5 - El átomo desnudo

Algo está pasando aquí.

El qué, no está demasiado claro.

BUFFALO SPRINGFIELD

En la nochevieja de 1999, mientras el resto del mundo se estará preparando para el último suspiro del siglo, los físicos, de Palo Alto a Novosibirsk, de Ciudad del Cabo a Reykiavik, descansarán, exhaustos aún de haber festejado el centenario del descubrimiento del electrón casi dos años atrás (en 1998). A los físicos les encantan las celebraciones. Celebrarán el cumpleaños de cualquier partícula, por oscura que sea. Pero el electrón, ¡caray! Bailarán por las calles.

Descubierto el electrón, en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, el lugar donde nació, se solía brindar por él con estas palabras: «¡Por el electrón! ¡Por que nunca sirva para nada!». Mala suerte: hoy, menos de un siglo después, toda nuestra superestructura tecnológica se basa en este pequeño compañero.

Apenas había nacido y ya planteaba problemas. Aún hoy nos deja perplejos. La «imagen» con que se lo representa es una esfera de carga eléctrica que gira deprisa alrededor de un eje y crea un campo magnético. J. J. Thomson luchó vigorosamente por medir la carga y la masa del electrón, pero ahora se conocen ambas magnitudes con un alto grado de precisión.

Veamos ahora los rasgos fantasmagóricos que le caracterizan. En el curioso mundo del átomo, se le da al electrón un radio nulo. Ello da lugar a unos cuantos problemas obvios:

Aquí nos topamos de frente con el problema de Boscovich. Boscovich resolvía el problema de las colisiones de los «átomos» convirtiéndolos en puntos, en cosas sin dimensiones. Sus puntos eran literalmente puntos de matemático, pero dejaba que tuvieran propiedades corrientes: la masa y algo a lo que llamamos carga, la fuente de un campo de fuerza. Los puntos de Boscovich eran teóricos, especulativos. Pero el electrón es real. Es probable que sea una partícula puntual, pero con las demás propiedades intactas. Masa, sí. Carga, sí. Espín —giro alrededor de sí mismo—, sí. Radio, no.

Pensad en el gato de Cheshire de Lewis Carroll. Lentamente, el gato de Cheshire desaparece hasta que no queda de él más que la sonrisa. Nada de gato, sólo sonrisa. Imaginaos el radio de un fragmento de carga que se vaya contrayendo poco a poco hasta desaparecer, pero sin que su espín, su carga, su masa y su sonrisa cambien.

Este capítulo trata del nacimiento y del desarrollo de la teoría cuántica. Es la historia de lo que pasa dentro del átomo. Empiezo con el electrón, porque una partícula que gira alrededor de sí misma y tiene masa pero carece de dimensiones es, para la mayoría de las personas, contraria a la intuición. Pensar en semejante cosa viene a ser como hacer flexiones mentales. Podría hacerle un poco de daño al cerebro: habréis de usar ciertos oscuros músculos cerebrales que seguramente no son de mucho uso.

Pero la idea de que el electrón es una masa puntual, una carga puntual, un giro puntual no deja de suscitar problemas conceptuales. La Partícula Divina está íntimamente unida a esta dificultad estructural. Sigue escapándosenos un conocimiento profundo de la masa, y en los años treinta y cuarenta el electrón fue el heraldo de esas dificultades. La medición del tamaño del electrón se convirtió en un trabajo a destajo, y generó doctorados a granel, de Nueva Jersey a Lahore. A lo largo de los años, experimentos cada vez más sensibles dieron números cada vez menores, todos compatibles con un radio nulo. Como si Dios hubiese tomado el electrón en Su mano y lo hubiera comprimido tanto como fuese posible. Con los grandes aceleradores construidos en los años setenta y ochenta, las mediciones fueron cada vez más precisas. En 1990 se midió que el radio era menor que 0,000.000.000.000.000.001 centímetros o, en notación científica, 10−18 centímetros. Este es el mejor «cero» que la física puede ofrecer… por ahora. Si tuviera una buena idea experimental para añadir un cero más, lo dejaría todo e intentaría que se aprobase.

Otra propiedad interesante del electrón es el magnetismo, que se describe con un número, el llamado factor g. Por medio de la mecánica cuántica se calcula que el factor g del electrón es:

2 × (1,001159652190)

¡Y qué cálculos! Para llegar a ese número hizo falta que unos teóricos capacitados dedicaran a la tarea años y una impresionante cantidad de tiempo de superordenador. Pero esa era la teoría. Para verificarla, los experimentadores idearon unos ingeniosos métodos a fin de medir el factor g con una precisión equivalente. El resultado:

2 × (1,001159652193)

Como veis, la verificación llega a casi doce decimales. Se trata de una concordancia entre la teoría y el experimento espectacular. Lo que aquí nos importa es que el cálculo del factor g es una derivación de la mecánica cuántica, y en el corazón mismo de la teoría cuántica están las que se conocen como relaciones de incertidumbre de Heisenberg. En 1927 un físico alemán propuso una idea chocante: que es imposible medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula con una precisión arbitraria. Esta imposibilidad no depende de la brillantez y del presupuesto del experimentador. Es una ley fundamental de la naturaleza.

Y sin embargo, a pesar de que la incertidumbre es uno de los hilos con que se teje la mecánica cuántica, ésta hace como churros predicciones, del estilo del factor g de antes, precisas hasta el undécimo decimal. A primera vista, la mecánica cuántica es una revolución científica que forma la roca madre sobre la que florece la ciencia del siglo XX… y que empieza por una confesión de incertidumbre.

¿De dónde salió esta teoría? Es una buena historia de detectives, y como en todo misterio, hay pistas, unas válidas, otras falsas. Por todas partes hay mayordomos, para confusión de los detectives. Los policías municipales, los del Estado, el FBI chocan, discuten, cooperan, van cada uno por su lado. Hay muchos héroes. Hay golpes y contragolpes. Mi visión será muy parcial, en la esperanza de que podré dar una impresión de cómo evolucionaron las ideas desde 1900 hasta que, en los años treinta, los propios revolucionarios, ya maduros, le pusieron los toques «finales» a la teoría. Pero ¡andad sobre aviso! El micromundo ofende la intuición; las masas, las cargas, los giros puntuales son propiedades de las partículas que en el mundo atómico son experimentalmente coherentes, no magnitudes que podamos ver a nuestro alrededor en el mundo macroscópico normal. Si hemos de seguir siendo amigos hasta el final de este capítulo, habremos de aprender a reconocer las fijaciones que padecemos, debidas a nuestra estrecha experiencia como macrocriaturas. Así que olvidaos de la normalidad; esperad lo que os choque, lo que no os podréis creer. Niels Bohr, uno de los fundadores, decía que quien no quede conmocionado por la teoría cuántica es que no la entiende. Richard Feynman aseguraba que nadie entiende la teoría cuántica. («Entonces, ¿qué esperas de nosotros?», me dicen mis alumnos). Einstein, Schrödinger y otros buenos científicos no aceptaron jamás lo que se desprendía de la teoría, pero en los años noventa se cree que sin ciertos elementos fantasmagóricos de naturaleza cuántica no cabe comprender el origen del universo.

En el arsenal de armas intelectuales que los exploradores llevaron consigo al nuevo mundo del átomo estaban la mecánica newtoniana y las ecuaciones de Maxwell. Todos los fenómenos macroscópicos parecían estar sujetos a esas síntesis poderosas. Pero los experimentos de la última década del siglo XIX empezaron a poner en apuros a los teóricos. Ya hemos hablado de los rayos catódicos, que condujeron al descubrimiento del electrón. En 1895 Wilhelm Roentgen descubrió los rayos X. En 1896 Antoine Becquerel descubrió por casualidad la radiactividad al guardar en un cajón unas placas fotográficas cerca de un poco de uranio. La radiactividad, llevó pronto al concepto de vida media. La materia radiactiva se desintegra en unos tiempos característicos cuyo promedio cabía medir, pero la desintegración de un átomo concreto era impredecible. ¿Qué quería decir esto? Nadie lo sabía. La verdad era que todos esos fenómenos desafiaban la explicación por medios clásicos.

Cuando el arco iris no basta

Los físicos empezaban también a estudiar en profundidad las propiedades de la luz. Newton, con un prisma de cristal, había mostrado que, cuando se desplegaba la luz blanca en su composición espectral, donde los colores van del rojo en un extremo del espectro al violeta en el otro según una gradación continua, se reproducía el arco iris. En 1815 Joseph von Fraunhofer, artesano muy hábil, refinó mucho el sistema óptico que se utilizaba para observar los colores que salían del prisma: al mirar por un pequeño telescopio, la gama de colores se distinguía con perfecta nitidez. Con este instrumento —¡bingo!— Fraunhofer hizo un descubrimiento. Sobre los espléndidos colores del espectro solar se veía una serie de finas rayas oscuras, que parecían estar irregularmente espaciadas. Fraunhofer llegó a registrar 576 de esas líneas. ¿Qué significaban? En los tiempos de Fraunhofer se sabía que la luz era un fenómeno ondulatorio. Más tarde, James Clerk Maxwell mostraría que las ondas de luz son campos eléctricos y magnéticos, y que la distancia entre las crestas de la onda, la longitud de onda, es un parámetro fundamental que determina el color.

Al conocer las longitudes de onda, podemos asignar una escala numérica a la banda de colores. La luz visible va del rojo oscuro, a 8.000 unidades angstrom (0,000.08 cm), al violeta brillante, a unas 4.000 unidades angstrom. Con esta escala, Fraunhofer pudo localizar de forma precisa cada una de las finas rayas. Por ejemplo, una línea famosa, la llamada Hα o «subalfa» (si no os gusta hache subalfa, llamadla Irving), tiene una longitud de onda de 6.562,8 unidades angstrom, en el verde, cerca de la mitad del espectro.

¿Por qué nos interesan esas líneas? Porque en 1859 el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff encontró una profunda conexión entre ellas y los elementos químicos. Este personaje calentaba diversos elementos —cobre, carbón, sodio, etcétera— con una llama caliente hasta que se volvían incandescentes, energizaba distintos gases encerrados en tubos y examinaba los espectros de la luz emitida por esos gases encendidos con aparatos visores aún más perfeccionados. Descubrió que cada elemento emitía una serie característica de líneas de color brillantes y muy nítidas, superpuestas a un resplandor más oscuro de colores continuos. Dentro del telescopio había una escala grabada, calibrada en longitudes de onda, de forma que pudiese precisarse la posición de cada línea brillante. Como el espaciamiento de las líneas era distinto para cada elemento, Kirchhoff y su colega, Robert Bunsen, pudieron caracterizar los elementos mediante sus líneas espectrales. Kirchhoff necesitaba a alguien que le ayudase a calentar los elementos; ¿quién mejor que el hombre que inventó el mechero Bunsen?). Con un poco de habilidad, los investigadores fueron capaces de identificar las pequeñas impurezas de un elemento químico que hubiera presentes en otro. La ciencia tenía ahora una herramienta para examinar la composición de todo lo que emitiera luz —del Sol, por ejemplo, y, con el tiempo, hasta de las estrellas lejanas—. El descubrimiento de líneas espectrales que no se habían registrado antes fue un filón de elementos nuevos. En el Sol se identificó uno, el helio, en 1878. Pasarían diecisiete años antes de que se descubriese en la Tierra este elemento estelar.

Imaginaos la emoción que produjo el descubrimiento cuando se analizó la luz de la primera estrella brillante… y se halló que estaba hecha ¡de la misma pasta que hay aquí en la Tierra! Como la luz de las estrellas es muy tenue, es preciso dominar bien el telescopio y el espectroscopio para estudiar los colores y las líneas, pero la conclusión es inevitable: el Sol y las estrellas están hechos de la misma materia que la Tierra. De hecho, no hemos hallado ningún elemento en el espacio que no tengamos aquí en la Tierra. Somos puro material de estrellas. Para toda concepción global del mundo en que vivimos, este descubrimiento es a todas luces de una importancia increíble. Refuerza a Copérnico: no somos especiales.

¡Ah!, pero ¿por qué Fraunhofer, el tipo que empezó todo esto, hallaba esas líneas oscuras en el espectro del Sol? La explicación pronto estuvo lista. El núcleo caliente del Sol (al blanco vivo) emitía luz de todas las longitudes de onda. Pero a medida que esta luz se filtraba a través de los gases, fríos en comparación, de la superficie del Sol, éstos absorbían la luz precisamente de las longitudes de onda que les gusta emitir. Las líneas oscuras de Fraunhofer, pues, representaban la absorción. Las líneas brillantes de Kirchhoff eran emisiones de luz.

Aquí estamos, a finales del siglo XIX, y ¿qué hacemos con todo esto? Se supone que los átomos químicos son á-tomos duros, con masa, sin estructura, indivisibles. Pero parece que cada uno puede emitir o absorber su propia serie característica de líneas nítidas de energía electromagnética. Para algunos científicos, esto decía a gritos una palabra: «¡estructura!». Era bien sabido que los objetos mecánicos tienen estructuras que resuenan con los impulsos regulares. Las cuerdas del piano y del violín vibran y dan notas musicales en los elaborados instrumentos a los que pertenecen, y las copas de vino se hacen pedazos cuando un gran tenor canta la nota perfecta. Si los soldados marchan con un paso desafortunado, el puente se moverá violentamente. Las ondas de luz son justo eso, impulsos cuyo «paso» es igual a la velocidad dividida por la longitud de onda. Estos ejemplos mecánicos suscitaron la cuestión: si los átomos carecían de estructura interna, ¿cómo podían exhibir propiedades resonantes del estilo de las líneas espectrales?

Y si los átomos tenían una estructura, ¿qué decían de ella las teorías de Newton y de Maxwell? Los rayos X, la radiactividad, el electrón y las líneas espectrales tenían una cosa en común: la teoría clásica era incapaz de explicarlos (aunque muchos científicos lo intentaron). Por otra parte, tampoco es que alguno de esos fenómenos contradijese abiertamente la teoría clásica de Newton-Maxwell. No podían ser explicados, nada más. Pero mientras no hubiese una prueba contundente en contra, quedaba la esperanza de que un tío listo acabara por dar con una forma de salvar la física clásica. Nunca pasaría eso. Pero la prueba contundente sí aparecería al fin. En realidad, aparecieron tres.

Prueba contundente número 1: la catástrofe ultravioleta

La primera prueba observacional que contradijo palmariamente a la teoría clásica fue «la radiación del cuerpo negro». Todos los objetos radian energía. Cuanto más calientes, más energía radian. Un ser humano vivo emite unos 200 vatios de radiación en la región infrarroja invisible del espectro. (Los teóricos emiten 210 y los políticos llegan a los 250).

Los objetos también absorben energía de su entorno. Si su temperatura es mayor que la de ese entorno, se enfrían, pues entonces radian más energía de la que absorben. «Cuerpo negro» es la expresión técnica que nombra a un absorbedor ideal, el que absorbe el 100 por 100 de la radiación que le llega. A un objeto así, cuando está frío, se le ve negro porque no refleja luz. Los experimentadores gustan de emplearlos como patrón para la medición de luz emitida. Lo interesante de la radiación de estos objetos —trozos de carbón, herraduras de caballo, las resistencias de una tostadora— es el espectro de color de la luz: cuánta luz desprenden en las distintas longitudes de onda; cuando los calentamos, nuestros ojos perciben al principio un oscuro resplandor rojo; luego, a medida que van estando más calientes, el rojo se vuelve brillante y acaba por convertirse en amarillo, blancoazulado y (¡cuanto calor!) blanco brillante. ¿Por qué al final llegamos al blanco?

El desplazamiento del espectro de color quiere decir que el pico de intensidad de la luz se mueve, a medida que la temperatura se eleva, del infrarrojo al rojo, al amarillo y al azul. Según se va desplazando, la distribución de la luz entre las longitudes de onda se ensancha, y cuando el pico llega a ser azul se radian tanto los otros colores que vemos blanco al cuerpo caliente. Al blanco vivo, diríamos. Hoy, los astrofísicos estudian la radiación del cuerpo negro que ha quedado como resto de la radiación más incandescente de la historia del universo: el big bang.

