002: Ajustes

«Cierra los ojos y me recordarás», le había dicho su padre a Control tres años antes en un lugar cercano a donde estaba en ese instante: el moribundo intentando consolar al vivo. Pero cuando cerraba los ojos todo desaparecía; todo excepto el sueño de la caída y las cicatrices acumuladas durante las misiones pasadas. ¿Por qué había dicho aquello la bióloga? ¿Por qué había dicho que se estaba ahogando? Lo había desconcertado, pero también le había dejado con la extraña sensación de que compartían un secreto. Como si ella hubiese entrado en su cabeza, hubiese visto su sueño y ahora estuviesen unidos. No obstante, eso le molestaba, no quería tener conexión alguna con las personas a las que interrogaba. Debía planear por encima de sus cabezas y ser libre de escoger el momento en el que descendía a su nivel, y no que fuese la voluntad del otro lo que le hiciera bajar a tierra.

Cuando abrió los ojos, se encontraba en la parte trasera del edificio en forma de herradura que acogía el cuartel general de Southern Reach. Frente a él estaba la curva, una carretera y, antes, el aparcamiento. Construido en un estilo que había quedado obsoleto hacía décadas, aquellos estratos de cemento eran un monumento o un yacimiento arqueológico, no era capaz de decidir cuál de los dos. Las aristas y las canaladuras le resultaban desconcertantes, y la manera en que el tejado se inclinaba ligeramente sobre el resto lo hacía parecer menos funcional que el arte de acción o la escultura abstracta a una escala grandiosa a la vez que abrumadora. Para rematar el conjunto, habían convertido la zona que ansiaban los brazos abiertos de la herradura en un patio orientado hacia un lago rodeado de un espeso bosque virgen. Sus orillas eran negras, como si hubiesen estado en llamas, y de la umbría agua salobre asomaban las raíces retorcidas y castigadas de los cipreses. La luz que bañaba el lago tenía un matiz gris que la hacía claustrofóbica, distinta y diferenciada del cielo azul que se veía por encima.

En algún momento todo aquello también había sido nuevo, quizá durante el Cretáceo, y seguramente entonces el edificio ya estaba presente en una forma u otra, sometido a tanta ingeniería inversa que uno podría mirar por las ventanas y ver libélulas del tamaño de buitres.

La herradura que los abrazaba no inspiraba demasiada confianza; se percibía menos como un símbolo de buena suerte que como una metáfora de lo incompleto. Ideas incompletas. Conclusiones incompletas. Informes incompletos. Las puertas que había a ambos extremos de la herradura, que muchos utilizaban como atajo para llegar al otro lado, confirmaban el fracaso de la imaginación. Y, mientras tanto, el horrendo pantano cumplía su función, tan perfecto en sí mismo como imperfecto era Southern Reach.

La quietud era tal que, cuando un pájaro carpintero atravesó la escena volando, a Control le resultó tan violento como el estruendo de un F-16.

A la izquierda de la herradura y del lago, apenas visible desde donde él se encontraba, una carretera serpenteaba entre los árboles en dirección a la frontera invisible tras la que se hallaba el Área X. Cincuenta y seis kilómetros de carretera y, más allá, otros veinticinco de caminos con un total de diez controles y órdenes de abatir y matar a todo el que no tuviera permiso para estar allí; vallas, alambre de espino, trincheras, hoyos y más pantano, quizá incluso colonias de superdepredadores entrenados por el Gobierno, bayas transgénicas venenosas y la típica trampa del martillo que te da un porrazo en la cabeza. Pero de algún modo, desde que Control recibió su instrucción, se preguntaba: ¿qué sentido tenía todo eso? ¿Era eso lo que se suponía que había que hacer en una situación como aquella? ¿Impedir que la gente entrase? Había leído los informes con atención: todo aquel que llegaba a la frontera sin autorización y cruzaba por cualquier otro lugar que no fuese la entrada desaparecía para siempre. ¿Cuánta gente habría hecho precisamente eso sin que nadie se percatase? ¿Cómo podía Southern Reach llegar a saberlo? En una o dos ocasiones, algún periodista de investigación se había acercado lo suficiente como para fotografiar la parte exterior de las instalaciones fronterizas de Southern Reach, pero lo único que había conseguido era reafirmar en el imaginario común la versión oficial que hablaba de una catástrofe medioambiental, una que costaría más de cien años limpiar.

Se oyeron unos pasos cerca de las mesas de piedra del patio de cemento delante del cual pequeñas baldosas blancas competían con cuadrados de tierra prensada donde, por extraño que resultase, se habían plantado tulipanes a intervalos irregulares. Conocía esos pasos y su especial arrastre. En su día, la subdirectora había sido agente de campo; algo ocurrió durante una misión y se lesionó una pierna. En el interior del edificio era capaz de disimularlo, pero no sobre las traicioneras baldosas lechadas. Saber aquello no le suponía ninguna ventaja, pues su primer impulso era de empatía. «Siempre que dices “en el campo”, yo me imagino un montón de agentes secretos corriendo entre espigas de trigo», le había dicho un día su padre a su madre.

Grace acudía allí a petición suya, para ayudarlo a contemplar el pantano mientras hablaban del Área X. Porque Control creyó que un cambio de escenario —salir de los confines del ataúd de cemento— ayudaría a limar su animadversión. Pero eso había sido antes de darse cuenta de lo realmente horroroso y prehistórico que era el paisaje, y por lo tanto también prehistérico. Contempla esta orgía de mosquitos conmigo y deja que mi simpatía te conquiste, Grace.

—Solo entrevistaste a la bióloga. Aún no sé por qué.

