El científico no desafía al universo. Lo acepta. El universo es el plato que saborea, el reino que explora; es su aventura y su delicia inagotable, es complaciente y huidizo, nunca obtuso; es maravilloso en lo grande y en lo pequeño. En pocas palabras, explorar el universo es la más alta ocupación para un caballero.
I. I. RASI
Hay que admitirlo: los físicos no han sido los únicos que han ido tras el átomo de Demócrito. Los Químicos han puesto sus hitos en el camino, sobre todo durante la larga era (de 1600 a 1900 aproximadamente) que vio el desarrollo de la física clásica. La diferencia entre los químicos y los físicos no es en realidad insuperable. Yo empecé como químico, pero me pasé a la física, en parte porque era más fácil. Desde entonces he observado con frecuencia que algunos de mis mejores amigos les dirigen la palabra a los químicos.
Los químicos hicieron algo que no habían hecho los físicos que los antecedieron: realizaron experimentos relativos a los átomos. Galileo, Newton et al., a pesar de sus considerables logros experimentales, trataron los átomos de una forma puramente teórica. No es que fueran vagos; carecían del equipo necesario. Tocó a los químicos efectuar los primeros experimentos que manifestaron la presencia de los átomos. En este capítulo le prestaremos atención a la abundancia de pruebas experimentales que apoyaron la existencia del á-tomo de Demócrito. Veremos muchos arranques en falso, algunos despistes y resultados mal interpretados, la cruz siempre del experimentador.
Antes de que hablemos de los químicos propiamente dichos hemos de mencionar a un científico, Evangelista Torricelli (1608-1647), que tendió un puente entre la mecánica y los químicos en un intento por restaurar el atomismo como concepto científico válido. Por repetir, Demócrito dijo: «Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión». Por lo tanto, para probar la validez del atomismo, hacen falta los átomos, pero también el espacio vacío entre ellos. Aristóteles se opuso a la mera idea del vacío, e incluso durante el Renacimiento la Iglesia siguió insistiendo en que «la naturaleza aborrece el vacío».
Ahí es donde Torricelli hace acto de presencia. En los últimos tiempos de Galileo, fue uno de sus discípulos, y en 1642 el maestro le encomendó un problema. Los poceros florentinos habían observado que en las bombas de succión el agua no subía más de diez metros. ¿Por qué? La hipótesis inicial, avanzada por Galileo y otros, consistía en que el vacío era una «fuerza» y que el vacío parcial producido por las bombas impulsaba el agua hacia arriba. Estaba claro que Galileo no quería molestarse personalmente en investigar el problema de los poceros, así que delegó en Torricelli.
Torricelli se figuró que el vacío no tiraba del agua en absoluto, sino que era más bien empujada hacia arriba por la presión normal del aire. Cuando la bomba hace que la presión del aire sobre la columna de agua disminuya, el aire normal que está fuera de la bomba aprieta con más fuerza al agua del fondo, con lo que se obliga al agua de la cañería a subir. Torricelli puso a prueba está teoría el año después de que Galileo muriera. Razonó que, como el mercurio es 13,5 veces más denso que el agua, el aire sólo podría elevar el mercurio a 1/13,5 veces la altura a la que elevaba el agua —unos 760 milímetros—. Torricelli consiguió un tubo de cristal grueso de alrededor de un metro de largo cerrado por el fondo y abierto por arriba, e hizo un experimento sencillo. Rellenó el tubo de mercurio hasta el borde, cubrió la abertura superior con un tapón, puso el tubo cabeza abajo, lo colocó en un recipiente con mercurio y sacó el tapón. Un poco de mercurio salió del tubo y se derramó en la vasija. Pero, como Torricelli había predicho, quedaron 760 milímetros de mercurio en el tubo.
Se suele describir este acontecimiento trascendente de la historia de la física diciendo que se trató del invento del primer barómetro, y desde luego así fue. Torricelli observó que la altura del mercurio variaba de día en día; estaba midiendo las fluctuaciones de la presión atmosférica. Para nuestros propósitos, sin embargo, significó algo más importante. Olvidémonos de los 760 milímetros de mercurio que llenan la mayor parte del tubo. Esos extraños 240 milímetros que quedan arriba son los que nos importan. Esos pocos centímetros en la parte de arriba del tubo —el extremo cerrado— no contienen nada. Nada, realmente. Ni mercurio, ni aire, nada. O mejor dicho, casi nada. Es un vacío bastante bueno, pero contiene un poco de vapor de mercurio, en una cantidad que depende de la temperatura. El vacío es de unos 10−6 torr. (Un torr, nombre que viene del Evangelista, es una medida de presión; 10−6 torr viene a ser alrededor de una mil millonésima de la presión atmosférica normal). Las bombas modernas pueden llegar a 10−11 torr y menos. En cualquier caso, Torricelli había logrado el primer vacío de alta calidad creado artificialmente. No había manera de escapar de esta conclusión. Puede que la naturaleza aborrezca el vacío o puede que no, pero no le queda más remedio que pechar con él. Ahora que hemos probado la existencia del espacio vacío, nos hacen falta unos átomos para ponerlos en él.
Entra Robert Boyle. A este químico irlandés (1627-1691) le criticaron sus compañeros. Porque pensaba demasiado como un físico y muy poco como un químico, pero esta claro que sus hallazgos pertenecen más que nada al dominio de la química. Fue un experimentador cuyos experimentos se quedaban a menudo en nada, pero contribuyó a que la idea del atomismo avanzase en Inglaterra y en el continente. Se le ha llamado a veces «el padre de la química y el tío del conde de Cork».
Influido por el trabajo de Torricelli, Boyle se apasionó por los vacíos. Contrató a Robert Hooke, el mismo Hooke que tanto quería a Newton, para que le construyese una bomba de aire mejor. La bomba de aire inspiró un interés por los gases, Boyle se dio pronto cuenta de que éstos eran una de las claves del atomismo. Puede que le ayudase en esto un poco Hooke, quien señaló que la presión que un gas ejerce sobre las paredes de su recipiente —como el aire que tensa la superficie de un globo— podría tener su causa en el movimiento agitado de los átomos. No vemos que los átomos del globo marquen bultos en éste porque hay miríadas de ellos, lo que produce la impresión de un empuje hacia afuera regular.
Como en el experimento de Torricelli, en los de Boyle intervenía el mercurio. Sellaba el cabo del lado corto de un tubo de cinco metros en forma de «J», y vertía mercurio por la boca del lado largo hasta cegar la curva de la «J». Seguía añadiendo mercurio; cuanto más echaba, menos espacio le quedaba al aire atrapado en el extremo corto. En consecuencia, la presión del aire crecía en el volumen cada vez menor, como podía medir fácilmente por la altura adicional del mercurio en la rama abierta del tubo. Boyle descubrió que el volumen del gas variaba inversamente con la presión sobre él. La presión del gas atrapado en el lado corto se debe a la suma del peso adicional del mercurio más la atmósfera, que, en el cabo abierto, aprieta hacia abajo. Si al añadir el mercurio la presión se duplicaba, el volumen del aire se reducía a la mitad. Si la presión se triplicaba, el volumen se quedaba en la tercera parte, y así sucesivamente. A este fenómeno vino a llamársele ley de Boyle, una de las piedras angulares de la química hasta hoy.
Más importancia tiene una derivación sorprendente de este experimento: el aire, o cualquier gas, puede comprimirse. Una forma de explicarlo es pensar que el gas se compone de partículas separadas por espacio vacío. Bajo presión, las partículas se acercan. ¿Prueba esto que el átomo existe? Por desgracia, cabe imaginar otras explicaciones, y el experimento de Boyle sólo proporcionó pruebas observacionales compatibles con el atomismo. Estas pruebas, eso sí, eran lo bastante fuertes para que contribuyesen a convencer, entre otros, a Isaac Newton de que la teoría atómica de la naturaleza era el camino que debía seguirse. El experimento de la compresión de Boyle puso, como muy poco, en entredicho el supuesto aristotélico de que la materia era continua. Quedaba el problema de los líquidos y los sólidos, a los que no podía comprimirse con la misma facilidad que a los gases. Esto no quería decir que no estuviesen compuestos por átomos, sino, sólo, que tenían dentro menos espacio vacío.
Boyle fue un campeón de la experimentación; ésta, pese a las hazañas de Galileo y de otros, seguía siendo vista con suspicacia en el siglo XVII. Boyle mantuvo un largo debate con Baruch Spinoza, el filósofo (y fabricante de lentes) holandés, acerca de si el experimento podía proporcionar demostraciones. Para Spinoza sólo el pensamiento lógico podía valer como demostración; el experimento era simplemente un instrumento en la tarea de confirmar o refutar una idea. Científicos tan grandes como Huygens y Leibniz también ponían en duda el valor de los experimentos. Los experimentadores siempre hemos tenido la batalla cuesta arriba.
Los esfuerzos de Boyle por probar la existencia de los átomos (prefería la palabra «corpúsculos») hicieron que la ciencia de la química, por entonces sumida en cierta confusión, progresase. La creencia prevaleciente entonces era la vieja idea de los elementos, que se remontaba al aire, tierra, fuego y agua de Empédocles y que se había ido modificando a lo largo de los años para incluir la sal, el azufre, el mercurio, el flegma (¿flegma?), el aceite, el espíritu (de las bebidas espirituosas), el ácido y el álcali. A la altura del siglo XVII, estas no eran sólo las sustancias más simples que, según la teoría dominante, constituían la materia; se creía que eran los ingredientes esenciales de todo. Se esperaba que el ácido, por poner un ejemplo, estuviera presente en todos los compuestos. ¡Qué confusos tenían que estar los químicos! Con estos criterios, debía ser imposible analizar hasta las reacciones químicas más simples. Los corpúsculos de Boyle les llevaron a un método más reduccionista, y más simple, de analizar los compuestos.
Uno de los problemas a los que se enfrentaron los químicos en los siglos XVII y XVIII era que los nombres que se habían dado a una variedad de sustancias químicas carecían de sentido. Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) hizo que todo cambiara en 1787 con su obra clásica, Méthode de Nomenclature Chimique. A Lavoisier se le podría llamar el Isaac Newton de la química. (Quizá los químicos llamen a Newton el Lavoisier de la física).
Fue un personaje asombroso. Competente geólogo, Lavoisier fue también pionero de la agricultura científica, financiero capaz y reformador social que hizo lo suyo por promover la Revolución francesa. Estableció un nuevo sistema de pesos y medidas que condujo al sistema métrico decimal, en uso hoy en las naciones civilizadas. (En los años noventa, los Estados Unidos, por no quedarse demasiado rezagados, se van acercando poco a poco al sistema métrico).
El siglo anterior había producido una montaña de datos, pero en ellos reinaba una desorganización desesperante. Los nombres de las sustancias —pompholix, colcótar, mantequilla de arsénico, flores de zinc, oropimente, etíope marcial— eran llamativos, pero no indicaban que hubiese detrás orden alguno. Uno de sus mentores le dijo a Lavoisier: «El arte de razonar no es más que un lenguaje bien dispuesto», y Lavoisier hizo suya esta idea. El francés acabaría por asumir la tarea de reordenar la química y darle nuevos nombres. Cambió el etíope marcial por óxido de hierro; el oropimente se convirtió en el sulfuro arsénico.
Los distintos prefijos como «ox» y «sulf», y sufijos, como «uro» y «oso», sirvieron para organizar y catalogar los nombres incontables de los compuestos. ¿Qué importancia tiene un nombre? ¿Habría conseguido Archibald Leach tantos papeles en las películas si no hubiese cambiado el suyo y adoptado el de Cary Grant?
