Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión.
DEMÓCRITO DE ABDERA
En el principio mismo había un vacío —una curiosa forma de estado de vacío—, una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso…
Esperad un minuto.
Antes de que caiga el peñasco, tendría que explicar que en realidad no sé de qué estoy hablando. Una historia, lógicamente, empieza por el principio. Pero este es un cuento acerca del universo, y por desgracia no hay datos del Principio Mismo. Ninguno, cero. Nada sabemos del universo antes de que llegase a la madura edad de una mil millonésima de una billonésima de segundo, es decir, nada hasta que hubo pasado cierto tiempo cortísimo tras la creación en el big bang. Si leéis o escucháis algo sobre el nacimiento del universo, es que alguien se lo ha inventado. Estamos en el reino de la filosofía. Sólo Dios sabe qué pasó en el Principio Mismo (y hasta ahora no se le ha escapado nada).
Esto, ¿por dónde íbamos? Ah, ya…
Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso, el equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló. En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo.
De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se disolvían en radiación y volvían a materializarse. (Ahora, por lo menos, estamos manejando unos cuantos hechos y un poco de teoría conjetural). Las partículas chocaban y generaban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban mientras se formaban y disolvían agujeros negros. ¡Qué escena!
A medida que el universo se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se fueron juntando unas a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los protones y los neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de polvo que, sin dejar de expandirse, se condensaron aquí y allá, con lo que se formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de estos, uno de los más corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, —una mota en el brazo en espiral de una galaxia normal— los continentes en formación y los revueltos océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de moléculas orgánicas hizo reacción y construyó proteínas. Apareció la vida. A partir de los organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales. Por último, llegaron los seres humanos.
Los seres humanos eran diferentes fundamentalmente porque no había otra especie que sintiese tanta curiosidad por lo que le rodeaba. Con el tiempo hubo mutaciones, y un raro subconjunto de personas se puso a merodear por ahí. Eran arrogantes. No se quedaban satisfechos con disfrutar de las magnificencias del universo. Preguntaban: ¿Cómo? ¿Cómo se creó? ¿Cómo podía salir de la «pasta» de que estaba hecho el universo la increíble variedad de nuestro mundo: las estrellas, los planetas, las nutrias de mar, los océanos, el coral, la luz del Sol, el cerebro humano? Los mutantes habían planteado una pregunta que se podía responder, pero para ello hacía falta un trabajo de milenios y una dedicación que se transmitiera de maestro a discípulo durante cien generaciones. La pregunta inspiró también un gran número de respuestas equivocadas y vergonzosas. Por suerte, estos mutantes nacieron sin el sentido de la vergüenza. Se llamaban físicos.
Hoy, tras haber examinado durante más de dos mil años esta pregunta —un mero abrir y cerrar de ojos en la escala cosmológica del tiempo—, empezamos sólo a vislumbrar la historia entera de la creación. En nuestros telescopios y microscopios, en nuestros observatorios y laboratorios —y en nuestros cuadernos de notas— vamos ya percibiendo los rasgos de la belleza y la simetría primigenias que gobernaron los primeros momentos del universo. Casi podemos verlos. Pero el cuadro no es todavía claro, y tenemos la sensación de que algo nos enturbia la vista, una fuerza oscura que difumina, oculta, ofusca la simplicidad intrínseca de nuestro mundo.
Este libro trata de un solo problema, que viene confundiendo a la ciencia desde la Antigüedad. ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la materia? El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad á-tomo (literalmente, «que no se puede cortar»). Este á-tomo no es el átomo del que oísteis hablar en las clases de ciencias del instituto, no es como el hidrógeno, el helio, el litio y así hasta el uranio y más allá, que son entes grandes, pesadotes, complicados conforme a los criterios actuales (o según los de Demócrito, por lo que a esto se refiere). Para un físico, hasta para un químico, los átomos son verdaderos cubos de basura donde hay metidas partículas más pequeñas —electrones, protones y neutrones—, y los protones y los neutrones son a su vez cubos llenos de chismes aún más pequeños. Tenemos que saber cuáles son los objetos más primitivos que hay, y hemos de conocer las fuerzas que controlan su comportamiento social. En el á-tomo de Demócrito, no en el átomo de vuestro profesor de química, está la clave de la materia.
La materia que vemos hoy a nuestro alrededor es compleja. Hay unos cien átomos químicos. Se puede calcular el número de combinaciones útiles de los átomos, y es enorme: miles y miles de millones. La naturaleza emplea estas combinaciones, las moléculas, para construir los planetas, los soles, los virus, las montañas, los cheques con la paga, el valium, los agentes literarios y otros artículos de utilidad. No siempre fue así. Durante los primeros momentos tras la creación del universo en el big bang, no había la materia compleja que hoy conocemos. No había núcleos, ni átomos, no había nada que estuviese hecho de piezas más pequeñas. El abrasador calor del universo primitivo no dejaba que se formasen objetos compuestos, y si, por una colisión pasajera, llegaban a formarse, se descomponían instantáneamente en sus constituyentes más elementales. Quizá no había, junto a las leyes de la física, más que un solo tipo de partícula y una sola fuerza —o incluso una partícula-fuerza unificada—. Dentro de este ente primordial se encerraban las semillas del mundo complejo donde evolucionarían los seres humanos, puede que, básicamente, para pensar sobre estas cosas. Quizá os parezca aburrido el universo primordial, pero para un físico de partículas, ¡esos eran los buenos tiempos!, esa simplicidad, esa belleza, por neblinosamente que las vislumbremos en nuestras lucubraciones.
Antes aun de mi héroe Demócrito, había ya filósofos griegos que se atrevieron a intentar una explicación del mundo mediante argumentos racionales y excluyendo rigurosamente la superstición, el mito y la intervención de los dioses. Estos habían sido recursos valiosos para acomodarse a un mundo lleno de fenómenos temibles y, aparentemente, arbitrarios. Pero a los griegos les impresionaron también las regularidades, la alternancia del día y la noche, las estaciones, la acción del fuego, del viento, del agua. Allá por el año 650 a. C. había surgido una tecnología formidable en la cuenca mediterránea. Allí se sabían medir los terrenos y navegar con ayuda de las estrellas; su metalurgia era depurada y tenían un detallado conocimiento de las posiciones de las estrellas y de los planetas con el que hacían calendarios y variadas predicciones. Construían herramientas elegantes y finos tejidos, y preparaban y decoraban su cerámica muy elaboradamente. Y en una de las colonias del imperio griego, la bulliciosa ciudad de Mileto, en la costa occidental de lo que ahora es la moderna Turquía, se articuló la creencia de que el mundo, en apariencia complejo, era intrínsecamente simple, y de que esa simplicidad podía ser desvelada mediante el razonamiento lógico. Unos doscientos años después, Demócrito de Abdera propuso que los á-tomos eran la llave de un universo simple, y empezó la búsqueda.
La física tuvo su génesis en la astronomía; los primeros filósofos levantaron la vista, sobrecogidos, al cielo nocturno y buscaron modelos lógicos de las configuraciones de las estrellas, los movimientos de los planetas, la salida y la puesta del Sol. Con el tiempo, los científicos volvieron los ojos al suelo: los fenómenos que sucedían en la superficie de la Tierra —las manzanas se caían de los árboles, el vuelo de una flecha, el movimiento regular de un péndulo, los vientos y las mareas— dieron lugar a un conjunto de «leyes de la física». La física floreció durante el Renacimiento, y se convirtió en una disciplina independiente y distinguible alrededor de 1500. A medida que pasaron los siglos y nuestras capacidades de percibir se agudizaron con el uso de microscopios, telescopios, bombas de vacío, relojes. Y así, sucesivamente, se descubrieron más y más fenómenos que se podían describir meticulosamente apuntando números en los cuadernos de notas, construyendo tablas y dibujando gráficos, y de cuya conformidad con un comportamiento matemático se dejaba triunfalmente constancia a continuación.