Pero me estoy desviando del tema. A finales del siglo XIX los datos acerca de la radiación del cuerpo negro no paraban de mejorar. ¿Qué decía la teoría de Maxwell de estos datos? ¡La catástrofe! Algo completamente equivocado. La teoría clásica predecía una forma de la curva de distribución de la intensidad de la luz entre los distintos colores, las distintas longitudes de onda, errónea. En particular, predecía que el pico de la cantidad de luz se emitía siempre en las longitudes de onda más cortas, hacia el extremo violeta del espectro e incluso en el ultravioleta invisible. Eso no es lo que pasa. De ahí la «catástrofe ultravioleta» y la prueba contundente.

En un principio se creyó que este fallo al aplicar las ecuaciones de Maxwell se resolvería cuando se conociese mejor la manera en que la materia generaba energía electromagnética. El primero que apreció la gravedad del fallo fue Albert Einstein en 1905, pero otro físico le había preparado el terreno al maestro.

Entra Max Planck, teórico berlinés cuarentón que tenía tras de sí una larga carrera de físico, experto en la teoría del calor. Era inteligente, y profesoral. Una vez se le olvidó en qué aula se suponía que debía dar clase y preguntó en la oficina de su cátedra: «Por favor, dígame en qué aula da clase hoy el profesor Planck». Se le dijo seriamente: «No vaya, joven. Es usted jovencísimo para entender las clases de nuestro sabio profesor Planck».

En cualquier caso, Planck tenía a mano los datos experimentales, buena parte de los cuales habían sido tomados por colegas de su laboratorio berlinés, y decidió que debía entenderlos. Tuvo la inspiración de encontrar una expresión matemática que casaba con los datos; no sólo con la distribución de la intensidad a una temperatura dada, sino también con la forma en que la curva (la distribución de longitudes de onda) cambia a medida que cambia la temperatura. Por lo que vendrá, conviene resaltar que una curva dada permite calcular la temperatura del cuerpo que emite la radiación. Planck tenía razones para estar orgulloso de sí mismo. «Hoy he hecho un descubrimiento tan importante como el de Newton», alardeó ante su hijo.

El siguiente problema de Planck era conectar su afortunada fórmula, que estaba basada en los hechos, con una ley de la naturaleza. Los cuerpos negros, insistían los datos, emiten muy poca radiación a longitudes de onda cortas. ¿Qué «ley de la naturaleza» daría lugar a la supresión de las longitudes de onda cortas, tan caras a la teoría de Maxwell clásica? Pocos meses después de haber publicado su exitosa ecuación, Planck dio con una posibilidad. El calor es una forma de energía, y por lo tanto el contenido de energía de un cuerpo radiante está limitado por su temperatura. Cuanto más caliente sea el objeto, más energía habrá disponible. En la teoría clásica esta energía se distribuye por igual entre las diferentes longitudes de onda. PERO (nos van a salir granos, maldita sea, estamos a punto de descubrir la teoría cuántica) suponed que la cantidad de energía depende de la longitud de onda. Suponed que las longitudes de onda cortas «cuestan» más energía. Entonces, cuando intentemos radiar con longitudes de onda más cortas, iremos quedándonos sin energía.

Planck halló que tenía que hacer explícitamente dos suposiciones para que su teoría tuviera sentido. En primer lugar, dijo que la energía radiada está relacionada con la longitud de onda de la luz; en segundo, que el fenómeno está inextricablemente vinculado a que su naturaleza sea corpuscular. Planck pudo justificar su fórmula y mantenerse en paz con las leyes del calor suponiendo que la luz se emitía en forma de puñados o «paquetes» discretos de energía o (ahí viene) «cuantos». La energía de cada puñado está relacionada con la frecuencia mediante una conexión simple: E = hf. Un cuanto de energía E es igual a la frecuencia, f, de la luz por una constante, h. Como la frecuencia guarda una relación inversa con la longitud de onda, las longitudes de onda cortas (o frecuencias altas) cuestan más energía. A cualquier temperatura dada, sólo se dispone de tanta energía, así que las frecuencias altas se suprimen. La naturaleza corpuscular fue esencial para que saliese la respuesta correcta. La frecuencia es la velocidad de la luz dividida por la longitud de onda.

La constante que Planck introdujo, h, venía determinada por los datos. Pero ¿qué es h? Planck la llamó el «cuanto de acción», pero la historia le da el nombre de constante de Planck, y por siempre jamás simbolizará la nueva física revolucionaria. La constante de Planck tiene un valor, 4,11 × 10−15 eV-segundo, que la mide. No os acordéis de memoria. Observad sólo que es un número muy pequeño, gracias al 10−15 (quince lugares tras la coma decimal).

Esto —la introducción del cuanto o puñado de energía de luz— es el punto decisivo, si bien ni Planck ni sus colegas comprendieron la profundidad del descubrimiento. Einstein, que reconoció el verdadero significado de los cuantos de Planck, fue la excepción, pero el resto de la comunidad científica tardó veinticinco años en asimilarlo. A Planck le perturbaba su propia teoría; no quería ver destruida la física clásica. «Hemos de vivir con la teoría cuántica», aceptó por fin. «Y creedme, va a crecer. No será sólo en la óptica. Entrará en todos los campos». ¡Cuánta razón tenía!

Un comentario final. En 1990, el satélite Explorador del Fondo Cósmico (COBE) transmitió a sus encantados dueños astrofísicos datos sobre la distribución espectral de la radiación cósmica de fondo que impregna el espacio entero. Los datos, de una precisión sin precedentes, concordaban de forma exacta con la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro. Recordad que la curva de la distribución de la intensidad de la luz permite definir la temperatura del cuerpo que emite la radiación. Con los datos del satélite COBE y de la ecuación de Planck, los investigadores pudieron calcular la temperatura promedio del universo. Hace frío: 2,73 grados sobre el cero absoluto.

Prueba contundente número 2: el efecto fotoeléctrico

Saltemos ahora a Albert Einstein, funcionario de la oficina suiza de patentes en Berna. Es el año 1905. Einstein obtuvo su doctorado en 1903 y se pasó el año siguiente dándole vueltas al sistema y sentido de la vida. Pero 1905 fue un buen año para él. En su transcurso se las apañó para resolver tres de los problemas más importantes de la física: el efecto fotoeléctrico (nuestro tema), la teoría del movimiento browniano (¡buscadla en un libro!) y, ¡oh, sí!, la teoría de la relatividad especial. Einstein comprendió que la conjetura de Planck implica que la emisión de la luz, la energía electromagnética, ocurre a golpes discretos de energía, hf, y no idílicamente, como en la teoría clásica, en la que a cada longitud de onda le sigue continua y regularmente otra.

Puede que esta percepción le diese a Einstein la idea de explicar una observación experimental de Heinrich Hertz. Para confirmar la teoría de Maxwell, Hertz había generado ondas de radio. Para ello hacía saltar chispas entre dos bolas metálicas. En el curso de su trabajo se percató de que las chispas cruzaban con mayor facilidad el vano si las bolas acababan de ser pulidas. Como era curioso, pasó un tiempo estudiando el efecto de la luz en las superficies metálicas. Observó que la luz azul-violácea de la chispa era esencial para la extracción de cargas de la superficie metálica, que alimentaban el ciclo al contribuir a la formación de más chispas. Hertz razonó que el pulimentado retira los óxidos que interfieren la interacción de la luz y la superficie metálica.

La luz azul-violácea promovía que los electrones saltasen del metal, fenómeno que por entonces parecía una rareza. Los experimentadores estudiaron sistemáticamente el fenómeno y obtuvieron estos hechos curiosos:

  1. La luz roja no puede liberar electrones, ni siquiera cuando es extraordinariamente intensa.
  2. La luz violeta, aunque sea más bien débil, libera electrones con facilidad.
  3. Cuanto más corta sea la longitud de onda (cuanto más violeta sea la luz), mayor será la energía de los electrones liberados.

Einstein cayó en la cuenta de que la idea de Planck según la cual la luz viene a puñados podía ser la clave para resolver el misterio fotoeléctrico. Imaginaos un electrón, a lo suyo en el metal de una de las bolas muy pulidas que utilizaba Hertz. ¿Qué tipo de luz podría darle energía suficiente para que saltase de la superficie? Einstein, por medio de la ecuación de Planck, vio que si la longitud de onda de la luz es suficientemente corta, el electrón recibirá una energía que bastará para que atraviese la superficie del metal y escape. O el electrón absorbe el puñado entero de energía o no lo hace, razonó Einstein. Ahora bien, si la longitud de onda del puñado absorbido es demasiado larga (no tiene la bastante energía), el electrón no puede escapar; no tiene energía suficiente. Empapar el metal con puñados de luz impotente (de longitud de onda larga) no sirve de nada. Según Einstein, es la energía del puñado lo que cuenta, no cuántos haya.

La idea de Einstein funciona a la perfección. En el efecto fotoeléctrico los cuantos de luz, o fotones, se absorben en vez de, como pasa en la teoría de Planck, emitirse. Parece que ambos procesos exigen cuantos cuya energía sea E = hf. El concepto de cuanto se llevaba el gato al agua. La idea del fotón no se probó de forma convincente hasta 1923, cuando el físico estadounidense Arthur Compton consiguió demostrar que un fotón podía chocar con un electrón como si fueran dos bolas de billar, cambiando con ello su dirección, energía y momento, y actuando en todo como una partícula, sólo que una muy especial, conectada de cierta forma a una frecuencia de vibración o longitud de onda.

Aquí apareció un fantasma. La naturaleza de la luz era de antiguo un campo de batalla. Acordaos de que Newton y Galileo sostenían que la luz estaba hecha de «corpúsculos». El astrónomo holandés Christian Huygens defendió una teoría ondulatoria. La batalla histórica entre los corpúsculos de Newton y las ondas de Huygens quedó zanjada a principios del siglo XIX por el experimento de la doble rendija de Thomas Young (del que hablaremos enseguida). En la teoría cuántica, el corpúsculo resucitó en la forma de fotón, y el dilema onda-corpúsculo revivió y tuvo un final sorprendente.

Pero la física clásica aún debió enfrentarse a más problemas, gracias a Ernest Rutherford y su descubrimiento del núcleo.

Prueba contundente número 3: ¿a quién le gusta el pudin de pasas?

Ernest Rutherford es uno de esos personajes que es casi demasiado bueno para ser de verdad, como si la Central de Repartos lo hubiera elegido para la continuidad científica. Rutherford, neozelandés grande y rudo que lucía un gran mostacho, fue el primer estudiante extranjero admitido en el célebre Laboratorio Cavendish, que por entonces dirigía J. J. Thomson. Rutherford llegó justo a tiempo para asistir al descubrimiento del electrón. Tenía, al contrario que su jefe, J. J., buenas manos, y fue un experimentador de experimentadores, digno de ser el rival de Faraday al título de mejor experimentador que haya habido jamás. Era bien conocida su creencia de que maldecir en un experimento hacía que funcionase mejor, idea que los resultados experimentales, si no la teoría, ratificaron. Al valorar a Rutherford hay que tener en cuenta especialmente a sus alumnos y posdoctorados, quienes, bajo su terrible mirada, llevaron a cabo grandes experimentos. Fueron muchos: Charles D. Ellis (descubridor de la desintegración beta), James Chadwick (descubridor del neutrón) y Hans Geiger (famoso por el contador), entre otros. No penséis que es fácil supervisar a unos cincuenta estudiantes graduados. Para empezar, hay que leerse sus trabajos. Escuchad cómo empieza su tesis uno de mis mejores alumnos: «Este campo de la física es tan virgen que el ojo humano nunca ha puesto el pie en él». Pero volvamos a Ernest.

Rutherford a duras penas ocultaba su desprecio por los teóricos, aunque, como veremos, él mismo fue uno nada malo. Y es una suerte que a finales del siglo pasado la prensa no le hiciese tanto caso a la ciencia como ahora. De Rutherford se podrían haber citado tantas ocurrencias, que habría tenido que colgarse, de tantas toneladas de subvenciones. He aquí unos cuantos rutherfordismos que han llegado a nosotros a lo largo del tiempo:

Este tipo condenadamente listo terminó su tiempo con Thomson, cruzó el Atlántico, trabajó en la Universidad McGill de Montreal y volvió a Inglaterra para ocupar un puesto en la Universidad de Manchester. En 1908 ganó un premio Nobel por sus trabajos sobre la radiactividad. Para casi cualquiera, este habría sido el clímax adecuado de toda una carrera, pero no para Rutherford. Entonces fue cuando empezó en serio (Ernest) su trabajo.

No se puede hablar de Rutherford sin hablar del laboratorio Cavendish, creado en 1874 en la Universidad de Cambridge como laboratorio de investigación. El primer teórico fue Maxwell (¿un teórico, director de laboratorio?). El segundo fue lord Rayleigh, al que siguió, en 1884, Thomson. Rutherford llegó del paraíso de Nueva Zelanda como estudiante investigador especial en 1895, un momento fantástico para los progresos rápidos. Uno de los ingredientes principales para tener éxito profesional en la ciencia es la suerte. Sin ella, olvidaos. Rutherford la tuvo. Sus trabajos sobre la recién descubierta radiactividad —rayos de Becquerel se la llamaba— le prepararon para su descubrimiento más importante, el núcleo atómico, en 1911. El descubrimiento lo efectuó en la Universidad de Manchester y volvió en triunfo al Cavendish, donde sucedió a Thomson como director.

Recordaréis que Thomson había complicado mucho el problema de la materia al descubrir el electrón. El átomo químico, del que se creía que era la partícula indivisible planteada por Demócrito, tenía ahora cositas que revoloteaban en su interior. La carga de estos electrones era negativa, lo que suponía un problema. La materia es neutral, ni positiva ni negativa. Así que ¿qué compensa a los electrones?

El drama empieza muy prosaicamente. El jefe entra en el laboratorio. Allí están un posdoctorado, Hans Geiger, y un meritorio aún no graduado, Ernest Marsden. Están liados con unos experimentos de dispersión de partículas alfa. Una fuente radiactiva —por ejemplo, el radón 222— emite natural y espontáneamente partículas alfa. Resulta que las partículas alfa no son más que átomos de helio sin los electrones, es decir, núcleos de helio, como descubrió Rutherford en 1908. La fuente de radón se coloca en un recipiente de plomo en el que ha abierto un agujero angosto que dirige las partículas alfa hacia una lámina de oro finísima. Cuando las alfas atraviesan la lámina, los átomos de oro les desvían la trayectoria. El objeto de su estudio son los ángulos de esas desviaciones. Rutherford había montado el que llegaría a ser el prototipo de los experimentos de dispersión. Se disparan partículas a un blanco y se ve adónde van a parar. En este caso las partículas alfa eran pequeñas sondas y el propósito era descubrir cómo se estructuran los átomos. La hoja de oro que hace de blanco está rodeada por todas partes —360 grados— de pantallas de sulfuro de zinc. Cuando una partícula alfa choca con una molécula de sulfuro de zinc, ésta emite un destello de luz que permite medir el ángulo de desviación. La partícula alfa se precipita a la lámina de oro, choca con un átomo y se desvía a una de las pantallas de sulfuro de zinc. ¡Flash! Muchas de las partículas alfa son desviadas sólo ligeramente y chocan con la pantalla de sulfuro de zinc directamente por detrás de la lámina de oro. Fue dura la realización del experimento. No tenían contadores de partículas —Geiger no los había inventado todavía—, así que Geiger y Marsden no tenían más remedio que permanecer en una sala a oscuras durante horas hasta que su vista se hacía a ver los destellos. Luego tenían que tomar nota y catalogar el número y las posiciones de las pequeñas chispas.