No fue tan sencillo en absoluto para Lavoisier. Antes de revisar la nomenclatura hubo de revisar la teoría química misma. Las mayores contribuciones de Lavoisier se refirieron a la naturaleza de los gases y la combustión. Los químicos del siglo XVIII creían que, si se calentaba agua, se transmutaba en aire; de este creían que era el único gas auténtico. Gracias a los estudios de Lavoisier se cayó por primera vez en la cuenta de que todo elemento puede existir en tres estados: sólido, líquido y «vapor». Determinó, además, que el acto de la combustión era una reacción química en la que ciertas sustancias, el carbono, el azufre, el fósforo, se combinaban con el oxígeno. Arrumbó la teoría del flogisto, que era un obstáculo aristotélico para el verdadero conocimiento de las reacciones químicas. Aún más, el estilo investigador de Lavoisier —basado en la precisión—, la técnica experimental más cuidadosa y el análisis crítico de los datos reunidos puso a la química en sus derroteros modernos. Si bien la contribución directa de Lavoisier al atomismo fue de orden menor, sin los fundamentos establecidos por su obra no habrían podido descubrir los científicos del siglo siguiente la primera prueba directa de la existencia de los átomos.
A Lavoisier le fascinaba el agua. Por aquella época, muchos científicos aún estaban convencidos de que era un elemento básico, que no se podía descomponer en elementos menores. Algunos creían además en la transmutación, y pensaban que el agua se podía transmutar en tierra, entre otras cosas. Había experimentos que lo respaldaban. Si se pone a hervir un cacharro con agua el suficiente tiempo, acabará por formarse un residuo sólido en la superficie. Se trata de agua transmutada en otro elemento, decían esos científicos. Incluso el gran Robert Boyle creía en la transmutación. Había hecho experimentos donde se demostraba que las plantas crecían al absorber agua. Por lo tanto, el agua se transformaba en tallos, hojas, flores y demás. Os daréis cuenta de por qué tantos desconfiaban de los experimentos. Conclusiones así bastan para que uno empiece a estar de acuerdo con Spinoza.
Lavoisier vio que el fallo de esos experimentos se encontraba en la medición. Realizó su propio experimento. Hirvió agua destilada en una vasija especial, a la que se daba el nombre de «pelícano». El pelícano estaba diseñado de manera que el vapor de agua que se producía al bullir el agua quedase atrapado y se condensara en una cabeza esférica, de la que retornaba a la vasija de ebullición a través de dos tubos con forma de asa. De esta manera no se perdía agua. Lavoisier pesó cuidadosamente el pelícano y el agua destilada, y puso a hervir el agua durante 101 días. El largo experimento produjo una cantidad apreciable de residuo sólido. Lavoisier pesó entonces cada elemento: el pelícano, el agua y el residuo. El agua pesaba exactamente lo mismo tras 101 días de ebullición; algo dice esto de lo meticulosa que era la técnica de Lavoisier. El pelícano sin embargo, pesaba un poco menos. El peso del residuo era igual al perdido por el recipiente. Por lo tanto, el residuo del agua en ebullición no era agua transmutada, sino vidrio disuelto, sílice, del pelícano. Lavoisier había demostrado que la experimentación, sin mediciones precisas, no vale para nada e incluso induce a error. La balanza química de Lavoisier era su violín; lo tocaba para revolucionar la química.
Esto por lo que se refiere a la transmutación. Pero muchos, Lavoisier incluido, creían aún que el agua era un elemento básico. Lavoisier acabó con esa ilusión al inventar un aparato que tenía dos pitones. La idea era inyectar un gas diferente por cada uno, con la esperanza de que se combinasen y se formara una tercera sustancia. Un día decidió trabajar con oxígeno e hidrógeno; creía que con ellos formaría algún tipo de ácido. Pero lo que le salió fue agua. Dijo que era «pura como el agua destilada». ¿Por qué no? La producía a partir de sus componentes básicos. Obviamente, el agua no era un elemento, sino una sustancia que se podía fabricar con dos partes de hidrógeno y una de oxígeno.
En 1783 ocurrió un acontecimiento histórico que contribuiría indirectamente al progreso de la química. Los hermanos Montgolfier efectuaron las primeras exhibiciones de vuelos tripulados de globos de aire caliente. Poco después, J. A. C. Charles, nada menos que profesor de física, se elevó a la altura de tres mil metros en un globo relleno de hidrógeno. Lavoisier quedó impresionado; vio en esos globos la posibilidad de subir por encima de las nubes para estudiar los fenómenos atmosféricos. Poco después se le nombró miembro de un comité que había de buscar métodos baratos para la producción del gas de los globos. Lavoisier puso en pie una operación a gran escala con el objetivo de producir hidrógeno mediante la descomposición del agua en sus partes constituyentes; para ello la colaba a través de un tubo de cañón relleno de anillas de hierro calientes.
En ese momento, nadie con un poco de sentido creía aún que el agua fuese un elemento. Pero Lavoisier se llevó una sorpresa mayor. Descomponía agua en grandes cantidades, y siempre le salían los mismos números. El agua producía unos pesos de oxígeno e hidrógeno en una razón que era siempre de ocho a uno.
Estaba claro que actuaba algún tipo de mecanismo muy bien definido, un mecanismo que podría explicarse mediante un argumento basado en los átomos. Lavoisier no le dio muchas vueltas al atomismo; se limitó a decir que en la química actuaban partículas indivisibles simples de las que no sabíamos mucho. Claro, nunca tuvo la oportunidad de retirarse a escribir sus memorias, donde podría haber reflexionado más sobre los átomos. Temprano partidario de la revolución, Lavoisier cayó en desgracia durante el reino del terror, y fue enviado a la guillotina en 1794, a los cincuenta años de edad.
El día siguiente a la ejecución de Lavoisier, el geómetra Joseph Louis Lagrange resumió la tragedia: «Hizo falta sólo un instante para cortar esa cabeza, y harán falta cien años para que salga otra igual».
Una generación después, un modesto maestro de escuela inglés, John Dalton (1766-1844), investigó las consecuencias de la obra de Lavoisier. En Dalton encontramos por fin la imagen del científico de una serie de televisión. Parece que llevó una vida privada absolutamente carente de acontecimientos. Nunca se casó; decía que «mi cabeza está demasiado llena de triángulos, procesos químicos y experimentos eléctricos, etcétera, para pensar demasiado en el matrimonio». Para el, un gran día consistía en dar una vuelta y puede que asistir a una reunión cuáquera.
En un principio, Dalton era un humilde maestro de un internado, donde llenaba sus horas libres leyendo las obras de Newton y de Boyle. Se tiró diez años en aquel trabajo, hasta que pasó a ocupar un puesto de profesor de matemáticas en un college de Manchester. Cuando llegó, se le informó de que también tendría que enseñar química. ¡Se quejaba porque tenía que dar veintiuna horas de clase por Semana! En 1800 abandonó este trabajo para abrir su propia academia, lo que le dio tiempo para dedicarse a sus investigaciones químicas. Hasta que no hizo pública su teoría de la materia a poco de empezar el nuevo siglo (entre 1803 y 1808), se le consideraba en la comunidad científica poco más que un aficionado. Que sepamos, Dalton fue el primero en resucitar la palabra democritiana átomo para referirse a las minúsculas partículas invisibles que constituyen la materia. Había una diferencia, sin embargo. Recordad que Demócrito decía que los átomos de sustancias diferentes tenían diferentes formas. En el sistema de Dalton, el papel decisivo lo desempeñaba el peso.
La teoría atómica de Dalton fue su mayor contribución. Estuviera ya «en el aire» (lo estaba), fuese excesivo el mérito que la historia le atribuye a Dalton (como dicen algunos historiadores), nadie pone en duda el efecto tremendo que la teoría atómica tuvo en la química, disciplina que pronto iba a convertirse en una de las ciencias cuya influencia llegaría a más partes. Que la primera «prueba» experimental de la realidad de los átomos viniese de la química es muy apropiado. Recordad la pasión de los antiguos griegos: ver una «arche» inmutable en un mundo donde el cambio lo es todo. El á-tomo resolvió la crisis. Mediante la reordenación de los átomos se puede crear todo el cambio que se quiera, pero el pilar de nuestra existencia, el á-tomo, es inmutable. En química, un número de átomos hasta cierto punto pequeño da un enorme espacio para elegir, por las combinaciones posibles a que da lugar: el átomo de carbono con un átomo de oxígeno o dos, el hidrógeno con el oxígeno, el cloro o el azufre, y así sucesivamente. Pero los átomos de hidrógeno siempre son hidrógeno: idénticos unos a otros, inmutables. ¡Pero adónde vamos, que se nos olvida nuestro héroe Dalton!
Dalton, al observar que las propiedades de los gases se podían explicar mejor partiendo de la existencia de los átomos, aplicó esta idea a las reacciones químicas. Se percató de que un compuesto químico siempre contiene los mismos pesos de sus elementos constituyentes. Por ejemplo, el carbono y el oxígeno se combinan y forman monóxido de carbono (CO). Para hacer CO, siempre se necesitan 12 gramos de carbono y 16 gramos de oxígeno, o 12 libras y 16. Sea cual sea la unidad que se emplee, la proporción siempre ha de ser 12 a 16. ¿Cuál puede ser la explicación? Si un átomo de carbono pesa 12 unidades y un átomo de oxígeno pesa 16 unidades, los pesos macroscópicos del carbono y del oxígeno que desaparecen para generar el CO tendrán siempre la misma proporción. Esto solo no sería más que un argumento débil a favor de los átomos. Sin embargo, cuando se hacen compuestos de hidrógeno-oxígeno y de hidrógeno-carbono, los pesos relativos del hidrógeno, del carbono y del oxígeno son siempre 1, 12 y 16. Uno empieza a quedarse sin otras explicaciones. Cuando se aplica el mismo razonamiento a docenas y docenas de compuestos, los átomos son la única conclusión sensata.
Dalton revolucionó la ciencia al declarar que el átomo es la unidad básica de los elementos químicos y que cada átomo químico tiene su propio peso. En sus propias palabras, escritas en 1808:
Hay tres distinciones en los tipos de cuerpos, o tres estados, que han llamado más específicamente la atención de los químicos filosóficos; a saber, los que marcan las expresiones «fluidos elásticos», «líquidos» y «sólidos». Un caso muy famoso es el que se nos exhibe en el agua, el de un cuerpo que, en ciertas circunstancias, es capaz de tomar los tres estados. En el vapor reconocemos un fluido perfectamente elástico, en el agua un líquido perfecto y en el hielo un sólido completo. Estas observaciones han conducido, tácitamente, a la conclusión, que parece universalmente adoptada, de que todos los cuerpos de una magnitud sensible, sean líquidos o sólidos, están constituidos por un vasto número de partículas sumamente pequeñas, o átomos de materia a los que mantiene unidos una fuerza de atracción, que es más o menos poderosa según las circunstancias…
Los análisis y síntesis químicos no van más allá de organizar la separación de unas partículas de las otras y su reunión. Ni la creación de nueva materia ni su destrucción están al alcance de la acción química. Podríamos lo mismo intentar que hubiera un nuevo planeta en el sistema solar, o aniquilar uno ya existente, que crear o destruir una partícula de hidrógeno. Todos los cambios que podemos producir consisten en separar las partículas que están en un estado de cohesión o combinación, y juntar las que previamente se hallaban a distancia.