A principios del siglo XX los átomos habían venido a ser la frontera de la física; en los años cuarenta, la investigación se centró en los núcleos. Progresivamente, más y más dominios pasaron a estar sujetos a observación. Con el desarrollo de instrumentos de un poder cada vez mayor, miramos más y más de cerca a cosas cada vez menores. A las observaciones y mediciones les seguían inevitablemente síntesis, sumarios compactos de nuestro conocimiento. Con cada avance importante, el campo se dividía: algunos científicos seguían el camino «reduccionista» hacia el dominio nuclear y subnuclear; otros, en cambio, iban por la senda que llevaba a un mejor conocimiento de los átomos (la física atómica), las moléculas (la física molecular y la química), la física nuclear y demás.
Al principio fui un chico de moléculas. En el instituto y en los primeros años de la universidad la química era lo que me gustaba, pero poco a poco me fui pasando a la física, que parecía más limpia; inodora, de hecho. Me influyeron mucho, además, los chicos que estaban en física; eran más divertidos y jugaban mejor al baloncesto. El gigante de nuestro grupo era Isaac Halpern, hoy en día profesor de física en la Universidad de Washington. Decía que la única razón por la que iba a ver sus notas cuando salían en el tablón era para saber si la A —el sobresaliente—, «tenía la parte de arriba lisa o terminaba en punta». Todos lo queríamos, claro. Además, en el salto de longitud llegaba más lejos que cualquiera de nosotros.
Me llegaron a interesar los problemas de la física porque su lógica era nítida y tenían consecuencias experimentales claras. En mi último año de carrera, mi mejor amigo del instituto, Martin Klein, el hoy eminente estudioso de Einstein en Yale, me arengó acerca de los esplendores de la física toda una larga tarde, entre muchas cervezas. Hizo efecto. Entré en el ejército de los Estados Unidos con una licenciatura en química y la determinación, si es que sobrevivía a la instrucción y a la segunda guerra mundial, de ser físico.
Nací por fin al mundo de la física en 1948; emprendí entonces mi investigación de doctorado trabajando en el acelerador de partículas más poderoso de aquellos días, el sincrociclotrón de la Universidad de Columbia. Dwight Eisenhower, su presidente, cortó la cinta en la inauguración de la máquina en junio de 1950. Como había ayudado a Ike a ganar la guerra, las autoridades de Columbia, claro, me apreciaban mucho, y me pagaban casi 4.000 dólares por todo un año de trabajo, noventa horas por semana. Fueron tiempos vertiginosos. En los años cincuenta, el sincrociclotrón y otras máquinas poderosas crearon la nueva disciplina de la física de partículas.
Para quien es ajeno a la física de partículas, quizá su característica más sobresaliente sea el equipamiento, los instrumentos. Me uní a la busca en el momento en que los aceleradores de partículas llegaban a la madurez. Dominarían la física durante las cuatro décadas siguientes. Hoy siguen haciéndolo. El primer «machacador de átomos» tenía sólo unos centímetros de diámetro. El acelerador más poderoso que existe hoy en día se encuentra en el Laboratorio Nacional del Acelerador Fermi (Fermilab), en Batavia, Illinois. La máquina del Fermilab, el Tevatrón, mide más de seis kilómetros de perímetro, y lanza protones contra antiprotones con energías sin precedentes. Por el año 2000 o así, el monopolio que tiene el Tevatrón de la frontera de energía se habrá roto. El Supercolisionador Superconductor (SSC), el padre de todos los aceleradores, que se está construyendo en este momento en Texas, medirá unos 87 kilómetros.[1]
A veces nos preguntamos: ¿no nos habremos equivocado de camino en alguna parte? ¿No nos habremos obsesionado con el equipamiento? ¿Es la física de partículas algún tipo de arcana «ciberciencia», con sus enormes grupos de investigadores y sus máquinas ciclópeas que manejan fenómenos tan abstractos que ni siquiera Él está seguro de qué ocurre cuando las partículas chocan a altas energías? Nuestra confianza crecerá, nos sentiremos más alentados si consideramos que el proceso sigue un Camino cronológico que, verosímilmente, parte de la colonia griega de Mileto en el 650 a. C. y lleva a una ciudad donde todo se sabe, en la que los empleados de la limpieza, e incluso el alcalde, saben cómo funciona el universo. Muchos han seguido El Camino: Demócrito, Arquímedes, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Faraday, y así hasta Einstein, Fermi y mis contemporáneos.
El Camino se estrecha y ensancha; pasa por largos trechos donde no hay nada (como la Autopista 80 por Nebraska) y sinuosos tramos de intensa actividad. Hay calles laterales que son una tentación: la de la «ingeniería eléctrica», la «química», las «radiocomunicaciones» o la «materia condensada». Quienes las han tomado han cambiado la manera en que se vive en este planeta. Pero quienes han permanecido en El Camino ven que todo el rato está marcado claramente por la misma señal: «¿Cómo funciona el universo?». En este Camino nos encontramos los aceleradores de los años noventa.
Yo tomé El Camino en Broadway y la calle 120 de Nueva York. En aquellos días los problemas científicos parecían muy claros y muy importantes. Tenían que ver con las propiedades de la llamada interacción nuclear fuerte, y algunos predijeron teóricamente la existencia de unas partículas cuyo nombre era el de mesones pi o piones. Se diseñó el acelerador de Columbia para que produjese muchos piones mediante el bombardeo de unos inocentes blancos con protones. La instrumentación era por entonces bastante simple, lo bastante pura que un licenciado pudiera entenderla.
Columbia era un criadero de física en los años cincuenta. Charles Townes descubriría pronto el láser y ganaría el premio Nobel. James Rainwater también lo ganaría por su modelo nuclear, y Willis Lamb por medir el minúsculo desplazamiento de las líneas espectrales del hidrógeno. El premio Nobel Isadore Rabi, que nos inspiró a todos, encabezaba un equipo en el que estaban Norman Ramsey y Polykarp Kusch; a su debida hora, ambos recibirían el Nobel. T. D. Lee lo compartió por su teoría de la violación de la paridad. La densidad de profesores ungidos por el santo óleo sueco era a la vez estimulante y deprimente. Algunos miembros jóvenes del claustro llevábamos en la solapa chapas donde se leía «Todavía no».
El big bang del reconocimiento profesional me llegó en el periodo 1959-1962, cuando dos de mis colegas de Columbia y yo efectuamos las primeras mediciones de las colisiones de los neutrinos de alta energía. Los neutrinos son mi partícula favorita. Casi no tienen propiedades: carecen de masa (o tienen muy poca), de carga eléctrica y de radio; y, para más escarnio, la interacción fuerte no los afecta. El eufemismo que se emplea para describirlos es decir que son «huidizos». Un neutrino apenas si es un hecho; puede pasar por millones de kilómetros de plomo sólido sin que la probabilidad de que participe en una colisión deje de ser ínfima.
