Dos días más tarde, con su malparado Subaru, mi tío me acompañó al aeropuerto Ben Gurión.
Nos despedimos con un largo abrazo y con la promesa de que vendría lo antes posible a Trieste: la invitación se extendía también a Arik y su familia, naturalmente.
El vuelo fue bien.
En Milán tomé el tren para Venecia y me bajé en Mestre.
Cuando llegué a la comisaría de policía un joven cabo me acompañó de inmediato al depósito de cadáveres. Por el camino me contó que según la autopsia, ya efectuada, la causa de la muerte resultó ser claramente natural: de repente el corazón dejó de latir.
Los zuecos de la empleada que nos abría camino eran de goma y producían un extraño sonido de ventosa sobre el suelo de linóleo.
Un viento helado me golpeó cuando entré en la cámara frigorífica. Sobre las mesas de acero yacían tres cuerpos. Él ocupaba el lugar central. Sus pies sobresalían de la sábana verde (era la primera vez que los veía sin zapatos), un brazo colgaba lateralmente.
El cabo levantó la sábana: «¿Lo reconoce?».
En lugar de la habitual sonrisa irónica, sus labios parecían entreabiertos con una expresión de estupor.
«Sí», contesté, «es mi padre, Massimo Ancona».
«Lo siento», dijo el militar.
«Yo también lo siento», dije, y en ese momento sentí las lágrimas que resbalaban por mis mejillas.
Impaciente por el frío, la encargada masticaba un chicle (el ruido de sus mandíbulas era el único en ese silencio irreal) mientras el policía rellenaba formularios.
En un impulso aferré la mano blanca que colgaba de la sábana y la apreté entre las mías, la piel estaba fría como la de las serpientes, la densidad y el peso no eran muy distintos a los de los vivos, las uñas cortadas precipitadamente.
«Éste es tu último frente», le susurré, y me incliné para darle un beso. «Gracias por la vida que me has dado, a pesar de todo».
De regreso a casa, abrí la bolsa de plástico que me había entregado la policía. En ella estaban las llaves de su casa, las del coche, una tarjeta de los trenes regionales (caducada desde hacía un mes), una pequeña agenda de teléfonos, una cartera con los bordes usados y un sobre blanco en el que estaba escrito mi nombre.
La cartera contenía unas cuantas monedas, un billete de cincuenta mil liras y dos de cinco mil, la cartilla de la seguridad social, una tarjeta para los puntos de un supermercado de Monfalcone (faltaban sólo cuatro sellos para el anhelado premio, un albornoz) y, de un compartimiento lateral, despuntaba una pequeña foto consumida por el tiempo: una mujer elegante, no muy alta, miraba fijo al fotógrafo con una expresión entre altiva y aburrida, mientras apretaba distraídamente la mano de un niño. La debieron tomar en la orilla de San Marco o enfrente de la Giudecca, el niño indicaba sonriendo algo que lo llenaba de sorpresa: ¿una nave, un pájaro castañero, un pájaro nunca visto antes? Si los ojos de la madre reflejaban únicamente condescendencia hacia su ego, los del niño rebosaban de una indómita y alegre curiosidad. En el reverso, con una tinta descolorida ya, estaba escrito: Venecia 1936, mamá y yo en el malecón. Massimo Ancona y su madre, el profesor de filosofía del lenguaje y la inagotable jugadora de canasta, mi padre y mi abuela, encerrados en una cartera como la mayor parte de los comunes mortales.
El nombre de un restaurante de Monselice estaba estampado en la tapa de plástico verde de la agenda prácticamente vacía: en la D, los números del doctor y del dentista, en la E, tres o cuatro fondas, y aquí y allá los teléfonos de algunas editoriales, dos o tres nombres femeninos y, en la primera página, mi número de Trieste y debajo, a lápiz, con letra temblorosa, el de Israel.
La misma escritura incierta había garabateado mi nombre en el sobre. Lo abrí: en su interior, dos folios amarillentos (con el membrete de un hotel de Cracovia) escritos con letra apretada por ambos lados.