Es interesante el contraste entre los estilos científicos de Lavoisier y Dalton. Lavoisier fue un medidor meticuloso. Insistía en la precisión, y ello rindió el fruto de una reestructuración monumental de la metodología química. Dalton se equivocó en muchas cosas. Como peso relativo del oxígeno respecto al hidrógeno, usó 7 en vez de 8. La composición que les suponía al agua y al amoniaco era errónea. Pero hizo uno de los descubrimientos científicos más profundos de la época: tras unos 2.200 años de cábalas y vagas hipótesis, Dalton estableció la realidad de los átomos. Presentó una concepción nueva que, «si quedase establecida, como no dudo que ocurrirá con el tiempo, se producirán los más importantes cambios en el sistema de la química y se reducirá en conjunto a una ciencia de gran simplicidad». Sus aparatos no eran microscopios poderosos ni aceleradores de partículas, sino unos cuantos tubos de ensayo, una balanza química, la literatura química de su época y la inspiración creadora.
Lo que Dalton llamaba átomo no era, ciertamente, el á-tomo que imaginaba Demócrito. Ahora sabernos que un átomo de oxígeno, por ejemplo, no es indivisible. Tiene una subestructura compleja. Pero el nombre siguió usándose: a lo que hoy llamamos átomo es al átomo de Dalton. Es un átomo químico, una unidad simple de elemento químico, como el hidrógeno, el oxígeno, el carbono o el uranio.
Químico halla la partícula última,
abandona la boa constrictor y la orina.
De ciento en ciento aparece un científico que hace una observación tan simple y elegante que tiene que ser cierta, una observación que parece resolver, de un plumazo, problemas que han atormentado a la ciencia durante siglos. De millar en millar resulta que el científico tenga razón.
Todo lo que cabe decir de William Prout es que le faltó muy poco. Prout propuso una de las grandes conjeturas «casi correctas» de su siglo. Fue rechazada por razones equivocadas y por el caprichoso dedo del destino. Alrededor de 1815, este químico inglés pensó que había hallado la partícula de la que estaba hecha toda la materia. Se trataba del átomo de hidrógeno.
Para ser justos, era una idea profunda, elegante, si bien «ligeramente» equivocada. Prout hacía lo que hace un buen científico: buscar la simplicidad, en la tradición griega. Buscaba un denominador común entre los veinticinco elementos químicos que se conocían en ese tiempo. Francamente, Prout estaba un poco fuera de su campo. Para los contemporáneos, su principal logro era haber escrito el libro definitivo sobre la orina. Realizó también amplios experimentos sobre el excremento de la boa constrictor. Cómo pudo esto conducirle al atomismo, no me molesto en intentar imaginármelo.
Prout sabía que el hidrógeno, con un peso atómico de 1, era el más ligero de todos los elementos conocidos. Quizá, decía Prout, el hidrógeno es la «materia primaria», y todos los demás elementos son, simplemente, combinaciones de hidrógenos. En el espíritu de los antiguos, llamó a su quintaesencia «protyle». Su idea tenía mucho sentido: los pesos atómicos de los elementos eran casi enteros, múltiplos del peso del hidrógeno. Así era porque, entonces, los pesos relativos se caracterizaban por su inexactitud. A medida que la precisión de los pesos atómicos mejoró, la hipótesis de Prout quedó aplastada (por una razón equivocada). Se halló, por ejemplo, que el cloro tenía un peso relativo de 35,5. Esto aventó la idea de Prout: no se puede tener medio átomo. Ahora sabemos que el cloro natural es una mezcla de dos variedades o isótopos. Uno tiene 35 «hidrógenos» y el otro 37. Esos «hidrógenos» son en realidad neutrones y protones, que tienen casi la misma masa.
Prout había adivinado, en realidad, la existencia del nucleón (una de las dos partículas, el protón o el neutrón, que constituyen los núcleos) como ladrillo que construye los átomos. Prout se apuntó un tanto buenísimo. La voluntad de ir a por un sistema más simple que el conjunto de alrededor de veintisiete elementos estaba destinada a triunfar.
No en el siglo XIX, sin embargo.
Este viaje de placer, con la lengua fuera, a lo largo de doscientos años de química termina aquí con Dmitri Mendeleev (1834-1907), el químico siberiano a quien se debe la tabla periódica de los elementos. La tabla fue un paso adelante enorme en lo que se refería a la clasificación, y al mismo tiempo hizo que la búsqueda del átomo de Demócrito progresase.
Aun así, Mendeleev tuvo que soportar un montón de estupideces en su vida. Este hombre extraño —parece que sobrevivía con una dieta que se basaba en la leche agria (comprobaba alguna manía médica)— sufrió a causa de su tabla muchas burlas de parte de sus colegas. Fue además un gran defensor de sus alumnos de la Universidad de San Petersburgo, y cuando estuvo con ellos durante una protesta hacia el final de su vida, la administración le echó.
Sin alumnos, quizá no habría construido nunca la tabla periódica. Cuando se le nombró para la cátedra de química en 1867, Mendeleev no pudo encontrar un texto aceptable para sus clases, así que se puso a escribir uno. Mendeleev veía a la química como «la ciencia de la masa» —otra vez esa preocupación por la masa—, y en su libro propuso la sencilla idea de colocar los elementos conocidos según el orden de sus pesos atómicos.
Para ello jugó a las cartas. Escribió los símbolos de los elementos con sus pesos atómicos y diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; argón: gas inerte) en tarjetas distintas. Mendeleev disfrutaba jugando a paciencia, un tipo de solitario. Jugó, pues, a paciencia con esa baraja de elementos que había hecho, dispuestas las cartas en orden creciente de pesos. Descubrió una cierta periodicidad. Cada ocho cartas, reaparecían en los correspondientes elementos propiedades químicas parecidas; por ejemplo, el litio, el sodio y el potasio eran metales activos químicamente, y sus posiciones la 3, la 11 y la 19. Similarmente, el hidrógeno (1), el flúor (9) y el cloro (17) son gases activos. Reordenó las cartas de forma que hubiera ocho columnas verticales, y tales que en cada una de ellas los elementos tuvieran propiedades similares.
Mendeleev hizo algo más, y no fue ortodoxo. No se sentía obligado a llenar todos los huecos de su rejilla de cartas. Como en un solitario, sabía que algunas cartas estaban ocultas todavía en el mazo. Quería que la tabla tuviese sentido leída no sólo fila a fila, a lo ancho, sino por las columnas hacia abajo. Si un hueco requería un elemento con unas propiedades particulares y ese elemento no existía, lo dejaba en blanco en vez de forzar un elemento existente en él. Hasta le puso nombre a los espacios vacíos. Utilizó el prefijo «eka», que en sánscrito significa «uno». Por ejemplo, el eka-aluminio y el eka-silicio eran los huecos que quedaban en las columnas verticales bajo el aluminio y el silicio, respectivamente.
Esos huecos en la tabla fueron una de las razones por las que Mendeleev recibió tantas burlas. Pero cinco años después, en 1875, se descubrió el galio y resultó que era el eka-aluminio, con todas las propiedades predichas por la tabla periódica. En 1886 se descubrió el germanio, y resultó ser el eka-silicio. Y el juego del solitario químico resultó no ser una chaladura tan grande.
Que los químicos hubieran conseguido ya una precisión mayor en la medición de los pesos atómicos de los elementos fue uno de los factores que hicieron posible la tabla de Mendeleev. El propio Mendeleev había corregido los pesos atómicos de varios elementos, y no es que ganase con ello muchos amigos entre los científicos importantes cuyas cifras había revisado.
Hasta que en el siglo siguiente no se descubrieron el núcleo y el átomo cuántico, nadie supo por qué aparecían esas regularidades en la tabla periódica. En realidad, el efecto que inicialmente tuvo la tabla periódica fue el de desanimar a los científicos. Había cincuenta sustancias o más llamadas «elementos», los ingredientes básicos del universo que, presumiblemente, no se podían subdividir más; es decir, más de cincuenta «átomos» diferentes, y el número pronto se inflaría hasta mas de noventa, lo que caía muy lejos de un ladrillo último. A finales del siglo pasado, los científicos debían de tirarse de los pelos cuando le echaban un vistazo o la tabla periódica. ¿Dónde estaba la sencilla unidad que buscábamos desde hacía más de dos mil años? Sin embargo, el orden que Mendeleev halló en ese caos apuntaba hacia una simplicidad más profunda. Retrospectivamente, se ve que la organización y las regularidades de la tabla periódica pedían a gritos un átomo dotado de una estructura que se repitiese periódicamente. Los químicos, sin embargo, no estaban dispuestos a abandonar la idea de que los átomos químicos —el hidrógeno, el oxígeno y los demás— eran indivisibles. El problema se atacó más fructíferamente desde otro ángulo.
Pero no hay que culpar a Mendeleev de la complejidad de la tabla periódica. Se limitó a organizar la confusión lo mejor que pudo, e hizo lo que los buenos científicos hacen: buscar el orden en medio de la complejidad. En vida, sus colegas no llegaron a apreciarlo del todo, y no ganó el premio Nobel pese a que vivió unos cuantos años tras la institución del premio. A su muerte, en 1907, recibió, sin embargo, el mayor honor que le cabe a un maestro. Un grupo de estudiantes acompañó el cortejo fúnebre llevando en alto la tabla periódica. El legado de Mendeleev es la famosa carta de los elementos presente en cada laboratorio, en cada aula de bachillerato de cualquier lugar del mundo donde se enseñe química.
Al llegar al último estadio del oscilante desarrollo de la física clásica, le damos la espalda a la materia y a las partículas y volvemos otra vez a una fuerza. En este caso se trata de la electricidad. En el siglo XIX se consideraba que el estudio de la electricidad era casi una ciencia en sí mismo.
Era una fuerza misteriosa. Y a primera vista no parecía que ocurriera naturalmente, como no fuese en la amedrentadora forma del rayo. Los investigadores, pues, habían de hacer algo que no era «natural» para estudiar la electricidad.
Tenían que «fabricar» el fenómeno antes de analizarlo. Hemos acabado por descubrir que la electricidad está en todas partes; la materia entera es eléctrica por naturaleza. Recordadlo cuando lleguemos a la época moderna y hablemos de las partículas exóticas que «fabricamos» en los aceleradores. A la electricidad se la consideraba tan exótica en el siglo XIX como a los quarks hoy. Y hoy la electricidad nos rodea por todas partes; es sólo un ejemplo más de cómo alteramos los seres humanos nuestro propio entorno.
En ese periodo inicial hubo muchos héroes de la electricidad y del magnetismo; la mayor parte de ellos han dejado su nombre en las diversas unidades eléctricas: Charles Augustin Coulomb (la unidad de carga), André Ampère (la de corriente), Georg Ohm (la de resistencia), James Watt (la de energía eléctrica) y James Joule (la de energía). Luigi Galvani nos dio el galvanómetro, aparato que sirve para medir las corrientes, y Alessandro Volta el voltio (unidad de potencial o fuerza electromotriz). Análogamente, C. F. Gauss, Hans Christian Oersted y W. E. Weber dejaron su huella y sus nombres en magnitudes eléctricas calculadas para sembrar el pánico y el odio en los futuros estudiantes de ingeniería. Sólo Benjamin Franklin se quedó sin darle su nombre a una unidad eléctrica, pese a sus importantes contribuciones. ¡Pobre Ben! Bueno, tiene la estufa Franklin y su efigie en los billetes de cien dólares. Observó que hay dos tipos de electricidad. Podría haberle llamado a una Joe y a la otra Moe, pero eligió los nombres de positiva (+) y negativa (-). Franklin denominó a la cantidad de electricidad de un objeto, negativa, por ejemplo, «carga eléctrica». Introdujo también el concepto de conservación de la carga: cuando se transfiere electricidad de un cuerpo a otro, la carga total debe sumar cero. Pero entre todos estos científicos los gigantes fueron dos ingleses, Michael Faraday y James Clerk Maxwell.
