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Después de seis días de navegación tranquila llegamos al puerto de Haifa.

Desde el puente, a medida que nos acercábamos, percibí una extraña similitud con Trieste. A sus espaldas, en lugar del Carso, con el que parecían compartir su aspecto pétreo, se levantaban los contrafuertes del monte Carmelo. Por dondequiera se encaramaban edificios de varios pisos, los más recientes eran también los menos agraciados. En la parte izquierda, donde la colina le cedía el puesto al llano, de una serie de plantas industriales se elevaba una densa humareda que se mezclaba con las llamas de una refinería.

Haifa, sin embargo, no tiene un paseo marítimo como Trieste. En lugar de la ribera y de la plaza Unità, tiene muelles de atraque para las naves de transporte, dominados por una serie de grúas amarillas con sus largos brazos suspendidos. Debajo, cientos de contenedores de todos los colores yacían apilados los unos sobre los otros.

A pesar de que la brigada antiterrorista había embarcado en el puerto de Limassol, las gestiones del desembarco fueron larguísimas. Mientras esperábamos, me detuve en el puente a observar un extraño edificio que se recortaba en la cumbre de la colina, enmarcado por jardines en terrazas que descendían hacia el mar: por la cúpula redonda y dorada que lo remataba parecía una mezquita, pero sin el minarete al lado.

«¿Qué es eso?», pregunté dirigiéndome a una señora de Ashkelon que había conocido durante la travesía.

«¿Eso? Es el templo de Baha'i», y sonrió, como diciendo: sólo faltaba eso. De hecho custodiaba la tumba de Baha'Allah, un persa que durante la segunda mitad del siglo XIX quiso separarse del islam y fundar su propio movimiento religioso sincrético, inspirado en el amor universal entre los hombres de todos los credos y de todas las etnias.

Al bajar a tierra me di cuenta de que la mochila que llevaba sobre mis espaldas pesaba tanto como el siglo que estaba a punto de terminar, que había llegado el momento de detenerme y de mirar lo que contenía, sacar una a una todas las piedras y darles finalmente un nombre, catalogarlas y después decidir si era el caso de llevarlas conmigo o, en cambio, de abandonarlas.

De repente, en esa tierra desconocida y sin embargo tan familiar, comprendí que la nuestra es también la historia de aquellos que nos han precedido, de lo que han escogido hacer o no hacer. Han sido esas elecciones las que han construido, como el carbonato de calcio en una cueva, la invisible estructura de nuestra persona.

Un niño que nace no es una pizarra limpia sobre la que se puede escribir cualquier cosa, sino una tela en la que alguien ha trazado ya la trama de un bordado: ¿recorrerá ese camino marcado por otros o escogerá uno diferente? ¿Continuará calcando el surco trazado o tendrá el valor de salirse de él? ¿Por qué uno rompe la urdimbre y otro la completa con ciega diligencia?

¿Es en verdad sólo nuestra esta vida y éste el único espacio de luz que se nos permite atravesar? ¿Acaso no es una crueldad demasiado grande jugárselo todo en una sola existencia? ¿Comprender, no comprender, equivocarse, enfrentarse? Un solo latido separa el nacimiento de la muerte, abrimos la boca para decir «¡Oh!», por el horror, «¡Oh!», por el estupor y después, ¿se acaba todo? ¿Deberíamos resignarnos a permanecer en silencio y ofrecer el cuello como enésimas víctimas para el sacrificio? ¿Venimos al mundo para después precipitarnos en la muerte como un castillo de cartas que, en silencio, se derrumba sobre sí mismo?

¿Quién decide los papeles antes de la interpretación? ¿Cuál me tocará: el de víctima o el de verdugo? ¿O quizá todo es una sucesión de claroscuros?

Matar o que te maten: ¿quién lo decide? Puede que quien está en el cono de luz; pero los que están en la sombra, ¿qué hacen? Y yo, ¿en qué zona de la escena me encuentro? ¿Se desarrolla realmente todo como sobre un escenario: entrar, salir, olvidarse de la parte, equivocarse? ¿Y dónde van a parar entonces los estertores de las víctimas, dónde el sudor frío de su agonía, dónde el sueño de los verdugos, sus noches oscuras, ocupadas sólo por la fisiología? ¿Existe algún lugar en el cielo que los contiene: un catálogo, un archivo, una memoria cósmica? ¿Y quizá, además de un registro, también una balanza, alguien que pesa las existencias: el plato de la derecha, el de la izquierda, la manera en que se equilibran, aquí las acciones, allí el contrapeso del juicio? ¿Llamea la espada de Miguel agitada en el aire o es la voz de la nada que cruza el espacio?

¿Es acaso el universo sólo un enorme estómago habitado por agujeros negros que absorben y trituran cualquier forma de energía? ¿Reside en ese movimiento infatigable de masticación-absorción-excreción, en esa sinfonía de jugos gástricos, el único sentido del mundo?

Pero cuando el estómago del rumiante se detiene, la vaca se muere.

¿Y el universo?

¿Somos proteínas, minerales, aminoácidos, líquidos, reacciones enzimáticas y nada más? ¿Larvas blanquecinas que se revuelven, que devoran y que son devoradas? Pero también la larva conoce la dignidad de la transformación, de sus blandos tejidos puede salir el inesperado esplendor de una mariposa.

¿Y si la palabra mágica fuera «transformación»? ¿Y si la oscuridad existiera precisamente para acoger la Luz?