En el transcurso de los meses siguientes mi vida adoptó un ritmo regular, trabajaba en la lavandería junto a un grupo de señoras mayores que hablaban yidish; mientras ellas doblaban la ropa yo ponía en marcha la planchadora de sábanas. Gracias a mis conocimientos de alemán lograba comprenderlas y conversar un poco con ellas.
La mayor parte de mi tiempo libre lo pasaba con el tío, él también parecía contento de haber recuperado una rama dispersa de la familia. Hablábamos largos ratos en el salón por la noche o íbamos a pasear a lo largo de las hileras de pomelos que él mismo había plantado.
«Al principio», me dijo, «este trabajo me fue simplemente asignado. En los primeros tiempos, plantar un árbol equivalía a construir una pared, no veía la diferencia; pero con los años, mientras los cuidaba y los veía crecer nació en mí una verdadera pasión. Mi mujer me tomaba el pelo con frecuencia: "piensas más en ellos que en tus hijos" y puede que tuviera razón.
»En el fondo, sobre el destino de los hijos, flotaba una cierta fatalidad, sabía que, por mucho que me esforzara en criarlos de la mejor manera, en un momento dado ellos podrían decidir —con total autonomía— escoger un camino equivocado o simplemente distinto del mío.
»En cambio con mis árboles era diferente. Ellos dependían de mis cuidados, esperaban el agua cuando la tierra estaba demasiado seca, el aceite mineral que los protegía de la cochinilla, la cantidad adecuada de abono al final del invierno, porque una proporción equivocada entre los distintos componentes produciría demasiadas hojas o desencadenaría la caída prematura de flores y frutos o también peligrosas quemaduras. Es un error que cometía con frecuencia al principio: daba demasiado alimento a la tierra y, como una madre ansiosa, pensando que la enriquecía, hice que se enfermara. Hay que poner el abono en la justa medida y en el debido tiempo; a veces se debe incluso evitar ponerlo. Una razonable privación es buena para las plantas, como también para los hijos: es necesario renunciar a algo para después sentir el deseo de tenerlo.
»Hoy en día existe la idea algo limitada de que, para ser felices, los niños deben tenerlo todo enseguida: conocer lenguas, jugar con el ordenador. Hablo siempre de esto con las parejas jóvenes, me dicen que soy anticuado y puede que un poco sádico. No comprenden que, para ponerse en camino, es necesario tener nostalgia de algo. Si le quito la luz a una planta reunirá todas sus fuerzas para lograr encontrarla, las células apicales se estirarán de manera espasmódica para descubrir un resquicio y, una vez alcanzada la meta, la planta será más fuerte porque habiéndose enfrentado con la adversidad, ha logrado superarla.
»Las plantas mimadas, como los niños, tienen un único camino ante sí, el de su ego.
»Hablo de estas cosas y sé que estoy solo, ahora el mundo procede de manera diferente y no seré yo el que lo detenga. Me gustaría, sin embargo, que la gente pensara más en los árboles, que aprendiera a cuidarlos, a sentir gratitud hacia ellos, porque (incluso si nadie parece recordarlo) sin ellos nuestra vida no podría existir: es su respiración la que nos permite respirar a nosotros.
»¿Sabes lo que más miedo me da de estos tiempos? El sentido de omnipotencia que se está difundiendo. El hombre está convencido de que puede hacerlo todo porque vive en un mundo artificial, construido por sus propias manos que cree dominar totalmente. Pero quien, como yo, cultiva árboles y plantas sabe bien que no es así.
»Claro, puedo garantizar una regularidad de riego, puedo construir una sofisticadísima instalación —hemos cultivado prácticamente toda la zona de esta manera— pero si no llueve durante días, meses, años, llegará el momento en que la tierra se resquebrajará por la sequía, las plantas morirán, y con las plantas los animales. No podemos fabricar el agua, ¿comprendes?, así como no podemos fabricar el oxígeno; dependemos siempre de algo que no está en nuestras manos: si el mar crece nos arrolla; si vienen las langostas devoran la cosecha y los brotes de los árboles, exactamente como lo hicieron en tiempos del faraón. Pero nosotros, que vivimos con luz artificial, ahora lo ignoramos.