Rutherford —que no tenía que meterse en habitaciones a oscuras porque era el jefe— decía: «Ved si alguna de las partículas alfa se refleja en la lámina». En otras palabras, ved si alguna de las alfas da en la hoja de oro y retrocede hacia la fuente. Marsden recuerda que «para mi sorpresa observé ese fenómeno… Se lo dije a Rutherford cuando me lo encontré luego, en las escaleras que llevaban a su cuarto».

Los datos, publicados después por Geiger y Marsden, daban cuenta de que una de cada 8.000 partículas alfa se reflejaba en la lámina metálica. Esta fue la reacción de Rutherford, hoy célebre, a la noticia: «Fue el suceso más increíble que me haya pasado en la vida. Era como si disparases un cañón de artillería a una hoja de papel cebolla y la bala rebotase y te diera».

Esto fue en mayo de 1909. A principios de 1911 Rutherford, actuando esta vez como físico teórico, resolvió el problema. Saludó a sus alumnos con una amplia sonrisa: «Sé a qué se parecen los átomos y entiendo por qué se da la fuerte dispersión hacia atrás». En mayo de ese año se publicó el artículo donde declaraba la existencia del núcleo atómico. Fue el final de una era. Ahora se veía, correctamente, que el átomo era complejo, no simple, y divisible, en absoluto a-tómico. Fue el principio de una era nueva, la era de la física nuclear, y supuso la muerte de la física clásica, al menos dentro del átomo.

Rutherford hubo de pensar al menos dieciocho meses en un problema que hoy resuelven los estudiantes de primero de físicas. ¿Por qué le desconcertaron tanto las partículas alfa? La razón estribaba en la imagen que los científicos se hacían entonces del átomo. Ahí tenían la pesada y positivamente cargada partícula alfa que carga contra un átomo de oro y rebota hacia atrás. En 1909 había consenso en que la partícula alfa no debería hacer otra cosa que abrirse paso por la lámina de oro, como, por usar la metáfora de Rutherford, una bala de artillería a través del papel cebolla.

El modelo del papel cebolla del átomo se remontaba a Newton, quien decía que las fuerzas han de cancelarse para que haya estabilidad mecánica. Por lo tanto, las eléctricas de atracción y repulsión habían de equilibrarse en un átomo estable del que pudiera uno fiarse. Los teóricos del nuevo siglo se entregaron a un frenesí realizador de modelos, con los que intentaban disponer los electrones de forma que se constituyese un átomo estable. Se sabía que los átomos tienen muchos electrones cargados negativamente. Habían, pues, de tener una cantidad igual de carga positiva distribuida de una manera desconocida. Como los electrones son muy ligeros y el átomo es pesado, o éste había de tener miles de electrones (para reunir ese peso) o el peso tenía que estar en la carga positiva. De los muchos modelos propuestos, hacia 1905 el dominante era el formulado por el mismísimo J. J. Thomson, el señor Electrón. Se le llamó el modelo del pudin de pasas porque en él la carga positiva se repartía por una esfera que abarcaba el átomo entero, con los electrones insertados en ella como las pasas en el pudin. Esta disposición era mecánicamente estable y hasta dejaba que los electrones vibrasen alrededor de posiciones de equilibrio. Pero la naturaleza de la carga positiva era un completo misterio.

Rutherford, por otra parte, calculó que la única configuración capaz de hacer que una partícula alfa retroceda consistía en que toda la masa y la carga positiva se concentren en un volumen muy pequeño en el centro de una esfera, enorme en comparación (de tamaño atómico). ¡El núcleo! Los electrones estarían espaciados por la esfera. Con el tiempo y datos mejores, la teoría de Rutherford se refinó. La carga central positiva (el núcleo) ocupa un volumen de no más de una billonésima parte del volumen del átomo. Según el modelo de Rutherford, la materia es, más que nada, espacio vacío. Cuando tocamos una mesa, la percibimos sólida, pero es el juego entre las fuerzas eléctricas (y las reglas cuánticas) de los átomos y moléculas lo que crea la ilusión de solidez. El átomo está casi vacío. Aristóteles se habría quedado de piedra.

Puede apreciarse la sorpresa de Rutherford ante el rebote de las partículas alfa si abandonamos su cañón de artillería y pensamos mejor en una bola que va retumbando por la pista de la bolera hacia la fila de bolos. Imaginaos la conmoción del jugador si los bolos detuviesen la bola e hicieran que rebotara hacia él; tendría que correr para salvar el pellejo. ¿Podría pasar esto? Bueno, suponed que en medio de la disposición triangular de bolos hay un «bolo gordo» especial hecho de iridio sólido, el metal más denso que se conoce. ¡Ese bolo pesa! Cincuenta veces más que la bola. Una secuencia de fotos tomadas a intervalos de tiempo mostraría a la bola dando en el bolo gordo y deformándolo, y parándose. Entonces, el bolo, a medida que recuperase su forma original, y en realidad retrocediese un poco, impartiría una sonora fuerza a la bola, cuya velocidad original invertiría. Esto es lo que pasa en cualquier colisión elástica, la de una bola de billar y la banda de la mesa, por ejemplo. La metáfora militar, más pintoresca, que hizo Rutherford de la bala de artillería derivaba de su idea preconcebida, y de la de casi todos los físicos de ese momento, de que el átomo era una esfera de pudin tenuemente extendida por un gran volumen. Para un átomo de oro, éste se trataba de una «enorme» esfera de radio 10−9 metros.

Para hacernos una idea del átomo de Rutherford, representémonos el núcleo con el tamaño de un guisante (alrededor de medio centímetro de diámetro); entonces el átomo será una esfera de unos cien metros de radio, que podría abarcar seis campos de fútbol empacados en un cuadrado aproximado. También aquí brilla la suerte de Rutherford. Su fuente radiactiva producía precisamente alfas con una energía de unos 5 millones de electronvoltios (lo escribimos 5 MeV), la ideal para descubrir el núcleo. Era lo bastante baja para que la partícula alfa no se acercase nunca demasiado al núcleo; la fuerte carga positiva de éste la volvía hacia atrás. La masa de la nube de electrones que había alrededor era demasiado pequeña para que tuviese algún efecto apreciable en la partícula alfa. Si la alfa hubiera tenido una energía mucho mayor, habría penetrado en el núcleo y sondeado la interacción nuclear fuerte (sabremos de ella más adelante), con lo que el patrón de las partículas alfa dispersadas se habría complicado mucho (la gran mayoría de las alfas cruzan el átomo tan lejos del núcleo que sus desviaciones son pequeñas); tal y como era el patrón, según midieron a continuación Geiger y Marsden y luego un enjambre de rivales continentales, equivalía matemáticamente a lo que cabría esperar si el núcleo fuese un punto. Ahora sabemos que los núcleos no son puntos, pero si las partículas alfa no se acercaban demasiado, la aritmética es la misma.

A Boscovich le habría encantado. Los experimentos de Manchester respaldaban su visión. El resultado de una colisión lo determinan los campos de fuerza que rodean las cosas «puntuales». El experimento de Rutherford tenía consecuencias que iban más allá del descubrimiento del núcleo. Estableció que de las desviaciones muy grandes se seguía la existencia de pequeñas concentraciones «puntuales», idea crucial que los experimentadores emplearían a su debido tiempo para ir tras los verdaderos puntos, los quarks. En la concepción de la estructura del átomo que poco a poco iba formándose, el modelo de Rutherford fue un auténtico hito. Se trataba en muy buena medida de un sistema solar en miniatura: un núcleo central cargado positivamente con cierto número de electrones en varias órbitas de forma que la carga total negativa cancelase la carga nuclear positiva. Se recurría cuando convenía a Maxwell y Newton. El electrón orbital, como los planetas, obedecía el mandato de Newton, F = ma. F era en este caso la fuerza eléctrica (la ley de Coulomb) entre las partículas cargadas. Como se trata, al igual que la gravedad, de una fuerza del inverso del cuadrado, cabría suponer a primera vista que de ahí se seguirían órbitas planetarias, estables. Ahí lo tenéis, el hermoso y diáfano modelo del átomo como un sistema solar. Todo iba bien.

Bueno, todo iba bien hasta que llegó a Manchester un joven físico danés, de inclinación teórica. «Mi nombre es Bohr, Niels Henrik David Bohr, profesor Rutherford. Soy un joven físico teórico y estoy aquí para ayudarle». Os podréis imaginar la reacción del rudo neozelandés, que no se andaba por las ramas.

La lucha

La revolución en marcha que se conoce por el nombre de teoría cuántica no nació ya crecida del todo en las cabezas de los teóricos. Fue gestándose poco a poco a partir de los datos que generaba el átomo químico. Cabe considerar el esfuerzo por comprender este átomo como un ensayo de la verdadera lucha, la del conocimiento del subátomo, de la jungla subnuclear.

El lento desarrollo del mundo es seguramente una bendición. ¿Qué habrían hecho Galileo o Newton si todos los datos que salen del Fermilab les hubiesen sido comunicados de alguna forma? A un colega mío de Columbia, un profesor muy joven, muy brillante, con gran facilidad de palabra, entusiasta, se le asignó una tarea pedagógica singular. Toma los cuarenta o más novatos que han optado por la física como disciplina académica principal y dales dos años de instrucción intensiva: un profesor, cuarenta aspirantes a físicos, dos años. El experimento resultó un desastre. La mayoría de los estudiantes se pasaron a otros campos. La razón la dio más tarde un estudiante de matemáticas: «Mel era terrible, el mejor profesor que jamás haya tenido. En esos dos años, no sólo fuimos viendo lo usual —la mecánica newtoniana, la óptica, la electricidad y demás—, sino que abrió una ventana al mundo de la física moderna y nos hizo vislumbrar los problemas con que se enfrentaba en sus propias investigaciones. Me pareció que no había manera de que pudiese vérmelas con un conjunto de problemas tan difíciles, así que me pasé a las matemáticas».

Esto suscita una cuestión más honda, la de si el cerebro humano estará alguna vez preparado para los misterios de la física cuántica, que en los años noventa siguen conturbando a algunos de los mejores entre los mejores físicos. El teórico Heinz Pagels (que murió trágicamente hace unos pocos años escalando una montaña) sugirió, en su excelente libro The Cosmic Code, que el cerebro humano podría no estar lo suficientemente evolucionado para entender la realidad cuántica. Quizá tenga razón, si bien unos cuantos de sus colegas parecen convencidos de que han evolucionado mucho más que todos nosotros.

Por encima de todo está el que la teoría cuántica, teoría muy refinada, la dominante en los años noventa, funciona. Funciona en los átomos. Funciona en las moléculas. Funciona en los sólidos complejos, en los metales, en los aislantes, los semiconductores, los superconductores y allá donde se la haya aplicado. El éxito de la teoría cuántica está tras una fracción considerable del producto nacional bruto (PNB) del mundo entero. Pero lo que para nosotros es más importante, no tenemos otra herramienta gracias a la cual podamos abordar el núcleo, con sus constituyentes, y aún más allá, la vasta pequeñez de la materia primordial, donde nos enfrentaremos al á-tomo y la Partícula Divina. Y allí es donde las dificultades conceptuales de la teoría cuántica, despreciadas por la mayoría de los físicos ejercientes como mera «filosofía», desempeñarán quizá un papel importante.

Bohr: en las alas de una mariposa

El descubrimiento de Rutherford, que vino tras varios resultados experimentales que contradecían la física clásica, fue el último clavo del ataúd. En la pugna en marcha entre el experimento y la teoría, habría sido una buena oportunidad para insistir una vez más: «¿Hasta qué punto tendremos que dejar las cosas claras los experimentadores antes de que los teóricos os convenzáis de que os hace falta algo nuevo?». Parece que Rutherford no se dio cuenta de cuánta desolación iba a sembrar su nuevo átomo en la física clásica.

Y en éstas aparece Bohr, el que seria el Maxwell del Faraday Rutherford, el Kepler de su Brahe. El primer puesto de Bohr en Inglaterra fue en Cambridge, adonde fue a trabajar con el gran J. J., pero irritó al maestro porque, con veinticinco años de edad, le descubría errores. Mientras estudiaba en el Laboratorio Cavendish, nada más y nada menos que con una ayuda de las cervezas Carlsberg, Bohr asistió en el otoño de 1911 a una disertación de Rutherford sobre su nuevo modelo atómico. La tesis de Bohr había consistido en un estudio de los electrones «libres» en los metales, y era consciente de que no todo iba bien en la física clásica. Sabía, por supuesto, hasta qué punto Planck y Einstein se habían desviado de la ortodoxia clásica. Y las líneas espectrales que emitían ciertos elementos al calentarlos daban más pistas acerca de la naturaleza del átomo. A Bohr le impresionó tanto la disertación de Rutherford, y su átomo, que dispuso las cosas para visitar Manchester durante cuatro meses en 1912.

Bohr vio la verdadera importancia del nuevo modelo. Sabía que los electrones que describían órbitas circulares alrededor de un núcleo central tenían que radiar, según las leyes de Maxwell, energía, como un electrón que se acelera arriba y abajo por una antena. Para que se satisfagan las leyes de conservación de la energía, las órbitas deben contraerse y el electrón, en un abrir y cerrar de ojos, caerá en espiral hacia el núcleo. Si se cumpliesen todas esas condiciones, la materia sería inestable. ¡El modelo era un desastre clásico! Sin embargo, no había en realidad otra posibilidad.

A Bohr no le quedaba otra salida que intentar algo que fuera muy nuevo. El átomo más simple de todos es el hidrógeno, así que estudió los datos disponibles acerca de cómo las partículas alfa se frenan en el hidrógeno gaseoso, por ejemplo, y llegó a la conclusión de que el átomo de hidrógeno tiene un solo electrón en una órbita de Rutherford alrededor de un núcleo cargado positivamente. Otras curiosidades alentaron a Bohr a no achicarse a la hora de romper con la teoría clásica.

Observó que no hay nada en la física clásica que determine el radio de la órbita del electrón en el átomo de hidrógeno. En realidad, el sistema solar es un buen ejemplo de una variedad de órbitas planetarias. Según las leyes de Newton, se puede imaginar cualquier órbita planetaria; hasta con que se arranque de la forma apropiada. Una vez se fija un radio, la velocidad del planeta en la órbita y su periodo (el año) quedan determinados. Pero parecía que todos los átomos de hidrógeno son exactamente iguales. Los átomos no muestran en absoluto la variedad que exhibe el sistema solar. Bohr hizo la afirmación, sensata pero absolutamente anticlásica, de que sólo ciertas órbitas estaban permitidas.

Bohr propuso, además, que en esas órbitas especiales el electrón no radia. En el contexto histórico, esta hipótesis fue increíblemente audaz. Maxwell se revolvió en su tumba, pero Bohr sólo intentaba dar un sentido a los hechos. Uno importante tenía que ver con las líneas espectrales que, como Kirchhoff había descubierto hacía ya muchos años, emitían los átomos. El hidrógeno encendido, como otros elementos, emite una serie distintiva de líneas espectrales. Para obtenerlas, Bohr se percató de que tenía que permitirle al electrón la posibilidad de elegir entre distintas órbitas correspondientes a contenidos energéticos diferentes. Por lo tanto, le dio al único electrón del átomo de hidrógeno un conjunto de radios permitidos que representaban un conjunto de estados de energía cada vez mayor. Para explicar las líneas espectrales se sacó de la manga que la radiación se produce cuando un electrón «salta» de un nivel de energía a otro inferior; la energía del fotón radiado es la diferencia entre los dos niveles de energía. Propuso entonces un verdadero delirio de regla para esos radios especiales que determinan los niveles de energía. Sólo se permiten, dijo, las órbitas en las que el momento orbital, magnitud de uso corriente que mide el impulso rotacional del electrón, tome, medido en una nueva unidad cuántica, un valor entero. La unidad cuántica de Bohr no era sino la constante de Planck, h. Bohr diría después que «estaba al caer el que se empleasen las ideas cuánticas ya existentes».