Nuestro experimento de 1961 proporcionó la piedra angular de lo que llegaría a conocerse en los años setenta con el nombre de «modelo estándar» de la física de partículas. En 1988 fue reconocido por la Real Academia Sueca de la Ciencia con el premio Nobel. (Todos preguntan por qué esperaron veintisiete años. La verdad es que no lo sé. A mi familia le daba la excusa cómica de que la Academia iba a paso de tortuga porque no eran capaces de decidir cuál de mis grandes logros iban a honrar). Ganar el premio me produjo, por supuesto, una gran emoción. Pero, en realidad, no se puede comparar con la increíble excitación que nos embargó cuando nos dimos cuenta de que nuestro experimento había tenido éxito.
Los físicos sienten hoy las mismas emociones que los científicos han sentido durante siglos. La vida de un científico está llena de ansiedad, penas, rigores, tensión, ataques de desesperanza, depresión y desánimo. Pero aquí y allá hay destellos de entusiasmo, de risa, de alegría, de exultación. No cabe predecir los momentos en que esas revelaciones suceden. A menudo nacen de la comprensión súbita de algo nuevo e importante, algo hermoso, que otro ha descubierto. Pero si eres, como la mayoría de los científicos que conozco, mortal, los momentos más dulces, con mucho, vienen cuando eres tú mismo quien descubre un hecho nuevo en el universo. Es asombroso cuán a menudo pasa esto a las tres de la madrugada, a solas en el laboratorio, cuando has llegado a saber algo profundo y te das cuenta de que ni uno solo de los cinco mil millones de seres humanos sabe lo que tú en ese momento ya sabes. O eso esperas. Te apresurarás, por supuesto, a contárselo a los demás lo antes posible. A eso se le llama «publicar».
Este libro trata de una serie de momentos infinitamente dulces que los científicos han tenido en los últimos dos mil quinientos años. El conocimiento que hoy tenemos de qué es el universo y cómo funciona es la suma de esos momentos dulces. Las penas y la depresión son también parte de la historia. Cuántas veces, en vez de un «¡Eureka!» no se encuentra otra cosa que la obstinación, la terquedad, la pura mala uva de la naturaleza.
Pero el científico no puede depender de los momentos de ¡Eureka! para estar satisfecho de su vida. Ha de haber alguna alegría en las actividades cotidianas. Yo la encuentro en diseñar y construir aparatos con los que podamos aprender en esta disciplina tan abstracta. Cuando era un impresionable estudiante de doctorado de Columbia, ayudé a un profesor visitante que venía de Roma, mundialmente famoso a construir un contador de partículas. Yo era ahí la virgen, él un profesor del pasado. Juntos le dimos forma al tubo de latón en el torno (eran más de las cinco de la tarde y ya se habían ido todos los mecánicos). Soldamos las cubiertas de los extremos terminadas en cristal y enhebramos un hilo de oro a través de la corta paja metálica eléctricamente aislada, perforando el cristal. Soldamos algunas más. Hicimos pasar el gas especial por el contador durante unas pocas horas, el cable conectado a un oscilador, protegido de una fuente de energía de 1.000 voltios por un condensador especial. Mi amigo profesor —llamémosle Gilberto, pues ese era su nombre— se quedó con los ojos clavados en la línea verde del osciloscopio mientras me aleccionaba en un inglés indefectiblemente malo sobre la historia y la evolución de los contadores de partículas. De pronto, se volvió completa, absolutamente loco. «Mamma mia! Regardo incredibilo! Primo secourso!» (o algo así). Gritaba y apuntaba con el dedo, me levantó en el aire —aunque yo era quince centímetros más alto y pesaba veinticinco kilos más que él— y se puso a bailar conmigo por toda la sala.
—¿Qué ha pasado? —balbuceé.
—¡Mufiletto! —contestó—. ¡Izza counting! ¡Izza counting! —es decir, tal y como él pronunciaba el inglés, que estaba contando.
Es probable que representase todo esto para mi recreo, pero la verdad era que te había emocionado el que, con nuestros propios ojos, cerebros y manos hubiésemos construido un dispositivo que detectaba el paso de partículas de rayos cósmicos y las registraba en la forma de pequeñas alteraciones del barrido del osciloscopio. Debía de haber visto este fenómeno miles de veces, pero no había dejado de estremecerle. Que una de esas partículas hubiese empezado su viaje hacia la calle 120 y Broadway, décimo piso, años-luz atrás en una galaxia remota era sólo una parte en esa pasión. El entusiasmo de Gilberto, que parecía no tener fin, era contagioso.
Cuando explico la física de las partículas fundamentales, suelo tomar prestada (adornándola) una hermosa metáfora del poeta-filósofo romano Lucrecio. Imaginad que se nos confía la tarea de descubrir los elementos básicos de una biblioteca. ¿Qué haríamos? Pensaríamos en primer lugar en los libros, según los distintos temas: historia, ciencia, biografía. O a lo mejor los organizaríamos por su tamaño: gordo, fino, alto, pequeño. Tras tomar en cuenta muchas de esas divisiones, vemos que los libros son objetos complejos a los que se puede subdividir fácilmente. Así que mirarnos dentro de ellos. Se desechan enseguida los capítulos, los párrafos y las oraciones porque serían constituyentes complejos, carentes de elegancia. ¡Las palabras! Al llegar ahí nos acordamos de que en una mesa cerca de la entrada hay un gordo catálogo de todas las palabras de la biblioteca. Las mismas palabras se usan una y otra vez, empalmadas unas a otras de distintas maneras.
Pero hay tantas palabras. Cuando ahondamos más, nos vemos conducidos a las letras; a las palabras se las puede «cortar en trozos». ¡Ya lo tenemos! Con veintiséis letras se pueden hacer decenas de miles de palabras, con las que a su vez cabe hacer millones (¿miles de millones?) de libros. Ahora tenemos que añadir un conjunto adicional de reglas: la ortografía, para restringir las combinaciones de letras. Sin la intervención de un crítico muy joven, habríamos publicado nuestro descubrimiento prematuramente. El joven crítico diría, presuntuoso sin duda: «No te hacen falta veintiséis letras, abuelete. Con un cero y un uno te basta». Los niños crecen hoy jugando con juguetes digitales, y se sienten a gusto con los algoritmos de ordenador que convierten los ceros y los unos en letras del alfabeto. Si sois demasiado viejos para esto, a lo mejor lo sois lo bastante para recordar el código Morse, compuesto de puntos y rayas. En un caso y en el otro, tenemos la secuencia 0 o 1 (o punto o raya) con un código apropiado para hacer las veintiséis letras; la ortografía para hacer todas las palabras del diccionario; la gramática para componer las palabras en oraciones, párrafos, capítulos y, por último, libros. Y los libros hacen la biblioteca.
Por lo tanto, si no hay razón alguna para fragmentar el cero o el uno, hemos descubierto los componentes primordiales, a-tómicos de la biblioteca. En esta metáfora, aun imperfecta como es, el universo es la biblioteca, las fuerzas de la naturaleza la gramática, la ortografía el algoritmo, y el cero y el uno lo que llamamos quarks y leptones, nuestros candidatos hoy a ser los á-tomos de Demócrito. Todos estos objetos, por supuesto, son invisibles.
La señora del público era terca. «¿Ha visto usted alguna vez un átomo?», insistía. Es comprensible que se le haga esta pregunta, por irritante que le resulte, a un científico que ha vivido desde hace mucho con la realidad objetiva de los átomos. Yo puedo visualizar su estructura interna. Puedo hacer que me vengan imágenes mentales de nebulosas de «presencia» de electrón alrededor de la minúscula mota del núcleo que atrae esa bruma de la nube electrónica hacia sí. Esta imagen mental no es nunca exactamente la misma para dos científicos; cada uno construye la suya a partir de las ecuaciones. Estas prescripciones escritas ni son «amistosas con el usuario» ni condescendientes con la necesidad humana de tener imágenes. Sin embargo, podemos «ver» los átomos y los protones y, sí, los quarks.
