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De todas las historias la del tío Ottavio era la más imprecisa. Sólo la mencionaste una noche, en el sofá, mientras sacabas de una caja fotografías de familia. ¿Cuántos años tenía yo entonces? Diez, doce, era ya el momento en que la ausencia de un rostro (el de mi padre) empezaba a atormentarme; no podías mostrármelo porque no sabías quién era, pero puede que de ese modo estuvieras tratando de cerrar la fisura que se estaba abriendo dentro de mí.

Recuerdo una sucesión de imágenes anónimas surgidas de una época que me parecía sólo un poco posterior a la de los dinosaurios.

Lo más fotografiado era la gran villa blanca, rodeada de un parque, que te había visto crecer: hacía de fondo a una reunión de familia, sirvientes incluidos, en pose para una partida de cricket, y también aparecía en muchas otras, como en la de tu perro Argo, de mirada inteligente, tumbado delante de la entrada del vivero. Imágenes de la villa en todo su esplendor estival, con pérgolas de rosas a su alrededor y persianas abiertas sobre balcones floridos, y otra, de la misma villa, destruida por los bombardeos: un cúmulo de ruinas bajo un humo negro.

En muchas estabas tú de niña, con un gran lazo en la cabeza: tú con tus padres en el estudio de un fotógrafo delante de un elegante fondo pintado; otra de tu madre, sola, posando como una cantante. Varias fotografías eran de niños —todos rigurosamente vestidos de marinero, con aros o pequeños violines en la mano y botines abrochados hasta por encima del tobillo— de los cuales me citabas, con buena voluntad, los nombres y el grado de parentesco sin lograr suscitar en mí el más mínimo interés. ¿Qué me importaban a mí todos esos personajes que parecían sacados de una película de disfraces o de aquella suntuosa villa desaparecida en la nada el día en que un Mike de Alabama cualquiera decidió apretar el propulsor de su cazabombardero?

Una vez, pasando en coche al lado del lugar donde un día estuvo, me mostraste un cedro solitario sofocado entre decenas de tristísimos edificios ennegrecidos por el humo de los altos hornos.

«¿Lo ves? De sus ramas más bajas colgaba mi columpio».

Esa conífera cubierta de hollín era la única superviviente del gran parque que protegía vuestra villa.

El tío Ottavio era hermano de tu madre, me lo indicaste en una foto sentado al piano, al lado de su hermana, que, de pie, cantaba una romanza. Era el único, de una familia en la que todos tocaban más o menos por gusto, que hizo de la música su profesión llegando a ser un destacado pianista. Viajaba por Europa dando conciertos y, cuando estaba en casa, pasaba la mayor parte del tiempo en el salón ensayando.

No lo soportabas, eso me dijiste, pero puede que sólo fuera envidia por su talento, añadiste, ya que tú no tenías ninguno en especial. Se casó (más bien mayor para su época) con una arpista de Gorizia y, con cierto intervalo de tiempo entre uno y otro, tuvieron dos hijos, una niña y un niño.

La mayor, Allegra, heredó la predisposición de sus padres para la música y, cuando terminó el conservatorio en Trieste, se trasladó a América para perfeccionar sus estudios de viola. El más joven, Gionata, al finalizar la guerra se fue a Israel.

«¿Por qué a Israel? ¿Acaso se enamoró?», te pregunté con mis ansias de normalidad.

Al instante te pusiste tensa: «¿Enamorado?». Después, con la mirada vaga, añadiste: «Sí, quizá… en cierto modo… de todas maneras es una historia larga y también algo triste: demasiado larga y demasiado triste para una niña que tiene que irse a dormir».

De nada valieron mis protestas. Me gustaban los cuentos tristes: me dormía todas las noches abrazada a la Sirenita repitiendo entre las sábanas los cuentos más angustiosos mientras el polluelo del Patito Feo me miraba desde la mesilla de noche.

«Pero esto no es un cuento», concluiste, sin posibilidad de añadir nada más. Así, el tío, su mujer, el piano, el arpa, la viola, Allegra, Gionata y su (para mí) curioso destino, habían desaparecido todos en el pozo oscuro del no tiempo.

