2 - El primer físico de partículas

Parecía sorprendido.

—¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que sólo quede un átomo? —dijo—. ¿En este pueblo?

Afirmé con la cabeza.

—Ahora mismo estamos sentados encima del nervio principal —dije.

CON DISCULPAS A HUNTER S. THOMPSON

Cualquiera puede entrar en coche (o caminando o en bicicleta) en el Fermilab, aunque sea el laboratorio científico más complejo del mundo. La mayoría de las instalaciones federales preservan beligerantemente su privacidad. Pero el negocio del Fermilab es descubrir secretos, no guardarlos. Durante los radicales años sesenta la Comisión de Energía Atómica, la AEC, le dijo a Robert R. Wilson, mi predecesor y el director del laboratorio que a la vez fue su fundador, que idease un plan para manejar a los estudiantes activistas en el caso de que llegaran a las puertas del Fermilab. El plan de Wilson era simple. Le dijo a la AEC que recibiría a los estudiantes solo, con un arma nada más: una clase de física. Sería tan letal, aseguró a la comisión, que dispersaría hasta a los más bravos cabecillas. Hasta el día de hoy, los directores del laboratorio tienen a mano una clase, por si hubiese una emergencia. Roguemos que nunca tengamos que recurrir a ella.

El Fermilab ocupa cerca de 30 kilómetros cuadrados de campos de cereales reconvertidos, unos ocho kilómetros al este de Batavia, Illinois, y alrededor de una hora de volante al oeste de Chicago. En la entrada a los terrenos por la Pine Street hay una gigantesca estatua de acero de Robert Wilson, quien, además de haber sido el primer director del Fermilab, fue en muy buena medida el responsable de su construcción, un triunfo artístico, arquitectónico y científico. La escultura, titulada Simetría rota, consiste en tres arcos que se curvan hacia arriba, como si fueran a cortarse en un punto a más de quince metros del suelo. No lo hacen, al menos no limpiamente. Los tres brazos se tocan, pero casi al azar, como si los hubieran construido diferentes contratistas que no se hablasen entre sí. La escultura tiene el aire de un «ay» por que sea así, en lo que no es muy distinta de nuestro universo. Si se camina a su alrededor, la enorme obra de acero aparece desde cada ángulo desapaciblemente asimétrica. Pero si uno se tumba de espaldas justo debajo de ella y mira hacia arriba, disfrutará del único punto privilegiado desde el que la escultura es simétrica. La obra de arte de Wilson casa de maravilla con el Fermilab, pues allí el trabajo de los físicos consiste en buscar las pistas de lo que sospechan es una simetría oculta en un universo de apariencia muy asimétrica.

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Cuando uno se adentra en los terrenos se cruza con la estructura más prominente del lugar. El Wilson Hall, el edificio de dieciséis plantas del laboratorio central del Fermilab, se eleva de un suelo de lo más llano, un poco como unas manos orantes dibujadas por Durero. El edificio está inspirado en una catedral francesa que Wilson visitó, la de Beauvais, empezada en el año 1225. La catedral de Beauvais tiene dos torres separadas por un presbiterio. El Wilson Hall, concluido en 1972, consta de dos torres gemelas (las dos manos en oración) unidas por galerías a distintas alturas y uno de los mayores atrios del mundo. El rascacielos tiene a la entrada un estaque donde se refleja, con un alto obelisco en uno de sus extremos. El obelisco, con el que terminaron las contribuciones artísticas de Wilson al laboratorio, se conoce como la Última Construcción de Wilson.

El Wilson Hall roza la raison d’étre del laboratorio: el acelerador de partículas. Enterrado unos nueve metros bajo la pradera, un tubo de acero inoxidable de unos pocos centímetros de diámetro describe un círculo de alrededor de seis kilómetros y medio de longitud a través de un millar de imanes superconductores que guían a los protones por un camino circular. El acelerador se llena de colisiones y de calor. Los protones corren por este anillo a velocidades cercanas a la de la luz hasta aniquilarse al chocar frontalmente contra sus hermanos los antiprotones. Estas colisiones generan momentáneamente temperaturas de unos diez mil billones (1016) de grados sobre el cero absoluto, muchísimo mayores que las del núcleo del Sol o la furiosa explosión de una supernova. Los científicos tienen aquí más derecho a llamarse viajeros del tiempo que esos que vemos en las películas de ciencia ficción. La última vez que semejantes temperaturas fueron «naturales» había pasado sólo una ínfima fracción de segundo tras el big bang, el nacimiento del universo.

Aunque es subterráneo, cabe discernir fácilmente el acelerador desde arriba gracias al talud de tierra de unos seis metros de altura que se alza en el suelo por encina del anillo. (Imaginad una rosquilla muy fina de más de seis kilómetros de circunferencia). Mucha gente supone que el propósito del talud es absorber la radiación del acelerador, pero si existe es, en realidad, porque Wilson era un tipo inclinado a la estética. Una vez terminada la construcción del acelerador se quedó muy frustrado porque no podía distinguir dónde estaba. Así que cuando los trabajadores cavaron los hoyos de los estanques de refrigeración dispuestos alrededor del acelerador, hizo que apilasen la tierra de modo que formara ese inmenso círculo. Para resaltarlo, construyó un canal de unos tres metros de ancho que lo rodea e instaló unas bombas móviles que lanzan surtidores de agua al aire. El canal, además de su efecto visual, tiene una función: lleva el agua refrigerante del acelerador. Es extraña la belleza del conjunto. En las fotos de satélites tomadas a unos 500 kilómetros sobre el suelo, el talud y el canal —que desde esa altura parecen un círculo perfecto— son la característica más nítida del paisaje del norte de Illinois.

Las 267 hectareas de tierra, más de dos kilómetros y medio cuadrados que encierra el anillo del acelerador, albergan una curiosa recuperación del pasado. El laboratorio está restaurando la pradera dentro del anillo. Se ha replantado buena parte de la hierba alta de la pradera original, casi extinguida por las hierbas europeas durante los últimos doscientos años, gracias a varios cientos de voluntarios que han ido recogiendo semillas de los restos de pradera que quedan en el área de Chicago. Cisnes trompeteros y gansos y grullas canadienses viven en las lagunas someras que salpican el interior del anillo.

Al otro lado de la carretera, al norte del anillo principal, hay otro proyecto de restauración: un pasto donde rumia una manada de cien búfalos. La manada se compone de animales traídos de Colorado y Dakota del Sur y de unos pocos de la propia Illinois, si bien los búfalos no han medrado en el área de Batavia desde hace ochocientos años. Antes de esa fecha abundaban las manadas donde hoy rumian los físicos. Los arqueólogos nos dicen que la caza del búfalo sobre los terrenos que ahora ocupa el Fermilab se remonta a hace nueve mil años, como demuestra la cantidad de cabezas de flecha encontradas en la región. Parece que una tribu de norteamericanos nativos, que vivía junto al cercano río Fox, envió durante siglos a sus cazadores a lo que ahora es el Fermilab; acampaban allí, cazaban sus piezas y volvían con ellas al asentamiento del río.

Hay a quienes los búfalos de hoy les dejan un tanto preocupados. Una vez, mientras yo promovía el laboratorio en el programa de Phil Donahue, una señora que vivía cerca de la instalación telefoneó. «El doctor Lederman hace que el laboratorio parezca bastante inofensivo —se quejaba—. Si es así, ¿por qué tienen todos esos búfalos? Todos sabemos que son sumamente sensibles al material radiactivo». Creía que los búfalos eran como los canarios de las minas, sólo que preparados para detectar radiactividad en vez de gas. Me imagino que se figuraba que yo no le quitaba ojo a la manada desde mi oficina del rascacielos, listo para salir corriendo hacia el aparcamiento en cuanto uno hincase la rodilla. La verdad es que los búfalos, búfalos son. Un contador Geiger es un detector de radiactividad mucho mejor y no come tanta hierba.

Conducid hacia el este por Pine Street, alejándoos del Wilson Hall, y llegaréis a varias instalaciones importantes más, entre ellas la del detector del colisionador (el CDF), que se ha diseñado para sacar el mayor partido de nuestros descubrimientos de la materia, y el recientemente construido Centro de Ordenadores Richard P. Feynman, cuyo nombre le viene del gran teórico del Cal Tech que murió hace sólo unos pocos años. Seguid conduciendo; acabaréis llegando a Eola Road. Girad a la derecha y tirad adelante durante un kilómetro y pico o así, y veréis a la izquierda una casa de campo de hace ciento cincuenta años. Ahí viví yo mientras fui el director: en el 137 de Eola Road. No son las señas oficiales. Es sólo el número que decidí ponerle a la casa.

Fue Richard Feynman, precisamente, quien sugirió que todos los físicos pusiesen un cartel en sus despachos o en sus casas que les recordara cuánto es lo que no sabemos. En el cartel no pondría nada más que esto: 137. Ciento treinta y siete es el inverso de algo que lleva el nombre de constante de estructura fina. Este número guarda relación con la probabilidad de que un electrón emita o absorba un fotón. La constante de estructura fina responde también al nombre de alfa, y sale de dividir el cuadrado de la carga del electrón por el producto de la velocidad de la luz y la constante de Planck. Tanta palabra no significa otra cosa sino que ese solo número, 137, encierra los meollos del electromagnetismo (el electrón), la relatividad (la velocidad de la luz) y la teoría cuántica (la constante de Planck). Menos perturbador sería que la relación entre todos estos importantes conceptos hubiera resultado ser un uno o un tres o quizás un múltiplo de pi. Pero ¿137?

Lo más notable de este notable número es su adimensionalidad. La velocidad de la luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. Abraham Lincoln medía 1,98 metros. La mayoría de los números vienen con dimensiones. Pero resulta que cuando uno combina las magnitudes que componen alfa, ¡se borran todas las unidades! El 137 está solo: se exhibe desnudo a donde va. Esto quiere decir que a los científicos de Marte, o a los del decimocuarto planeta de la estrella Sirio, aunque usen Dios sabe qué unidades para la carga y la velocidad y qué versión de la constante de Planck, también les saldrá 137. Es un número puro.

Los físicos se han devanado los sesos con el 137 durante los últimos cincuenta años. Werner Heisenberg proclamó una vez que todas las fuentes de perplejidad que hay en la mecánica cuántica se secarían en cuanto el 137 se explicase definitivamente. Les digo a mis alumnos de carrera que, si alguna vez se encuentran en un aprieto en una gran ciudad de cualquier parte del mundo, escriban «137» en un cartel y lo levanten en la esquina de unas calles concurridas. Al final, un físico acabará por ver que están en apuros y vendrá en su ayuda. (Que yo sepa, nadie ha puesto esto en práctica, pero debería funcionar).

Una de las historias maravillosas (pero no verificadas) que en el mundillo de la física se cuentan destaca la importancia del 137 y a la vez ilustra la arrogancia de los teóricos. Según este cuento, un notable físico matemático austriaco, y suizo por elección, Wolfgang Pauli, fue, se nos asegura, al cielo, y, por su eminencia como físico, se le concedió una audiencia con Dios.

Pauli, se te permite una pregunta. ¿Qué quieres saber?

Pauli hizo inmediatamente la pregunta que en vano se había esforzado en responder durante los últimos diez años de su vida: «¿Por qué es alfa igual a uno partido por ciento treinta y siete?».

Dios sonrió, cogió la tiza y se puso a escribir ecuaciones en la pizarra. Tras unos cuantos minutos, Él se volvió a Pauli, que hacía aspavientos. «Das ist falsch!». [¡Eso es un cuento chino!].

También se cuenta una historia verdadera —una historia verificable— que pasó aquí en la Tierra. Lo cierto es que a Pauli le obsesionaba el 137, y se tiró incontables horas ponderando su significado. Cuando su asistente le visitó en la habitación del hospital donde se le ingresó para la operación que le sería fatal, el teórico le pidió que se fijara cuando saliese en el número de la puerta. Era el 137. Ahí vivía yo: en el 137 de Eola Road.

Tarde por la noche con Lederman

Una noche, un fin de semana —volvía a casa tras una cena en Batavia—, conduje por los terrenos del laboratorio. En la Eola Road hay varios sitios desde los que se puede ver el edificio central elevándose en el cielo de la pradera. El domingo, a las once y media de la noche, el Wilson Hall da testimonio de lo intenso que es el sentimiento que mueve a los físicos a desvelar los misterios aún no resueltos del universo. Había luces encendidas arriba y abajo por los dieciséis pisos de las torres gemelas, cada uno con su cupo de investigadores de ojos cansados en pos de eliminar las pegas de sus impenetrables teorías sobre la materia y la energía. Por fortuna, pude volver a casa y meterme en la cama. Como director del laboratorio, mis obligaciones del turno de noche se habían reducido drásticamente. Podía dormir y dejar los problemas para la mañana siguiente en vez de pasarme la noche trabajando en ellos. Me sentía feliz esa noche por dormir en una cama de verdad en vez de tirado en el suelo del acelerador, a la espera de que salieran los datos. Sin embargo, no paraba de dar vueltas, preocupado con los quarks, con Gina, con los leptones, con Sophia… Finalmente, me puse a contar ovejas para sacarme la física de la cabeza: «… 134, 135, 136, 137…».