Nuestra historia empieza a finales del siglo XVIII, con la invención por Galvani de la batería, que luego mejoraría otro italiano, Volta. El estudio de los reflejos de las ranas por Galvani —colgó músculos de rana en la celosía exterior de su ventana y vio que durante las tormentas eléctricas sufrían convulsiones— demostró la existencia de la «electricidad animal». Este trabajo fue el estímulo de la obra de Volta y, además, de algo que luego vendría muy bien. Imaginaos a Henry Ford instalando un cajón con ranas en sus coches y estas instrucciones para el conductor: «Hay que dar de comer a las ranas cada veinticinco kilómetros». Volta descubrió que la electricidad de las ranas tenía que ver con que alguna grosería de la rana separase dos metales diferentes; las ranas de Galvani estaban colgadas de ganchos de latón en una celosía de hierro. Volta fue capaz de producir corrientes eléctricas sin las ranas; para ello probó con pares de metales distintos separados por piezas de cuero (que hacían el papel de las ranas) empapadas de salmuera. Enseguida creó una «pila» de placas de cinc y cobre, y observó que cuanto mayor era la pila, más corriente impulsaba a lo largo de un circuito externo. El electrómetro que Volta inventó para medir la corriente tuvo un papel decisivo en esta investigación, que arrojó dos resultados importantes: un instrumento de laboratorio que producía corrientes y el descubrimiento de que podía generarse electricidad mediante reacciones químicas.
Otro progreso importante fue la medición que efectuó Coulomb de la intensidad y la naturaleza de la fuerza eléctrica entre dos bolas cargadas. Para ello inventó la balanza de torsión, aparato sumamente sensible a las fuerzas minúsculas. La fuerza que estudió fue, claro, la electricidad. Con su balanza de torsión, Coulomb determinó que la fuerza entre las cargas eléctricas variaba con el inverso del cuadrado de la distancia entre ellas. Descubrió además que las cargas del mismo signo (+ + o − −) se repelían y que las cargas de signo distinto (+−) se atraían. La ley de Coulomb, que da la F de las cargas eléctricas, desempeñará un papel fundamental en nuestro conocimiento del átomo.
En un auténtico frenesí de actividad, se emprendieron muchos experimentos acerca de los fenómenos, que al principio se creían separados, de la electricidad y el magnetismo. En el breve periodo de cincuenta años que va, aproximadamente, de 1820 a 1870 esos experimentos condujeron a una gran síntesis que dio lugar a la teoría unificada que englobaría no sólo la electricidad y el magnetismo, sino también la luz.
Buena parte de lo que, en un principio, se fue sabiendo de la electricidad salió de descubrimientos químicos, en concreto de lo que hoy llamamos electroquímica. La batería de Volta enseñó a los científicos que una corriente eléctrica puede fluir, a lo largo de un circuito, por un cable que vaya de un polo de la batería al otro. Cuando se interrumpe el circuito mediante la conexión de los cables a unas piezas metálicas sumergidas en un líquido, circula corriente por éste y, como se descubrió, esa corriente genera un proceso químico de descomposición. Si el líquido es agua, aparecerá gas hidrógeno cerca de una de las piezas metálicas, y oxígeno junto a la otra. La proporción de 2 partes de hidrógeno por 1 de oxígeno indica que el agua se descompone en sus constituyentes. Una solución de cloruro de sodio hacía que uno de los «terminales» se cubriese de sodio y que en el otro apareciera el verdoso gas de cloro. Pronto nacería la industria del electrorrecubrimiento.
La descomposición de los compuestos químicos mediante una corriente eléctrica indicaba algo profundo: que el enlace atómico y las fuerzas eléctricas estaban relacionados. Fue ganando vigencia la idea de que las atracciones entre los átomos —es decir, la «afinidad» de una sustancia química por otra— era de naturaleza eléctrica.
El primer paso de la obra electroquímica de Michael Faraday fue la sistematización de la nomenclatura, lo que, como los nombres que Lavoisier les dio a las sustancias químicas, resultó muy útil. Faraday llamó a los metales sumergidos en el liquido «electrodos». El electrodo negativo era el «cátodo», el positivo el «ánodo». Cuando la electricidad corría por el agua, impelía un desplazamiento de los átomos cargados a través del líquido, del cátodo al ánodo. Por lo normal, los átomos son neutros, carentes de carga positiva o negativa. Pero la corriente eléctrica cargaba, de alguna forma, los átomos. Faraday llamó a esos átomos cargados «iones». Hoy sabemos que un ión es un átomo que está cargado porque ha perdido o ganado uno o más electrones. En la época de Faraday, no se conocían los electrones. No sabían qué era la electricidad. Pero ¿tuvo Faraday alguna idea de la existencia de los electrones? En la década de 1830 realizó una serie de espectaculares experimentos que se resumirían en dos sencillos enunciados a los que se conoce por el nombre de leyes de Faraday de la electrólisis:
Lo que estas leyes querían decir es que la electricidad no es continua, uniforme, sino que se divide en «pegotes». Dada la concepción atómica formulada por Dalton, las leyes de Faraday nos dicen que los átomos del líquido (los iones) se desplazan al electrodo, donde a cada ión se le entrega una cantidad unitaria de electricidad que lo convierte en un átomo libre de hidrógeno, oxígeno, plata o lo que sea. Las leyes de Faraday apuntan, pues, a una conclusión inevitable: hay partículas de electricidad. Esta conclusión, sin embargo, tuvo que esperar unos sesenta años a que el descubrimiento del electrón la confirmase rotundamente hacia el final del siglo.
Proseguimos la historia de la electricidad —eso que sale de los dos o tres agujeros de vuestros enchufes y que hay que pagar— yéndonos a Copenhague, Dinamarca. En 1820, Hans Christian Oersted hizo un descubrimiento decisivo —según algunos historiadores, el descubrimiento decisivo—. Generó una corriente eléctrica de la manera reconocida: con cables que conectaban los dos bornes de un dispositivo voltaico (una batería). La electricidad seguía siendo un misterio, pero se sabía que la corriente eléctrica tenía que ver con algo a lo que se llamaba carga eléctrica y que se movía por un hilo. No causaba sorpresa, hasta que Oersted colocó una aguja de brújula (un imán) cerca del circuito. Cuando pasaba la corriente, la aguja del compás viraba, y de apuntar al polo norte geográfico (su posición natural) iba a tomar una divertida posición perpendicular al cable. Oersted le dio vueltas a este fenómeno hasta que se le ocurrió que la brújula, al fin y al cabo, se había concebido de manera que detectase campos magnéticos. Por lo tanto, lo que ocurría es que la corriente del cable producía un campo magnético, ¿no? Oersted había descubierto una conexión entre la electricidad y el magnetismo: las corrientes producen campos magnéticos. También los imanes, claro, producen campos magnéticos, y estaba bien estudiada su capacidad de atraer pedazos de hierro (o de sujetar fotos a la puerta de la nevera). La noticia corrió por Europa y produjo un gran revuelo. Provisto de esta información, el parisiense André Marie Ampère halló una relación matemática entre la corriente y el campo magnético. La intensidad y la dirección precisas de este campo dependían de la corriente y de la forma (recta, circular o la que fuera) del cable por el que pasase la corriente. Con una combinación de razonamientos matemáticos y muchos experimentos realizados apresuradamente, Ampére generó una encendida polémica consigo mismo de la que, a su debido tiempo, saldría una prescripción para calcular el campo magnético que produce una corriente eléctrica que pase por un hilo de la configuración que sea, recta, doblada, como un lazo circular o enrollado densamente en forma cilíndrica. Si pasan corrientes por dos hilos rectos, cada una de ellas producirá su propio campo magnético, y cada uno de éstos actuará sobre el hilo contrario. Cada hilo ejerce, en efecto, una fuerza sobre el otro. Este descubrimiento hizo posible que Faraday inventase el motor eléctrico. También era profundo el hecho de que un lazo circular de corriente produjese un campo magnético. ¿Y si esas piedras a las que los antiguos llamaban piedras imanes —los imanes naturales— estuviesen compuestas a escala atómica por corrientes circulares? Otra pista de la naturaleza eléctrica de los átomos.
Oersted, como tantos otros científicos, se sentía atraído por la unificación, la simplificación, la reducción. Creía que la gravedad, la electricidad y el magnetismo eran manifestaciones de una sola fuerza; de ahí que su descubrimiento de una conexión directa entre dos de esas fuerzas apasionase (¿conmocionase?) tanto. Ampére, también, buscaba la simplicidad; en esencia, intentó eliminar el magnetismo considerándolo un aspecto de la electricidad en movimiento (la electrodinámica).
Entra Michael Faraday (1791-1867). (De acuerdo, ya ha entrado, pero esta es la presentación formal. Fanfarrias, por favor). Si Faraday no fue el mayor experimentador de su época, ciertamente opta al título. Se dice que hay más biografías suyas que de Newton, Einstein o Marilyn Monroe. ¿Por qué? En parte porque su vida tiene un aire que recuerda a la de la Cenicienta. Nacido en la pobreza, a veces hambriento (una vez se le dio un pan para que comiese una semana entera), Faraday apenas si asistió a la escuela; su educación fue muy religiosa. A los catorce años era aprendiz de un encuadernador, y se las apañó para leer algunos de los libros a los que ponía tapas. Se educaba a si mismo mientras desarrollaba una habilidad manual que le vendría muy bien en sus experimentos. Un día, un cliente llevó un ejemplar de la tercera edición de la Encyclopaedia Britannica para que se lo encuadernasen de nuevo. Contenía un artículo sobre la electricidad. Faraday lo leyó, se quedó enganchado con el tema y el mundo cambió.
Pensad en esto. Las redacciones de las cadenas informativas reciben dos noticias que les transmite Associated Press:
Faraday descubre la electricidad, la Royal Society festeja la hazaña
y
Napoleón escapa de Santa Elena, los ejércitos del continente en pie de guerra
¿Qué noticia abre las noticias de las seis? ¡Correcto! Napoleón. Pero durante los cincuenta años siguientes el descubrimiento de Faraday electrificó Inglaterra y puso en marcha el cambio más radical en la manera en que la gente vivía que jamás haya dimanado de las invenciones de un solo ser humano. Con que en la universidad se les hubieran exigido a los responsables del periodismo televisivo unos conocimientos verdaderamente científicos…
Esto es lo que Michael Faraday hizo. Empezó su vida profesional, a los veintiún años, como químico; descubrió algunos compuestos orgánicos, el benceno entre ellos. El paso a la física lo dio al poner en claro la electroquímica. (Si esos químicos de la Universidad de Utah que creían haber descubierto la fusión fría en 1989 hubiesen entendido mejor las leyes de Faraday de la electrólisis, puede que se hubieran ahorrado una situación embarazosa, y que nos la hubieran ahorrado a los demás). Faraday se dedicó a continuación a realizar una serie de grandes descubrimientos en los campos de la electricidad y del magnetismo:
¡Y todo esto sin un doctorado, sin una licenciatura, sin el bachillerato siquiera! Era además analfabeto en lo que se refería a las matemáticas. Escribió sus descubrimientos no con ecuaciones, sino en un claro lenguaje descriptivo, a menudo acompañado por imágenes que explicaban los datos.
En 1990 la Universidad de Chicago produjo una serie de televisión llamada The Christmas Lectures [Las conferencias de Navidad], y tuve el honor de dar la primera. La titulé «La vela y el universo». La idea la tomé prestada de Faraday, que en 1826 dio a los niños las primeras de las originales lecciones de Navidad. En su primera charla arguyó que una vela encendida ilustraba todos los procesos físicos conocidos. Era verdad en 1826, pero en 1990 sabemos que hay muchos procesos que no ocurren en la vela porque la temperatura es demasiado baja. Pero las lecciones de Faraday sobre la vela eran claras y entretenidas, y sería un gran regalo de Navidad para vuestros hijos que un actor de voz argentada grabase con ellas unos discos compactos. Así que sumadle otra faceta a este hombre notable: la de divulgador.
