El peso de la noche es el peso de las preguntas que no tienen respuesta. La noche es de los enfermos, de los inquietos, no hay manera de liberarse de su tiranía. Se puede encender la luz, abrir un libro, buscar en la radio una voz reconfortante pero la noche sigue ahí al acecho: de la oscuridad venimos, a la oscuridad volvemos y oscuro era el espacio antes de que el universo tomara forma.
Quizá por eso las ciudades son siempre más luminosas y están llenas de atracciones. A cualquier hora de la noche, si se desea, se puede comer, comprar algo, divertirse. El silencio y la oscuridad se ven relegados a las pocas horas en las que vence el cansancio y se debe tratar de recuperar un poco de fuerzas para poder seguir, pero no es un sueño atravesado por el fulgor de las preguntas, es como un desmayo, un breve espacio en que el cuerpo se ve obligado a ceder a la fisiología, para despertarse después ante una pantalla luminosa de la que nosotros y sólo nosotros tenemos el mando a distancia.
¿En qué crees?, me había preguntado mi tío. En el silencio de la noche daba vueltas y más vueltas en la cama sin lograr encontrar tranquilidad. Sabía que no vendría el sueño pero esperaba, inútilmente, al menos una especie de sopor. La pregunta flotaba en el aire arrastrando consigo tantas otras, la primera entre todas, su gemela: ¿por qué vives?
¿En qué crees? ¿Por qué vives? A cada niño que nace se le debería entregar un pergamino con estas dos preguntas a las que contestar. Más tarde, con ese mismo folio —rellenado con todas las acciones de nuestra vida— habría que presentarse también ante la muerte.
Si borramos la noche y el silencio, de hecho, no queda más espacio para las preguntas y ésta es la función del pergamino: para que cada niño que nace no crea que es sólo un objeto entre otros objetos, quizá el más perfecto, para que sepa (si a lo largo de los años le sucediera que tuviera que pasar una noche en vela) que no es una enfermedad lo que le mantiene despierto sino sólo su naturaleza, porque la capacidad de interrogarse le pertenece al hombre y a ningún otro ser.
¿En qué crees?
Se puede creer en tantas cosas, en la primera que se te propone, por ejemplo: cuando el niño come su papilla, está convencido de que es la mejor del mundo porque nunca ha probado otras; si un huevo se abre delante de un gato, el pollito que nace buscará alimento en él porque creerá que es su hijo.
Se puede aceptar comer la misma papilla durante toda la vida o bien, en un determinado momento, se puede rechazar y apartar la cara como hace el niño cuando está saciado.
En cambio puede que nos demos cuenta de que no hay nadie que nos ofrezca comida y, así, nos quedamos hambrientos y sedientos, presos de un irrefrenable nerviosismo. Entonces la única manera de calmarse es moverse, pasear, hacer —y hacerse— preguntas buscando un rostro capaz de responder.
¿En qué crees, pues?
Creo en el dolor, que es el señor de mi vida: es él quien me posee desde que abrí los ojos, quien atraviesa mi mente y mi cuerpo, quien electriza, asola y deforma; es él quien desde el primer instante me ha vuelto inepta para la vida, ha sido el dolor el que ha puesto un temporizador en el corazón, provocando una probable explosión.
Hay dolor, no alegría en mis primeros recuerdos; ansiedad, miedo y no la serena certeza del sentimiento de pertenencia. Mientras gateaba en busca de mi madre entre esos cuerpos atontados por los excesos, mientras la observaba dormir al lado de un compañero cada vez distinto, ¿qué sentimiento podía tener sino el de estar perdida? Ya entonces intuía que era hija no del amor sino de la casualidad y esta percepción, en lugar de empujarme al hastío, hacía que naciera en mí un extraño deseo de protección hacia mi madre; percibía siempre un velo de tristeza debajo de su forzada alegría, sentía que iba a la deriva y habría dado mi vida para evitarlo.
¿De dónde viene mi alma? ¿Se ha formado conmigo o ha manado del misterio del tiempo fuera del tiempo? ¿Ha descendido sobre la tierra, contraviniendo a las leyes de la naturaleza, para poder socorrer a un cuerpo que descuidadamente la ha atraído, condenándola así a vivir en el sufrimiento de la no aceptación, en la inquietud del ningún lugar, del «no importa, para qué, para quién estoy aquí», como dijo mi padre, «de todas maneras todo se reproduce inexorablemente, desde los mohos hasta los elefantes»?
¿Era pues hija de la inexorabilidad?
Durante las noches de viento del norte, en Trieste, una pequeña afluencia de manifestantes se reúne con frecuencia delante del palacio de justicia para protestar contra algún abuso, hasta el alba, imprecando cada vez con más rabia.
¿Es la casualidad que se atrinchera en el interior del palacio de justicia, protegida por barrotes y guardias? ¿Se esconde ahí dentro porque tiene miedo? ¿Es a la casualidad a la que hay que dirigir las preguntas? ¿Y de qué debería tener miedo sino de las preguntas de los hombres, de las inexorabilidades que ha lanzado en el escenario del mundo sin el menor asomo de una explicación?