De pronto salté de la cama; una sensación de urgencia me empujaba fuera de casa. Saqué la bicicleta del granero, y —en pijama todavía, cayéndoseme las medallas de las solapas mientras pedaleaba— avancé con penosa lentitud hacia el edificio del detector del colisionador. Fue frustrante. Sabía que tenía que atender a un negocio muy importante, pero es que no podía hacer que la bicicleta se moviera más deprisa. Entonces me acordé de lo que me había dicho un psicólogo hacía poco: que hay un tipo de sueño, al que llaman lúcido, en el que quien sueña sabe que sueña. Y en cuanto lo sabes, me dijo el psicólogo, puedes hacer, dentro del sueño, lo que quieras. El primer paso es dar con una pista de que no estás en la vida real sino soñando. Fue fácil. Sabía condenadamente bien que era un sueño por la cursiva. Odio la cursiva. Cuesta demasiado leerla. Tomé el control de mi sueño. «¡Fuera la cursiva!», grité.

Vale. Esto está mejor. Puse el plato grande y pedaleé a la velocidad de la luz (uno puede hacer cualquier cosa en un sueño, ¿no?) hacia el CDF. Ay, demasiado deprisa: había dado ocho vueltas a la Tierra y vuelto a casa. Cambié a un plato más pequeño y pedaleé a doscientos agradables kilómetros por hora hacia el edificio. Hasta las tres de la mañana el aparcamiento estaba muy lleno; en los laboratorios de aceleradores los protones no paran cuando se hace de noche.

Silbando una cancioncilla fantasmal entré en el edificio del detector. El CDF es una especie de hangar industrial, donde todo está pintado de azul y naranja brillante. Las oficinas y las salas de ordenadores y de control están a lo largo de una de las paredes; el resto del edificio es un espacio abierto, concebido para albergar el detector, un instrumento de tres pisos de alto y 500.000 toneladas de peso. A unos doscientos físicos y el mismo número de ingenieros les llevó más de ocho años montar este particular reloj suizo de 500.000 arrobas. El detector es polícromo, de diseño radial: sus componentes se extienden simétricamente a partir de un pequeño agujero en el centro. El detector es la joya de la corona del laboratorio. Sin él, no podríamos «ver» qué pasa en el tubo del acelerador, ni qué atraviesa el centro del núcleo del detector. Lo que pasa es que, en el puro centro del detector, se producen las colisiones frontales de los protones y los antiprotones. Las piezas radiales de los elementos del detector vienen más o menos a concordar con el surtidor radial de los cientos de partículas que se producen en la colisión.

El detector se mueve por unos raíles gracias a los cuales puede sacarse este enorme aparato del túnel del acelerador al piso de ensamblaje para su mantenimiento periódico. Solemos programarlo para los meses de verano, cuando las tarifas eléctricas son más altas (si el recibo de la luz pasa de los diez millones de dólares al año, uno hace lo que puede para recortar los costes). Esa noche el detector estaba conectado. Se le había devuelto al túnel, y el pasadizo hacia la sala de mantenimiento estaba sellado con una puerta de acero de tres metros de grueso que bloquea la radiación. El acelerador se ha diseñado de tal forma que los protones y los antiprotones choquen (en su mayoría) en la sección del conducto que pasa por el detector (la «región de colisión»). La tarea del detector, claro está, es detectar y catalogar los productos de las colisiones frontales entre los protones y los p-barra (los antiprotones).

En pijama todavía, me encaminé a la segunda sala de control, donde se registran continuamente los hallazgos del detector. La sala estaba tranquila, tal y como cabía esperar de la hora que era. No deambulaban por el edificio soldadores o trabajadores del tipo que fuese haciendo reparaciones y otras operaciones de mantenimiento, lo que en el turno de día es corriente. Como es usual, las luces de la sala de control eran tenues, para ver y leer mejor el característico resplandor azulado de las docenas de monitores de ordenador. Los ordenadores de la sala de control del CDF eran Macintosh, los mismos microordenadores que podríais comprar para llevar vuestras cuentas o jugar al Cosmic Ozmo. Reciben la información de un inmenso ordenador «hecho en casa» que funciona en tándem con el detector a fin de poner orden en los residuos dejados por la colisión de los protones y los antiprotones. Ese ordenador hecho en casa es en realidad un depurado sistema de adquisición de datos, o DAQ, diseñado por algunos de los científicos más brillantes de las quince universidades, más o menos, de todo el mundo que colaboraron en la construcción del monstruo CDF. El DAQ se programa para que decida cuáles de las cientos o miles de colisiones que ocurren cada segundo son lo suficientemente interesantes o importantes para que se las analice y grabe en la cinta magnética. Los Macintosh controlan la gran variedad de subsistemas que recogen los datos.

Di un vistazo a la sala, y me fui fijando en las numerosas tazas de café vacías y en el pequeño grupo de físicos jóvenes, a la vez hiperexcitados y exhaustos, el resultado de demasiada cafeína y demasiadas horas de turno. A esta hora sólo se encuentran unos estudiantes graduados y jóvenes investigadores posdoctorales (los que acaban de sacar el doctorado), que carecen de la suficiente veteranía para que les toque un turno decente. Era notable el número de mujeres jóvenes, un bien raro en la mayoría de los laboratorios de física. El agresivo reclutamiento del CDF ha rendido sus beneficios, para placer y provecho del grupo.

Allá en la esquina se sentaba un hombre que no encajaba en absoluto en el cuadro. Era delgado, la barba desastrada, No es que pareciese muy diferente a los otros investigadores, pero, no sé cómo, me di cuenta de que no era miembro del equipo. Puede que fuese por la toga. Tenía la vista puesta en un Macintosh y una risa floja. Imaginaos, ¡riéndose en la sala de control del CDF! ¡En uno de los mayores experimentos que la ciencia haya concebido! Creí que lo mejor era que pusiese las cosas en su sitio.

LEDERMAN: Perdóneme. ¿Es usted el nuevo matemático que se suponía nos iban a mandar de la Universidad de Chicago?

EL TIPO DE LA TOGA: Ese es mi oficio, la ciudad no. El nombre es Demócrito. Vengo de Abdera, no de Chicago. Me llaman el Filósofo que Ríe.

LEDERMAN: ¿Abdera?

DEMÓCRITO: Localidad de Tracia, en Grecia propiamente dicha.

LEDERMAN: No recuerdo haber llamado a nadie de Tracia. No nos hace falta un filósofo que ríe. En el Fermilab soy yo quien cuenta todos los chistes.

DEMÓCRITO: Sí, he oído hablar del Director que Ríe. No se preocupe. Dudo que me quede aquí mucho tiempo; no, por lo menos, habida cuenta de lo que he visto hasta ahora.

LEDERMAN: Entonces, ¿por qué está usted ocupando un sitio en la sala de control?

DEMÓCRITO: Busco algo. Algo muy pequeño.

LEDERMAN: Ha venido al lugar apropiado. Lo pequeño es nuestra especialidad.

DEMÓCRITO: Eso me han dicho. Llevo buscándolo veinticuatro siglos.

LEDERMAN: ¡Ah, usted es ese Demócrito!

DEMÓCRITO: ¿Conoce a otro?

LEDERMAN: Ya sé. Usted es como el ángel Clarence en Qué bello es vivir, enviado aquí para decirme que no me suicide. La verdad es que estaba pensando en cortarme las muñecas. No somos capaces de encontrar el quark top.

DEMÓCRITO: ¡Suicidarse! Me recuerda a Sócrates. No, no soy un ángel. El concepto ese de inmortalidad apareció una vez muerto yo; lo hizo popular el cabeza hueca de Platón.

LEDERMAN: Pero, si no es inmortal, ¿cómo puede estar aquí? Usted murió hace más de dos mil años.

DEMÓCRITO: Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía.

LEDERMAN: Me resulta familiar.

DEMÓCRITO: Lo he cogido de uno que conocí en el siglo XVI. Pero, por responder a su pregunta, hago lo que llamáis un viaje por el tiempo.

LEDERMAN: ¿Un viaje por el tiempo? ¿Descubristeis los viajes por el tiempo en el siglo V a. C.?

DEMÓCRITO: El tiempo es una masa de pan. Va hacia adelante, va hacia atrás. Uno se monta en él y se baja, como vuestros surfistas de California. Cuesta hacerse una idea. Caray, si hasta hemos enviado a algunos de nuestros licenciados a vuestra era. Uno, Stephenius Hawking, ha armado todo un revuelo, he oído decir. Se especializó a «tiempo». Le enseñamos todo lo que sabe.

LEDERMAN: ¿Por qué no publicó usted su descubrimiento?

DEMÓCRITO: ¿Publicar? Escribí sesenta y siete libros y habría vendido montañas, pero el editor se negó a hacerles campañas de publicidad. Casi todo lo que sabéis de mí lo sabéis gracias a los escritos de Aristóteles. Pero déjeme que le ponga un poco al tanto. Viajé. Chico, ¡ya creo que viajé! Cubrí más territorio que cualquier otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi más climas y países, y escuché a más hombres famosos…

LEDERMAN: Pero Platón no podía ni verle. ¿Es verdad que a él le gustaban tan poco las ideas de usted que quiso que quemaran todos sus libros?

DEMÓCRITO: Sí, y esa cabra loca vieja y supersticiosa casi lo consiguió. Y luego ese fuego de Alejandría quemó, literalmente, mi reputación. Por eso los llamados modernos sabéis tan poco de la manipulación del tiempo. Ahora no oigo hablar nada más que de Newton, Einstein…

LEDERMAN: Entonces, ¿a qué viene esta visita a Batavia en los años noventa?

DEMÓCRITO: Sólo quiero comprobar una de mis ideas, una que, por desgracia, mis compatriotas abandonaron.

LEDERMAN: Apuesto a que se refiere al átomo, al átomo.

DEMÓCRITO: Sí, el á-tomo, la partícula última, indivisible e invisible. El ladrillo con el que se hace la naturaleza. He ido saltando por el tiempo adelante para ver hasta qué punto se ha refinado mi teoría.

LEDERMAN: Y su teoría era…

DEMÓCRITO: ¡Ya me está hartando, joven! Sabe muy bien cuáles son mis creencias. No se olvide: he estado brincando de siglo en siglo, decenio a decenio. Sé muy bien que los químicos del siglo XIX y los físicos del XX han estado dándoles vueltas a mis ideas. No me interprete mal; hicisteis bien. Si Platón hubiese sido tan sabio…

LEDERMAN: Sólo quería oírlo dicho con sus propias palabras. Conocemos su obra más que nada por los escritos de otros.

DEMÓCRITO: Muy bien. Vamos allá por enésima vez. Si sueno aburrido es porque hace poco le expliqué todo esto con detalle a ese tal Oppenheimer. Por favor, no me interrumpa con tediosas lucubraciones sobre los paralelismos entre la física y el hinduismo.

LEDERMAN: ¿Le gustaría oír mi teoría sobre el papel de la comida china en la violación de la simetría especular? Es tan válida como decir que el mundo está hecho de aire, tierra, fuego y agua.

DEMÓCRITO: ¿Por qué no se queda quietecito y me deja empezar por el principio? Siéntese cerca del Macintosh, o como se llame, y preste atención. Para que entienda mi obra, y la de todos nosotros los atomistas, hemos de remontarnos a hace dos mil seiscientos años. Tenemos que empezar doscientos años antes de que yo naciese, con Tales. Vivió alrededor del 600 a. C. en Mileto, una ciudad provinciana de Jonia, la tierra que llamáis ahora Turquía.

LEDERMAN: Tales también era filósofo, ¿no?

DEMÓCRITO: ¡Y qué filósofo! El primer filósofo griego. Pero la verdad es que los filósofos de la Grecia presocrática sabían muchas cosas. Tales era un matemático y un astrónomo consumado. Perfeccionó su formación en Egipto y Mesopotámia. ¿Sabe que predijo un eclipse de Sol que hubo al final de la guerra entre lidios y medas? Realizó uno de los primeros almanaques —tengo entendido que hoy les dejáis esta tarea a los campesinos— y enseñó a nuestros marinos a llevar un barco por la noche guiándose por la constelación de la Osa Menor. Fue además un consejero político, un avispado hombre de negocios y un buen ingeniero. A los filósofos de la Grecia arcaica se les respetaba no sólo por el hermoso laborar de sus mentes, sino también por sus talentos prácticos, o su ciencia aplicada, como diríais vosotros. ¿Hay alguna diferencia con los físicos de hoy?

LEDERMAN: De vez en cuando hemos sabido hacer algo útil. Pero lamento decir que nuestros logros suelen estar muy enfocados en un punto concreto, y entre nosotros hay muy pocos que sepan griego.

