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En mi habitación, por la noche después de cenar, empecé a leer la Biblia. Como no tenía una buena preparación no seguía ningún orden, me limitaba a abrirla al azar recorriendo con la mirada las líneas en busca de algo que hiciera eco dentro de mí. Quién sabe por qué de todas las lecturas que hicimos juntas, ésta nunca me la habías propuesto. ¿Temías condicionarme o te daba miedo no ser capaz de responder a mis preguntas con veracidad y firmeza?

¿Era por eso por lo que nunca me hablaste del tío Ottavio?

Probablemente pospusiste el tema para cuando yo fuera mayor pero, cuando finalmente llegué a la edad justa, te avasalló la violencia de mi inquietud a la que siguió luego la devastación de tu enfermedad y así, la reflexión sobre la memoria, desapareció.

¿Qué raíces me procuraste?

Tu amor, seguro, pero ¿qué fundamento tenía, de qué se alimentaba, qué era lo que lo impulsaba más allá del curso natural de la genética?

¿Y por qué no supiste amar a mi madre? ¿Por qué razón la dejaste ir a la deriva como una barca sin timón?

¿Habrías podido hacer algo?

¿O es siempre la corriente de la historia la que arrastra las vidas, la que las arrolla? ¿Era mi madre hija de su tiempo, como tú lo eras del tuyo y yo lo sería un día del mío?

¿Y si la historia fuera de verdad una corriente, pero a la que uno se puede oponer, determinando así su curso? ¿Y si es precisamente en la historia donde anida el misterio de la salvación? ¿Y si la salvación consistiera en actuar siguiendo la trayectoria luminosa de la verdad?

Pero ¿qué verdad?

Hasta ese momento había oído decir que la verdad no existe.

«La verdad depende del punto de vista», me dijo un día mi padre, «y dado que los puntos de vista son infinitos, las verdades son infinitas. Quien dice que posee la verdad en una mano, en la otra sostiene ya el cuchillo para defenderla. Quien dice que Dios está de su parte lo hace para matarte después. Recuerda lo que estaba escrito en los cinturones de los nazis —Gott mit Uns, Dios está con nosotros—, recuerda las hogueras en que los católicos han quemado vivos a quienes no eran de la misma opinión. Verdad y muerte caminan siempre de la mano».

Animada por la lectura de la Biblia, ese fin de semana decidí salir por fin del kibutz e ir a visitar el pueblo.

Llegué a Zefat en autobús y me senté en una valla para comer una parte de las provisiones que había cogido en la cocina. Una música martilleante salía de unas tiendas para turistas que bordeaban las murallas, mientras una guía, en un ingles fluido, ilustraba las bellezas del lugar a un grupo de americanos cansados y aburridos.

«En sus primeros siglos de existencia, Zefat fue ante todo una fortaleza, un baluarte de la resistencia contra los invasores romanos. Y fue sólo en el siglo XVI cuando se convirtió en uno de los centros más importantes de la cultura mística hebraica y es a aquella misma época a la que se remontan las más importantes sinagogas que ahora podéis admirar».

Unos extraños sonidos metálicos y repetitivos dominaban sus palabras: un poco más lejos el hijo de una pareja no muy joven apretaba frenéticamente los mandos de un videojuego sin apartar los ojos de la pantalla. El padre le dijo tres veces que parara, a la cuarta le arrancó el juego de las manos gritando irritado: «These are your roots!»[3].

El aire caliente subía de la llanura moviendo suavemente las hojas de las plantas. Más allá, dos cigüeñas —las alas abiertas y las patas extendidas— trazaban grandes círculos en el aire aprovechando las corrientes ascendentes.

En las primeras horas de la tarde bajé hacia Tiberíades. Esperaba encontrar un pueblo pobre de pescadores y en cambio llegué a una pequeña ciudad turística que tenía algo de Rímini y algo de Las Vegas, la tristeza de los lugares de veraneo, fuera de temporada, lo cubría todo, el olor de grasa frita y fría, los paneles luminosos (la mitad, apagados) y la tienda de recuerdos en la que entré para comprar una postal.

«He aquí un frente en el que te encontrarías bien…», escribí, y se la envié a mi padre.

Pasé la primera noche en una pensión de Tiberíades y a la mañana siguiente me dirigí a Cafarnaúm.

Se había levantado el viento, olas amenazadoras recorrían la gran extensión del lago.

Hice un breve desvío para visitar las ruinas de Tabgha, en cuyo aparcamiento ya estaban estacionados tres autocares.

Cuando llegué a la escalinata me crucé con un grupo abigarrado de paisanos, la mayoría parejas de jubilados que, por el acento, parecían de las provincias del Véneto, ataviados todos con el mismo pañuelo coloreado al cuello y gorras con visera: muchos tenían el rostro marcado de quien ha trabajado la tierra toda la vida, algunas mujeres iban vestidas de manera elegante —una rebequita, falda y blusa— con bolsos pasados de moda en el brazo y lucían permanentes que las modas del nuevo milenio no habían cambiado.