Eso antes de que él tuviera siquiera la oportunidad de mover su primera ficha…, así que su determinación de mostrarse diplomático, de convertirse en su compañero de trabajo en lugar de en su enemigo —aunque fuera mediante subterfugios o un codazo metafórico—, se disipó en el aire húmedo.

Control le explicó sus ideas y creyó que Grace parecía impresionada, pero aún no sabía interpretar bien sus reacciones.

—¿Alguna vez os dio la sensación de que estuviese ocultando alguna cosa durante el entrenamiento? —preguntó él.

—Desviación. Eres tú el que piensa que está escondiendo algo.

—De hecho, todavía no lo sé. Podría estar equivocado.

—Tenemos interrogadores con más experiencia que tú.

—No me cabe duda.

—Deberíamos enviarla a la Central.

La mera idea le daba escalofríos.

—No —dijo él rotundamente.

De inmediato le preocupó que la subdirectora se imaginase que el futuro de la bióloga le importaba.

—Ya he ordenado que se lleven a la antropóloga y a la topógrafa.

De pronto, Control percibió el olor putrefacto de toda la vegetación que se deterioraba poco a poco bajo la superficie del pantano, sintió en las torpes tortugas y a los peces raquíticos abrirse paso entre las capas enmarañadas. No se atrevía a volverse hacia ella; no se atrevía a decir nada, y se quedó inmóvil, suspendido por la sorpresa.

La subdirectora continuó, alegre:

—Dijiste que no las necesitabas, así que las envié a la Central.

—¿Con qué autoridad?

—La tuya. Me indicaste con total claridad que eso era lo que querías. Si te referías a otra cosa, acepta mis disculpas.

Se produjo en Control una pequeñísima onda sísmica, un temblor imperceptible.

Se las habían llevado. No podía recuperarlas. Tenía que olvidarlo y tragarse la mentira: que Grace le había hecho un favor, que le había simplificado el trabajo. En cualquier caso, ¿cuánta influencia podía tener ella en la Central?

—Si cambio de opinión, siempre puedo leer las transcripciones —dijo, intentando responder con tono agradable.

Allí las interrogarían igualmente, y él le había dado pie al decir que no quería entrevistarlas.

Ella le escrutaba la expresión, decidida a encontrar alguna señal de haber dado cerca del blanco.

Control intentó sonreír y sofocó el enfado pensando que, si la subdirectora hubiese querido hacerle daño de verdad, habría encontrado la manera de que la bióloga también desapareciera. Se trataba tan solo de un aviso, pero ahora él iba a tener que arrebatarle algo a Grace. No como represalia, sino para que no volviese a tener la tentación de privarle de algo más. No podía permitirse perder a la bióloga. Todavía no.

Grace le hizo una pregunta en mitad de aquel silencio incómodo.

—¿Qué haces aquí fuera como un idiota con el calor que hace?

Con jovialidad, como si no hubiera pasado nada.

—Deberíamos entrar. Es la hora de comer y podría presentarte al personal administrativo.

Control ya se estaba acostumbrando a su falta de respeto y eso le molestaba; quería una oportunidad que le permitiese rectificar la situación. Mientras la seguía hacia el interior de espaldas al pantano, sintió que este tenía cierto peso, una determinada presencia. Era otro tipo de enemigo. Tenía muy vistos otros paisajes como aquel, pues había crecido en un lugar cercano tras el divorcio de sus padres y después había regresado, cuando su padre se moría lentamente. En esos momentos había tenido la esperanza de no volver a ver un pantano en la vida.

«Cierra los ojos y me recordarás».

Te recuerdo, papá. Me acuerdo de ti, pero te estás desvaneciendo. Hay demasiadas interferencias y todo esto se está volviendo demasiado real.

La familia de su padre era originaria de Centroamérica: hispanos e indios. Control tenía las manos y el pelo negro de su padre, la nariz fina y la altura de su madre, y un color de piel a medio camino entre ambos. El abuelo paterno murió antes de que Control fuese lo suficientemente mayor para conocerlo, pero le habían contado historias épicas. De muy joven vendía pinzas de tender la ropa de casa en casa en determinados barrios, y a los veintipocos era boxeador, no lo bastante bueno como para aspirar a nada pero sí para ser un contrincante al que pagaban por recibir alguna paliza. Después se metió en la construcción y por último fue profesor de autoescuela, antes de morir prematuramente de un ataque al corazón a los sesenta y cinco. Su esposa, que trabajaba en una panadería, falleció tan solo un año después. El hijo mayor, padre de Control, creció siendo artista en una familia compuesta principalmente por carpinteros y mecánicos, y supo utilizar esa herencia para crear esculturas abstractas. Humanizaba las abstracciones pintándolas con los intensos colores preferidos por los mayas y pegándoles trocitos de baldosas y cristal, tendiendo puentes entre el arte profesional y el art brut. Esa era su vida, y Control jamás conoció a su padre sin ser esa persona y solo esa.

La historia de cómo sus padres se conocieron y se enamoraron también era la feliz historia de cómo su padre, durante un tiempo, se había convertido en uno de los favoritos de las galerías más selectas. Se conocieron en una fiesta en honor a su trabajo y, tal y como ellos lo contaban, se enamoraron a primera vista; más adelante, a Control esa historia le resultaba difícil de creer. En esa época, su madre vivía en Nueva York y tenía lo que se podía considerar un trabajo de oficina, aunque estaba ascendiendo rápidamente. El padre se mudó al norte para estar con ella, tuvieron a Control y en cuestión de uno o dos años a ella la reasignaron y pasó de estar en una oficina a ser una agente en activo. Ese fue el principio del final: la historia que de pequeño daba estabilidad a Control pronto se reveló como poco más que un instante enmarcado por un paisaje de infelicidad. Nada excepcional: el tipo de cuadro que de tan conocido resulta deprimente y que jamás comprarías de encontrarlo en una tienda de antigüedades de un pueblo costero.