DEMÓCRITO: Entonces es una suerte para usted que yo hable en inglés, ¿a que sí? Sea como sea, Tales, como yo mismo, se hacía una pregunta básica: «¿De qué está hecho el mundo, y cómo funciona?». A nuestro alrededor vemos lo que parece un caos. Brotan las flores, y mueren. Las inundaciones destruyen la tierra. Los lagos se convierten en desiertos. Los meteoritos caen del cielo. Los tornados salen no se sabe de dónde. De tiempo en tiempo estalla una montaña. Los hombres envejecen y se vuelven polvo. ¿Hay algo permanente, una identidad soterrada, que persista a lo largo de tanto cambio? ¿Cabe reducir todo ello a reglas tan simples que nuestro pobre espíritu pueda entenderlas?

LEDERMAN: ¿Dio Tales una respuesta?

DEMÓCRITO: El agua. Tales decía que el agua era el elemento último y primario.

LEDERMAN: ¿Cómo se le ocurrió?

DEMÓCRITO: No es una idea tan loca. No estoy del todo seguro de qué pensaba Tales. Pero tenga esto en cuenta: el agua es esencial para el crecimiento, al menos para el de las plantas. Las semillas son de naturaleza húmeda. Pocas cosas hay que no desprendan agua cuando se las calienta. Y el agua es la única sustancia conocida que puede existir en forma sólida, líquida o gaseosa (como vaho o vapor). Quizá pensara que el agua podría transformase en tierra si se llevara el proceso más adelante. No sé. Pero Tales hizo que la ciencia, como vosotros la llamáis, tuviera un gran comienzo.

LEDERMAN: No estaba mal para tratarse del primer intento.

DEMÓCRITO: La impresión que hay por el Egeo es que los historiadores, Aristóteles sobre todo, les dieron a Tales y su grupo un mal palo. A Aristóteles le obsesionaban las fuerzas, la causación. Apenas si se puede hablar con él de nada más, y la tomó con Tales y sus amigos de Mileto. ¿Por qué el agua? ¿Y qué fuerza causa el cambio del agua rígida a la etérea? ¿Por qué hay tantas formas diferentes de agua?

LEDERMAN: En la física moderna, eh… en la física de estos tiempos se requieren fuerzas además de…

DEMÓCRITO: Tales y su gente podrían muy bien haber injertado la noción de causa en la naturaleza misma de su materia basada en el agua. ¡La fuerza y la materia unificadas! Dejemos esto para más tarde. Podrá entonces hablarme de esas cosas que llamáis gluones y supersimetría y…

LEDERMAN [mesándose frenéticamente los cabellos]: Esto… ¿y qué más hizo este genio?

DEMÓCRITO: Tenía algunas ideas convencionalmente místicas. Creía que la Tierra flotaba en agua. Creía que los imanes tenían alma porque pueden mover el hierro. Pero creía también, por mucho que haya a nuestro alrededor una gran variedad de «cosas», en la simplicidad, en que hay una unidad en el universo. Tales, para darle al agua un papel especial, combinaba una serie de argumentos racionales con todas las antiguallas mitológicas que tenía a mano.

LEDERMAN: Me imagino que Tales creía que Atlas, de pie sobre una tortuga, llevaba el mundo a cuestas.

DEMÓCRITO: Au contraire. Tales y sus colegas celebraron una importantísima reunión, seguramente en el reservado de un restaurante en el centro de Mileto. Y habiendo bebido una cierta cantidad de vino egipcio, mandaron a Atlas al garete y adoptaron un acuerdo solemne: «Del día de hoy en adelante, las explicaciones y teorías relativas a la manera en que el mundo funciona se basarán estrictamente en argumentos lógicos. Ni una superstición más. Que no se invoque más a Atenea, Zeus, Hércules, Ra, Buda, Lao-Tze. Veamos si podemos dar con ello por nosotros solos». Quizá sea este el acuerdo más importante jamás adoptado. Era el 650 a. C., un jueves por la noche seguramente; fue el nacimiento de la ciencia.

LEDERMAN: ¿Es que cree que nos hemos librado ya de la superstición? ¿No conoce a nuestros creacionistas? ¿Y a nuestros extremistas de los derechos de los animales?

DEMÓCRITO: ¿Aquí en el Fermilab?

LEDERMAN: No, pero no andan demasiado lejos. Pero dígame: ¿cuándo salió la idea esa de la tierra, del aire, del fuego y del agua?

DEMÓCRITO: ¡Eche el freno! Antes de que lleguemos a esa teoría vienen unos cuantos fulanos. Anaximandro, por decir sólo uno. Era un compañero joven de Tales, en Mileto. También Anaximandro ganó sus galones haciendo cosas prácticas, como, por ejemplo, confeccionarles a los marinos milesios un mapa del mar Negro. Al igual que Tales, andaba tras un ladrillo primario del que estuviese hecha la materia, pero decidió que no podía ser el agua.

LEDERMAN: Otro gran avance del pensamiento griego, qué duda cabe. ¿Cuál era su candidato, la baklava?

DEMÓCRITO: Ríase. Pronto llegaremos a vuestras teorías. Anaximandro fue otro genio práctico y, como su mentor Tales, empleó su tiempo libre en participar en el debate filosófico. La lógica de Anaximandro era bastante sutil. Consideraba que el mundo estaba compuesto por contrarios en guerra: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco. El agua extingue el fuego, el sol seca el agua, etcétera. Por lo tanto, la sustancia primaria del universo no podía ser el agua o el fuego o cualquier cosa que se caracterizase por uno de estos contrarios. En ello no habría simetría. Y usted sabe cuánto amamos los griegos la simetría. Por ejemplo, si toda la materia era originalmente agua, como decía Tales, entonces nunca habrían surgido el calor o el fuego, pues el agua no genera el fuego, sino que acaba con él.

LEDERMAN: Entonces, ¿qué propuso como sustancia primaria?

DEMÓCRITO: Lo que llamamos apeiron, que significa «sin bordes». El primer estado de la materia era una masa indiferenciada de proporciones enormes, posiblemente infinitas. Era la «pasta» primitiva, neutra entre los contrarios. Esta idea tuvo una profunda influencia en mi propio pensamiento.

LEDERMAN: ¿Así que ese apeiron era algo por el estilo de su á-tomo, excepto en que se trataba de una sustancia infinita, lo contrario a una partícula infinitesimal? ¿Eso no confunde más las cosas?

DEMÓCRITO: No; es que Anaximandro no se paraba ahí. El apeiron era infinito, tanto en el espacio como en el tiempo, pero además carecía de estructura; no tenía partes componentes. No era nada sino única y exclusivamente apeiron. Y si tienes que escoger una sustancia primaria, lo mejor es que tenga esa cualidad. De hecho, lo que quiero es llevarle a usted a una posición enojosa haciéndole ver que, tras dos mil años, vais a acabar por apreciar la presciencia de los míos. Lo que Anaximandro hizo fue inventar el vacío. Creo que vuestro A. M. Dirac acabó finalmente por darle al vacío, en los años veinte, las propiedades que se merecía. El apeiron de Anaxi fue el prototipo de mi propio «vacío», una nada en la que se mueven las partículas. Isaac Newton y James Clerk Maxwell lo llamaron éter.

LEDERMAN: Pero ¿qué pasa con la pasta, la materia?

DEMÓCRITO: Escuche esto [saca de su toga un rollo de pergamino, y se cuelga de la nariz unas gafas Magnavisión para leer, de las de precio reducido]: Anaximandro dice: «No del agua ni de ningún otro de los llamados elementos, sino de una sustancia diferente que carece de bordes vienen a la existencia todos los cielos y los mundos que hay en ellos. Las cosas perecen volviendo a las que les dieron el ser… los contrarios están en el uno y son separados de él». Ahora bien, sé que los tipos del siglo XX estáis siempre hablando de una materia y una antimateria que se crean en el vacío, que se aniquilan…

LEDERMAN: Claro que sí, pero…

DEMÓCRITO: Cuando Anaximandro dice que los contrarios estaban en el apeiron —llámelo usted un vacío, o llámelo éter— y se separaron de él, ¿no se parece a algo que decís vosotros?

LEDERMAN: Algo así, pero me interesan mucho más las razones por las que Anaximandro pensaba esas cosas.

DEMÓCRITO: No anticipó, por supuesto, la antimateria. Pero pensaba que en un vacío adecuadamente dotado, los contrarios podrían separarse: lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco, lo dulce y lo amargo. Hoy añadís lo positivo y lo negativo, el norte y el sur. Cuando se combinan, sus propiedades se anulan en un apeiron neutro. ¿No anda cerca?

LEDERMAN: ¿Y qué me dice de los demócratas y los republicanos? ¿Había un griego que se llamaba Republicas?

DEMÓCRITO: Muy gracioso. Anaximandro, por lo menos, intentó explicar el mecanismo que crea la diversidad a partir de un elemento primario. Y su teoría condujo a un número de subcreencias, algunas de las cuales hasta podría compartir usted seguramente. Anaximandro creía, por ejemplo, que el hombre evolucionó a partir de animales inferiores, que a su vez descendían de criaturas marinas. La más importante de sus ideas cosmológicas consistía en librarse no sólo de Atlas, sino hasta del océano de Tales que sostenía la Tierra. Imagínesela (sin que se le haya dado aún forma esférica) suspendida en el espacio infinito. No hay a dónde ir. Lo que estaría totalmente de acuerdo con las leyes de Newton si, como creían estos griegos, no hubiera nada más. Anaximandro pensaba también que tenía que haber más de un mundo o universo. Decía que había un número ilimitado de universos, todos perecederos, uno tras otro en sucesión.

LEDERMAN: ¿Como los universos alternativos de Star Trek?

DEMÓCRITO: Guárdese sus cuñas publicitarias. La idea de que hay innumerables universos llegó a ser muy importante para nosotros, los atomistas.

LEDERMAN: Espere un minuto. Me estoy acordando de algo que escribió usted y que, a luz de la cosmología moderna, me da escalofríos. Hasta me lo aprendí de memoria. Veamos: «Hay innumerables mundos de diferentes tamaños. En algunos no hay sol ni luna, en otros son mayores que en el nuestro, y los hay que tienen más de un sol y más de una luna».

DEMÓCRITO: Sí, los griegos compartimos algunas ideas con vuestro capitán Kirk. Pero vestimos mucho mejor. Comparo más bien mi idea a los universos burbuja sobre los que vuestros cosmólogos inflacionistas andan publicando artículos en estos días.

LEDERMAN: Por eso, la verdad, me quedé como quien ve visiones. Uno de sus predecesores, ¿no creía que el aire era el elemento último?

DEMÓCRITO: Se refiere a Anaxímenes, joven compañero de Anaximandro y el último del grupo de Tales. La verdad es que dio un paso atrás con respecto a Anaximandro y dijo; como Tales, que había un elemento primordial común, sólo que según él ese elemento era el aire, no el agua.

LEDERMAN: Debería haber hecho caso a su mentor; entonces habría descartado algo tan prosaico como el aire.

DEMÓCRITO: Sí, pero Anaxímenes dio con un inteligente mecanismo que explicaba la transformación de varias formas de materia a partir de esa sustancia primaria. De mis lecturas colijo que usted es uno de esos experimentadores.

LEDERMAN: Yeah. ¿Le supone a usted eso algún problema?

DEMÓCRITO: Me he dado cuenta de sus sarcasmos hacia buena parte de la teoría griega. Sospecho que sus prejuicios le vienen de que muchas de esas ideas, aun cuando el mundo que nos rodea nos sugiera que son verosímiles, no se prestan a una verificación experimental concluyente.

LEDERMAN: Es verdad. Los experimentadores quieren entrañablemente las ideas que pueden verificarse. Así es como nos ganamos la vida.

DEMÓCRITO: Podría entonces sentir más respeto por Anaxímenes; sus creencias se basaban en la observación. Teorizaba que los distintos elementos de la materia se separaban del aire mediante la condensación y la rarefacción. Se puede reducir el aire a rocío y viceversa. El calor y el frío transforman el aire en sustancias diferentes. Para ver cómo se conecta el calor con la rarefacción y el frío con la condensación, Anaxímenes aconsejaba que se realizase el siguiente experimento: espírese con los labios casi cerrados; el aire saldrá frío. Pero si se abre mucho la boca, el aliento será más caliente.

LEDERMAN: Al Congreso le encantaría Anaxímenes. Sus experimentos son más baratos que los míos. Y tanto darse aire…

DEMÓCRITO: Lo he cogido, pero quería disipar su idea de que los griegos de la Antigüedad no hacían ningún experimento. El mayor problema de los pensadores del estilo de Tales y Anaximandro era su creencia de que las sustancias se podían transformar: el agua podía volverse tierra; el aire, fuego. No puede pasar. Nadie se enfrentó a esta pega de nuestra filosofía hasta la aparición de dos de mis contemporáneos, Parménides y Empédocles.

LEDERMAN: Empédocles es el de la tierra, el aire, etcétera, ¿no? Refrésqueme las ideas sobre Parménides.