Cuando quiero responder esa espinosa pregunta empiezo siempre por intentar una generalización de la palabra «ver». ¿«Ve» esta página si usa gafas? ¿Y si mira una copia en microfilm? ¿Y si lo que mira es una fotocopia (robándome, pues, mis derechos de autor)? ¿Y si lee el texto en una pantalla de ordenador? Finalmente, desesperado, pregunto: «¿Ha visto usted alguna vez al papa?».
«Sí, claro» es la respuesta usual. «Lo he visto en televisión». ¡Ah!, ¿de verdad? Lo que ha visto es un haz de electrones que da en el fósforo pintado en el interior de la pantalla de cristal. Mis pruebas del átomo, o del quark, son igual de buenas.
¿Qué pruebas son esas? Las trazas de las partículas en una cámara de burbujas. En el acelerador del Fermilab, un detector de tres pisos de altura que ha costado sesenta millones de dólares capta electrónicamente los «restos» de la colisión entre un protón y un antiprotón. Aquí la «prueba», el «ver», consiste en que decenas de miles de sensores generen un impulso eléctrico cuando pasa una partícula. Todos esos impulsos son llevados a procesadores electrónicos de datos a través de cientos de miles de cables. Por último, se hace una grabación en carretes de cinta magnética codificada con ceros y unos. La cinta graba las violentas colisiones de los protones y los antiprotones, en las que se generan unas setenta partículas que vuelan en diferentes direcciones dentro de las varias secciones del detector.
La ciencia, en especial la física de partículas, gana confianza en sus conclusiones por duplicación; es decir, un experimento en California se confirma mediante un acelerador de un estilo diferente que funciona en Ginebra; también incluyendo en cada experimento controles y comprobaciones que confirmen que el experimento discurre conforme a lo previsto. Es un proceso largo y complejo, el resultado de muchos años de investigaciones.
Sin embargo, la física de partículas sigue resultando inescrutable a muchas personas. Esa terca señora del público no es la única a quien desconcierta un pelotón de científicos que anda a la caza de unos objetos pequeñísimos e invisibles. Así que probemos con otra metáfora…
Imaginad una raza inteligente de seres procedente del planeta Penumbrio. Son más o menos como nosotros, hablan como nosotros, lo hacen todo como los seres humanos. Todo, menos una cosa. Por una casualidad, su aparato visual es tal que no pueden ver los objetos en los que haya una superposición brusca de blancos y negros. No pueden ver las cebras, por ejemplo. O las camisetas rayadas de los árbitros de la liga de fútbol norteamericano. O los balones de fútbol. No es una chiripa tan rara, dicho sea de paso. Los terráqueos somos aún más extraños. Tenemos, literalmente, dos zonas ciegas en el centro de nuestro campo de visión. No los vemos porque el cerebro extrapola la información contenida en el resto del campo visual para suponer qué debe de haber en esos agujeros, y los rellena entonces para nosotros. Los seres humanos conducen de manera rutinaria a ciento sesenta kilómetros por hora por una autobahn alemana, practican la cirugía cerebral y hacen malabarismos con antorchas encendidas aun cuando una porción de lo que ven no es más que una buena suposición.
Digamos que un contingente del planeta Penumbrio viene a la Tierra en misión de buena voluntad. Para que se hagan una idea de nuestra cultura, les llevamos a uno de los espectáculos más populares del planeta: un partido del campeonato del mundo de fútbol. No sabemos, claro esta, que no pueden ver el balón blanquinegro. Así que se sientan a ver el partido con una expresión, aunque cortés, confusa. Para los penumbrianos, un puñado de personas en pantalones cortos corre arriba y abajo por el campo, le pegan patadas sin sentido al aire, se dan unos a otros y caen por los suelos. A veces el árbitro sopla un silbato, un jugador corre a la línea lateral, se queda allí de pie y extiende los dos brazos por encima de la cabeza mientras otros jugadores le miran. De vez en cuando —muy de vez en cuando—, el portero cae inexplicablemente al suelo, se elevan unos grandes vítores y se premia con un tanto al equipo opuesto.
Los penumbrianos se tiran unos quince minutos completamente perdidos. Entonces, para pasar el tiempo, intentan comprender el juego. Unos usan técnicas de clasificación. Deducen, en parte por los uniformes, que hay dos equipos que luchan entre sí. Hacen gráficos con los movimientos de los jugadores, y descubren que cada jugador permanece más o menos dentro de ciertas parcelas del campo. Descubren que diferentes jugadores exhiben diferentes movimientos físicos. Los penumbrianos, como haría un ser humano, aclaran su búsqueda del significado del fútbol del campeonato del mundo dándoles nombres a las diferentes posiciones donde juega cada futbolista. Las incluyen en categorías, las comparan y las contrastan. Las cualidades y las limitaciones de cada posición se listan en un diagrama gigante. Un gran avance se produce cuando descubren que actúa una simetría. Para cada posición del equipo A hay una posición análoga en el equipo B.
Para cuando quedan sólo dos minutos de partido, los penumbrianos han compuesto docenas de gráficos, cientos de tablas y de fórmulas y montones de complicadas reglas sobre los partidos de fútbol. Y aunque puede que las reglas sean todas, en un sentido limitado, correctas, ninguna capta realmente la esencia del juego. En ese momento un joven, un don nadie penumbriano, que hasta ese momento había estado callado, dice lo que piensa. «Presupongamos —aventura nerviosamente— la existencia de un balón invisible».
«¿Qué dices?», le replican los penumbrianos talludos.
Mientras sus mayores se dedicaban a observar lo que parecía ser el núcleo del juego, las idas y venidas de los distintos jugadores y las demarcaciones del campo, el don nadie tenía los ojos puestos en las cosas raras que pasasen. Y encontró una. Justo antes de que el árbitro anunciase un tanto, y una fracción de segundo antes de que el público lo festejara frenéticamente, el joven penumbriano se percató de la momentánea aparición de un abombamiento en la parte de atrás de la red de la portería. El fútbol es un deporte de tanteo corto; se podían observar pocos abombamientos, y cada uno duraba muy poco. Aun así, hubo los suficientes casos para que el don nadie notase que cada abultamiento tenía forma semiesférica. De ahí su extravagante conclusión de que el juego de fútbol depende de la existencia de un balón invisible (invisible, al menos, para los penumbrianos).
El resto de la expedición de Penumbrio escucha esta teoría y, pese a lo débiles que son los indicios empíricos, tras mucho discutir, concluyen que puede que al chico no le falte razón. Un portavoz maduro del grupo —resulta que un físico— apunta que unos cuantos casos raros iluminan a veces más que mil corrientes. Pero lo que de verdad remacha el clavo es el simple hecho de que tiene que haber un balón. Partid de la existencia de un balón, que por alguna razón los penumbrianos no pueden ver, y de golpe todo funciona. El juego adquiere sentido. Y no sólo eso; todas las teorías, gráficos y diagramas compilados a lo largo de la tarde siguen siendo válidos. El balón, simplemente, da significado a las reglas.
Esta extensa metáfora lo es de muchos de los quebraderos de cabeza de la física, y resulta especialmente pertinente para la física de partículas. No podemos entender las reglas (las leyes de la naturaleza) sin conocer los objetos (el balón), y sin creer en un conjunto lógico de leyes nunca deduciríamos la existencia de ninguna de las partículas.
