Me gustaría deciros, a vosotros que preparáis la celebración del 350 aniversario de la publicación de la gran obra de Galileo Galilei, Dialoghi sui due massimi sistemi del mondo, que la experiencia de la Iglesia, durante el caso Galileo y después, la ha llevado a una actitud más madura y a una comprensión más exacta de la autoridad que le es propia. Repito ante vosotros lo que afirmé ante la Academia Pontificia de Ciencias el 10 de noviembre de 1979: «Espero que los teólogos, los eruditos y los historiadores, animados por un espíritu de sincera colaboración, estudiarán el caso de Galileo con mayor profundidad y, en franco reconocimiento de los errores, sean del lado que sean, disiparán la desconfianza que todavía constituye un obstáculo, en los espíritus de muchos, para la fructífera concordia de la ciencia y la fe».
SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II, 1986
Vincenzo Galilei odiaba a los matemáticos. Podría parecer extraño, pues él mismo fue uno de ellos y muy dotado. Pero antes que nada era músico, un intérprete de laúd muy reputado en la Florencia del siglo XVI. En la década de 1580 orientó sus talentos a la teoría musical y la encontró deficiente. La culpa, decía Vincenzo, la tenía un matemático que llevaba muerto dos mil años, Pitágoras.
Pitágoras, un místico, nació en la isla griega de Samos alrededor de un siglo antes que Demócrito. Pasó la mayor parte de su vida en Italia, donde organizó la secta de los pitagóricos, una especie de sociedad secreta de hombres que sentían un respeto religioso por los números y cuyas vidas estaban gobernadas por tabúes obsesivos. Se negaban a comer judías o a coger los objetos que se les caían. Al levantarse por las mañanas, se cuidaban de alisar las sábanas para borrar la impresión que habían dejado en ellas sus cuerpos. Creían en la reencarnación, y rehusaban comer o golpear perros por si fueran amigos perdidos hacía tiempo.
Les obsesionaban los números. Creían que las cosas eran números. No sólo que los objetos pudieran ser numerados, sino que eran números, como el 1, 2, 7 o 32. Pitágoras pensaba en los números como en figuras y a él se debe la noción de los cuadrados y los cubos de los números, palabras que hoy nos acompañan todavía. (Habló también de los números «oblongos» y «triangulares», pero en estos términos ya no pensamos).
Pitágoras fue el primero en adivinar una gran verdad relativa a los triángulos rectángulos. Señaló que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, fórmula que se graba al fuego en todo cerebro adolescente que se pierda en una clase de geometría, de Des Moines a Ulan Bator. Esto me recuerda cuando uno de mis alumnos se incorporó al ejército y el sargento les instruyó, a él y a otros soldados rasos, sobre el sistema métrico:
SARGENTO: En el sistema métrico el agua hierve a noventa grados.
SOLDADO: Le ruego me perdone, señor, hierve a cien grados.
SARGENTO: Por supuesto. Soy un estúpido. Es el triángulo rectángulo el que hierve a noventa grados.
Los pitagóricos amaban el estudio de las razones, de las proporciones entre las cosas. Idearon el «rectángulo de oro», la figura perfecta, cuyas proporciones son visibles en el Partenón y en muchas otras estructuras griegas, así como en las pinturas renacentistas.
Pitágoras fue el primero que le dio al rollo cósmico. Fue él (y no Carl Sagan) quien acuñó la palabra kosmos para referirse a todo lo que hay en nuestro universo, de los seres humanos a la Tierra y a las estrellas en rotación sobre nuestras cabezas. Kosmos es una palabra griega intraducible que denota las cualidades de orden y belleza. El universo es un kosmos, dijo, un todo ordenado, y cada uno de nosotros, seres humanos, también es un kosmos (algunos más que otros).
Si Pitágoras viviese hoy, lo haría en las colinas de Malibú o quizá en Marin County. Se pasaría la vida en los restaurantes macrobióticos acompañado por un séquito entusiasta de mujeres jóvenes llenas de odio hacia las judías y que llevarían nombres del estilo de Sundance Acacia o Princesa Gaia. O quizá fuese profesor adjunto de matemáticas en la Universidad de California en Santa Cruz.
Pero me estoy saliendo del tema. El hecho crucial de nuestra historia es que los pitagóricos amaban la música, a la que aportaron su obsesión por los números. Pitágoras creía que la consonancia musical dependía de los «números sonoros». Sostenía que las consonancias perfectas eran los intervalos de la escala musical que se pueden expresar como razones de los números 1, 2, 3 y 4. Estos números suman 10, el número perfecto según la concepción pitagórica del mundo. Los pitagóricos llevaban a sus reuniones sus instrumentos musicales, y las convertían en jamm sessions. No sabemos si eran buenos; no se grababan discos compactos por entonces. Pero un crítico posterior hizo una docta conjetura al respecto.
Vincenzo Galilei pensaba que los pitagóricos debieron de tener un oído colectivo de hormigón armado, habida cuenta de sus ideas sobre la consonancia. A Vincenzo su oído le decía que Pitágoras estaba equivocado de todas, todas. Otros músicos ejercientes del siglo XVI tampoco les hicieron caso a estos antiguos griegos. Sin embargo, las ideas de Pitágoras perduraron incluso hasta los días de Vincenzo, y los números sonoros eran aún un componente respetado de la teoría musical, si no de la práctica. El mayor defensor de Pitágoras en el siglo XVI fue Gioseffo Zarlino, el principal teórico musical de su tiempo y, además, maestro de Vincenzo. Vincenzo y Zarlino entablaron una agria disputa sobre el asunto, y Vincenzo, para probar lo que sostenía, ideó un método revolucionario en aquel tiempo: experimentó. Mediante la realización de experimentos con cuerdas de diferentes longitudes o cuerdas de igual longitud pero diferentes tensiones, halló nuevas relaciones matemáticas no pitagóricas en la escala musical. Algunos mantienen que Vincenzo fue el primero en desacreditar mediante la experimentación una ley matemática universalmente aceptada. Como muy poco, perteneció a la vanguardia de un movimiento que puso en lugar de la vieja polifonía la armonía moderna.
Sabemos que hubo al menos una persona que asistió con interés a estos experimentos musicales. El hijo mayor de Vincenzo le observaba mientras medía y calculaba. Exasperado por el dogma de la teoría musical, Vincenzo despotricó ante su hijo contra la estupidez de las matemáticas. No conocemos las palabras exactas, pero dentro de mí puedo oírle vociferar algo del estilo de: «Olvídate de esas teorías con números estúpidos. Escucha lo que tus oídos te digan. ¡Que no tenga que oír nunca que quieres ser matemático!». Enseñó bien al chico, e hizo de él un competente ejecutante del laúd y de otros instrumentos. Educó sus sentidos y le enseñó a detectar los errores de tiempo, habilidad esencial para un músico. Pero quiso que su hijo mayor renunciara tanto a la música como a las matemáticas. Padre al fin y al cabo, Vincenzo quería que su hijo fuese médico; deseaba que tuviera unos ingresos decentes.
Contemplar estos experimentos causó en el joven un efecto mayor de lo que Vincenzo pudo haber imaginado. Al chico le apasionó especialmente un experimento en el que su padre aplicó varias tensiones a sus cuerdas colgándoles pesos distintos de sus cabos. Al pinzarlas, estas cuerdas cargadas hacían de péndulos, y ahí puede que empezase el joven Galileo a pensar en las maneras características con que los objetos se mueven en este universo.
El hijo se llamaba, claro, Galileo. Desde el punto de vista moderno, los logros de Galileo son tan luminosos que cuesta percibir en ese periodo de la historia a nadie que no sea él. Galileo ignoró las diatribas de Vincenzo sobre lo espurias que eran las matemáticas, y se hizo profesor de matemáticas precisamente. Pero, por mucho que amase el razonamiento matemático, lo subordinó a la observación y la medición. De su hábil mezcla de una cosa y la otra se dice con frecuencia que supuso el verdadero comienzo del «método científico».
Galileo marcó un nuevo principio. En este capítulo y en el que sigue veremos la creación de la física clásica. Conoceremos a un imponente conjunto de héroes: Galileo, Newton, Lavoisier, Mendeleev, Faraday, Maxwell y Hertz, entre otros. Cada uno atacó el problema de hallar el ladrillo último de la naturaleza desde un ángulo diferente. Este capítulo me intimida. De todos ésos se ha escrito una y otra vez. La física es un terreno bien cubierto. Me siento como el séptimo marido de Zsa Zsa Gabor. Sé qué hacer, pero ¿cómo hacer que resulte interesante?
Gracias a los pensadores posteriores a Demócrito, poco pasó en la ciencia desde la época de los atomistas hasta el alba del Renacimiento. Esta es una de las razones por las que la Edad Oscura fue tan oscura. Lo bueno de la física de partículas es que podemos pasar por alto casi dos mil años de pensamiento intelectual. La lógica aristotélica —geocéntrica, humanocéntrica, religiosa— dominó la cultura occidental de este periodo, creando un entorno estéril para la física. Ni que decir tiene que Galileo no brotó ya crecido en un completo desierto. Rindió tributo a Arquímedes, Demócrito y al poeta-filósofo romano Lucrecio. Sin duda estudió, y se basó en ellos, a otros precursores que hoy sólo conocen bien los eruditos. Galileo aceptó la visión del mundo de Copérnico (tras haberla comprobado cuidadosamente), y ello determinó su futuro personal y político.
Veremos en este periodo un apartamiento del método griego. Ya no basta la Razón Pura. Entramos en una era de la experimentación. Como Vincenzo le dijo a su hijo, entre el mundo real y la razón pura (es decir, las matemáticas) están los sentidos y, lo que es más importante, la medición. Conoceremos a varias generaciones de medidores y de teóricos. Veremos de qué manera la interrelación de estos dos campos sirvió para que se forjase un edificio intelectual magnífico, lo que ahora conocemos como física clásica. De su obra no sacaron provecho sólo académicos y filósofos. De sus descubrimientos salieron técnicas que cambiaron la manera en que los seres humanos viven en este planeta.
Por supuesto, las mediciones no son nada sin las correspondientes varas de medir, sin sus instrumentos. Fue un periodo de científicos maravillosos, sí, pero también de maravillosos instrumentos.
Galileo prestó particular atención al estudio del movimiento. Puede que dejara caer piedras desde la torre inclinada de Pisa o puede que no, pero su análisis lógico de la relación que guardan entre sí la distancia, el tiempo y la velocidad seguramente es anterior a los experimentos que efectuó. Galileo estudió de qué manera se movían las cosas, no dejándolas caer libremente, sino por medio de un truco, un sustitutivo: el plano inclinado. Galileo razonó que el movimiento de una bola que rueda hacia abajo por una lámina lisa inclinada tenía que guardar una relación estrecha con el de una bola en caída libre, pero el plano tenía la enorme ventaja de retardar el movimiento lo bastante para que cupiese medirlo.
Pudo al principio comprobar este razonamiento con inclinaciones muy suaves —levantando un extremo de la lámina, de unos dos metros de largo, unos cuantos centímetros para crear un pequeño declive— y repitiendo sus mediciones con inclinaciones crecientes hasta que la velocidad llegase a ser tan grande que no fuera posible medirla con precisión. De esta forma debió de ganar confianza en que sus conclusiones se podían extender hasta la inclinación máxima, la caída libre vertical.
Ahora bien, necesitaba algo que midiese los tiempos durante el descenso. La visita de Galileo al centro comercial de la localidad para comprar un cronómetro falló; faltaban todavía trescientos años para que se inventase. Aquí es donde la educación que le impartió su padre entró en juego. Recordad que Vincenzo refinó el oído de Galileo para los tiempos musicales. Una marcha, por ejemplo, debe marcar un tiempo cada medio segundo. Con ese compás un músico competente, y Galileo lo era, puede detectar un error de alrededor de un sesenta y cuatroavo de segundo.
Galileo, perdido en un mundo sin relojes, decidió hacer de su plano inclinado una especie de instrumento musical. Dispuso a través del plano una serie de cuerdas de laúd, a intervalos. Así, al dejar caer una bola por la pendiente sonaba un clic cada vez que pasaba sobre una cuerda. Galileo las fue corriendo hacia arriba y hacia abajo hasta que su oído percibió una sucesión de clics constante. Tocaba al laúd una marcha; dejaba caer la bola en un tiempo, y una vez estaban las cuerdas puestas adecuadamente, la bola pasaba por cada cuerda de laúd coincidiendo justo con los tiempos sucesivos de la pieza, separados entre sí medio segundo. Cuando Galileo midió los espacios entre las cuerdas —mirabile dictu!—, halló que pendiente abajo crecían geométricamente. En otras palabras, la distancia que había desde el punto de arranque hasta la segunda cuerda era cuatro veces la que había del arranque a la primera cuerda. La distancia desde el principio hasta la tercera cuerda era nueve veces el primer intervalo; la cuarta cuerda estaba dieciséis veces más abajo que la primera; y así sucesivamente, aun cuando cada hueco entre las cuerdas representaba siempre medio segundo. (Las razones de los intervalos, 1 a 4 a 9 a 16, pueden también expresarse como cuadrados: 1², 2², 3², 4², y así sucesivamente).