El silencio estaba salpicado de peleas, un silencio creado no solo por los secretos que ella llevaba consigo sino por aquellos que no podía revelar y, tal como Control comprendió de adulto, también por su naturaleza reservada que, después de un tiempo, ya no tenía remedio. A su padre le dolían sus ausencias, y cuando Control había cumplido los diez años ese era el trasfondo y a veces el poso de sus disputas: ella estaba acabando con su arte y eso no era justo, incluso a pesar de que el mundo del arte hubiese evolucionado y de que lo que su padre hacía fuese caro y solo se mantuviese a base de mecenas y subvenciones.

Pero a pesar de todo, cuando ella regresaba entre misiones, el padre se sentaba con sus esquemas y planos para nuevas obras esparcidos a su alrededor, como si fuesen pruebas. Tal como lo recordaba Control, su madre soportaba las recriminaciones con calma y una compasión fría y distante. Ella era la fuerza imparable que aparecía como un torbellino —que no estaba allí para quedarse— y que traía regalos comprados a última hora en aeropuertos lejanos e historias ingenuas para encubrir lo que había estado haciendo. A veces eran historias algo menos ingenuas que, según se dio cuenta años después al encontrarse en un dilema similar, le llegaban con cierto retraso: algo que ella podía compartir tras haber sido desclasificado, pero que había ocurrido mucho tiempo antes. Esas historias y la actitud distante enervaban al padre, pero la compasión lo hacía enfurecer, pues era incapaz de interpretarla como cualquier otra cosa que no fuese condescendencia. ¿Cómo puede uno saber si una luz que atraviesa el cielo es sincera?

Cuando se divorciaron, Control se mudó al sur con su padre, que arraigó en una comunidad donde se sentía cómodo porque incluía a algunos de sus familiares y alimentaba sus ambiciones artísticas por mucha hambre que pasase la cuenta bancaria. Control recordaba la impresión que le había causado comprobar, tras la mudanza, la cantidad de ruido y actividad y color que se podía concentrar en un hogar; el impacto de darse cuenta de que de pronto formaba parte de una familia más grande.

Sin embargo, durante los cálidos veranos que pasó en un pueblo no muy lejos de Southern Reach, con trece años, una bicicleta oxidada y un puñado de fieles amigos, Control no dejaba de pensar en su madre, que trabajaba de incógnito en alguna ciudad o país lejanos: ese rayo de luz distante que de vez en cuando descendía de la bóveda nocturna y aparecía en el umbral de su casa con la forma de un ser humano. Exactamente igual que cuando eran una familia.

Estaba convencido de que algún día ella se lo llevaría y él se convertiría en el rayo de luz y tendría secretos que nadie más podía conocer.

Algunos de los rumores sobre el Área X eran muy elaborados y su complejidad le recordaba a un banco de las medusas más venenosas y voluminosas del acuario. Mientras uno observaba su progreso ondulante, parecían al mismo tiempo reales e irreales en el marco del austero fondo azul del agua. «Lugar de invasión», «experimentos secretos del Gobierno». ¿Cómo podían existir organismos como aquellos? Los simples, los que imitaban la historia oficial —variaciones sobre una zona de catástrofe ecológica provocada por el hombre—, se habían vuelto tan comunes comparados con los otros que apenas llamaban la atención ni despertaban la curiosidad de nadie: versiones de zoo que comían de la mano de cualquiera.

Sin embargo, la verdad gozaba de cierta sencillez: alrededor de unos treinta años antes, bordeando un remoto tramo de costa del sur conocido por muchos como «la costa olvidada», tuvo lugar un Acontecimiento que empezó a cambiar el paisaje y al mismo tiempo provocó la aparición de una muralla o frontera invisible. Una especie de fantasma, o de «manifestación permeable previa a la frontera» tal como lo describían los informes —ligera como la niebla, apenas visible salvo por su naturaleza titilante—, había emanado rápidamente en todas direcciones desde un epicentro desconocido y se había detenido de repente a lo largo de los actuales e impenetrables límites.

Entonces se fundó Southern Reach con la intención de investigar lo ocurrido, con muy poco éxito y a costa de muchas vidas sacrificadas en las múltiples expediciones que se enviaron a través del único punto de egresión. Y aun así el coste de las vidas era insignificante en comparación con una posible pérdida de contención a través de una frontera que los científicos todavía estaban estudiando y tratando de comprender. El enigma de por qué los equipos, una vez recuperados, resultaban inservibles y en ocasiones se descomponían a un ritmo increíblemente veloz. La burlona inconsistencia de algunas expediciones a la hora de regresar con el equipo humano prácticamente intacto y que resultaba aún más inexplicable.

—Empezó antes de que apareciese la frontera —le dijo la subdirectora después de comer, de vuelta en su nuevo y al mismo tiempo viejo despacho.

En ese instante, ella se estaba centrando en cuestiones de trabajo y Control decidió fiarse de Grace y seguir callando momentáneamente su enfado por haberse deshecho de la antropóloga y la topógrafa.

Grace desenrolló el mapa del Área X sobre una esquina el escritorio: la costa, el faro, el campamento base, los senderos, los lagos y ríos, la isla que estaba varios kilómetros más al norte y marcaba el alcance de la… ¿incursión? ¿Invasión? ¿Infestación? ¿Cuál era la palabra que mejor encajaba? Lo peor del mapa era el punto negro que la directora había etiquetado a mano como «el túnel», pero que la mayoría conocían como «la anomalía topográfica». Era lo peor porque no todas las expediciones cuyos miembros habían sobrevivido para contar su experiencia habían dado con ella, incluso habiendo explorado la misma zona.