Me llevé, en el viaje, tres cartas que encontré en el desván; dos procedían de Estados Unidos: la primera era de Allegra y la segunda, firmada por Sara, una de sus hijas, anunciaba la muerte de la madre. La tercera venía de Israel: con unas líneas escuetas, el primo Gionata te felicitaba por el nacimiento de Ilaria, decía que se había establecido definitivamente en el norte de Galilea y que se había casado; enviaba la dirección completa, por si un día querías ir a verlo.

Era precisamente allí, a esa dirección, donde había decidido ir cuando desembarqué en el puerto de Haifa: dado que era hijo del más joven de los hermanos de tu madre y que, echando cuentas, debía andar por los setenta, había buenas probabilidades de que aún siguiera vivo; aparte de mi padre y de la colección de primos mulatos, que de seguro tenía en las playas de Río, el tío Gionata era el último pariente que me quedaba en este lado del hemisferio.

La parada del autobús que me llevaría hasta mi destino no estaba muy lejos. Esperé menos de una hora antes de subirme en él: el aire acondicionado y la música funcionaban al máximo, la mayor parte de los puestos estaban ocupados por chicos y chicas vestidos de soldados, algunos de ellos llevaban metralletas en bandolera con gran desenvoltura.

El autobús abandonó Haifa por el lado opuesto al Carmelo cruzando la zona industrial dominada por grandes viaductos. Por la ventanilla desfilaban uno tras otro naves, talleres, hipermercados y concesionarios de automóviles. El tráfico era bastante caótico y los conductores gesticulaban amenazadores por las ventanillas abiertas, mientras tocaban el claxon sin parar. Curiosamente no me sentía inquieta sino en ascuas: dentro de poco llegaría al kibutz indicado en la carta. Quién sabe si encontraría a mi tío, puede que hubiera muerto hacía tiempo, o que hubiera cambiado de dirección; a lo mejor quedaba allí algún primo, pero podía irme peor: no encontrar a nadie.

Ni siquiera esta hipótesis lograba inquietarme porque de una cosa estaba segura: ese viaje no era una huida (como lo fue el de América) sino un ir al encuentro, afrontar algo que no conocía pero que me concernía profundamente.

Bajé —era el único pasajero— al borde de la carretera, en medio del campo. Delante de mí una valla reforzada con alambre de púas protegía una construcción que tenía algo de garita y algo de portería.

Me acerqué al joven armado que estaba de guardia y le dije mi nombre y el de la persona que estaba buscando y juntos entramos en el campo. En el autobús, intenté imaginar qué aspecto tendría un kibutz: por lo que recordaba de los relatos que había oído de un amigo tuyo, lo concebía como un conjunto espartano de barracones reunidos en un terreno árido.

En cambio, mientras avanzaba detrás del soldado, pensé que más que parecerse a un pueblo de pioneros era como un campus universitario, diseminado de casitas de una planta, cada una de ellas dotada de césped y de un pequeño jardín. Y no faltaban la piscina ni un campo de tenis. En el centro resaltaba un edificio más grande y más alto que los demás que era la dining room, según me comentó mi acompañante.

Lo único que lo diferenciaba de un campus era la presencia de grandes silos en la lejanía, y un fuerte olor a estiércol.

Casi todos los muros lucían una buganvilla, había de todos los colores, del fucsia al lila y al blanco; trepaban con generosidad, casi con arrogancia, y tenían por huéspedes, entre las flores y las hojas, a numerosos gorriones.

El joven me indicó que esperara. Descargué la mochila y me senté en un banco, mirando a mi alrededor, incierta. No estaba muy segura de que hubiera comprendido a quién estaba buscando, quizá no me había explicado bien, pero cuando, transcurrido casi un cuarto de hora, vi separarse de un grupo de personas a un hombre no muy alto de barba blanca, reconocí (gracias a las misteriosas leyes de la genética) sin la menor duda al tío Gionata.