Los acompañaba un sacerdote de mediana edad, su párroco probablemente.

«Venid aquí… acercaos… escuchad…», repetía, ansioso como una maestra responsable de una excursión escolar.

Pero, aparte de tres o cuatro parroquianas que no se apartaban de él, el resto del grupo no parecía hacerle mucho caso mostrando mayor interés por el aspecto lúdico del lugar: los más intrépidos, de hecho, se habían quitado los zapatos y habían entrado en el lago, salpicándose ruidosamente, como críos.

Algunas personas lo inmortalizaban todo con los más sofisticados sistemas de reproducción tecnológica: encuadraban, filmaban, sacaban fotos sin despegar en ningún momento el ojo de la máquina.

Mientras tanto, otros autocares se acercaron a la orilla del lago desembarcando una nueva oleada de peregrinos, esta vez alemanes y coreanos.

«Uno de los primeros testimonios de la existencia de este lugar se debe a la peregrina Egeria…», contaba una guía alemana, mientras sujetaba una pancarta con el nombre del tour. «He aquí lo que escribió en el 394 después de Cristo: No muy lejos se pueden ver unos escalones de piedra sobre los que estuvo el Señor y por encima del mar hay un campo de hierba con mucho heno y muchas palmeras, junto a las cuales mana agua abundante de siete fuentes… Miren, a la izquierda, debajo de aquella construcción octogonal aún está el manantial principal, el agua surge a treinta y dos grados y es sulfurosa y salobre, se trata por tanto de aguas termales».

La información sobre la salubridad de la fuente pareció excitar a las señoras alemanas, que de inmediato corrieron a buscar un arroyuelo en el que sumergir un dedo para experimentar en el lago Tiberíades las mismas sensaciones que tuvieron en Abano.

El grupo de coreanos era más ordenado y compacto. Todos seguían atentamente con la mirada lo que su sacerdote les indicaba en cada momento, como si formaran parte de un solo cuerpo.

Finalmente también se vieron recompensados los esfuerzos del párroco véneto: después de haber gesticulado y haberse desgañitado inútilmente, con pocos golpes de silbato (el mismo que usaba probablemente en el recinto) consiguió agrupar el rebaño a su alrededor para leer en voz alta el episodio del Evangelio ambientado en ese lugar: «Uno de aquellos días, como había otra vez mucha gente y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer; y si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Algunos, además, han venido de lejos; le replicaron sus discípulos: y ¿de dónde se puede sacar pan, aquí en despoblado, para que coman éstos? Él les preguntó: ¿cuántos panes tenéis? Contestaron: siete. Mandó que la gente se echara en el suelo; tomó los siete panes, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente…»[4].

Cuando terminó de leer, el sacerdote levantó los ojos: «¿Cuántos de entre nosotros serían capaces de seguir al Cristo durante días sin comer? ¿Podríamos demostrar tanta abnegación con tal de escuchar su palabra? ¿Y en qué medida estamos dispuestos a acogerla? ¿Nos turba su palabra o es una palabra sobre la que nos acomodamos como lo haríamos sobre un blando cojín?».

Cuando al final invitó a los presentes diciendo: «Recojámonos, pues, un momento en meditación y oración a fin de comprender el sentido profundo de nuestro peregrinaje…», algunos de los parroquianos asumieron una expresión dolorosamente absorta mientras otros miraron a su alrededor, algo molestos o distraídos, como si se estuvieran preguntando cuánto tiempo faltaba para comer.

El viento que procedía del lago se había intensificado haciendo volar algún que otro sombrero sobre las ruinas; los pañuelos revoloteaban como banderas mientras que de las ramas de los eucaliptos llegaba el ruido seco de las hojas mezclado con el intenso piar de los gorriones.

Sentada en los escalones del anfiteatro observaba con atención los rostros que me rodeaban; si habían decidido llegar hasta allí, pensé, tenían que creer en algo, si no habrían preferido ir a tomar el sol a las Canarias.

«El candil del cuerpo es el ojo; así, si tu ojo es claro todo tu cuerpo estará en la luz», leí en el Evangelio de Mateo esa misma mañana mientras esperaba el autobús.

¿Había luz en esos cuerpos, claridad en esas miradas? ¿O más bien conformismo, sentimentalismo, superstición: lo hago porque lo hacen los demás, porque deseo ser admirado por mi bondad, porque, en cualquier caso, quiero sentirme protegido de las grandes fuerzas inicuas que dominan el universo?; ¿y acaso es por esto por lo que tengo alrededor del cuello una cruz en lugar de un cuerno de coral[5], y que, para mayor seguridad, me pongo los dos y, ya que estoy, añado también una mano de Fátima?

¿Era esto la fe o había que rechazar esta manera de manifestarla? Y entre fe y religión, ¿qué relación había? ¿Se podía practicar una religión y no tener fe, y viceversa? ¿Qué era lo que descendía del Cielo y qué era debilidad de los hombres? ¿Qué era verdad y qué deseo de aprobación?