Pero ¿qué pasa si se levanta el plano una pizca y la inclinación crece? Galileo trabajó con muchos ángulos distintos y obtuvo esa misma relación, esa misma secuencia de cuadrados, para cada inclinación, de suave a menos suave, hasta que el movimiento se volvió demasiado veloz para que su «reloj» registrase las distancias con suficiente precisión. Lo crucial era que Galileo había demostrado que un objeto que cae no sólo se precipita hacia el suelo, sino que se precipita más y más y más deprisa. Se acelera, y la aceleración es constante.
Como era matemático, enunció una fórmula que describe este movimiento. La distancia s que cubre un cuerpo que cae es igual a un número A de veces el cuadrado del tiempo t que le lleva cubrir esa distancia. En el viejo lenguaje del álgebra, abreviamos esto diciendo: s = At². La constante A cambia con la inclinación del plano. A representa el concepto básico de aceleración, es decir, el incremento de la velocidad a medida que el objeto va cayendo. Galileo fue capaz de deducir que la velocidad cambia en función del tiempo de manera más sencilla que la distancia, pues aumenta simplemente con el tiempo, en vez de con su cuadrado.
El plano inclinado, la capacidad del oído educado para medir los tiempos hasta un sesenta y cuatroavo de segundo y la de medir distancias con una exactitud del orden del milímetro le dieron a Galileo la precisión que necesitaba para hacer sus mediciones. Galileo inventó más tarde un reloj que se basaba en el periodo regular del péndulo. Hoy, la precisión de los relojes atómicos de cesio de la Oficina de Pesos y Medidas supera ¡la millonésima de segundo al año! Estos relojes tienen por rivales a los propios de la naturaleza: los púlsares astronómicos, que son estrellas de neutrones rotatorias que barren el cosmos con haces de ondas de radio y lo hacen con una regularidad que ya la quisierais para vuestros relojes. Pueden, de hecho, ser más precisos que el pulso atómico del átomo de cesio. Galileo habría entrado en trance por esta conexión profunda entre la astronomía y el atomismo.
Bueno, ¿qué hay en s = At² que sea tan importante?
Fue, que sepamos, la primera vez que se describió el movimiento matemáticamente de una forma correcta. Los conceptos básicos de aceleración y velocidad se definieron nítidamente. La física es el estudio de la materia y del movimiento. El movimiento de los proyectiles, el movimiento de los átomos, el giro de los planetas y de los cometas deben todos describirse cuantitativamente. Las matemáticas de Galileo, confirmadas por el experimento, proporcionaron el punto de partida.
Por si todo esto suena demasiado fácil, deberíamos tener en cuenta que la obsesión de Galileo por la ley de la caída libre duró décadas. Hasta publicó una forma incorrecta de la ley. Casi todos nosotros, que somos en esencia aristotélicos (¿sabéis, queridos lectores, que sois en esencia aristotélicos?), supondríamos que la velocidad de la caída dependería del peso de la bola. Galileo, como era listo, razonó de manera distinta. Pero ¿es tan absurdo creer que las cosas pesadas caen más deprisa que las livianas? Lo creemos porque la naturaleza nos confunde. Listo como era, Galileo hubo de realizar experimentos cuidadosos para mostrar que la dependencia aparente del tiempo de caída de un cuerpo de su peso se debe a la fricción de la bola con el plano. Así que pulió y pulió para disminuir el efecto de la fricción.
Sacar una ley simple de la física de una serie de mediciones no es tan sencillo. La naturaleza oculta la simplicidad con una maraña de circunstancias que van añadiendo complejidad, y la tarea del experimentador es eliminar esas complicaciones. La ley de la caída libre es un ejemplo espléndido. En la física para principiantes sostenemos una pluma y una moneda en lo alto de un largo tubo de cristal y las dejamos caer a la vez. La moneda cae más deprisa y golpea el fondo en menos de un segundo. La pluma flota y cae suavemente, y llega en cinco o seis segundos. Observaciones como esta condujeron a Aristóteles a formular su ley de que los objetos más pesados caen más deprisa que los ligeros. Extraigamos ahora el aire del tubo y repitamos el experimento. La pluma y la moneda tardarán lo mismo en caer. La resistencia del aire oscurece la ley de la caída libre. Para progresar, hemos de retirar este rasgo que complica las cosas a fin de obtener una ley simple. Luego, si es importante, podremos aprender a reintegrar ese efecto y llegar a una ley más compleja pero más aplicable.
Los aristotélicos creían que el estado «natural» de un objeto era el de reposo. Dale un empujón a una bola por un plano y acabará por pararse, ¿no? Galileo lo sabía todo acerca de las condiciones imperfectas, y ese conocimiento le llevó a uno de los grandes descubrimientos. Leía en los planos inclinados física como Miguel Ángel veía cuerpos magníficos en los trozos de mármol. Cayó en la cuenta, sin embargo, de que, a causa de la fricción, la presión del aire y otras condiciones imperfectas, su plano inclinado no era ideal para el estudio de las fuerzas sobre objetos diversos. ¿Qué pasaría, ponderaba, si se dispusiese de un plano ideal? Como Demócrito cuando afilaba mentalmente su cuchillo, pulid mentalmente también el plano hasta que adquiera la lisura absoluta, del todo libre de fricción. Ponedlo entonces en una cámara donde se haya hecho el vacío, para libraros de la resistencia del aire. Y extended el plano hasta el infinito. Aseguraos de que está perfectamente horizontal. Ahora, en cuanto le deis un golpe insignificante a la bola, perfectamente pulida, que habéis colocado sobre vuestro plano liso a más no poder, ¿hasta dónde rodará? (Mientras todo esto permanezca en la mente, el experimento es posible y barato). La respuesta es: rodará para siempre. Galileo razonó, pues: si un plano, incluso uno terrestre, imperfecto, se inclina, una bola a la que se empuje desde abajo hacia arriba irá más y más despacio. Si se la suelta desde arriba, irá más y más deprisa. Por lo tanto, usando el sentido intuitivo de la continuidad de la acción, concluyó que una bola que se mueva en un plano horizontal ni se frenará ni se irá haciendo más veloz, sino que seguirá igual para siempre. Galileo había dado un salto intuitivo a lo que ahora llamamos la primera ley del movimiento de Newton: un cuerpo en movimiento tiende a permanecer en movimiento. No hacen falta fuerzas para el movimiento, sino para el cambio del movimiento. En contraste con la concepción aristotélica, el estado natural de un cuerpo es el movimiento a velocidad constante. El reposo es el caso especial de velocidad nula, pero en la nueva concepción no es más natural que una u otra velocidad constante. Para cualquiera que haya conducido un automóvil o un coche de caballos, se trata de una idea contraria a la intuición: A no ser que se mantenga el pie en el pedal o se vaya azuzando al caballo, el vehículo se parará. Galileo vio que para hallar la verdad hay que atribuirle mentalmente propiedades ideales al instrumento. (O conducir el coche sobre una carretera resbaladiza de hielo). El genio de Galileo consistió en ver de qué manera había que eliminar las causas naturales que nos ofuscan, la fricción o la resistencia del aire, para establecer un conjunto de relaciones fundamentales acerca del mundo.
Como veremos, la Partícula Divina misma es una complicación impuesta sobre un universo simple y bello, quizá para ocultar esta deslumbrante simetría a una humanidad que todavía no se merece contemplarla.
El más famoso ejemplo de la habilidad que tenía Galileo de despojar a la simplicidad de complejidades es la historia de la torre inclinada de Pisa. Muchos expertos dudan de que este suceso fabulado haya realmente ocurrido. Stephen Hawking, por citar uno, escribe que la historia es «casi con toda certeza falsa». ¿Por qué, se pregunta Hawking, se habría molestado Galileo en dejar caer pesos de una torre sin disponer de un medio adecuado para medir los tiempos de caída cuando ya tenía su plano inclinado con el que trabajar? ¡La sombra de los griegos! Hawking, el teórico, usa aquí la Razón Pura. Eso no vale con un tipo como Galileo, experimentador de experimentadores.
Stillman Drake, el biógrafo por excelencia de Galileo, cree que la historia de la torre inclinada es cierta por una serie de razones históricas sensatas. Pero es que además concuerda con la personalidad de Galileo. El experimento de la torre no fue en realidad un experimento, sino una exhibición, un happening para los medios de comunicación, el primer gran número científico con fines publicitarios. Galileo se pavoneaba, y les quitaba las plumas a sus críticos.
Galileo era un individuo irascible; no agresivo, en realidad, sino de respuesta pronta y competidor fiero cuando se le retaba. Podía ser un tábano cuando se le molestaba, y le molestaba la tontería en todas sus formas. Hombre informal, ridiculizó las togas doctorales que había que vestir obligatoriamente en la Universidad de Pisa, y escribió un poema humorístico titulado «Contra la toga» que apreciaron muchísimo los profesores jóvenes y pobres, quienes a duras penas podían costearse las prendas. (A Demócrito, que ama las togas, no le gustó nada el poema). A los profesores mayores no es que les divirtiese precisamente. Galileo escribió también ataques contra sus rivales usando varios pseudónimos. Su estilo era característico, y no engañó a mucha gente. No extraña que tuviera enemigos.
Sus peores rivales intelectuales fueron los aristotélicos, quienes creían que un cuerpo se mueve sólo si lo impulsa alguna fuerza y que un cuerpo pesado cae más deprisa que uno ligero porque experimenta una atracción mayor hacia la Tierra: Nunca se les ocurrió comprobarlo. Los profesores aristotélicos ejercían un dominio muy considerable en la Universidad de Pisa y, por lo que a esto se refiere, en la mayoría de las universidades italianas. Como os podréis imaginar, Galileo no era lo que se dice uno de sus favoritos.
El número de la torre inclinada de Pisa se dirigió a este grupo. Hawking tiene razón en que no habría sido un experimento ideal. Pero fue un acontecimiento. Y como pasa en todo acontecimiento teatral, Galileo sabía de antemano lo que iba a ocurrir. Puedo imaginármelo subiendo a la torre totalmente a oscuras a las tres de la madrugada y tirándoles un par de bolas a sus ayudantes posdoctorales. «Deberías notar que las dos bolas te dan en la cabeza a la vez», le grita a su ayudante. «Chilla si la grande te da primero». Pero en realidad no tenía por qué hacer esto; ya había razonado que las dos bolas darían en el suelo en el mismo instante.
Su mente funcionaba así: supongamos, decía, que Aristóteles tenía razón. La bola pesada llegará al suelo antes, lo que quiere decir que se habrá acelerado hasta una velocidad mayor. Peguemos entonces la bola pesada y la ligera. Si ésta es, en efecto, más lenta, retendrá a la pesada y hará que caiga más despacio. Sin embargo, al pegarlas se ha creado un objeto más pesado, que debería caer más deprisa que cada una de las bolas por separado. ¿Cómo resolvemos este dilema? Sólo hay una solución que satisfaga todas las condiciones: ambas bolas deben caer de manera que su velocidad cambie de la misma manera. Esta es la única conclusión que evita el callejón sin salida de la menor y mayor rapidez.
Galileo, dice el cuento, se pasó buena parte de la mañana dejando caer bolas de la torre, demostrando la verdad de lo que sostenía a los observadores interesados y metiéndoles el miedo en el cuerpo a los demás. Fue lo bastante sabio para no emplear una moneda y una pluma, sino dos pesos desiguales de forma muy similar (como una bola de madera y una esfera hueca de plomo del mismo radio) para que la resistencia del aire fuese más o menos la misma. Lo demás es historia, o debería serlo. Galileo había demostrado que la caída libre era sumamente independiente de la masa (si bien no sabía por qué, y sería Einstein, en 1915, quien realmente lo entendería). Los aristotélicos recibieron una lección que nunca olvidarían; ni perdonarían.
¿Ciencia o espectáculo? Un poco ambas cosas. No sólo los experimentadores son propensos a ello. Richard Feynman, el gran teórico (pero un teórico que demostró siempre un apasionado interés por los experimentos), se presentó ante la opinión pública cuando formó parte de la comisión que investigaba el desastre del transbordador espacial Challenger. Como quizá recordéis, hubo una polémica acerca de la capacidad de resistir las bajas temperaturas que tenían las juntas del transbordador. Feynman zanjó la discusión con un sencillo gesto: echó un puñado de arandelas en un vaso de agua helada y dejó que el público viese cómo perdían su elasticidad. Ahora bien, ¿no os parece que Feynman, como Galileo, sabía de antemano lo que iba a pasar?