Aunque no escondió una cierta sorpresa, el tío no se mostró especialmente emocionado por mi presencia. Hacía muchos años que no hablaba italiano así que se me dirigió con el mismo dialecto, algo anticuado, que de vez en cuando, durante la enfermedad, usabas también tú.

Decidió que fuéramos a su casa —una construcción prefabricada baja, asomada a un pequeño jardín florido— a tomar un té. A pesar de la edad el tío conservaba un cuerpo fuerte, delgado y se expresaba de manera muy directa.

Le conté de ti que habías fallecido hacía poco más de un año, de mi madre que se fue cuando yo tenía cuatro años (pasando por alto el hecho de que se trató de una muerte deseada) y, por fin, de mi padre, un profesor de filosofía que vivía en Grado y que no se había ocupado nunca mucho de mí.

El tío Gionata había enviudado hacía poco, su mujer se apagó en un par de meses debido a la que ahora es la más común de las enfermedades; del matrimonio habían nacido dos hijos. El primogénito, Arik, vivía en Arad y era ingeniero mientras que su hija trabajaba como psiquiatra en el hospital de Be'er Sheva.

Ya había sentido la alegría de ser el abuelo de dos gemelas, hijas de Arik, que ahora tenían siete años. Las dos tocaban el violín desde muy pequeñas y gracias al método de un japonés, el señor Suzuky, demostraron que habían heredado al máximo el talento de ambos bisabuelos. Hacía poco que había regresado de Arad donde había asistido con gran emoción a su exhibición.

Me dijo que, al marcharse de Italia, la música que había alimentado su infancia curiosamente desapareció de golpe, no escuchaba discos ni asistía a conciertos.

La única música que acompañaba su vida en Israel había sido la de los tractores. De hecho, desde que había llegado, la tierra había sido su única ocupación: él personalmente había plantado las largas hileras de pomelos que llegaban hasta el pie de las colinas; lo mismo había hecho con las plantaciones de aguacates.

Antes de que llegaran, allí no había más que piedras y hierbajos. Los primeros años prepararon el terreno y labraron a mano, más tarde llegaron los tractores y él, dada su pasión por la mecánica, siguió un curso para aprender a repararlos.

Querían ser autosuficientes en todo, ésta era la filosofía que, año tras año, los había llevado a construir todo lo que nos rodeaba.

Ahora, a los jóvenes no les importaba nada de aquellas primeras iniciativas, lo querían todo y al momento, no sabían esperar, no eran capaces —o quizá no tenían suficiente fuerza de ánimo— de sacrificarse por el futuro de la comunidad.

«Éste es mi pesar», me confesó el tío, «y el de los de mi edad. ¿De quién ha sido la culpa, nuestra o de los tiempos que corren? No debería sentirme tan herido: desde que el mundo es mundo los jóvenes tienden a destruir todo lo que sus padres han construido y la vida sigue a pesar de todo… Pero… Puede que esto sólo sean las tristes ideas de un anciano».

Me instaló en la que él llamaba «habitación de los huéspedes»; una habitación alargada con las paredes de conglomerado donde apenas había sitio para una silla y un camastro; una ventana enmarcaba las ramas aromáticas de un eucalipto.

Nunca había oído cantar las abubillas y las tórtolas con tanto brío. Era como si el sol, que allí caía con mayor intensidad, otorgara más vigor a todas las cosas: las flores eran más grandes y de colores más vivos, los cantos de los pájaros eran más intensos. ¿Era así también para los sentimientos —para el odio, el amor, la fuerza violenta de la memoria?

Con esta pregunta me dormí.

Cuando oí llamar a mi puerta, creía que aún era de noche: mi tío quería desayunar conmigo, faltaba poco para las cinco y el sol estaba ya alto, había que ir al campo antes de que hiciera demasiado calor, se justificó al ver mi cara descompuesta.

El gran comedor estaba ya lleno de gente, sus voces se cruzaban retumbando como en los banquetes nupciales.

Esa primera mañana me paseé por el kibutz y nos volvimos a ver a la hora de la comida.