¿Qué está haciendo Bohr en su buhardilla, tarde ya, de noche, en Manchester, con un mazo de papel en blanco, un lápiz, una cuchilla afilada, una regla de cálculo y unos cuantos libros de referencia? Busca reglas de la naturaleza, reglas que concuerden con los hechos que listan sus libros de referencia. ¿Qué derecho tiene a inventarse las reglas por las que se conducen los electrones invisibles que dan vueltas alrededor del núcleo (invisible también) del átomo de hidrógeno? En última instancia, la legitimidad se la da el éxito a la hora de explicar los datos. Parte del átomo más simple, el de hidrógeno. Comprende que sus reglas han de dimanar, al final, de algún principio profundo, pero lo primero son las reglas. Así trabajan los teóricos. En Manchester, Bohr quería, en palabras de Einstein, conocer el pensamiento de Dios.

Bohr volvió pronto a Copenhague, para que la semilla de su idea germinase. Finalmente, en tres artículos publicados en abril, junio y agosto de 1913 (la gran trilogía), presentó su teoría cuántica del átomo de hidrógeno, una combinación de leyes clásicas y suposiciones totalmente arbitrarias (hipótesis) cuyo claro designio era obtener la respuesta correcta. Manipuló su modelo del átomo para que explicase las líneas espectrales conocidas. Las tablas de esas líneas espectrales, una serie de números, habían sido compiladas laboriosamente por los seguidores de Kirchhoff y Bunsen, y contrastadas en Estrasburgo y en Gotinga, en Londres y en Milán. ¿De qué tipo eran esos números? Estos son algunos: λ1 = 4.100,4; λ2 = 4.339,0; λ3 = 4.858,5; λ4 = 6.560,6. (Perdón, ¿decía usted? No os preocupéis. No hace falta sabérselos de memoria). ¿De dónde vienen estas vibraciones espectrales? ¿Y por qué sólo ésas, no importa cómo se le dé energía al hidrógeno? Extrañamente, Bohr le quitó luego importancia a las líneas espectrales: «Se creía que el espectro era maravilloso, pero con él no cabe hacer progresos. Es como si tuvieras un ala de mariposa, muy regular, qué duda cabe, con sus colores y todo eso. Pero a nadie se le ocurriría que uno pudiese sacar los fundamentos de la biología de un ala de mariposa». Y sin embargo, resultó que las líneas espectrales del hidrógeno proporcionaron una pista crucial.

La teoría de Bohr se confeccionó de forma que diese los números del hidrógeno que salen en los libros. En sus análisis fue decisivo el dominante concepto de energía, palabra que se definió con precisión en los tiempos de Newton, y que luego había ido evolucionando y creciendo. Dediquémosle, pues, un par de minutos a la energía.

Dos minutos para la energía

En la física de bachillerato se dice que un objeto de cierta masa y cierta velocidad tiene energía cinética (energía en virtud del movimiento). Los objetos tienen, además, energía por lo que son. Una bola de acero en lo más alto de las torres Sears tiene energía potencial porque alguien trabajó lo suyo para llevarla hasta allí. Si se la deja caer desde la torre, irá cambiando, durante la caída, su energía potencial por energía cinética.

La energía es interesante sólo porque se conserva. Imaginaos un sistema gaseoso complejo, con miles de millones de átomos que se mueven todos rápidamente y chocan con las paredes del recipiente y entre sí. Algunos átomos ganan energía; otros la pierden. Pero la energía total no cambia nunca. Hasta el siglo XVIII no se descubrió que el calor es una forma de energía. Las sustancias químicas desprenden energía por medio de reacciones como la combustión del carbón. La energía puede cambiar, y cambia, continuamente de una forma a otra. Hoy conocemos las energías mecánica, térmica, química, eléctrica y nuclear. Sabemos que la masa puede convertirse en energía mediante E = mc². A pesar de estas complejidades, estamos convencidos aún a un 100 por 100 de que en las reacciones químicas la energía total (que incluye la masa) se conserva siempre. Ejemplo: déjese que un bloque se deslice por un plano liso. Se para. Su energía cinética se convierte en calor y calienta, muy, muy ligeramente, el plano. Ejemplo: llenáis el depósito del coche; sabéis que habéis comprado cincuenta litros de energía química (medida en julios), con los que podréis dar a vuestro Toyota cierta energía cinética. La gasolina se agota, pero es posible medir su energía: 500 kilómetros, de Newark a North Hero. La energía se conserva. Ejemplo: una caída de agua se precipita sobre el rotor de un generador eléctrico y convierte su energía potencial natural en energía eléctrica para calentar e iluminar una ciudad lejana. En los libros de contabilidad de la naturaleza todo cuadra. Acabas con lo que trajiste.

¿Entonces?

Vale, ¿qué tiene esto que ver con el átomo? En la imagen que de él ofrecía Bohr, el electrón debe mantenerse dentro de órbitas específicas, cada una de ellas definidas por su radio. Cada uno de los radios permitidos corresponde a un estado (o nivel) de energía bien definida del átomo. Al radio menor le toca la energía más baja, el llamado estado fundamental. Si metemos energía en un volumen de hidrógeno gaseoso, parte de ella se empleará en agitar los átomos, que se moverán más deprisa. Pero el electrón absorberá parte de la energía; será un puñado muy concreto (recordad el efecto fotoeléctrico), que permitirá que el electrón llegue a otro de sus niveles de energía o radios. Los niveles se numeran 1, 2, 3, 4…, y cada uno tiene su energía, E1, E2, E3, E4 y así sucesivamente. Bohr construyó su teoría de manera que incluyera la idea de Einstein de que la energía de un fotón determina su longitud de onda.

Si cayeran fotones de todas las longitudes de onda sobre un átomo de hidrógeno, el electrón acabaría por tragarse el fotón apropiado (un puñado de luz con una energía concreta) y saltaría de E1, a E2 o E3, por ejemplo. De esta forma los electrones pueblan niveles de energía más altos. Esto es lo que pasa, por ejemplo, en un tubo de descarga. Cuando entra la energía eléctrica, el tubo resplandece con los colores característicos del hidrógeno. La energía mueve a algunos electrones de los billones de átomos que hay allí a saltar a niveles de energía altos. Sí la cantidad de energía eléctrica que entra es suficientemente grande, muchos de los átomos tendrán electrones que ocuparán prácticamente todos los niveles altos de energía posibles.

En la concepción de Bohr los electrones de los estados de energía altos saltan espontáneamente a los niveles más bajos. Acordaos ahora de nuestra pequeña clase sobre la conservación de la energía. Si los electrones saltan hacia abajo, pierden energía, y de esa energía perdida hay que dar cuenta. Bohr dijo: «no es problema». Un electrón que cae emite un fotón cuya energía es igual a la diferencia de la energía de las órbitas. Si el electrón salta del nivel 4 al 2, por ejemplo, la energía del fotón es igual a E4 → E2. Hay muchas posibilidades de salto, como E4 → E1; E4 → E3; E4 → E2. También se permiten los saltos multinivel, como E4 → E2 y entonces E2 → E1. Cada cambio de energía da lugar a la emisión de una longitud de onda correspondiente, y se observa una serie de líneas espectrales.

La explicación del átomo ad hoc, cuasiclásica de Bohr, fue una obra, aunque heterodoxa, de virtuoso. Echó mano de Newton y Maxwell cuando convenía. Los descartó cuando no. Recurrió a Planck y Einstein allí donde funcionaban. Algo monstruoso. Pero Bohr era brillante y obtuvo la solución correcta.

Repasemos. Gracias a la obra de Fraunhofer y Kirchhoff en el siglo XIX conocemos las líneas espectrales. Supimos que los átomos (y las moléculas) emiten y absorben radiación a longitudes de onda específicas, y que cada átomo tiene su patrón de longitudes de onda característico. Gracias a Planck, supimos que la luz se emite en forma de cuantos. Gracias a Hertz y Einstein, supimos que se absorbe también en forma de cuantos. Gracias a Thomson, supimos que hay electrones. Gracias a Rutherford, supimos que el átomo tiene un núcleo pequeño y denso, vastos vacíos y electrones dispersos por ellos. Gracias a mi madre y a mi padre, aprendí todo eso. Bohr reunió estos datos, y muchos más. A los electrones sólo se les permiten ciertas órbitas, dijo Bohr. Absorben energía en forma de cuantos, que les hacen saltar a órbitas más altas. Cuando caen de nuevo a las órbitas más bajas emiten fotones, cuantos de luz, que se observan en la forma de longitudes de onda específicas, las líneas espectrales peculiares de cada elemento.

A la teoría de Bohr, desarrollada entre 1913 y 1925, se le da el nombre de «vieja teoría cuántica». Planck, Einstein y Bohr habían ido haciendo caso omiso de la mecánica clásica en uno u otro aspecto. Todos tenían datos experimentales sólidos que les decían que tenían razón. La teoría de Planck concordaba espléndidamente con el espectro del cuerpo negro, la de Einstein con las mediciones detalladas de los fotoelectrones. En la fórmula matemática de Bohr aparecen la carga y la masa del electrón, la constante de Planck, unos cuantos π, números —el 3— y un entero importante (el número cuántico) que numera los estados de energía. Todas estas magnitudes, multiplicadas y divididas oportunamente, dan una fórmula con la que se pueden calcular todas las líneas espectrales del hidrógeno. Su acuerdo con los datos era notable.

A Rutherford le encantó la teoría de Bohr. Planteó, sin embargo, la cuestión de cuándo y cómo el electrón decide que va a saltar de un estado a otro, algo de lo que Bohr no había tratado. Rutherford recordaba un problema anterior: ¿cuándo decide un átomo radiactivo que va a desintegrarse? En la física clásica, no hay acción que no tenga una causa. En el dominio atómico no parece que se dé ese tipo de causalidad. Bohr reconoció la crisis (que no se resolvió en realidad hasta el trabajo que publicó Einstein en 1916 sobre las «transiciones espontáneas») y apuntó una dirección posible. Pero los experimentadores, que seguían explorando los fenómenos del mundo atómico, hallaron una serie de cosas con las que Bohr no había contado.

Cuando el físico estadounidense Albert Michelson, un fanático de la precisión, examinó con mayor atención las líneas espectrales, observó que cada una de las líneas espectrales del hidrógeno consistía en realidad en dos líneas muy juntas, dos longitudes de onda muy parecidas. Esta duplicación de las líneas significaba que cuando el electrón va a saltar a un nivel inferior puede optar por dos estados de energía más bajos. El modelo de Bohr no predecía ese desdoblamiento, al que se llamó «estructura fina». Arnold Sommerfeld, contemporáneo y colaborador de Bohr, percibió que la velocidad de los electrones en el átomo de hidrógeno es una fracción considerable de la velocidad de la luz, así que había que tratarlos conforme a la teoría de la relatividad de Einstein de 1905; dio así el primer paso hacia la unión de las dos revoluciones, la teoría cuántica y la teoría de la relatividad. Cuando incluyó los efectos de la relatividad, vio que donde la teoría de Bohr predecía una órbita, la nueva teoría predecía dos muy próximas. Esto explicaba el desdoblamiento de las líneas. Al efectuar sus cálculos, Sommerfeld introdujo una «nueva abreviatura» de algunas constantes que aparecían con frecuencia en sus ecuaciones. Se trataba de 2πe² / hc, que abrevió con la letra griega alfa (α). No os preocupéis de la ecuación. Lo interesante es esto: cuando se meten los números conocidos de la carga del electrón, e, la constante de Planck, h, y la velocidad de la luz, c, sale α = 1/137. Otra vez el 137, número puro.

Los experimentadores siguieron añadiéndole piezas al modelo del átomo de Bohr. En 1896, antes de que se descubriese el electrón, un holandés, Pieter Zeeman, puso un mechero Bunsen entre los polos de un imán potente y en el mechero un puñado de sal de mesa. Examinó la luz amarilla del sodio con un espectrómetro muy preciso que él mismo había construido. Podemos estar seguros de que las amarillas líneas espectrales se ensancharon, lo que quería decir que el campo magnético dividía en realidad las líneas. Mediciones más precisas fueron confirmando este efecto, y en 1925 dos físicos holandeses, Samuel Goudsmit y George Uhlenbeck, plantearon la peculiar idea de que el efecto podría explicarse si se confería a los electrones la propiedad del giro o «espín». En un objeto clásico, una peonza, digamos, el giro alrededor de sí misma es la rotación de la punta de arriba alrededor de su eje de simetría. El espín del electrón es la propiedad cuántica análoga a ésa.

Todas estas ideas nuevas eran válidas en sí mismas, pero estaban conectadas al modelo atómico de Bohr de 1913 con muy poca gracia, como si fuesen productos cogidos de aquí y allá en una tienda de accesorios. Con todos esos pertrechos; la teoría de Bohr ahora tan potenciada, un viejo Ford remozado con aire acondicionado, tapacubos giratorios y aletas postizas, podía explicar una cantidad muy impresionante de datos experimentales exactos brillantemente obtenidos.

El modelo sólo tenía un problema. Que estaba equivocado.

Un vistazo bajo el velo

La teoría de retales iniciada por Niels Bohr en 1912 se iba viendo en dificultades cada vez mayores. En ésas, un estudiante de doctorado francés descubrió en 1924 una pista decisiva, que reveló en una fuente improbable, la farragosa prosa de una tesis doctoral, y que en tres años haría que se produjese una concepción de la realidad del micromundo totalmente nueva. El autor era un joven aristócrata, el príncipe Louis-Victor de Broglie, que pechaba con su doctorado en París. Le inspiró un artículo de Einstein, quien en 1909 había estado dándole vueltas al significado de los cuantos de luz. ¿Cómo era posible que la luz actuara como un enjambre de puñados de energía —es decir, como partículas— y al mismo tiempo exhibiera todos los comportamientos de las ondas, la interferencia, la difracción y otras propiedades que requerían que hubiese una longitud de onda?

De Broglie pensó que este curioso carácter dual de la luz podría ser una propiedad fundamental de la naturaleza y que cabría aplicarla también a objetos materiales como los electrones. En su teoría fotoeléctrica, siguiendo a Planck, Einstein había asignado una cierta energía al cuanto de luz relacionada con su longitud de onda o frecuencia. De Broglie sacó entonces a colación una simetría nueva: si las ondas pueden ser partículas, las partículas (los electrones) pueden ser ondas. Concibió un método para asignar a los electrones una longitud de onda relacionada con su energía. Su idea rindió inmediatamente frutos en cuanto se la aplicó a los electrones del átomo de hidrógeno. La asignación de una longitud de onda dio una explicación de la misteriosa regla ad hoc de Bohr según la cual al electrón sólo se le permiten ciertos radios. ¡Está claro como el agua! ¿Lo está? Seguro que sí. Si en una órbita de Bohr el electrón tiene una longitud de onda de una pizca de centímetro, sólo se permitirán aquellas en cuya circunferencia quepa un número entero de longitudes de onda. Probad con la cruda visualización siguiente. Coged una moneda de cinco centavos y un puñado de peniques. Colocad la moneda de cinco centavos (el núcleo) en una mesa y disponed un número de peniques en círculo (la órbita del electrón) a su alrededor. Veréis que os harán falta siete peniques para formar la órbita menor. Esta define un radio. Si queréis poner ocho peniques, habréis de hacer un círculo mayor, pero no cualquier círculo mayor; sólo saldrá con cierto radio. Con radios mayores podréis poner nueve, diez, once o más peniques. De este tonto ejemplo podréis ver que si os limitáis a poner peniques enteros —o longitudes de onda enteras— sólo estarán permitidos ciertos radios. Para obtener círculos intermedios habrá que superponer los peniques, y si representan longitudes de onda, éstas no casarán regularmente alrededor de la órbita. La idea de De Broglie era que la longitud de onda del electrón (el diámetro del penique) determina el radio permitido. La clave de esta idea era la asignación de una longitud de onda al electrón.