Grace dejó caer unas carpetas sobre el mapa. A Control aún le sorprendía lo anacrónico del uso del papel y le hacía sentir una especie de nostalgia que raramente se concedía a su generación. Pero la antigua directora se había contagiado de la aprensión a enviar tecnología moderna al otro lado de la frontera. Había prohibido ciertas formas de comunicación, solicitado que todos los emails se imprimiesen y los originales electrónicos se archivasen y eliminasen con regularidad, y había implementado protocolos arcanos y confusos para el uso de internet y de otras formas de comunicación electrónica. ¿Pensaba acabar él con todo ello? Todavía no lo sabía, pero sentía cierta simpatía por esas normas, por poco prácticas que fuesen. Él solo utilizaba internet para tareas de investigación y administración, y estaba convencido de que en la era moderna la mente de las personas se había fragmentado de algún modo.

«Empezó antes…»

—¿Cuánto tiempo antes?

—La información de la que disponemos indica que podría haberse producido una extraña… actividad en ese tramo de costa durante al menos un siglo antes de que se instalase la frontera.

Antes de que se formara el Área X. Una «naturaleza prístina». Nunca había escuchado esa palabra tantas veces.

Sin darse cuenta, se puso a pensar en cómo lo llamarían ellos: qué o quienquiera que hubiese creado la burbuja prístina que había matado a tanta gente. Quizá lo llamasen «refugio de vacaciones». Puede que «cabeza de playa». A lo mejor «ellos» eran tan incomprensibles que él jamás lograría entender cómo lo llamaban ni por qué. Le había preguntado a la Voz si necesitaba acceso a los archivos sobre otros grandes sucesos sin explicación y esta había hecho que un «no» sonase como un acantilado de granito detrás del que tan solo se veía un cielo azul revuelto.

En el resumen del informe, Control ya había visto un fragmento del montón de cosas que amenazaban con hundir el escritorio. Sabía que gran parte de la información que asomaba de las carpetas color beis provenía de los diarios del faro y de la documentación policial, y que lo que contenían de inexplicable debía obtenerse leyendo entre líneas, para obligarlo a salir a la luz como los restos de la pasta de dientes que quedan en el fondo del tubo enroscado y seco que descansa en el borde del lavamanos. El tipo de «cosas insólitas» a las que hacen referencia los pescadores de barba espesa y vida dura de las películas de miedo, mientras fijan la mirada angustiada en un mar implacable. Desapariciones sin resolver. Luces que se ven por la noche. Historias de extraños rescates de naufragios y falsas almenaras, y los cientos de leyendas que se acumulan en torno a un tramo solitario de costa y un faro apartado.

Había habido incluso un grupo no oficial, la Brigada de Ciencia y Espiritismo, que se dedicaba a aplicar «la realidad empírica a los fenómenos paranormales». Algunos miembros de la Brigada habían autopublicado varios libros que actualmente acumulaban polvo sobre los mostradores de los negocios locales. A efectos prácticos, fue esta organización la que había dado nombre al Área X: identificaron la costa como «de especial interés» y la llamaron Emplazamiento Activo X, un nombre que tenía un puesto destacado en sus estrambóticas cartas del tarot de inspiración científica. Southern Reach había desestimado a la Brigada de Ciencia y Espiritismo de buen principio como posible «catalizador, instrumento o instigador» en el proceso que había creado el Área X, y los consideraba un puñado de aficionados con suerte (o no), que se habían visto envueltos en un asunto que sobrepasaba los límites de su imaginación. Solo que casi todos los efectivos terroristas con los que Control se había cruzado eran también aficionados.

«Vivimos en un universo gobernado por la casualidad —le había dicho su padre en una ocasión—, pero los profesionales de la mentira buscan la causalidad». En ese contexto, con «profesional de la mentira» se refería a su madre, pero la afirmación podía aplicarse a muchos campos.

¿Era todo —o al menos algo— una mera coincidencia o formaba parte de una inmensa conspiración que precedía al Área X? Uno podía pasarse años buceando entre toda aquella información, intentando encontrar la respuesta. Sospechaba que eso era precisamente lo que había estado haciendo la anterior directora.

—¿Crees que todo esto son pruebas creíbles?

No sabía todavía hasta qué punto la subdirectora se había hundido en la montaña de sandeces. Demasiado, a juzgar por su animadversión natural, y a él no le interesaba sacarla de allí.

—No todo —reconoció ella.

Una delgada sonrisa borró el ceño que fruncía por defecto.

—Pero si nos fijamos en todo aquello que sabemos que ha ocurrido desde que apareció la frontera, se dibujan algunas pautas o patrones.

Control no lo dudaba. Hubiese creído todo lo que dijera Grace aunque afirmase haber visto apariciones en las ondulaciones de un helado de fresa un caluroso día de verano o en las grietas de los cubitos de hielo de otro de sus favoritos: cola light con ron y lima (su informe interno estaba repleto de detalles insufriblemente irrelevantes). Iba con el temperamento del analista. Pero ¿qué patrones y manías se habían adueñado de la mente de la antigua directora y hasta qué punto se había contagiado la subdirectora? En cierto modo, Control tenía la esperanza de que el desastre que había dejado la directora fuese intencionado, para ocultar otro proceso más racional.

—¿Y qué diferencia hay entre esta y cualquier otra costa dejada de la mano de Dios que no esté conectada a la civilización?