Aquí vamos a hablar de ciencia y de física, así que, antes de ponernos manos a la obra, definamos algunos términos. ¿Qué es un físico? ¿Y dónde encaja la descripción de su oficio en el gran esquema de la ciencia?
Se discierne una jerarquía, pero no tiene que ver con el valor social, ni siquiera con el grado de destreza intelectual. Lo expuso elocuentemente Frederick Turner, humanista de la Universidad de Texas. Hay, decía, una pirámide de la ciencia.
La base son las matemáticas, no porque sean más abstractas o se farde más con ellas, sino porque no descansan en o necesitan otras disciplinas, mientras que la física, el siguiente piso de la pirámide, descansa en las matemáticas. Sobre la física se asienta la química, porque requiere la física; en esta separación, reconocidamente simplista, la física no se preocupa de las leyes de la química. Por ejemplo, a los químicos les interesa cómo se combinan los átomos y forman moléculas, y cómo éstas se comportan cuando están muy juntas. Las fuerzas entre los átomos son complejas, pero en última instancia tienen que ver con la ley de la atracción y la repulsión de las partículas eléctricamente cargadas; en otras palabras, con la física. Luego viene la biología, que se basa tanto en la química como en la física. Los últimos niveles de la pirámide van difuminándose y siendo cada vez menos definibles: cuando llegamos a la fisiología, la medicina, la psicología, la jerarquía antes diáfana se hace más confusa. En las transiciones están las materias de nombre compuesto: la física matemática, la química física, la biofísica. Tengo que meter la astronomía con calzador dentro de la física, claro, y no sé qué hacer con la geofísica o, por lo que a esto respecta, la neurofisiología.
Cabe resumir, poco respetuosamente, el significado de la pirámide con un viejo dicho: los físicos sólo le rinden pleitesía a los matemáticos, y los matemáticos sólo a Dios (si bien quizá os costaría mucho encontrar un matemático tan modesto).
Dentro de la disciplina de la física de partículas hay teóricos y experimentadores. Yo soy de los segundos. La física, en general, progresa gracias al juego entrecruzado de esas dos categorías. En la eterna relación de amor y odio entre la teoría y el experimento, hay una especie de marcador. ¿Cuántos descubrimientos experimentales importantes ha predicho la teoría? ¿Cuántos fueron puras sorpresas? La teoría, por ejemplo, previó la existencia del electrón positivo (el positrón), como la del pión, el antiprotón y el neutrino. El muón, el leptón tau y las partículas úpsilon fueron sorpresas. Un estudio más completo arroja más o menos un empate en este debate absurdo. Pero ¿quién lleva la cuenta?
Experimentar quiere decir observar y medir. Supone la preparación de condiciones especiales en las que las observaciones y las mediciones sean lo más fructíferas que se pueda. Los antiguos griegos y los astrónomos modernos comparten un problema común. No manejaban, no manejan, los objetos que observan. Los griegos o no podían o no querían; se conformaban con observar meramente. A los astrónomos les encantaría hacer que chocasen dos soles —o, mejor, dos galaxias—, pero aún no han desarrollado esta capacidad y tienen que contentarse con mejorar la calidad de sus observaciones. En cambio, en España tenemos 1.003 formas de estudiar las propiedades de nuestras partículas.
Mediante el uso de aceleradores nos es posible diseñar experimentos que busquen la existencia de nuevas partículas. Podemos organizar las partículas de forma que incidan sobre núcleos atómicos, y leer los detalles de las consiguientes desviaciones de su ruta como los estudiosos del micénico leen el Lineal B: descifrando el código. Producimos partículas, y las observamos para ver lo larga que es su vida.
Se predice una partícula nueva cuando de la síntesis de los datos presentes hecha por un teórico perceptivo se desprende su existencia. Lo más frecuente es que no exista. Esa teoría concreta se resentirá. El que sucumba o no dependerá de la firmeza del teórico. Lo importante es que se efectúan experimentos de los dos tipos: los diseñados para contrastar una teoría y los diseñados para explorar un dominio nuevo. Por supuesto, suele ser mucho más divertido refutar una teoría. Como escribió Thomas Huxley, «la gran tragedia de la ciencia: el exterminio de una hipótesis bella por un hecho feo». Las teorías buenas explican lo que ya se sabe y predicen los resultados de nuevos experimentos. La interacción de la teoría y del experimento es una de las alegrías de la física de partículas.
De los experimentadores más prominentes de la historia, algunos —entre ellos Galileo, Kirchhoff, Faraday, Ampère, Hertz, los Thomson (J. J. y G. P.) y Rutherford— eran además unos teóricos muy competentes. El experimentador-teórico es una especie en vías de extinción. En nuestros tiempos una excepción destacada fue Enrico Fermi. I. I. Rabi expresó su preocupación por la brecha cada vez más ancha abierta entre los unos y los otros; los experimentadores europeos, comentaba, no eran capaces de sumar una columna de números y los teóricos de atarse los cordones de los zapatos. Hoy tenemos dos grupos de físicos que tienen el propósito común de entender el universo, pero cuyas perspectivas culturales, sus talentos y sus hábitos de trabajo son muy diferentes. Los teóricos tienden a entrar tarde y trabajar, asisten a extenuantes simposios en las islas griegas o en las montañas suizas, toman vacaciones de verdad y están en casa para sacar fuera la basura mucho más a menudo. Suele inquietarlos el insomnio. Se dice que un teórico fue muy preocupado al médico del laboratorio: «¡Doctor, tiene que ayudarme! Duermo bien toda la noche y las mañanas no son malas; pero la tarde me la paso dando vueltas en la cama». Esta conducta da lugar a esa caracterización injusta, el ocio de la clase de los teóricos, por parafrasear el título del famoso libro de Thorstein Veblen.
Los experimentadores no vuelven nunca tarde a casa; no vuelven. Durante un periodo de trabajo intenso en el laboratorio, el mundo exterior se esfuma y la obsesión es total. Dormir quiere decir acurrucarse una hora en el suelo del acelerador. Un físico teórico puede pasarse toda la vida sin tener que afrontar el reto intelectual del trabajo experimental, sin experimentar ninguna de sus emociones y de sus peligros, la grúa que pasa sobre las cabezas con una carga de diez toneladas, la placa de la calavera y los huesos, las señales que dicen PELIGRO RADIACTIVO. El único riesgo que de verdad corre un teórico es el de pincharse a sí mismo con el lápiz cuando ataca a un gazapo que se ha colado en sus cálculos. Mi actitud hacia los teóricos es una mezcla de envidia y temor, pero también de respeto y afecto. Los teóricos escriben todos los libros científicos de divulgación: Heinz Pagels, Frank Wilczek, Stephen Hawking, Richard Feynman y demás. ¿Y por qué no? Tienen tanto tiempo libre. Los teóricos suelen ser arrogantes. Durante mi reinado en el Fermilab hice una solemne advertencia contra la arrogancia a nuestro grupo teórico. Al menos uno de ellos me tomó en serio. Nunca olvidaré la oración que se oía salir de su despacho: «Señor, perdóname por el pecado de la arrogancia, y, Señor, por arrogancia entiendo lo siguiente…».