De Broglie, en su tesis, hizo cábalas acerca de si sería posible que los electrones mostrasen otros efectos ondulatorios, como la interferencia y la difracción. Sus tutores de la Universidad de París, aunque les impresionaba el virtuosismo del joven príncipe, estaban desconcertados con la noción de las ondas de partícula. Uno de sus examinadores quiso contar con una opinión ajena, y le envió una copia a Einstein, quien remitió este cumplido hacia De Broglie: «Ha levantado una punta del gran velo». Su tesis doctoral se aceptó en 1924, y al final le valdría un premio Nobel, con lo que De Broglie ha sido hasta ahora el único físico que haya ganado el premio gracias a una tesis doctoral. Pero el mayor triunfador sería Erwin Schrödinger; él fue quien vio el auténtico potencial de la obra de De Broglie.

Ahora viene un interesante pas de deux de la teoría y el experimento. La idea de De Broglie no tenía respaldo experimental. ¿Una onda de electrón? ¿Qué quiere decir? El respaldo necesario apareció en 1927, y, de todos los sitios, tuvo que ser en Nueva Jersey, no la isla del canal de la Mancha, sino un estado norteamericano cercano a Newark. Los laboratorios de Teléfonos Bell, la famosa institución dedicada a la investigación industrial, estaban estudiando las válvulas de vacío, viejo dispositivo electrónico que se utilizaba antes del alba de la civilización y la invención de los transistores. Dos científicos, Clinton Davisson y Lester Germer, bombardeaban varias superficies metálicas recubiertas de óxido con chorros de electrones. Germer, que trabajaba bajo la dirección de Davisson, observó que ciertas superficies metálicas que no estaban recubiertas de óxido reflejaban un curioso patrón de electrones.

En 1926 Davisson viajó a un congreso en Inglaterra, y allí conoció la idea de De Broglie. Corrió de vuelta a los laboratorios Bell y se puso a analizar sus datos desde el punto de vista del comportamiento ondulatorio. Los patrones que había observado casaban perfectamente con la teoría de que los electrones actúan como ondas cuya longitud de onda está relacionada con la energía de las partículas del bombardeo. Él y Germer no perdieron un momento antes de publicar sus datos. No fue demasiado pronto. En el laboratorio Cavendish, George P. Thomson, hijo del famoso J. J., estaba realizando unas investigaciones similares. Davisson y Germer compartieron el premio Nobel de 1938 por haber sido los primeros en observar las ondas de electrón.

Dicho sea de paso, hay sobradas pruebas de la afección filial de J. J. y G. P. en su cálida correspondencia. En una de sus cartas más emotivas, se lee esta efusión de G. P.:

Estimado Padre:

Dado un triángulo esférico de lados ABC…

[Y, tras tres páginas densamente escritas del mismo tenor,]

TU HIJO, GEORGE

Así, pues, ahora el electrón lleva asociada una onda, esté encerrado en un átomo o viaje por una válvula de vacío. Pero ¿en qué consiste ese electrón que hace ondas?

El hombre que no sabía nada de baterías

Si Rutherford era el experimentador prototípico, Werner Heisenberg (1901-1976) tiene todas las cualidades para que se le considere su homólogo teórico. Habría satisfecho la definición que I. I. Rabi daba de un teórico: uno «que no sabe atarse los cordones de los zapatos». Heisenberg fue uno de los estudiantes más brillantes de Europa, y sin embargo estuvo a punto de suspender su examen oral de doctorado en la Universidad de Munich; a uno de sus examinadores, Wilhelm Wien, pionero en el estudio de los cuerpos negros, le cayó mal. Wien empezó por preguntarle cuestiones prácticas, como esta: ¿Cómo funciona una batería? Heisenberg no tenía ni idea. Wien, tras achicharrarle con más preguntas sobre cuestiones experimentales, quiso catearlo. Quienes tenían la cabeza más fría prevalecieron, y Heisenberg salió con el equivalente a un aprobado: un acuerdo de caballeros.

Su padre fue profesor de griego en Munich; de adolescente, Heisenberg leyó el Timeo, donde se encuentra toda la teoría atómica de Platón. Heisenberg pensó que Platón estaba chiflado —sus «átomos» eran pequeños cubos y pirámides—, pero le apasionó el supuesto básico de Platón: no se podrá entender el universo hasta que no se conozcan los componentes menores de la materia. El joven Heisenberg decidió que dedicaría su vida a estudiar las menores partículas de la materia.

Heisenberg probó con ganas hacerse una imagen mental del átomo de Rutherford-Bohr, pero no sacó nada en limpio. Las órbitas electrónicas de Bohr no se parecían a nada que pudiese imaginar. El pequeño, hermoso átomo que sería el logotipo de la Comisión de Energía Atómica durante tantos años —un núcleo circundado por órbitas con radios «mágicos» donde los electrones no radian— carecía del menor sentido. Heisenberg vio que las órbitas de Bohr no eran más que construcciones artificiales que servían para que los números saliesen bien y librarse o (mejor) burlar las objeciones clásicas al modelo atómico de Rutherford. Pero ¿eran reales esas órbitas? No. La teoría cuántica de Bohr no se había despojado hasta donde era necesario del bagaje de la física clásica. La única forma de que el espacio atómico permitiese sólo ciertas órbitas requería una proposición más radical. Heisenberg acabó por caer en la cuenta de que este nuevo átomo no era visualizable en absoluto. Concibió una guía firme: no trates de nada que no se pueda medir. Las órbitas no se podían medir. Pero las líneas espectrales sí. Heisenberg escribió una teoría llamada «mecánica de matrices», basada en unas formas matemáticas, las matrices. Sus métodos eran difíciles matemáticamente, y aún era más difícil visualizarlos, pero estaba claro que había logrado una mejora de gran fuste de la vieja teoría de Bohr. Con el tiempo, la mecánica de matrices repitió todos los triunfos de la teoría de Bohr sin recurrir a radios mágicos arbitrarios. Y además las matrices de Heisenberg obtuvieron nuevos éxitos donde la vieja teoría había fracasado. Pero a los físicos les parecía que las matrices eran difíciles de usar.

Y fue entonces cuando hubo las más famosas vacaciones de la historia de la física.

Las ondas de materia y la dama en la villa

Pocos meses después de que Heisenberg hubiese completado su formulación matricial, Erwin Schrödinger decidió que necesitaba unas vacaciones. Sería unos diez días antes de la Navidad de 1925. Schrödinger era profesor de física de la Universidad de Zurich, competente pero poco notable, y todos los profesores de universidad se merecen unas vacaciones de Navidad. Pero estas no fueron unas vacaciones ordinarias. Schrödinger dejó a su esposa en casa, alquiló durante dos semanas y media una villa en los Alpes suizos y marchó allá con sus cuadernos de notas, dos perlas y una vieja amiga vienesa. Schrödinger se había impuesto a sí mismo la misión de salvar la remendada y chirriante teoría cuántica de esa época. El físico vienés se ponía una perla en cada oído para que no lo distrajese ningún ruido, y en la cama, para inspirarse, a su amiga. Schrödinger había cortado la tarea a su medida. Tenía que crear una nueva teoría y contentar a la dama. Por fortuna, estuvo a la altura de las circunstancias. (No os hagáis físicos si no estáis preparados para exigencias así).

Schrödinger empezó siendo experimentador, pero se pasó a la teoría bastante pronto. Era viejo para ser un teórico: treinta y ocho años tenía esas navidades. Claro está, hay montones de teóricos de mediana edad y aún más viejos, pero lo usual es que hagan sus mejores trabajos cuando tienen veintitantos años; luego, a los treinta y tantos, se retiran, intelectualmente hablando, y se convierten en «veteranos hombres de estado» de la física. Este fenómeno meteórico fue especialmente cierto en los primeros días de la mecánica cuántica, que vieron a Dirac, Werner Heisenberg, Wolfgang Pauli y Niels Bohr concebir sus mejores teorías cuando eran muy jóvenes. Cuando Dirac y Heisenberg fueron a Estocolmo a recibir sus premios Nobel, les acompañaban sus madres. Dirac escribió:

La edad, claro está, es un mal frío

que temer debe todo físico.

Mejor muerto estará que vivo

en cuanto sus años treinta hayan sido.

(Ganó el premio Nobel de física, no el de literatura). Por suerte para la ciencia, Dirac no se tomó en serio sus versos, y vivió hasta bien pasados los ochenta años.

Una de las cosas que Schrödinger se llevó a sus vacaciones fue el artículo de De Broglie sobre las partículas y las ondas. Trabajó febrilmente y extendió aún más la concepción cuántica. No se limitó a tratar los electrones como partículas con características ondulatorias. Enunció una ecuación en la que los electrones son ondas, ondas de materia. Un actor clave en la famosa ecuación de Schrödinger es el símbolo griego psi, o Ψ. A los físicos les encanta decir que la ecuación lo reduce, pues, todo a suspiros, porque psi puede leerse en inglés de forma que suene como suspiro (sigh). A Ψ se le llama función de ondas, y contiene todo lo que sabemos o podamos saber sobre el electrón. Cuando se resuelve la ecuación de Schrödinger, da cómo varía Ψ en el espacio y con el tiempo. Luego se aplicó la ecuación a sistemas de muchos electrones y al final a cualquier sistema que haya que tratar cuánticamente. En otras palabras, la ecuación de Schrödinger, o la «mecánica ondulatoria», se aplica a los átomos, las moléculas, los protones, los neutrones y, lo que hoy es especialmente importante para nosotros, a los cúmulos de quarks, entre otras partículas.

Schrödinger quería rescatar la física clásica. Insistía en que los electrones eran verdaderamente ondas clásicas, como las del sonido, las del agua o las ondas electromagnéticas maxwellianas de luz o de radio, y que su aspecto de partículas era ilusorio. Eran ondas de materia. Las ondas se conocían bien y visualizarlas era fácil, al contrario de lo que pasaba con los electrones del átomo de Bohr y sus saltos aleatorios de órbita en órbita. En la interpretación de Schrödinger, Ψ (en realidad el cuadrado de Ψ, o Ψ²) describía la distribución de esta onda de materia. Su ecuación describía esas ondas sujetas a la influencia de las fuerzas eléctricas del átomo. En el aluno de hidrógeno, por ejemplo, las ondas de Schrödinger se concentraban donde la vieja teoría de Bohr hablaba de órbitas. La ecuación daba el radio de Bohr automáticamente, sin ajustes, y proporcionaba las líneas espectrales, no sólo del hidrógeno sino también de otros elementos.

Schrödinger publicó su ecuación de ondas unas semanas después de que dejara la villa. Causó sensación de inmediato; era una de las herramientas matemáticas más poderosas que jamás se hubiesen concebido para abordar la estructura de la materia. (Hacia 1960 se habían publicado más de 100.000 artículos científicos basados en la aplicación de la ecuación de Schrödinger). Escribió cinco artículos más, en rápida sucesión; los seis artículos se publicaron en un periodo de seis meses que cuenta entre los mayores estallidos de creatividad científica de la historia de la ciencia. J. Robert Oppenheimer decía de la teoría de la mecánica ondulatoria que era «quizá una de las más perfectas, más precisas y más hermosas que el hombre haya descubierto». Arthur Sommerfeld, el gran físico y matemático, decía que la teoría de Schrödinger «era el más asombroso de todos los asombrosos descubrimientos del siglo XX».

Por todo esto, yo, en lo que a mí respecta, perdono las veleidades románticas de Schrödinger; al fin y al cabo, sólo les interesan a los biógrafos, historiadores sociológicos y colegas envidiosos.

La onda de probabilidad

Los físicos se enamoraron de la ecuación de Schrödinger porque podían resolverla y funcionaba bien. Parecía que tanto la mecánica de matrices de Heisenberg como la ecuación de Schrödinger daban las respuestas correctas, pero la mayoría de los físicos se quedó con el método de Schrödinger porque se trataba de una ecuación diferencial de las de toda la vida, una forma cálida y familiar de matemáticas. Pocos años después se demostró que las ideas físicas y las consecuencias numéricas de las teorías de Heisenberg y Schrödinger eran idénticas. Lo único que ocurría es que estaban escritas en lenguajes matemáticos diferentes. Hoy se usa una mezcla de los aspectos más convenientes de ambas teorías.

El único problema de la ecuación de Schrödinger es que la interpretación que él le daba era errónea. Resultó que el objeto Ψ no podía representar ondas de materia. No había duda de que representaba alguna forma de onda, pero la pregunta era: ¿Qué se ondula?

La respuesta la dio el físico alemán Max Born, todavía en el año 1926, tan lleno de acontecimientos. Born recalcó que la única interpretación coherente de la función de onda de Schrödinger era que Ψ² representase la probabilidad de hallar la partícula, el electrón, en las diversas localizaciones. Ψ varía en el espacio y en el tiempo. Donde Ψ² es grande, es muy probable que se encuentre el electrón. Donde Ψ = 0, el electrón no se halla nunca. La función de onda es una onda de probabilidad.

A Born le influyeron unos experimentos en los que se dirigía una corriente de electrones hacia algún tipo de barrera de energía. Ésta podía ser, por ejemplo, una pantalla de hilos conectada al polo negativo de una batería, digamos que a −10 voltios. Si los electrones tenían una energía de sólo 5 voltios, según la concepción clásica la «barrera de 10 voltios» debería repelerlos. Si la energía de los electrones es mayor que la de la barrera, la sobrepasarán como una pelota arrojada por encima de un muro. Si es menor, el electrón se reflejará, como una pelota a la que se tira contra la pared. Pero la ecuación de Schrödinger indica que una parte de la onda Ψ penetra en la barrera y parte se refleja. Es un comportamiento típico de la luz. Cuando pasáis ante un escaparate veis los artículos, pero también vuestra propia imagen, difusa. A la vez, las ondas de luz se transmiten a través del cristal y se reflejan en él. La ecuación de Schrödinger predice unos resultados similares. ¡Pero nunca veremos una fracción de electrón!

El experimento se realiza de la manera siguiente: enviamos 1.000 electrones hacia la barrera. Los contadores Geiger hallan que 550 penetran en la barrera y 450 se reflejan, pero en cualquier caso siempre se detectan electrones enteros. Las ondas de Schrödinger, cuando se toma adecuadamente su cuadrado, dan 550 y 450 como predicción estadística. Si aceptamos la interpretación de Born, un solo electrón tiene una probabilidad del 55 por 100 de penetrar y un 45 por 100 de reflejarse. Como un solo electrón nunca se divide, la onda de Schrödinger no puede ser el electrón. Sólo puede ser una probabilidad.

Born, con Heisenberg, formaba parte de la escuela de Gotinga, un grupo compuesto por varios de los físicos más brillantes de aquellos días, cuyas vidas profesionales e intelectuales giraban alrededor de la Universidad alemana de Gotinga. La interpretación estadística dada por Born a la psi de Schrödinger procedía del convencimiento que tenía la escuela de Gotinga de que los electrones son partículas. Hacían que los contadores Geiger sonasen a golpes. Dejaban rastros definidos en las cámaras de niebla de Wilson. Chocaban con otras partículas y rebotaban. Y ahí está la ecuación de Schrödinger, que da las respuestas correctas pero describe los electrones como ondas. ¿Cómo se podía convertir en una ecuación de partículas?

La ironía es compañera constante de la historia, y la idea que todo lo cambió fue dada (¡otra vez!) por Einstein, en un ejercicio especulativo de 1911 que trataba de la relación entre los fotones y las ecuaciones clásicas del campo electromagnético formuladas por Maxwell. Einstein apuntaba que las magnitudes del campo guiaban a los fotones a los lugares de mayor probabilidad. La solución que Born le dio al conflicto entre partículas y ondas fue simplemente esta: el electrón (y amigos) actúa como una partícula por lo menos cuando se le ha detectado, pero su distribución en el espacio entre las mediciones sigue los patrones ondulatorios de probabilidad que salen de la ecuación de Schrödinger. En otras palabras, la magnitud psi de Schrödinger describe la localización probable de los electrones. Y esa probabilidad se porta como una onda. Schrödinger hizo la parte dura: elaborar la ecuación en que se cimienta la teoría. Pero fue a Born, inspirado por el artículo de Einstein, a quien se le ocurrió qué predecía en realidad la ecuación. La ironía está en que Einstein nunca aceptó la interpretación probabilista de la función de onda concebida por Born.

