esperan la expresión, la mirada, la reacción, y les da igual de qué se trate siempre que cause algún tipo de incomodidad. Pensó que quizá Grace le había tendido esa trampa con Whitby después de la conversación que habían tenido; era posible que fuese una suerte de broma en la que debía meter la mano en algún sitio y encontrársela cubierta de gusanos o abrir una caja para que le saltase una serpiente de plástico.

El pájaro descendió en un vuelo errático y difícil de seguir en la luz de la tarde.

—Deberías verlo ahora —dijo Whitby, entre herido y nostálgico—. Más vale tarde que nunca.

Pero Control ya le daba la espalda y se dirigía hacia la entrada y el (bendito) aparcamiento.

¿Tarde? ¿Cuán tarde llegaba, según Whitby?