La verdad es que en los años noventa el experimento de la torre de Galileo ha resurgido con flamante intensidad. La cuestión es si hay una «quinta fuerza», una adición hipotética a la ley newtoniana de la gravitación que produciría una diferencia pequeñísima cuando se dejan caer una bola de cobre y, digamos, una de plomo. La diferencia en la duración de una caída de, por ejemplo, treinta metros sería de menos de una mil millonésima de segundo, inconcebible en los tiempos de Galileo, una dificultad meramente respetable dada la técnica actual. Por ahora, las pruebas a favor de la quinta fuerza que aparecieron a finales de los años ochenta se han esfumado por completo, pero permaneced atentos a los periódicos para manteneos al día.
¿Qué pensaba Galileo de los átomos? Influido por Arquímedes, Demócrito y Lucrecio, Galileo era, intuitivamente, un atomista. Enseñó y escribió sobre la naturaleza de la materia y la luz durante muchos años, sobre todo en su libro El ensayador, de 1622, y en su última obra, las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas. Al parecer, creía que la luz estaba compuesta por corpúsculos puntuales y que la materia se construía de manera similar.
Galileo llamaba a los átomos los «cuantos menores». Se representó más tarde «un número infinito de átomos separados por un número de vacíos infinito». La concepción mecanicista está estrechamente ligada a las matemáticas de los infinitesimales, precursoras del cálculo que Newton inventaría sesenta años más tarde. Aquí hay toda una mina de paradojas. Tómese un simple cono circular —¿un capirote?— e imagínese que se corta horizontalmente, paralelamente a la base. Examinemos dos rebanadas contiguas. La parte de arriba de la pieza inferior es un círculo, el fondo de la superior otro círculo. Como antes estaban en contacto directo, punto a punto, tienen el mismo radio. Sin embargo, el cono es continuamente más pequeño, así que ¿cómo pueden ser iguales los círculos? Sin embargo, si cada círculo se compone de un número infinito de átomos y vacíos, cabe imaginar que el círculo superior contiene un número de átomos inferior, si bien aún infinito. ¿No? Recordemos que estamos en 1630 o por ahí, y que tratamos de ideas sumamente abstractas, ideas a las que les faltaban aún doscientos años para que se las sometiese a prueba experimental. (Una forma de escapar de esta paradoja es preguntar qué grueso tiene el cuchillo que corta el cono. Creo que oigo otra vez la risa floja de Demócrito).
En las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas, Galileo presenta sus últimas reflexiones sobre la estructura atómica. En esta hipótesis, según historiadores recientes, los átomos se reducen a la abstracción matemática de puntos, carentes de toda dimensión, claramente indivisibles e imposibles de partir, pero desprovistos también de las formas que Demócrito había imaginado.
Ahí Galileo acercó la idea a su versión moderna, los quarks y los leptones puntuales.
Los quarks son aún más abstractos y difíciles de visualizar que los átomos. Nadie ha «visto» nunca uno, así que ¿cómo pueden existir? Nuestra prueba es indirecta. Las partículas chocan en un acelerador. Depurados dispositivos electrónicos reciben y procesan impulsos eléctricos generados por las partículas en una diversidad de sensores del detector. Un ordenador interpreta los impulsos electrónicos que salen del detector y los reduce a un montón de ceros y unos. Envía estos resultados a un monitor en nuestra sala de control. Miramos la representación de unos y ceros y decimos «¡Madre mía, un quark!». Al profano le parece tan inverosímil. ¿Cómo podemos estar tan seguros? ¿No podrían haber «fabricado» el quark el acelerador o el detector o el ordenador o el cable que va del ordenador al monitor? Al fin y al cabo, nunca hemos visto el quark con los ojos que Dios nos ha dado. ¡Oh, aquellos días en que la ciencia era más sencilla! ¿No sería extraordinario volver al siglo XVI? ¿O no? Que se lo pregunten a Galileo.
Galileo construyó, según se recoge en sus anotaciones, un número enorme de telescopios. Probó su telescopio, en sus propias palabras, «cien mil veces con cien mil estrellas y otros cuerpos». Se fiaba del artilugio. Me viene ahora a la cabeza una pequeña imagen. Ahí está Galileo con todos sus estudiantes graduados. Mira por la ventana con su telescopio, describe lo que ve y todos lo van apuntando: «Aquí hay un árbol. Tiene una rama de tal forma y una hoja de tal otra». Una vez les ha dicho qué ha visto por el telescopio, montan todos en sus caballos o carruajes —puede que un autobús— y atraviesan el campo para mirar el árbol de cerca. Lo comparan con la descripción de Galileo. Así es como se calibra un instrumento. Hay que hacer las cosas diez mil veces. Un crítico de Galileo describe la meticulosa naturaleza de la comprobación y dice: «Si sigo estos experimentos con objetos terrestres, el telescopio es soberbio. Aunque interpone algo entre el ojo y el objeto que Dios nos ha dado, me fío de él. No te engaña. Pero miras el cielo y hay una estrella; y miras por el telescopio, y hay dos. ¡Es una locura!».
De acuerdo, no fueron esas sus palabras exactas. Pero sí hubo un crítico que empleó palabras cuyo efecto era el mismo a fin de poner en entredicho la afirmación de Galileo: que Júpiter tenía cuatro lunas. El telescopio le permitía ver más de lo que puede verse a simple vista; mentía, pues. También un profesor de matemáticas despreció a Galileo; decía que también él vería cuatro lunas en Júpiter con que le diesen tiempo suficiente «para meterlas en unos cristales».
Cualquiera que use un instrumento se ve abocado a problemas como esos. ¿«Fabrica» el instrumento los resultados? Hoy los críticos de Galileo parecen tontos, pero ¿eran unos majaderos o sólo eran conservadores científicos? Un poco ambas cosas, qué duda cabe. En 1600 se creía que el ojo desempeñaba un papel activo en la visión; el globo ocular, que nos ha dado Dios, interpretaba el mundo visual para nosotros. Hoy sabemos que el ojo no es más que una lente que contiene un montón de receptores que transmiten la información a nuestra corteza visual, donde en realidad «vemos». El ojo, de hecho, es un intermediario entre el objeto y el cerebro, lo mismo que el telescopio. ¿Lleváis gafas? Pues ya estáis generando modificaciones. Las cosas llegaban al punto de que muchos cristianos devotos y filósofos de la Europa del siglo XVI casi consideraban sacrílego que se llevasen gafas, aun cuando existían ya desde hacía tres siglos. Una excepción notable fue Johannes Kepler; era muy religioso, pero no por ello dejó de llevar gafas que le ayudasen a ver; fue una suerte, pues llegó a ser el mayor astrónomo de su tiempo.
Aceptemos que un instrumento bien calibrado proporciona una buena aproximación a la realidad. Tan buena, quizá, como el instrumento último, nuestro cerebro. Hasta el cerebro ha de ser calibrado algunas veces, y hay que aplicarle salvaguardas y factores de corrección de errores para compensar la distorsión. Por ejemplo, aunque se tenga vista de lince, con unos pocos vasos de vino puede que el número de amigos que hay alrededor de uno se doble.
Galileo contribuyó a que se abriese paso la aceptación de los instrumentos, logro cuya importancia para la ciencia y la experimentación no puede exagerarse. ¿Qué tipo de persona era? Se nos aparece como un pensador profundo, de mente sutil, capaz de hallazgos intuitivos que envidiaría cualquier físico teórico de hoy, pero con una energía y unas habilidades técnicas gracias a las que pulió lentes y construyó muchos instrumentos: telescopios, el microscopio compuesto, el reloj de péndulo. Políticamente, pasaba del conservadurismo dócil a los ataques audaces y mortificantes contra sus oponentes. Debió de ser una dinamo de actividad, siempre atareado, pues dejó una correspondencia enorme y volúmenes monumentales de obras publicadas. Fue un divulgador, y tras la supernova de 1604 dio conferencias a grandes audiencias; su latín era claro, vulgarizado. Nadie se acercó tanto a ser el Carl Sagan de su época. No muchas facultades le habrían dado una plaza, tan vigoroso era su estilo y tan punzantes sus críticas, por lo menos antes de su condena.
¿Fue Galileo el físico completo? Tan completo fue, al menos, como pueda haberlo habido en toda la historia; combinó las habilidades tanto del teórico como del experimentador consumado. Si tuvo fallos, cayeron del lado teórico. Aunque esta combinación fue hasta cierto punto común en los siglos XVIII y XIX, en la actual época de especialización es rara. En el siglo XVII, mucho de lo que habría pasado por «teoría» venía en tan estrecho apoyo del experimento que desafiaba toda distinción entre aquélla y éste. Pronto veremos las ventajas de que haya un gran experimentador al que siga un gran teórico. En realidad, en el tiempo de Galileo ya había habido una sucesión así de importancia crucial.
Dejadme que, por un minuto, vuelva atrás, pues no hay libro sobre los instrumentos y el pensamiento, el experimento y la teoría, que esté completo sin dos nombres que van juntos como Marx y Engels, Emerson y Thoreau o Siegfried y Roy. Hablo de Brahe y Kepler. Eran astrónomos puros, no físicos, pero merecen una breve digresión.
Tycho Brahe fue uno de los personajes más peculiares de la historia de la ciencia. Este noble danés, nacido en 1546, fue medidor de medidores. Al contrario que los físicos atomistas, que miran hacia abajo, él elevó la vista a los cielos, y lo hizo con una precisión inaudita. Brahe construyó todo tipo de instrumentos para medir la posición de las estrellas, de los planetas, de los cometas, de la Luna. A Brahe se le escapó la invención del telescopio por un par de decenios, así que construyó elaborados dispositivos visorios —semicírculos acimutales, reglas ptolemaicas, sextantes metálicos, cuadrantes acimutales, reglas paralácticas— con los que él y sus ayudantes determinaban, a simple vista, las coordenadas de las estrellas y de otros cuerpos celestes. La mayor parte de las diferencias entre esos aparatos y los sextantes actuales consistía en la presencia de brazos transversales con arcos entre ellos. Los astrónomos usaban los cuadrantes como rifles, y alineaban las estrellas mirando por las mirillas metálicas que había en los extremos de los brazos. Los arcos que conectaban los brazos transversales funcionaban como los transportadores angulares que usabais en la escuela, y con ellos los astrónomos medían el ángulo que formaba la línea visual a la estrella, planeta o cometa que se observase.
Nada había de especialmente nuevo en el concepto básico de los instrumentos de Brahe, pero quien marcaba el estado de desarrollo más avanzado de la instrumentación era él. Experimentó con distintos materiales. Se le ocurrió cómo hacer que esos artilugios tan engorrosos girasen con facilidad en los planos vertical u horizontal, fijándolos al mismo tiempo en un sitio de forma que siguiesen el movimiento de los objetos celestes desde un mismo punto noche tras noche. Y lo más importante de todo, los aparatos de medida de Brahe eran grandes. Como veremos al llegar a la era moderna, lo grande no siempre es mejor, pero suele serlo. El más famoso instrumento de Brahe fue el cuadrante mural; ¡tenía un radio de seis metros! Hicieron falta cuarenta hombres fuertes para empujarlo hasta su sitio; fue en su tiempo un verdadero Supercolisionador. Los grados marcados en su arco estaban tan separados entre sí que Brahe pudo dividir cada uno de los sesenta minutos de cada grado en seis subdivisiones de diez segundos. En términos más sencillos, el margen de error de Brahe era el ancho de una aguja que se sostiene con el brazo extendido. ¡Y todo esto con el mero ojo nada más! Para daros una idea del ego de este hombre, dentro del arco del cuadrante había un retrato a tamaño natural del propio Brahe.
Podría creerse que tanta puntillosidad señalaría a un ratón de biblioteca medio bobo. Tycho Brahe fue cualquier cosa menos eso. Su rasgo más inusual era su nariz o, más bien, el que no la tuviese. A los veinte años y siendo aún estudiante, mantuvo una furiosa discusión con un estudiante llamado Manderup Parsbjerg acerca de una cuestión matemática. La disputa, que ocurrió en una celebración en casa de un profesor, se calentó tanto que los amigos hubieron de separar a los dos. (Vale, puede que fuese un poco un ratón de biblioteca medio bobo, peleándose por unas fórmulas y no por chicas). Una semana más tarde Brahe y su rival se encontraron otra vez en una fiesta de Navidad, se tomaron unas cuantas copas y reanudaron la pelea matemática. Esta vez no les pudieron calmar. Se dirigieron a un lugar a oscuras junto a un cementerio y allí se enfrentaron a espada. Parsbjerg acabó enseguida el duelo al rebanarle un buen pedazo de nariz a Brahe.