Grado Pineta, 13 de mayo
No sé si esta carta llegará algún día a tus manos pero, si la lees, querrá decir que yo ya no formo parte de este mundo. Tú sabes cuánto detesto los sentimentalismos, sin embargo, no puedo evitar el hecho de escribir estas líneas. En el fondo tú has sido lo inesperado.
Lo temido y lo inesperado.
Has llegado al final de mis días y —como esas plantas que lanzan sus finas (y prepotentes) raíces a colonizar el espacio que las rodea— has abierto una fisura en mi vida introduciendo por ella tu mirada, tu voz y tus preguntas y de esa mirada, de esa voz y de esas preguntas ya no he logrado liberarme.
¿Es la llamada de la sangre o la debilidad de la senilidad? No lo sé, ahora no tengo fuerzas ni tiempo para responderte. En el fondo no tiene demasiada importancia, ya no debo defenderme más ni explicar nada.
Hoy he intentado quitarme la vida.
Nada de extraordinario o melodramático, lo de poner fin personalmente a mis días es una decisión que tomé desde que tengo uso de razón; al no escoger nacer, la única libertad que nos es dada es la de establecer cuándo morir. Mi cuerpo está en evidente decadencia y desgraciadamente mi cabeza lo acompaña.
Esta mañana se ha roto la persiana de mi habitación. Me he quedado a oscuras hasta las cinco de la tarde persiguiendo inútilmente al técnico por teléfono, mientras seguían contestando: «inténtelo más tarde, lo llamaremos nosotros», pero no ocurrió, así, al final, he decidido salir a dar un paseo. Me puse en camino con el dulce aire de mayo, acompañado por los incansables vuelos de los pájaros que llevaban comida a sus nidos; unas florecillas amarillas salían de entre el cemento. Mayo, he pensado, es el momento más extraordinario para marcharse, el que requiere más valor porque la vida está en la plenitud de su esplendor. ¿Qué cuesta suicidarse en noviembre, cuando el cielo está velado por una espesa cortina de lluvia? Se podría pensar que es la depresión la que me ha llevado a hacerlo pero no es así, estoy perfectamente lúcido y soy consciente de mi decisión.
Cuando he vuelto a casa he intentado llamarte, quería oír tu voz por última vez, pero no he tenido suerte: al otro lado del teléfono se pusieron varias personas, me hablaron un poco en inglés, hebreo y español, de todas formas no lograron encontrarte.
Entonces me he subido a una silla para coger la pistola: hacía años que estaba cuidadosamente puesta encima de la librería, envuelta en un paño oscuro. La he cargado y he esperado el final de la noche leyendo mis poesías preferidas. No quería morir en casa como un ratón, deseaba irme a un espacio abierto, delante del mar, ver una vez más el alba, el sol que asoma e inunda de luz el mundo.
A las cuatro he salido y he llegado hasta la playa, en la oscuridad oía las conchas crujir debajo de mis zapatos; me he sentado en el mismo patín de agua que escogiste tú una vez en una de nuestras paradas, sentía el frío del metal en el muslo.
Poco después de las cinco, el cielo ha empezado a aclarar por el este, encima de Trieste e Istria, el aire se ha llenado de los gritos de las aves marinas y, con la marea baja aún, el agua batía dulcemente. He mirado a mi alrededor y he sacado la pistola del bolsillo, a la espera. Cuando el disco naranja ha aparecido en el horizonte me la he apuntado contra la sien y he apretado el gatillo: ha hecho un tlac y no ha sucedido nada. He corrido el tambor, otro tlac.
Mientras, en la playa ha llegado un jubilado con sus dos caniches, lanzaba al aire una pelota de colores y ellos la perseguían ladrando felices. No soy capaz ni de matarme, he pensado, metiendo la pistola en el bolsillo.
Por la mañana vino el técnico de las persianas y, con él, la luz a la habitación. Por la tarde he ido a hacer unas compras a Monfalcone. La vida sigue, no sé cuánto tiempo, pero sigue, he pensado mientras ponía la pistola en un cajón. Esperaré que el destino siga su curso.