»El único horizonte certero es el de nuestro dominio sobre la materia, curamos cada vez más enfermedades, con sistemas cada vez más sofisticados —y esto, naturalmente, es un hecho extraordinario—, pero después congelamos los cerdos vivos para ver si nos es posible dormirnos y despertarnos muchas veces en un espacio de tiempo dilatado, para poder, en definitiva, fingir que morimos y renacer cada vez; desmembramos los cuerpos de los difuntos y los tenemos en la nevera como piezas de recambio.
»Mira, yo tengo una rótula que casi no se mueve ya por la artrosis, tengo la rodilla siempre hinchada y me cuesta caminar. ¿Sabes lo que me ha dicho un médico del hospital, un día? "Si quiere, podemos sustituirla por otra."
»"¿Y de dónde la sacáis?", y él, con toda tranquilidad: "Del banco."
»En definitiva, en algún sitio en el mundo existe una gran nevera que contiene todas las piezas de recambio: en lugar de calabacines y guisantes hay rótulas y manos, tendones y ojos; están ahí a la espera de una sustitución, como las puertas de un coche en un taller de carrocería.
»Observé la expresión que apareció en el rostro del médico cuando le respondí: prefiero quedarme cojo antes que profanar un cuerpo, me miró como si fuera un viejo fanático. Pero yo nunca he sido fanático para nada. La duda y la perplejidad han acompañado todos mis pasos; hubiera querido regresar y decírselo, pero comprendí que no valía la pena. Los espacios cerrados producen limitaciones extraordinarias en los hombres. Es necesario estar fuera, al aire libre, para admitir que hay cosas que no logras comprender; y esta concienciación no es una derrota sino una posibilidad que tienes de grandeza.
»"A partir de ahí puedes hacer viajes extraordinarios", dice siempre mi hijo, y si no lo haces, cualquier itinerario que inicies equivaldrá sólo a dar vueltas sobre ti mismo.
»¿Cómo puedes pensar, cuando coges en brazos a tu hijo recién nacido, que es un conjunto de piezas de recambio? Sientes su cuerpo tierno, confiado; ves su mirada, esa mirada de la que, si la sabes leer, podrías comprender todo, y entiendes que, en esos pocos kilos de materia, se halla encerrado el más grande de los misterios. No es tu inteligencia la que te lo dice sino tus entrañas que lo han generado. ¿Cómo dice el salmo? Mis huesos no se te ocultaban, cuando era formado en lo secreto, cuando era entretejido en las profundidades de la tierra[6].
»¿Y yo debería, después, serrar esos huesos y ponerlos en una nevera? No, gracias, prefiero devolverlos a la profundidad de la tierra, prefiero pensar que todo estaba escrito en tu libro, mis días estaban determinados antes que existiera ninguno de ellos[7], como continúa el salmo, inclinar la cabeza y aceptar mi suerte.
»Hablo a menudo con mi hijo de estas cosas cuando viene a verme con las niñas, permanecemos despiertos hasta el alba, mientras ellas duermen. Con frecuencia dice, riéndose, que me he vuelto más religioso que él, pero le respondo que se equivoca porque yo soy como un negociante que tiene un crédito abierto con alguien y todavía no ha saldado su cuenta —la muerte de mi madre, la de mi padre, el exterminio de millones de inocentes sucedido a través de los tiempos— y, como tengo esta cuenta abierta, no puedo entregarme, de pies y manos, a un credo, así como tampoco puedo hacer como si nada, decir que todo va bien bajo el sol y que lo que rellena el cielo no son más que masas de materia en movimiento, como sostienen los "simples".
Hacía tiempo que no me hablaba en dialecto, así que le pregunté: ¿Has dicho impío o simple?»[8].
Mi tío se puso a reír y continuó en triestino: «Go dito sempio»[9], después, más serio: «mas, entre simple e impío, ¿hay mucha diferencia?». Ninguno de los dos ve —o hacen como si no vieran— lo que tienen delante de sus narices.