El episodio de la nariz perseguiría a Brahe toda su vida. Se cuentan dos historias sobre la manera en que se hizo la cirugía estética. La primera, casi con toda seguridad apócrifa, dice que encargó toda una serie de narices artificiales, de materiales diferentes para diferentes ocasiones. Pero la versión que aceptan la mayoría de los historiadores es casi tan buena. Según ella, Brahe ordenó una nariz permanente hecha de oro y plata, cuidadosamente pintada y con la forma de una nariz de verdad. Se dice que llevaba consigo una pequeña caja de pegamento, que aplicaba cuando empezaba a temblarle la nariz. Esta fue motivo de chistes. Un científico rival decía que Brahe hacía sus observaciones astronómicas por la nariz, que usaba de mirilla.
Pese a estas dificultades, Brahe tenía una ventaja sobre muchos científicos de hoy: su noble cuna. Fue amigo del rey Federico II, y tras hacerse famoso por sus observaciones de una supernova en la constelación de Casiopea, el rey le dio la isla de Hven en el Öresund para que la emplease como observatorio. A Brahe se le dio también el señorío sobre todos los campesinos de la isla, las rentas que se produjesen y fondos adicionales. De esta forma, Tycho Brahe se convirtió en el primer director de un laboratorio del mundo. ¡Y qué director fue! Con sus rentas, la donación del rey y su propia fortuna llevó una existencia regia. Sólo le faltaron los beneficios de tratar con las instituciones financiadoras de la Norteamérica del siglo XX.
Los ocho kilómetros cuadrados de la isla se convirtieron en el paraíso del astrónomo, cubiertos por los talleres de los artesanos que fabricaban los instrumentos, un molino de viento y casi sesenta estanques con peces. Brahe construyó para sí mismo una magnífica casa y observatorio en el punto más alto de la isla. La llamó Uraniborg, o «castillo celeste», y la encerró en un recinto amurallado dentro del cual había también una imprenta, los cuartos de los sirvientes y perreras para los perros guardianes de Brahe, más jardines de flores, herbarios y unos trescientos árboles.
Brahe acabó por abandonar la isla en circunstancias no precisamente gratas tras la muerte de su benefactor, el rey Federico, de un exceso de Carlsberg o del brebaje que se llevase por entonces en Dinamarca. El feudo de Hven revirtió a la corona, y el nuevo rey le dio la isla a una tal Karen Andersdatter, una amante a la que había conocido en una fiesta de bodas. Que esto sirva de lección a todos los directores de laboratorios, en cuanto a su posición en el mundo y lo poco imprescindibles que son ante los ojos de los poderes que en él hay. Por fortuna, Brahe cayó de pie y trasladó sus datos e instrumentos a un castillo cercano a Praga, donde se le dio la bienvenida para que continuase su obra.
La regularidad del universo promovió el interés de Brahe por la naturaleza. A los catorce años se quedó fascinado ante el eclipse de Sol predicho para el 21 de agosto de 1560. ¿Cómo les era posible a los hombres conocer los movimientos de las estrellas y los planetas con tanta precisión que pudiesen anticipar sus posiciones con años de adelanto? Brahe dejó un legado enorme: un catálogo de las posiciones de exactamente mil una estrellas fijas. Superó al catálogo clásico de Ptolomeo y destruyó muchas de las viejas teorías.
Una gran virtud de la técnica experimental de Brahe fue la atención que le prestó a los posibles errores de sus mediciones. Insistía, y ello no tenía en 1580 precedentes, en que las mediciones se repitiesen muchas veces y a cada medida le acompañase una estimación de su exactitud. Se adelantó en mucho a su tiempo al poner tanto cuidado en presentar los datos con los límites de su fiabilidad. Como medidor y observador, Brahe no tuvo igual. Como teórico, dejó mucho que desear. Nacido sólo tres años después de la muerte de Copérnico, nunca aceptó del todo el sistema copernicano, que mantenía que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, como Ptolomeo había dicho muchos siglos antes. Las observaciones de Brahe le demostraron que el sistema ptolemaico no era válido, pero, aristotélico por educación, nunca pudo creer en la rotación de la Tierra, ni pudo abandonar la creencia de que la Tierra era el centro del universo. Al fin y al cabo, razonaba, si fuera verdad que la Tierra se mueve y uno disparase una bola de cañón en la dirección de rotación de la Tierra, debería llegar más lejos que si se la disparase en la dirección contraria, pero no es eso lo que ocurre. Así que Brahe propuso un compromiso: la Tierra permanecía inmóvil en el centro del universo, pero, al contrario que en el sistema ptolemaico, los planetas daban vueltas alrededor del Sol, que a su vez giraba en torno a la Tierra.
A lo largo de su carrera, Brahe tuvo muchos ayudantes extraordinarios. El más brillante de todos fue un extraño matemático-astrónomo místico llamado Johannes Kepler. Luterano devoto, alemán, Kepler habría preferido ser clérigo, de no haberle ofrecido las matemáticas una forma de ganarse la vida. La verdad sea dicha, suspendió los exámenes de calificación para el ministerio y cayó de bruces en la astronomía, con una dedicación secundaria a la astrología muy considerable. Aun así, estaba destinado a convertirse en el teórico que discerniría verdades simples y profundas en la montaña de datos observacionales de Brahe.
Kepler, protestante en un mal momento (la Contrarreforma barría Europa), fue un hombre frágil, neurótico, corto de vista, que en absoluto tuvo la seguridad en sí mismo de un Brahe o un Galileo. Toda la familia de Kepler fue un poquito rara. El padre de Kepler era mercenario, a su madre se la procesó por bruja y el propio Johannes dedicó muy buena parte de su tiempo a la astrología. Por fortuna, lo hacía bien, y gracias a ello pagó algunas facturas. En 1595 elaboró un calendario para la ciudad de Graz que predecía un invierno gélido, alzamientos campesinos e invasiones de los turcos; todo ello sucedió. Para ser justos con Kepler, hay que decir que no sólo él se pluriempleaba como astrólogo. Galileo preparó horóscopos para los Médicis, y Brahe también jugueteó con los pronósticos, pero no lo hizo tan bien: el eclipse lunar del 28 de octubre de 1566 hizo que predijera la muerte del sultán Solimán el Magnífico. Por desgracia, en ese momento el sultán ya había muerto.
Brahe trató a su ayudante de una forma bastante miserable: más como un posdoctorado, lo que Kepler era, que como un igual, lo que sin duda merecía ser. El desprecio encrespaba al sensible Kepler, y los dos tuvieron muchas peleas y otras tantas reconciliaciones, pues Brahe acabó por apreciar la brillantez de Kepler. En octubre de 1601 Brahe asistió a una cena y, como era su costumbre, bebió mucho más de la cuenta. Según la estricta etiqueta de la época, no era correcto abandonar la mesa durante una comida, y cuando por fin corrió como pudo al cuarto de baño, era demasiado tarde. «Algo de importancia» había estallado dentro de él. Once días después, moría. Ya había designado a Kepler ayudante principal suyo; en su lecho de muerte le confió todos los datos que había tomado a lo largo de su ilustre y bien financiada carrera, y le rogó que emplease su mente analítica para crear una gran síntesis que llevase adelante el conocimiento de los cielos. Ni que decir tiene que Brahe añadió que esperaba que Kepler siguiese la hipótesis ticónica del universo geocéntrico.
Kepler aceptó el deseo del agonizante, sin duda con los dedos cruzados, pues creía que el sistema de Brahe no valía nada. ¡Pero qué datos! No tenían par. Kepler estudió atentamente la información, en busca de los patrones que describiesen los movimientos de los planetas. Kepler rechazó de antemano los sistemas ticónico y ptolemaico por su engorrosidad. Pero tenía que partir de algún sitio. Así que, para empezar, tomó como modelo el sistema copernicano porque, con su sistema de órbitas circulares, no existía nada más elegante.
El místico que había en Kepler abrazó además la idea de un Sol colocado en el centro, que no sólo iluminaba los planetas sino que les proporcionaba la fuerza, o motivo, como se decía entonces, de sus movimientos. No sabía en absoluto cómo hacía esto el Sol —conjeturaba que debía de tratarse de algo por el estilo del magnetismo—, pero le preparó el camino a Newton. Fue uno de los primeros en defender que hace falta una fuerza para explicar el sistema solar.
Y, lo que no fue menos importante, halló que el sistema copernicano no ligaba del todo con los datos de Brahe. El viejo e iracundo danés le había enseñado bien a Kepler, le había infundido la práctica del método inductivo: pon un cimiento de observaciones, y sólo entonces asciende a las causas de las cosas. A pesar de su misticismo y de su reverencia hacia las formas geométricas, de su obsesión por ellas, Kepler se aferraba fielmente a los datos. De su estudio de las observaciones de Brahe —de las relativas a Marte sobre todo— sacó Kepler las tres leyes del movimiento planetario que, casi cuatrocientos años después, aún son la base de la astronomía planetaria moderna. No entraré en sus detalles aquí; sólo diré que la primera destruyó la bella noción copernicana de las órbitas circulares, noción que desde los días de Platón nadie había puesto en entredicho. Kepler estableció que los planetas describen en su movimiento orbital elipses en uno de cuyos focos está el Sol. El excéntrico luterano había salvado el copernicanismo y lo había liberado de los engorrosos epiciclos de los griegos; consiguió tal cosa al hacer que sus teorías siguiesen las observaciones de Brahe con la precisión de un minuto de arco.
¡Elipses! ¡Puras matemáticas! ¿O pura naturaleza? Si, como descubrió Kepler, los planetas describen elipses perfectas con el Sol en uno de los focos, entonces es que la naturaleza tiene que amar las matemáticas. Algo —quizá Dios— baja la vista hacia la Tierra y dice: «Me gustan las formas matemáticas». Coged una piedra y arrojadla. Trazará muy aproximadamente una parábola. Si no hubiese aire, la parábola sería perfecta. Además de matemático, Dios es amable y nos esconde la complejidad cuando no estamos listos para enfrentarnos a ella. Ahora sabemos que las órbitas no son elipses perfectas (a causa de la atracción de unos planetas sobre otros), pero las desviaciones eran con mucho demasiado pequeñas para que las pudieran apreciar los aparatos de Brahe.
El genio de Kepler quedaba a menudo oscurecido en sus libros por una abundante morralla espiritual. Creía que los cometas eran malos augurios, que el universo se dividía en tres regiones correspondientes a la Santísima Trinidad y que las mareas eran la respiración de la Tierra, a la que comparaba con un enorme animal vivo. (Esta idea de que se tome a la Tierra como un organismo ha resucitado hoy bajo la forma de la hipótesis Gaia).
Aun así, la mente de Kepler fue grande. El imperturbable sir Arthur Eddington, uno de los físicos más eminentes de su época, llamó en 1931 a Kepler «el precursor de la teoría física moderna». Eddington alabó a Kepler por haber exhibido un punto de vista similar al de los teóricos de la era cuántica. Kepler no buscó un mecanismo concreto que explicara el sistema solar, según Eddington, sino que «le guió un sentido de la forma matemática, un instinto estético de la adecuación de las cosas».
En 1597, mucho antes de que hubiese resuelto los detalles problemáticos, Kepler escribió a Galileo urgiéndole que apoyase el sistema copernicano. Con fervor típicamente religioso, le pedía a Galileo que «creyese y diese un paso adelante».
Galileo se negó a salir del reservado ptolemaico. Necesitaba pruebas. La prueba vino de un instrumento, el telescopio.
Las noches del 4 al 15 de enero de 1610 deben quedar como unas de las más importantes de la historia de la astronomía. En esas fechas, con un telescopio nuevo y mejorado que había construido él mismo, Galileo vio, midió y siguió la trayectoria de cuatro «estrellas» minúsculas que se movían cerca del planeta Júpiter. Se vio forzado a concluir que esos cuerpos se movían en órbitas circulares alrededor de Júpiter. Esta conclusión convirtió a Galileo a la concepción copernicana. Si había cuerpos que orbitaban alrededor de Júpiter, la idea de que todos los planetas y estrellas giraban alrededor de la Tierra era falsa. Como casi todos los conversos tardíos, sea a una noción científica o a una creencia religiosa o política, se volvió un defensor fiero y de una pieza de la astronomía copernicana. La historia atribuye el mérito a Galileo, pero deberíamos aquí honrar también al telescopio, que en sus capaces manos abrió los cielos.
La larga y compleja historia de su conflicto con la autoridad reinante se ha contado muchas veces. La Iglesia le sentenció a prisión perpetua por sus creencias astronómicas. (La sentencia se conmutó luego por la de arresto domiciliario permanente). Hasta 1822 no declaró un papa oficialmente reinante que el Sol podría estar en el centro del sistema solar. Y hasta 1985 no reconoció el Vaticano que Galileo fue un gran científico y que había sido injustamente condenado por la Iglesia.
Galileo fue culpable de una herejía menos célebre, pero que cae más cerca del meollo de nuestro misterio que las órbitas de Marte y Júpiter. En su primera visita a Roma para dar cuenta de sus trabajos de óptica física, llevó consigo una cajita que contenía fragmentos de un tipo de roca descubierto por unos alquimistas de Bolonia. Las piedras resplandecían en la oscuridad. A este mineral luminiscente se le llama hoy sulfuro de bario. Pero en 1611 los alquimistas le daban el nombre, mucho más poético, de «esponja solar».