DEMÓCRITO: A menudo le llaman el padre del idealismo, porque ese necio de Platón tomó buena parte de su pensamiento, pero en realidad era un materialista de tomo y lomo. Hablaba mucho del Ser, pero su Ser era material. En esencia, Parménides sostenía que el Ser no podía ni empezar a existir ni desaparecer. La materia no podía andar entrando y saliendo de la existencia. Ahí está y no podemos destruirla.

LEDERMAN: Bajemos al acelerador y le enseñaré lo equivocado que estaba Parménides. Metemos materia en la existencia y la sacamos de ella todo el rato.

DEMÓCRITO: De acuerdo, de acuerdo. Pero es una noción importante. Parménides abrazaba una idea que a los griegos nos es muy querida: la de unicidad. La totalidad. Lo que existe, existe. Es completo y duradero. Tengo la impresión de que usted y sus colegas también abrazan la idea de unidad.

LEDERMAN: Sí, es un concepto duradero y entrañable. Nos esforzamos por alcanzar la unidad en nuestras creencias siempre que podemos. La gran unificación es una de nuestras obsesiones actuales.

DEMÓCRITO: Y la verdad es que no podéis hacer que exista nueva materia a voluntad. Creo que tenéis que añadir energía en el proceso.

LEDERMAN: Es verdad, y tengo la factura de la luz para probarlo.

DEMÓCRITO: Así que, en cierta forma, Parménides no andaba tan descaminado. Si se incluyen tanto la materia como la energía en lo que él llamaba Ser, entonces hay que darle la razón. El Ser, entonces, no puede empezar a existir ni desaparecer, al menos no de una forma total. Y sin embargo, los sentidos nos dicen otra cosa. Vemos que los árboles se queman hasta las raíces. Al fuego puede destruirlo el agua. El aire caliente del verano evapora el agua. Salen las flores, y mueren. Empédocles vio una forma de evitar esta contradicción aparente. Coincidía con Parménides en que la materia ha de conservarse, que no puede aparecer o desaparecer al azar. Pero discrepaba de Tales y Anaxímenes por lo que se refiere a que un tipo de materia pueda convertirse en otro. ¿Cómo, entonces, cabía explicar el cambio constante que vemos a nuestro alrededor? Hay sólo cuatro tipos de materia, dijo Empédocles. Sus tierra, aire, fuego y agua famosos. No se convierten en otros tipos de materia; son las partículas inmutables y últimas que forman los objetos concretos del mundo.

LEDERMAN: Esto ya es otra cosa.

DEMÓCRITO: Pensaba que le iba a gustar. Los objetos empiezan a existir por la mezcla de estos elementos, y dejan de serlo al separarse sus elementos. Pero los elementos mismos —la tierra, el aire, el agua, el fuego— ni empiezan a existir ni desaparecen, sino que permanecen inmutables. Ni que decir tiene que discrepo de él en cuanto a la identidad de estas partículas, pero por lo que se refiere a los principios fundamentales el suyo fue un salto intelectual importante. Sólo hay unos pocos ingredientes básicos en el mundo, y los objetos se construyen mezclándolos de muchísimas maneras. Por ejemplo, Empédocles dijo que el hueso se compone de dos partes de tierra, dos de agua y cuatro de fuego. Por ahora se me escapa cómo llegó a esta receta.

LEDERMAN: Probamos la mezcla de aire-tierra-fuego-agua y lo único que nos salió fue barro caliente con burbujas.

DEMÓCRITO: Pon la discusión en manos de un «moderno», que ya la degradará.

LEDERMAN: ¿Y qué pasa con las fuerzas? Parece que los griegos no os disteis cuenta de que además de las partículas hacen falta fuerzas.

DEMÓCRITO: Yo tengo mis dudas, pero Empédocles estaría de acuerdo. Cayó en la cuenta de que eran necesarias fuerzas para fundir estos elementos y formar así otros objetos, y sacó a colación dos: el amor y la discordia; el amor para que las cosas se junten, la discordia para separarlas. Quizá no sea muy científico, pero los científicos de su época, ¿no tienen acaso un sistema de creencias similar sobre el universo? ¿Unas cuantas partículas y un conjunto de fuerzas? ¿No se les da a veces nombres caprichosos?

LEDERMAN: En cierta forma, sí. Tenemos lo que llamamos el «modelo estándar», según el cual cabe explicar todo lo que sabemos del universo con la interacción de una docena de partículas y cuatro fuerzas.

DEMÓCRITO: Ahí lo tiene. No parece que la visión del mundo de Empédocles suene tan diferente, ¿no? Dijo que se podía explicar el universo con cuatro partículas y dos fuerzas. Vosotros sólo habéis añadido unas cuantas más, pero la estructura de ambos modelos es parecida, ¿o no?

LEDERMAN: Sin duda, pero no coincidimos en el contenido: fuego, tierra, discordia…

DEMÓCRITO: Bueno, supongo que algo tendréis que enseñar tras dos mil años de trabajo duro. Pero, no, yo tampoco acepto el contenido de la teoría de Empédocles.

LEDERMAN: Entonces, ¿en qué cree usted?

DEMÓCRITO: ¡Ah, ahora entramos en materia! La obra de Parménides y Empédocles preparó el terreno para la mía. Creo en el á-tomo, o átomo, que no se puede partir. El átomo es el ladrillo de que está hecho el universo. Toda materia se compone de disposiciones diversas de átomos. Es la cosa más pequeña que hay en el universo.

LEDERMAN: ¿Teníais en el siglo V a. C. los instrumentos necesarios para hallar objetos invisibles?

DEMÓCRITO: No exactamente para «hallarlos».

LEDERMAN: ¿Para qué entonces?

DEMÓCRITO: Quizá «descubrir» sea una palabra mejor. Descubrí el átomo mediante la Razón Pura.

LEDERMAN: Lo que está diciéndome es que sólo pensó en ello. No se molestó en hacer algún experimento.

DEMÓCRITO [con gestos se refiere a las secciones lejanas del laboratorio]: Algunos experimentos los hace mejor la mente que los mayores y más precisos instrumentos.

LEDERMAN: ¿Qué le dio a usted la idea de los átomos? Fue, he de admitirlo, una hipótesis brillante. Pero va mucho más lejos que las ideas que la precedieron.

DEMÓCRITO: El pan.

LEDERMAN: ¿El pan? ¿Para ganárselo se le ocurrió a usted?

DEMÓCRITO: No hablo de ese pan. Fue antes de la era de las subvenciones. Me refiero al pan de verdad. Un día, durante un prolongado ayuno, alguien entró en mi estudio con un pan recién sacado del horno. Antes de verlo ya sabía que era pan. Pensé: una esencia invisible del pan ha viajado hasta llegar a mi nariz griega. Hice una nota sobre los olores y reflexioné sobre otras «esencias viajeras». Un charco de agua se encoge y acaba por desaparecer. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Es posible que, como le pasaba a mi pan caliente, salten del charco unas esencias invisibles del agua y viajen largas distancias? Un montón de pequeñeces así; las ves, piensas en ellas, hablas de ellas. Mi amigo Leucipo y yo discutimos días y días, a veces hasta que salía el Sol y nuestras mujeres venían con un garrote a por nosotros. Al final llegamos a la conclusión de que si todas las sustancias estaban hechas de átomos, invisibles porque eran demasiado pequeños para el ojo humano, tendríamos demasiados tipos diferentes: átomos de agua, átomos de hierro, átomos de pétalos de margarita, átomos de las patas de delante de una abeja. Un sistema tan feo que no sería griego. Entonces se nos ocurrió una idea mejor. Ten sólo unos cuantos estilos de átomos, el liso, el basto, el redondo, el angular, y un número selecto de formas diferentes, pero un suministro de cada tipo infinito. Ponlos entonces en el espacio vacío. (¡Chico, tendrías que haber visto toda la cerveza que tomamos para entender el espacio vacío! ¿Cómo defines «nada en absoluto»?). Que esos átomos se muevan al azar. Que se muevan sin cesar, que choquen ocasionalmente y a veces se peguen y junten. Entonces una colección de átomos hará el vino, otra el vaso en que se sirve, el queso ditto feta, la baklava y las aceitunas.

LEDERMAN: ¿No arguyó Aristóteles que esos átomos caerían naturalmente?

DEMÓCRITO: Ese es su problema. ¿No se ha quedado nunca mirando las motas de polvo que danzan en un haz de luz que entra en una habitación a oscuras? El polvo se mueve en todas y cada una de las direcciones, justo como los átomos.

LEDERMAN: ¿Cómo llegó a la idea de la indivisibilidad de los átomos?

DEMÓCRITO: En mi cabeza. Imagínese un cuchillo de bronce pulido. Le pedimos a nuestro sirviente que se pase el día entero afilando el borde hasta que pueda cortar una brizna de hierba cogida por la otra punta. Satisfecho por fin, me pongo manos a la obra. Cojo un trozo de queso…

LEDERMAN: ¿Feta?

DEMÓCRITO: Por supuesto. Lo parto en dos con el cuchillo. Y así una y otra vez, hasta que me quede una pizca tan pequeña que no pueda cogerla. Entonces pienso que si yo mismo fuera mucho más pequeño, la pizca me parecería mucho mayor y podría cogerla, y con el cuchillo mejor afilado todavía, podría partirla y partirla. Y entonces tengo que reducirme a mí mismo otra vez mentalmente, al tamaño de un grano en la nariz de una hormiga. Sigo partiendo el queso. Si el proceso se repite lo suficiente, ¿sabe cuál sería el resultado?

LEDERMAN: Claro, un feta-compli.

DEMÓCRITO [gruñe]: Hasta el Filósofo que Ríe se queda sin palabras ante un chiste horrible. Si puedo continuar… Acabaré por llegar a un trozo de pasta tan duro que no se podrá cortarlo nunca, aun cuando hubiera tantos sirvientes como para afilar el cuchillo durante cien años. Creo que, por necesidad, el objeto más pequeño no puede partirse. Es inconcebible que podamos seguir partiendo para siempre, como dicen algunos a los que llaman doctos filósofos. Ahora tenemos el objeto último que no cabe partir, el atomos.

LEDERMAN: ¿Y usted planteó esa idea en la Grecia del siglo V a. C.?

DEMÓCRITO: Sí, ¿por qué? ¿Son tan diferentes vuestras ideas hoy?

LEDERMAN: Bueno, la verdad es que son casi las mismas. Lo que pasa es que odiamos que usted lo haya publicado antes.

DEMÓCRITO: Pero lo que los científicos llamáis átomo no es lo que yo tenía en mente.

LEDERMAN: Ah, eso es culpa de algunos químicos del siglo XIX. No, nadie cree hoy que los átomos de la tabla periódica de los elementos —el hidrógeno, el oxígeno, el carbón, etcétera— sean objetos indivisibles. Esos tíos corrieron demasiado. Creyeron que habían encontrado los átomos en que usted pensaba. Pero faltaban todavía muchos cortes de cuchillo antes del queso último.

DEMÓCRITO: ¿Y hoy ya lo habéis encontrado?

LEDERMAN: Los habéis encontrado. Hay más de uno.

DEMÓCRITO: Sí, claro. Leucipo y yo creíamos que había muchos.

LEDERMAN: Pensaba que Leucipo no existió en realidad.

DEMÓCRITO: Dígaselo a la señora de Leucipo. ¡Ah, ya sé que algunos eruditos piensan que era un personaje ficticio! Pero era tan real como el Macintosh este o como se llame [da un golpe en la parte de arriba del ordenador], sea lo que sea. Leucipo era de Mileto, como Tales y los demás. Y elaboramos juntos nuestra teoría atómica, así que cuesta recordar a quién se le ocurrió qué. Sólo porque era unos pocos años mayor, dicen que fue mi maestro.

LEDERMAN: Pero fue usted quien insistió en que había muchos átomos.

DEMÓCRITO: Sí, de eso sí me acuerdo. Hay un número infinito de unidades indivisibles. Difieren en tamaño y forma, pero aparte de eso no tienen ninguna otra propiedad real que no sea la solidez, que no sea la impenetrabilidad.

LEDERMAN: Tienen forma pero por lo demás carecen de estructura.

DEMÓCRITO: Sí, es una buena manera de expresarlo.

LEDERMAN: Así que, en su modelo estándar, por así llamarlo, ¿cómo relaciona usted las cualidades de los átomos con las de las cosas que forman?

DEMÓCRITO: Bueno, no es tan específico. Concluimos que las cosas dulces, por ejemplo, estaban hechas de átomos lisos y las amargas de átomos cortantes. Lo sabemos porque hieren la lengua. Los líquidos están compuestos por átomos redondos y los átomos metálicos tienen pequeños rizos que los mantienen juntos. Por eso son los metales tan duros. El fuego lo componen pequeños átomos esféricos, y lo mismo el alma del hombre. Como Parménides y Empédocles teorizaron, no puede nacer ni destruirse nada que sea real. Los objetos que vemos alrededor cambian constantemente, pero eso es porque están hechos de átomos, que pueden ensamblarse y desensamblarse.

LEDERMAN: ¿Cómo ocurre ese ensamblarse y desensamblarse?