Aún existían multitud por todo el país; lugares que, con su falta de infraestructuras y una larga historia de desconfianza hacia el Gobierno, eran como veneno para los negocios inmobiliarios.

La subdirectora lo miró de tal modo que le dio la extraña sensación de volver a ser un alumno de escuela, enviado a su despacho por insolente.

—Sé lo que estás pensando —dijo ella—. Te preguntas si nuestra propia información es un peligro para nosotros. La respuesta es: por supuesto que sí. Es lo que ocurre con el tiempo. Pero si hay algo de utilidad en los archivos, quizá tú lo veas porque eres nuevo y tienes una visión distinta. Así que, si quieres, puedo archivar todo esto ahora mismo, o podemos sacar de ti lo que nos hace falta: no te necesitamos porque sepas algo, sino por lo poco que sabes.

Control sintió una inútil punzada de orgullo herido, y más por ser hijo de alguien que al parecer sí lo sabía todo.

—No quise decir que yo…

Se alegró de que lo interrumpiese, aunque por desgracia su tono era una vía de escape para el desprecio.

—Llevamos aquí mucho tiempo…, Control. Mucho, mucho tiempo. Viviendo con esto y sin poder hacer mucho al respecto.

Le sorprendió que la voz de Grace delatase tanto dolor.

—Cuando te vas a casa, tú no te llevas nada de esto en el estómago ni en los huesos. Dentro de unas cuantas semanas, cuando ya lo hayas visto todo, habrás estado viviendo con ello una larga temporada y serás como nosotros. Incluso más, porque la cosa está empeorando. Cada vez recuperamos menos diarios y a cambio tenemos más zombis, como si les hubieran borrado el cerebro. Y de la gente que está al mando, nadie tiene tiempo para nosotros.

Luego Control se dio cuenta de que podría haber aprovechado para compadecerla por las rarezas e injusticias cometidas por la Central, pero en el momento se quedó mirándola. Su fatalismo le parecía un estorbo, sobre todo porque estaba empapado de lo que él había diagnosticado erróneamente como amarga satisfacción. Una combinación claustrofóbica que no hacía ninguna falta y que tampoco ayudaba. Además, progresaba sin precisión alguna.

Según los archivos, la primera expedición había vivido tales horrores —atrocidades inimaginables— que era difícil comprender por qué habían enviado a otras. Pero no tenían elección, entendían que iba a ser un «camino largo y difícil»; Control sabía por las transcripciones que esa era una de las frases favoritas de la antigua directora. Ni siquiera se informó a las expediciones siguientes del verdadero final de la primera; se creó una ficción sobre una naturaleza en estado primigenio y a esa se añadieron otras mentiras. Seguramente se hizo tanto para ayudar a paliar el trauma que se estaba viviendo en Southern Reach como para proteger los ánimos de los subsiguientes equipos humanos.

—Dentro de treinta minutos tienes una cita para que te enseñen la División de Ciencias —dijo ella.

Se levantó y lo miró desde arriba, con las manos apoyadas en la mesa.

—Creo que voy a dejar que encuentres el sitio tú mismo.

Eso le proporcionaba el tiempo que necesitaba para buscar dispositivos de vigilancia en el despacho antes de salir.

—Gracias —dijo—. Ya puedes irte.

Y ella se marchó.

Pero no le sirvió de nada. Antes de llegar a la agencia, Control se imaginaba a sí mismo volando libremente por encima de Southern Reach y descendiendo desde algún punto alejado para gestionarlo todo. Pero la cosa no iba a funcionar así: con el poco tiempo que llevaba allí, ya se le estaban quemando las alas y más bien se sentía como una enorme y torpe criatura lastimera atrapada en el lodo.

A medida que se familiarizaba con él, el ojo experto de Control no descubrió ninguna particularidad ni nada nuevo en el despacho de la antigua directora, salvo que su portátil, instalado por fin sobre el escritorio, parecía un elemento de ciencia ficción comparado con lo que lo rodeaba.

La puerta se encontraba a la izquierda de la larga sala rectangular, de modo que al entrar uno debía recorrerla para llegar al escritorio de caoba, situado junto a la pared del fondo. Hubiese sido imposible entrar a hurtadillas o leer por encima del hombro de la directora sin que se diese cuenta. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías para libros y archivadores, y delante de estas, en segunda fila, había varias montañas de papeles y algunos libros. Sobre los archivadores —o, en algunos casos ridículos, colocados precariamente sobre los montones de documentos— estaban los tablones de corcho con pedazos de papel rasgados y diagramas escritos a mano. Se sentía como si lo hubiesen metido dentro de una mente desorganizada. Cerca del escritorio, a mano izquierda, descubrió una colección de objetos de la naturaleza. Polvorientos pedazos de piña en diferentes estados de descomposición esparcidos por varios estantes. Y una leve insinuación de olor a podrido, pero no consiguió determinar el origen.

Frente a la entrada había otra puerta, en el hueco que dejaban dos librerías, pero estaba bloqueada por más montones de carpetas y cajas de cartón. Le habían dicho que daba a una pared: el legado de una burda remodelación. Delante de la mesa, en una pared a unos ocho metros de distancia, había una especie de brecha en todo aquel desorden: dos hileras de cuadros con marcos de tienda de saldos. Desde la esquina inferior izquierda y en el sentido de las agujas del reloj, había un grabado del faro de la década de 1880; una fotografía en blanco y negro de dos hombres y una chica frente al faro; una acuarela amateur que mostraba un paisaje de kilómetros de juncos salpicados aquí y allá por alguna isla de árboles oscuros; y una fotografía en color de la linterna del faro en todo su esplendor. Ninguna pista de carácter personal, ninguna foto de la directora con su madre india americana, con su padre blanco ni con cualquier otra persona que fuera importante para ella.