Ya hemos hablado de sus investigaciones sobre la electrólisis, que prepararon el camino para el descubrimiento de la estructura eléctrica de los átomos químicos y, realmente, de la existencia del electrón. Quiero contar ahora las dos contribuciones más destacadas de Faraday: la inducción electromagnética y su concepto, casi místico, de «campo».
El camino hacia la concepción moderna de la electricidad (o dicho con más propiedad, del electromagnetismo y del campo electromagnético) recuerda al famoso chiste de la combinación doble de béisbol en la que Tinker se la pasa a Evers, que se la pasa a Chance. En este caso, Oersted se la pasa a Ampére, que se la pasa a Faraday. Oersted y Ampére dieron los primeros pasos hacia el conocimiento de las corrientes eléctricas y los campos magnéticos. Las corrientes eléctricas que pasan por cables como los que tenéis en casa crean campos magnéticos. Se puede, por lo tanto, hacer un imán tan poderoso como se quiera, desde los imanes minúsculos que funcionan con baterías y mueven pequeños ventiladores hasta los gigantescos que se utilizan en los aceleradores de partículas y se basan en una organización de corrientes. Este conocimiento de los electroimanes ilumina la idea de que los imanes naturales contienen elementos de corriente a escala atómica que colectivamente forman el imán. Los materiales no magnéticos también tienen esas corrientes atómicas amperianas, pero sus orientaciones al azar no producen un magnetismo apreciable.
Faraday luchó durante mucho tiempo por unificar la electricidad y el magnetismo. Si la electricidad puede generar campos magnéticos, se preguntaba, ¿no podrá el magnetismo generar electricidad? ¿Por qué no? La naturaleza ama la simetría, pero le llevó más de diez años (de 1820 a 1831) probarlo. Fue, seguramente, su mayor logro.
A este descubrimiento experimental de Faraday se le da el nombre de inducción electromagnética. La simetría tras la que andaba surgió de una forma inesperada. El camino a la fama está empedrado con buenos inventos. Faraday se preguntó primero si un imán no podría hacer que un cable por el que pasase corriente se moviera. Para que las fuerzas se hiciesen visibles, montó un artilugio que consistía en un cable conectado por un extremo a una batería y cuyo otro cabo pendía suelto dentro de un recipiente lleno de mercurio. Se dejaba suelto a ese extremo para que pudiera dar vueltas alrededor de un imán de hierro que se sumergía en el mercurio. En cuanto pasó corriente, el cable comenzó a moverse en círculos alrededor del imán. Hoy conocemos este extraño invento con el nombre de motor eléctrico. Faraday había convertido la electricidad en movimiento, capaz de efectuar trabajo.
Saltemos a 1831 y a otro invento. Faraday enrolló, dándole muchas vueltas, un hilo de cobre en un lado de una rosquilla de hierro dulce, y conectó los dos cabos de esa bobina a un dispositivo que medía con sensibilidad la corriente, llamado galvanómetro. Enrolló una longitud parecida de cable en el otro lado de la rosquilla, y conectó sus extremos a una batería de manera que la corriente fluyese por la bobina. A este aparato se le llama hoy transformador. Recordemos. Tenemos dos bobinas enrolladas en lados opuestos de una rosquilla. Una, llamémosla A, está conectada a una batería; la otra, B, a un galvanómetro. ¿Qué pasa cuando la savia corre?
La respuesta es importante en la historia de la ciencia. Cuando pasa corriente por la bobina A, la electricidad produce magnetismo. Faraday razonaba que este magnetismo debería inducir una corriente en la bobina B. Pero en vez de eso obtuvo un fenómeno extraño. Al conectar la corriente, la aguja del galvanómetro conectado a la bobina B se movió —voilà!, ¡la electricidad!—, pero sólo momentáneamente. Tras pegar un salto súbito, la aguja apuntaba a cero con una inamovilidad desquiciadora. Cuando desconectó la batería, la aguja se movió un instante en dirección opuesta. No sirvió de nada aumentar la sensibilidad del galvanómetro. Tampoco aumentar el número de vueltas en cada bobina. Ni utilizar una batería mucho más potente. Y en ésas, vino el instante del ¡Eureka! (en Inglaterra lo llaman el instante del By Jove!, del ¡Por Júpiter!): a Faraday se le ocurrió que la corriente de la primera bobina inducía una corriente en la segunda, sí, pero sólo cuando la primera corriente variaba. Así, como los siguientes treinta años, más o menos, de investigación mostraron, un campo magnético variable genera un campo eléctrico.
La tecnología que, a su debido tiempo, saldría de todo esto fue la del generador eléctrico. Al rotar mecánicamente un imán, se produce un campo magnético que cambia constantemente y genera un campo eléctrico y, si éste se conecta a un circuito, una corriente eléctrica. Se puede hacer que un imán gire dándole vueltas con una manivela, mediante la fuerza de una caída de agua o gracias a una turbina de vapor. De esa forma tenemos una manera de generar electricidad, hacer que la noche se vuelva el día y darles energía a los enchufes que hay en casa y en la fábrica.
Pero somos científicos puros… Les seguimos la pista al á-tomo y la Partícula Divina; nos hemos detenido en la técnica sólo porque habría sido durísimo construir aceleradores de partículas sin la electricidad de Faraday. En cuanto a éste, lo más seguro es que la electrificación del mundo no le habría impresionado mucho, excepto porque así podría haber trabajado de noche.
El propio Faraday construyó el primer generador eléctrico; se accionaba a mano. Pero estaba demasiado centrado en el «descubrimiento de hechos nuevos… con la seguridad de que estas últimas [las aplicaciones prácticas] hallarán su desarrollo completo en adelante» para pensar en qué hacer con ellos. Se cuenta a menudo que el primer ministro británico visitó el laboratorio de Faraday en 1832 y, señalando a esa máquina tan divertida, le preguntó para qué servía. «No lo sé, pero apuesto a que algún día el gobierno le pondrá un impuesto», dijo Faraday. El impuesto sobre la generación de electricidad se estableció en Inglaterra en 1880.
La mayor contribución conceptual de Faraday, crucial en nuestra historia del reduccionismo, fue el campo. Nos prepararemos para afrontar esta noción volviendo a Roger Boscovich, que había publicado una hipótesis radical unos setenta años antes de la época de Faraday y con ella hizo que la idea del á-tomo diese un importante paso hacia adelante. ¿Cómo chocan los á-tomos?, preguntó. Cuando las bolas de billar chocan, se deforman; su recuperación elástica impulsa las bolas y las aparta. Pero ¿y los átomos? ¿Cabe imaginarse un átomo deformado? ¿Qué se deformaría? ¿Qué se recuperaría? Esta línea de pensamiento condujo a que Boscovich redujese los átomos a puntos matemáticos carentes de dimensiones y de estructura. Ese punto es la fuente de las fuerzas, tanto de las atractivas como de las repulsivas. Elaboró un modelo geométrico detallado que abordaba las colisiones atómicas de una forma muy aceptable. El á-tomo puntual hacía todo lo que el «átomo duro y con masa» de Newton hacía, y ofrecía ventajas. Aunque no tenía extensión, sí poseía inercia (masa). El á-tomo de Boscovich influía más allá de sí mismo en el espacio mediante las fuerzas que radiaban de él. Es una idea de lo más presciente. También Faraday estaba convencido de que los á-tomos eran puntos, pero, como no podía ofrecer ninguna prueba, no lo defendió abiertamente. La idea de Boscovich-Faraday era esta: la materia está formada por á-tomos puntuales rodeados por fuerzas. Newton había dicho que las fuerzas actúan sobre la masa; por lo tanto, la concepción de Boscovich-Faraday era, claramente, una extensión de la newtoniana. ¿Cómo se manifiestan tales fuerzas?
«Vamos a hacer un juego», les digo a los estudiantes, en un aula grande. «Cuando el que esté a vuestra izquierda baje la mano, levantad y bajad la vuestra». Al final de la fila, la señal salta a la fila de arriba y cambio la orden: ahora es «el que esté a vuestra derecha». Empezamos con la estudiante que esté más a la izquierda en la primera fila. Levanta la mano y, enseguida, la onda de «manos arriba» atraviesa la sala, sube, la atraviesa en dirección contraria y así hasta que se extingue al llegar arriba del todo. Lo que tenemos es una perturbación que se propaga a cierta velocidad por un medio de estudiantes. Es el mismo principio de la ola que hacen en los estadios de fútbol. Las ondas del agua tienen las mismas propiedades. La perturbación se propaga, pero las partículas del agua se quedan clavadas en su sitio; sólo oscilan arriba y abajo, y no participan de la velocidad horizontal de la perturbación. La «perturbación» es la altura de la onda. El medio es el agua, y la velocidad depende de sus propiedades. El sonido se propaga por el aire de una forma muy similar. Pero ¿cómo se extiende una fuerza de átomo a átomo a través del espacio entre ellos? Newton echó el balón fuera. «No urdo hipótesis», dijo. Urdida o no, la hipótesis común acerca de la propagación de la fuerza era la misteriosa acción a distancia, una especie de hipótesis interina, hasta que en el futuro se sepa cómo funciona la gravedad.
Faraday introdujo el concepto de campo, la capacidad que tiene el espacio de que una fuente que está en alguna parte lo perturbe. El ejemplo más común es el del imán que actúa sobre unas limaduras de hierro. Faraday caracterizaba el espacio alrededor del imán o de la bobina con la palabra «tensado», tensado a causa de la fuente. El concepto de campo se fue constituyendo, laboriosamente, a lo largo de muchos años, en muchos escritos, y los historiadores disfrutan no poniéndose de acuerdo acerca de cómo y cuándo nació, y bajo qué forma. Esta es una nota de Faraday, escrita en 1832: «Cuando un imán actúa sobre un imán o una pieza de hierro distantes, la causa que influye en ellos… procede gradualmente desde los cuerpos magnéticos y su transmisión requiere tiempo [la cursiva es mía]». Por lo tanto, la idea es que una «perturbación» —por ejemplo, un campo magnético con una intensidad de 0,1 tesla— viaja por el espacio y le comunica a un grano de polvo de hierro no sólo que ella, la perturbación, existe, sino que le está ejerciendo una fuerza. No otra cosa le hace una ola grande al bañista incauto. La ola —de un metro, digamos— necesita agua para propagarse. Hemos de vérnoslas todavía con lo que necesita el campo magnético. Lo haremos más adelante.
Las líneas magnéticas de fuerza se manifestaban en ese viejo experimento que hicisteis en el colegio: espolvorear polvo de hierro sobre una hoja de papel puesta sobre un imán. Le disteis al papel un golpecito para romper la fricción de la superficie, y el polvo de hierro se acumuló conforme a un patrón definido de líneas que conectaban los polos del imán. Faraday pensaba que esas líneas eran manifestaciones reales de su concepto de campo. No importan tanto las ambiguas descripciones que Faraday daba de esta alternativa a la acción a distancia como la manera en que la alteró y utilizó nuestro siguiente electricista, el escocés James Clerk (pronúnciese «clahk») Maxwell (1831-1879).
Antes de que dejemos a Faraday, deberíamos aclarar su actitud con respecto a los átomos. Nos dejó dos citas preciosas, de 1839:
Aunque nada sabemos de qué es un átomo, no podemos, sin embargo, resistirnos a formarnos cierta idea de una partícula pequeña que, ante la mente, lo representa; hay una inmensidad de hechos que justifican que creamos que los átomos de materia están asociados de alguna forma con las fuerzas eléctricas, a las que deben sus cualidades más llamativas, entre ellas la afinidad química [atracción entre átomos],
y
Debo confesar que veo con suspicacia el concepto de átomo, pues si bien es muy fácil hablar de los átomos, cuesta mucho formarse una idea clara de su naturaleza cuando se toman en consideración cuerpos compuestos.