Por la noche me he asomado al pequeño balcón de la cocina, la temperatura, ahora casi estival, hacía fermentar las algas de la laguna saturando el aire de un olor salobre; en un apartamento iluminado del edificio de enfrente, una mujer con delantal y un cubo limpiaba a fondo las habitaciones, ante la inminente migración del verano.
Estaba entrando cuando entre los arbustos que dividen los dos edificios, de repente, he visto luciérnagas; hacía años que no me sucedía —danzaban entre el suelo y los arbustos bordando el aire con su luminosidad intermitente—. Tan sólo un día antes habría sonreído ante la astucia de la estrategia para la reproducción: ¿qué otra cosa eran esas luces sino una extraordinaria estratagema para alcanzar la cópula?
Pero esa noche, de golpe, todo me parecía distinto, ya no sentía irritación hacia el ama de casa que limpiaba los suelos, ni veía la mecanicidad en los pequeños fuegos fatuos de las luciérnagas.
En esas luces no hay astucia, sino sabiduría, me he dicho, y me he puesto a llorar. Habían transcurrido más de sesenta años desde la última vez que lo había hecho, en la nave que nos llevaba a Brasil.
Lloraba despacio, en silencio, sin sollozar, lloraba por esas pequeñas centellas de luz envueltas en la prepotencia de la noche, por su vagar incierto, porque en ese momento vi con claridad que en toda oscuridad vive comprimido un fragmento de luz.
¿Te hago reír? ¿Te parezco patético? Tal vez sí, probablemente estas frases irritarán el furor inagotable de tu juventud, pero ahora ya no me importa nada. Mejor dicho, me cubriré aún más de ridículo diciéndote que a lo largo de todos estos meses he vivido con la esperanza de volverte a ver.
Sabes que yo siempre he escogido el camino de la sinceridad (incluso a costa de hacerme daño), así durante estos días, durante este tiempo que el destino me ha concedido, eludiendo mi orgullo, tengo la posibilidad de reflexionar sin miedos porque, en el fondo, ya estoy muerto —siento la sábana sobre mi cuerpo y la tierra húmeda que me cubre—. Precisamente porque estoy más allá (y ya no temo el ridículo) puedo decirte que ha sido el miedo lo que ha determinado mi vida, lo que yo llamaba audacia era en realidad sólo pánico. Miedo de que las cosas no fueran como había decidido, miedo de superar un límite que no era de la mente sino del corazón, miedo de amar y de no ser correspondido.
Al final es, en realidad, sólo éste el terror del hombre y es por eso por lo que cae en la mediocridad.
El amor es como un puente suspendido en el vacío…
Por miedo complicamos las cosas simples, con tal de perseguir los fantasmas de nuestra mente transformamos un camino recto en un laberinto del que no sabemos salir.
Es tan difícil aceptar el rigor de la simplicidad, la humildad de la entrega.
¿Qué otra cosa he hecho durante toda mi existencia sino esto? Huir de mí mismo, de las responsabilidades, herir para no ser herido.
Cuando leas estas líneas (y yo esté en una cama frigorífica o bajo tierra), que sepas que en los últimos días me ha invadido un sentimiento de tristeza —una tristeza sin rabia, melancólica, y puede que por ello todavía más dolorosa.
Orgullo, humildad: al final hay sólo esto sobre el plato de la balanza. No sé cuál será su peso específico, no puedo decir si un día de humildad puede bastar para redimir una vida de orgullo.
Hubiera sido bonito poderte abrazar, pequeña bomba de relojería llegada por sorpresa (y demasiado tarde) para devastar mi vida; aunque esto no te resarcirá de nada, quería apretarte en un último gran abrazo, un abrazo que encierre todos los abrazos que no te he dado: los de cuando naciste y de cuando eras pequeña, los de cuando crecías y los que necesitarás cuando yo ya no esté.
Perdona la estupidez del hombre irónico que te ha traído al mundo.