Todo el tiempo que estuve ahí sentada busqué otros ojos que respondieran a los míos, pero era como si resbalara sobre una superficie de hielo o de plexiglás: probablemente era yo la que no tenía ninguna luz, pero tampoco emanaba el más mínimo destello de esa gente.

Estaba a punto de desistir cuando un resplandor cruzó mi mirada procedente del rostro luminoso de una anciana y menuda mujer coreana; sus paisanos estaban subiendo ya al autobús, pero ella, quién sabe por qué, se acercó a mí sonriendo, me tomó una mano entre las suyas, apretándola con fuerza, como si quisiera decirme: ten valor, sigue así, para después, tras una leve inclinación, echar a correr con pequeños pasos hacia su autocar.

Tardé varias horas en llegar a Cafarnaúm: allí también el habitual asedio de autocares.

Guías y acompañantes cruzaban en el aire explicaciones en diversas lenguas que yo captaba de vez en cuando, mientras me adentraba entre la abigarrada muchedumbre hacia la zona arqueológica.

De la antigua sinagoga quedaban sólo cuatro columnas de piedra calcárea blanca y en el suelo unos fragmentos de bajorrelieves llenos de granados y racimos esculpidos.

«Por aquí pasaba la antigua Via Maris, el camino que unía Siria y Mesopotamia con Egipto y Palestina…», decía un hombre con una pancarta en la mano, «era un paso obligatorio, sobre todo para las largas caravanas de mercaderes. Y es justo aquí, en esta sinagoga, donde Jesús se trasladó para predicar, después de abandonar Nazaret… ¿A alguien se le ocurre por qué?».

«Porque era como un parking de TIR…».

«O un centro comercial…».

«¡Exacto! Jesús la escogió porque era un sitio de mucho paso. Más tarde, en el 665, fue destruida, probablemente por un terremoto…».

El sol estaba en el cenit y hacía más bien calor.

Siguiendo el flujo de las personas que caminaban en desorden, unas comiendo bocadillos, otras bebiendo de pequeñas botellas de agua mineral, alcancé una zona de sombra, en la parte más al sur de las excavaciones, y me senté para comer algo yo también.

De lo que debió de ser el pueblo que vio nacer a Pedro no quedaba más que los cimientos de las casas: Aquí Mateo tenía su puesto de recaudador, aquí vivía Simón con su suegra, repetían los guías con voz monocorde.

Me preguntaba por qué cuando se hablaba de Simón Pedro se mencionaba siempre esa única relación de parentesco y por qué no aparecían nunca su mujer y sus hijos, cuando mi mirada se vio agredida por una especie de monstruosa astronave de vidrio y cemento que hundía sus seis grandes patas de hierro en la tierra ocultando la vista del lago.

¿Qué era?

A primera vista, una sala de fiestas de los años sesenta o un extraño templo de adoradores de ovnis.

«Aquí se levantaba la casa de Pedro», repetían con énfasis los guías, mientras mostraban escasos restos de muros ensombrecidos por la tenebrosa astronave.

Pensé que la suegra tendría buenos motivos para detestar a su yerno si, por culpa suya, la memoria de la familia estaba condenada a verse aplastada debajo de toneladas de cemento y vidrio. Pero tal vez la culpa no era de Pedro, sino más bien de la obtusa vanagloria de los seres humanos que pretenden exhibir donde sea las manifestaciones de su poder.

Decenas de monedas lanzadas por los turistas brillaban sobre el antiguo suelo de la casa. No lograba comprender qué sentido tenía ese gesto. ¿Propiciatorio, de buen augurio? ¿O quizá era sólo el previsor comienzo de una colecta para poder, un día no lejano, abatir ese monstruo para restituir el encanto a Cafarnaúm?

Se estaba haciendo tarde. Habría querido subir también al monte de las Bienaventuranzas pero no estaba segura de poder regresar a tiempo al kibutz, como le había prometido a mi tío, así que me dirigí a la parada de autobús.

Durante todo el trayecto, mientras la oscuridad cubría rápidamente el paisaje, volví a pensar en el día que había pasado. «Una gran multitud de sabios es la salvación del mundo», había leído en la Biblia poco antes.

¿Conocí algún sabio ese día? ¿Y en el pasado?

Los únicos curas que había conocido en mi vida fueron los que vi en televisión. No recordaba ninguna de sus palabras, salvo un aura difusa de sentimentalismo moralista que no abrió las puertas de mi mente, sellando, si acaso, las de mi corazón.

¿Qué era en realidad la Sabiduría? ¿Acaso el dolor que desde siempre atravesaba mi espina dorsal?

En aquella orilla el Rabí de Nazaret sació a miles de personas: ¿quedaban aún panes y peces por distribuir? ¿Y qué tipo de hambre debían saciar? ¿Cuál era el hambre del hombre moderno que era dueño de todo menos de sí mismo? ¿Cuál era el hambre del alma? ¿La gloria, triunfos, juicios, separaciones o quizá simplemente descubrir un umbral ante el cual arrodillarse?