«¡Mira cuántas cabelleras rubias y cuántos ojos azules!», comentó mi tío, con un destello de satisfacción en la mirada, mientras pasábamos delante de la guardería llena de niños que jugaban. «A Hitler se le habría reventado el hígado».

En la casa, el viejo y ruidoso aparato de aire acondicionado funcionaba ya. Al sentarme en el pequeño sofá del salón no pude evitar ver una vieja estampa de Trieste colgada en la pared enfrente de mí.

Representaba una parte del litoral: delante del palacio Carciotti, señoras con sombrillas, caballeros con bastón y sombrero de copa, niñeras con cochecitos, paseaban a lo largo del muelle de San Carlo (ahora Audace) mientras de una larga fila de naves que estaban en el Canal se desembarcaban cajas de todos los tamaños.

«¿Qué descargaban?», le pregunté a mi tío mientras observaba la estampa de cerca.

«Pues… más que nada café, creo, pero también especias o telas. ¿Sabes por qué no la he quitado nunca de ahí? Porque me recuerda un tiempo que ya no existe, un tiempo en que se podían pasar horas discutiendo con pasión sobre tantas cosas… sobre una representación de la Carmen de Bizet, por ejemplo —si era mejor la que acabábamos de escuchar o la del año anterior—, o acalorarse hasta reñir sobre el poeta preferido. A mi mujer no le gustaba la estampa, defendía que el pasado es el pasado y que no debemos cargar con él, sin embargo, a mí me daba una especie de… no digo paz pero sí de alivio. Me reconfortaba saber que había existido una época —la de mi padre— en que se podía hablar de arte, como si fuera la cosa más importante del mundo, en que el horror se hallaba todavía relegado en la retaguardia: no es que no lo hubiera (está desde siempre en el corazón del hombre) sino que no se mencionaba, no se veía, todavía se podía vivir como si no existiera, permanecía comprimido en el espacio oficial de la guerra».

«¿Ves?», prosiguió, «mis padres estaban convencidos —puede que por ser artistas o porque los tiempos habían cambiado— de que era precisamente la belleza la luz que ilumina el corazón del hombre.

»La música puede abrir cualquier puerta, me repetía mi padre, mientras mi madre me llevaba al jardín para escuchar los distintos crujidos de las hojas.

»Eran idealistas, está claro. Si hubieran vivido más en la realidad quizá habrían podido evitar una parte de la tragedia, pero ellos eran así: veían siempre el lado bonito de las cosas, estaban convencidos de que belleza y honradez iban siempre a la par. Los recuerdos que conservo de los años pasados junto a ellos, en la villa, están impregnados de una luz dorada, no había sombras entre ellos, ni tampoco en su relación con nosotros. Creo que eran padres más bien anticonvencionales para la época, jugaban con nosotros, sus hijos, pero sin dejar nunca en un segundo plano nuestra educación: nos inculcaban unos principios que, en cualquier caso, debíamos respetar con un rigor férreo. En la mesa se hablaba de todo y no se eludía ninguna pregunta.

»Recuerdo una vez —tendría seis o siete años, la edad en la que un niño empieza a interrogarse— que de repente durante la comida pregunté: pero, vamos a ver, ¿quién ha hecho el mundo?

»Lo ha creado Dios, contestó mi padre.

»Y después de haberlo creado, concluyó mi madre, inventó también la música para que el hombre lo pudiera comprender.

»Contrariamente a la mayor parte de los matrimonios de la época —y, ¿por qué no?, también de los actuales— su unión no se limitaba a la atracción física, a un enamoramiento debido a factores variables. Se amaban de verdad, nunca los he visto lanzarse palabras ácidas o estar de morros, podían discutir a veces, incluso con pasión, pero en ello jamás había esa maldad que aflora cuando se está cansado de la vida o se siente desilusión.

»Estoy convencido de que tenía mucho que ver en esto su relación con la armonía, con la música: en el terreno de la belleza lograban disolver cualquier conflicto.