Abraham Pais, tras citar estos párrafos en su libro Inward Bound, concluye: «Ese es el verdadero Faraday, experimentador hasta la médula, que sólo aceptaba lo que un fundamento experimental le obligaba a creer».
Si en la primera jugada Oersted se la pasaba a Ampére y éste a Faraday, en la siguiente Faraday se la pasó a Maxwell y éste a Hertz. Faraday el inventor cambió el mundo, pero su ciencia no se aguantaba por sí sola y habría acabado en una calle sin salida de no haber sido por la síntesis de Maxwell. Faraday le proporcionó a Maxwell una intuición articulada a medias (es decir, sin forma matemática aún). Maxwell fue el Kepler del Brahe Faraday. Las líneas magnéticas de fuerza de Faraday hicieron las veces de andaderas hacia el concepto de campo, y su extraordinario comentario de 1832, según el cual las acciones electromagnéticas no se transmiten instantáneamente, sino que les lleva un tiempo bien definido hacerlo, desempeñó un papel decisivo en el gran descubrimiento de Maxwell.
Maxwell sentía la mayor admiración por Faraday, hasta por su analfabetismo matemático, que le obligaba a expresar sus ideas en un «lenguaje natural, no técnico». Maxwell afirmó que su propósito primario fue traducir la concepción de la electricidad y el magnetismo que había creado Faraday a una forma matemática. Pero el tratado que nació de ese propósito fue mucho más lejos que Faraday. Entre los años 1860 y 1865 se publicaron los artículos de Maxwell —modelos de densa, difícil, compleja matemática (¡aj!)— que serían la gloria más alta del periodo eléctrico de la ciencia desde que, con el ámbar y las piedras imanes, tuviese su origen en la oscuridad de la historia. En esta forma final, Maxwell no sólo le puso a Faraday música matemática (aunque atonal), sino que estableció con ello la existencia de ondas electromagnéticas que se propagan por el espacio a cierta velocidad finita, como había predicho Faraday. Fue trascendental; muchos contemporáneos de Faraday y Maxwell creían que las fuerzas se transmitían instantáneamente. Maxwell especificó la acción del campo de Faraday. Éste había hallado experimentalmente que un campo magnético variable genera un campo eléctrico. Maxwell, en pos de la simetría y coherencia de sus ecuaciones, propuso que los campos eléctricos variables generaban campos magnéticos. En el reino de las matemáticas, estos dos fenómenos producían un vaivén de campos eléctricos y magnéticos que, según los cuadernos de notas de Maxwell, partían, espacio adelante, de sus fuentes a una velocidad que dependía de todo tipo de magnitudes eléctricas y magnéticas.
Pero hubo una sorpresa. El mayor descubrimiento de Maxwell fue la velocidad concreta de esas ondas electromagnéticas, que Faraday no había predicho. Maxwell examinó sus ecuaciones y, tras incluir en ellas los números experimentales apropiados, le salió una velocidad de 3 × 108 metros por segundo. «Gor luv a duck!», dijo, o lo que digan los escoceses cuando se quedan asombrados. Es que 3 × 108 metros por segundo es la velocidad de la luz (que se había medido por vez primera hacía unos cuantos años). Como Newton y el misterio de las dos masas nos han enseñado, en la ciencia hay pocas coincidencias verdaderas. Maxwell llegó a la conclusión de que la luz no era sino un caso de onda electromagnética. La electricidad no tenía por qué estar encerrada en los cables, podía diseminarse por el espacio, como la luz. «A duras penas podremos dejar de inferir —escribió Maxwell— que la luz consiste en las ondulaciones transversales del mismo medio que causa los fenómenos eléctricos y magnéticos». Maxwell abrió la posibilidad, que Einrich Hertz aprovechó, de que su teoría se verificase mediante la generación experimental de ondas electromagnéticas. Quedó para otros, como Guglielmo Marconi y un enjambre de inventores más recientes, desarrollar la segunda «ola» de la tecnología electromagnética: las comunicaciones por radio, radar, televisión, microondas y láser.
Pasa de esta forma. Imaginaos un electrón en reposo. La carga que tiene genera un campo eléctrico en cada parte del espacio, más intenso cerca del electrón, más débil a medida que nos alejamos. El campo eléctrico «apunta» hacia el electrón. ¿Cómo sabemos que hay un campo? Es sencillo: poned una carga positiva en cualquier sitio, y sentirá una fuerza que apunta hacia el electrón. Haced ahora que éste se vaya acelerando por un cable. Ocurrirán dos cosas: el campo eléctrico cambiará, no instantáneamente, pero sí tan pronto como la información llegue al punto del espacio donde lo midamos; y como una carga en movimiento es una corriente, se creará además un campo magnético.
Apliquémosle ahora unas fuerzas tales al electrón (y a muchos amigos suyos) que oscile por el cable arriba y abajo en un ciclo regular. El cambio resultante de los campos eléctricos y magnéticos se propaga desde el cable a una velocidad finita, la de la luz. Eso es una onda electromagnética. Al cable le llamamos a menudo antena; y a la fuerza que mueve al electrón, señal de radiofrecuencia. La señal, por lo tanto, con el mensaje, el que sea, que contenga, se propaga a partir de la antena a la velocidad de la luz. Cuando llega a otra antena, hallará una multitud de electrones, a los que, a su vez, hará que bailen arriba y abajo, creándose así una corriente oscilante que se podrá detectar y convertir en informaciones de vídeo y de audio.
A pesar de su contribución monumental, Maxwell no causó sensación precisamente de la noche a la mañana. Veamos qué dijeron los críticos del tratado de Maxwell:
Con reseñas como estas cuesta convertirse en una superestrella. Hizo falta un experimentador para hacer de Maxwell una leyenda, pero no en su propio tiempo, pues, por unos diez años, murió demasiado pronto.
El verdadero héroe (para este aprendiz de historiador tan tendencioso) es Heinrich Hertz, quien en una serie de experimentos que se prolongaron durante más de diez años (1873-1888) confirmó todas las predicciones de la teoría de Maxwell.
Las ondas tienen una longitud de onda, que es la distancia entre las crestas. Las crestas de las olas en el mar suelen estar separadas de unos seis a nueve metros. Las longitudes de las ondas sonoras son del orden de unos cuantos centímetros. También el electromagnetismo adopta la forma de ondas. La diferencia entre las distintas ondas electromagnéticas —infrarrojas, microondas, rayos X, ondas de radio— estriba sólo en sus longitudes de onda. La luz visible —azul, verde, naranja, roja— cae por la mitad del espectro electromagnético. Las ondas de radio y las microondas tienen longitudes de onda mayores; la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma, más cortas.
Por medio de una bobina de alto voltaje y un dispositivo detector, Hertz halló una forma de generar ondas electromagnéticas y de medir su velocidad. Mostró que esas ondas tenían las mismas propiedades de reflexión, refracción y polarización que las luminosas, y que se podía enfocarlas. A pesar de las malas reseñas, Maxwell tenía razón. Hertz, al someter la teoría de Maxwell a experimentos rigurosos, la aclaró y la simplificó a un «sistema de cuatro ecuaciones», de las que trataremos en un momento.
Tras Hertz, se generalizó la aceptación de las ideas de Maxwell, y el viejo problema de la acción a distancia pasó a mejor vida. Las fuerzas, en forma de campos, se propagaban por el espacio a una velocidad finita, la de la luz. A Maxwell le parecía que necesitaba un medio que soportase los campos eléctricos y magnéticos, así que adoptó la idea de Faraday y Boscovich de un éter que lo impregnaba todo y donde vibraban los campos eléctricos y magnéticos. Lo mismo que el descartado éter de Newton, éste tenía extrañas propiedades, y pronto desempeñaría un papel crucial en la siguiente revolución científica.
El triunfo de Faraday-Maxwell-Hertz supuso otro éxito para el reduccionismo. Las universidades no tenían ya que contratar un profesor de electricidad, un profesor de magnetismo y un profesor de luz, de óptica. Estas tres ramas se habían unificado, y bastaba con cubrir una plaza (y así quedaba más dinero para el equipo de fútbol). Se abarcaba un vasto conjunto de fenómenos, cosas tanto creadas por la ciencia como naturales: motores, generadores y transformadores, la industria de la energía eléctrica entera, la luz solar y la de las estrellas, la radio, el radar y las microondas, la luz infrarroja, la ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma y los láseres. La propagación de todas estas formas de radiación queda explicada por las cuatro ecuaciones de Maxwell, que, en su forma moderna y aplicadas a la electricidad en el espacio libre, se escriben:
c s × E = (δB / δt)
c s × B = − (δE / δt)
s • B = 0
s • E = 0
En estas ecuaciones, E representa el campo eléctrico y B el magnético; c, la velocidad de la luz, es una combinación de magnitudes eléctricas y magnéticas que se pueden medir en la mesa del laboratorio. Observad la simetría de E y B. No os preocupéis por los garabatos incomprensibles; para nuestros propósitos, los entresijos de estas ecuaciones no son importantes. Lo que importa es la requisitoria científica que dictan: «¡Hágase la luz!».
En todo el mundo hay estudiantes de física e ingeniería que llevan camisetas donde hay escritas esas cuatro concisas ecuaciones. Las originales de Maxwell, sin embargo, no se parecían nada a las que hemos dado. Estas versiones simples son obra de Hertz, un raro ejemplo de alguien que fue algo más que el típico experimentador que de la teoría sólo sabe lo que necesita para ir tirando. Fue excepcional en ambas áreas. Como Faraday, era consciente de que su obra tenía una inmensa importancia práctica, pero no sentía interés por ello. Se lo dejó a mentes científicas menores, a Marconi y Larry King, por ejemplo. La obra teórica de Hertz consistió en buena medida en ponerle orden y claridad a Maxwell, en reducir y divulgar su teoría. Sin los esfuerzos de Hertz, los estudiantes de física habrían tenido que hacer pesas para llevar camisetas tres veces extralargas donde cupiesen las farragosas matemáticas de Maxwell.
Fieles a nuestra tradición y a la promesa que le hicimos a Demócrito, que hace poco nos ha mandado un fax para recordárnoslo, hemos de preguntarle a Maxwell (o a su legado) por los átomos. Ni que decir tiene que creía en su existencia. Fue también el autor de una teoría, que tuvo gran éxito, donde los gases consistían en una asamblea de átomos. Creía, correctamente, que los átomos químicos no eran tan sólo diminutos cuerpos rígidos, sino que tenían alguna estructura compleja. Le venía esta creencia de su conocimiento de los espectros ópticos, que serían, como veremos, importantes en el desarrollo de la teoría cuántica. Maxwell creía, incorrectamente, que sus átomos complejos eran indivisibles. Lo dijo de una bella manera en 1875: «Aunque ha habido catástrofes en el curso de las eras y puede que en los cielos todavía las haya, aunque puede que los sistemas antiguos se disuelvan y surjan otros nuevos de sus ruinas, los [átomos] de los que esos sistemas [la Tierra, el sistema solar y así sucesivamente] están hechos —las piedras angulares del universo material— siempre permanecerán enteros y sin desgaste alguno». Sólo con que hubiera usado las palabras «quarks y leptones» en vez de «átomos»…
El juicio definitivo sobre Maxwell procede otra vez de Einstein, quien afirmaba que la de Maxwell fue la contribución concreta más importante del siglo XIX.