«Cuando empecé a plantar árboles, como los chicos que han crecido en la ciudad, estaba convencido de que no eran muy distintos de palos que echan hojas; ha sido con el tiempo como he comprendido, mientras los escuchaba, los observaba crecer, los veía enfermarse, morir o fructificar, que no eran muy diferentes de los niños, y que, como ellos, necesitaban cuidados, amor pero también firmeza; he comprendido que cada uno de ellos increíblemente tenía su propia individualidad —los había más fuertes y más débiles, más generosos y más avaros, incluso más caprichosos.
»Los cuidaba a todos con la misma intensidad y cada uno de ellos respondía de manera diferente. Por eso comprendí que no eran palos sino criaturas dotadas de su propio destino. Y si en ellos existe un misterio, ¿cuánto más grande será el misterio que envuelve a los hombres?
»Si hubiera llegado a mi edad convencido de haber plantado toda mi vida simples palos generadores de fruta, ¿qué sería yo ahora? ¿Un simple? ¿Un impío?
»Tuya es la respuesta.
»Sería una persona que durante toda su existencia ha vivido sin saber escuchar, sin saber ver, un hombre que en la cabeza —en lugar de pensamientos y preguntas— tendría sólo un fuego de hojas mojadas, el humo de su mala combustión me habría impedido ver lo similares que son el destino del árbol y el del hombre».
Entonces yo también le hablé de mi pasión por los árboles, del nogal que tú, con tanta ligereza, hiciste talar y de la devastación que siguió: fue como si, también dentro de mí, se hubiera amputado un árbol y, por esa herida siempre abierta, continuaran manando mis inquietudes.
También hablamos de tu enfermedad y de cómo aún no había logrado aclararme sobre nuestra relación: demasiado íntima y protegida durante mi infancia, demasiado conflictiva más tarde. El hecho de que tú me amaras sin haber sido capaz de hacerlo con tu hija me producía un estado de gran incertidumbre, de ambigüedad hacia ti.
Le conté también sobre mi padre y de su historia con mi madre, de los años que transcurrieron en Padua y al final, para desdramatizar un poco, empezamos el juego de las plantas.
«¿Qué planta sería Ilaria?», le pregunté.
«Seguramente una planta lacustre», y me siguió diciendo: «sus raíces fluctuantes no le permitieron elevarse sobre un tallo ni vivir mucho tiempo pero, como sucede con esa especie, generó una bellísima flor».
«¿Y mi padre?».
Por lo que le había contado, el tío Gionata lo comparaba a una de esas plantas que se ven rodar por el desierto, más que arbustos parecen coronas de espinas: el viento las empuja y ellas danzan en la arena encaramándose sobre las dunas para después caer, sin detenerse nunca; sin raíces y sin la posibilidad de echarlas no pueden ni siquiera ofrecer alimento a las abejas y su destino es el de una eterna y solitaria carrera hacia la nada.
En cambio yo, de niña, deseaba crecer con la fuerza estable de un roble o la fragancia de un tilo, pero más tarde cambié de opinión: me inquietaba la reclusión de los tilos en las calles y en los jardines, tanto cuanto me entristecía el destino solitario de los robles, por eso, ahora, quería ser un sauce, crecer con mi gran fronda al lado de un río, hundir mis raíces en el agua, escuchar el ruido de la corriente, ofrecerle —entre las ramas— hospitalidad al ruiseñor y al tordo de agua y contemplar el martín pescador aparecer y desaparecer entre sus olas como un pequeño arco iris.
«¿Y tú?», le pregunté después, «¿qué árbol te gustaría ser?».
Mi tío se quedó un poco pensativo antes de contestar.
«De joven quería ser un arbusto: por ejemplo, un rosal salvaje, un espino albar o un ciruelo, y desaparecer entre el seto. Cuando llegué aquí, en cambio, me habría gustado ser uno de esos cedros que crecen majestuosos en las pendientes del Hermón. Pero últimamente el árbol que tengo siempre en la mente, del que tengo más nostalgia, es uno que crece en nuestra tierra, el haya… Conservo su recuerdo de mis excursiones en la montaña: el tronco gris, cubierto de musgo, y las hojas que incendian el aire…
»Sí, así es, ahora me gustaría ser un haya.
»Es más, me siento, soy un haya, porque en el ocaso, la vida se inflama de emociones, recuerdos y sentimientos, como en otoño se inflaman las copas de esos árboles en los bosques».