Qué quiere decir esto, o la física del corte de trajes

La interpretación de Born de la ecuación de Schrödinger es el cambio concreto más espectacular y de mayor fuste en nuestra visión del mundo desde Newton. No sorprende que a Schrödinger le pareciera la idea totalmente inaceptable y lamentase haber ideado una ecuación que daba lugar a semejante locura. Sin embargo, Bohr, Heisenberg, Sommerfeld y otros la aceptaron sin apenas protestar porque «la probabilidad se mascaba en el ambiente». El artículo de Born hacía una afirmación reveladora: la ecuación sólo puede predecir la probabilidad pero la forma matemática de ésta va por caminos perfectamente predecibles.

En esta nueva interpretación, la ecuación trata de las ondas de probabilidad, Ψ, que predicen qué hace el electrón, cuál es su energía, dónde estará, etc. Sin embargo, esas predicciones tienen la forma de probabilidades. En el electrón, son esas predicciones de probabilidad las que se «ondulan». Estas soluciones ondulatorias de las ecuaciones pueden concentrarse en un lugar y generar una probabilidad grande, y anularse en otros lugares y dar probabilidades pequeñas. Cuando se comprueban estas predicciones, hay, en efecto, que hacer el experimento un número enorme de veces. Y en la mayor parte de las pruebas el electrón acaba donde la ecuación dice que la probabilidad es alta; sólo en muy raras ocasiones acaba donde es baja. Hay una concordancia cuantitativa. Lo chocante es que en dos experimentos manifiestamente iguales puedan obtenerse resultados del todo diferentes.

La ecuación de Schrödinger con la interpretación probabilista de Born de la función de ondas, ha tenido un éxito gigantesco. Es fundamental a la hora de conocer el hidrógeno y el helio y, si se tiene un ordenador lo bastante grande, el uranio. Sirvió para saber cómo se combinan dos elementos y forman una molécula, con lo que se dio a la química un derrotero mucho más científico. Gracias a la ecuación pueden diseñarse microscopios electrónicos e incluso protónicos; en el periodo 1930-1950 se la llevó al núcleo y se vio que allí era tan productiva como en el átomo.

La ecuación de Schrödinger predice con un grado de exactitud muy alto, pero lo que predice, repito, es una probabilidad. ¿Qué quiere decir esto? La probabilidad se parece en la física y en la vida. Es un negocio de mil millones de dólares; te certifican los ejecutivos de las compañías de seguros, los fabricantes de ropa y buena parte de la lista de las quinientas empresas más importantes que publica la revista Fortune. Los actuarios nos dicen que el varón norteamericano blanco no fumador nacido en, digamos, 1941, vivirá hasta los 76,4 años. Pero no podrán tomarte el pelo con tu hermano Sal, que nació ese mismo año. Que sepamos, podría atropellarle un camión mañana o morir de una uña infectada dentro de dos años.

En una de mis clases en la Universidad de Chicago, hago de magnate de la industria del vestido para mis alumnos. Tener éxito en el negocio de los trapos es como hacer una carrera en la física de partículas. En ambos casos hace falta un fuerte sentido de la probabilidad y un conocimiento efectivo de las chaquetas de tweed. Les pido a mis alumnos que vayan cantando sus estaturas mientras las represento en un gráfico. Tengo dos alumnos que miden uno 1,42 y otro 1,47 metros, cuatro 1,58 y así sucesivamente. Hay uno que mide 1,98, mucho más que los otros. (¡Si Chicago sólo tuviera un equipo de baloncesto!). El promedio es de 1,70. Tras encuestar a 166 estudiantes tengo una estupenda línea escalonada con forma de campana que sube hasta 1,70 metros y luego baja hasta la anomalía de los 1,98 metros. Ahora tengo una «curva de distribución» de estaturas de alumnos de primero, y si puedo estar razonablemente seguro de que escoger ciencias no distorsiona la curva, tengo una muestra representativa de las estaturas de los estudiantes de la Universidad de Chicago. Puedo leer los porcentajes mediante la escala vertical; por ejemplo, puedo sacar el porcentaje de alumnos que están entre 1,58 y 1,63. Con mi gráfica puedo además leer que hay una probabilidad del 26 por 100 de que el próximo estudiante que aparezca mida entre 1,62 y 1,67, si es que me interesa saberlo.

Ya estoy listo para hacer trajes. Si esos estudiantes fuesen mi mercado (previsión improbable si estuviera en el negocio de la confección), puedo calcular qué tanto por ciento de mis trajes tendrían que ser de las tallas 36, 38 y así sucesivamente. Si no tuviera la gráfica de las estaturas, tendría que adivinarlo, y si me equivocase, al final de la temporada tendría 137 trajes de la talla 46 sin vender (y le echaría la culpa a mi socio Jake, ¡el muy bruto!).

Cuando se resuelve la ecuación de Schrödinger para cualquier situación en la que intervengan procesos atómicos, se genera una curva análoga a la distribución de estaturas de los estudiantes. Sin embargo, puede que el perfil sea muy distinto. Si quiero saber por dónde está el electrón en el átomo de hidrógeno —a qué distancia está del núcleo—, hallaremos una distribución que caerá bruscamente a unos 10−8 centímetros, con una probabilidad de un 80 por 100 de que el electrón esté dentro de la esfera de 10−8 centímetros. Ese es el estado fundamental. Si excitamos el electrón al siguiente nivel de energía, obtendremos una curva de Bell cuyo radio medio es unas cuatro veces mayor. Podemos también computar las curvas de probabilidad de otros procesos. Aquí debemos diferenciar claramente las predicciones de probabilidad de las posibilidades. Los niveles de energía posibles se conocen con mucha precisión, pero si preguntamos en qué estado de energía se encontrará el electrón, calculamos sólo una probabilidad, que depende de la historia del sistema. Si el electrón tiene más de una opción a la hora de saltar a un estado de energía inferior, podemos también calcular las probabilidades; por ejemplo, un 82 por 100 de saltar a E1, un 9 por 100 de saltar a E2, etc. Demócrito lo dijo mejor cuando proclamó: «Nada hay en el universo que no sea fruto del azar y la necesidad». Los distintos estados de energía son necesidades, las únicas condiciones posibles. Pero sólo podemos predecir las probabilidades de que el electrón esté en cualquiera de ellos. Es cosa del azar.

Los expertos actuariales conocen hoy bien los conceptos de probabilidad. Pero eran perturbadores para los físicos educados en la física clásica de principios de siglo (y siguen perturbando a muchos hoy). Newton describió un mundo determinista. Si tirases una piedra, lanzaras un cohete o introdujeras un planeta nuevo en el sistema solar, podrías predecir adónde irían a parar con toda certidumbre, al menos en principio, mientras conozcas las fuerzas y las condiciones iniciales. La teoría cuántica decía que no: las condiciones iniciales son inherentemente inciertas. Sólo se obtienen probabilidades como predicciones de lo que se mida: la posición de la partícula, su energía, su velocidad o lo que sea. La interpretación de Schrödinger que dio Born perturbó a muchos físicos, que en los tres siglos pasados desde Galileo y Newton habían llegado a aceptar el determinismo como una forma de vida. La teoría cuántica amenazaba con transformarlos en actuarios de alto nivel.

Sorpresa en la cima de una montaña

En 1927, el físico inglés Paul Dirac intentaba extender la teoría cuántica, que en ese momento no casaba con la teoría especial de la relatividad de Einstein. Sommerfeld ya había presentado una teoría a la otra. Dirac, con la intención de hacer que las dos teorías fuesen felizmente compatibles, supervisó el matrimonio y su consumación. Al hacerlo dio con una ecuación nueva y elegante para el electrón (curiosamente, la llamamos ecuación de Dirac). De esta poderosa ecuación sale la orden a posteriori de que los electrones deben tener espín y producir magnetismo. Recordad el factor g del principio de este capítulo. Los cálculos de Dirac mostraron que la intensidad del magnetismo del electrón tal y como lo medía g era 2,0. (Sólo mucho más tarde vinieron los refinamientos que condujeron al valor preciso dado antes). ¡Aún más! Dirac (que tenía veinticuatro años o así) halló, al obtener las ondas de electrón que resolvían su ecuación, que había otra solución con extrañas consecuencias. Tenía que haber otra partícula cuyas propiedades fuesen idénticas a las del electrón, pero con carga eléctrica opuesta. Matemáticamente, se trata de un concepto sencillo. Como sabe hasta un niño, la raíz cuadrada de cuatro es más dos, pero además está menos dos porque menos dos por menos dos es también cuatro: 2 × 2 = 4 y −2 × −2 = 4. Así que hay dos soluciones. La raíz cuadrada de cuatro es más o menos dos.

El problema es que la simetría implícita en la ecuación de Dirac quería decir que para cada partícula tenía que existir otra partícula de la misma masa pero carga opuesta. Por eso, Dirac, conservador caballero que carecía hasta tal punto de carisma que ha dado lugar a leyendas, luchó con esa solución negativa y acabó por predecir que la naturaleza tiene que contener electrones positivos además de electrones negativos. Alguien acuñó la palabra antimateria. Esta antimateria debería estar en todas partes, y sin embargo nadie había dado con ella.

En 1932, un joven físico del Cal Tech, Carl Anderson, construyó una cámara de niebla diseñada para registrar y fotografiar las partículas subatómicas. El aparato estaba circundado por un imán poderoso; su misión era doblar la trayectoria de las partículas, lo que daba una medida de su energía. Anderson metió en el saco una partícula nueva y rara —o, mejor dicho, su traza— gracias a la cámara de niebla. Llamó a este extraño objeto nuevo positrón, porque era idéntico al electrón excepto porque tenía carga positiva en vez de negativa. La comunicación de Anderson no hacía referencia a la teoría de Dirac, pero enseguida se ataron los cabos. Había hallado una nueva forma de materia, la antipartícula que había saltado de la ecuación de Dirac unos pocos años antes. Las trazas habían sido dejadas por los rayos cósmicos, la radiación que viene de las partículas que dan en la atmósfera procedente de los confines de nuestra galaxia. Anderson, para obtener mejores datos todavía, transportó el aparato de Pasadena a lo alto de una montaña de Colorado, donde el aire es fino y los rayos cósmicos más intensos.

Una fotografía de Anderson que apareció en la primera plana del New York Times anunciando el descubrimiento inspiró al joven Lederman, y por primera vez cayó bajo el influjo de la romántica aventura de llevar a cuestas un equipo científico a la cima de una montaña muy alta para hacer mediciones de importancia. La antimateria dio mucho de sí y se unió inextricablemente a la vida de los físicos de partículas; prometo decir más de ella en los capítulos siguientes. Otro triunfo de la teoría cuántica.

La incertidumbre y esas cosas

En 1927 Heisenberg concibió sus relaciones de incertidumbre, que coronaron la gran revolución científica a la que damos el nombre de teoría cuántica. La verdad es que la teoría cuántica no se completó hasta finales de los años cuarenta. En realidad, su evolución sigue hoy, en su versión de teoría cuántica de campos, y la teoría no estará completa hasta que se combine plenamente con la gravitación. Pero para nuestros propósitos el principio de incertidumbre es un buen sitio para acabar. Las relaciones de incertidumbre de Heisenberg son una consecuencia matemática de la ecuación de Schrödinger. También podrían haber sido postulados lógicos, o supuestos, de la nueva mecánica cuántica. Como las ideas de Heisenberg son fundamentales para entender cómo es el nuevo mundo cuántico, hemos de demorarnos aquí un poco.

Los ideadores cuánticos insisten en que sólo las mediciones, tan caras a los experimentadores, cuentan. Todo lo que podemos pedirle a una teoría es que prediga los resultados de los hechos que quepa medir. Parecerá una obviedad, pero olvidarla conduce a las paradojas que tanto les gusta explotar a los escritores populares carentes de cultura. Y, debería añadir, es en la teoría de la medición donde la teoría cuántica encuentra sus críticos pasados, presentes y, sin duda, futuros.

Heisenberg anunció que nuestro conocimiento simultáneo de la posición de una partícula y de su movimiento es limitado y que la incertidumbre combinada de esas dos propiedades debe ser mayor que…, cómo no, la constante de Planck, h, que encontramos por vez primera en la fórmula E = hf. Nuestras mediciones de la posición de una partícula y de su movimiento (en realidad, de su momento) guardan una relación recíproca. Cuanto más sabemos de una, menos sabemos de la otra. La ecuación de Schrödinger nos da las probabilidades de esos factores. Si concebimos un experimento que determine con exactitud la posición de una partícula —es decir, que está en alguna coordenada con una incertidumbre sumamente pequeña—, la dispersión de los valores posibles del momento será, en la medida correspondiente, grande, como dicta la relación de Heisenberg. El producto de las dos incertidumbres (podemos asignarles números) es siempre mayor que la ubicua h de Planck. Las relaciones de Heisenberg prescinden, de una vez por todas, de la representación clásica de las órbitas. El mismo concepto de posición o lugar es ahora menos definido. Volvamos a Newton y a algo que podamos visualizar.

Suponed que tenemos una carretera recta por la que va tirando un Toyota a una velocidad respetable. Decidimos que vamos a medir su posición en un instante de tiempo determinado mientras pasa zumbando ante nosotros. Queremos saber además lo deprisa que va. En la física newtoniana, la determinación exacta de la posición y la velocidad de un objeto en un instante concreto de tiempo le permite a uno predecir con precisión dónde estará en cualquier momento futuro. Sin embargo, al montar nuestras reglas y relojes, flases y cámaras, vemos que cuando medimos con más cuidado la posición, menor es nuestra capacidad de medir la velocidad y viceversa. (Recordad que la velocidad es el cambio de la posición dividido por el tiempo). Sin embargo, en la física clásica podemos mejorar sin cesar nuestra exactitud en ambas magnitudes hasta un grado de precisión indefinido. Basta con que le pidamos a una oficina gubernamental más fondos para construir un equipo mejor.

En el dominio atómico, por el contrario, Heisenberg propuso que hay una incognoscibilidad básica que no se puede reducir por mucho equipo, ingenio o fondos que se inviertan. Enunció que es una propiedad fundamental de la naturaleza que el producto de las dos incertidumbres es siempre mayor que la constante de Planck. Por extraño que suene, esta incertidumbre en la mensurabilidad del micromundo tiene una base física firme. Intentemos, por ejemplo, determinar la posición de un electrón. Para ello, debemos «verlo». Es decir, hay que hacer que la luz, un haz de fotones, rebote en el electrón. ¡Vale, ahí está! Ahora vemos el electrón. Sabemos su posición en un momento dado. Pero un fotón que dé en un electrón cambia el estado de movimiento de éste. Una medición socava a la otra. En la mecánica cuántica, la medición produce inevitablemente un cambio porque uno se las ve con sistemas atómicos, y los instrumentos de medición no se pueden hacer más pequeños, suaves o amables que ellos. Los átomos tienen una diez mil millonésima de centímetro de radio y pesan una billonésima de una billonésima de gramo, así que no cuesta mucho afectarlos a fondo. Por el contrario, en un sistema clásico se puede estar seguro de que el acto de medir apenas influye en el sistema que se mide. Suponed que queremos medir la temperatura del agua. No cambiamos la temperatura de un lago, digamos, cuando metemos en él un pequeño termómetro. Pero sumergir un termómetro gordo en un dedal de agua sería una estupidez, pues el termómetro cambiaría la temperatura del agua. En los sistemas atómicos, dice la teoría cuántica, debemos incluir la medición como parte del sistema.