Galileo llevó unos pedazos de esponja solar a Roma para que le ayudasen en su pasatiempo favorito: sacar de quicio a sus colegas aristotélicos. Mientras contemplaban en la oscuridad el resplandor del sulfuro de bario, no se les escapaba a dónde quería llegar su perverso colega. La luz era una cosa. Galileo había dejado la piedra al sol y luego la había llevado a la oscuridad, y la luz había sido llevada dentro de ella. Esto echaba por tierra la idea aristotélica de que la luz era simplemente una cualidad de un medio iluminado, de que era incorpórea. Galileo había separado la luz de su medio, la había movido por ahí a voluntad. Para un aristotélico católico, era como decir que uno puede coger la dulzura de la santísima Virgen y ponerla en una mula o en una piedra. Y ¿en qué consistía exactamente la luz? En corpúsculos invisibles, razonaba Galileo. ¡Partículas! La luz poseía una acción mecánica. Podía ser transmitida, golpear los objetos, reflejarse en ellos, penetrarlos. Al concebir que la luz era corpuscular, Galileo hubo de aceptar la idea de los átomos indivisibles. No estaba seguro de cómo actuaba la esponja solar, pero quizá una roca especial pudiese atraer a los corpúsculos luminosos como un imán atrae las limaduras de hierro, si bien él no suscribió esta teoría al pie de la letra. En cualquier caso, ideas como esta empeoraron la posición, ya precaria, de Galileo ante la ortodoxia católica.
El legado histórico de Galileo parece ligado inextricablemente a la Iglesia y a la religión, pero él no se habría visto a sí mismo como un hereje profesional o, da lo mismo, como un santo al que se acusa erróneamente. Por lo que a nosotros toca, era un físico, y muy grande, mucho más allá de su defensa del copernicanismo. Desbrozó el terreno en muchos campos nuevos. Combinó los experimentos y el pensamiento matemático. Cuando un objeto se mueve, decía, importa cuantificar su movimiento con una ecuación matemática. Siempre preguntaba: «¿Cómo se mueven las cosas? ¿Cómo? ¿Cómo?». No preguntaba: «¿Por qué? ¿Por qué cae esta esfera?». Era consciente de que sólo describía el movimiento, tarea bastante difícil ya para su época. Demócrito podría haber dicho el despropósito de que Galileo quería dejarle a Newton algo por hacer.
Muy compasivo señor:
Me van a matar, aunque vos quizá creáis que no, pero es verdad. Me van a dar la peor de las muertes. Es decir, ante la Justicia, a menos que vos me rescatéis con vuestras piadosas manos.
Así escribía el falsificador convicto William Chaloner —el más brillante e ingenioso malhechor de su tiempo— en 1698 al funcionario que por fin lo había cogido, enjuiciado y condenado. Chaloner había amenazado la integridad de la moneda inglesa, que por entonces consistía principalmente en piezas de oro y de plata.
El destinatario de esta petición desesperada era Isaac Newton, el gobernador (y pronto el «señor») de la Casa de la Moneda. Newton hacía su trabajo de supervisar la ceca, dirigir una vasta reacuñación y proteger la moneda contra falsificadores y recortadores, que rebañaban una parte del precioso metal de las monedas y las hacían pasar por completas. Este puesto, parecido al de secretario del Tesoro, mezclaba la alta política de las disputas parlamentarias con la persecución de criminales, bandidos, ladrones, blanqueadores de dinero y demás gente de mala vida que esquilmase la moneda del reino. La corona concedió a Newton, el científico preeminente de su época, el puesto como una sinecura, mientras seguía trabajando en cosas más importantes. Pero Newton se tomó el cargo en serio. Inventó una técnica para acanalar los bordes de las monedas y así derrotar a los recortadores. Asistía personalmente a las ejecuciones de los falsificadores en la horca. El puesto estaba lejísimos de la serena majestad de la vida que hasta entonces había llevado, durante la cual su obsesión por la ciencia y las matemáticas había dado lugar al más profundo avance en toda la historia de la filosofía natural, tanto, que no sería claramente superado hasta, quizá, la aparición de la teoría de la relatividad a principios de este siglo.
Por uno de esos azares de la cronología, Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo año (1642) en que Galileo moría. No se puede hablar de física sin hablar de Newton. Fue un científico de importancia trascendental. La influencia de sus logros en la humanidad es equiparable al de Jesús, Mahoma, Moisés y Gandhi, o al de Alejandro Magno, Napoleón y los de su cuerda. La ley universal de la gravitación de Newton y la metodología que creó ocupan la primera media docena de capítulos de cualquier libro de texto de física; conocerlas es esencial para quien quiera proseguir una carrera de científico o de ingeniero. Se ha dicho que Newton era modesto por su famosa afirmación: «Si he visto más lejos que casi todos es porque me alzaba sobre los hombros de gigantes», con lo que se refería, según se suele creer, a hombres como Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Otra interpretación, sin embargo, es que sólo le estaba tomando el pelo al más formidable de sus rivales científicos, Robert Hooke, que era bajísimo y pretendía, no sin alguna justicia, haber descubierto la gravedad antes.
He contado más de veinte biografías serias de Newton. Y la literatura que analiza, interpreta, extiende, comenta la vida y la ciencia de Newton es enorme. La biografía que escribió Richard Westfall en 1980 incluye diez densas páginas de fuentes. La admiración de Westfall por su personaje no tiene límites:
He tenido el privilegio de conocer, en diversos momentos, a hombres brillantes, hombres a quienes reconozco sin vacilar como mis superiores intelectualmente. Nunca, sin embargo, me he topado con uno con el que no estuviese dispuesto a medirme, de forma que pareciera razonable decir que soy la mitad de capaz, o la tercera parte, o la cuarta, pero, en todo caso, una fracción finita. El resultado final de mis estudios sobre Newton me ha servido para convencerme de que con él no hay medida posible. Se ha vuelto para mí otro por completo, uno de los contadísimos genios que han configurado las categorías del intelecto humano.
La historia del atomismo es la historia de un reduccionismo, del esfuerzo por reducir todas las operaciones de la naturaleza a un pequeño número de objetos primordiales. El reduccionista que más éxito tuvo fue Isaac Newton. Pasarían otros 250 años antes de que surgiese de las masas de Homo sapiens, en la ciudad alemana de Ulm, en 1879, quien posiblemente fuera su igual.
Para hacerse una idea de cómo actúa la ciencia hay que estudiar a Newton. Sin embargo, la instrucción newtoniana que se imparte a los alumnos del primer curso de física oscurece, demasiado a menudo, la fuerza y la amplitud de su síntesis. Newton desarrolló una descripción cuantitativa, y sin embargo global, del mundo físico que concordaba con las descripciones factuales del comportamiento de las cosas. Su legendaria conexión de la caída de la manzana y el movimiento periódico de la Luna expresa el poder sobrecogedor del razonamiento matemático. Una sola idea universal abarca tanto la caída de la manzana a tierra como el giro de la Luna alrededor de la Tierra. Newton escribió: «Deseo que podamos deducir el resto de los fenómenos de la naturaleza, mediante el mismo nivel de razonamiento, a partir de principios mecánicos, pues me inclino a sospechar que quizá todos dependan de ciertas fuerzas».
En la época de Newton se sabía cómo se mueven los objetos: la trayectoria de la piedra arrojada, la oscilación regular del péndulo, el movimiento por el plano inclinado abajo, la caída libre de objetos dispares, la estabilidad de las estructuras, la forma de una gota de agua. Lo que Newton hizo fue organizar estos y muchos otros fenómenos en un solo sistema. Concluyó que todo cambio de movimiento está causado por una fuerza y que la reacción del objeto ante ella guarda relación con una propiedad del objeto a la que llamó «masa». No hay escolar que no sepa que Newton enunció tres leyes del movimiento. La primera es una reformulación de un descubrimiento de Galileo: que no se requiere fuerza alguna para el movimiento constante, inmutado. La segunda ley es la que nos concierne aquí. Se centra en la fuerza, pero está inextricablemente emparejada con uno de los misterios de nuestro cuento: la masa. Y prescribe cómo la fuerza cambia el movimiento.
Generaciones de libros de texto se las han visto y deseado con las definiciones y la coherencia lógica de la segunda ley de Newton, que se escribe así: F = ma. Efe es igual a eme a, o la fuerza es igual a la masa multiplicada por la aceleración. En esta ecuación, Newton no define ni la fuerza ni la masa, así que no está claro si representa una definición o una ley de la física. Sin embargo, viéndoselas con la fórmula se llega, de alguna forma, a la más útil ley de la física que se haya concebido. Esta simple ecuación tiene un poder sobrecogedor y, pese a su inocente aspecto, resolverla puede costar Dios y ayuda. ¡Ajjj! ¡Ma-te-má-ti-cas! No os preocupéis, sólo hablaremos de ellas, no las haremos. Además, esta útil prescripción es la clave del universo mecánico, así que hay razones para que nos quedemos con ella. (Veremos dos fórmulas newtonianas. Para nuestros propósitos, llamemos a ésta fórmula I.)
¿Qué es a? Es la mismísima magnitud, la aceleración, que Galileo definió y midió en Pisa y en Padua. Puede ser la aceleración de cualquier objeto, una piedra, la lenteja de un péndulo, un proyectil de vertiginosa y amenazadora belleza o la nave espacial Apolo. Si no le ponemos límites al dominio de nuestra pequeña ecuación, a representará el movimiento de los planetas, las estrellas o los electrones. La aceleración es la medida del cambio de la velocidad en el tiempo. El pedal del acelerador de vuestro coche lleva el nombre apropiado. Si pasáis de 20 a 60 kilómetros por hora en 5 minutos, habréis conseguido cierto valor de a. Si pasáis de 0 a 90 kilómetros por hora en 10 segundos, habréis conseguido una aceleración mucho mayor.
¿Qué es m? A bote pronto, una propiedad de la materia. Se mide mediante la respuesta del objeto a una fuerza. Cuanto mayor sea m, menor será la respuesta (a) a la fuerza ejercida. A esta propiedad se le suele llamar inercia, y el nombre completo que se le da a m es «masa inercial». Galileo sacó a colación la inercia a fin de entender por qué un cuerpo en movimiento «tiende a preservar ese movimiento». Podemos, ciertamente, usar la ecuación para distinguir las masas. Aplíquese la misma fuerza —luego abordaremos a qué es la fuerza— a una serie de objetos, y úsense un cronómetro y una regla para medir el movimiento resultante, la cantidad a. Objetos con una m diferente tendrán una a diferente. Realícese una larga serie de experimentos de este estilo, en los que se compare la m de un gran número de objetos. Una vez los hayamos realizado con éxito, podremos fabricar arbitrariamente un objeto patrón, meticulosamente forjado en algún metal duradero. Imprímase en este objeto «1,000 kilogramo» (esa es nuestra unidad de masa) y colóquese en una urna en la Oficina de Patrones de las mayores capitales del mundo (la paz mundial ayuda). Tendremos así una forma de atribuirle un valor, un número m, a cualquier objeto. Será, simplemente, un múltiplo o una fracción de nuestro patrón de un kilogramo.
Muy bien, es suficiente por lo que respecta a la masa, pero ¿qué es F? La fuerza. ¿Qué es eso? Newton decía que era «el empuje de un cuerpo sobre otro», el agente causal del cambio de movimiento. ¿No es nuestro razonamiento en cierta forma circular? Probablemente, pero no hay que preocuparse; podemos usar la ley para comparar las fuerzas que actúan sobre un cuerpo patrón. Ahora viene la parte interesante. Una naturaleza pródiga nos proporciona las fuerzas. Newton pone la ecuación. Recordad que la ecuación vale para cualquier fuerza. De momento conocemos cuatro fuerzas en la naturaleza. En los días de Newton los científicos empezaban a saber algo sólo de una de ellas, la gravedad. La gravedad hace que los objetos caigan, los proyectiles describan su movimiento, los péndulos oscilen. La Tierra entera, que atrae a todos los objetos que estén sobre su superficie o cerca de ella, genera la fuerza que explica la gran variedad de movimientos posibles e incluso la ausencia de movimiento.
Entre otras cosas, podemos usar F = ma para explicar la estructura de objetos estacionarios, la lectora sentada en su silla o, ejemplo más instructivo, subida en su báscula de baño. La Tierra tira de la lectora con una fuerza. La silla o la escalera la empujan hacia arriba con una fuerza igual pero opuesta. La suma de las dos fuerzas sobre la lectora es cero, y no hay movimiento. (Todo esto pasa una vez ha salido a la calle y comprado este libro). La báscula dice lo que cuesta anular el tirón de la gravedad: 60 kilogramos o, en las naciones de poca cultura, que todavía no han adoptado el sistema métrico, 132 libras. «¡Oh-dios-mío!, la dieta empieza mañana». Es la fuerza de la gravedad, que actúa sobre la lectora. A eso es a lo que llamamos «peso», a la atracción, simplemente, de la gravedad. Newton sabía que el peso cambia, ligeramente en un valle profundo o en una montaña, mucho en la Luna. Pero la masa, la materia de que estáis hechos, lo que resiste a la fuerza, no cambia.