DEMÓCRITO: Los átomos están en constante movimiento. A veces, cuando tienen formas que encajan, se combinan, y así se crean objetos lo suficientemente grandes para que los podamos ver: los árboles, el agua, las dolmades. Ese movimiento constante puede hacer también que los átomos se separen y engendrar el cambio aparente de la materia que vemos a nuestro alrededor.

LEDERMAN: Pero ¿no se crea materia nueva ni se destruye en términos atómicos?

DEMÓCRITO: No. Es una ilusión.

LEDERMAN: Si toda sustancia se crea a partir de estos átomos esencialmente desprovistos de características, ¿por qué son tan diferentes los objetos? ¿Por qué las rocas son duras, por ejemplo, y las ovejas blandas?

DEMÓCRITO: Es fácil. Dentro de las cosas duras hay menos espacio vacío. Los átomos están densamente empaquetados. En las cosas blandas hay más espacio.

LEDERMAN: Así que los griegos aceptabais el concepto de espacio. El vacío.

DEMÓCRITO: Sin duda. Mi compañero Leucipo y yo inventamos el átomo. Por lo tanto, necesitábamos algún sitio donde ponerlo. Leucipo se lió del todo (y emborrachó un poco) tratando de definir el espacio vacío en el que pudiéramos poner nuestros átomos. Si está vacío, no es nada, y ¿cómo puede definirse nada? Parménides tenía una prueba acorazada de que el espacio vacío no puede existir. Al final decidimos que su prueba no existía. [Se ríe entre dientes] Menudo problema. Hártate de vino de retsina. Durante la época del aire-tierra-fuego-agua, se consideró que el vacío era la quinta esencia (quintaesencial es vuestra palabra). Fue para nosotros un verdadero problema. Los modernos, ¿aceptáis el vacío sin rechistar?

LEDERMAN: No hay más remedio. Nada funciona sin, bueno, la nada. Pero incluso hoy en día es un concepto difícil y complejo. Sin embargo, como usted nos recordó, nuestra «nada», el vacío, siempre está lleno de conceptos teóricos: el éter, la radiación, un mar de energía negativa, el Higgs. Como un cuarto trastero. No sé qué haríamos sin él.

DEMÓCRITO: Puede imaginarse lo difícil que era en el 420 a. C. explicar el vacío. Parménides había negado la realidad del espacio vacío. Leucipo fue el primero que dijo que no podría haber movimiento sin un vacío, luego el vacío había de existir. Pero Empédocles sacó un inteligente truco que engañó a la gente por un tiempo. Dijo que el movimiento podía tener lugar sin espacio vacío. Fijaos en un pez que nada por el océano, dijo. La cabeza aparta el agua, y ésta se mueve de forma instantánea al espacio que deja en la cola el pez en movimiento. Los dos, el pez y el agua, están siempre en contacto. Olvídense del espacio vacío.

LEDERMAN: ¿Y la gente se tragó ese argumento?

DEMÓCRITO: Empédocles era un hombre brillante, y ya antes había demolido eficazmente argumentos a favor del vacío. Los pitagóricos, por ejemplo —contemporáneos de Empédocles—, aceptaban el vacío por la razón obvia de que las unidades han de estar separadas.

LEDERMAN: ¿No eran esos los filósofos que se negaban a comer judías?

DEMÓCRITO: Sí, y en la época que sea no es tan mala idea. Otras creencias suyas eran banales, como que uno no debía sentarse encima de un celemín o estar sobre los recortes de las uñas de sus propios pies. Pero además hicieron en matemáticas y en geometría algunas cosas interesantes, como usted bien sabe. En el asunto del vacío, sin embargo, Empédocles se la tuvo con ellos porque decían que el vacío está relleno de aire. Para destruir su argumento le bastó con mostrar que el aire era corpóreo.

LEDERMAN: Entonces, ¿cómo llegó usted a aceptar el vacío? Usted respetaba el pensamiento de Empédocles, ¿no?

DEMÓCRITO: En efecto, y este punto me tuvo frustrado mucho tiempo. El vacío me crea problemas. ¿Cómo lo describo? Si de verdad no es nada, entonces ¿cómo puede existir? Mis manos están tocando su escritorio. Yendo hacia él, mis palmas han sentido el suave roce del aire que, entre mí y su superficie, rellena el vacío. Pero el aire no puede ser el vacío mismo, como Empédocles puntualizó tan hábilmente. ¿Cómo puedo imaginar mis átomos si no puedo sentir el vacío en el que han de moverse? Y, sin embargo, si quiero explicar el mundo de alguna forma con los átomos, he de definir en primer lugar algo que, al carecer de propiedades, parece tan indefinible.

LEDERMAN: Así que, ¿qué hizo usted?

DEMÓCRITO [riéndose]: Decidí no preocuparme. Dejé el problema en el vacío.

LEDERMAN: ¡Oi Vay!

DEMÓCRITO: Πeρδου. [Perdón.] Hablando en serio, resolví el problema con mi cuchillo.

LEDERMAN: ¿Ese imaginario que parte el queso en átomos?

DEMÓCRITO: No, uno de verdad, con el que se parte, digamos, una manzana de verdad. La hoja tiene que encontrar espacios vacíos por donde pueda penetrar.

LEDERMAN: ¿Y si la manzana está compuesta de átomos sólidos, empaquetados sin que quede un hueco?

DEMÓCRITO: Entonces sería impenetrable, porque los átomos son impenetrables. No, toda la materia que vemos y palpamos se puede partir si se tiene una hoja lo bastante afilada. Luego el vacío existe. Pero casi siempre me decía a mí mismo por aquel entonces, y aún lo creo, que uno no debe quedarse estancado para siempre por culpa de los impasses lógicos. Tiramos adelante, continuamos como si se pudiera aceptar la nada. Si vamos a seguir buscando la clave del funcionamiento de todas las cosas, este ejercicio será importante para nosotros. Debemos prepararnos a correr el riesgo de caer mientras tomamos nuestro camino por el filo de la navaja de la lógica. Supongo que a vosotros, los experimentadores modernos, os chocará esta actitud. Tenéis la necesidad de probar todos y cada uno de los puntos para progresar.

LEDERMAN: No, su punto de vista es muy moderno. Nosotros hacemos lo mismo. Damos cosas por sentado, o nunca iríamos a parte alguna. A veces hasta le prestamos atención a lo que dicen los teóricos. Y se nos conoce por haberles dado la espalda a quebraderos de cabeza que dejamos para los físicos del futuro.

DEMÓCRITO: Ya empieza a tener sentido lo que dice usted.

LEDERMAN: Así que, en resumidas cuentas, su universo es muy simple.

DEMÓCRITO: Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.

LEDERMAN: Si usted lo ha resuelto todo, ¿por qué está aquí, a finales del siglo XX?

DEMÓCRITO: Como dije, llevo esperando siglos ver cuándo coinciden, si es que llega a suceder, las opiniones del hombre con la realidad. Sé que mis paisanos rechazaron el á-tomo, la partícula última. Colijo que en 1993 la gente no sólo lo acepta, sino que cree que han dado con él.

LEDERMAN: Sí y no. Creemos que hay una partícula última, pero no, en absoluto, como usted dijo.

DEMÓCRITO: ¿Cómo entonces?

LEDERMAN: Para empezar, si bien usted cree que el á-tomo es el ladrillo esencial, en realidad cree que hay muchos tipos de á-tomos; los á-tomos de los metales tienen rizos; los á-tomos lisos forman el azúcar y otras cosas dulces; los á-tomos cortantes constituyen los limones, las sustancias ácidas. Etcétera.

DEMÓCRITO: ¿Y adónde va a parar usted?

LEDERMAN: A que es demasiado complicado. Nuestro á-tomo es mucho más simple. En su modelo habría una variedad excesiva de á-tomos. Lo mismo podría haber tenido uno para cada tipo de sustancia. Nuestra esperanza es hallar un solo «á-tomo».

DEMÓCRITO: Admiro ese ansia de simplicidad, pero ¿cómo podría funcionar un modelo así? ¿Cómo sacáis la variedad de un solo á-tomo y qué es ese á-tomo?

LEDERMAN: En este momento tenemos un número pequeño de á-tomos. A un tipo de á-tomo lo llamamos «quark» y a otro «leptón»; reconocemos seis formas de cada tipo.

DEMÓCRITO: ¿En qué se parecen a mi á-tomo?

LEDERMAN: Son indivisibles, sólidos, carentes de estructura. Son invisibles. Son… pequeños.

DEMÓCRITO: ¿Cuán pequeños?

LEDERMAN: Creemos que el quark es puntual. No tiene dimensiones y, al contrario que su á-tomo, no tiene, por lo tanto, forma.

DEMÓCRITO: ¿Sin dimensiones? ¿Y sin embargo existe, y es sólido?

LEDERMAN: Creemos que es un punto matemático, así que la cuestión de su solidez es discutible. La solidez aparente de la materia depende de los detalles de la manera en que se combinan los quarks unos con otros y con los leptones.

DEMÓCRITO: Cuesta pensar en eso. Pero déme tiempo. Entiendo el problema teórico al que os enfrentáis aquí. Creo que puedo aceptar el quark, esa sustancia sin dimensiones. Sin embargo, ¿cómo podéis explicar la variedad del mundo que nos rodea —los árboles, los gansos y los Macintosh— con tan pocas partículas?

LEDERMAN: Los quarks y los leptones se combinan para formar cualquier otra cosa que haya en el universo. Y tenemos seis de cada. Podemos hacer millones y millones de cosas con sólo dos quarks y un leptón. Por un tiempo pensamos que eso era todo lo que necesitábamos. Pero la naturaleza quiere más.

DEMÓCRITO: Estoy de acuerdo en que tener doce partículas es más simple que mis numerosos á-tomos, pero doce no deja de ser un número grande.

LEDERMAN: Los seis tipos de quarks quizá sean manifestaciones diferentes de una misma cosa. Decimos que hay seis «sabores» de quarks. Gracias a esto podemos combinar los distintos quarks para construir todas las formas de materia. Pero no hace falta que haya un sabor de quark distinto para cada tipo de objeto del universo —uno para el fuego, uno para el oxígeno, uno para el plomo—, lo que sí es necesario en su modelo.

DEMÓCRITO: ¿Cómo se combinan esos quarks?

LEDERMAN: Hay una interacción fuerte entre los quarks, un tipo de fuerza muy curioso que se comporta de manera muy diferente que las fuerzas eléctricas, que también participan.

DEMÓCRITO: Sí, conozco el negocio de la electricidad. Tuve una breve charla con ese tal Faraday en el siglo XIX.

LEDERMAN: Un científico brillante.

DEMÓCRITO: Quizás, pero sus matemáticas eran horribles. No habría hecho nada en Egipto, donde yo estudié. Pero me estoy saliendo del tema. Usted habla de una interacción fuerte. ¿Se refiere a esa fuerza gravitatoria de la que he oído hablar?

LEDERMAN: ¿La gravedad? Demasiado débil. A los quarks los mantienen en realidad juntos unas partículas que se llaman gluones.

DEMÓCRITO: Ah, sus gluones. Ahora hablamos de un tipo totalmente nuevo de partícula. Creía que la materia la hacían los quarks.

LEDERMAN: Y la hacen. Pero no se olvide de las fuerzas. También son partículas, a las que llamamos bosones gauge. Tienen una misión. Han de llevar de la partícula A a la B y de vuelta a la A información sobre la fuerza. Si no, ¿cómo sabría B que A ejerce una fuerza sobre ella?

DEMÓCRITO: ¡Toma! ¡Eureka! ¡Qué idea tan griega! A Tales le hubiese encantado.

LEDERMAN: Los bosones gauge o los vehículos de la fuerza o, como los llamamos, los transmisores de la fuerza tienen propiedades —la masa, el espín, la carga— que determinan el comportamiento de la fuerza. Así, por ejemplo, la masa de los fotones, que transportan la fuerza electromagnética, es nula, lo que les deja viajar muy deprisa. Esto indica que la fuerza tiene un alcance muy largo. La interacción fuerte, que los gluones, de masa nula también, transportan, llegan también hasta el infinito, pero la fuerza es tan intensa que los quarks nunca pueden alejarse mucho unos de otros. Las partículas pesadas W y Z, que transportan lo que llamamos fuerza débil, son de corto alcance. Actúan sólo en distancias sumamente minúsculas. Tenemos una partícula para la gravedad, a la que le damos el nombre de gravitón, si bien todavía hemos de ver alguna o, siquiera sea, elaborar una buena teoría para ella.

DEMÓCRITO: ¿Y esto es lo que dice usted que es «más simple» que mi modelo?

LEDERMAN: ¿Cómo explicáis los atomistas las distintas fuerzas?

DEMÓCRITO: No las explicamos. Leucipo y yo sabíamos que los átomos tenían que estar en movimiento constante, y simplemente lo dimos por bueno. No dimos razón alguna por la que el mundo hubiera de tener en su origen este movimiento atómico incesante, excepto quizá en el sentido milesio de que la causa del movimiento es parte del atributo del átomo. El mundo es lo que es, y hay que aceptar ciertas características básicas. Con todas vuestras teorías sobre las cuatro fuerzas diferentes, ¿podéis discrepar de esta idea?