Papá
Una semana más tarde, en el cementerio judío de Trieste celebramos el funeral. Aparte de los hombres del minyan y del rabino estaba sólo yo. Cuando terminaron de recitar el Qaddish, de unas obras cercanas sonó fuerte la sirena de mediodía.
Era un caluroso día de verano y no había mucha gente en el camposanto. En lugar de ir a casa bajé al cementerio católico. Antes de entrar, compré un bonito ramo de girasoles en los puestos de la puerta de entrada.
Durante el invierno muchas hojas, mezcladas con folletos publicitarios, habían sido transportadas por el viento del norte a nuestro pequeño panteón, abandonado desde hacía tiempo. En su interior el aire era sofocante, olía a humedad, a moho: hacía años que nadie lo limpiaba. Abrí la puerta de par en par y fui a comprar una escoba y un trapo. Al terminar puse las flores en el jarrón y me senté a haceros compañía.
Quién sabe dónde estaríais, cómo estaríais. Quién sabe si, al menos del otro lado, tú y mi madre os habríais encontrado, si habríais logrado finalmente disipar las sombras que os habían impedido tener una relación serena. Quién sabe si podríais verme desde allá arriba, sentada sobre vuestra tumba una tarde de verano. ¿Quién sabe si era verdad que los muertos tienen el poder de estar al lado de los vivos, de protegerlos sin nunca perderlos de vista? ¿O es sólo un deseo nuestro o una muy humana esperanza? ¿Era verdad que del otro lado estaba el juicio y el arcángel Miguel sujetando, con dedos ligeros, el delicado sistema de contrapesos? ¿Y cómo se establecían las unidades de medida? ¿Era el peso específico el mismo para todas las acciones? ¿Había sólo dos categorías —el bien y el mal— o las valoraciones eran algo más complejas? ¿Cuánto pesaban los sufrimientos de un inocente? Y la muerte violenta de un justo, ¿valía lo mismo que la de un impío que moría de vejez? ¿Por qué el hombre malo goza con frecuencia de una vida larga y sin sacudidas —como si alguien lo protegiera— mientras que el bueno debe soportar injurias y adversidades? ¿Es acaso la longevidad concedida a los hombres sin escrúpulos una señal de la misericordia divina y viven tanto para disponer de más tiempo para arrepentirse y convertir su corazón?
Y el dolor, ¿qué peso tiene?
El dolor de mi madre, el de mi padre, el tuyo, el del tío Ottavio y el mío (cuando muera), ¿dónde irán a parar? ¿Será polvo inerte o alimento? ¿No sería mejor poder vivir sin preocupaciones, sin hacerse preguntas? ¿Pero cómo acaba el hombre que no se interroga, que no tiene dudas?
Arik me había hablado de la inclinación al bien y al mal que hay en cada uno de nosotros, de la lucha que libran constantemente en nuestro corazón. Vivir inertes, sin hacerse preguntas, ¿no quería decir entregarse a la banal mecánica de la existencia, a la inexorable ley de gravedad que (en cualquier caso y siempre) nos arrastra hacia abajo? ¿Acaso no nacen de la nostalgia las dudas y las preguntas? De la misma manera que las células apicales dirigen, en cualquier caso y siempre, las plantas hacia lo alto para buscar la luz, las preguntas deben elevar a los hombres hacia el cielo: ¿No serán quizá el dolor, la confusión y los estragos del mal la consecuencia de nuestro desvío?
En la pequeña biblioteca del kibutz conocí a Miriam, una mujer francesa, superviviente de Auschwitz. En un brazo llevaba ruidosas pulseras, en el otro la marca violeta de su número. Yo no lograba apartar la mirada de esa cifra.
«¿Te impresiona?», me preguntó.
«Sí», respondí con honestidad.
De esa recíproca sinceridad nació nuestra amistad. Cuando estalló la guerra, me contó, tenía veintidós años, le faltaba sólo uno para licenciarse en biología.