Newton no sabía que las atracciones y empujes de suelos, sillas, cuerdas, muelles, vientos y aguas son fundamentalmente eléctricos. No importa. El origen de la fuerza no afectaba a la validez de su famosa ecuación. Con ella cabía analizar los muelles, los bates de críquet, las estructuras mecánicas, la forma de una gota de agua o de la propia Tierra. Dada la fuerza, podemos calcular el movimiento. Si la fuerza es nula, el cambio de la velocidad también; es decir, el cuerpo sigue moviéndose a velocidad constante. Si se tira una pelota hacia arriba, su velocidad decrecerá hasta que, en el apogeo de su trayectoria, pare, y a partir de ese momento bajará con velocidad constante. Es la fuerza de la gravedad la que hace que sea así, porque apunta hacia abajo. Lanzad una bola al campo de béisbol. ¿Cómo nos explicamos el gracioso arco que describe? Descomponemos el movimiento en dos partes, una parte ascendente-descendente y una parte horizontal (indicada por la sombra de la bola en el suelo). En la parte horizontal no hay fuerzas (como Galileo, debemos despreciar la resistencia del aire, que es un pequeño factor de complicación). Por lo tanto, la velocidad del movimiento horizontal es constante. Verticalmente, tenemos el ascenso y luego el descenso hacia el guante del jugador. ¿El movimiento compuesto? ¡Una parábola! ¡Ea! Otra vez Él, demostrando su dominio de la geometría.
Suponiendo que sepamos la masa de la bola y que podamos medir su aceleración, su movimiento preciso se calculará gracias a F = ma. Su trayectoria está determinada: describirá una parábola. Pero hay muchas parábolas. Una bola a la que se batea con poca fuerza apenas llega al lanzador; un golpe poderoso obliga al recogedor central a correr hacia atrás. ¿Cuál es la diferencia? Newton llamaba a esas variables las condiciones de partida o iniciales. ¿Cuál es la velocidad inicial? ¿Cuál es la dirección inicial? La bola lo mismo sale derecha hacia arriba (en cuyo caso el bateador recibirá un coscorrón en la cabeza) que en una línea casi horizontal, con lo que caerá rápidamente al suelo. En todos los casos la trayectoria queda determinada por la velocidad y la dirección cuando empieza el movimiento, es decir, por las condiciones iniciales.
¡ESPERAD!
Ahora viene un punto profundamente filosófico. Dado un conjunto inicial para un cierto número de objetos y dado el conocimiento de las fuerzas que actúan en esos objetos, sus movimientos se pueden predecir… para siempre. El mundo, en la concepción de Newton, es predecible y determinado. Por ejemplo, suponed que todo está hecho en el mundo de átomos, raro pensamiento para sacarlo a relucir en la página 89 de este libro. Suponed que conocemos el movimiento inicial de cada uno de los miles y miles de millones de átomos, y suponed que conocemos la fuerza que actúa sobre cada átomo; suponed que algún ordenador cósmico, el padre de todos los ordenadores, pudiese calcular la localización futura de todos esos átomos. ¿Dónde estarán todos en algún instante futuro, por ejemplo en el Día de la Coronación? El resultado sería predecible. Entre esas miríadas de átomos habría un pequeño subconjunto llamado «lectora» o «Leon Lederman» o «el papa». Predicho, determinado…, con una libertad de elección que no sería sino una ilusión creada por una mente con un interés propio. La ciencia newtoniana era claramente determinista. Los filósofos posnewtonianos redujeron el papel del Creador a darle cuerda al mecanismo del universo y ponerlo en acción. Por lo tanto, el universo podía funcionar muy bien sin Él. (Puede que cabezas más frías que aborden estos problemas en los años noventa lo pongan en duda).
El impacto de Newton en la filosofía y la religión fue tan profundo como su influencia en la física. Y todo a partir de esa ecuación clave, F→ = ma→. Las flechas le recuerdan al estudiante que las fuerzas y las aceleraciones consiguientes apuntan en alguna dirección. Muchas magnitudes —la masa, la temperatura, el volumen, por ejemplo— no apuntan en el espacio a ninguna dirección. Pero los «vectores», las magnitudes del estilo de la fuerza, la velocidad y la aceleración, llevan todas pequeñas flechas.
Antes de que dejemos «Efe es igual a eme a», detengámonos un poco considerando su poder. Es la base de las ingenierías mecánica, civil, hidráulica y acústica, entre otras; sirve para entender la tensión superficial, el paso de los fluidos por las cañerías, la acción capilar, la deriva de los continentes, la propagación del sonido por el aire y por el acero, la estabilidad de estructuras como la torre Sears o uno de los puentes más maravillosos que hay, el Bronx-Whitestone Bridge, que se arquea graciosamente sobre las aguas de la bahía de Pelham. De chico, iba en bicicleta de mi casa en la Manor Avenue a las costas de la bahía de Pelham, donde observaba la construcción de esta hermosa estructura. Los ingenieros que diseñaron el puente conocían profundamente la ecuación de Newton; ahora, con ordenadores cada vez más veloces, no deja de crecer nuestra capacidad de resolver problemas mediante F = ma. ¡Diste en el clavo, Isaac Newton!
Prometí tres leyes y sólo he dado dos. La tercera se formula diciendo que «la acción es igual a la reacción». Con mayor precisión, dice que si un objeto A ejerce una fuerza sobre un objeto B, B ejerce una fuerza igual y opuesta sobre A. El poder de esta ley es que se extiende a todas las fuerzas, no importa cómo se generen, sean gravitatorias, eléctricas, magnéticas u otras.
El descubrimiento de Isaac N. que sigue en cuanto a profundidad a la segunda ley tiene que ver con la fuerza específica que él encontró en la naturaleza, la F de la gravedad. Recordad que la F de la segunda ley de Newton sólo significa fuerza, una fuerza cualquiera. Cuando se escoge una concreta para enchufarla en la ecuación, hay que definirla, cuantificarla primero para que la ecuación funcione. Ello quiere decir, Dios nos ayude, que hace falta otra ecuación.
Newton enunció una expresión para F (la gravedad) —es decir, para los casos en que la fuerza pertinente es la gravedad—, la ley universal de la gravitación. La idea es que todos los objetos ejercen fuerzas gravitatorias los unos sobre los otros que dependen de las distancias que los separen y de cuánta «pasta» contenga cada uno. ¿Pasta? Esperad un minuto. Aquí se notó la inclinación de Newton hacia la teoría atómica. Razonaba que la fuerza de la gravedad actúa sobre todos los átomos del objeto, no sólo, por ejemplo, sobre los de la superficie. La Tierra y la manzana ejercen la fuerza como un todo. Cada átomo de la Tierra atrae a cada átomo de la manzana. Y también, hemos de añadir, la manzana ejerce la fuerza sobre la Tierra; hay aquí una simetría terrible, pues la Tierra ha de elevarse infinitesimalmente hacia la manzana. El atributo de «universal» con que se califica la ley quiere decir que esa fuerza está en todas partes. Es también la fuerza de la Tierra sobre la Luna, del Sol sobre Marte, del Sol sobre Proxima Centauri, la estrella que más cerca está de él, a unos 5.000.000.000.000.000 kilómetros. En pocas palabras, la ley de la gravedad de Newton se aplica a todos lo objetos estén donde estén. La fuerza se extiende, disminuyendo conforme a la distancia que separe a los cuerpos. Los estudiantes aprenden que es una «ley de la inversa del cuadrado», lo que quiere decir que la fuerza se debilita según el cuadrado de la distancia. Si la separación de los dos objetos se duplica, la fuerza se debilita hasta no ser más que una cuarta parte de lo que fue; si la distancia se triplica, la fuerza disminuye hasta convertirse en un noveno, y así sucesivamente.
Como ya he mencionado, la fuerza también apunta hacia alguna parte; hacia abajo en el caso de la gravedad sobre la superficie de la Tierra, por ejemplo. ¿Cuál es la naturaleza de la contrafuerza, de la fuerza «hacia arriba», de la acción de la silla en el trasero de quien se sienta en ella, del impacto del bate de madera en la pelota o del martillo en el clavo, del empuje del gas helio que expande el globo, la «presión» del agua que impulsa un trozo de madera hacia arriba si por la fuerza se le sumerge, el «boing» que le hace botar a uno cuando se tiende en un somier, la deprimente incapacidad de atravesar las paredes que la mayoría padecemos? La respuesta, sorprendente, casi chocante, es que todas esas fuerzas «hacia arriba» son manifestaciones de la fuerza eléctrica.
Esta idea puede parecer extraña al principio. Al fin y al cabo, no notamos que haya cargas eléctricas que nos empujen hacia arriba cuando nos subimos a la báscula o nos sentamos en el sofá. La fuerza es indirecta. Como hemos aprendido de Demócrito (y de los experimentos del siglo XX), en la materia casi todo es espacio vacío y nada hay que no esté hecho de átomos. La fuerza eléctrica mantiene unidos los átomos y explica la rigidez de la materia. (La resistencia de los cuerpos a la penetración tiene también que ver con la mecánica cuántica). Esta fuerza es muy poderosa. En una pequeña báscula de baño metálica hay la suficiente para equilibrar la gravedad de la Tierra entera. Por otra parte, no se os ocurriría poneros de pie en medio de un lago o saltar de vuestro balcón en un décimo piso. En el agua, y especialmente en el aire, los átomos están demasiado separados para que ofrezcan el tipo de rigidez que equilibraría vuestro peso.
Comparada con la fuerza eléctrica que mantiene unida a la materia y le da su rigidez, la fuerza gravitatoria es debilísima. ¿Cuánto? En la clase de física que doy hago el siguiente experimento. Cojo una pieza de madera, digamos que de dos por cuatro y unos treinta centímetros de largo, y dibujo una línea a su alrededor, por la mitad. Levanto la pieza verticalmente y le pongo a la parte de arriba el nombre de «top» y a la de abajo el de «bot». Agarrando top, levanto la pieza y pregunto: «¿Por qué bot se mantiene en el aire cuando la Tierra entera tira de ella?». Respuesta: «Está firmemente unida a top por las fuerzas eléctricas cohesivas de los átomos de la madera. A top la sujeta Lederman». Correcto.
Para hacerse una idea de hasta qué punto la fuerza eléctrica con la que top tira de bot es mayor que la fuerza gravitatoria (la Tierra que tira de bot), corto con una sierra la madera por la mitad siguiendo la línea divisoria. (Siempre he querido ser un maestro de taller). En ese momento reduzco con mi sierra las fuerzas eléctricas que top ejercía sobre bot a, en esencia, nada. Ahora, a punto de caer al suelo la mitad inferior de la pieza de dos por cuatro, hay un tira y afloja por ella. Top, la mitad superior, contrarrestado su poder eléctrico por la sierra, tira aún hacia arriba de bot mediante su fuerza gravitatoria. La Tierra tira hacia abajo de bot con la suya. Adivinad quién gana. La mitad inferior de la pieza de dos por cuatro cae al suelo. Mediante la ecuación de la ley de la gravedad, podemos calcular la diferencia entre las dos fuerzas gravitatorias. Resulta que la gravedad de la Tierra sobre bot gana porque es más de mil millones de veces más fuerte que la gravedad de top sobre bot. (Fiaos de mí en esto). Conclusión: la fuerza eléctrica de top sobre bot antes de que la sierra empezase a cortar era por lo menos mil millones de veces más intensa que la gravedad de top sobre bot. Esto es lo mejor que puedo hacer en un aula. El número real es 1041, o ¡un 1 seguido de cuarenta y un ceros! Escribámoslo:
100.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000
No cabe hacerse una idea del número 1041, no hay forma, pero quizá esto sirva de algo. Pensad en un electrón y un positrón separados décimas de milímetros. Calculad su atracción gravitatoria. Calculad ahora a qué distancia deberían estar para que su fuerza eléctrica se redujese al valor de su atracción gravitacional. La respuesta es: cerca de quinientos billones de kilómetros (cincuenta años-luz). En este cálculo se presupone que la fuerza eléctrica decrece con el cuadrado de la distancia, lo mismo que la fuerza gravitatoria. ¿Sirve esto de algo? La gravedad domina los muchos movimientos que Galileo empezó a estudiar porque no hay ni una pizca de la Tierra que no atraiga a las cosas que estén cerca de la superficie. En el estudio de los átomos y de los objetos más pequeños, el efecto gravitatorio es demasiado pequeño para que se pueda percibir. En muchos otros fenómenos, la gravedad carece de importancia. Por ejemplo, en la colisión de dos bolas de billar (a los físicos les encantan las colisiones en cuanto herramientas del conocimiento), la influencia de la Tierra se elimina realizando el experimento en una mesa. Entonces sólo quedan las fuerzas horizontales que intervienen cuando las bolas chocan.