Mientras seguía pensando en la casualidad decidí levantarme: estaba todavía oscuro, el despertador marcaba las tres, en alguna otra casa la luz estaba ya encendida. De noche, la casualidad debía afrontar una gran multitud de interrogadores: por cada lámpara encendida, una inquietud, una fractura, un puente suspendido en el vacío; por cada luz, una memoria sin paz, pensé mientras caminaba a lo largo de la plantación de cítricos.
Cuando llegué al final del campo me senté sobre una piedra, la brisa de la noche se había detenido, los ruidos, los olores, todo estaba quieto. Me sentía como en un teatro antes del inicio del concierto, la orquesta estaba ya en su lugar, el director inmóvil sobre el podio sin que su brazo se moviera todavía: miradas, mentes, corazones, músculos, todo a la espera de poder estallar en la armonía del sonido.
Era aún de noche cuando del poblado árabe, sobre la ladera de la colina, se elevó el canto de un gallo, poco después una claridad coloreó la cúpula oscura del cielo.
De regreso oí un canto melódico salir de una de las casas: en la soledad del alba alguien rezaba. ¿Era una acción de gracias o una súplica?, me pregunté mientras alcanzaba la cama. Y las preguntas, ¿no se elevaban, quizá, todas de la misma manera durante la noche? ¿Y si las preguntas no fueran otra cosa que la única forma de oración que nos ha sido concedida?
La semana siguiente empecé a trabajar en el kibutz, ayudaba donde hacía falta. Era una época agotadora para estar en el campo, y así pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina o en la gran lavandería.
Una noche mi tío quiso contarme la historia de su padre, la que tú no quisiste añadir a la de la Sirenita y la del Patito Feo.
La atmósfera en Trieste era densa. Muchos de sus amigos se habían puesto a salvo. Cuando marcharon les aconsejaron hacer lo mismo pero su padre, Ottavio, ante la palabra «huir» tuvo una reacción de rebeldía. ¿Por qué debería escapar?, decía. Lo hacen los ladrones, los asesinos, los malhechores, los viles, los que tienen cosas que esconder pero yo, ¿qué mal he hecho?
«No era el saberse bautizado lo que le daba esa total tranquilidad», precisó el tío Gionata, «sino una distancia interior real de lo que sucedía a su alrededor: no concebía que se pudiera llegar a matar a un hombre sólo por su apellido».
¡Soy ciudadano italiano!, proclamó con firmeza cuando fueron a detenerlo como si la pertenencia geográfica pudiera garantizarle un salvoconducto mágico.
Él, el tío Gionata, se salvó porque, mientras volvía a su casa, se había encontrado por la calle a la mujer que desde hacía años bajaba del Carso para traerles la mantequilla y, contando con su cabellera rubia y sus ojos azules, se puso a su lado, haciéndose pasar por su hijo. Así asistió impotente y mudo al arresto de sus padres.
No regresó nunca más a la villa, la mujer de la leche se lo llevó con ella al altiplano y allí permaneció hasta el final de la guerra.
«Puede que haya sido durante ese período», añadió distraído el tío, «cuando entre los libros y la tierra escogí la tierra, porque en el papel impreso sólo había preguntas mientras que en el campo estaba la vida y la vida, a pesar de todo, sigue».
En las semanas que siguieron el obispo, que desde hacía años estimaba a Ottavio como músico, logró obtener, gracias a amistosas influencias sobre el gobernador, la liberación, pero el salvoconducto era válido para una sola persona y así su padre lo rechazó.
El día de Yom Kippur de 1944, sus padres se marcharon rumbo a las desoladas llanuras de Polonia, donde de inmediato se perdieron las huellas de su madre.
Fue la Cruz Roja la que le comunicó, tres meses después del final del conflicto, que su padre seguía con vida.
«En el otoño de 1945», continuó mi tío, «mi padre Ottavio volvió a Trieste, irreconocible de aspecto pero su espíritu no parecía haber cambiado. Llamó enseguida a su viejo afinador, después se sentó en el taburete y empezó a tocar. Parecía no tener otra necesidad más que ésa, no le importaba comer, beber, dormir, dar un paseo, sólo quería tocar: tocar y nada más. Al principio pensé que era la música —y el papel primordial que tuvo en su vida— la que contribuyó a su salvación, pero muy pronto tuve que cambiar de opinión».
Un mes más tarde, el tío Ottavio pidió con insistencia dar un concierto. Su deseo se realizó muy pronto.
Gionata aún lo recordaba todo de aquella velada: la sala estaba llena a rebosar, el público atento, no se oía volar una mosca, ni un estornudo, ni un golpe de tos, estaban todos extasiados por la intensidad, casi metafísica, de la interpretación. El rostro del pianista estaba como transfigurado. Al mirarlo, un sentimiento de inquietud se adueñó del hijo.