Hemos pasado demasiado deprisa sobre algunos aspectos importantes de nuestra historia. ¿Cómo sabemos que los campos se propagan a una velocidad finita? ¿Cómo supieron los físicos del siglo XIX siquiera cuál era la velocidad de la luz? Y ¿cuáles la diferencia entre la acción a distancia instantánea y la reacción diferida?
Imaginaos que hay un electroimán muy poderoso en un extremo de un campo de fútbol y, en el otro extremo, una bola de hierro a la que un fino alambre suspende de un soporte muy alto. La bola se vencerá, poco, muy poco, hacia el imán alejado. Suponed ahora que desconectamos muy deprisa la corriente del imán. Las observaciones precisas de la bola y el alambre deberían registrar la reacción, cuando la bola volviese a su posición de equilibrio. Pero ¿es instantánea la reacción? Sí, dicen los de la acción a distancia. El imán y la bola de hierro están estrechamente conectados y, cuando el imán se apaga, la bola empieza instantáneamente a retroceder a la posición de desviación nula. «¡No!», dice la gente de la velocidad finita. La información «el imán está apagado, ahora puedes descansar» viaja por el campo a una velocidad definida, con lo que la reacción de la bola se retrasa.
Hoy conocemos la respuesta. La bola tiene que esperar; no demasiado, porque la información viaja a la velocidad de la luz, pero el retraso es medible. En la época de Maxwell este problema era el centro de un encarnizado debate. Estaba en juego la validez del concepto de campo. ¿Por qué no hicieron un experimento y zanjaron la cuestión? Porque la luz es tan rápida que cruzar el campo de fútbol entero le lleva sólo una millonésima de segundo. En el siglo pasado, ese era un lapso de tiempo difícil de medir. Hoy es una cosa corriente medir intervalos mil veces más cortos, así que la propagación a velocidad finita de los campos se calibra con facilidad. Hacemos, por ejemplo, que un rayo láser rebote en un reflector nuevo situado en la Luna y medimos de esa forma la distancia entre la Luna y la Tierra. El viaje de ida y vuelta dura alrededor de 1,0 segundo.
Un ejemplo a mayor escala. El 23 de febrero de 1987, exactamente a las 7:36 de hora universal u hora media de Greenwich, se observó la explosión de una estrella en el cielo meridional. Esta supernova estaba nada menos que en la Gran Nube de Magallanes, un cúmulo de estrellas y polvo que se halla a 160.000 años luz. En otras palabras, la información electromagnética necesitó 160.000 años para ir de la supernova a la Tierra. Y la supernova 87A era una vecina hasta cierto punto cercana. El objeto más distante que se ha observado está a unos 8.000 millones de años luz. Su luz partió hacia nuestro telescopio no mucho después del Principio.
La velocidad de la luz se midió por primera vez en un laboratorio terrestre. Lo hizo Armand-Hippolyte-Louis Fizeau, en 1849. Como no había osciloscopios ni relojes gobernados por cristal utilizó una ingeniosa disposición de espejos (que extendían el camino recorrido por la luz) y una rueda dentada rotatoria. Si sabemos a qué velocidad gira la rueda y su radio, sabremos calcular el tiempo en que un diente reemplaza a un hueco. Podremos ajustar la velocidad de rotación de forma que ese tiempo sea precisamente el tiempo que tarda la luz en ir del hueco al espejo lejano y volver al hueco y pasar por él hasta el ojo de M. Fizeau. Mon Dieu! ¡Lo veo! Acelérese entonces la rueda poco a poco hasta que el rayo quede bloqueado. Eso es. Ahora sabemos la distancia que ha recorrido el haz —de la fuente de luz por el hueco hasta el espejo y de vuelta al diente de la rueda— y el tiempo que le ha llevado hacerlo. Trajinando con este montaje consiguió Fizeau su famoso número: 300 millones (3 × 108) de metros por segundo.
No deja de sorprenderme la hondura filosófica de estos tipos del renacimiento electromagnético. Oersted creía (al contrario que Newton) que todas las fuerzas de la naturaleza (las de entonces: la gravedad, la electricidad y el magnetismo) eran manifestaciones diferentes de una sola fuerza primordial. ¡Es taaaan moderno! Los esfuerzos de Faraday por establecer la simetría de la electricidad y el magnetismo invocan la herencia griega de la simplicidad y la unificación, 2 de los 137 objetivos del Fermilab para la década de los años noventa.
En estos dos últimos capítulos hemos cubierto más de trescientos años de física clásica, de Galileo a Hertz. He dejado fuera a gente muy buena. El holandés Christian Huygens, por ejemplo, nos contó un montón de cosas sobre la luz y las ondas. El francés René Descartes, el fundador de la geometría analítica, fue un destacado defensor del atomismo, pero sus amplias teorías de la materia y la cosmología, aunque imaginativas, no dieron en el blanco.
Hemos considerado la física clásica desde un punto de vista, el de la búsqueda del á-tomo de Demócrito, que no es el ortodoxo. Se suele abordar la física clásica como un examen de fuerzas: la gravedad y el electromagnetismo. Como ya hemos visto, la gravedad deriva de la atracción entre las masas. En la electricidad, Faraday reconoció un fenómeno diferente; la materia aquí no cuenta, dijo. Fijémonos en los campos de fuerza. Claro está, en cuanto se tiene una fuerza hay que recurrir a la segunda ley de Newton (F = ma) para hallar el movimiento resultante, y entonces sí que importa la masa inercial. El enfoque adoptado por Faraday de que la materia no contase parte de una intuición de Boscovich, pionero del atomismo. Y, claro, Faraday dio los primeros indicios de que había «átomos de la electricidad». Puede que se suponga que uno no debe mirar la historia de la ciencia de esta manera, como la persecución de un concepto, el de partícula última. Y, sin embargo, ahí está, bajo la superficie de las vidas intelectuales de muchos de los héroes de la física.
A finales del siglo XIX, los físicos creían que lo tenían todo a la vez. Toda la electricidad, todo el magnetismo, toda la luz, toda la mecánica, todas las cosas en movimiento, y además toda la cosmología y la gravedad: todo se conocía gracias a unas cuantas ecuaciones sencillas. Respecto a los átomos, la mayoría de los químicos pensaban que se trataba de un tema casi cerrado. Estaba la tabla periódica de los elementos. El hidrógeno, el helio, el carbono, el oxígeno y demás eran elementos indivisibles, cada uno con su propio átomo, invisible e indivisible.
Había en el cuadro algunas grietas misteriosas. El Sol, por ejemplo, era desconcertante. Basándose en las creencias por entonces corrientes en la química y en la teoría atómica, el científico británico lord Rayleigh calculó que el Sol debería haber consumido todo su combustible en 30.000 años. Los científicos sabían que el Sol era mucho más viejo. El asunto ese del éter planteaba también problemas. Sus propiedades mecánicas tenían que ser verdaderamente extrañas: había de ser transparente del todo y capaz de deslizarse entre los átomos de la materia sin perturbarlos, y sin embargo tenía que ser tan rígido como el acero para aguantar la velocidad enorme de la luz. Pero se esperaba que esos y otros misterios se resolverían a su debido tiempo. Si yo hubiese enseñado en 1890, a lo mejor habría estado tentado de decirles a mis alumnos que se buscasen otra disciplina más interesante. Todas las grandes preguntas tenían ya su respuesta. Las cuestiones que aún no se comprendían bien —la energía del Sol, la radiactividad y unos cuantos quebraderos de cabeza más—, bueno, todos creían que más tarde o más temprano sucumbirían ante el poder del monstruo teórico de Newton y Maxwell. A la física la habían empaquetado cuidadosamente en una caja y atado con un lazo.
Entonces, de pronto, a finales del siglo, el paquete entero empezó a desenvolverse. La culpa, como suele pasar, la tuvo la ciencia experimental.
A lo largo del siglo XIX, los físicos se enamoraron de las descargas eléctricas que se producían en los tubos de cristal rellenos de gas cuando se disminuía la presión. Un soplador de vidrio hacía un impecable tubo de cristal de un metro de largo. Dentro del tubo quedaban sellados unos electrodos de metal. El experimentador extraía lo mejor que podía todo el aire del tubo e introducía el gas que se desease (hidrógeno, aire, dióxido de carbono) a baja presión. Cada electrodo se conectaba a una batería externa mediante unos cables y se aplicaban grandes voltajes eléctricos. Entonces, en una sala a oscuras, los investigadores se maravillaban ante el resplandor espléndido que aparecía, cuyo aspecto y tamaño variaba a medida que la presión disminuía. Cualquiera que haya visto un anuncio de neón conoce este tipo de resplandor. Cuando la presión era lo bastante baja, el brillo se convertía en un rayo, que iba del cátodo, el terminal negativo, al ánodo. Como es lógico, se le denominó rayo catódico. Estos fenómenos, de los que hoy sabemos que son bastante complejos, apasionaron a una generación de físicos y profanos interesados de toda Europa.
Los científicos sabían algunos detalles, que daban lugar a controversia, contradictorios incluso, acerca de estos rayos. Llevaban carga negativa. Se movían por líneas rectas. Podían hacer que diese vueltas una rueda de palas encerrada en el tubo. Los campos eléctricos no los desviaban. Los campos magnéticos sí los desviaban. Un campo magnético hacía que un haz estrecho de rayos catódicos se doblase y describiese un arco circular. Un espesor de metal detenía los rayos, pero atravesaban las hojas metálicas finas.
Son hechos interesantes, pero el misterio fundamental persistía: ¿qué eran esos rayos? A finales del siglo XIX, se hacían dos suposiciones. Algunos investigadores pensaban que los rayos catódicos eran vibraciones electromagnéticas del éter, carentes de masa. No era una suposición mala. Al fin y al cabo, resplandecían como un haz de luz, otro tipo de vibración electromagnética. Y era obvio que la electricidad, que es una forma de electromagnetismo, tenía algo que ver con los rayos.
Otro bando creía que los rayos eran una forma de materia. Según una buena suposición, se componían de moléculas del gas presente en el tubo que habían cogido de la electricidad una carga. Otra hipótesis era que los rayos catódicos estaban hechos de una forma nueva de materia, de pequeñas partículas que hasta entonces no se habían aislado. Por una serie de razones, se «mascaba» la idea de que había un portador básico de la carga. Nos iremos de la lengua ahora mismo. Los rayos catódicos ni eran vibraciones electromagnéticas ni eran moléculas de gas.
Si Faraday hubiese vivido a finales del siglo XIX, ¿qué habría dicho? Las leyes de Faraday daban a entender con fuerza que había «átomos de electricidad». Como recordaréis, realizó algunos experimentos similares, sólo que él hizo que la electricidad pasase por líquidos en vez de por gases y obtuvo iones, átomos cargados. Ya en 1874, George Johnstone Stoney, físico irlandés, había acuñado la palabra «electrón» para referirse a la unidad de electricidad que se pierde cuando un átomo se convierte en un ión. Si Faraday hubiera visto un rayo catódico, quizá, (dentro de sí, habría sabido que estaba observando a los electrones en acción.
Puede que algunos científicos de este periodo sospechasen intensamente que los rayos catódicos eran partículas; quizá unos cuantos creyesen que por fin habían dado con el electrón. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo probarlo? En el intenso periodo anterior a 1895, muchos investigadores destacados de Inglaterra, Escocia, Alemania y los Estados Unidos estudiaron las descargas eléctricas. Quien dio con el filón fue un inglés llamado J. J. Thomson. Otros anduvieron cerca. Nos fijaremos en dos de ellos y en lo que hicieron, sólo para que se vea lo despiadadamente cruel que es la vida científica.
El tipo que estuvo más cerca de ganar a Thomson fue Emil Weichert, físico prusiano. Exhibió su técnica a quienes asistieron a una de sus disertaciones en enero de 1887. Su tubo de cristal tenía unos cuarenta centímetros de largo y siete de ancho. Los luminosos rayos catódicos eran fácilmente visibles en una sala en penumbra.