Los teóricos, como muchos otros científicos, suelen competir con fiereza, absurdamente a veces. Pero algunos son personas serenas y están por encima de las batallas en las que participan los meros mortales. Enrico Fermi es un ejemplo clásico. Al menos de puertas afuera, el gran físico italiano nunca insinuó siquiera que fuese importante competir. Cuando el físico corriente habría dicho «¡nosotros lo hicimos primero!», Fermi sólo habría querido saber los detalles. Sin embargo, en una playa cerca del laboratorio de Brookhaven en Long Island, un día de verano, le enseñé a esculpir formas realistas en la arena húmeda; insistió inmediatamente en que compitiésemos para ver quién haría el mejor desnudo yaciente. (Declino revelar los resultados de esa competición aquí. Depende de si se es partidario de la escuela mediterránea o de la escuela de la bahía de Pelham de esculpir desnudos). Una vez, en un congreso, me encontré en la cola del almuerzo justo detrás de Fermi. Sobrecogido por estar en presencia del gran hombre, le pregunté cuál era su opinión acerca de unas pruebas observacionales sobre las que se nos acababa de hablar, relativas a la existencia de la partícula K-cero-dos. Me miró por un momento y me dijo: «Joven, si pudiese recordar los nombres de esas partículas habría sido botánico». Esta historia la han contado muchos físicos, pero el joven e impresionable investigador era yo.
Los teóricos pueden ser personas cálidas, entusiastas, con quienes un experimentador ame conversar y aprender. He tenido la buena suerte de disfrutar de largas conversaciones con algunos de los teóricos más destacados de nuestros días: el difunto Richard Feynman, su colega del Cal Tech Murray Gell-Mann, el architejano Steven Weinberg y mi rival cómico Shelly Glashow. James Bjorken, Martinus Veltman, Mary Gaillard y T. D. Lee son otros grandes con quienes ha sido un gusto estar, de quienes aprender ha sido un placer y a quienes ha sido un gozo pellizcar. Una parte considerable de mis experimentos ha salido de los artículos de estos sabios y de mis discusiones con ellos. Hay teóricos con los que se puede disfrutar mucho menos; empaña su brillantez una curiosa inseguridad, que quizá sea un eco de cómo veía Salieri al joven Mozart en la película Amadeus: «¿Por qué, Señor, has encerrado tan trascendente compositor en el cuerpo de un tonto de capirote?».
Los teóricos suelen llegar a su máxima altura a una edad temprana; los jugos creativos tienden a salir a borbotones muy pronto y empiezan a secarse pasados los quince años, o eso parece. Han de saber lo justo; siendo jóvenes, no han acumulado todavía un bagaje intelectual inútil.
Ni que decir tiene que lo normal es que los teóricos reciban una parte indebida del mérito de los descubrimientos. La secuencia que forman el teórico, el experimentador y el descubrimiento se ha comparado alguna vez con la del granjero, el cerdo y la trufa. El granjero lleva al cerdo a un sitio donde podría haber trufas. El cerdo las busca diligentemente. Al final descubre una, y justo cuando está a punto de comérsela, el granjero se la quita delante de sus narices.
En los siguientes capítulos me acerco a la historia y el futuro de la materia viéndola con los ojos de los descubridores e insistiendo —espero que no desproporcionadamente— en los experimentadores. Pienso en Galileo, jadeando hasta lo más alto de la torre inclinada de Pisa y dejando caer dos pesos desiguales sobre un tablado de madera, a ver si oía dos impactos o uno. Pienso en Fermi y sus colegas, creando bajo el estadio de fútbol norteamericano de la Universidad de Chicago la primera reacción en cadena sostenida.
Cuando hablo de las penas y de los rigores de la vida de un científico, hablo de algo más que de una angustia existencial. La Iglesia condenó la obra de Galileo; madame Curie pagó con su vida, víctima de una leucemia que contrajo por envenenamiento radiactivo. Se nos forman cataratas a demasiados. Ninguno dormimos lo suficiente. La mayor parte de lo que sabemos acerca del universo lo sabemos gracias a unos tipos (y señoras) que se quedan levantados hasta tarde por la noche.
La historia del á-tomo, claro está, incluye también a los teóricos. Nos ayudan a atravesar lo que Steven Weinberg llama «los oscuros tiempos entre las conquistas experimentales», conduciéndonos, como dice él, «casi imperceptiblemente a cambios en nuestras creencias previas». Aunque ahora esté desfasado, el libro de Weinberg Los tres primeros minutos fue una de los mejores exposiciones populares del nacimiento del universo. (Siempre he pensado que se vendió tan bien porque la gente creía que era un manual sexual). Me centraré en las mediciones cruciales que hemos hecho de los átomos. Pero no se puede hablar de los datos sin tocar la teoría. ¿Qué significan todas esas mediciones?
Vamos a tener que hablar un poco de las matemáticas. Ni siquiera los experimentadores podrían tirar adelante en la vida sin unos cuantos números y ecuaciones. Eludir por completo las matemáticas sería hacer el papelón de un antropólogo que eludiese estudiar el lenguaje de la cultura que se está investigando o el de un especialista en Shakespeare que no supiese inglés. Las matemáticas son una parte tan inextricable del tejido de la ciencia —de la física especialmente— que despreciarlas significaría excluir muy buena parte de la belleza, de la aptitud de expresión, del «tocado ritual» de la disciplina. Desde el punto de vista práctico, con las matemáticas es más fácil explicar el desarrollo de las ideas, el funcionamiento de los dispositivos, la urdimbre de todo. Os sale un número aquí, os sale el mismo número allá: a lo mejor es que tienen algo que ver.
Pero no os descorazonéis. No voy a hacer cálculos. Y al final no habrá nada de matemáticas. En un curso que impartí para estudiantes de letras en la Universidad de Chicago (lo llamé «Mecánica cuántica para poetas»), esquivaba el problema llamando la atención hacia las matemáticas y hablando de ellas sin en realidad practicarlas, Dios no lo permita, delante de toda la clase. Aun así, vi que en cuanto aparecían símbolos abstractos en la pizarra se estimulaba automáticamente el órgano que segrega el humor que pone vidriosos los ojos. Si, por ejemplo, escribo x = vt (léase equis igual a uve veces te), se oye un murmullo en el aula. No es que estos brillantes hijos de padres que pagan al año 20.000 dólares de matrícula no sean capaces de vérselas con x = vt. Dadles números para la x y la t y pedidles que calculen la v, y al 48 por 100 le saldrá bien, el 15 por 100 se negará a responder (por consejo de sus abogados) y el 5 por 100 responderá «presente». (Sí, ya sé que no suma 100. Pero soy un experimentador, no un teórico. Además, los errores tontos le dan confianza a mi clase). Lo que alucina a los estudiantes es que saben que voy a hablar de «ellas»: que les hablen de las matemáticas les es nuevo y suscita una ansiedad extrema.
Para ganarme de nuevo el respeto y el afecto de mis alumnos cambio inmediatamente a un tema más familiar y placentero. Fijaos en esto:
Imaginaos un marciano que quiera entender este diagrama y se quede mirándolo. Le correrán las lágrimas del ombligo. Pero el aficionado medio al fútbol norteamericano, con su bachillerato abandonado a la mitad, vocifera que «¡eso es el “Blast” de la goal-line de los Redskins!». ¿Es esta representación de una fullback off-tackle run mucho más simple que x = vt? En realidad es igual de abstracta y sin duda más esotérica. La ecuación x = vt funciona en cualquier lugar del universo. El juego de pocas yardas de los Redskins quizá les valga un touchdown en Detroit o en Búfalo, pero jamás contra los Bears.