De todos los datos que Control debía revisar en los próximos días, lo que menos le apetecía era descubrir lo que le esperaba en el que ahora era su nuevo despacho, así que decidió dejarlo para lo último. Todo lo que en él había parecía indicar que la directora se había descarriado. Uno de los cajones del escritorio estaba cerrado y no encontraba la llave; sin embargo, detectaba cierto matiz terroso que tal vez indicase que allí dentro se había podrido algo mucho tiempo atrás. Y ese misterio no estaba incluido en el desorden que amenazaba con desbordar los límites de la mesa.

El espía siempre dispuesto a no ayudar, solía decir como para sí mismo, ya fuese fregando los platos o preparando una salida a pescar: «No te saltes ningún paso. Si te saltas uno, se añadirán otros cinco más adelante».

La búsqueda de dispositivos de vigilancia, de cámaras y micrófonos, le llevó más tiempo del esperado, así que llamó a la División de Ciencias para avisar de que iba a llegar tarde. Antes de que la comunicación se cortase oyó un gruñido visceral, y se quedó sin la menor idea de con quién había hablado. ¿Con una persona? ¿Con un cerdo entrenado?

Al finalizar la búsqueda infernal, a Control le sorprendió haber encontrado veintidós dispositivos ocultos. Estaba seguro de que muchos de ellos no enviaban información de ningún tipo y de que, en caso de haberlo hecho, no habría nadie escuchando o visionando lo que transmitían. Lo cierto era que el despacho de la directora contenía un museo de historia del espionaje: cacharros de diferentes tipos y épocas que se iban haciendo progresivamente más pequeños y difíciles de localizar. Los artefactos antediluvianos eran metálicas y abultadas vísceras en comparación con las etéreas y elegantes cabezas de alfiler de la era moderna.

El descubrimiento de cada micrófono o cámara contribuía a levantarle el ánimo. Los dispositivos tenían su lógica, del mismo modo que otras muchas cosas en Southern Reach no la tenían. Mientras se entrenaba para ser un agente omnívoro, le habían encomendado al menos seis misiones que requerían colocar micrófonos a gente o en determinados lugares. Espiar a personas no le proporcionaba la misma exaltación voyeurística que a otros; y si se la provocaba, se desvanecía a medida que iba conociendo a los sujetos y desarrollaba hacia ellos un sentimiento protector. No obstante, los dispositivos en sí le resultaban fascinantes.

Cuando dio la búsqueda por finalizada, se entretuvo colocando los aparatos sobre el papel descolorido del vade de sobremesa en el que consideraba el orden cronológico. La luz se reflejaba en la superficie plateada de algunos, mientras que los negros la absorbían. De otros salían cables que parecían cordones umbilicales, y uno de ellos —escondido en una especie de bola verde de cartón piedra pegajoso o un panal de abejas pintado— le hizo pensar que algunos incluso podrían ser de fabricación extranjera: intrusos atraídos por la curiosidad hasta la caja negra que era el Área X. Obviamente, la anterior directora debía de conocer su existencia y no le importaba. O quizá pensase que era más seguro dejarlos donde estaban. Tal vez los hubiese colocado ella misma. Se preguntó si el asunto explicaba su falta de confianza en la tecnología moderna.

En cuanto a instalar sus propios dispositivos, iba a tener que esperar; y tampoco tenía tiempo para dar a los aparatos la nueva función que se le acababa de ocurrir. Los arrastró con cuidado con la mano hasta un cajón y fue en busca de su guía científico.

Los laboratorios estaban enterrados en el sótano del brazo derecho de la herradura, si se miraba desde el aparcamiento de delante, frente al ala restringida que servía como zona de entrenamiento para las expediciones y donde en la actualidad se alojaba la bióloga. A Control le habían asignado uno de los todoterreno de la División de Ciencias para que le hiciese de guía. Dicho de otro modo, a pesar de su antigüedad —pues llevaba en la agencia más tiempo que cualquier otro empleado—, Whitby Allen era un trabajador sin papel definido que, en parte a causa del desgaste del personal, a menudo sacrificaba sus estudios como «naturalista cohesivo y científico holístico especializado en biosferas» para pasar a máquina los informes de los demás o hacerles los recados. Whitby dependía del jefe de la División de Ciencias, pero también de la subdirectora. Descendía de la aristocracia intelectual y provenía de una larga saga de profesores: hombres y mujeres con cátedra en universidades privadas de las de falsas columnas de orden corintio. Era posible que su familia lo considerase una especie de forajido: el estudiante de arte que abandona la universidad y después de un tiempo obtiene una carrera de verdad.

Whitby vestía una americana azul, camisa blanca y una pajarita granate sorprendentemente discreta. Aparentaba ser mucho más joven de lo que era; pelo eternamente castaño y la clase de rostro magro y descarnado que hacía que de lejos un hombre de cincuenta pareciese un treintañero. Sus arrugas no eran más que finísimos surcos. Control lo había visto en la cantina a la hora de comer, sentado con una docena de billetes de un dólar colocados sin motivo aparente sobre la mesa en forma de abanico. ¿Los estaría contando? ¿Era una obra de arte? ¿Diseñaba una biosfera monetaria?