Si queréis meter en el redil a una partícula, deberéis dar su carga (e) y su masa (m). Para solventar este problema, muchos investigadores recurrieron, cada uno por su lado, a una técnica inteligente: someter el rayo a unas fuerzas eléctricas y magnéticas conocidas, y medir su reacción. Recordad F = ma. Si los rayos estaban compuestos de verdad de partículas cargadas eléctricamente, la fuerza que experimentarían dependería de la cantidad de carga (e) que llevasen. La reacción quedaría amortiguada por su masa inercial (m). Por desgracia, pues, el efecto que se podía medir era el cociente de esas dos magnitudes, la razón e / m. En otras palabras, los investigadores no podían hallar los valores individuales de e o de m, sólo un número igual a uno de ellos dividido por el otro. Veamos un ejemplo sencillo. Se os da el número 21 y se os dice que es el cociente de dos números. El 21 es sólo una pista. Los dos números que buscáis podrían ser 21 y 1, 63 y 3, 7 y 1/3, 210 y 10, ad infinitum. Pero si tenéis una idea de cuál es uno de los números, podréis deducir el segundo.
En busca de e / m, Weichert puso su tubo en el entrehierro de un imán, que arqueó el haz de luz. El imán empuja la carga eléctrica de las partículas; cuanto más lentas sean, menos le costará al imán hacer que describan un arco de círculo. Una vez supo cuál era la velocidad, la desviación de las partículas por el imán le dio un valor bueno de e / m.
Weichert sabía que, si hacía una suposición justificada del valor de la carga eléctrica, podría deducir la masa aproximada de la partícula. Concluía: «No se trata de los átomos conocidos en química, pues la masa de estas partículas móviles [los rayos catódicos] resulta ser de unas 2.000 a unas 4.000 veces menor que el átomo químico más ligero que se conoce, el de hidrógeno». Weichert casi dio en el blanco. Sabía que estaba buscando algún tipo nuevo de partícula. Estuvo cerquísima de su masa. (La masa del electrón es 1.837 veces menor que la del hidrógeno). Entonces, ¿por qué Thomson es famoso y Weichert una nota a pie de página? Porque sólo presupuso (conjeturó) el valor de la carga; no tenía pruebas observacionales al respecto. Además, Weichert se distrajo con un cambio de puesto y porque repartía su interés con la geofísica. Fue un científico que llegó a la conclusión correcta pero no tenía todos los datos. ¡No hay puro, Emil!
El segundo clasificado fue Walter Kaufmann, de Berlín. Llegó a la línea de meta en abril de 1897, y su debilidad fue la contraria de la que padecía Weichert. Sus cartas eran unos datos buenos y un pensamiento malo. También dedujo e / m mediante el uso de campos magnéticos y eléctricos, pero llevó el experimento un importante paso más allá. Le interesaba en especial cómo cambiaría el valor de e / m al cambiar la presión y el gas —aire, hidrógeno, dióxido de carbono— que rellenaba el tubo. Al contrario que Weichert, Kaufmann pensaba que las partículas de los rayos catódicos eran simplemente átomos cargados del gas que había en el tubo, así que, según el gas que se usase, deberían tener una masa diferente. Sorpresa: descubrió que e / m no cambia. Le salía siempre el mismo número, no importaba cuál fuese el gas, cuál la presión. Kaufmann se quedó perplejo y perdió el barco. Una pena, pues sus experimentos eran muy elegantes. Consiguió un valor de e / m mejor que el del campeón, J. J. Es una cruel ironía de la ciencia que no se percatase de lo que sus datos le estaban diciendo a gritos: ¡tus partículas son una forma nueva de materia, dummkopf! Y son constituyentes universales de todos los átomos; por eso, e / m no cambia.
Joseph John Thomson (1856-1940) empezó en la física matemática, y se sorprendió cuando, en 1884, se le nombró profesor de física experimental del famoso Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Sería curioso saber si realmente quería ser experimentador. Era célebre su torpeza con los aparatos experimentales, pero tuvo la suerte de contar con unos ayudantes excelentes que podían ejecutar sus órdenes y mantenerle lejos de tanto cristal quebradizo.
En 1896 Thomson se propone conocer la naturaleza de los rayos catódicos. En un extremo de los cuarenta centímetros de largo del tubo de cristal, el cátodo emite sus rayos misteriosos. Se dirigen hacia un ánodo en el que se ha hecho un agujero por el que pasan los rayos (léase los electrones). El haz estrecho que se forma así sigue hasta el final del tubo, donde da en una pantalla fluorescente, sobre la que produce una pequeña mancha verde. La siguiente sorpresa de Thomson consiste en introducir en el tubo de cristal un par de placas de unos quince centímetros de largo. El haz del cátodo pasa por la ranura entre ambas placas, que Thomson ha conectado a una batería, con lo que se crea un campo eléctrico perpendicular al rayo catódico. Esa es la región de desviación.
Si el haz se mueve en respuesta al campo, es que lleva una carga eléctrica. Si, por otra parte, los rayos catódicos son fotones —partículas de luz—, ignorarán las placas de desviación y seguirán su camino en línea recta. Thomson, gracias a una batería muy potente, ve que la mancha de la pantalla fluorescente se mueve hacia abajo cuando la placa de arriba es negativa y hacia arriba cuando es positiva. Prueba, por lo tanto, que los rayos están cargados. Dicho sea de paso, si las placas desviadoras tienen un voltaje alterno (varían rápidamente de más a menos, de menos a más), la mancha verde se desplazará hacia arriba y hacia abajo deprisa y se creará una línea verde. Este es el primer paso hacia el tubo de televisión y ver a Dan Rather en las noticias de noche de la CBS.
Pero es 1896, y Thomson piensa en otras cosas. Como se sabe la fuerza (la intensidad del campo eléctrico), será fácil, si se ha podido determinar la velocidad de los rayos catódicos, calcular, con una sencilla mecánica newtoniana, a qué velocidad deberá moverse la mancha. En este punto, Thomson usa una treta. Coloca un campo magnético alrededor del tubo en una dirección tal que la desviación magnética anule exactamente la eléctrica. Como esta fuerza magnética depende de la velocidad desconocida, le basta leer la intensidad del campo eléctrico y del campo magnético para deducir el valor de la velocidad. Determinada la velocidad, podemos volver a comprobar la desviación del rayo en los campos eléctricos. Se obtiene un valor preciso de e / m, la razón de la carga eléctrica que transporta el rayo catódico dividida por su masa.
Trabajosamente, Thomson aplica campos, mide desviaciones, las anula, mide los campos y le salen números para e / m. Como Kaufmann, comprueba sus resultados cambiando el material del cátodo —aluminio, platino, cobre, latón— y repitiendo el experimento. Siempre sale el mismo número. Cambia el gas del tubo: aire, hidrógeno, dióxido de carbono. El mismo resultado. Thomson no repite el error de Kaufmann. Llega a la conclusión de que los rayos catódicos no son moléculas de gas cargadas, sino partículas fundamentales que han de formar parte de toda materia.
No satisfecho con que esto fuese prueba suficiente, ataca de nuevo y aplica la idea de la conservación de la energía. Captura los rayos catódicos con un bloque metálico. Se sabe su energía; es, simplemente, la energía eléctrica que imparte a las partículas el voltaje de la batería. Mide el calor engendrado por los rayos catódicos, y observa que al relacionar la energía que adquieren los hipotéticos electrones con la energía que se genera en el bloque sale la razón e / m. En una larga serie de experimentos, Thomson obtiene un valor de e / m (2,0 × 10¹¹ culombios por kilogramo), que no difiere mucho de su primer resultado. En 1897 anuncia el resultado: «Tenemos en los rayos catódicos materia en un estado nuevo, estado en el que la subdivisión de la materia se lleva mucho más lejos que en el estado gaseoso ordinario». Esta «subdivisión de la materia» es un ingrediente de toda la materia y parte de la «sustancia con que están hechos los elementos químicos».
¿Qué nombre darle a esta nueva partícula? La palabra de Stoney «electrón» estaba a mano, así que con «electrón» se quedó. Thomson disertó y escribió sobre las propiedades corpusculares de los rayos catódicos desde abril hasta agosto de 1897. A esto se le llama mercadotecnia de los resultados que uno ha obtenido.
Quedaba un problema por resolver: los valores separados de e y m. Thomson se encontraba en el mismo atolladero que Weichert unos pocos años antes. Hizo algo inteligente. Como veía que la e / m de la nueva partícula era unas mil veces mayor que la del hidrógeno, el más ligero de todos los átomos químicos, o la e del electrón era mucho mayor o su m mucho menor. ¿Qué era: la e grande o la m pequeña? Intuitivamente, se quedó con la m pequeña. Valiente elección, pues con ella suponía que la nueva partícula tenía una masa minúscula, mucho más pequeña que la del hidrógeno. Recordad que la mayoría de los físicos y de los químicos todavía creía que el átomo químico era el á-tomo indivisible. Thomson decía ahora que el resplandor de su tubo probaba que había un ingrediente universal, un constituyente menor de todos los átomos químicos.
En 1898, Thomson se dedicó a medir la carga eléctrica de sus rayos catódicos, con lo que indirectamente medía también su masa. Empleó una técnica nueva, la cámara de niebla, inventada por un alumno suyo, el escocés C. T. R. Wilson, para estudiar las propiedades de la lluvia, bien no escaso en Escocia. La lluvia se produce cuando el vapor de agua se condensa sobre el polvo y forma gotas. Cuando el aire está limpio, los iones cargados eléctricamente pueden desempeñar el papel del polvo, y eso es lo que pasa en la cámara de niebla. Thomson medía la carga total de la cámara con una técnica electrométrica y determinaba la carga individual de cada gotita contándolas y dividiendo el total.
Tuve que construir una cámara de niebla de Wilson para mi tesis doctoral, y desde entonces las odio, y odio a Wilson, y a cualquiera que haya tenido algo que ver con este aparato terco como una mula que siempre te lleva la contraria. Que Thomson obtuviera el valor correcto de e y midiese, pues, la masa del electrón es milagroso. Y eso no es todo. Durante el proceso completo de caracterización de la partícula su dedicación no pudo ceder en un instante. ¿Cómo sabe el campo eléctrico? ¿Lee la etiqueta de la batería? No hay etiquetas. ¿Cómo sabe el valor preciso de su campo magnético, a fin de medir la velocidad? ¿Cómo mide la corriente? Leer una aguja en un contador tiene sus problemas. La aguja es un poco gruesa. Puede temblar y moverse. ¿Cómo se calibra la escala? ¿Tiene sentido? En 1897 los patrones absolutos no eran artículos de catálogo. La medición de los voltajes, las corrientes, las temperaturas, las presiones, las distancias, los intervalos de tiempo eran, en cada caso, un problema formidable. Cada una de esas mediciones requería un conocimiento detallado del funcionamiento de la batería, de los imanes, de los aparatos de medida.
Y luego venía el problema político: para empezar, ¿cómo se convence a los poderes de que te den los recursos necesarios para hacer el experimento? Ser el jefe, como Thomson lo era, ayudaba, la verdad. Y me he dejado el problema más crucial de todos; cómo se decide qué experimento hay que hacer. Thomson tenía el talento, el saber hacer político, el vigor para salir adelante donde otros habían fracasado. En 1898 anunció que los electrones son componentes del átomo y que los rayos catódicos son electrones que han sido separados del átomo. Los científicos creían que el átomo carecía de estructura y no se podía partir. Thomson lo había hecho trizas.
Se dividió el átomo, y hallamos nuestra primera partícula elemental, nuestro primer á-tomo. ¿Oís esa risa floja?