La ley universal de la gravitación de Newton proporcionó la F en todos los casos donde la gravitación cuenta. Ya dije que escribió su F de manera que la fuerza de cualquier objeto, la Tierra, por ejemplo, sobre cualquier otro, la Luna, por ejemplo, dependiera de la «pasta gravitatoria» contenida en la Tierra multiplicada por la que contenga la Luna. Para cuantificar esta profunda verdad, Newton enunció otra fórmula, en torno a la cual hemos estado revoloteando. Explicada con palabras, la fuerza de la gravedad entre dos objetos cualesquiera, llamémoslos A y B, es igual al producto de cierta constante numérica (que se suele denotar con el símbolo G), la pasta en A (denotémosla con MA) y la pasta en B (MB), todo ello dividido por el cuadrado de la distancia entre el objeto A y el objeto B. En símbolos:
F = G × (MA × MB / R2)
La llamaremos fórmula II. Hasta quienes sean anuméricos hasta la médula reconocerán la economía que supone nuestra fórmula. Para ser más concretos, suponed que A es la Tierra y B la Luna, si bien en la poderosa síntesis de Newton la fórmula se aplica a todos los cuerpos. Una ecuación específica para ese sistema de dos cuerpos tendría este aspecto:
F = G × (MTierra × MLuna / R2)
La distancia entre la Tierra y la Luna, R, es de unos 380.000 kilómetros. La constante G, por si queréis saberlo, es 6,67 × 10−11 en las unidades que miden las M en kilogramos y R en metros. Esta constante, conocida con precisión, mide la intensidad de la fuerza gravitatoria. No hace falta que os acordéis de memoria de este número, ni siquiera que lo tengáis muy en cuenta. Observad sólo que el −11 quiere decir que es muy pequeño. F llega a ser verdaderamente significativa sólo cuando al menos una de las M es enorme, la «pasta» entera de que está hecha la Tierra, por ejemplo. Si un Creador vengativo pudiese hacer G igual a cero, la vida llegaría a su fin muy deprisa. La Tierra tiraría por una tangente de su órbita elíptica alrededor del Sol, y el calentamiento global se invertiría de forma espectacular.
Lo apasionante es M, lo que llamamos masa gravitatoria. Dije que mide la cantidad de pasta en la Tierra y en la Luna, la pasta que, según nuestra fórmula, crea la fuerza de la gravedad. «Espere un segundo», oigo a alguien gruñir en la fila de atrás. «Usted tiene ahora dos masas. La masa (m) en F = ma (fórmula I) y la masa (M) en nuestra fórmula II nueva. ¿Qué pasa?». Muy perceptivo. Más que un desastre, es un problema a resolver.
Llamemos a estos dos tipos diferentes de masas la M mayúscula y la m minúscula. La M mayúscula es la pasta gravitatoria de un objeto, la que atrae a otro objeto. La m minúscula es la masa inercial, la pasta de un objeto que resiste a una fuerza y determina el movimiento resultante. Son dos atributos de la materia completamente diferentes. La perspicacia de Newton le hizo comprender que los experimentos efectuados por Galileo (¡acordaos de Pisa!) y muchos otros sugerían fuertemente que M = m. La pasta es exactamente igual a la masa inercial que aparece en la segunda ley de Newton.
Newton no sabía por qué esas dos magnitudes eran iguales; se limitó a darlo por bueno. Hasta hizo algunos experimentos inteligentes para estudiar su igualdad. Sus experimentos mostraron que eran iguales por lo menos hasta el 1 por 100; es decir, M/m = 1,00, o: M dividido por m da un 1 con dos decimales. Más de doscientos años después, se mejoró extraordinariamente este número. Entre 1888 y 1922, un noble húngaro, el barón Roland Eötvös, en una serie increíblemente inteligente de experimentos en los que usó péndulos con lenteja de aluminio, cobre, madera y otros materiales, demostró que la igualdad de esas dos propiedades de la materia tan diferentes era cierta con una precisión mejor que cinco partes en mil millones. Con matemáticas, se escribe así: M(gravedad) / m(inercia) = 1,000.000.000 más o menos 0,000.000.005. Es decir, está entre 1,000.000.005 y 0,999.999.995.
Hoy hemos confirmado esa razón hasta más de doce ceros tras la coma decimal. Galileo demostró en Pisa que dos esferas diferentes caen a la misma velocidad. Newton enseñó por qué. Como la M mayúscula es igual a la m minúscula, la fuerza de la gravedad es proporcional a la masa del objeto. Puede que la masa gravitatoria (M) de una bala de cañón sea mil veces la de una bola de un rodamiento. Esto significa que la fuerza gravitatoria sobre ella será mil veces mayor. Pero también significa que su masa inercial (m) reunirá una resistencia a la fuerza mil veces mayor que la opuesta por la masa inercial de la bola del rodamiento. Si se dejan caer estos dos objetos desde la torre, los dos efectos se anulan. La bala de cañón y la bola del rodamiento dan en el suelo a la vez.
La igualdad de M y m era una coincidencia increíble, y atormentó a los científicos durante siglos. Fue el análogo clásico del 137. Y en 1915 Einstein incorporó esta «coincidencia» a una profunda teoría, la teoría de la relatividad general.
Las investigaciones del barón Eötvös sobre M y m fueron su trabajo científico más aclamado, pero no, en absoluto, su mayor contribución a la ciencia. Entre otras cosas, fue un pionero de la ortografía. ¡Dos diéresis! Mayor importancia tuvo el interés que sintió por la educación de la ciencia y la formación de los profesores de enseñanza media, tema que me es cercano y querido. Los historiadores han señalado que los esfuerzos educativos del barón Eötvös condujeron a una explosión del genio: en la era Eötvös surgieron en Budapest lumbreras del calibre de los físicos Edward Teller, Eugene Wigner y Leo Szilard y del matemático John von Neumann. La producción de los científicos y matemáticos húngaros a principios del siglo XX fue tan prolífica que muchos observadores, por lo demás en sus cabales, creían que Budapest había sido colonizada por los marcianos conforme a un plan para infiltrarse en el planeta y controlarlo.
Los vuelos espaciales son una ilustración espectacular de la obra de Newton y Eötvös. Todos hemos visto el vídeo de la cápsula espacial: el astronauta suelta su bolígrafo, y éste flota cerca de él, en una exhibición deliciosa de «ingravidez». Por supuesto, el hombre y su bolígrafo no son en realidad ingrávidos. La fuerza de la gravedad sigue actuando. La Tierra tira de la masa gravitatoria de la cápsula, del astronauta y del bolígrafo. Mientras, las masas inerciales determinan el movimiento, como dicta la fórmula I. Como las dos masas son iguales, el movimiento es el mismo para todos los objetos. Los astronautas, el bolígrafo y la cápsula se mueven juntos en una danza ingrávida.
Otro enfoque consiste en considerar que el astronauta y el bolígrafo están en caída libre. Mientras la cápsula orbita alrededor de la Tierra, está, en realidad, cayendo hacia la Tierra. Orbitar no es otra cosa. La Luna, en cierto sentido, cae hacia la Tierra; si no llega a ella nunca es porque la superficie esférica de la Tierra está cayendo a la misma velocidad. Si nuestro astronauta está en caída libre y su bolígrafo también, entonces ambos se encuentran en la misma situación que los dos pesos que se dejan caer de la torre inclinada. En la cápsula o en caída libre, si el astronauta pudiese apañárselas para mantenerse sobre una báscula, leería cero.
De ahí que se diga lo de «ingrávido». En realidad, la NASA usa la técnica de la caída libre para entrenar a los astronautas. En las simulaciones de la ingravidez, se lleva a los astronautas a una gran altura en un reactor, y éste describe una serie de unas cuarenta parábolas (otra vez esa figura). En la parte de la parábola que corresponde a la zambullida, los astronautas experimentan la caída libre… la ingravidez. (No sin cierta incomodidad, sin embargo. Al avión se le conoce, de manera oficiosa, como la «cometa del vómito»).
Cosas de la era espacial. Pero Newton sabía todo lo que hay que saber acerca del astronauta y su bolígrafo. Si retrocedierais al siglo XVII, os contaría qué iba a pasar en el transbordador espacial.
Newton llevaba en Cambridge una vida de semirreclusión; hacía frecuentes visitas a la finca familiar en Linconshire. Casi todas las demás grandes mentes científicas de Inglaterra se pasaban por entonces la vida en Londres. De 1684 a 1687 trabajó laboriosamente en la que iba a ser su obra magna, los Philosophiae Naturalis Principia Magna. Esta obra sintetizó todos sus estudios previos sobre matemáticas y mecánica, buena parte de los cuales habían sido incompletos, tentativos, ambivalentes. Los Principia fueron una sinfonía completa, que abarcaba enteros veinte años de esfuerzos.
Para escribir los Principia, Newton tuvo que volver a calcular, a pensar, a revisar, y hubo de tener en cuenta nuevos datos —sobre el paso de los cometas, las lunas de Júpiter y Saturno, las mareas del estuario del Támesis y muchas otras cosas—. Ahí fue donde empezó a insistir en el espacio y el tiempo absolutos y expresó con rigor sus tres leyes del movimiento. Ahí desarrolló el concepto de masa como la cantidad de «pasta» contenida en un cuerpo: «La cantidad de materia es la que se origina conjuntamente de su densidad y su envergadura».
Este frenesí de producción creativa tenía sus efectos secundarios. Según el testimonio de un asistente que vivía con él:
Tanta es la concentración, tanta la seriedad de sus estudios, que come muy frugalmente, más aún, que a veces se olvida por completo de comer… En las raras ocasiones en que decidía almorzar en el salón… salía a la calle, se paraba, se daba cuenta de su error, se apresuraba a volver y, en vez de dirigirse al salón, volvía a sus habitaciones… Había ocasiones en que se ponía a escribir en el escritorio de pie, sin concederse a sí mismo la distracción de acercar una silla.
A tal punto llega la obsesión del científico creador.
Los Principia cayeron sobre Inglaterra, sobre Europa en realidad, como una bomba. Los rumores acerca de la publicación se difundieron con rapidez, aun antes de que saliese de las prensas. Entre los físicos y los matemáticos, la reputación de Newton ya era grande. Los Principia le catapultaron a la leyenda y atrajeron sobre él la atención de filósofos como John Locke y Voltaire. Fue un exitazo. Discípulos y acólitos, e incluso críticos tan eminentes como Christian Huygens y Gottfried Leibniz se unieron en la alabanza del alcance y la profundidad asombrosos de la obra. Su archirrival, Robert «Retaco» Hooke, rindió a los Principia de Newton el cumplido supremo al asegurar que eran un plagio de los trabajos del propio Hooke.
La última vez que visité la Universidad de Cambridge pedí que me dejaran ver una copia de los Principia; esperaba hallarla dentro de una urna de cristal, en una atmósfera de helio. Pero no, ahí estaba, la primera edición, ¡en la estantería de la biblioteca de física! Un libro que cambió la ciencia.
¿De dónde sacó Newton su inspiración? Había, también en este caso, una sustanciosa literatura sobre el movimiento planetario, incluidos algunos trabajos de Hooke muy sugerentes. Lo más probable es que estas fuentes le influyeran tanto como el poder de la intuición, según sugiere la vetusta historia de la manzana: Newton, se cuenta en ella, vio caer una manzana; la tarde se acababa; en el cielo apuntaba ya la Luna. Ese fue el nexo. La Tierra ejerce su atracción gravitatoria sobre la manzana, un objeto terrestre, pero la fuerza sigue y llega hasta la Luna, objeto celeste. La fuerza hace que la manzana caiga al suelo. Y que la Luna dé vueltas alrededor de la Tierra. Newton hizo actuar a sus ecuaciones, y todo quedó claro. A mediados de la década de 1680 Newton había combinado la mecánica celeste y la terrestre. La ley universal de la gravitación explicaba la intrincada danza del sistema solar, las mareas, el agrupamiento de las estrellas en galaxias, el agrupamiento de las galaxias en cúmulos, las visitas infrecuentes pero predecibles del cometa Halley y más. En 1969, la NASA envió tres hombres a la Luna en un cohete. El equipo requirió una tecnología de la era espacial, pero las ecuaciones fundamentales que se programaron en los ordenadores de la NASA para trazar la trayectoria de ida y vuelta a la Luna tenían trescientos años. Todas de Newton.