»Su ingenuidad fue la de creer que lo que tenía valor para ellos también lo tenía para los demás, que todos los seres humanos estaban unidos por una tensión interior que podía dar luz a las cosas.

»No sabes cuántas vueltas le he dado a esto a través de los años, cuántas veces he desmontado y montado cada hora, cada minuto, cada segundo de nuestra vida juntos: era como si tuviera entre las manos el motor de un tractor y no lograra identificar la avería.

»Mi vida ha sido prácticamente sólo vivida a medias. ¿Dónde estás?, me reprochaba siempre mi mujer. ¿Estás con nosotros o estás viajando en la máquina del tiempo?

»No, no creo haber sido un buen marido y tampoco un buen padre.

»He sido todo eso, pero a medias.

»Por otra parte, me digo con frecuencia que cuando una vida se ha roto no se puede recomponer, sólo se puede fingir, se puede poner cola a los fragmentos pero será siempre una reparación aparente.

»Rota quiere decir que dentro de ti existen dos, tres o cuatro partes que ya no se pueden recomponer y que, para vivir, debes intentar juntar las piezas sin que se oigan los chirridos que produces dentro de ti, los lamentos de la resignación.

»Mis padres, siempre envueltos en la armonía de su música, cayeron en la atroz convicción de que la bondad se hallaba de forma natural en el corazón del hombre y de que —precisamente por ser algo innato en él— incluso el criminal más empedernido podía albergar bondad, bastaba sólo despertar —con una sonrisa, una canción, una flor— el bien que tenía dentro.

»No eran religiosos, al menos no en el sentido tradicional. El padre de mi padre se había convertido: no creo que se iluminara en el camino de Damasco, sino en el de lo práctico; eran agnósticos desde hacía tiempo y por lo tanto, para ellos, estar de un lado o de otro no era demasiado traumático.

»La familia de mi madre todavía pertenecía en apariencia —pero no de hecho— a la tradición: iba a la sinagoga para los matrimonios y para las circuncisiones.

»Creo que mi madre consideraba como una especie de folclore el conjunto de costumbres que le habían sido impuestas, sin embargo, no era atea ni tampoco agnóstica, por el contrario creía en un ser supremo, leía con pasión libros sobre argumentos espirituales y estaba muy interesada en la transmigración de las almas —la reencarnación, en definitiva— siguiendo las ideas de una noble rusa, una tal Blavatsky o algo parecido.

»Recuerdo que una vez, en el jardín, puso sobre una hoja una oruga peluda y le preguntó: mañana serás una mariposa pero un día, ¿qué fuiste?

»Me inquietaba mucho la idea de que pudiera existir una realidad oculta detrás de las cosas, que no fueran lo que parecían. No he sido un digno hijo suyo, nunca he tenido imaginación, al final acabé ocupándome de motores y no de metafísica. Menos mal que han muerto, llegué a pensar un día, a lo mejor se avergonzarían de un hijo tan banal, sin embargo, fui yo el que se avergonzó de esos pensamientos.

»Ahora que estoy solo en casa —era distinto cuando estaban mi mujer y los niños—, que sé que no me queda mucho tiempo por delante, me sucede con frecuencia que me quedo despierto por la noche: escucho el tráfico que disminuye de hora en hora, oigo los chacales: ¿qué son sus aullidos sino preguntas a la luna, a las estrellas, al cielo?

»Mientras sigo sus lamentos veo también ascender el humo de la tierra: en esa nube densa y negra está mi madre, su esencia mezclada con otras miles —sus sueños, sus talentos, su mirada—; son cenizas caídas en el Vístula, sobre los árboles, en los campos que rodean Birkenau —el potasio de esos cuerpos ha fertilizado enteras regiones y ha dado vida a grandes campanillas de invierno, coles gigantes y manzanas como mapamundis.