Whitby tenía una risa desagradable y mal aliento, y era obvio que necesitaba un dentista. De cerca tenía cara de no haber dormido en años: un joven marchito antes de hora; en su consumido rostro, los ojos, azules y acuosos parecían demasiado grandes para su cabeza. Aparte de eso y de su extravagante actitud respecto al dinero, Whitby parecía suficientemente competente y, a pesar de que no cabía duda de que podía conversar sobre temas triviales, no tenía intención de hacerlo. Mientras atravesaban la cantina, Control pensó que esa actitud suya era tan válida como cualquier otra para interrogarlo.

—¿Conocías a las componentes de la duodécima misión antes de que partiesen?

—Yo no diría que las conocía —dijo Whitby, visiblemente incómodo por la pregunta.

—Pero las viste por aquí.

—Sí.

—¿Y a la bióloga?

—Sí, la vi.

Salieron de la cantina y sus techos altos y entraron en un atrio iluminado por fluorescentes. Desde algún despacho lejano llegaban los compases alegres y machacones de una canción pop.

—¿Qué pensabas de ella? ¿Qué opinión te merecía?

Whitby se concentró y el esfuerzo le confirió una expresión huraña.

—Era distante. Seria, señor. Trabajaba mejor que las demás, pero no parecía que se esforzase. No sé si me entiende.

—No, no te entiendo, Whitby.

—Pues que no le importaba hacerlo. El trabajo no era un problema. Tenía la mirada puesta en otra cosa; veía más allá.

Control tenía la impresión de que Whitby había sometido a la bióloga a un escrutinio intenso.

—¿Y qué me dices de la antigua directora? ¿La viste relacionarse con la bióloga?

—Un par de veces, puede que tres.

—¿Se llevaban bien?

Control no sabía por qué le preguntaba eso, pero al fin y al cabo la pesca era así: a veces había que empezar tirando la caña en cualquier parte.

—No, señor. Pero, señor, ninguna de las dos se llevaba bien con los demás.

Eso último lo dijo en un susurro, como si tuviera miedo de que alguien los escuchase. Entonces, como para cubrirse las espaldas, dijo:

—Salvo la directora, nadie quería que la bióloga fuese a la duodécima expedición.

—¿Nadie? —preguntó Control con malicia.

—La mayoría.

—¿Y eso incluía a la subdirectora?

Whitby le lanzó una mirada inquieta, pero el silencio hablaba por sí solo.

La directora llevaba mucho tiempo metida en lo más profundo de Southern Reach y su influencia era acusada, incluso ahora que ya no estaba allí. Pero quizá no sobre Whitby o no del todo. En cualquier caso, Control sentía su influjo; ya se había sorprendido a sí mismo teniendo un extraño pensamiento: que la directora lo miraba a través de los ojos de la subdirectora.

Los ascensores no funcionaban y no los iban a arreglar hasta que acudiese el experto de la base militar unos días más tarde, así que bajaron por las escaleras. Para llegar hasta allí había que seguir la curva de la herradura hasta llegar a una puerta lateral, que conducía a un pasillo que discurría paralelo al edificio durante unos quince metros, el suelo adornado con la misma moqueta que deslucía las instalaciones. Las escaleras esperaban al final del pasillo, al otro lado de unas amplias puertas batientes que parecían más apropiadas para un matadero o para el servicio de urgencias de un hospital. Por extraño que pareciese, Whitby sintió la necesidad de abrir las puertas de sopetón, como si fueran un par de artistas irrumpiendo en el escenario —o quizá para avisar de su presencia a quienquiera que estuviese al otro lado—, y luego se quedó allí de pie, avergonzado, sujetando una de las puertas mientras Control dudaba si dar el primer paso.

—Es por aquí —dijo Whitby.

—Ya —dijo Control.

Atravesar el umbral era como entrar en caída libre: la moqueta verde terminaba allí y a continuación seguía una rampa de hormigón que acababa en un pequeño rellano; al fondo había unas escaleras que se adentraban en las sombras creadas por las tenues lámparas halógenas de la pared y el contrapunto intermitente de las luces rojas de emergencia. Todo bajo unos techos altos que enmarcaban lo que en la penumbra recordaba más a una gruta hecha por el hombre o a un almacén que a las escaleras que llevaban a un sótano. Bajo las tímidas lámparas, las manchas de óxido centelleaban en el pasamanos. Mientras bajaban, el descenso de la temperatura le recordó una excursión que había hecho con el instituto al museo de historia natural, donde había un sistema de cavernas artificiales que pretendían imitar el mundo contemporáneo y cuyos elementos más destacables no obedecían a la lógica: reproducciones en pleno movimiento de un perezoso prehistórico y un armadillo gigantes, megafauna que había ido por el mal camino.

—¿Cuántos sois en la División de Ciencias? —preguntó cuando se hubo aclimatado.

—Veinticinco —dijo Whitby.

La respuesta correcta era diecinueve.

—¿Y cuántos trabajadores había hace cinco años?

—Más o menos los mismos, puede que alguno más.

La respuesta correcta era treinta y cinco.

—¿Y la rotación de personal?

Whitby se encogió de hombros.

—Tenemos algunos incondicionales que siempre estarán aquí. Aunque también entra gente nueva con ideas propias, pero no llegan a cambiar nada.

El tono sugería que o bien se marchaban enseguida o bien cejaban en el intento…, pero ¿intento de qué?

Control dejó que se prolongara el silencio y que no se oyesen más que sus pasos. Tal y como pensaba, a Whitby no le gustaban los silencios, y un momento después dijo:

—Lo siento, lo siento. No quería decir nada, pero a veces es frustrante ver que llega gente que se empeña en cambiar las cosas sin conocer… nuestra situación. Te da la sensación de que si hubiesen leído el manual… Eso si tuviéramos uno, claro.