«Mi padre era un hombre de ideas muy avanzadas para su tiempo, me tuvo ya maduro y, como era médico, siempre estimuló mi curiosidad; para su gran alegría, desde pequeña sentía atracción por todo lo que estaba vivo: me gustaba observar, hacerme preguntas, experimentar; mientras mis compañeras de colegio se perdían en los cuentos acaramelados, yo realizaba una navegación en solitario entre las mitocondrias y las enzimas; sus procesos eran la única magia que lograba sorprenderme. Mi ídolo era Madame Curie, sabía de memoria todos los momentos de su biografía. Quería ser como ella, poner mi intelecto al servicio de la humanidad. Razonar sobre las cosas ha sido siempre mi pasión; de estudiante —exaltada por el ambiente de aquellos años— pretendía poder demostrar la insensatez del mundo, su locura.
»Sin embargo, la historia, brutalmente, me ha llevado por otros derroteros. Vi a mi padre y a mi madre encaminarse hacia la muerte, recogí su última mirada antes de que desaparecieran en la antecámara de los hornos. Yo también debería haber muerto, unos meses más tarde, como consecuencia de la represalia por una tentativa de fuga, pero alguien dio un paso adelante por mí; era un hombre: a mi terror juvenil opuso su serenidad.
»Estoy aquí porque él desapareció, ¿qué otra cosa podría ser yo sino un testigo, alguien que no cesa de interrogarse sobre aquel paso? Todas las preguntas de mi vida están encerradas en esos modestos treinta centímetros: un paso dado, otro retenido».
Sentadas en el rincón más fresco de la biblioteca, pasábamos horas hablando de la muerte, del corazón de Europa que se había convertido en cenizas en tan sólo seis años.
«Todos dicen: ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué no puso fin a la masacre con un chasquido de dedos, por qué no hizo caer sobre los impíos una lluvia de brasas, fuego y azufre?», me repetía con frecuencia Miriam, «pero yo, sin embargo, digo: ¿Dónde estaba el hombre? ¿Dónde se hallaba la criatura a la que "has hecho un poco menor que los ángeles"?[10] Porque fueron los hombres los que construyeron las cámaras de gas, ingenieros especializados establecieron el justo ángulo de rotación de las carretillas de los hornos para optimizar el tiempo: nada debía detener el ritmo de la liquidación; realizaban sus cálculos mientras las mujeres hacían punto en el salón y los hijos con sus pijamas de franela dormían en las camas abrazados a sus ositos de peluche. Fueron los hombres los que, casa por casa, siguieron el rastro de las personas, los que las desanidaban de los lugares más ocultos; fueron los hombres los que se empaparon las manos de sangre, los que mataron a patadas a los recién nacidos, los que masacraron a los viejos; hombres que podían elegir y no lo hicieron; hombres que —en lugar de percibir la mirada del otro— veían sólo en él un objeto».
«¿Sabes cuál es la trampa más grande?», me dijo otro día, mientras les quitaba el polvo a unos centenares de libros que trataba con la misma dulzura con la que se trata a los hijos: «Es que todos están convencidos de que el holocausto fue un fenómeno circunscrito en el tiempo, se hacen continuamente conmemoraciones en las que, con justificada firmeza, todos repiten: "¡Nunca más! ¡Que nunca más se produzca semejante horror en la tierra!" Pero cuando estalla el bubón de la peste, ¿qué sucede? ¿Se cura el enfermo y acaba la epidemia? ¿O bien se propaga de manera cada vez más virulenta liberando las bacterias que pueden finalmente correr para llevar el contagio a todas partes?
»En cambio, habría que tener el valor de decir: "¡Todavía y siempre!" Porque todavía y siempre, bajo una aparente normalidad, los miasmas de aquellos años infectan nuestros tiempos, preparando para nosotros un holocausto de dimensiones cósmicas. Y el lugar en que se ejercita la perfección técnica es la sociedad.
»En Auschwitz nada era por casualidad, no había desperdicios ni pérdidas de tiempo, existía sólo el puro mecanismo; era la organización central la que se ocupaba de todo: de esa meticulosa programación nacería, finalmente, el hombre perfecto, el único capaz de dominar el mundo y el único digno de vivir en él.