LEDERMAN: La verdad es que no. Pero ¿quiere esto decir que los atomistas creían firmemente en el destino, o en el azar?

DEMÓCRITO: Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad.

LEDERMAN: El azar y la necesidad: dos conceptos opuestos.

DEMÓCRITO: No obstante, la naturaleza obedece a los dos. Es verdad que de una semilla de amapola siempre sale una amapola, nunca un cardo. Ahí obra la necesidad. Pero en el número de semillas de amapola que las colisiones de los átomos forman puede muy bien haber participado mucho el azar.

LEDERMAN: Lo que usted dice es que la naturaleza nos reparte una mano de póquer concreta, que depende del azar. Pero esa mano tiene consecuencias necesarias.

DEMÓCRITO: Un símil vulgar, pero sí, así son las cosas. ¿Le es este, muy ajeno?

LEDERMAN: No, lo que usted acaba de describir es parecido a una de las creencias fundamentales de la física moderna, que llamamos teoría cuántica.

DEMÓCRITO: Ah, sí, esos jóvenes turcos de los años mil novecientos veinte y treinta. No me paré mucho tiempo en esa época. Todas esas luchas con el tal Einstein… Nunca les vi mucho sentido.

LEDERMAN: ¿No disfrutó usted con esos maravillosos debates entre la camarilla cuántica —Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born y su gente— y los físicos como Erwin Schrödinger y Albert Einstein que argüían contra la idea de que el curso de la naturaleza lo determina el azar?

DEMÓCRITO: No me entienda mal. Eran hombres brillantes, todos ellos. Pero sus discusiones acababan siempre en que un partido o el otro sacase el nombre de Dios y los supuestos motivos que Él pudiera tener.

LEDERMAN: Einstein dijo que no podía aceptar que Dios jugase a los dados con el universo.

DEMÓCRITO: Sí, siempre se sacaban de la manga la carta escondida de Dios cuando el debate iba mal. Créame, ya tuve suficiente de eso en la Grecia antigua. Incluso mi defensor Aristóteles me mandó a la hoguera por mi creencia en el azar y por aceptar el movimiento como algo dado.

LEDERMAN: ¿Le gustó a usted la mecánica cuántica?

DEMÓCRITO: Recuerdo que me gustó, ya lo creo. Conocí luego a Richard Feynman, y me confesó que él tampoco la había entendido nunca. Siempre tuve problemas con… ¡Espere un minuto! Ha cambiado de tema. Volvamos a esas partículas «simples» sobre las que usted balbuceaba. Estaba usted explicando cómo se juntan los quarks para hacer… para hacer ¿qué?

LEDERMAN: Los quarks son los ladrillos de una gran clase de objetos a los que llamamos hadrones. Es una palabra griega que significa «pesado».

DEMÓCRITO: ¡Muy bien!

LEDERMAN: Es lo menos que podemos hacer. El objeto más famoso hecho de quarks es el protón. Hacen falta tres quarks para hacer un protón. En realidad, hacen falta tres quarks para hacer los muchos primos hermanos del protón que hay, pero con seis hay muchas combinaciones de tres —creo que son doscientas dieciséis—. Se han descubierto la mayoría de esos hadrones y se les han dado letras griegas por nombres, como lambda (λ), sigma (σ), etcétera.

DEMÓCRITO: ¿Es el protón uno de esos hadrones?

LEDERMAN: Y el más corriente de nuestro presente universo. Juntando tres quarks se tiene un protón o un neutrón, por ejemplo. Puede entonces hacerse un átomo añadiéndole un electrón, que pertenece a la clase de partículas llamadas leptones, a un protón. A este átomo en concreto se le llama de hidrógeno. Con ocho protones y el mismo número de neutrones y ocho electrones se construye un átomo de oxígeno. Los neutrones y los protones se apiñan en un diminuto cogollo al que damos el nombre de núcleo. Junte dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, y tendrá agua. Un poco de agua, un poco de carbono, algo de oxígeno, unos cuantos nitrógenos, y más tarde o más temprano tendrá mosquitos, caballos y griegos.

DEMÓCRITO: Y todo empieza con los quarks.

LEDERMAN: ¡Ea!

DEMÓCRITO: Y eso es todo lo que hace falta.

LEDERMAN: No exactamente. Hace falta algo que permita a los átomos permanecer juntos y pegarse a otros átomos.

DEMÓCRITO: Otra vez los gluones.

LEDERMAN: No, sólo pegan a unos quarks con otros.

DEMÓCRITO: ¡Λαστιμα! [¡Lástima!]

LEDERMAN: Ahí es donde Faraday y los demás electricistas, como Carlitos Coulomb, hacen acto de presencia. Estudiaron las fuerzas eléctricas que unen los electrones al núcleo. Los átomos se atraen unos a otros mediante una complicada danza de núcleos y electrones.

DEMÓCRITO: Esos electrones, ¿están también detrás de la electricidad?

LEDERMAN: Es una de sus habilidades principales.

DEMÓCRITO: ¿Son también, por lo tanto, bosones gauge, como los fotones, los W y los Z?

LEDERMAN: No, los electrones son partículas de la materia. Pertenecen a la familia de los leptones. Los quarks y los leptones constituyen la materia. Los fotones, los gluones, los W, los Z y el gravitón constituyen las fuerzas. Uno de los desarrollos actuales más apasionantes es el que la mera distinción entre materia y energía vaya difuminándose. Todo son partículas. Una nueva simplicidad.

DEMÓCRITO: Me gusta más mi sistema. Mi complejidad parece más simple que vuestra simplicidad. Entonces, ¿qué son los otros cinco leptones?

LEDERMAN: Hay tres variedades de neutrinos, más dos leptones llamados el muón y el tau. Pero no entremos en esto ahora. El electrón es, de lejos, el leptón más importante en la economía global del universo de hoy.

DEMÓCRITO: Así que debo interesarme sólo por el electrón y los seis quarks. Ellos explican los pájaros, el mar, las nubes…

LEDERMAN: Así es, casi todo lo que hay hoy en el universo está compuesto por sólo dos de los quarks —el up y el down [«arriba» y «abajo»]— y el electrón. Los neutrinos zumban por el universo libremente y saltan de nuestros núcleos radiactivos, pero casi todos los demás quarks y leptones deben fabricarse en nuestros laboratorios.

DEMÓCRITO: Entonces, ¿por qué los necesitamos?

LEDERMAN: Es una buena pregunta. Creemos esto: hay doce partículas básicas de la materia. Seis quarks, seis leptones. Sólo unas pocas existen hoy en abundancia. Pero todas estaban en pie de igualdad durante el big bang, el nacimiento del universo.

DEMÓCRITO: ¿Y quiénes creen en todo eso, los seis quarks y los seis leptones? ¿Un puñado de vosotros? ¿Unos cuantos renegados? ¿Todos vosotros?

LEDERMAN: Todos nosotros. Por lo menos, todos los físicos de partículas inteligentes. Pero la generalidad de los científicos ha admitido de muy buena gana estas nociones. En eso se fían de nosotros.

DEMÓCRITO: Entonces, ¿en qué discrepamos? Dije que había átomos que no se podían partir. Pero había muchísimos. Y se combinaban porque sus formas tenían características complementarias. Usted dice que sólo hay seis o doce de esos «á-tomos». Y no tienen forma, pero se combinan porque sus cargas eléctricas son complementarias. Tampoco se pueden partir sus quarks y leptones. Ahora bien, ¿está seguro de que sólo hay doce?

LEDERMAN: Bueno, depende de cómo se cuente. Hay además seis antiquarks y seis antileptones y…

DEMÓCRITO: ¡Πορ λος καλθουθιιλλος δε Ζευς! [¡Por los calzoncillos de Zeus!

LEDERMAN: No está tan mal como parece. Estamos de acuerdo en mucha mayor medida que discrepamos. Pero a pesar de lo que usted me ha contado, todavía me asombra que a un pagano tan ignorante y primitivo pudiera ocurrírsele lo del átomo, al que nosotros llamamos quark. ¿Qué tipo de experimentos hizo usted para verificar la idea? Aquí nos gastamos miles de millones de dracmas en contrastar cada concepto. ¿Cómo trabajaba usted tan barato?

DEMÓCRITO: Lo hacíamos a la vieja usanza. A falta de una Fundación Nacional de la Ciencia o de un Departamento de Energía, teníamos que echar mano de la Razón Pura.

LEDERMAN: O sea, que tejíais vuestras teorías con un solo paño.

DEMÓCRITO: No, hasta los antiguos griegos teníamos indicios a partir de los que moldeamos nuestras ideas. Como le dije, veíamos que de las semillas de amapola siempre salían amapolas, que tras el invierno siempre venía la primavera, que el Sol sale y se pone. Empédocles estudió los relojes de agua y las norias. Con los ojos bien abiertos, uno puede sacar conclusiones.

LEDERMAN: «Con que mires, observarás mucho», como dijo una vez un coetáneo mío.

DEMÓCRITO: ¡Exactamente! ¿Quién es ese sabio, tan griego de miras?

LEDERMAN: El oso Yogi.

DEMÓCRITO: Uno de vuestros mayores filósofos, qué duda cabe.

LEDERMAN: Podría decirse que sí. Pero ¿por qué desconfiaba usted de los experimentos?

DEMÓCRITO: La mente es mejor que los sentidos. Contiene un conocimiento innato. El segundo tipo de conocimiento es bastardo, procede de los sentidos —vista, oído, olfato, gusto, tacto—. Piense en ello. La bebida que a usted le parece dulce quizá a mí me amargue. Una mujer que para usted es bella no me dice nada a mí. A un niño feo su madre lo ve guapo. ¿Cómo nos podemos fiar de semejante información?

LEDERMAN: Entonces, ¿usted piensa que no podemos medir el mundo de los objetos? ¿Nuestros sentidos fabrican, sencillamente, la información sensorial?

DEMÓCRITO: No, nuestros sentidos no crean conocimiento a partir del vacío. Los objetos diseminan sus átomos. Por eso los vemos y los olemos, como el pan del que le hablé antes. Esos átomos/imágenes entran por los órganos de nuestros sentidos, que son pasajes hacia el alma. Pero las imágenes se distorsionan al pasar por el aire, y por eso no podemos ver en absoluto los objetos muy lejanos. Los sentidos no dan una información fiable sobre la realidad. Todo es subjetivo.

LEDERMAN: Para usted, ¿no hay una realidad objetiva?

DEMÓCRITO: ¡Oh!, sí hay una realidad objetiva. Pero no podemos percibirla fielmente. Cuando uno está enfermo, la comida le sabe diferente. A una mano puede parecerle que el agua está tibia, y a la otra no. No se trata más que de la disposición temporal de los átomos de nuestros cuerpos y de su reacción a la combinación igualmente temporal que haya en el objeto que se percibe. La verdad tiene que ser más profunda que los sentidos.

LEDERMAN: El objeto que se mide y el instrumento que lo hace —en este caso el cuerpo— interaccionan, y la naturaleza del objeto cambia, con lo que la medida se oscurece.

DEMÓCRITO: Una rara manera de considerarlo, pero sí, así es. ¿Adónde va usted a parar?

LEDERMAN: Bueno, en vez de tomar a este conocimiento por bastardo, cabe verlo como un caso de incertidumbre de la medición, o de la sensación.

DEMÓCRITO: Puedo admitirlo. O, por citar a Heráclito, «los sentidos son malos testigos».

LEDERMAN: ¿Y es la mente mejor, por mucho que usted la llame la fuente del conocimiento «innato»? La mente, en la concepción que usted tiene del mundo, es una propiedad de lo que usted llama el alma, que a su vez se compone también de atomos. ¿No están éstos también, acaso, en constante movimiento, y no interactúan con los átomos distorsionados del exterior? ¿Cabe hacer una distinción absoluta entre lo que se percibe y lo que se piensa?

DEMÓCRITO: Toca usted un punto importante. Como dije en el pasado, «Pobre Espíritu, es nuestro». De nuestros sentidos. Con todo, la Razón Pura confunde menos que los sentidos. No dejo de ser escéptico respecto a vuestros experimentos. Para mí, estos edificios enormes, con todos sus cables y máquinas, son casi risibles.

LEDERMAN: Quizá lo sean. Pero se alzan como monumentos a la dificultad de confiar en lo que podemos ver, tocar y oír. Aprendimos lo que usted comenta sobre la subjetividad de la medida despacio, entre los siglos XVI y XVIII. Poco a poco aprendimos a reducir la observación y la medida a actos objetivos del estilo de escribir números en un cuaderno de notas. Aprendimos a examinar una hipótesis, una idea, un proceso de la naturaleza desde muchos puntos de vista, en muchos laboratorios y por muchos científicos, hasta que saliese la mejor aproximación a la realidad objetiva; por consenso. Hicimos maravillosos instrumentos que nos ayudaran a observar, pero aprendimos a ser escépticos acerca de lo que nos descubrían mientras no se repitiese en muchos lugares, con diferentes técnicas. Por último, sometimos las conclusiones al juicio del tiempo. Si cien años después un joven H. de P., ávido de hacerse una reputación, las ponía patas arriba, pues vale. Le premiábamos con homenajes y distinciones. Aprendimos a suprimir nuestra envidia y nuestro miedo, y a querer al bastardo.