»¿Pero es cierto que mi madre está sepultada allí, en el triunfo de la química, o sólo se encuentran sus cabellos, sus huesos? ¿Ha cambiado su alma de cuerpo como creía ella, igual que en los viajes se cambia de habitación de hotel? Puede que se haya reencarnado en África o en un pueblo perdido de los Andes…

»Por la noche los pensamientos se vuelven enormes, pero en esa inmensidad no pienso nunca en el paraíso, en un lugar donde se puede vivir sin culpas, envueltos en una levedad que no tiene nada de humano: significaría que alguien nos cuida y eso yo no lo creo, no. A nadie le importa el destino de los hombres y menos aún el nuestro en particular.

»A lo largo de mi vida he tratado de comportarme de la mejor manera, de ser honesto, trabajar, formar una familia, amarla todo lo que yo pudiera y esto es todo, lo único que tengo para poner en la balanza. Es probablemente mi límite, pero como todo límite, no he sido yo el que lo ha decidido.

»Vine aquí después de la guerra para escapar de los recuerdos. Nada hermoso me ataba ya a Europa, quería comprender quién era, reconstruirme una especie de identidad y, lentamente, lo he logrado.

»No me arrepiento, no volvería atrás por nada del mundo pero nada me ha iluminado. Sigo siendo un escéptico. Un escéptico de buena voluntad, pero siempre un escéptico».

«¿Ves?», siguió mi tío mientras me indicaba un pequeño rectángulo fijado en la puerta, «eso lo ha puesto mi hijo: es una mezuzah. Arik ha sido siempre un chico muy religioso, aunque nosotros nunca lo hemos alentado: en casa nos hemos limitado a respetar las tradiciones con rigor, pero eso es todo. Tampoco lo hemos desanimado, naturalmente, y de vez en cuando su madre y yo lo mirábamos como si fuera un desconocido: ¿de dónde ha salido?

»No sabíamos darnos una respuesta.

»A veces he pensado que dentro de él había transmigrado el alma de la abuela, que toda esa devoción no era otra cosa que una manera de hacerle expiar a mi madre su pasión por Blavatsky y todas sus estrafalarias lecturas espiritistas.

»Mi mujer decía que nacer es como ser lanzado desde un edificio muy alto, y en cualquier caso el destino es caer y por lo tanto hay que aferrarse a algo: hay quien se agarra a un saliente y quien planea sobre un balcón, quien se aferra a una persiana y quien, en el último instante, logra engancharse a un canalón. Si quieres vivir tienes que intentar encontrar un asidero, no tiene ninguna importancia a lo que logres agarrarte. Pero para mi mujer era distinto, provenía de una familia practicante y nunca se había llevado bien con su padre, un hombre bastante rígido; en el fondo, se desea siempre lo que no se tiene en casa, quizá por eso no podía ocultar su irritación por este hijo suyo que quería volver a hacer entrar por la ventana las usanzas que ella había logrado echar fuera por la puerta.

»Por el contrario yo siempre estuve convencido de la honestidad y de la profundidad de los sentimientos de Arik; recuerdo un episodio que se remonta a sus trece o catorce años: era sábado, y cuando entró en casa sorprendió a su madre al teléfono: hablaba con su hermana de Tel Aviv. Rompió a llorar desesperado, gritando: "¿Por qué no vivís en santidad?"

»¿Ves? Las cosas de los hombres son siempre extraordinariamente complejas. Por eso te digo que la cuestión más importante es la honestidad, a partir de ahí se puede llegar a todas partes».

Aunque eran sólo las seis se había hecho de noche y, con la oscuridad, se levantó una brisa ligera, bajaba de las colinas hacia el mar: al moverse, la buganvilla que estaba al lado de la ventana hacía un ruido de papel de seda; de los establos, poco distantes, llegaba el mugido de un becerro, una llamada desesperada, sin respuesta: quizá buscaba a su madre que ya habían llevado al matadero. Mi tío se sirvió un vaso de agua y se la bebió de un solo trago; hacía mucho calor, el aire acondicionado se había apagado. Debía de hacer mucho tiempo que mi tío no hablaba tanto, con un suspiro se dejó caer sobre el respaldo del sofá y me miró: «Y tú, ¿en qué crees?».