»¿Y de qué otra cosa nos quieren convencer, ahora, sino del hecho de que nuestra sociedad puede llegar a ser tan perfecta como la de las hormigas? ¿Son realmente las abejas y las hormigas los modelos hacia los que debemos tender? ¿Tenemos patitas, antenas y ojos prismáticos?
»Aún no se han apagado las hogueras del final del comunismo, ni cerrado sus heridas que ya se nos anuncia un nuevo paraíso en la tierra: un mundo sin enfermedades ni muerte, sin deformidades ni imperfecciones.
»El paraíso de los aprendices de brujo. "Todo está en nuestras manos", gritan desde todas las televisiones y periódicos del mundo, cuando cualquiera que se detenga, aunque sea sólo un instante para reflexionar, sabe que nada está en nuestras manos: ni la posibilidad de nacer ni el momento de la muerte (a menos que se la busque uno mismo), ni el agua que baja del cielo ni los terremotos que parten la tierra.
»A los aprendices de brujo se les escapa esta complejidad, convencidos como están de que los micrones de realidad que dominan en sus recintos asépticos son el universo. Así, mezclan alegremente los patrimonios genéticos de las especies, en nombre del progreso (sólo visible para ellos y para las multinacionales que sellan sus patentes), clonan flores, animales y seguramente en la secreta oscuridad de algún laboratorio están ya clonando, también, al hombre (en el fondo sería cómodo tener a disposición una copia de nosotros mismos de la que poder sacar las piezas de recambio en caso de avería).
»Su arma es la persuasión benéfica: manipulan la buena fe de las personas convenciéndolas de que todos estos estragos tienen únicamente fines filantrópicos: ¿cómo podrán comer los millones de pobres que hay en el mundo sin las nuevas semillas inventadas por el hombre para el hombre? Pero, digo yo, ¿no eran suficientes las que ha inventado el Señor, no existe ya una extraordinaria complejidad puesta a nuestro servicio? ¿Y no es quizá nuestra incapacidad de ver la complejidad lo que nos empuja a buscar nuevos horizontes, que en realidad son horizontes de muerte?
»En el momento en que el hombre sueña para el hombre un mundo sin dolor, sin imperfecciones, en realidad está ya desenrollando alambradas, divide el mundo en aptos y menos aptos y estos últimos no difieren mucho de un lastre, algo que se debe eliminar por el camino.
»Yo estoy con Madame Curie, naturalmente —la misión del hombre es curar al prójimo—, pero cuando la cura se vuelve un delirio de omnipotencia, cuando se mezcla con la lucha por las patentes millonarias, entonces se transforma en algo muy distinto de la justa aspiración del ser humano. En lugar de aplaudir a las grandes promesas de la ciencia, habría que tener el valor de hacer una pregunta, asumiendo la impopularidad de Jeremías: sin enfermedad, sin fragilidad, sin incertidumbre, ¿en qué se transforma el hombre?, ¿y en qué se convierte su prójimo? ¿Somos máquinas cada vez más perfeccionables o inquietas criaturas en el exilio? ¿Se halla en la omnipotencia nuestro sentido último o en la aceptación de la precariedad? De la precariedad nacen las preguntas; de las preguntas puede nacer el sentido del misterio, del estupor, pero la certeza, la omnipotencia, ¿qué pueden generar?
»¿Acaso no quieren transformar al hombre en un consumidor omnívoro, siempre insatisfecho? Compro, luego existo: éste es el horizonte hacia el que todos —dóciles como ovejas— nos dirigimos, pero nuestra meta no es el redil sino el abismo; la idolatría está siempre al acecho en el corazón del hombre.
»Catástrofes inimaginables nos esperan a la vuelta de la esquina. ¿Cómo se puede pensar en tocar el corazón del átomo, en manipular el ADN y aún seguir hacia delante, como si nada? Mientras todos bailan con los auriculares en las orejas y los ojos cerrados por éxtasis artificiales veo, cada día más cercanos, los centelleos del final».
Una abubilla caminaba delante de nosotras haciendo oscilar su penacho.
«¿Y no se podría hacer nada?», pregunté.