La tortura de la rendija doble

El ejemplo más famoso e instructivo de que la naturaleza de la teoría cuántica va contra la intuición es el experimento de la rendija doble; el médico Thomas Young fue el primero que lo realizó, en 1804, y se celebró como la prueba experimental de la naturaleza ondulatoria de la luz. El experimentador dirigía un haz de luz amarilla, por ejemplo, a una pared donde había abierto dos rendijas paralelas muy finas y separadas por una distancia muy pequeña. Una pantalla alejada recoge la luz que brota a través de las rendijas. Cuando Young cubría una de ellas, se proyectaba en la pantalla una imagen simple, brillante, ligeramente ensanchada de la otra. Pero cuando estaban descubiertas las dos rendijas, el resultado era sorprendente. Un examen cuidadoso del área encendida sobre la pantalla mostraba una serie de franjas brillantes y oscuras igualmente espaciadas. Las franjas oscuras son lugares donde no llega la luz.

Las franjas son la prueba, decía Young, de que la luz es una onda. ¿Por qué? Forman parte de un patrón de interferencia, de los que se producen cuando las ondas del tipo que sean chocan entre sí. Cuando dos ondas de agua, por ejemplo, chocan cresta con cresta, se refuerzan mutuamente y se crea una onda mayor. Cuando chocan valle con cresta, se anulan y la onda se allana.

Young interpretó que en el experimento de la rendija doble las perturbaciones ondulatorias de las dos rendijas llegaban a la pantalla en ciertos sitios con las fases justas para anularse mutuamente: un pico de la onda de luz de la rendija uno llega exactamente en el valle de luz de la rendija dos. Se produce una franja oscura. Estas anulaciones son las indicaciones quintaesenciales de la interferencia ondulatoria. Cuando coinciden sobre la pantalla dos picos o dos valles tenemos una franja brillante. Se aceptó que el patrón de franjas era la prueba de que la luz era un fenómeno ondulatorio.

Ahora bien, en principio cabe efectuar el mismo experimento con electrones. En cierta forma, eso es lo que Davisson hizo en los laboratorios Bell. Cuando se usan electrones, el experimento arroja también un patrón de interferencia. La pantalla se cubre con contadores Geiger minúsculos, que suenan cuando un electrón da en ellos. El contador Geiger detecta partículas. Para comprobar que los contadores funcionan, ponemos una pieza de plomo gruesa sobre la rendija dos: los electrones no pueden atravesarla. En este caso, todos los contadores Geiger sonarán si esperamos lo suficiente para que unos miles de electrones pasen a través de la otra rendija, la que está abierta. Pero cuando las dos rendijas lo están, ¡hay columnas de contadores Geiger que no suenan nunca!

Esperad un minuto. Prestad atención a esto. Cuando se cierra una rendija, los electrones, que brotan a través de la otra, se dispersan, y unos van a la izquierda, otras en línea recta, otros a la derecha, y hacen que se forme a lo largo y ancho de la pantalla un patrón más o menos uniforme de ruidos de contadores, lo mismo que la luz amarilla de Young creaba una ancha línea brillante en su experimento de una sola rendija. En otras palabras, los electrones se comportan, lo que es bastante lógico, como partículas. Pero si retiramos el plomo y dejamos que pasen algunos electrones por la rendija dos, el patrón cambia y ningún electrón llega a esas columnas de contadores Geiger que están donde caen las franjas oscuras. Los electrones actúan entonces como ondas. Sin embargo, sabemos que son partículas porque los contadores suenan.

Quizá, podríais argüir, pasen dos o más electrones a la vez por las rendijas y simulen un patrón de interferencia ondulatoria. Para que quede claro que no pasan dos electrones a la vez por las rendijas, reducimos el ritmo de los electrones a uno por minuto. Los mismos patrones. Conclusión: los electrones que atraviesan la rendija uno «saben» que la rendija dos está abierta o cerrada porque según sea lo uno o lo otro sus patrones cambian.

¿Cómo se nos ocurre esta idea de los electrones «inteligentes»? Poneos en el lugar del experimentador. Tenéis un cañón de electrones, así que sabéis que estáis disparando partículas a las rendijas. Sabéis también que al final tenéis partículas en el lugar de destino, la pantalla, pues los contadores Geiger suenan. Un ruido significa una partícula. Luego, tengamos una rendija abierta o las dos, empezamos y terminamos con partículas. Sin embargo, dónde aterricen las partículas dependerá de que estén abiertas una o dos rendijas. Por lo tanto, da la impresión de que una partícula que pase por la rendija uno sabrá si la rendija dos está abierta o cerrada, ya que parece que cambia su camino conforme a esa información. Si la rendija dos está cerrada, se dice a sí misma: «Muy bien, puedo caer donde quiera en la pantalla». Si la rendija dos está abierta, se dice: «¡Oh!, ¡ah!, tengo que evitar ciertas bandas de la pantalla, para que se cree un patrón de franjas». Como las partículas no pueden «saber», nuestra ambigüedad entre ondas y partículas crea una crisis lógica.

La mecánica cuántica dice que podemos predecir la probabilidad de que los electrones pasen por las rendijas y lleguen a continuación a la pantalla. La probabilidad es una onda, y las ondas exhiben patrones de interferencia para las dos rendijas. Cuando las dos están abiertas, las ondas de probabilidad Ψ pueden interferir de forma que resulte una probabilidad nula (Ψ = 0) en ciertos lugares de la pantalla. La queja antropomórfica del párrafo anterior es un atolladero clásico; en el mundo cuántico, «¿cómo sabe el electrón por qué rendija ha de pasar?» no es una pregunta que la medición pueda responder. La trayectoria detallada, punto a punto, del electrón, no se está observando, y por lo tanto la pregunta «¿por qué rendija pasa el electrón?» no es una cuestión operativa. Las relaciones de incertidumbre de Heisenberg resuelven, además, nuestra fijación clásica al señalar que, cuando se trata de medir la trayectoria del electrón entre el cañón de electrones y la pared, se cambia por completo el movimiento del electrón y se destruye el experimento. Podemos conocer las condiciones iniciales (el electrón que dispara el cañón); podemos conocer los resultados (el electrón da en alguna parte de la pantalla); no podemos conocer el camino de A a B a menos que estemos dispuestos a cargarnos el experimento. Esta es la naturaleza fantasmagórica del nuevo mundo atómico.

La solución que da la mecánica cuántica, «¡no te preocupes!, ¡no podemos medirlo!», es bastante lógica, pero no satisface a la mayoría de los espíritus humanos, que luchan por comprender los detalles del mundo que nos rodea. Para algunas almas torturadas, la incognoscibilidad cuántica es aún un precio demasiado alto que hay que pagar. Nuestra defensa: esta es la única teoría que por ahora conozcamos que funciona.

Newton frente a Schrödinger

Hay que cultivar una nueva intuición. Nos pasamos años enseñando a los estudiantes de física la física clásica, para luego dar un giro y enseñarles la teoría cuántica. Los estudiantes graduados necesitan dos o más años para desarrollar una intuición cuántica. (Se espera que vosotros, afortunados lectores, realicéis esta pirueta en el espacio de sólo un capítulo).

La pregunta obvia es: ¿cuál es correcta?, ¿la teoría de Newton o la de Schrödinger? El sobre, por favor. Y el ganador es… ¡Schrödinger! La física de Newton se desarrolló para las cosas grandes; no vale dentro del átomo. La teoría de Schrödinger se concibió para los microfenómenos. Sin embargo, cuando se aplica la ecuación de Schrödinger a las situaciones macroscópicas da resultados idénticos a la de Newton.

Veamos un ejemplo clásico. La Tierra da vueltas alrededor del Sol. Un electrón da vueltas —por usar el viejo lenguaje de Bohr— alrededor de un núcleo. Pero el electrón está obligado a moverse en ciertas órbitas. ¿Le están permitidas a la Tierra sólo ciertas órbitas cuánticas alrededor del Sol? Newton diría que no, que el planeta puede orbitar por donde quiera. Pero la respuesta correcta es sí. Podemos aplicar la ecuación de Schrödinger al sistema Tierra-Sol. La ecuación de Schrödinger nos daría el usual conjunto discreto de órbitas, pero habría un número enorme de ellas. Al usar la ecuación, se metería la masa de la Tierra (en vez de la masa del electrón) en el denominador, con lo que el espaciamiento entre las órbitas allá donde la Tierra está, es decir, a 150 millones de kilómetros del Sol, resultaría tan pequeño —una millonésima de billonésima de centímetro— que sería de hecho continuo. Para todos los propósitos prácticos, se llega al resultado newtoniano de que todas las órbitas se permiten. Cuando tomas la ecuación de Schrödinger y la aplicas a los macroobjetos, ante tus ojos se convierte en… ¡F = ma! O casi. Fue Roger Boscovich, dicho sea de paso, quien conjeturó en el siglo XVIII que las fórmulas de Newton eran meras aproximaciones que valían en las grandes distancias pero no sobrevivirían en el micromundo. Por lo tanto, nuestros estudiantes graduados no tienen que tirar sus libros de mecánica. Quizá consigan un trabajo en la NASA o con los Chicago Cubs, preparando trayectorias de reentrada para los cohetes o tarjetas de esas que se levantan al abrirlas con las buenas y viejas ecuaciones newtonianas.

En la teoría cuántica, el concepto de órbita, o qué hace el electrón en el átomo o en un haz, no es útil. Lo que importa es el resultado de la medición, y ahí los métodos cuánticos sólo pueden predecir la probabilidad de cualquier resultado posible. Si se mide dónde está el electrón, en el átomo de hidrógeno por ejemplo, el resultado será un número, la distancia del electrón al núcleo. Y se hará, no midiendo un solo electrón, sino repitiendo la medición muchas veces. Se obtiene un resultado diferente cada vez, y al final se dibuja una curva que represente gráficamente todos los resultados. Ese gráfico es el que se puede comparar con la teoría. La teoría no puede predecir el resultado de una medición dada cualquiera. Es una cuestión estadística. Volviendo a mi comparación con la confección de trajes, aunque sepamos que la estatura media de los alumnos de primero de la Universidad de Chicago es de 1,70 metros, el próximo alumno de primero que entre en ella podría medir 1,60 o 1,85. No podemos predecir la estatura del próximo alumno de primero; sólo podemos dibujar una especie de curva actuarial.

Donde se vuelve fantasmagórica es al predecir el paso de una partícula por una barrera o el tiempo que tarda en desintegrarse un átomo radiactivo. Preparamos muchos montajes idénticos, Disparamos un electrón de 5,00 MeV a una barrera de potencial de 5,50 MeV. Predecimos que 45 veces de cada 100 penetrará en ella.

Pero nunca podemos estar seguros de qué hará un electrón dado. Uno la atraviesa; el siguiente, idéntico en todos los aspectos, no. Experimentos idénticos arrojan resultados diferentes. Ese es el mundo cuántico. En la ciencia clásica insistimos en lo importante que es que se repitan los experimentos. En el mundo cuántico podemos repetirlo todo menos el resultado.

De la misma forma, tomad el neutrón, que tiene una «semivida» de 10,3 minutos, lo que quiere decir que si se empieza con 1.000 neutrones, la mitad se habrá desintegrado en 10,3 minutos. Pero ¿y un neutrón dado? Puede que se desintegre en 3 segundos o en 29 minutos. El momento exacto en que se desintegrará es desconocido. Einstein odiaba esta idea. «Dios no juega a los dados con el universo», decía. Otros críticos decían: suponed que hay, en cada neutrón o en cada electrón, un mecanismo, un muelle, una «variable oculta» que haga que cada neutrón sea diferente, como los seres humanos, que también tienen una vida media. En el caso de los seres humanos hay una multitud de cosas no tan ocultas —genes, arterias obstruidas y cosas así— que pueden en principio servir para predecir el día en que un individuo fallecerá, excepción hecha de ascensores que se caigan, líos amorosos catastróficos o un Mercedes fuera de control.

La hipótesis de la variable oculta está en esencia refutada por dos razones: en todos los millones y millones de experimentos hechos con electrones no se han manifestado nunca, y nuevas y mejoradas teorías relativas a los experimentos mecanocuánticos las han descartado.

Tres cosas que hay que recordar sobre la mecánica cuántica

Se puede decir que la mecánica cuántica tiene tres cualidades destacables: 1) va contra la intuición; 2) funciona; y 3) tiene aspectos que la hicieron inaceptable a los afines a Einstein y Schrödinger y que han hecho que en los años noventa sea una fuente continua de estudios. Veamos cada una de ellas.

  1. Va contra la intuición. La mecánica cuántica sustituye la continuidad por lo discreto. Metafóricamente, no es un líquido que se vierte en un vaso, sino una arena muy fina. El zumbido regular que oís es el impacto de números enormes de átomos en vuestros tímpanos. Y está el carácter fantasmagórico del experimento de la rendija doble, que ya hemos comentado.

    Otro fenómeno que va contra la intuición es el «efecto túnel». Hemos hablado del envío de electrones hacia una barrera de energía. La analogía clásica es hacer que una bola ruede cuesta arriba. Si se le da a la bola el suficiente empuje (energía) inicial, llegará a lo más alto. Si la energía inicial es demasiado pequeña, la bola volverá a bajar. O imaginaos una montaña rusa, el coche en una hondonada entre dos subidas terroríficas. Suponed que el coche rueda hasta la mitad de una de las subidas y se queda sin fuerza motriz. Se deslizará hacia abajo, subirá casi hasta la mitad de la otra pendiente y oscilará atrás y adelante, atrapado en la hondonada. Si pudiésemos eliminar la fricción, el coche oscilaría para siempre, aprisionado entre dos subidas insuperables. En la teoría atómica cuántica, a un sistema así se le conoce con el nombre de «estado ligado». Sin embargo, nuestra descripción de lo que les pasa a los electrones que se dirigen hacia una barrera de energía o a un electrón atrapado entre dos barreras debe tener en cuenta las ondas probabilistas. Resulta que parte de la onda puede «gotear» a través de la barrera (en los sistemas atómicos o nucleares la barrera es una fuerza o de tipo eléctrico o del tipo fuerte), y por lo tanto hay una probabilidad finita de que la partícula atrapada aparezca fuera de la trampa. Esto no sólo iba contra la intuición, sino que se consideró una paradoja de orden mayor, pues el electrón a su paso por la barrera debía tener una energía cinética negativa, lo que, desde el punto de vista clásico, es absurdo. Pero cuando se desarrolla la intuición cuántica, uno responde que la condición de que el electrón «esté en el túnel» no es observable y por lo tanto no es un problema de la física. Lo que uno observa es que sale fuera. Este fenómeno, el paso por efecto túnel, se utilizó para explicar la radiactividad alfa. Es la base de un importante dispositivo electrónico, el diodo túnel. Por fantasmagórico que sea, este efecto túnel les es esencial a los ordenadores modernos y a otros dispositivos electrónicos.

    Partículas puntuales, paso por efecto túnel, radiactividad, la tortura de la rendija doble: todo esto contribuyó a las nuevas intuiciones que los físicos cuánticos necesitaban a medida que fueron desplegando su nuevo armamento intelectual a finales de los años veinte y durante los treinta en busca de fenómenos inexplicados.

  2. Funciona. Gracias a los acontecimientos de 1923-1927, se comprendió el átomo. Aun así, en esos días previos a los ordenadores, sólo se podían analizar adecuadamente los átomos simples —el hidrógeno, el helio, el litio y los átomos a los que se les han quitado algunos electrones (ionizado)—. Logró un gran avance Wolfgang Pauli, uno de los «wunderkinder», que entendió la teoría de la relatividad a los diecinueve años y, en sus días de «hombre de estado veterano», se convirtió en el «enfant terrible» de la física.