Hemos visto que a escala atómica, digamos que en el caso de la fuerza de un electrón sobre un protón, la fuerza gravitatoria es tan pequeña que nos haría falta un 1 seguido de cuarenta y un ceros para expresar su debilidad. Eso es… ¡débil! A escala macroscópica, la ley del inverso del cuadrado queda verificada por la dinámica de nuestro sistema solar. También se la puede comprobar en el laboratorio, pero con una gran dificultad, mediante una balanza sensible de torsión. Pero el problema que plantea la gravedad en los años noventa es el que sea la única de las cuatro fuerzas conocidas que no concuerda con la mecánica cuántica. Como se ha dicho antes, hemos descubierto partículas portadoras de fuerza asociadas a las interacciones débil, fuerte y electromagnética. Pero se nos escapa una partícula que esté relacionada con la gravedad. Le hemos dado un nombre al hipotético vehículo de la fuerza de la gravedad —gravitón—, pero no lo hemos detectado todavía. Se han construido dispositivos grandes y sensibles para detectar las ondas de gravedad que han de generar, allá por el espacio, los sucesos astronómicos catastróficos (una supernova, por ejemplo, un agujero negro que se come una estrella desafortunada o la improbable colisión de dos estrellas de neutrones). No se ha conseguido todavía. Pero la búsqueda sigue.
La gravedad es nuestro problema número uno a la hora de combinar la física de partículas y la cosmología. En esto somos un poco como los antiguos griegos, a la espera, atentos a que ocurra algo, incapaces de experimentar. Si pudiésemos machacar una estrella contra otra en vez de dos protones, veríamos realmente algunos fenómenos. Si los cosmólogos tienen razón y la del big bang es de verdad una buena teoría —y hace poco, en una reunión, me han asegurado que aún lo es—, hubo una fase al principio del universo en la que todas las partículas se encontraban en un espacio muy pequeño. La energía por partícula era enorme. La fuerza gravitatoria, intensificada por toda esa energía, que es equivalente a la masa, era una fuerza respetable en el dominio del átomo. La teoría cuántica rige al átomo. Si no introducimos la fuerza gravitatoria en la familia de las fuerzas cuánticas, nunca conoceremos los detalles del big bang ni, en realidad, la estructura más profunda de las partículas elementales.
La mayoría de los estudiosos de Newton coincide en que él creía que la materia estaba formada por partículas. La gravedad fue la única fuerza que Newton trató matemáticamente. Razonaba que la fuerza entre los cuerpos, sean la Tierra y la Luna o la Tierra y una manzana, tiene que ser consecuencia de la fuerza entre las partículas que los constituyen. Me atrevo a conjeturar que la invención por Newton del cálculo guarda alguna relación con su creencia en los átomos. Para conocer la fuerza que hay entre la Tierra y la Luna, hay que aplicar nuestra fórmula II. Pero ¿qué valor le damos a R, la distancia entre la Tierra y la Luna? Si la Tierra y la Luna fuesen muy pequeñas, no habría problema alguno en asignarle un valor a R. Sería la distancia entre los centros de los objetos. Sin embargo, sabemos cómo la fuerza de una partícula muy pequeña de la Tierra afecta a la Luna, y sumar todas las fuerzas de todas las partículas requiere la invención del cálculo integral, que es un procedimiento para la suma de un número infinito de infinitesimales. Y lo cierto es que Newton inventó el cálculo en y alrededor de ese año famoso, 1666, durante el cual se encontró, como dijo él mismo, en un estado «notablemente apropiado para la invención».
En el siglo XVII, las pruebas observacionales a favor del atomismo eran escasísimas. En los Principia, Newton dice que hemos de extrapolar a partir de las experiencias sensibles para entender cómo obran las partículas microscópicas que componen los cuerpos: «Como la dureza del todo dimana de la dureza de las partes, nosotros… inferimos con justeza la dureza de las partículas individidas, y no sólo de las de los cuerpos que percibimos, sino de las de todos los demás».
Sus investigaciones sobre la óptica le llevaron, como a Galileo, a suponer que la luz estaba formada por corpúsculos. Al final de su libro Opticks repasaba las ideas que entonces había sobre la luz y se atrevía a dar este paso anonadante:
¿No tienen las Partículas de los Cuerpos ciertos poderes, Virtudes o Fuerzas por los cuales actúan a distancia, no sólo sobre los rayos de luz para reflejarlos, refractarlos o doblarlos, sino también las unas sobre las otras para producir una gran parte de los fenómenos de la naturaleza? Pues es bien sabido que los cuerpos actúan los unos sobre los otros mediante las Atracciones de la Gravedad, Magnetismo y Electricidad, y estos casos muestran el tenor y curso de la naturaleza y hacen que no sea improbable que quizá haya más poderes atractivos que ésos… otros que se extiendan hasta distancias pequeñas aunque por ahora no se los haya observado; y quizás las atracciones eléctricas puedan extenderse hasta distancias pequeñas aun sin que las excite la fricción (la cursiva es mía).
Aquí hay presciencia, penetración e incluso, si queréis, indicios de la gran unificación, el Santo Grial de los físicos en los años noventa. ¿No llamaba Newton ahí a una búsqueda de fuerzas en el interior del átomo, las que hoy conocemos como interacciones fuerte y débil? ¿Fuerzas que sólo actúen a «distancias pequeñas», al contrario que la gravedad? Escribía a continuación:
Considerando todo esto, me parece probable que Dios formase al Principio la materia en la forma de partículas sólidas, con masa, duras, impenetrables, móviles… y al ser sólidas estas partículas primitivas… tan durísimas que nunca se desgasten o descompongan, no habiendo poder ordinario que pueda dividir lo que Dios Mismo hizo uno en la creación primera.
Las pruebas eran débiles, pero Newton les marcó a los físicos un rumbo cuyo sinuoso derrotero habría de encaminarse sin cesar hacia el micromundo de los quarks y los leptones. La búsqueda de una fuerza extraordinaria que dividiese «lo que Dios Mismo hizo uno» es hoy la frontera activa de la física de partículas.
En la segunda edición de Opticks, Newton defendió sus conclusiones en una serie de Queries, de cuestiones. Son tan perceptivas —y tan abiertas— que uno puede encontrar en ellas lo que quiera. Pero creer que Newton podría haber anticipado, de una manera profundamente intuitiva, la dualidad onda-partícula de la mecánica cuántica no estaría tan traído por los pelos. Una de las ramificaciones más inquietantes de la teoría de Newton es el problema de la acción a distancia. La Tierra tira de una manzana. Cae al suelo. El Sol tira de los planetas y éstos orbitan elípticamente. ¿Cómo? ¿Cómo pueden dos cuerpos, sin nada entre ellos salvo el espacio, transmitirse mutuamente una fuerza? Un modelo por entonces en boga proponía la hipótesis de un éter, cierto medio invisible e insustancial que impregnase el espacio entero, por medio del cual el objeto A pudiese hacer contacto con el objeto B.
Como veremos, James Clerk Maxwell tomó la idea del éter para que llevase sus ondas electromagnéticas. Esta idea fue destruida por Einstein en 1905. Pero como los de Paulina, los peligros del éter van y vienen, y hoy creemos que en una versión nueva del éter (en realidad el vacío de Demócrito y Anaximandro) es donde se esconde la Partícula Divina.
Newton acabó por rechazar la noción de que hubiese un éter. Su concepción atomista habría requerido un éter hecho de partículas, lo que le parecía objetable. Además, el éter habría de transmitir fuerzas sin estorbar el movimiento de, por ejemplo, los planetas en sus órbitas inviolables.
El siguiente párrafo de los Principia ilustra la actitud de Newton:
Hay una causa sin la cual esas fuerzas motivas no se propagarían por todas las partes de los espacios; sea esa causa un cuerpo central (un imán en el centro de la fuerza magnética, por ejemplo) u otra cosa que no haya aparecido aún. Pues he tomado el designio de dar sólo una noción matemática de estas fuerzas, sin entrar en sus causas y acciones.
Al oír esto, el público, si estuviera formado por físicos que asisten a un seminario actual, se pondría de pie y aplaudiría, pues Newton atina con la idea, muy moderna, de que una teoría se comprueba cuando concuerda con el experimento y la observación. Entonces, ¿y qué si Newton (y sus admiradores de hoy) no saben el porqué de la gravedad? ¿Qué crea la gravedad? Será una cuestión filosófica hasta que alguien muestre que la gravedad es una consecuencia de un concepto más profundo, una simetría, quizá, de un espacio-tiempo de más dimensiones.
Basta de filosofía. Newton hizo que nuestra persecución del á-tomo avanzara enormemente al establecer un sistema riguroso de predicción y síntesis que se podía aplicar a un vasto conjunto de problemas físicos. A medida que estos principios se fueron difundiendo, tuvieron, como hemos visto, una influencia profunda en artes prácticas como la ingeniería y la tecnología. La mecánica newtoniana y sus nuevas matemáticas son verdaderamente la base de una pirámide sobre la cual se construyen todos los pisos de las ciencias físicas y de la tecnología. Su revolución supuso un cambio de perspectiva en el pensamiento humano. Sin ese cambio, no habría habido ni revolución industrial ni persecución sistemática y continua de un conocimiento y una tecnología nuevos. Esto marca la transición de una sociedad estática que espera que las cosas ocurran a una sociedad dinámica que quiere conocer, sabedora de que conocer significa controlar. Y la impronta newtoniana supuso para el reduccionismo un poderoso empuje.
Las contribuciones de Newton a la física y a las matemáticas y su adhesión a un universo atomístico están claramente documentadas. Lo que aún permanece neblinoso es el influjo que en su obra científica tuvo su «otra vida», sus extensas investigaciones alquímicas y su devoción por la filosofía religiosa ocultista, sobre todo por las ideas herméticas que se remontan a la antigua magia sacerdotal egipcia. Estas actividades fueron en muy gran medida subrepticias. Profesor lucasiano en Cambridge (Stephen Hawking es quien hoy ocupa esa cátedra) y luego miembro de los círculos políticos londinenses, Newton no podía dejar que su devoción a esas prácticas religiosas subversivas fuese conocida, pues ello le habría puesto en una situación sumamente embarazosa, si es que no hubiese supuesto su total desgracia.
Podemos dejar a Einstein el último comentario sobre la obra de Newton:
Newton, perdóname; encontraste el camino que, en tu época, era casi el único posible para un hombre del más alto pensamiento y poder creativo. Los conceptos que creaste aún guían nuestro pensamiento físico, pero ahora sabemos que tendrán que ser reemplazados por otros muy alejados de la esfera de la experiencia inmediata, si nuestro propósito es un conocimiento más hondo de las relaciones existentes.
Una nota final sobre esta primera etapa, la era de la mecánica, la gran era de la física clásica. La frase «por delante de su tiempo» se ha usado demasiado. De todas formas, yo voy a hacerlo también. No me refiero a Galileo o Newton. Ambos estaban por completo en el tiempo que les correspondía, no llegaron tarde ni pronto. La gravedad, la experimentación, la medición, las demostraciones matemáticas…, todo ello se olfateaba en el aire. Galileo, Kepler, Brahe y Newton fueron aceptados —¡aclamados!— en su propia época, pues propusieron ideas que la comunidad científica estaba dispuesta a aceptar. No todos son tan afortunados.
Roger Joseph Boscovich, de Ragusa (ahora Dubrovnik) pero que pasó buena parte de su carrera en Roma, nació en 1711, dieciséis años antes de que Newton muriera. Boscovich fue un gran defensor de las teorías de Newton, pero veía algunos problemas en la ley de la gravitación. Dijo de ella que era un «límite clásico», una aproximación adecuada donde las distancias sean grandes. Decía que era «casi correcta pero hay diferencias con respecto a la ley de la inversa del cuadrado, si bien son muy ligeras». Conjeturó que esa ley clásica debía fallar por completo a escala atómica, donde las fuerzas de atracción son reemplazadas por una oscilación entre las fuerzas atractivas y las repulsivas. Un pensamiento asombroso para un científico del siglo XVIII.
Boscovich se enfrentó también al viejo problema de la acción a distancia. Como era, más que nada, un geómetra, se le ocurrió la idea de los campos de fuerza para explicar de qué manera ejercen las fuerzas su control sobre los objetos a distancia. Pero esperad, ¡que hay más!
Boscovich tuvo esta otra idea, verdaderamente demencial para el siglo XVIII (o quizá para cualquier siglo). La materia se compone de á-tomos invisibles e indivisibles, decía. Nada particularmente nuevo hasta ahí. Leucipo, Demócrito, Galileo, Newton y otros habrían estado de acuerdo con él. Pero ahora viene lo bueno: Boscovich decía que esas partículas no tenían tamaño; es decir, que eran puntos geométricos. Claramente, como tantas ideas científicas, ésta tuvo precursores; en la Grecia antigua, probablemente, por no mencionar los indicios que aparecen en las obras de Galileo. Como quizá recordéis de la geometría del bachillerato, un punto es justo un lugar; no tiene dimensiones. ¡Y ahí viene Boscovich, con su proposición de que la materia está compuesta por partículas que no tienen dimensiones! Dimos hace veinte años con una partícula que encaja en tal descripción. Se llama quark. Volveremos al señor Boscovich más adelante.