DEMÓCRITO: Pero ¿y la autoridad? Casi todo lo que el mundo supo de mi obra lo supo por Aristóteles. La autoridad, se dice pronto. Se exiliaba, encarcelaba y enterraba a quienes discrepasen del viejo Aristóteles. La idea del átomo apenas cuajó hasta el Renacimiento.

LEDERMAN: Ahora es mucho mejor. No es perfecto, pero sí mejor. Hoy, casi podemos definir a un buen científico por el grado de su escepticismo con respecto a lo establecido.

DEMÓCRITO: Por Zeus, qué buenas noticias. ¿Cómo pagan ustedes a los científicos maduros que no hacen ventanas o experimentos?

LEDERMAN: Está claro que usted busca trabajo como teórico. No contrato a muchos de éstos, aunque sale bien el número de horas. Los teóricos nunca programan las reuniones en miércoles porque se matan dos fines de semana. Además, usted no es tan contrario a los experimentos como se pinta. Le gusten o no, usted realizó experimentos.

DEMÓCRITO: ¿Sí?

LEDERMAN: Claro que sí. Su cuchillo. Fue un experimento, mental, sí, pero un experimento al fin y al cabo. Al partir ese trozo de queso en su mente una y otra vez, usted llegó a su teoría del átomo.

DEMÓCRITO: Sí, pero todo ocurrió en la mente. Razón Pura.

LEDERMAN: ¿Y si yo puedo enseñarle su cuchillo?

DEMÓCRITO: ¿Qué quiere decir?

LEDERMAN: ¿Y si puedo enseñarle un cuchillo que podría cortar y cortar la materia hasta que quede un á-tomo?

DEMÓCRITO: ¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que quede un átomo? ¿En este pueblo?

LEDERMAN [Diciendo que sí con la cabeza]: Ahora mismo estamos sentados encima del nervio principal.

DEMÓCRITO: ¿Este laboratorio es su cuchillo?

LEDERMAN: El acelerador de partículas. Bajo nuestros pies las partículas giran por un tubo que mide más de seis kilómetros y se estrellan unas contra otras.

DEMÓCRITO: ¿Y de esa forma partís la materia hasta llegar al á-tomo?

LEDERMAN: A los quarks y a los leptones, sí.

DEMÓCRITO: Estoy impresionado. ¿Y estáis seguros de que no hay nada más pequeño?

LEDERMAN: Bueno, sí; totalmente seguros, creo, quizá.

DEMÓCRITO: Pero no en firme. Si no, habríais dejado de cortar.

LEDERMAN: El «cortar» nos enseña acerca de las propiedades de los quarks y los leptones aun cuando no haya unas personillas correteando dentro de ellos.

DEMÓCRITO: Hay una cosa que se me había olvidado preguntarle. Los quarks, todos son puntuales y carecen de dimensiones; no tienen un tamaño real. Entonces, aparte de por sus cargas eléctricas, ¿cómo los distinguís?

LEDERMAN: Sus masas son diferentes.

DEMÓCRITO: ¿Unos son pesados, otros ligeros?

LEDERMAN: Ajá.

DEMÓCRITO: Me parece desconcertante.

LEDERMAN: ¿Que tengan masas diferentes?

DEMÓCRITO: Que pesen. Mis átomos no pesan. ¿No le inquieta a usted que sus quarks tengan masa? ¿Puede explicarlo?

LEDERMAN: Sí, nos inquieta mucho, y no, no podemos explicarlo. Pero eso es lo que nuestros experimentos indican. Aún es peor con los bosones gauge. Las teorías sensatas dicen que sus masas deberían ser nulas, nada, ¡ni una pizca! Pero…

DEMÓCRITO: Cualquier ignorante leñador tracio se encontraría en el mismo atolladero. Coja una piedra. Sentirá su peso. Coja una madeja de lana. Notará su ligereza. De la vida en este mundo se sigue que los átomos —los quarks, si usted quiere— tienen pesos diferentes. Pero, una vez más, los sentidos son malos testigos. Con la Razón Pura, no veo por qué debería tener la materia masa alguna. ¿Podéis explicarlo? ¿Qué les da a las partículas su masa?

LEDERMAN: Es un misterio. Nos las vemos y deseamos con esta idea. Si usted se queda por aquí, por la sala de control, hasta que lleguemos al capítulo 8 de este libro, lo aclararemos todo. Sospechamos que la masa procede de un campo.

DEMÓCRITO: ¿Un campo?

LEDERMAN: Nuestros físicos teóricos lo llaman el campo de Higgs. Impregna todo el espacio, el apeiron, abarrota su vacío y tira de la materia, haciéndola pesada.

DEMÓCRITO: ¿Higgs? ¿Quién es Higgs? ¿Por qué no le dais a algo mi nombre, el democritón? Suena de manera que ya sabe uno que interactúa con todas las demás partículas.

LEDERMAN: Perdón. Los teóricos siempre llaman a las cosas con el nombre de alguno de ellos.

DEMÓCRITO: ¿Qué es ese campo?

LEDERMAN: El campo está representado por una partícula a la que llamamos el bosón de Higgs.

DEMÓCRITO: ¡Una partícula! Ya me gusta esta idea. ¿Y habéis encontrado esa partícula en vuestros aceleradores?

LEDERMAN: Bueno, no.

DEMÓCRITO: Entonces, ¿dónde la habéis encontrado?

LEDERMAN: No la hemos encontrado todavía. No existe nada más que en la mente colectiva del físico. Una especie de Razón Impura.

DEMÓCRITO: ¿Por qué creéis en ella?

LEDERMAN: Porque tiene que existir. Los quarks, los leptones, las cuatro fuerzas conocidas carecerían de un sentido completo a menos que haya un campo con masa que distorsione lo que vemos, sesgando nuestros resultados experimentales. Por deducción, el Higgs existe.

DEMÓCRITO: Así hablaría un griego. Me gusta ese campo de Higgs. En fin, mire, tengo que irme. He oído que el siglo XXI es especial en sandalias. Antes de que siga internándome en el futuro, ¿tiene alguna idea de adónde y cuándo debería ir para ver algún progreso mayor en la búsqueda de mi átomo?

LEDERMAN: A dos momentos y lugares diferentes. En primer lugar, le sugiero que vuelva a Batavia en 1995. Después, pruebe en Waxahachie, Texas, alrededor del, digamos, 2005.

DEMÓCRITO [refunfuñando]: ¡Oh, vamos! Todos los físicos sois iguales. Creéis que todo se va a aclarar en unos cuantos años. Visité a lord Kelvin en 1900 y a Murray Gell-Mann en 1972, y los dos me aseguraron que la física estaba terminada; se conocía todo por completo. Me dijeron que volviera en seis meses y todas las pegas se habrían eliminado.

LEDERMAN: Yo no digo eso.

DEMÓCRITO: Espero que no. He seguido este camino durante dos mil cuatrocientos años. No es tan fácil.

LEDERMAN: Lo sé. Le digo que vuelva en el 95 y en el 2005 porque creo que encontrará entonces algunos acontecimientos interesantes.

DEMÓCRITO: ¿Cuáles?

LEDERMAN: Hay seis quarks, ¿se acuerda? Sólo hemos hallado cinco, el último de ellos aquí, en el Fermilab, en 1977. Hemos de encontrar el sexto y último, el más pesado; le llamamos el quark top [«cima»].

DEMÓCRITO: ¿Empezaréis a mirar en 1995?

LEDERMAN: Ya estamos haciéndolo, mientras hablo. Las partículas que dan vueltas bajo nuestros pies van siendo apartadas y examinadas meticulosamente en busca de este quark. No hemos dado con él todavía. Pero hacia 1995 lo habremos encontrado… o demostrado que no existe.[2]

DEMÓCRITO: ¿Podéis hacer eso?

LEDERMAN: Sí, nuestra máquina es así de poderosa, de precisa. Si lo encontramos, es que todo va bien. Habremos fortalecido aún más la idea de que los seis quarks y los seis leptones son sus á-tomos.

DEMÓCRITO: Y si no…

LEDERMAN: Entonces todo se resquebrajará. Nuestras teorías, nuestro modelo estándar, casi no valdrán nada. Los teóricos se tirarán por las ventanas del segundo piso. Se cortarán las venas con los cuchillos de la mantequilla.

DEMÓCRITO [riéndose]: ¿No será divertido? Tiene razón. Tengo que volver a Batavia en 1995.

LEDERMAN: Podría suponer también el final de su teoría, debo añadir.

DEMÓCRITO: Joven, mis ideas han sobrevivido mucho tiempo. Si el á-tomo no es un quark o un leptón, resultará que es otra cosa. Siempre tiene que ser así. Pero dígame. ¿Por qué en el 2005? ¿Y dónde está Waxahachie?

LEDERMAN: En Texas, en el desierto, donde estamos construyendo el mayor acelerador de la historia. De hecho, será el mayor instrumento científico del tipo que sea que se haya construido desde las grandes pirámides. (No sé quién las diseñó, ¡pero mis antecesores hicieron todo el trabajo!). El Supercolisionador Superconductor, nuestra nueva máquina, debería estar en pleno rendimiento en el 2005; ponga o quite unos cuantos años, dependiendo de cuándo apruebe el Congreso la financiación.

DEMÓCRITO: ¿Qué encontrará vuestro nuevo acelerador que éste no pueda?

LEDERMAN: El bosón de Higgs. Va a ir en busca del campo de Higgs. Intentará capturar la partícula de Higgs. Esperamos que descubra por vez primera por qué las cosas pesan y por qué el mundo parece tan complicado cuando usted y yo sabemos que, en el fondo, es simple.

DEMÓCRITO: Como un templo griego.

LEDERMAN: O una sinagoga del Bronx.

DEMÓCRITO: Tengo que ver esa nueva máquina. Y esa partícula. El bosón de Higgs, un nombre no muy poético.

LEDERMAN: Yo la llamo la Partícula Divina.

DEMÓCRITO: Eso está mejor. Aunque lo preferiría con minúsculas. Pero dígame: usted es un experimentador. ¿Qué pruebas físicas habéis reunido hasta ahora de la existencia de la partícula de Higgs?

LEDERMAN: Ninguna. Cero. En realidad, si no fuera por la Razón Pura, los indicios convencerían a los físicos más sensatos de que el Higgs no existe.

DEMÓCRITO: Sin embargo, insistís.

LEDERMAN: Los indicios negativos sólo son preliminares. Además, en este país tenemos un dicho…

DEMÓCRITO: ¿Sí?

LEDERMAN: «No será el final hasta que no sea el final».

DEMÓCRITO: ¿El oso Yogi?

LEDERMAN: Ajá.

DEMÓCRITO: Un genio.

La ciudad de Abdera se tiende junto a la desembocadura del río Nestos, en la ribera norte del Egeo; pertenecía a la provincia griega de Tracia. Como en muchas otras ciudades de esta parte del mundo, la historia está escrita en las piedras mismas de las colinas que contemplan los supermercados, aparcamientos y cines. Hace unos 2.400 años, la ciudad se encontraba en la bulliciosa ruta terrestre que iba del territorio materno de la Grecia antigua a las importantes posesiones de Jonia, hoy en día la parte occidental de Turquía. Y Abdera fue fundada por los refugiados jonios que huían de los ejércitos de Ciro el Grande.

Imaginaos la vida en Abdera durante el siglo V a. C. En esa tierra de cabreros, a los acontecimientos naturales no se les asignaba obligatoriamente una causa científica. Los relámpagos eran rayos disparados desde la cima del Monte Olimpo por el airado Zeus. Que se disfrutase de una mar en calma o se padeciese un maremoto dependía del voluble ánimo de Poseidón. Hartazgos y hambrunas procedían del capricho de Ceres, la diosa de la agricultura, y no de las condiciones atmosféricas. Imaginaos, pues, hasta qué punto les dio a las cosas un enfoque nuevo, cuál era la integridad de una mente capaz de ignorar las creencias populares de una época y proponer conceptos que armonizan con el quark y la teoría cuántica. En la Grecia antigua, el progreso, como ocurre hoy, fue un accidente debido al genio, a individuos dotados de visión y creatividad. Hasta para ser un genio, Demócrito se adelantó mucho a su tiempo.

Probablemente, se le conoce sobre todo por dos de las citas más intuitivamente científicas que jamás profiriese alguien en la Antigüedad: «Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión» y «Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad». Por supuesto, hemos de rendir homenaje a la herencia que recibió Demócrito: los colosales hallazgos de sus predecesores de Mileto. Esos hombres definieron una misión: bajo el caos de nuestras percepciones está soterrado un orden simple, y, además, somos capaces de aprehenderlo.