¿Quién era la persona que estaba tocando?, ¿era su padre, el hombre que conocía desde siempre, o tenía de él sólo los rasgos? Sus manos corrían sobre el teclado pero ya no había alegría en su mirada, una luz fría y distante parecía llevárselo lejos, a un lugar donde no era posible alcanzarlo.
Al final el público se levantó aplaudiendo fervorosamente en una ovación que duró diez minutos, reclamando un bis a grandes voces pero, tras una sobria inclinación, el tío Ottavio congeló la sala cortando el aire con un gesto seco de izquierda a derecha, como para decir: «No, ya no es posible. No insistáis. Se acabó».
«Inolvidable, realmente inolvidable…», comentaban muchos mientras recogían los abrigos en el guardarropa. No quedaba claro si se referían al concierto o a su insólito final.
Al día siguiente, el tío Ottavio se levantó, tiró a la estufa todas sus partituras, cerró la tapa del piano y, después de ponerse el abrigo, salió.
A partir de ese día, salir, y lo hizo durante todo el invierno, fue su única actividad. Salía de casa al alba y regresaba de noche cerrada, de vez en cuando un conocido decía que lo había visto en la costa, en Muggia o en Aurisina. Caminaba con la cabeza baja sin reconocer a nadie, los amigos lo saludaban pero él seguía, movía los labios continuamente como si discutiera animadamente consigo mismo; ya no se lavaba, no se afeitaba, se ponía siempre el mismo abrigo sucio, botas de montaña destrozadas y un sombrero hundido hasta los ojos; en torno al talle llevaba varios metros de cuerda liados.
Con esa misma cuerda, transcurridos unos meses, empezó a traer perros a casa.
Los primeros fueron dos bastardos de caza y los instaló en el jardín de atrás; se quedó en casa toda una semana para montar unas casetas simples de tela metálica cerca del garaje. Cuando terminó, reemprendió su habitual vagabundeo. Salía por la mañana y volvía por la noche, trayendo siempre un nuevo perro atado a su cuerda.
«En poco tiempo», recordó el tío Gionata, «la situación se hizo insostenible: los animales lo ensuciaban todo, ladraban, se peleaban entre ellos por la comida. De hecho mi padre no los alimentaba con regularidad, sino sólo cuando se acordaba o cuando le apetecía y tampoco permitía que los demás se ocuparan de ellos; un día que me atreví a hacerlo se me echó encima con la furia de un demente. Si los perros se peleaban se lanzaba encima de ellos, dándoles bastonazos a ciegas hasta que paraban y él caía exhausto en el suelo; en cambio cuando estaban tranquilos y saciados, se pasaba horas acariciándolos, hablándoles con un tono sereno y sosegado. Vosotros sí, repetía sentado entre ellos como si fueran niños, vosotros sí que tenéis un corazón noble de verdad… y los perros le rozaban la mano con pequeños lametazos y movían la cola.
»Era evidente que había que internarlo, cuidarlo, pero ¿cómo? Él no lo aceptaría jamás y yo no podía obligarlo.
»La cuestión era muy delicada, ¿cómo podíamos ayudarlo?, ¿era todavía posible?, y, sobre todo, ¿era justo?, ¿quería en realidad volver a ser el pianista de antes o aquel gesto perentorio al final del concierto era la línea divisoria definitiva entre el antes y el después, entre lo que había sido y aquello en lo que lo habían convertido? ¿Acaso no debía de ser ése —la muerte de la belleza— el testimonio de su vida desde entonces hasta su fallecimiento?
»Probablemente no era a él al que debíamos tratar, sino más bien nuestra incapacidad de soportar la desolación, la visión del bien que se corrompe en mal. En el fondo, durante los primeros tiempos, todos nos hacíamos la ilusión de poder seguir viviendo como si nada hubiera sucedido. Del mal, un poco se puede tolerar, pero cuando es tan oscuro y denso como para cubrir todo el horizonte, ¿es todavía posible hacerlo?
»Por suerte existe la muerte; ella, al menos, tiene a veces piedad. Un día al volver a casa no oí ladrar a los perros, pero no me preocupé demasiado. Fue sólo más tarde, cuando los vi a todos extrañamente inmóviles, enmarcados por la ventana del baño, cuando bajé corriendo al jardín y lo encontré.
»Estaba ahí, tumbado entre las casetas, con los ojos abiertos, parecía sonreír. El corazón se había detenido de golpe, sin dolor. En lugar de morderlo y destrozarlo los animales lo velaban en silencio, moviendo de vez en cuando la cola como para comunicarse algo. Dicen que los perros son capaces de ver el ángel de la muerte. Esa vez pensé que era verdad y que quizá ellos mismos eran ángeles por la manera en que le ofrecían su corazón al amo. Al menos me quedó el consuelo de ver que había muerto sereno. Un alivio modesto, que desaparece de noche cuando pienso que, probablemente, también los criminales más feroces mueren con la misma expresión en el rostro».