    No se puede evitar aquí una digresión sobre Pauli. Se caracterizaba por su severa vara de medir y por su irascibilidad, y fue la conciencia de la física de su época. ¿O era, simplemente, sincero? Abraham Pais cuenta que Pauli se quejó una vez ante él de las dificultades que tenía para encontrar un problema en el que trabajar que le plantease retos: «Quizá es porque sé demasiado». No era una baladronada, sino el mero enunciado de un hecho. Os podréis imaginar que era duro con los ayudantes. Cuando uno nuevo, joven, Victor Weisskopf, que habría de ser uno de los teóricos más destacados, se presentó ante él en Zurich, Pauli le miró de arriba abajo, meneó la cabeza y murmuró: «Ach, tan joven y todavía es usted desconocido». Unos cuantos meses después, Weisskopf le presentó a Pauli un trabajo teórico. Pauli le echó un vistazo y dijo: «Ach, ¡no está ni equivocado!». A un posdoctorado le dijo: «No me importa que piense despacio. Me importa que publique más deprisa de lo que piensa». Nadie estaba a salvo de Pauli. Al recomendarle a Einstein una persona como ayudante, Pauli le escribió a aquél, sumergido en sus últimos años en el exotismo matemático de su estéril persecución de una teoría unificada: «Querido Einstein. Este estudiante es bueno, pero no capta con claridad la diferencia entre las matemáticas y la física. Por otra parte, a usted, querido Maestro, se le ha escapado esa distinción hace mucho». Ese es nuestro chico Wolfgang.

    En 1924 propuso un principio fundamental que explicaba la tabla periódica de los elementos de Mendeleev. El problema: formamos los átomos de los elementos químicos más pesados añadiendo cargas positivas al núcleo y electrones a los distintos estados de energía permitidos del átomo (órbitas, en la vieja teoría cuántica). ¿Adónde van los electrones? Pauli enunció el que ha venido a llamarse principio de exclusión de Pauli: no hay dos electrones que puedan ocupar el mismo estado cuántico. Al principio fue una suposición inspirada, pero, como se vería, derivaba de una profunda y hermosa simetría.

    Veamos cómo hace Santa Claus, en su taller, los elementos químicos. Tiene que hacerlo bien porque trabaja para Él, y Él es duro. El hidrógeno es fácil. Lleva un protón, el núcleo. Le añade un electrón, que ocupa el estado de energía más bajo posible; en la vieja teoría de Bohr (que aún es útil pictóricamente), la órbita con el menor radio permitido. Santa no tiene que poner cuidado; le basta con dejar caer el electrón en cualquier parte cerca del protón, que ya acabará por «saltar» a su estado más bajo o «fundamental», emitiendo fotones por el camino. Ahora el helio. Ensambla el núcleo de helio, que tiene dos cargas positivas. Por lo tanto, ha de dejar caer dos electrones. Y con el litio hacen falta tres para formar el átomo eléctricamente neutro. El problema es: ¿adónde van a parar los electrones? En el mundo cuántico, sólo se permiten ciertos estados. ¿Se acumulan todos los electrones en el fundamental, tres, cuatro, cinco… electrones? Ahí es donde entra el principio de Pauli. No, dice Pauli, no pueden estar dos electrones en el mismo estado cuántico. En el helio se permite que el segundo electrón se una al primero en el estado de menor energía sólo si su espín va en sentido opuesto al de su compañero. Cuando se añade el tercer electrón, para el átomo de litio, queda excluido del nivel más bajo de energía y ha de ir al siguiente nivel más bajo. Éste tiene un radio mucho mayor (de nuevo dicho a la manera de la teoría de Bohr), lo que explica la actividad química del litio, es decir, la facilidad con que emplea ese electrón solitario para combinarse con otros átomos. Tras el litio tenemos el átomo de cuatro electrones, el berilio, en el que el cuarto electrón se une al tercero en la misma «capa» de éste, como se llama a los niveles de energía.

    A medida que procedemos alegremente —el berilio, el boro, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, el neón—, añadimos electrones hasta que cada capa se llene. Ni uno más en esa capa, dice Pauli. Empieza una nueva. En pocas palabras, la regularidad de las propiedades y de los comportamientos químicos procede por completo de esta construcción cuántica por medio del principio de Pauli. Unos decenios antes, los científicos se habían burlado de la insistencia de Mendeleev en alinear los elementos en filas y columnas de acuerdo con sus características. Pauli mostró que esa periodicidad estaba ligada de forma precisa a las capas y estados cuánticos distintos de los electrones: en la primera capa se pueden acomodar dos, ocho en la segunda, dieciocho en la tercera y así sucesivamente (2 × n²). La tabla periódica tenía, en efecto, un significado más profundo.

    Resumamos esta importante idea. Pauli inventó una regla que se aplicaba a la manera en que los elementos químicos cambiaban su estructura electrónica. Esta regla explica las propiedades químicas (gas inerte, metal activo y demás) ligándolas al número de electrones y a sus estados, especialmente de los que están en las capas más exteriores, donde es más fácil que entren en contacto con otros átomos. La consecuencia más llamativa del principio de Pauli es que, si se llena una capa, es imposible añadirle un electrón más. La fuerza que se resiste a ello es enorme. Esta es la verdadera razón de la impenetrabilidad de la materia. Aunque los átomos son en mucho más de un 99,99 por 100 espacio vacío, atravesar una pared me supone un auténtico problema. Lo más probable es que compartáis conmigo esta frustración. ¿Por qué? En los sólidos, donde los átomos se unen mediante complicadas atracciones eléctricas, la imposición de los electrones de vuestro cuerpo sobre el sistema de los átomos de la «pared» topa con la prohibición de Pauli de que los electrones estén demasiado juntos. Una bala puede penetrar en una pared porque rompe las ligaduras entre átomos y, como un bloqueador del fútbol norteamericano, deja sitio para sus propios electrones. El principio de Pauli desempeña también un papel crucial en sistemas tan peculiares y románticos como las estrellas de neutrones y los agujeros negros. Pero me salgo del tema.

    Una vez que sabemos cómo están hechos los átomos, resolvemos el problema de cómo se combinan para construir moléculas, H2O o NaCl, por ejemplo. Las moléculas se forman gracias a complejos de fuerzas que actúan entre los electrones y los núcleos de los átomos que se combinan. La disposición de los electrones en sus capas proporciona la clave para crear una molécula estable. La teoría cuántica le dio a la química una firme base científica, y la química cuántica es hoy un campo floreciente, del que han salido nuevas disciplinas, como la biología molecular, la ingeniería genética y la medicina molecular. En la ciencia de materiales, la teoría cuántica nos sirve para explicar y controlar las propiedades de los metales, los aislantes, los superconductores y los semiconductores. Los semiconductores llevaron al descubrimiento del transistor, cuyos inventores reconocen que toda su inspiración les vino de la teoría cuántica de los metales. Y de ese descubrimiento salieron los ordenadores y la microelectrónica y la revolución en las comunicaciones y en la información. Y además están los máseres y los láseres, que son sistemas cuánticos por completo.

    Cuando nuestras mediciones llegaron al núcleo atómico —una escala 100.000 veces menor que la del átomo—, la teoría cuántica era un instrumento esencial en ese nuevo régimen. En la astrofísica, los procesos estelares producen objetos de lo más peculiar: soles, gigantes rojas, enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. El curso de la vida de estos objetos se basa en la teoría cuántica. Desde el punto de vista de la utilidad social, como hemos calculado, la teoría cuántica da cuenta de más del 25 por 100 del PNB de todas las potencias industriales. Pensad solo en esto: unos físicos europeos se obsesionan con la manera en que funciona el átomo, y sus esfuerzos acaban por generar billones de dólares de actividad económica. Con que a unos gobiernos sabios y prescientes se les hubiera ocurrido poner una tasa del 0,1 por 100 a los productos de tecnología cuántica, destinada a la investigación y a la educación… En cualquier caso, ya lo creo que funciona.

  3. Tiene problemas. Tienen que ver con la función de onda (psi, o Ψ) y lo que significa. A pesar de su gran éxito práctico e intelectual, no podernos estar seguros de qué significa la teoría cuántica. Puede que nuestra incomodidad sea intrínseca a la mente humana, o quizás un genio acabará por hallar un esquema conceptual que haga felices a todos. Si no la podéis tragar, no os preocupéis. Estáis en buena compañía. La teoría cuántica ha hecho infelices a muchos físicos, Planck, Einstein, De Broglie y Schrödinger entre ellos.

Hay una rica literatura sobre las objeciones a la naturaleza probabilista de la teoría cuántica. Einstein dirigió la batalla, y sus numerosos intentos (cuesta seguirlos) de socavar las relaciones de incertidumbre fueron una y otra vez desbaratados por Bohr, quien había establecido lo que ahora se llama la «interpretación de Copenhague» de la función de onda. Einstein y Bohr se lo tomaron realmente en serio. Einstein concebía un experimento mental que era una flecha disparada al corazón de la nueva teoría cuántica, y Bohr, por lo general tras un largo fin de semana de duro trabajo, hallaba el fallo en el argumento de Einstein. Einstein era el chico malo, el que azuzaba en los debates. Como al niño que crea problemas en la clase de catecismo («Si Dios es todopoderoso, ¿puede hacer una roca tan pesada que ni siquiera Él pueda levantarla?»), a Einstein no dejaban de ocurrírsele paradojas de la teoría cuántica. Bohr era el sacerdote que no dejaba de responder a las objeciones de Einstein.

Se cuenta que muchas de las discusiones tuvieron lugar durante paseos por el bosque. Me imagino lo que pasaba cuando se encontraban con un oso enorme. Bohr sacaba inmediatamente de su mochila un par de zapatillas Reebok Pump de 300 dólares y se ponía a atárselas. «¿Qué haces, Niels? Sabes que no puedes correr más que un oso —le decía Einstein con lógica—. ¡Ah!, no tengo que correr más que el oso, querido Albert», respondía Bohr. «Sólo tengo que correr más que tú».

Hacia 1936 Einstein había aceptado a regañadientes que la teoría cuántica describe correctamente todos los experimentos posibles, al menos los que se pueden imaginar. Hizo entonces un cambio de marchas y decidió que la mecánica cuántica no podía ser una descripción completa del mundo, aun cuando diese correctamente la probabilidad de los distintos resultados de las mediciones. La defensa de Bohr fue que la imperfección que preocupaba a Einstein no era un fallo de la teoría, sino una cualidad del mundo en el que vivimos. Estos dos siguieron discutiendo sobre la mecánica cuántica en la tumba, y estoy completamente seguro de que no han dejado de hacerlo, a no ser que el «Viejo», como Einstein llamaba a Dios, por una preocupación fuera de lugar, les haya zanjado la cuestión.

Hacen falta libros enteros para contar el debate entre Einstein y Bohr, pero intentaré ilustrar el problema con un ejemplo. Recuerdo el punto principal de Heisenberg: nunca podrá tener un éxito completo ningún intento de medir a la vez dónde está una partícula y adónde va. Preparad una medición para localizar el átomo; ahí lo tendréis, con tanta precisión como queráis. Preparad una medición para ver lo deprisa que va; presto, tenemos su velocidad. Pero no podemos tener las dos. La realidad que descubren esos experimentos depende de la estrategia que adopte el experimentador. Esta subjetividad pone en entredicho nuestros conceptos de causa y efecto tan queridos. Si un electrón parte del punto A y se ve que llega al punto B, parece «natural» que se dé por sentado que tomó un camino concreto entre A y B. La teoría cuántica lo niega, y dice que no se puede conocer el camino. Todos los caminos son posibles, y cada uno tiene su probabilidad.

Para exponer la imperfección de esta noción de la trayectoria fantasma, Einstein propuso un experimento decisivo. No puedo hacer justicia a su idea, pero intentaré dejar claro lo esencial. Se le llama el experimento mental EPR, por Einstein, Podolski y Rosen, los tres que lo concibieron. Propusieron un experimento con dos partículas en el que el destino de cada una está ligado al de la otra. Hay maneras de crear un par de partículas que se mueven separándose entre sí de forma que si una tiene el espín hacia arriba la otra lo tenga hacia abajo, o si una lo tiene hacia la derecha la otra lo tenga hacia la izquierda. Enviamos una partícula a toda velocidad a Bangkok, la otra a Chicago. Einstein decía: muy bien, aceptemos que no podemos saber nada de una partícula hasta que la midamos. Midamos, pues, la partícula A en Chicago y descubramos que tiene el espín hacia la derecha. Ergo, ahora sabemos lo que respecta a la partícula B, en Bangkok, cuyo espín está a punto de medirse. Antes de la medición de Chicago, la probabilidad del espín hacia la izquierda y del espín hacia la derecha es de 1/2. Tras la medición de Chicago, sabemos que la partícula B tiene el espín hacia la izquierda. Pero ¿cómo sabe la partícula B el resultado del experimento de Chicago? Aunque llevase una pequeña radio, las ondas de radio viajan a la velocidad de la luz y al mensaje le llevaría un tiempo el llegar. ¿Qué mecanismo de comunicación es ese, que ni siquiera tiene la cortesía de viajar a la velocidad de la luz? Einstein lo llamó «acción fantasmagórica a distancia». La conclusión de EPR es que la única manera de comprender la conexión entre lo que pasa en A (la decisión de medir en A) y el resultado de B es proporcionar más detalles, lo que la mecánica cuántica no puede hacer. ¡Ajá!, gritó Albert, la mecánica cuántica no es completa.

Cuando Einstein dio a Bohr de lleno con el EPR, hasta el tráfico se paró en Copenhague mientras Bohr ponderaba el problema. Einstein intentaba burlar las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mediante la medición de una partícula cómplice. Finalmente, la réplica de Bohr sería que no cabe separar los sucesos A y B, que el sistema debe incluir A, B y el observador que decide cuándo se hace una medición. Se pensó que esta respuesta holística tenía ciertos ingredientes de misticismo religioso oriental y se han escrito (demasiados) libros sobre esas conexiones. El problema es si la partícula A y el observador, o detector, A tienen una existencia einsteiniana real o si sólo son unos fantasmas intermedios carentes de importancia antes de la medición. Este problema en particular se resolvió gracias a un gran avance teórico y (¡ajá!) un experimento brillante.

Gracias a un teorema desarrollado en 1964 por un teórico de partículas llamado John Bell, quedó claro que una forma modificada del experimento EPR podría efectuarse de verdad en el laboratorio. Bell concibió un experimento para el que se predecía una cantidad diferente de correlación a larga distancia entre las partículas A y B dependiendo de que la razón la tuviese el punto de vista de Einstein o el de Bohr. El teorema de Bell tiene casi el predicamento de una secta actual, en parte a causa de que cabe en una camiseta. Por ejemplo, hay por lo menos un club de mujeres, en Springfield seguramente, que se reúne cada jueves por la tarde para discutir sobre él. Para disgusto de Bell, algunos proclamaron que su teorema era la «prueba» de que había fenómenos paranormales y psíquicos.

La idea de Bell dio lugar a una serie de experimentos, de los cuales el que mayor éxito ha tenido fue el realizado por Alain Aspect y sus colegas en 1982 en París. El experimento midió el número de veces que el detector A se correlacionaba con los resultados del detector B, es decir, espín hacia la izquierda y espín hacia la izquierda, o espín hacia la derecha y espín hacia la derecha. El análisis de Bohr permitía predecir esa correlación mediante la interpretación de Bohr de una «teoría cuántica todo lo completa que es posible» en contraposición a la noción de Einstein de que tiene que haber variables ocultas que determinen la correlación. El experimento mostró claramente que el análisis de Bohr era correcto y el de Einstein, erróneo. Se ve que esas correlaciones a larga distancia entre las partículas son la manera en que la naturaleza actúa.

¿Se acabó así el debate? En absoluto. Hoy es tumultuoso. Uno de los lugares que más dan que pensar dónde ha aparecido la fantasmagoría cuántica es en la misma creación del universo. En la primera fase de la creación, el universo tenía dimensiones subatómicas y la física cuántica se aplicaba al universo entero. Puede que hable por la muchedumbre de físicos al decir que seguiré investigando con los aceleradores, pero estoy contentísimo de que alguien se preocupe aún por los fundamentos conceptuales de la teoría cuántica.

Para los demás, Schrödinger, Dirac y las más recientes ecuaciones de la teoría cuántica de campos son nuestras armas pesadas. El camino hacia la Partícula Divina —o al menos su arranque— se nos muestra ahora muy claro.