Miriam se volvió hacia mí y me miró con atención un buen rato, en silencio —¿de qué profundidad provenía la luz de sus ojos?—, y luego dijo: «está claro que habría que arrepentirse, abrir el corazón y la mente a Su palabra. Expulsar los dioses que desde hace demasiado tiempo se sacian en nuestro corazón. En lugar de las leyes del ego habría que observar las leyes de la alianza».
«¿Pero no es la ley una jaula?».
«Oh, no», sonrió, «la ley es el único camino en que el amor puede crecer…».
Un maullido interrumpió mis recuerdos: a la puerta de la capilla se había asomado una gata flaquísima, la cola fina como un lápiz, que a mi llamada empezó a ronronear aceptando con una expresión extasiada las caricias debajo de la barbilla.
Fuera, el sol había superado el cenit y dentro de la capilla el aire era sofocante. Antes de salir, rocé con delicadeza la piedra en la que estaba grabado tu nombre para después pasar a la de mi madre, con sus dos fechas —el breve tiempo de los años que vivió.
La gata me siguió hacia la salida y después desapareció detrás de una lápida. Las únicas flores que resistían con dignidad en los jarrones eran las de plástico, todas las demás colgaban exhaustas por el fuerte calor; en torno a los grifos se amontonaban decenas de avispas arremetiendo furiosamente las unas contra las otras mientras aguardaban esperanzadas una gota.
Antes de abandonar el cementerio me volví una última vez para contemplar la parte más alta (que albergaba también el cementerio judío y el otomano): todos vosotros —tú, mi madre, mi padre— estabais ahí mientras ante mí se abría el espacio desconocido de la vida; para bien y para mal, me habéis enseñado mucho: de alguna manera vuestros errores constituían una riqueza para mí.
De regreso a casa, seguí limpiando.
Abrí todas las ventanas para que se fuera el olor a cerrado, la luz de verano entraba con prepotencia para iluminar la penumbra de las habitaciones. Entré en la tuya para coger sábanas limpias. El armario de la ropa de casa estaba en perfecto orden, quién sabe por qué razón había escapado al furor de tu enfermedad: aún estaban repartidas las bolsitas de lavanda que tantas veces te había visto hacer con gran habilidad. Cuando alargué el brazo para coger las sábanas de lino de tu ajuar, las que tenían las iniciales bordadas, vi puesto encima un sobre grande amarillo. Para ti, habías escrito con mano insegura.
Nunca lo había visto: ¿desde cuándo estaba allí? ¿Desde antes de la enfermedad o desde el período en que lo dejabas todo a medias, desde cuando tus acciones, por razones desconocidas, también para ti, de repente tomaban otro rumbo? Lo abrí y vi que contenía un cuaderno gordo con las tapas de flores: en ese momento no me sentía preparada para afrontar lo que podía contener; así, lo puse sobre la mesa de la cocina y continué con la limpieza hasta el anochecer.
Mientras trabajaba con brío, ese día, tomé dos decisiones importantes. La primera tenía que ver con el perro: al día siguiente iría a la perrera para escoger uno porque no soportaba el jardín vacío; y la segunda concernía a mi futuro: en otoño me inscribiría en la universidad para estudiar ciencias forestales porque por fin había comprendido lo que quería hacer el resto de mis días: ocuparme de los árboles.
Cuando bajó el calor, empecé a regar el jardín. El rosal estaba al final de su floración y no parecía haber sufrido demasiado por mi lejanía, mientras las hortensias estaban más bien maltrechas: las regué un buen rato lanzando, de vez en cuando, el chorro al aire para verlo transformarse en una llovizna dorada.
Al terminar cogí una tumbona y, con tu cuaderno en una mano y un zumo de naranja en la otra, me instalé en medio del césped.
En la primera página, arriba a la izquierda, estaba escrito Opicina, 16 de noviembre.
Era tu caligrafía, ordenada y regular, que conocía desde siempre.
«Hace dos meses que te fuiste», así empezaba, «y desde hace dos meses, salvo una postal en la que me comunicabas que todavía estabas viva, no he tenido noticias tuyas…».