Es probable que a Demócrito le ayudase el viajar. «Cubrí más territorio que cualquier otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi más climas y países, y escuché a más hombres famosos». Aprendió astronomía en Egipto y matemáticas en Babilonia. Visitó Persia. Pero el estímulo para su teoría atómica le vino de Grecia, como les pasó a sus antecesores Tales, Empédocles y quizá, claro, Leucipo.

¡Y publicó! El catálogo alejandrino listaba más de sesenta obras: de física, cosmología, astronomía, geografía, fisiología, medicina, sensaciones, epistemología, matemáticas, magnetismo, botánica, poética y teoría musical, lingüística, agricultura, pintura y otros temas. Casi ninguna de sus obras publicadas se ha conservado intacta; lo que sabemos de Demócrito procede más que nada de fragmentos y del testimonio de los historiadores griegos posteriores. Como Newton, también escribió sobre descubrimientos mágicos y alquímicos. ¿Qué tipo de hombre era este?

Los historiadores le llaman el Filósofo que Ríe, a quien las locuras de la humanidad movían a regocijo. Seguramente fue rico; casi todos los filósofos griegos lo eran. Sabemos que desaprobaba el sexo. El sexo es tan placentero, decía Demócrito, que abruma la conciencia. A lo mejor ese fue su secreto, y quizá deberíamos prohibirles el sexo a nuestros teóricos para que pensasen mejor. (Los experimentadores no tienen que pensar y quedarían exentos de la regla). Demócrito apreciaba la amistad, pero tenía un bajo concepto de las mujeres. No quería tener hijos porque su educación interferiría con su filosofía. Profesaba el desdén por todo lo que fuese violento y apasionado.

Cuesta aceptar que esto fuese cierto. La violencia no le era extraña; sus átomos estaban en un constante movimiento violento. Y requiere pasión creer lo que Demócrito creía. Permaneció fiel a sus creencias, aunque no le proporcionaron fama. Aristóteles le respetaba, pero Platón, como se ha mencionado más arriba, quería que se quemasen todos sus libros. En su ciudad natal Demócrito quedó oscurecido por otro filósofo, Protágoras, el más eminente de los sofistas, escuela de filósofos a los que se contrataba como profesores de retórica de jóvenes ricos. Cuando Protágoras dejó Abdera y marchó a Atenas, se le recibió con entusiasmo. Demócrito, por el contrario, dijo que «fui a Atenas y nadie me conocía».

Demócrito creía en un montón de cosas de las que no hablamos en nuestra soñada conversación mítica, donde se saltean citas de los escritos de Demócrito y se las condimenta con un poco de imaginación. Me he tomado libertades, aunque nunca con las creencias básicas de Demócrito, si bien me he permitido el lujo de hacerle cambiar de opinión acerca del valor de los experimentos. Estoy seguro de que de ninguna de las maneras habría podido resistir la tentación de ver que en las entrañas del Fermilab se le daba vida a su mítico «cuchillo».

La obra de Demócrito sobre el vacío fue revolucionaria. Sabía, por ejemplo, que en el espacio no hay arriba, abajo o en medio. Aunque esta idea la apuntó primero Anaximandro, seguía siendo todo un logro para un ser humano nacido en este planeta poblado de geocéntricos. La idea de que no hay ni arriba ni abajo es aún difícil para la mayoría de la gente, a pesar de las imágenes de televisión procedentes de las cápsulas espaciales. Una de las ideas más inusitadas de Demócrito era que había innumerables mundos de tamaños diferentes. Estos mundos se encuentran a distancias irregulares, más en una dirección, menos en otra. Algunos florecen, otros decaen. Aquí nacen; allá mueren, destruidos por las colisiones entre ellos. Algunos de los mundos carecen de vida animal o vegetal y de agua. Por extraña que sea, esta intuición puede relacionarse con las ideas cosmológicas modernas asociadas al llamado «universo inflacionario», del que brotan numerosos «universos burbuja». Y todo esto procede de un filósofo risueño que daba vueltas por el imperio griego hace más de dos mil años.

En cuanto a su famosa cita según la cual todo es «fruto del azar y de la necesidad», hallamos la misma paradoja, de la manera más impresionante, en la mecánica cuántica, una de las grandes teorías del siglo XX. Los choques individuales de los átomos, decía Demócrito, tienen consecuencias necesarias. Hay reglas estrictas. Sin embargo, qué colisiones son más frecuentes, qué átomos predominan en una localización particular son cosas que dependen del azar. Llevada a su conclusión lógica, esta noción significa que la creación de un sistema Sol-Tierra casi ideal es cuestión de suerte. En la resolución moderna mecanocuántica de este problema, la certidumbre y la regularidad aparecen en la forma de hechos que son promedios tomados sobre una distribución de reacciones de probabilidad variable. A medida que aumenta el número de procesos aleatorios que contribuyen al promedio, cabe predecir con una precisión creciente lo que ocurrirá. La concepción de Demócrito es compatible con nuestras creencias presentes. No se puede decir con certeza qué suerte correrá un átomo dado, pero sí se pueden adelantar con exactitud las consecuencias de los movimientos de miríadas de átomos que choquen al azar en el espacio.

Incluso su desconfianza de los sentidos nos parece de una penetración notable. Señala que nuestros órganos sensoriales están hechos de átomos que chocan con los del objeto que captan, lo que constriñe nuestras percepciones. Como veremos en el capítulo 5, su manera de expresar este problema es un eco de otro de los grandes descubrimientos de este siglo, el principio de incertidumbre de Heisenberg. El acto de medir afecta a la partícula que se mide. Sí, hay alguna poesía aquí.

¿Cuál es el lugar de Demócrito en la historia de la filosofía? No muy alto según los patrones corrientes; desde luego, no es alto comparado con el de sus prácticamente contemporáneos Sócrates, Aristóteles y Platón. Algunos historiadores tratan su teoría atómica como una especie de curiosa nota a pie de página de la filosofía griega. Sin embargo, hay al menos una potente opinión minoritaria. El filósofo británico Bertrand Russell dijo que la filosofía fue cuesta abajo tras Demócrito y no se recuperó hasta el Renacimiento. Demócrito y sus antecesores se «embarcaron en un esfuerzo desinteresado por comprender el mundo», escribió Russell. Su actitud fue «imaginativa y vigorosa, y plena del placer de la aventura: Les interesaba todo: los meteoros y los eclipses, los peces y los remolinos, la religión y la moralidad; combinaron un intelecto penetrante y el celo de los niños». No eran supersticiosos sino verdaderamente científicos, y los prejuicios de su época no les influyeron mucho.

Ni que decir tiene que Russell fue, como Demócrito, un matemático en serio, y estos tipos suelen entenderse bien. Es de lo más natural que un matemático se incline hacia pensadores rigurosos como Demócrito, Leucipo y Empédocles. Russell señaló que, aunque Aristóteles y otros les reprochasen a los atomistas que no explicaran el movimiento original de los átomos, Leucipo y Demócrito fueron con mucho más científicos que sus críticos al no preocuparse en adscribir un propósito al universo. Los atomistas sabían que la causación debe empezar en algo, y que no se le puede asignar una causa a ese algo. El movimiento estaba, simplemente, dado. Los atomistas hacían preguntas mecanicistas y daban respuestas mecanicistas. Cuando preguntaban «¿por qué?», querían decir: ¿cuál fue la causa de un suceso? Cuando los que vinieron tras él —Platón, Aristóteles y demás— preguntaban «¿por qué?», buscaban el propósito de un suceso. Desafortunadamente, este último curso de indagación, decía Russell, «suele conducir, más antes que tarde, a un Creador o, al menos, a un Artífice». Debe dejarse entonces a este Creador sin explicación, a no ser que se proponga un Supercreador, y así sucesivamente. Esta forma de pensar, decía Russell, llevó a la ciencia a un callejón sin salida, donde quedó atrapada durante siglos.

¿Dónde estamos hoy, en comparación con la Grecia de alrededor del año 400 a. C.? El presente «modelo estándar», impulsado por los experimentos, no es tan dispar de la teoría atómica especulativa de Demócrito. Todo lo que hay en el universo pasado o presente, del caldo de pollo a las estrellas de neutrones, podemos hacerlo con sólo doce partículas de materia. Nuestros á-tomos se agrupan en dos familias: seis quarks y seis leptones. Los seis quarks reciben los nombres de up (arriba), down (abajo), encanto, extraño, top (cima) o truth (verdad) y bottom (fondo) o beauty (belleza). Los leptones son el electrón, tan familiar, el neutrino electrónico, el muón, el neutrino muónico, el tau y el neutrino tau.

Pero obsérvese que hemos dicho el universo «pasado o presente». Si hablamos sólo de nuestro entorno presente, del sur de Chicago al borde del universo, podemos tirar adelante muy bien con menos partículas aún. En cuanto a los quarks, sólo nos hacen falta en realidad el up y el down, que podemos emplear en diferentes combinaciones para ensamblar los núcleos de los átomos (los que figuran en la tabla periódica). Entre los leptones, no podemos arreglárnoslas sin el bueno y viejo del electrón, que «describe órbitas» alrededor del núcleo, y sin el neutrino, esencial en muchos tipos de reacciones. Pero ¿para qué nos hacen falta las partículas muón y tau? ¿O el encanto, el extraño y los quarks más pesados? Sí, podemos hacerlos en nuestros aceleradores u observarlos en las colisiones de rayos cósmicos. Pero ¿por qué existen? Más adelante volveremos a hablar sobre estos á-tomos «extra».

Mirar por un calidoscopio

La fortuna del atomismo atravesó, antes de llegar a nuestro modelo estándar, muchas subidas y bajadas, un estar lo mismo arriba que abajo. Partió de la afirmación de Tales de que todo es agua (número de átomos: 1). Empédocles planteó lo del aire-tierra-fuego-agua (número: 4). Demócrito tenía un incómodo número de formas pero sólo un concepto (número: ?). Hubo entonces una larga pausa histórica, si bien los átomos no dejaron de ser un concepto filosófico discutido por Lucrecio, Newton, Robert Joseph Boscovich y muchos otros. Por fin, Dalton redujo los átomos a necesidad experimental en 1803. A partir de ese momento, el número de los átomos, firmemente en manos de los químicos, fue aumentando —20, 48 y a principios de este siglo, 92—. Pronto empezaron los químicos nucleares a construir átomos nuevos (número: 112, y va creciendo). Lord Rutherford dio un gigantesco salto para volver a la simplicidad cuando descubrió (alrededor de 1910) que el átomo de Dalton no era indivisible, sino que contenía un núcleo y electrones (número: 2). Ah, sí, estaba también el fotón (número: 3). En 1930 se halló que el núcleo alberga no sólo protones sino también neutrones (número: 4). Hoy tenemos 6 quarks, 6 leptones, 12 bosones gauge (o de aforo o de calibre) y, si no queréis dejar nada afuera, podéis contar las antipartículas y los colores, pues los quarks vienen en tres tonos (número: 60). Pero ¿quién lleva la cuenta?

La historia sugiere que quizá hallemos cosas, llamémoslas «prequarks», con las que se reduzca el número total de ladrillos básicos. Pero la historia no siempre tiene razón. La noción nueva es que ahora vemos por un espejo y oscuramente: la proliferación de los «á-tomos» en nuestro modelo estándar es una consecuencia de la manera en que miramos. Un juguete de niños, el calidoscopio, muestra hermosos patrones mediante espejos que añaden complejidad a un patrón simple. Se han visto patrones estelares que son producto de lentes gravitatorias. Tal y como ahora lo concebimos, el bosón de Higgs —la Partícula Divina— podría muy bien proporcionar el mecanismo que revelase tras nuestro modelo estándar, cada vez más complejo, un mundo simple, de pura simetría.

Esto nos devuelve a un viejo debate filosófico. ¿Es real este universo? Si lo es, ¿podemos conocerlo? Los teóricos no se enfrentan a menudo a este problema. Se limitan a aceptar la realidad objetiva por su valor nominal, como Demócrito, y se ponen a calcular. (Una elección inteligente, si de lo que se trata es de llegar a alguna parte con un lápiz y unas hojas). Pero al experimentador, atormentado por la fragilidad de sus instrumentos y sentidos, le entra un sudor frío ante la tarea de medir esta realidad, que puede resultar, cuando se tiende sobre ella la regla, resbaladiza. A veces los números que arroja un experimento son tan raros e inesperados que le ponen los pelos de punta al físico.

Cojamos el problema de la masa. Los datos que hemos reunido sobre las masas de los quarks y de las partículas W y Z son totalmente desconcertantes. Los leptones —el electrón, el muón y el tau— se nos presentan como partículas que parecen idénticas en todo excepto en sus masas. ¿Es real la masa? ¿O es una ilusión, un producto del entorno cósmico? En la literatura de los años ochenta y noventa borbotea la idea de que algo impregna el espacio vacío y les da a los átomos un peso ilusorio. Ese «algo» se manifestará un día en nuestros instrumentos en forma de partícula.

Mientras tanto, aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.

Oigo al viejo Demócrito carcajearse.