Así que pensad que las ecuaciones tienen un significado en el mundo real, lo mismo que los diagramas de las jugadas del fútbol norteamericano —por complicados y poco elegantes que sean— tienen un significado en el mundo real del estadio. La verdad es que no es tan importante manejar la ecuación x = vt. Es más importante el ser capaces de leerla, de entender que es un enunciado acerca del mundo donde vivimos. Entender x = vt es tener poder. Podréis predecir el futuro y leer el pasado. Es a la vez el tablero de la ouija y la piedra Rosetta. ¿Qué significa, pues?
La x dice dónde está la cosa de que se trate. La cosa puede ser Harry que circula por la interestatal en su Porsche o un electrón que sale zumbando de un acelerador. Que sea x = 16 unidades, por ejemplo, quiere decir que Harry o el electrón se encuentran a 16 unidades del lugar al que llamemos cero. La v dice lo deprisa que Harry o el electrón se mueven: que, digamos, Harry va por ahí a 130 kilómetros por hora o que el electrón se mueve perezosamente a un millón de metros por segundo. La t representa el tiempo que ha pasado desde que alguien gritó «vamos». Con esto podemos predecir dónde estará la cosa en cualquier momento, sea t = 3 segundos, 16 horas o 100.000 años: Podemos decir también dónde estaba, sea t = −7 segundos (7 segundos antes de t = 0) o t = −1 millón de años. En otras palabras, si Harry sale de tu garaje y conduce directamente hacia el este durante una hora a 130 kilómetros por hora, está claro que se encontrará 130 kilómetros al este de tu garaje una hora después del «vamos». Recíprocamente, se puede también calcular dónde estaba Harry hace una hora (−1 hora), suponiendo que su velocidad siempre ha sido v y que v es conocida. Este supuesto es esencial, pues si a Harry le gusta empinar el codo puede que haya parado en Joe’s Bar hace una hora.
Richard Feynman presenta la sutileza de la ecuación de otra forma. En su versión, un policía para a una mujer que lleva un coche monovolumen, mira por la ventanilla y le espeta a la conductora: «¿No sabe que iba a 130 kilómetros por hora?».
«No sea ridículo —le contesta la mujer—, salí de casa hace sólo quince minutos». Feynman, que creía haber dado con una introducción bien humorada al cálculo diferencial, se quedó de una pieza cuando se le acusó de ser sexista por contar una historia así, de modo que yo no la contaré.
El meollo de nuestra pequeña excursión por la tierra de las matemáticas es que las ecuaciones tienen soluciones y que éstas pueden compararse con el «mundo real» de la medición y la observación. Si el resultado de esta confrontación es positivo, la confianza que se tiene en la ley original crece. De vez en cuando veremos que las soluciones no siempre coinciden con la observación y la medición; en ese caso, tras las debidas comprobaciones y nuevas comprobaciones, la «ley» de la que salió la solución se relega al cubo de la basura de la historia. Las soluciones de las ecuaciones que expresan una ley de la naturaleza son, en ocasiones, completamente inesperadas y raras, y por lo tanto ponen a la teoría bajo sospecha. Si las observaciones subsiguientes muestran que pese a todo era correcta, nos alegramos. Sea cual sea el resultado, sabemos que tanto las verdades que abarcan el universo como las que se refieren a un circuito eléctrico resonante o a las vibraciones de una viga de acero estructural se expresan en el lenguaje de las matemáticas.
Otra cosa más sobre los números. Nuestro tema pasa a menudo del mundo de lo sumamente pequeño al de lo enorme. Por lo tanto, trataremos con números que a menudo son muy, muy grandes o muy, muy pequeños. Así que, en su mayoría, los escribiré empleando notación científica. Por ejemplo, en vez de escribir un millón como 1.000.000, lo haré de esta forma: 106. Esto quiere decir 10 elevado a la sexta potencia, que es 1 seguido de seis ceros, lo que viene a ser el costo aproximado, en dólares, de la actividad del gobierno de los Estados Unidos durante veinte segundos. Aunque no se tenga la suerte de que el número grande empiece por 1, aún podremos escribirlo con notación científica. Por ejemplo, 5.500.000 se escribe 5,5 × 106. Con los números minúsculos, basta con insertar un signo menos. Una millonésima (1/1.000.000) se escribe de esta forma: 10−6, lo que quiere decir que el 1 está seis lugares a la derecha de la coma decimal, o 0,000.001.
Lo importante es captar la escala de estos números. Una de las desventajas de la notación científica es que oculta la verdadera inmensidad de los números (o su pequeñez). El abanico de los tiempos de interés científico es mareante: 10−1 segundos es un guiño, 10−6 segundos la vida de la partícula muón y 10−23 segundos el tiempo que tarda un fotón, una partícula de luz, en atravesar el núcleo. Tened presente que ir subiendo potencia a potencia de diez multiplica lo que está en juego tremendamente. Así, 107 segundos es igual a poco más de cuatro meses y 109 es treinta años; pero 1018 es, burdamente, la edad del universo, el tiempo transcurrido desde el big bang. Los físicos lo miden en segundos; nada más que un montón de ellos.
El tiempo no es la única magnitud que va de lo inimaginablemente pequeño a lo interminable. La menor distancia que se tenga en cuenta hoy día en una medición viene a ser unos 10−17 centímetros, lo que una cosa llamada el Z° (zeta cero) viaja antes de partir de nuestro mundo. Los teóricos a veces tratan de conceptos espaciales mucho menores; por ejemplo, cuando hablan de las supercuerdas, una teoría de partículas muy en boga pero muy abstracta e hipotética, dicen que su tamaño es de 10−35 centímetros, verdaderamente pequeño. En el otro extremo, la mayor distancia es el radio del universo observable, un poco por debajo de 1028 centímetros.
Cuando tenía diez años, cogí el sarampión, y para levantarme el ánimo mi padre me compró un libro de letra gruesa titulado La historia de la relatividad, de Albert Einstein y Leopold Infield. Nunca olvidaré el principio del libro de Einstein e Infield. Hablaba de historias de detectives, de que cada historia de detectives tiene un misterio, pistas y un detective. El detective intenta resolver el misterio echando mano de las pistas.
En la historia que sigue hay esencialmente dos misterios. Ambos se manifiestan en forma de partículas. El primero es el desde hace mucho buscado á-tomo, la partícula invisible e indivisible que Demócrito fue el primero en proponer. El á-tomo está en el centro mismo de las cuestiones básicas de la física de partículas. Llevamos 2.500 años luchando por resolver este primer misterio. Hay miles de pistas, cada una descubierta con penosos esfuerzos. En los primeros capítulos, veremos cómo intentaron nuestros predecesores componer el rompecabezas. Os sorprenderá ver cuántas ideas «modernas» se tenían ya en los siglos XVI y XVII, e incluso siglos antes de Cristo. Al final, volveremos al presente y daremos con un segundo misterio, puede que aún mayor que el otro, el que representa la partícula que, según creo, orquesta la sinfonía cósmica. Y veréis a lo largo del discurrir del libro el parentesco natural entre un matemático del siglo XVI que arrojaba pesos de una torre en Pisa y un físico de partículas de ahora al que se le congelan los dedos en una cabaña de la gélida pradera de Illinois barrida por el viento mientras comprueba los datos que manan de un acelerador enterrado bajo el suelo helado y que cuesta quinientos millones de dólares. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿Cuál es la estructura básica de la materia? ¿Cómo funciona el universo?