Control reflexionó sobre eso y respondió con un sonido evasivo. Tenía la sensación de haber llegado en mitad de una discusión que Whitby mantenía con otras personas. ¿Fue acaso una voz de ideas nuevas en el pasado? ¿Era Control un nuevo Whitby para todo Southern Reach en lugar de solo para la División de Ciencias?

Su guía parecía aún más pálido que antes, casi enfermo. Miraba hacia un punto lejano mientras sus pies golpeaban los escalones con apatía. A cada paso parecía más incómodo y había dejado de decir «señor».

Control sintió una especie de lástima o simpatía; no sabía qué exactamente. Quizá un cambio de tema ayudase a Whitby.

—¿En qué momento recibisteis la última muestra del Área X?

—Hará cinco o seis años.

Whitby contestó con más confianza, si no con más vigor; y al menos había acertado. Habían pasado seis años desde que algo nuevo llegara a Southern Reach desde el Área X, a excepción de los miembros de la undécima expedición, cambiados para siempre. Los médicos y los científicos los habían sometido a una minuciosa batería de pruebas que incluía exámenes de la ropa que llevaban puesta, pero lo que encontraron fue… nada. Nada fuera de lo normal. Solo una anomalía: el cáncer.

Al sótano no llegaba más luz que la que la División de Ciencias producía por sí misma: tenía su propio generador, sistema de filtrado y suministro de alimentos. No cabía duda de que eran vestigios de algún antiguo imperativo que se podía resumir en: en caso de emergencia, salvad a los científicos. A Control le costaba imaginarse esos primeros días, cuando, a puerta cerrada, al Gobierno le había entrado el pánico y la gente que trabajaba en Southern Reach creía que fuera lo que fuese que había tomado contacto con el mundo en la costa olvidada pronto iba a interesarse por las zonas del interior. No obstante, la invasión nunca se llevó a cabo, y Control se preguntaba si tal vez esas expectativas frustradas habían puesto en marcha el declive de Southern Reach.

—¿Te gusta trabajar aquí, Whitby?

—¿Si me gusta? Sí. Debo decir que a veces es fascinante y, definitivamente, todo un reto.

Whitby había empezado a sudar y tenía la frente perlada.

Por supuesto, podía ser fascinante, pero, según los archivos de la agencia, tres años antes Whitby había lanzado una ofensiva prolongada de solicitudes de traslado: una cada mes y más tarde cada dos, como un SOS intermitente; hasta que al final se quedó en nada, como una línea plana en un electrocardiograma. A Control le parecía bien la iniciativa, aunque no tanto la sensación de desesperación que transmitía la cantidad de solicitudes. Whitby no quería quedarse atrapado en una agencia obsoleta, y estaba igual de claro que o la directora u otra persona no querían dejarlo marchar.

Tal vez porque su versatilidad le permitía jugar en varias posiciones; Control estaba seguro de que, igual que habían hecho con el resto de los departamentos de Southern Reach, la Central y el Departamento de Terrorismo Nacional, habían desguazado —en palabras de su madre— la División de Ciencias para aprovechar las piezas. Según los archivos de personal, en su día empleaban a ciento quince científicos que representaban casi treinta disciplinas y varios subdepartamentos. Ahora solo había sesenta y cinco personas en todo el desangelado edificio. Como él sabía, corría el rumor sobre una posible reubicación, pero el edificio estaba demasiado próximo a la frontera para destinarlo a cualquier otra cosa.

Justo entonces notó el mismo olor barato de putrefacción, como si el conserje tuviera acceso a todo el edificio, sin restricciones.

—¿No crees que el olor de los productos de limpieza es un poco fuerte?

—¿Qué olor?

Whitby miró a su alrededor y el efecto de las ojeras le agrandó los ojos.

—El olor a miel rancia.

—No huelo nada.

Control frunció el ceño, más por la vehemencia de Whitby que por otra cosa. Claro, ellos ya estaban acostumbrados. Era la menos importante de sus tareas, pero hizo una nota mental para autorizar el cambio de productos de limpieza a algo orgánico.

Cuando bajaron por una rampa curva e innecesariamente empinada y llegaron al espacioso vestíbulo de la División de Ciencias, donde los techos parecían más altos que en cualquier otro lugar, Control se sorprendió. Los recibía una pared de metal con una pequeña puerta y un sofisticado sistema de seguridad con una luz roja parpadeante.

Solo que la puerta estaba abierta.

—¿Siempre está abierta? —preguntó.

Whitby parecía convencido de que aventurar una respuesta iba a ser peligroso, y vaciló antes de contestar.

—Esto era la trastienda. La puerta la añadieron hace un par de años.

Control se preguntó para qué solían utilizar aquel espacio antes de eso. ¿Como salón de baile? ¿Para montar bodas y Bar Mitzvahs? ¿Para improvisados consejos de guerra?

Ambos tuvieron que agacharse para entrar y se encontraron con dos cámaras estancas aptas para programas espaciales que, sin duda, estaban ahí para evitar posibles contaminaciones. Las puertas se deslizaron hacia un lado y de dentro salió una intensa luz blanca que, por el motivo que fuera, se negaba a dejarse ver más allá de la puerta de seguridad.

A lo largo de las paredes de las dos salas y a la altura del hombro, había una hilera de guantes negros, largos y flácidos que a ojos de Control colgaban con verdadero desaliento. Daba la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que un par de manos y brazos les insuflaran vida. Era una especie de mausoleo que sepultaba la curiosidad y el principio de precaución.

—¿Qué hacen ahí? ¿Asustar a las visitas?

—Oh… Hace siglos que no los utilizamos. No sé por qué los han dejado ahí dentro.

Después de eso, la cosa no mejoró.