Crecía en el Bronx, y solía mirar a mi hermano mayor mientras jugaba durante horas con productos químicos. Era un genio. Yo hacía todos los trabajos de casa para que me dejara mirar sus experimentos. Hoy se dedica al negocio de las chucherías. Vende cosas del estilo de cojines ruidosos de broma, matrículas con tal o cual lema y camisetas con frases llamativas, de esas con las que la gente puede resumir su visión del mundo en un enunciado no más largo que ancho es su pecho. La ciencia no debería tener un objetivo menos elevado. Mi ambición es vivir para ver toda la física reducida a una fórmula tan elegante y simple que quepa fácilmente en el dorso de una camiseta.
Se han hecho progresos significativos a lo largo de los siglos en dar con la camiseta definitiva. Newton, por ejemplo, aportó la gravedad, una fuerza que explica un sorprendente abanico de fenómenos dispares: las mareas, la caída de una manzana, las órbitas de los planetas y los cúmulos de galaxias. La camiseta de Newton dice: F = ma. Luego, Michael Faraday y James Clerk Maxwell desvelaron el misterio del espectro electromagnético. Hallaron que la electricidad, el magnetismo, la luz solar, las ondas de radio y los rayos X eran manifestaciones de la misma fuerza. Cualquier buena librería universitaria os venderá camisetas que llevan las ecuaciones de Maxwell.
Hoy, muchas partículas después, tenemos el modelo estándar, que reduce toda la realidad a una docena o así de partículas y cuatro fuerzas. El modelo estándar representa todos los datos que han salido de todos los aceleradores desde la torre inclinada de Pisa. Organiza las partículas llamadas quarks y leptones —seis de cada— en una elegante disposición tabular. Se puede pintar un diagrama con el modelo estándar entero en una camiseta, pero no queda libre ni un hueco. Es una simplicidad que ha costado mucho, generada por un ejército de físicos viajeros por un mismo camino. No obstante, la camiseta del modelo estándar engaña. Con sus doce partículas y cuatro fuerzas, es notablemente exacta. Pero también es incompleta y, de hecho, tiene incoherencias internas. Para que en la camiseta cupiesen sucintas excusas de esas incoherencias haría falta una talla extragrande, y aún nos saldríamos de la camiseta.
¿Qué, o quién, se interpone en nuestro camino y estorba nuestra búsqueda de la camiseta perfecta? Esto nos devuelve a nuestro segundo misterio. Antes de que podamos completar la tarea que emprendieron los antiguos griegos, debemos considerar la posibilidad de que nuestra presa esté poniendo pistas falsas para confundirnos. A veces, como un espía en una novela de John Le Carré, el experimentador debe preparar una trampa. Debe forzar al sospechoso a descubrirse a sí mismo.
En estos momentos los físicos de partículas andan tendiendo una trampa así. Estamos construyendo un túnel de 87 kilómetros de circunferencia, que contendrá los tubos de haces gemelos del Supercolisionador Superconductor; con él esperamos atrapar a nuestro villano.
¡Y qué villano! ¡El mayor de todos los tiempos! Hay, creemos, una presencia espectral en el universo que nos impide conocer la verdadera naturaleza de la materia. Es como si algo, o alguien, quisiese impedirnos que consiguiéramos el conocimiento definitivo.
El nombre de esta barrera invisible que nos impide conocer la verdad es el campo de Higgs. Sus helados tentáculos llegan a cada rincón del universo, y sus consecuencias científicas y filosóficas levantan gruesas ampollas en la piel de los físicos. El campo de Higgs ejerce su magia negra por medio de una partícula —¿de qué si no?—; se llama bosón de Higgs y es una razón primaria para construir el Supercolisionador. Sólo el SSC tendrá la energía necesaria para producirlo y detectarlo, o eso creemos. Hasta tal punto es el centro del estado actual de la física, tan crucial es para nuestro conocimiento final de la estructura de la materia y tan esquivo sin embargo, que le he puesto un apodo: la Partícula Divina. ¿Por qué la Partícula Divina? Por dos razones. La primera, que el editor no nos dejaría llamarla la Partícula Maldita. Sea, aunque quizá fuese un título más apropiado, dada su villana naturaleza y el daño que está causando. Y la segunda, que hay cierta conexión, traída por los pelos, con otro libro, un libro mucho más viejo…
Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Senaar y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a hacer ladrillos y a cocerlos en el fuego». Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra, y el betún les sirvió de cemento; y dijeron: «vamos a edificarnos una ciudad y una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos que dividirnos por la faz de la tierra». Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo uno, pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto, y nada les impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos a otros». Y los dispersó de allí Yavé por toda la faz de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad. Por eso se llamó Babel, porque allí confundió Yavé la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó por el faz de toda la tierra.
GÉNESIS, 11: 1-9
Una vez, hace miles de años, mucho antes de que se escribieran esas palabras, la naturaleza sólo hablaba una lengua. En todas partes la materia era la misma, bella en su elegante e incandescente simetría. Pero a lo largo de los eones se ha transformado, dispersa en muchas formas por el universo, para confusión de quienes vivimos en este planeta corriente que da vueltas alrededor de una estrella mediocre.
Ha habido épocas en que la persecución por la humanidad de un conocimiento racional del mundo progresaba con rapidez, las conquistas abundaban y los científicos rebosaban optimismo. En otras épocas reinaba la mayor de las confusiones. Con frecuencia los periodos más confusos, las épocas de crisis intelectual e incapacidad total de comprender, fueron los precursores de las conquistas iluminadoras que vendrían.
En las últimas décadas, no muchas, hemos pasado en la física de partículas por un periodo de tensión intelectual tan curiosa que la parábola de la torre de Babel parece venirle a cuento. Los físicos de partículas han hecho la disección de las partes y procesos del universo con sus aceleradores gigantescos. En los últimos tiempos han contribuido a la persecución los astrónomos y los astrofísicos, que, hablando figuradamente, miran por sus telescopios gigantescos para rastrear los cielos y hallar las chispas y cenizas residuales de una explosión catastrófica que, están convencidos, ocurrió hace quince mil millones de años y a la que llaman big bang.
Aquéllos y éstos han estado progresando hacia un modelo simple, coherente, omnicomprensivo que lo explique todo: la estructura de la materia y la energía, el comportamiento de las fuerzas en entornos que lo mismo corresponden a los primeros momentos del universo niño, con su temperatura y densidad exorbitantes, que al mundo hasta cierto punto frío y vacío en que vivimos hoy. Nos iban saliendo las cosas muy bien, quizá demasiado bien, cuando nos topamos con una rareza, una fuerza que parecía adversa actuando en el universo. Algo que parece brotar del espacio que todo lo llena y donde nuestros planetas, estrellas y galaxias están inmersos. Algo que todavía no podemos detectar y que, cabría decir, ha sido plantado ahí para ponernos a prueba y confundirnos. ¿Nos estamos acercando demasiado? ¿Hay un Gran Mago de Oz nervioso que deprisa y corriendo va cambiando el registro arqueológico?
La cuestión es si los físicos quedarán confundidos por este rompecabezas o si, al contrario que los infelices babilonios, construirán la torre y, como decía Einstein, «conocerán el pensamiento de Dios».
Era la tierra toda de muchas lenguas y de muchas palabras. En su marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Waxahachie y se establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a construir un Colisionador Gigante, cuyas colisiones lleguen hasta el principio del tiempo». Y se sirvieron de los imanes superconductores para curvar, y los protones les sirvieron para machacar. Bajó Yavé a ver el acelerador que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo que está sacando de la confusión lo que yo confundí». Y el Señor suspiró y dijo: «Bajemos, pues, y démosles la Partícula Divina, de modo que puedan ver cuán bello es el universo que he hecho».
EL NOVÍSIMO TESTAMENTO, 11:1